I. JUTLAND

Aquel lugar se llamaba Jutland. Una vez hubo allí un molino y un pequeño asentamiento, pero a finales del siglo pasado todo aquello había desaparecido y, a fin de cuentas, el lugar nunca había llegado a ser gran cosa. Mucha gente creía que se llamaba así en honor de una famosa batalla naval librada durante la Primera Guerra Mundial, pero la verdad es que estaba en ruinas mucho antes de que se celebrara dicha batalla.

Los tres muchachos que llegaron allí un sábado a primera hora de la mañana a principios de la primavera de 1951 creían, al igual que la mayoría de los niños, que su nombre procedía de las viejas tablas de madera que sobresalían de la tierra de la ribera y de las otras estacas, rectas y gruesas, que formaban una empalizada irregular en las aguas cercanas. (En realidad, eran los restos de una presa construida antes de la época del cemento). Las tablas y un montón de piedras usadas para los cimientos, una lila, unos cuantos manzanos enormes deformados por una enfermedad causada por los hongos y el somero lecho del caz del molino que se llenaba de ortigas cada verano eran los únicos signos de una existencia anterior.

Al volver de la carretera del pueblo había un camino, o más bien un sendero, que nunca llegó a cubrirse de grava y que figuraba en los mapas como una línea de puntos, una carretera apenas transitable. Sólo de vez en cuando pasaban por allí los coches de quienes en verano iban a bañarse al río o los de las parejas que por la noche buscaban un lugar para pasar un rato. El único tramo en el que se podía dar la vuelta se encontraba antes de llegar al caz, pero lo invadían tantas ortigas, perifollos y, en los años lluviosos, cicutas salvajes, que a veces los coches tenían que salir dando marcha atrás hasta la carretera principal.

En aquella mañana de primavera se veían claramente las huellas del coche junto al borde del agua, pero los muchachos no se fijaron en ellas porque no pensaban más que en nadar; si es que a aquello se le podía llamar nadar: volverían al pueblo y contarían que se habían bañado en Jutland antes de que la nieve desapareciese.

Hacía más frío allí, río arriba, que en la ribera cercana al pueblo.

Todavía no había una sola hoja en los árboles de la orilla: el único verde visible lo formaban los manchones de puerros en el suelo y las caléndulas de pantano frescas como la espinaca, que se extendían a lo largo de los arroyuelos que desembocaban en el río. Y en la ribera de enfrente, debajo de unos cedros, vieron lo que andaban buscando: un banco de nieve largo, a ras de tierra y tenaz, gris como las piedras.

Aún no había desaparecido.

Así que podrían saltar al agua y sentir el frío apuñalándoles como una daga helada. Dagas de hielo alzándose tras sus ojos y aguijoneando el interior de sus cráneos. Luego sacudirían unas cuantas veces brazos y piernas y por fin saldrían, tiritando y castañeando de dientes.

Meterían sus entumecidos miembros en sus ropas y sentirían cómo sus cuerpos se recuperaban dolorosamente por la sangre palpitante y el alivio de haber convertido sus jactancias en algo verdadero.

Las huellas que no advirtieron atravesaban de lleno el caz del molino, donde nada crecía entonces, únicamente la hierba aplastada de color pajizo del año anterior. Atravesaban el caz y se dirigían al río, sin dar la vuelta. Los muchachos las pisaron. Pero para entonces ya estaban tan cerca del agua como para que les llamara la atención algo más extraordinario que unas simples huellas de automóvil.

Había en el agua una estela de color azul pálido que no era un reflejo del cielo. Se trataba de un coche volcado dentro del estanque, con las ruedas delanteras y el morro enterrados en el fango y el parachoques del maletero a punto de salir a la superficie. En aquellos tiempos, el azul claro era un color poco corriente para un automóvil, y su forma curvilínea tampoco era muy corriente. Lo reconocieron enseguida. El cochecito inglés, el Austin, era el único de su marca en el condado. Su propietario era el señor Willens, el optometrista. Cuando iba al volante parecía un personaje de tebeo, porque era un hombre bajo aunque fornido, de hombros fuertes y cabeza grande. Daba la impresión de ir embutido en su cochecito como en un traje a punto de estallar.

El coche tenía una escotilla en el techo que el señor Willens abría cuando hacía calor. Ahora estaba abierta. Los muchachos no distinguían bien lo que había dentro. El color del coche daba nitidez al agua, pero ésta no era muy transparente y oscurecía cualquier cosa que no resplandeciera. Los muchachos se agacharon, luego se tumbaron boca abajo y asomaron sus cabezas, como si fueran tortugas, para intentar ver algo. Allí dentro había una cosa oscura y peluda, semejante al rabo de un animal grande, que sobresalía por el agujero del techo y se movía pausadamente en el agua.

Enseguida se dieron cuenta de que se trataba de un brazo, cubierto por la manga de una chaqueta de tela gruesa y con pelusa. Les pareció que dentro del coche había el cuerpo de un hombre —tenía que ser el cadáver del señor Willens— en una posición extraña. La fuerza del agua, pues incluso en el estanque del molino era mucha la presión en esa época del año, debía de haberlo levantado del asiento, zarandeándolo de tal forma que uno de sus hombros casi tocaba el techo y uno de sus brazos asomaba por fuera. Su cabeza debía de haber sido impulsada contra la puerta y la ventanilla del asiento del conductor. Una de las ruedas delanteras estaba más atrapada en el fondo del río que la otra, lo que significaba que el coche estaba inclinado tanto de un lado a otro como del morro al maletero. En realidad, la ventanilla debía de estar abierta y la cabeza asomándose para que el cuerpo hubiera terminado en aquella posición. Pero no podían verlo. Tenían la imagen del rostro del señor Willens tal y como lo habían conocido, un rostro grande y cuadrado que a menudo fruncía el ceño con aire teatral aunque nunca amenazador. Sus ralos cabellos rizados eran rojizos o dorados a la altura de la coronilla, y se los peinaba en diagonal por encima de la frente. Sus cejas eran más oscuras que su pelo, gruesas y peludas como orugas pegadas a los ojos. La cara ya de por sí les parecía grotesca, igual que les parecían grotescas todas las caras de los adultos, de modo que no les asustaba verla ahogada. Pero todo lo que alcanzaban a ver era aquel brazo y una mano pálida. Pudieron ver la mano con gran claridad una vez que se acostumbraron a mirar a través del agua. Flotaba allí, trémula y vacilante, como una pluma, aunque su aspecto era tan sólido como el de la masa de pan y de lo más normal, una vez que te hacías a la idea de que estaba allí. Las uñas de los dedos parecían unas caritas pulcras, con su inteligente mirada de saludo, su sensato renegar de las circunstancias.

—Qué fuerte —dijeron aquellos chicos, cada vez con más energía y con un tono de creciente respeto, incluso de gratitud—. Qué fuerte.

Era su primera salida del año. Habían atravesado el puente sobre el río Peregrine, de doble arco y de una sola calzada, al que en el lugar llamaban la Puerta al Infierno o la Trampa Mortal, aunque lo peligroso de verdad era la curva cerrada de su extremo sur y no el puente en sí.

Había un arcén para los peatones, pero no lo utilizaron. Ni siquiera recordaban haberlo utilizado nunca. Tal vez hacía años, cuando eran pequeños y les llevaban de la mano. Pero para ellos aquel tiempo se había esfumado; se negaban a reconocer que existía, aun cuando les mostraban como prueba una foto o se veían obligados a escuchar anécdotas durante las conversaciones familiares.

Caminaron a lo largo del pretil de hierro que corría por el puente al lado opuesto del arcén. Tenía una anchura de unas ocho pulgadas y se elevaba aproximadamente un pie sobre el suelo del puente.

El río Peregrine corría veloz con su carga de hielo y nieve, ahora derretidos, hacia su desembocadura en el lago Huron. Apenas cabía dentro de sus orillas después de las inundaciones anuales que transformaban las llanuras en un lago, arrancaban los árboles jóvenes y destrozaban cualquier bote o cabaña a su alcance. Con los residuos de los campos que la enfangaban y la pálida luz del sol sobre su superficie, el agua parecía un dulce de leche a punto de hervir. Pero si caías dentro te helaba la sangre y te empujaba al lago, y eso si antes no te habías partido la crisma contra las pilastras.

Los automóviles hicieron sonar sus cláxones como advertencia o reproche a los críos, pero éstos no les hicieron ningún caso. Siguieron adelante en fila india con tal decisión que se dirían sonámbulos. Luego, al llegar al extremo norte del puente, atajaron hacia las llanuras, en busca de los senderos que recordaban del año anterior. Las inundaciones eran tan recientes que no resultaba fácil seguir aquellos senderos.

Tenían que abrirse paso a patadas por entre la maleza aplastada y saltar de un montículo de hierba enlodada a otro. A veces saltaban de cualquier manera y terminaban aterrizando en el lodo o en los charcos residuales de las inundaciones, y una vez que sus pies se mojaban les era indiferente dónde cayeran. Chapoteaban en el lodo, chapoteaban en los charcos, y el agua entraba en sus botas de goma. Un viento cálido separaba las nubes en hilachas de lana vieja, y las gaviotas y los cuervos se disputaban el aire y se zambullían en el río. Los buitres revoloteaban sobre ellos, alerta desde las alturas; los petirrojos ya habían regresado, y los tordos de alas rojas se deslizaban lanzados en parejas, tan brillantes como si estuvieran recién pintados.

—Tenía que haber traído una veintidós.

—Tenía que haber traído una del calibre doce.

Eran demasiado mayores como para coger palos e imitar el ruido de los disparos. Hablaban con una especie de pesar despreocupado, como si siempre hubieran tenido armas al alcance de la mano.

Subieron por la orilla norte hasta llegar a un lugar arenoso sin vegetación, donde se suponía que las tortugas desovaban. Todavía era demasiado pronto para el desove, y en realidad la historia de los huevos de las tortugas se remontaba a muchos años atrás y ninguno de los chicos había visto ninguna. Pero pateaban y pisaban la arena, por si acaso. Luego buscaron el lugar donde el año anterior uno de ellos, junto con otro chico, encontró el hueso de la cadera de una vaca, arrastrada hasta allí por unas inundaciones que habían rebasado el matadero.

Era cosa sabida que todos los años el río arrastraba y depositaba en cualquier lugar múltiples objetos sorprendentes, pesados, extraños o familiares. Rollos de cable, escaleras intactas, una pala torcida, una olla para el maíz. Encontraron la cadera enganchada a la rama de un zumaque, lo cual resultaba apropiado, ya que esas ramas lisas parecían cuernos de vaca o cornamentas de ciervos, algunas con las puntas cónicas herrumbrosas. Dieron tumbos de un lado a otro durante bastante tiempo, Cece Ferns les mostró la rama exacta, pero no encontraron nada.

Habían sido Cece Ferns y Ralph Diller quienes la habían encontrado, y cuando aquella mañana los otros muchachos le preguntaron qué había sido del trofeo, Cece Ferns contestó: «Se la llevó Ralph». Los dos muchachos que le acompañaban —Jimmy Box y Bud Salter— comprendieron por qué lo había hecho. Cece nunca llevaría nada a casa a menos que fuera tan pequeño que pudiera pasar desapercibido a los ojos de su padre.

Hablaron de hallazgos más útiles que se podrían hacer o que ya habían hecho en años anteriores. Los postes de las vallas se aprovecharían para construir una balsa, y los trozos diseminados de madera, para hacer una choza o una barca. Con mucha suerte uno se podía encontrar algunas trampas sueltas para ratas almizcladas. En ese caso se podía ganar algún dinero. Sólo era cuestión de hacerse con unas tablas de estiramiento y robar los cuchillos de despellejar. Hablaron de asaltar un cobertizo vacío que conocían, situado en un callejón sin salida detrás de lo que había sido la caballeriza. Estaba cerrado con candado pero probablemente no sería difícil entrar por la ventana, llevarse las tablas por la noche y luego volver a colocarlas al amanecer. Se podía llevar una linterna para el trabajo. O aún mejor, un farol. Se podía despellejar a las ratas almizcladas, estirar las pieles y luego venderlas por mucho dinero.

Este proyecto se volvió tan real que incluso se comenzaron a preocupar por tener que dejar pieles tan valiosas en el cobertizo durante el día. Uno de ellos debería vigilar mientras los otros salían para inspeccionar las trampas. (Nadie mencionaba el colegio). Así hablaban mientras dejaban el pueblo atrás. Charlaban como si fuesen libres, o casi libres, como si no asistieran al colegio o no vivieran con sus familias, ni sufriesen ninguna de las humillaciones que les infligían por su corta edad. Como si el campo que les rodeaba y los lugares que eran propiedad de otros les proporcionaran lo que necesitaban para cualquiera de sus empresas y aventuras, sin apenas riesgo ni esfuerzo por su parte.

Otro cambio en su conversación, ahora que abandonaban el pueblo, era que casi dejaban de utilizar nombres. De todas formas no solían utilizar sus nombres verdaderos, ni siquiera los apodos familiares como «Bud». Porque en el colegio casi todos tenían un mote, unos relacionados con el aspecto de cada cual o con su manera de hablar, como por ejemplo Ojos Saltones o Cotorra, y otros como Culo Irritado o Jodedor de Gallinas, que guardaban relación con incidentes fabulados o reales en las vidas de los que llevaban esos apodos o en las vidas —esos nombres se transmitían a lo largo de décadas— de hermanos, padres o tíos. Éstos eran los nombres que dejaban cuando salían al monte o al llano del río. Si querían llamar la atención de otro chico, se limitaban a decir «oye». Hasta el uso de calificativos escandalosos u obscenos, que se suponía que los mayores desconocían por completo, habría estropeado el sentido que tenía en aquellos momentos ignorar hábitos, familias y datos personales de cada cual.

Pese a todo, en el fondo no se miraban los unos a los otros como amigos. Lo suyo no era asignar el papel de mejor amigo o el de segundo mejor amigo, o establecer una jerarquía de amistades, como hacían las chicas. Se podría sustituir a cualquiera de los tres por cualquiera de entre al menos una docena de otros chicos, y los demás los aceptarían igualmente. Casi todos los miembros de la banda tenían entre nueve y doce años, demasiado mayores como para confinarse en los límites de sus patios o de sus barrios, pero demasiado jóvenes como para tener un trabajo, hasta para trabajos como barrer las aceras delante de las tiendas o hacer en bicicleta el reparto de la compra a domicilio. La mayoría vivía en el lado norte del pueblo, lo que significaba que les sería posible conseguir un trabajo de ese tipo cuando crecieran y que a ninguno lo enviarían nunca a estudiar a Appleby o al Upper Canada College. Y ninguno vivía en una chabola o tenía un pariente en la cárcel. De todas formas, había bastante diferencia entre cómo vivían en sus casas y lo que de ellos se esperaba en la vida. Pero esas diferencias se esfumaban tan pronto como perdían de vista la prisión del condado y el granero y las torres de la iglesia, y se dejaba de oír el repique del reloj de los juzgados.

Al volver caminaban deprisa. A veces iban al trote pero no corrían. Dejaron de saltar, de perder el tiempo y de chapotear en el agua; y los ruidos que hacían de camino al estanque, los pitidos y los aullidos, quedaron también de lado. Reparaban en los imprevistos regalos de la inundación, pero pasaban de largo. En realidad caminaban de regreso como lo habría hecho cualquier adulto, a un paso bastante ligero y siguiendo la ruta más razonable, sintiendo sobre sus hombros la responsabilidad de a qué lugar dirigirse y qué pasos tomar a continuación.

Frente a los muchachos había algo, una imagen ante sus ojos que se interponía entre ellos y el mundo, igual que parecía suceder con todos los mayores. El estanque, el coche, el brazo, la mano. Tenían cierta idea de que cuando llegasen a un determinado lugar comenzarían a gritar. Entrarían en el pueblo chillando y haciendo circular la noticia a su alrededor, y todo el mundo se quedaría helado, tratando de digerirla.

Atravesaron el puente, igual que siempre, caminando sobre el pretil de hierro. Pero esta vez no tenían sensación de riesgo, coraje o despreocupación. Podrían perfectamente haber usado el arcén. En lugar de seguir la curva cerrada de la carretera que llevaba tanto al puerto como a la plaza, subieron directamente la orilla por un sendero que desembocaba cerca de los cobertizos de los ferrocarriles.

El reloj daba su repique de cuarto de hora. Las doce y cuarto.

Era la hora en la que la gente iba a casa a almorzar. Los oficinistas tenían la tarde libre, pero los que trabajaban en comercios, únicamente disponían de una hora, como de costumbre: los sábados por la noche, las tiendas no cerraban hasta las diez o las once.

La mayor parte de la gente iba a casa para tomar una comida caliente y abundante. Chuletas de cerdo, o salchichas, o ternera hervida, o pastel de carne. Patatas, sin duda, fritas o en puré; crema de tubérculos, de repollo o de cebolla, almacenados durante el invierno. (Unas cuantas amas de casa, ricas o un tanto más irresponsables, serían capaces hasta de abrir una lata de guisantes o de judías blancas). Pan, bollos, frutas en conserva, pastel. Incluso aquellas personas que no tenían una casa a donde ir o, por una razón u otra, no querían ir, se sentarían ante una comida de ese estilo en el Duke of Cumberland o en el Merchants’ Hotel, o por menos dinero, detrás de las empañadas ventanas del Shervill’s Dairy Bar.

Aquellos que se dirigían hacia casa eran, en su mayoría, hombres.

Las mujeres ya se encontraban allí, siempre estaban allí. Pero algunas de las mujeres de edad madura que trabajaban en comercios u oficinas por razones ajenas a su voluntad (maridos fallecidos o enfermos o que nunca llegaron a tener) eran amigas de las madres de los muchachos y les saludaban desde la acera de enfrente (quien peor lo pasaba era Bud Salter, porque le llamaban Buddy) con tal ufanía y brío que los chicos no podían evitar pensar en lo mucho que ellas sabían de asuntos familiares o de lejanas infancias.

Los hombres no se molestaban en saludar a los muchachos por sus nombres, aunque los conocieran bien. Les llamaban «chicos» o «jovencitos» o, muy de vez en cuando, «señores».

—Buenos días, señores.

—¿Vais hacia casa, chicos?

—¿En qué lío os habéis metido esta mañana, jovencitos?

En esos saludos había un cierto grado de jocosidad, pero existían diferencias. Los hombres que decían «jovencitos» estaban mejor dispuestos, o deseaban dar la impresión de estarlo, que los que les llamaban «chicos». «Chicos» podía ser señal de que luego vendría una reprimenda por delitos ambiguos o específicos. «Jovencitos» indicaba que el que lo usaba también había sido joven alguna vez. «Señores» era una burla manifiesta y un menosprecio que no desembocaba en un reproche sólo porque la persona en cuestión no iba a perder el tiempo en ello.

Al contestar, los muchachos nunca levantaban la vista más allá del bolso de una mujer o de la nuez de la garganta de un hombre. Decían «hola» con claridad porque de lo contrario podría haber problemas, y en respuesta a las preguntas respondían con un «sí, señor», «no, señor» y «no mucho que contar». Hasta en ese día, las voces que les hablaban les provocaban cierta inquietud y confusión, y respondían con su reticencia habitual.

Al llegar a una esquina determinada, tuvieron que separarse. Cece Ferns, siempre el más preocupado por llegar a casa, se marchó el primero.

—Os veré después del almuerzo —dijo.

—Vale. Hay que ir al centro —dijo Bud Salter.

Esto significaba, como se daba por supuesto, «al centro, a la comisaría de policía». Parecía que sin necesidad de consultarse mutuamente, todos habían acatado este nuevo plan de operaciones, una forma más sobria de dar la noticia. Pero nadie dijo claramente que no había que contar nada en casa. No existía razón por la que Bud Salter o Jimmy Box no pudieran hacerlo.

Cece Ferns nunca contaba nada en casa.

Cece Ferns era hijo único. Sus padres eran más mayores que los otros padres de los muchachos, o tal vez resultaba que parecían mayores por la asendereada vida que llevaban. Al alejarse de los otros chicos, Cece comenzó a marchar al trote, como solía hacer al llegar a la manzana de su casa. No es que tuviese ganas de llegar o que pensara que las cosas irían mejor si llegaba pronto. Puede que de esta manera le pasase más rápido el tiempo, porque la última manzana le llenaba de aprensión.

Su madre estaba en la cocina. Buena cosa. Se había levantado, aunque todavía llevaba puesta la bata. Su padre no estaba en casa, y eso también era bueno. Su padre trabajaba en el granero y libraba los sábados por la tarde, y si no había llegado a casa a esa hora era probable que se hubiese ido al Cumberland. Eso significaba que no tendría que vérselas con él hasta bien entrado el día.

El padre de Cece también se llamaba Cece Ferns. Era un nombre conocido y generalmente querido y popular en Walley, e incluso cuando treinta o cuarenta años después alguien mencionaba ese nombre al contar una anécdota, todo el mundo daba por supuesto que se trataba del padre, y no del hijo, de quien se hablaba. Si una persona recién llegada al pueblo comentaba «a mí no me parece que Cece hiciera eso», le decían que no se referían a ese Cece.

—Él no, hablamos de su viejo.

Contaban lo de aquella vez que Cece Ferns fue al hospital —o lo ingresaron— con neumonía, o una cosa así de grave, y las enfermeras lo envolvieron en toallas o sábanas mojadas para bajarle la fiebre. Al absorber el sudor de la fiebre las toallas y las sábanas se volvieron de color pardusco. Era de la nicotina que tenía metida en el cuerpo. Las enfermeras nunca habían visto nada igual. Cece estaba encantado. Decía que fumaba y bebía alcohol desde que tenía diez años.

Y lo de aquella vez que fue a la iglesia. Era difícil imaginar por qué, pero fue a la iglesia baptista, y su mujer era baptista, así que a lo mejor fue para darle una alegría, aunque eso era aún más difícil de imaginar. Estaban dando la comunión el domingo que él entró y en la Iglesia baptista el pan es pan pero el vino es mosto.

—¿Qué es esto? —vociferó Cece Ferns—. Si ésa es la sangre del Cordero debía padecer una maldita anemia de mucho cuidado.

En la cocina de los Ferns estaban en marcha los preparativos para la comida del mediodía. Sobre la mesa había una barra de pan cortada y una lata abierta de remolacha troceada en dados. Habían frito unas cuantas salchichas antes que los huevos, aunque se tendría que haber hecho después, y aún estaban relativamente templadas en el fogón. En aquel momento la madre de Cece empezaba a freír los huevos. Estaba inclinada sobre el fogón con la espumadera en una mano y apretándose el estómago con la otra, aguantando el dolor.

Cece le quitó la espumadera de la mano y bajó el calor eléctrico, que estaba demasiado fuerte. Mantuvo la sartén alejada del quemador mientras éste se enfriaba, para que las claras de los huevos no se endureciesen o se quemaran por los bordes. No había llegado a tiempo para vaciar la sartén de la grasa usada y echar otra más fresca. Su madre nunca limpiaba la grasa refrita, la utilizaba de una comida a otra, y cuando hacía falta, añadía un poco más.

Cuando el calor alcanzó la temperatura de su agrado, bajó la sartén y la movió de tal forma que los bordes como de encaje de los huevos formaron círculos ordenados. Encontró una cuchara limpia y echó unas cuantas gotas de grasa caliente encima de las yemas para que cuajasen. Tanto a él como a su madre les gustaban los huevos fritos de esa manera, pero ella no solía cogerles el punto. A su padre le gustaban volteados y planos como las tortitas, fritos hasta que estuvieran tan duros como el cuero y ennegrecidos con pimienta. Cece también sabía hacerlos como los quería su padre.

Ninguno de los chicos conocía su experiencia en los menesteres de la cocina, al igual que ninguno conocía el escondite que se había montado fuera de la casa, en un rincón ciego situado más allá de la ventana del comedor, detrás del arbusto japonés.

Su madre se sentó en la silla junto a la ventana mientras él terminaba los huevos. No perdía de vista la calle. Aún cabía la posibilidad de que su padre volviera a casa para comer algo. Puede que aún no estuviese borracho. Aunque su comportamiento no siempre dependía del grado de su borrachera. Si hubiese aparecido en la cocina, quizá le hubiera pedido a Cece que le preparara unos huevos. Después posiblemente le habría preguntado por qué no llevaba puesto el delantal y le habría dicho que sería una esposa ideal para cualquier hombre. Así es como se hubiera comportado de estar de buen humor. De no estar de buen humor, habría empezado por mirar fijamente a Cece de una forma particular —es decir, con una expresión exagerada, absurda, intimidante— y le habría dicho que se anduviese con cuidado.

—Listillo, ¿eh? Bueno, sólo te digo que más te vale andar con ojo.

Luego, si Cece le miraba cara a cara, o si no le devolvía la mirada, o si dejaba caer la espumadera o la soltaba con estrépito, o incluso si se movía con cuidado para no dejar caer nada y para no hacer ruido, su padre era capaz de enseñar los dientes y gruñir como un perro. Hubiera resultado ridículo —y lo era— de no ser porque iba en serio. Un minuto más tarde la comida y el plato podían estar por el suelo, la mesa y las sillas volteadas, y el padre persiguiendo al hijo por la habitación, gritando que esta vez le cogería y le aplastaría su sucia cara contra el quemador, ¿y qué pasaba, no le gustaba la idea? Se diría que se había vuelto loco. Pero si en ese momento alguien llamaba a la puerta —digamos, si un amigo suyo llegaba para recogerle— su rostro recuperaba la expresión de siempre, abría la puerta y decía el nombre del amigo con voz fuerte y tono de chanza.

—Estoy contigo enseguida. Ya voy. Te diría que entraras, pero la mujer ha vuelto a tirar los platos. —No pretendía que le creyesen. Lo decía para que pareciese que lo que pasaba en su casa era pura broma.

La madre de Cece le preguntó si el tiempo había mejorado y dónde había estado aquella mañana.

—Bueno —contestó—, por ahí, por el llano.

Ella comentó que creía oler el viento en él.

—¿Sabes qué voy a hacer después de comer? —dijo—. Voy a tomar la bolsa de agua caliente, me volveré a meter en cama y a lo mejor recupero fuerzas y vuelvo a tener ganas de hacer algo.

Casi siempre repetía lo mismo, pero siempre lo anunciaba como si fuese una idea que se le acababa de ocurrir, una decisión llena de esperanza.

Bud Salter tenía dos hermanas mayores que nunca hacían nada útil a menos que su madre las obligara. Y su dedicación a arreglarse el pelo, pintarse las uñas, limpiar los zapatos, maquillarse o incluso vestirse no se acababa en sus dormitorios o en el cuarto de baño. Dejaban los peines y los rulos, los polvos faciales, las lacas de uñas y los betunes por toda la casa. Además, colgaban en los respaldos de las sillas sus vestidos y blusas recién planchadas y extendían sus jerseys para que se secasen sobre toallas colocadas en cualquier rincón libre del suelo. (Luego te chillaban si te acercabas a esas cosas). Se colocaban ante los espejos —el espejo del perchero del pasillo, el espejo del aparador del comedor y el que estaba sobre un anaquel junto a la puerta de la cocina— siempre cargadas de imperdibles, horquillas, peniques, botones y trozos de lápices.

A veces, una de las dos se quedaba hasta veinte minutos delante de uno de los espejos y se miraba desde varios ángulos, inspeccionando los dientes, tirando de sus cabellos hacia atrás y sacudiéndoselos después hacia delante. Luego se alejaba, aparentemente satisfecha o al menos con su misión cumplida, pero nunca iba más allá de la siguiente habitación, donde había otro espejo y empezaba una vez más como si le hubiesen puesto una cabeza nueva.

En aquel momento su hermana mayor, la que tenía fama de atractiva, se quitaba las horquillas del pelo delante del espejo de la cocina.

Su cabeza estaba cubierta de rizos lustrosos y acaracolados. Su otra hermana hacía un puré de patatas, por orden de su madre. Su hermanito de cinco años estaba sentado en su lugar en la mesa, golpeándola con el tenedor y el cuchillo y gritando: «Quiero que me sirvan, quiero que me sirvan». Lo había aprendido de su padre, que lo hacía en broma.

Bud pasó junto a la silla de su hermano y dijo en voz baja: «Mira cómo le echa grumos al puré». Había convencido a su hermanito de que los grumos se añadían al puré como las pasas al arroz con leche: eran cosas que se guardaban en el armario de la cocina.

Su hermano dejó de chillar y empezó a quejarse.

—No voy a comer si ella le pone grumos. Mamá, no pienso comérmelo si le mete grumos.

—Vamos, no seas tonto —dijo la madre de Bud. Estaba friendo rebanadas de manzana y aros de cebolla con las chuletas de cerdo—. Deja de lloriquear como un bebé.

—Es Bud quien tiene la culpa —dijo la hermana mayor—. Fue Bud quien le contó que se los ponía. Bud se lo dice siempre y el pequeño qué va a saber.

—A Bud habría que romperle la cara —dijo Doris, la hermana que hacía el puré. No siempre hablaba por hablar, una vez le arañó a Bud una mejilla y le dejó una cicatriz.

Bud se acercó al aparador donde se enfriaba un pastel de ruibarbo.

Cogió un tenedor y con cuidado empezó a levantar disimuladamente la costra de hojaldre, que dejó escapar un vapor delicioso y un delicado olor a canela. Intentó hurgar en la parte superior del hojaldre para saborear el relleno. Su hermano vio lo que hacía, pero le tenía demasiado miedo como para abrir la boca. Era un niño consentido y siempre le defendían sus hermanas: Bud era la única persona en toda la casa que le infundía respeto.

—Quiero que me sirvan —repitió, esta vez con voz baja y reflexiva.

Doris se acercó al aparador y cogió un plato hondo para el puré.

Bud hizo un movimiento imprudente y se hundió una parte del hojaldre que cubría el pastel.

—Así que ahora te dedicas a estropear el pastel —dijo Doris—. Mami, está echando a perder tu pastel.

—Cierra la maldita boca —dijo Bud.

—Deja el pastel —le ordenó su madre con una severidad estudiada y casi serena—. Dejad de maldecir. Dejad de chivaros. Y a ver si maduráis un poquito.

Jimmy Box se sentó a comer ante una mesa llena de gente. Él, su padre y su madre y sus hermanas de cuatro y seis años vivían en la casa de su abuela con ella, con su tía abuela Mary y con su tío, que era soltero. Su padre tenía un taller de reparación de bicicletas en un cobertizo detrás de la casa y su madre trabajaba en los almacenes Honeker.

El padre de Jimmy era cojo porque había sufrido un ataque de polio a los veintidós años. Caminaba inclinándose sobre la cadera y se ayudaba con un bastón. No se notaba mucho cuando trabajaba en la tienda porque ese tipo de trabajo conllevaba inclinarse con frecuencia.

Cuando caminaba por la calle, tenía un aspecto bastante peculiar, pero nadie se mofaba de él o le imitaba. En otro tiempo había sido un notable jugador de hockey y de béisbol en el pueblo y todavía conservaba parte de la gracia y del valor de antaño, lo que otorgaba otra dimensión a su situación actual, como si sólo se tratara de un estado temporal (aunque fuera el definitivo). Él contribuía a que le consideraran así porque hacía bromas tontas y empleaba un tono optimista, negando el dolor que reflejaban sus ojos y que le tenía en vela muchas noches. A diferencia del padre de Cece Ferns, él no cambiaba su forma de ser al entrar en casa.

Sin embargo, no era su casa. Su mujer se había casado con él después de que se quedara cojo, aunque ya estaban comprometidos desde antes, y parecía natural que se mudaran a casa de la madre de su esposa para que ella cuidara de los niños que iban llegando mientras su mujer trabajaba. Por su parte, a la madre de la esposa le parecía natural también encargarse de otra familia, al igual que le parecía natural que su propia hermana, Mary, se fuera a vivir con la familia cuando sus ojos empezaron a fallar y que su propio hijo, Fred, un hombre extraordinariamente tímido, continuara viviendo en casa hasta que no encontrara un lugar que le gustara más. Era una de esas familias que soporta cualquier carga con menos quejas incluso que las que generaría un mero cambio de tiempo.

De hecho, al igual que con la timidez de Fred, a nadie en aquella casa se le ocurriría mencionar como un peso o un problema la discapacidad del padre de Jimmy o la mala vista de Mary.

Se trataba de mantenerse inalterable ante los problemas y las adversidades del mismo modo que ante situaciones más favorables.

Según la creencia tradicional de la familia, la abuela de Jimmy era una excelente cocinera y posiblemente lo había sido alguna vez, pero en los últimos años las cosas habían cambiado. Se practicaba la economía familiar mucho más allá de lo necesario. La madre de Jimmy y su tío tenían buenos sueldos, su tía Mary recibía una pensión y el taller de las bicicletas era un negocio bastante bueno, pero donde había que emplear tres huevos se empleaba uno y al pastel de carne se le añadía una taza de más de copos de avena. Trataban de compensarlo poniendo más salsa inglesa de la cuenta o demasiada nuez moscada en el flan. Pero nadie se quejaba. Todos se deshacían en elogios. En esa casa había menos quejas que lingotes de oro. Al tropezar decían «disculpa», hasta las niñas decían «disculpa». Todo era por favor y gracias en la mesa, como si siempre hubiera invitados a comer. Así se iban arreglando a pesar de vivir amontonados en la casa, de que las perchas estuvieran llenas de ropa, de que hubiera abrigos colgados en la barandilla, catres colocados permanentemente en el comedor para Jimmy y su tío, y de que una pila de ropa cubriera el aparador a la espera de la plancha o remiendos. Nadie hacía ruido por las escaleras, ni cerraba las puertas con estrépito, ni subía el volumen de la radio, ni decía cosas desagradables.

¿Fue ésa la razón por la cual Jimmy no abrió la boca aquel sábado a la hora del almuerzo? Los tres mantuvieron la boca cerrada. En el caso de Cece, era fácil de entender. Su padre no habría permitido que su hijo se adjudicara un descubrimiento tan importante. Lo normal es que le hubiera llamado mentiroso. Y la madre de Cece, que todo lo juzgaba según el efecto que pudiera ejercer sobre el padre, habría comprendido —acertadamente— que el simple hecho de que Cece acudiera a la comisaría causaría problemas en casa, así que le habría pedido que se callase. Pero los otros dos muchachos vivían en unas casas muy normales y podrían haberlo comentado. En la casa de Jimmy habría producido consternación y cierta desaprobación, pero al final habrían reconocido que la culpa no era del chico.

Las hermanas de Bud le habrían preguntado si se había vuelto loco.

Eran capaces de tergiversar tanto las cosas que habrían insinuado que era típico de él y de su grosera naturaleza encontrar un cadáver. Su padre, sin embargo, era un hombre sensato y paciente, acostumbrado a escuchar muchas historias extrañas en su trabajo, porque era jefe de mercancías en la estación de ferrocarril. Habría hecho callar a las hermanas de Bud y, tras una conversación seria con su hijo para cerciorarse de que decía la verdad y no exageraba, habría llamado a la comisaría.

Lo que ocurría es que sus casas parecían demasiado llenas de gente. Bastante tenían con lo que tenían. Sucedía en casa de Cece tanto como en las otras dos, porque, incluso cuando no estaba su padre, persistía la amenaza y el recuerdo de su enloquecida presencia.

—¿Lo contaste?

—¿Y tú?

—Yo tampoco.

Bajaron andando hasta el centro sin pensar en la ruta que tomaban. Entraron en la calle Shipka y se encontraron pasando por delante del bungaló de estuco del señor y la señora Willens. Antes de darse cuenta ya lo tenían ante sus narices. Tenía una pequeña ventana en saliente a cada lado de la puerta principal y un escalón superior lo bastante ancho como para que cupieran dos sillas, que en las noches de verano ocupaban el señor Willens y su mujer, pero que ahora estaban vacías. Había un anexo con el techo plano en un lado de la casa, con otra puerta que se abría a la calle y un camino que conducía hasta allí.

Un rótulo en la puerta decía: D. M. Willens, optometrista. Ninguno de los muchachos había visitado la consulta, pero Mary, la tía de Jimmy, la frecuentaba en busca de colirio, y su abuela compraba allí sus gafas, igual que la madre de Bud Salter.

El estuco era de color rosa barroso, y las puertas y los marcos de las ventanas estaban pintados de color marrón. Aún no habían quitado las contraventanas, al igual que en casi todo el pueblo. La casa no tenía nada de especial, pero el jardín delantero era famoso por sus flores. La señora Willens era una renombrada jardinera que no cultivaba las flores en largas filas junto a la huerta, como hacían la abuela de Jimmy y la madre de Bud. Las ordenaba en arriates redondos, en forma de media luna y por todas partes y en círculos bajo los árboles. En pocas semanas los narcisos cubrirían el césped, pero en aquel momento lo único que florecía era el arbusto de forsitia en una esquina de la casa. Crecía casi tan alto como los aleros y rociaba de amarillo el aire como una fuente que lanza agua.

La forsitia se agitó aunque no soplaba viento y apareció una figura encorvada y parda. Era la señora Willens con su desgastada ropa de jardinera, una vieja obesa con pantalones muy anchos, chaqueta andrajosa y un gorro puntiagudo que podría ser de su marido, caído sobre la frente hasta casi esconder sus ojos. Llevaba un par de podaderas en la mano.

Aminoraron el paso, la opción era hacerlo o echar a correr. Tal vez creyeron que no se fijaría en ellos, que podían convertirse en postes.

Pero ya les había visto; había salido a toda prisa por esa razón.

—Veo que miráis como embobados mi forsitia —dijo la señora Willens—. ¿Queréis que os dé un poco para que lo llevéis a casa?

Lo que miraban como embobados no era la forsitia, sino la escena entera: la casa, que tenía su aspecto de siempre, el rótulo junto a la puerta de la consulta, las cortinas que dejaban pasar la luz. Nada sepulcral ni ominoso, nada que indicase que el señor Willens no estaba allí y que su coche no estaba en el garaje detrás de su consulta, sino en el estanque de Jutland. Y allí estaba la señora Willens trabajando en su jardín, donde todos la imaginaban —el pueblo entero lo decía— tan pronto como desapareciese la nieve. Y allí, hablándoles con su voz familiar, áspera por el tabaco, abrupta, desafiante pero no antipática, una voz que se podía identificar a media manzana o como si llegara de la parte trasera de cualquiera de las tiendas.

—Esperad —dijo—, esperad, ahora cojo unas cuantas.

Empezó a partir con fuerza y habilidad las ramas de amarillo brillante y, después de escoger las que quiso, se acercó a ellos tras una pantalla de flores.

—Aquí tenéis —dijo—. Llevádselas a vuestras madres. La forsitia siempre se agradece, es lo primero que brota en primavera —les repartió las ramas—. Como la Galia. La Galia está dividida en tres partes. Deberíais saberlo si estudiáis latín.

—Aún no estamos en la escuela secundaria —contestó Jimmy, cuya vida doméstica le había preparado mejor que a los otros para hablar con las mujeres.

—¿Aún no? —dijo—. Pues tenéis muchas cosas bonitas por delante. Decid a vuestras madres que las pongan en agua templada. Bueno seguro que ya lo saben. Os he dado ramas que están a medio brotar para que duren más.

Dieron las gracias, primero Jimmy y luego los otros, que siguieron su ejemplo. Se dirigieron al centro con los brazos cargados. No tenían intención de volver para llevarse las flores a casa y confiaban en que ella no tendría una idea muy clara de dónde vivían. Cuando estuvieron a una distancia de media manzana echaron un rápido vistazo para ver si ella les miraba.

No los miraba. Además, la casa grande de la acera los ocultaba.

La forsitia les dio algo en qué pensar. El bochorno de llevarla, el problema de deshacerse de ella. De no haberla tenido en sus manos, hubieran tenido que pensar en el señor y la señora Willens. ¿Cómo podía estar ella trabajando en el jardín y él ahogado en su coche? ¿Sabría ella dónde estaba su marido o no? Daba la impresión de que no lo sabía. ¿Sabría al menos que no estaba en casa? Actuaba como si nada hubiese ocurrido, nada de nada, o eso parecía cuando habló con ellos. Lo que ellos sabían, lo que habían visto, se diría que había sido apartado, anulado, porque ella no sabía nada.

Dos chicas montadas en sus bicicletas dieron la vuelta a la esquina.

Una era Doris, la hermana de Bud. Enseguida comenzaron a desternillarse de risa.

—Vaya, con que flores —gritaron—. ¿Dónde es la boda? Mira qué damas de honor tan guapas.

Bud le contestó con lo más feo que le vino a la mente.

—Te sangra el culo.

Por supuesto que no era cierto, pero en una ocasión había ocurrido de verdad, una vez que ella volvió del colegio con la falda manchada de sangre. Todo el mundo la había visto y nadie lo había olvidado.

Estaba seguro de que al llegar a casa ella se chivaría, pero no fue así. La vergüenza que le entraba al recordar aquel incidente era tal, que ni siquiera por complicarle la vida a su hermano fue capaz de mencionar lo ocurrido.

Se dieron cuenta de que tenían que deshacerse de las flores de inmediato, así que se limitaron a tirar las ramas bajo un coche aparcado. Al entrar en la plaza se sacudieron los pétalos que les habían caído sobre la ropa.

Entonces los sábados eran todavía importantes porque venía gente de las zonas rurales a la ciudad. Algunos coches ya estaban estacionados en la plaza y en las calles laterales. Los adolescentes y los niños más pequeños que venían del pueblo y del campo iban al cine a la función de la tarde.

Al llegar a la primera manzana era preciso pasar por delante de los almacenes Honeker. Y allí, bien visible, en uno de los escaparates, estaba la madre de Jimmy. Ya de vuelta al trabajo, colocaba un sombrero en la cabeza de un maniquí, enderezando el velo y ajustando las hombreras del vestido. Era una mujer bajita y tenía que ponerse de puntillas para alcanzar bien. Se había quitado los zapatos para pisar la alfombra del escaparate. A la vista quedaron las suelas rosadas y regordetas de sus talones, velados por sus medias, y, al estirarse, la parte posterior de la rodilla por una abertura en su falda. Por encima había un trasero grande pero bien formado y la marca de las bragas o de la faja. Jimmy se imaginaba sus resoplidos; sentía también el olor de las medias que ella se quitaba a veces nada más llegar a casa para que no se formaran carreras. Las medias y la ropa interior, incluso la ropa interior femenina limpia, despedían un tenue olor íntimo, atrayente y repulsivo a la vez.

Deseó dos cosas. Que los otros no se fijaran en ella (sí se fijaron, pero la idea de una madre que se vestía elegantemente cada día y que salía al mundo público de la ciudad les resultaba tan extraña que no se les ocurría ningún comentario, tan sólo dejarla de lado) y por favor que ella no se diera la vuelta y le descubriera. Si lo veía sería capaz de dar golpecitos en el escaparate y decirle hola moviendo los labios. En el trabajo perdía su silenciosa discreción, su estudiada dulzura hogareña. Su servilismo se transformaba y pasaba de lo humilde a lo coqueto. A él le encantaba ese otro aspecto de ella, esa vivacidad tan suya, igual que le encantaban los almacenes Honeker, con sus amplios mostradores de vidrio y madera barnizada, sus grandes espejos en lo alto de la escalera, en los que él se veía al subir hasta la sección de ropa femenina de la segunda planta.

«Aquí está mi diablillo», decía su madre, y a veces le pasaba diez centavos con cierto disimulo. No se podía quedar más de un minuto.

Por si el señor o la señora Honeker vigilaban.

Diablillo.

Una palabra que antes era tan agradable de oír como el tintineo de las monedas de diez y cinco centavos y que ahora sonaba a falsa.

Pasaron sin que ocurriese nada.

En la manzana siguiente tenían que pasar por delante del Duke of Cumberland, pero a Cece no le preocupaba. Si su padre no se había ido a cenar significaba que pasaría horas allí. Aunque la palabra «Cumberland» pesaba siempre sobre su mente. Desde los tiempos en que ni sabía su significado le producía una sensación de desolada tristeza. Como un peso que cayera en picado hasta las profundidades de las aguas turbias.

Entre el Cumberland y el ayuntamiento había un callejón sin pavimentar y detrás del ayuntamiento se encontraba la comisaría. Entraron en el callejón y pronto les empezó a llegar un gran ruido, que desafiaba al ruido de la calle. No procedía del Cumberland: de allí el ruido salía como amortiguado, la cervecería sólo tenía ventanas pequeñas y altas como las de los servicios públicos. Procedía de la comisaría. La puerta de la comisaría se encontraba abierta porque la temperatura era agradable y hasta el callejón llegaba el olor del tabaco de pipa y de los puros. No eran únicamente policías los que se sentaban allí dentro, sobre todo los sábados por la tarde, con la estufa encendida durante el invierno, el ventilador en verano y la puerta abierta para que entrara el agradable aire en un día como aquél, en el que no hacía ni frío ni calor. Allí estaría el coronel Box; a decir verdad, ya le oían resollar en la secuela interminable de su risa asmática. Era pariente de Jimmy, pero había cierto distanciamiento con la familia porque él veía mal el matrimonio del padre del chico. Hablaba con Jimmy, cuando le reconocía, en un tono entre irónico y sorprendido.

—Si alguna vez te ofrece veinticinco centavos o algo por el estilo, di que no los necesitas —le decía a Jimmy su madre. Pero el coronel Box nunca se los ofrecía.

También estaría dentro el señor Pollock, que se había jubilado de su trabajo en la farmacia, y Fergus Solley, que tenía aspecto de tonto aunque no lo fuera porque le hizo daño el gas durante la Primera Guerra Mundial. Durante todo el día estos y otros hombres jugaban a las cartas, fumaban, contaban historias y bebían café a cuenta del pueblo (según decía el padre de Bud). Si alguien iba a allí a presentar una denuncia o a dar una información, tenía que hacerlo a la vista de aquella gente, que muy probablemente se enteraría de todo.

Había que cargar con ese muerto.

Estuvieron a punto de pararse ante la puerta abierta. Nadie se fijó en ellos. El coronel Box dijo «aún no estoy muerto», repitiendo la última frase de una anécdota. Pasaron de largo lentamente y con las cabezas gachas, pisando la gravilla. Al dar la vuelta a la esquina del edificio apretaron el paso. Al lado de los servicios públicos para hombres, sobre la pared, se veía la mancha reciente de un vómito grumoso y un par de botellas vacías. Tuvieron que sortear los cubos de basura y las altas y vigilantes ventanas de la oficina del secretario del ayuntamiento y luego dejaron atrás la gravilla para entrar de nuevo en la plaza.

—Tengo dinero —dijo Cece.

Este regreso al mundo real les proporcionó un cierto alivio. Cece hizo tintinear las monedas en su bolsillo. Era el dinero que su madre le había dado después de fregar los platos, cuando entró en el dormitorio para decirle que salía a la calle. «Coge para ti cincuenta centavos de encima del tocador», le dijo. Ella a veces tenía dinero, aunque Cece nunca había visto a su padre dárselo. Y cuando decía «coge para ti» o le daba unas cuantas monedas, Cece comprendía que se avergonzaba de su modo de vivir, sentía vergüenza por él y delante de él y era entonces cuando la odiaba (aunque le alegrara lo del dinero). Sobre todo si le decía que era un buen chico y que no se creyera que no le agradecía lo que hacía.

Tomaron la calle que bajaba al puerto. Al lado de la gasolinera de Paquette había un puesto donde la señora Paquette vendía perritos calientes, helados, dulces y cigarrillos. Se negó a venderles cigarrillos a pesar de que Jimmy le dijo que eran para su tío Fred. Pero no se enfadó porque lo intentaran. Era una mujer gorda y guapa, una francocanadiense. Compraron tiras de regaliz negro y rojo. Pensaban comprar helados más tarde, cuando les bajase la cena. Se encaminaron hacia la valla en la que había dos viejos asientos de automóvil abandonados bajo un árbol que en verano los protegía con su sombra. Se repartieron las tiras de regaliz. El capitán Tervitt estaba sentado en el otro asiento.

El capitán Tervitt había sido durante muchos años un capitán de verdad en los barcos del lago. Ahora trabajaba de vigilante. Paraba los coches delante de la escuela para que los niños cruzaran la calle y no les permitía bajar con sus trineos por la calle lateral durante el invierno. Tocaba el silbato a la vez que levantaba su enorme mano, que parecía la mano de un payaso con aquel guante blanco. Era un hombre que todavía caminaba muy erguido y era alto y fuerte a pesar de que era viejo y su pelo era blanco. Los coches le obedecían y los niños también.

De noche hacía la ronda por las tiendas para comprobar que estuvieran cerradas y que no hubiera nadie robando. Durante el día solía dormir al aire libre. Al llegar el mal tiempo dormía en la biblioteca, y cuando hacía bueno, se sentaba afuera, en cualquier sitio. No pasaba mucho tiempo en la comisaría, probablemente porque su sordera le impedía seguir una conversación sin ponerse su audífono, que como muchos otros sordos no aguantaba. Debía de estar acostumbrado a la soledad. Su mirada se perdía más allá de la proa de los barcos del lago.

Tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás para que el sol le diera en la cara. Cuando se le acercaron para hablarle (y tomaron esa decisión sin más consulta previa que una mirada resignada y dubitativa) tuvieron que despertarle de su sueño. Su rostro tardó un minuto en registrar el dónde, el cuándo y el quién le hablaba. Luego sacó de su bolsillo un viejo reloj grande y pasado de moda, como si supusiera que los niños siempre querían saber la hora. Pero continuaron hablando con él muy agitados y algo avergonzados. «El señor Willens está en el estanque de Jutland», decían, «vimos el coche» y «ahogado».

Tuvo que levantar una mano y hacerles señas para que se callaran mientras con la otra buscaba su audífono en el bolsillo de sus pantalones. Asintió con la cabeza con expresión grave y tranquilizadora, como si dijera paciencia, paciencia, mientras se colocaba el aparato en el oído. Entonces, con las dos manos levantadas —calma, calma—, probó su aparato. Por último, hizo otro gesto con la cabeza, esta vez más enérgico, y con voz severa —pero al mismo tiempo como si bromeara con su severidad— dijo: «Adelante».

Cece, que era el más tranquilo de los tres, así como Jimmy era el más educado, y Bud, el más bocazas, fue quien le dio la vuelta a la situación.

—Tiene la bragueta abierta —dijo.

Entonces salieron corriendo con gran revuelo.

Su euforia no desapareció enseguida. Pero no la podían compartir ni hablar de ella: tuvieron que separarse.

Cece volvió a casa para trabajar en su escondite. El suelo de cartón, que se había helado durante el invierno, estaba ahora empapado y había que poner uno nuevo. Jimmy subió a la buhardilla del garaje, donde hacía poco había descubierto una caja llena de las viejas revistas de Doc Savage que pertenecieran a su tío Fred. Bud volvió a casa, donde no encontró a nadie salvo a su madre, que enceraba el suelo del comedor.

Se puso a leer tebeos durante cerca de una hora y luego se lo contó todo.

Creía que su madre no tenía ninguna experiencia ni autoridad fuera de casa y que no sería capaz de tomar una decisión hasta que hubiera llamado al padre. Para sorpresa suya, llamó inmediatamente a la policía.

Luego telefoneó a su padre. Y alguien fue a recoger a Cece y a Jimmy.

Un coche de la policía entró en Jutland desde la carretera del pueblo y se confirmó la historia de los muchachos. Un policía y un sacerdote anglicano fueron a ver a la señora Willens.

—No quería importunarles —dijo, al parecer, la señora Willens—. Iba a esperar hasta el atardecer antes de acudir a ustedes.

Les contó que el señor Willens se había marchado al campo el día anterior por la tarde para llevarle un colirio a un anciano ciego. A veces se retrasaba, dijo. Visitaba pacientes o el coche se quedaba atascado.

El policía le preguntó si estaba deprimido o algo por el estilo.

—Desde luego que no —respondió el sacerdote—. Era el animador del coro.

—Esa palabra no figuraba en su vocabulario —dijo la señora Willens.

Se comentó lo suyo el que los muchachos se hubieran sentado a la mesa y cenado sin decir una palabra. Y que después hubieran comprado unas tiras de regaliz. A los tres se les puso un nuevo apodo: Hombre Muerto. Jimmy y Bud lo conservaron hasta que hubieron abandonado el pueblo, y Cece —que se casó joven y se puso a trabajar en el granero— lo vio pasar a sus dos hijos. Para entonces ya nadie pensaba en cuál era su origen.

Y el insulto al capitán Tervitt permaneció en secreto.

Creyeron que se encontrarían con algún reproche, con una mirada desdeñosa de agravio o de condena la próxima vez que tuvieran que pasar bajo su brazo levantado al cruzar la calle para ir a la escuela.

Pero él levantaba la mano enguantada, su mano blanca, noble y de payaso, con la habitual compostura benevolente. Les daba permiso.

Adelante.