4. Salvo el segador

El juego era prácticamente el mismo al que había jugado Eve con Sophie en largos y aburridos viajes en coche cuando Sophie era una niña pequeña. Entonces se trataba de espías; ahora eran alienígenas. Los hijos de Sophie, Philip y Daisy, se sentaban en los asientos traseros. Daisy no llegaba a los tres años y no podía entender lo que ocurría. Philip tenía siete años y era él quien dominaba la situación. Era él quien escogía el coche que debían perseguir, el coche en el que extraterrestres recién llegados iban de camino a su cuartel general secreto, la guarida de los invasores. Se guiaban por las señales emitidas desde otros coches por gente de apariencia inofensiva o por personas que se encontraban junto a un buzón de correos o que conducían un tractor por el campo. Muchos alienígenas ya habían llegado a la tierra y habían sido convertidos —ésta era la palabra utilizada por Philip—, de tal modo que cualquiera podía ser uno de ellos. Empleados de una gasolinera, mujeres que paseaban carritos de bebé, incluso los propios bebés. Podían estar emitiendo señales.

Eve y Sophie normalmente jugaban a este juego en autopistas muy transitadas donde había tanto tráfico que no podían detectar las señales. (Aunque una vez se habían dejado llevar y habían terminado paseando por las afueras de la ciudad). Pero en las carreteras comarcales como la que hoy transitaba Eve, el truco no resultaba tan sencillo. Trató de resolver el problema diciendo que quizá tendrían que dejar de seguir a un coche por otro, porque algunos no eran más que señuelos que en absoluto se dirigían hacia el escondite, sino que trataban de desorientarles.

—No, no es así —dijo Philip—. Lo que hacen es que los absorben de un coche y los meten en otro por si alguien les sigue. Pueden, por ejemplo, estar dentro de un cuerpo y luego chuup por el aire para meterse en otro cuerpo de otro coche. Se meten dentro de personas distintas todo el rato y la gente nunca sabe lo que tenían dentro.

—¿De verdad? —dijo Eve—. ¿Y cómo distinguimos el coche?

—El código está en la matrícula —dijo Philip—. Se cambia por el campo eléctrico que producen en el coche, para que los rastreadores del espacio les puedan seguir. Es muy sencillo, pero no te lo puedo explicar.

—¿No me digas? —dijo Eve—. Supongo que lo sabe muy poca gente.

—Sí, en este momento soy el único en Ontario —dijo Philip.

Se sentaba tan inclinado hacia delante como podía, con el cinturón abrochado, en ocasiones rechinaba los dientes muy concentrado y emitía unos suaves sonidos silbantes al avisarla.

—Uh-uh, aquí ándate con ojo —decía—. Creo que vas a tener que dar la vuelta. Sí, sí. Creo que va a ser ése.

Habían perseguido a un Mazda de color blanco y ahora, por lo que parecía, iban a seguir a una vieja camioneta de reparto de color verde, una Ford.

—¿Estás seguro? —preguntó Eve.

—Seguro.

—¿Has sentido cómo los absorbían por el aire?

—Los convierten simultáneamente —dijo Philip—. He dicho «absorbidos», pero es para que la gente lo entienda.

Lo que Eve había planeado en un principio era hacer que el cuartel general estuviera en la tienda del pueblo que vendía helados, o en el patio de recreo. Descubrirían que los alienígenas estaban allí reunidos bajo la forma de niños, seducidos por los placeres del helado o por los de los toboganes y los columpios, con sus poderes temporalmente desactivados. No había peligro de abducción o de que se metieran en tu interior a menos que eligieras un sabor de helado inapropiado o que te columpiaras el número de veces que no debías columpiarte en un columpio que había sido previamente escogido. (Tenía que persistir algún peligro o, de lo contrario, Philip se sentiría decepcionado, humillado). Pero Philip controlaba tanto el juego que ahora no se sabía cómo iba a desarrollarse. La camioneta de reparto giró desde la carretera comarcal pavimentada hacia una carretera secundaria de gravilla. Era una camioneta decrépita, sin capota y con la carrocería toda oxidada: no iría muy lejos. Lo más probable es que fuera hacia su casa, una granja. Quizá no se encontraran con otro vehículo con el que cambiarse antes de llegar a su destino.

—¿Estás seguro? —dijo Eve—. Es un hombre solo, ya ves. Creí que nunca viajaban sin compañía.

—El perro —dijo Philip.

Y es que había un perro que daba vueltas en la plataforma descubierta de la camioneta, corriendo de un lado a otro como si tuviera que estar al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor.

—El perro también es uno de ellos —dijo Philip.

Esa mañana, mientras Sophie se marchaba a buscar a Ian al aeropuerto de Toronto, Philip entretenía a Daisy en el dormitorio de los niños. Daisy se había aclimatado bastante bien a la casa extraña, salvo en lo de mojar la cama cada noche de las vacaciones, pero era la primera vez que su madre se marchaba y no la llevaba consigo. De modo que Sophie le pidió a Philip que la entretuviera y él lo hizo entusiasmado (¿feliz por el nuevo giro que tomaba la situación?). Lanzaba los coches de juguete por el suelo, imitando el sonido enfurecido de los motores, para así disimular el ruido del arranque del automóvil de verdad que había alquilado Sophie. Poco después le gritó a Eve: «¿Se ha ido ya GM?».

Eve estaba en la cocina limpiando los restos del desayuno y tratando de controlarse. Se encaminó hacia el cuarto de estar. Allí, en el estuche, estaba la cinta de una película que ella y Sophie habían visto la noche anterior.

Los Puentes de Madison

—¿GM qué quiere decir? —preguntó Daisy.

El dormitorio de los niños daba al cuarto de estar. Era una casa estrecha y pequeña, arreglada por una miseria para poder alquilarla en verano. Eve había tenido la idea de conseguir una casita junto al lago para las vacaciones: era la primera visita que le hacían Sophie y Philip en casi cinco años y la primera de Daisy. Había escogido esa zona en la ribera del lago Huron porque sus padres solían llevarla allí con su hermano cuando eran niños. Las cosas habían cambiado. Las casitas eran de estructura tan sólida como las casas de las afueras de la ciudad y el precio de los alquileres era desorbitado. Ese lugar, a ochocientos kilómetros tierra adentro del rocoso y desfavorecido extremo norte habitable de la playa, era lo más que se podía permitir. La casa se levantaba en mitad de un maizal. Le contó a los niños lo que una vez su padre le había contado a ella: que por la noche se oía crecer el maíz.

Todos los días, cuando Sophie recogía las sábanas de Daisy lavadas a mano del tendedero, tenía que sacudirlas para quitarles los bichos del maíz.

—Significa «Gran Mierda» —dijo Philip retando a Eve con una mirada maliciosa.

Eve se detuvo en la entrada. La noche anterior ella y Sophie habían visto a Meryl Streep sentada en la camioneta de su marido, bajo la lluvia, aferrada al tirador de la puerta, invadida por la nostalgia al ver cómo su amante se marchaba. Luego giraron la cabeza, se miraron a los ojos llenos de lágrimas, menearon sus cabezas y comenzaron a reír.

—También significa «Gran Mamá» —dijo Philip en un tono más conciliador—. Así es como la llama a veces papá.

—Bueno —dijo Eve—, si ésa es tu pregunta, la respuesta es afirmativa.

Eve se preguntaba si Philip creía que Ian era su verdadero padre. No le había preguntado a Sophie qué le habían contado. Por supuesto, no haría una cosa semejante. Su verdadero padre era un muchacho irlandés que viajaba por Norteamérica sin saber muy bien qué hacer después de haber colgado los hábitos. Eve creía que no era más que un conocido de Sophie y, al parecer, ésta también pensaba lo mismo hasta que lo dedujo. («Era tan tímido que jamás imaginé que arrancaría», le había dicho Sophie). Hasta que Eve vio a Philip, no pudo realmente imaginar el aspecto del muchacho irlandés. Entonces lo vio reproducido con toda fidelidad en el niño: un joven irlandés de ojos brillantes, pedante, sensible, displicente, criticón, vergonzoso, retraído y pertinaz.

Parecido a Samuel Beckett, pensó, hasta en las arrugas. Claro que cuando el bebé se hizo mayor, las arrugas comenzaron a desaparecer.

Sophie, por entonces, se dedicaba a estudiar arqueología. Eve cuidaba de Philip mientras ella iba a clase. Eve era actriz; al menos lo era cuando conseguía trabajo. Ya en aquellos tiempos a veces no encontraba trabajo, y si tenía ensayos diurnos se llevaba a Philip con ella. Vivieron todos juntos durante un par de años —Eve, Sophie y Philip— en el apartamento de Eve en Toronto. Era ella quien paseaba a Philip en su carrito y de bebé —y, más tarde, en su sillita de paseo— por las calles que había entre Queen, Colelge, Spadina y Ossington, y durante aquellos paseos a veces descubría una perfecta, aunque descuidada, casita en venta en una calle sin salida de dos manzanas y sombreada por los árboles, que nunca antes había visto. Solía mandar a Sophie para que le echara un vistazo: iban con el agente de la inmobiliaria a verla y hablaban de la hipoteca, de las reformas que tendrían que pagar y de las que ellas mismas podrían hacer, titubeaban y fantaseaban hasta que uno de sus periódicos pero intensos ataques de prudencia financiera, o hasta que alguien les persuadía de que estas encantadoras calles secundarias no eran ni la mitad de seguras para las mujeres y los niños que el luminoso, feo, vulgar y ruidoso lugar en el que vivían entonces.

Ian era una persona a la que Eve había prestado aún menos atención que al muchacho irlandés. Era un amigo; nunca venía al apartamento más que acompañado. Luego se fue a trabajar a California —era geógrafo urbano— y Sophie acumuló tal cuenta telefónica que Eve tuvo que llamarle la atención. De pronto el ambiente en el apartamento había cambiado totalmente. (¿Sería porque Eve no debía haber mencionado lo del recibo?). Poco después se planeó una visita y Sophie se llevó a Philip con ella porque Eve hacía una función en un teatro de provincias durante el verano.

No mucho después llegaron noticias desde California. Sophie e Ian se iban a casar.

«¿No sería más inteligente tratar de vivir juntos durante una temporada?», comentó Eve por teléfono desde la pensión, a lo que Sophie respondió: «No, no lo creo. Es raro. No cree en esas cosas».

«Pero es que no puedo faltar a la función para la boda», dijo Eve, «estamos en cartel hasta mediados de septiembre». «No importa», dijo Sophie, «no va a ser una boda, boda».

Y Eve no la volvió a ver hasta este verano. Al principio fue la falta de dinero por ambas partes. Cuando Eve trabajaba, se comprometía a fondo, y cuando no trabajaba, no podía permitirse ningún lujo. Poco después Sophie también consiguió un trabajo de recepcionista en la consulta de un médico. En cierta ocasión Eve estaba a punto de reservar un billete de avión justo cuando Sophie llamó para decir que había muerto el padre de Ian y que él iba a volar a Inglaterra para el funeral y traerse a su madre de vuelta.

—Y sólo tenemos una habitación —dijo.

—Ni pensarlo —dijo Eve—. Dos suegras en una misma casa ya es mucho, imagínate en una misma habitación.

—¿Quizá después de que ella se marche? —preguntó Sophie.

Pero aquella madre decidió quedarse hasta que naciera Daisy, hasta que se mudaran a la casa nueva, y en total decidió quedarse allí ocho meses. Por entonces Ian comenzó a escribir su libro y le era difícil e incómodo tener visitas en casa. Ya era bastante complicado en circunstancias normales.

Para entonces ya había pasado el tiempo en el que Eve tenía la suficiente confianza como para invitarse a sí misma. Sophie le enviaba fotos de Daisy, del jardín, de todos los cuartos de la casa.

Luego anunció que ella, Philip y Daisy irían a Ontario ese verano. Pasarían tres semanas con ella mientras Ian trabajaba solo en California. Después de tres semanas, él se les uniría y volarían de Toronto a Inglaterra para pasar un mes con su madre.

—Alquilaré una casita junto al lago —dijo Eve—. Ya veréis, será estupendo.

—Lo será —dijo Sophie—. Es increíble que haba pasado tanto tiempo.

Y así había ocurrido. Razonablemente estupendo, pensó Eve. Sophie no parecía molesta o sorprendida porque Daisy mojara la cama. Durante un par de días Philip se había mostrado caprichoso y reservado, ponía mala cara cuando Eve contaba que le había conocido cuando era un bebé y se quejaba de los mosquitos que les atacaban mientras iban a toda prisa por el bosque hasta la playa. Quería que le llevaran a Toronto para ver el Centro Científico. Pero luego se calmó, nadaba en el lago sin quejarse del frío y se entretenía con pasatiempos solitarios, tales como hervir y raspar la carne de una tortuga muerta que había arrastrado hasta casa, para conservar el caparazón. En el estómago de la tortuga había un cangrejo sin digerir y su caparazón se desprendía a tiras, pero eso no le desanimó.

Mientras tanto, Eve y Sophie disfrutaban de la agradable rutina de las tareas domésticas mañaneras, tardes en la playa, vino en la cena y películas hasta bien entrada la noche. Se enfrascaban en especulaciones medio en serio sobre la casa. ¿Qué se podía hacer ella? Lo primero, arrancar el papel pintado del cuarto de estar, una imitación de un artesonado de imitación. Quitar el linóleo con sus estúpidas figuras de flores de lis doradas que se habían tornado marrones por el efecto de la arena y del agua sucia de fregar. Sophie estaba tan entusiasmada con la idea de arreglar la casa que levantó un trozo de linóleo podrido frente al fregadero y descubrió unas tablas de pino que seguramente se podrían acuchillar. Hablaron sobre lo que costaría alquilar una lijadora (por supuesto, en caso de que la casa fue suya) y sobre los colores que elegirían para pintar las puertas y los marcos, las contraventanas y los nuevos estantes de la cocina, en lugar de aquéllos de aglomerado tan deslucidos. ¿Y qué tal una chimenea de gas?

¿Y quién viviría allí? Eve. Los esquiadores que utilizaban la casa como centro de reuniones invernal estaban construyendo un lugar propio, y al casero le alegraría poder alquilarla todo el año. O a lo mejor la vendería a un precio muy bajo, tenido en cuenta su estado. Si al invierno siguiente Eve conseguía el trabajo que esperaba conseguir podría utilizarla como lugar de retiro. Y si no era así, ¿por qué no subarrendar el apartamento y vivir allí? Con la diferencia entre los alquileres, más la pensión de vejez que empezaba a recibir en octubre, más el dinero que todavía le llega de un anuncio de un suplemento dietético que hacía tiempo había hecho, podría ir tirando.

—Y además, si venimos en verano, siempre podemos contribuir con el alquiler —dijo Sophie.

Philip les escucho. Dijo: «¿Todos los veranos?».

—Bueno, ahora te gusta el lago —dijo Sophie—. Esto te gusta, ¿verdad?

—Y ya sabes que no siempre hay tantos mosquitos —dijo Eve—. Lo peor suele ser a principios del verano. En junio, antes de llegar vosotros. En primavera hay muchos sitios pantanosos llenos de agua y ahí se crían, y luego esos lugares se secan y ya no salen más. Pero este año llovió tanto que esos lugares no se secaron, así que los mosquitos tuvieron una segunda oportunidad y ahora hay toda una nueva generación.

Había descubierto cuánto respetaba él la información y cómo la prefería a sus opiniones y recuerdos.

A Sophie tampoco le entusiasmaban los recuerdos. Siempre que se mencionaba el pasado que habían compartido ella y Eve —incluso aquellos meses posteriores al nacimiento de Philip, que Eve creía los más felices, los más duros, los de mayor sentido y los más armoniosos de su vida—, la cara de Sophie adquiría una expresión solemne, de disimulo, de juicios de valor pacientemente contenidos. Cuando hablaron del colegio de Philip, Eve descubrió que hacer cualquier mención a un periodo aún anterior, el de la infancia de Sophie, era como pisar un campo de minas. Sophie consideraba el colegio de Philip demasiado riguroso, Ian lo veía bien.

«Menudo cambio respecto Blackbird», dijo Eve, y Sophie añadió de inmediato, casi con malicia: «Blackbird, menuda farsa. Cuando pienso que pagaste por aquello. ¡Qué pagaste!».

Blackbird era un colegio alternativo donde no existían los niveles y al que había ido Sophie (el nombre le venía de Morning Has Broken). A Eve le costaba más de lo que podía permitirse, pero había pensado que era el mejor sitio para una niña cuya madre era actriz y cuyo padre no daba señales de vida. Cuando Sophie tenía nueve o diez años, el colegio se cerró por desavenencias entre los padres.

—Aprendía mitología griega sin saber dónde estaba Grecia —dijo Sophie—. No sabía ni lo que era. Nos tirábamos las clases de arte haciendo carteles contra las armas nucleares.

—No me digas —dijo Eve.

—Lo hacíamos. Y literalmente nos acosaban a preguntas, nos acosaban para hablar de sexo. Era un acoso verbal. Y tú lo pagabas.

—No sabía que llegaba hasta ese punto.

—Bueno —dijo Sophie—. Sobreviví.

—Eso es lo que importa —dijo Eve vacilante—. Sobrevivir.

El padre de Sophie era de Kerala, al sur de la India. Eve le había conocido en un tren y sólo había pasado con él el tiempo del trayecto desde Vancouver hasta Toronto. Era un joven médico que estudiaba con una beca en Canadá. En su casa, en la India, tenía mujer y una hija pequeña.

El viaje en tren duró tres días. En Calgary hicieron una parada de media hora. Eve y el médico fueron de un sitio a otro buscando una farmacia para comprar condones. No encontraron ninguna. Cuando llegaron a Winnipeg, donde el tren paró durante una hora entera, ya era demasiado tarde. De hecho —según decía Eve al contar la historia—, cuando alcanzaron el extrarradio de Calgary, probablemente ya era demasiado tarde.

Él viajaba en un vagón de asientos: no era una beca muy generosa. Pero Eve había tirado la casa por la ventana y había cogido un compartimento privado. Fue esa extravagancia —una decisión de última hora—, la comodidad y la privacidad del compartimento privado habían sido los responsables, decía Eve, de la existencia de Sophie y del gran giro que dio su vida. Eso y no poder conseguir condones en ningún lugar cercano a la estación de Calgary.

En Toronto se despidió de su amante de Kerala de la manera en que uno se despide de una persona cualquiera a la que ha conocido en un tren, ya que había a recogerla a la estación el hombre que por entonces más le interesaba y que era el asunto central de su vida. Los tres días de viaje habían estado constantemente marcados por un continuo mecerse y balancearse del tren: los movimientos de los amantes no habían sido completamente deliberados, y tal vez por esa razón les habían parecido disculpables e ineludibles. El vaivén también debía de haber afectado a sus sentimientos y conversaciones. Eve los recordaba como dulces y generosos, nunca solemnes o desesperados. Hubiera resultado difícil mostrarse solemne cuando había que ingeniárselas con las dimensiones y salientes de un compartimento de tren.

Le había dicho a Sophie cuál era su nombre de pila: Thomas, por el santo. Hasta conocerle, Eve nunca había oído hablar de los antiguos cristianos del sur de la India. Cuando Sophie era una quinceañera, durante una temporada sintió un cierto interés por Kerala. Se llevaba a casa libros de la biblioteca y le daba por ir a fiestas vestida con un sari. Hablaba de buscar a su padre cuando se hiciese mayor. El hecho de que conociera su nombre de pila y su especialidad —enfermedades de la sangre— le hacía creer que podría encontrarle. Eve insistió en la cantidad de población de la India y en las posibilidades que había de que ni siquiera permaneciera allí. Lo que le costaba imaginar era lo fortuito, lo casi inimaginable que necesariamente sería la existencia de Sophie en la vida de su padre. Por suerte la idea se desvaneció y Sophie dejó de vestirse con saris cuando todas esas prendas, tan espectaculares, tan étnicas, se trivializaron en exceso. A partir de entonces, la única vez que volvió a mencionar a su padre fue cuando estaba embarazada de Philip y bromeó sobre lo de mantener la tradición familiar del padre ausente.

Ya no hacía bromas de este tipo. Sophie se había vuelto impotente, femenina, elegante y reservada. En un momento dado —atravesaban el bosque camino a la playa y Sophie se inclinó y tomó en brazos a Daisy para poder escapar más rápidamente de los mosquitos—, Eve se quedó asombrada por la nueva y tardía revelación de la belleza de su hija. Una belleza intensa, sosegada y clásica, alcanzada no mediante el cuidado y la vanidad, sino como resultado de la dejadez y el deber. Tenía un aspecto más hindú, su piel de café con leche se había oscurecido con el sol californiano y bajo sus ojos aparecían dos medias lunas lila, signo de una suave fatiga permanente.

Todavía era una nadadora de mucho aguante. La natación era el único deporte que le había interesado y nadaba tan bien como siempre, dirigiéndose al parecer hacia la mitad del lago. El primer día que lo hizo, dijo «Ha sido maravilloso. Me sentía completamente libre». No mencionó que había sido así porque Eve estaba a cargo de los niños; pero ella entendió que no hacía falta mencionarlo. «Me alegro», dijo Eve; aunque la verdad es que se había sentido asustada. Varias veces había pensado ahora da la vuelta, pero Sophie seguía adelante, despreciando ese urgente mensaje telepático. Su oscura cabeza se convirtió primero en una mancha, luego en una mota y finalmente en una ilusión óptica que se agitaba entre las firmes olas. Lo que Eve temía, y no quería pensar, no era que a Sophie le fallaran las fuerzas, sino la voluntad de regresar. Como si esa nueva Sophie, esa mujer madura tan atada a la vida, pudiera en la práctica mostrarse más indiferente hacia su propia existencia que la chica que Eve había conocido antes, la joven Sophie con todos sus amores, riegos y dramas.

—Tenemos que devolver esa película a la tienda —le dijo Eve a Philip—. A lo mejor deberíamos devolverla antes de ir a la playa.

—Estoy harto de la playa —dijo Philip.

A Eve no le apetecía discutir. Ahora que Sophie estaba fuera, ahora que se habían alterado los planes y todos iban a marcharse ese mismo día, aquel mismo día, también ella estaba harta de la playa. Y harta de la casa. Ahora todo lo que veía era el aspecto que tendría aquella habitación al día siguiente: las ceras, los coches de juguete, las grandes piezas del sencillo rompecabezas de Daisy, todo ello recogido y trasladado a otro lugar. Los libros de cuentos que se sabía de memoria.

Ninguna sábana secándose en la ventana. Dieciocho días más, ella sola, en aquel lugar.

—¿Qué te parece si hoy vamos a algún otro sitio? —preguntó.

—¿Qué otro sitio? —preguntó Philip.

Que sea una sorpresa.

El día anterior Eve había llegado del pueblo cargada de provisiones: quisquilla fresca para Sophie —en aquellos tiempos la tienda de la aldea era un supermercado con clase y se podía encontrar prácticamente de todo—, café, vino, pan de centeno sin semillas de alcaravea porque Philip las aborrecía, un melón maduro, las cerezas oscuras que a todos les encantaban, aunque había que vigilar a Daisy por los huesos, una tarrina de helado de dulce de lecha y moca, y las cosas habituales que les servían para ir tirando una semana más.

Sophie recogía los restos de la comida de los niños. «Vaya», dijo, «y ahora, ¿qué vamos a hacer con todo esto?».

Dijo que Ian había llamado. Había telefoneado diciendo que al día siguiente cogería el avión para Toronto. El trabajo con su libro había avanzado más rápido de l oque esperaba; había cambiado de planes. En lugar de esperar durante tres semanas, iba a llegar al día siguiente para recoger a Sophie y a los chicos y hacer un pequeño viaje con ellos. Quería ir a la ciudad de Quebec.

Nunca había estado allí y pensaba que los niños debían ver la parte de Canadá donde la gente hablaba francés.

—Se sentía solo —dijo Philip. Sophie se rió.

—Sí, nos echa de menos —dijo.

Doce días, pensó Eve. Habían pasado doce días de las tres semanas. Había tenido que alquiler la casa durante un mes. Le estaba prestando el apartamento a su amigo Dev, otro actor sin trabajo que sufría una crisis financiera, real o imaginaria, de tal calibre que contestaba el teléfono utilizando la gama de voces que empleaba en sus actuaciones. Le tenía afecto a Dev, pero no podía volver y compartir el apartamento con él.

Sophie dijo que irían a Quebec en el coche alquilado y regresarían directamente al aeropuerto de Toronto, donde tenían que devolver el vehículo. No mencionó que Eve pudiera ir con ellos. No había espacio en el coche alquilado pero ¿por qué no podía llevar ella su propio coche? Philip podría ir con ella para hacerle compañía. O Sophie. Ian podrían llevarse a los niños, ya que tanto les echaba de menos, y dejar descansar a Sophie. Ambas podrían hacer el viaje juntas, como solían hacer en verano cuando iban a algún pueblo que no conocían en el que a Eve le había salido trabajo.

Era ridículo. El coche de Eve tenía nueve años de antigüedad y no estaba en condiciones de hacer un viaje largo. Y era a Sophie a quien Ian echaba de menos, se notaba por su gesto cálido y evasivo. Además, a Eve no la habían invitado.

—Bueno, es genial —dijo Eve— que le haya ido tan bien con el libro.

—Lo es —dijo Sophie. Siempre tenía un aire de cuidadosa indiferencia cuando hablaba del libro de Ian, y al preguntar Eve de qué trataba, se limitó a decir: «Geografía urbana». Tal vez ése fuera el comportamiento adecuado de las esposas de universitarios, Eve nunca había conocido a ninguna.

—Así tendrás tiempo para tus cosas —dijo Sophie— después de tanto ajetreo. Descubrirás si realmente quieres tener un lugar en el campo. Un retiro.

Eve tuvo que empezar a hablar sobre otra cosa, cualquier otra cosa, para abstenerse de preguntar con tristeza si Sophie aún pensaba volver al verano siguiente.

—Tengo un amigo que se fue a uno de esos lugares de retiro de verdad —dijo—. Es budista. No quizás hinduista. No un hindú de verdad —al oír mencionar a los hindúes, Sophie sonrió de una forma que venía a decir que ése era otro tema del que no se debía hablar. Eve continuó—: Bueno, lo que fuera, pues en aquel lugar de retiro no se podía hablar durante un periodo de tres meses.

Siempre había gente pululando, pero no se les podía hablar. Y me contó que una de las cosas que ocurría con frecuencia y de la que te prevenían era que te enamorabas de una de esas personas a la que nunca habías visto. Sentías que cuando no podías hablar te comunicabas con ellos de una manera especial. Claro que se trataba de una especia de amor espiritual y no se podía ir más allá. Sobre esas cosas eran muy estrictos. O al menos eso decía mi amigo.

—¿Y luego? —preguntó Sophie—. ¿Qué ocurría cuando por fin te dejaban hablar?

—Era una gran decepción. Normalmente la persona con la que pensabas que te habías comunicado no se había comunicado contigo para nada. Quizá pensaba que se había comunicado con otra persona, y ésta pensara que con otra…

Sophie se rió aliviada. «Así son las cosas», dijo. Contenta de que nadie se mostrara decepcionado, de no que no se hirieran sentimientos.

A lo mejor habían tenido una riña, pensó Eve. Quizá aquella visita no había sido más que parte de una estrategia. Tal vez Sophie se había llevado a los niños para demostrarle algo. Podía ser que lo de pasar una temporada con su madre no fuera más que el modo de demostrarle algo. Planear vacaciones futuras sin él, demostrarse a sí mismo que era capaz de hacerlo. Una estratagema.

Y la pregunta del millón era: ¿Quién telefoneó a quién?

—¿Por qué no dejas aquí a los niños? —dijo Eve—. Mientras vas al aeropuerto. Luego vienes de vuelta, los recoges y te vas. Tendrías un poco de tiempo para ti y un rato a solas con Ian. Será una pesadilla tenerlos en el aeropuerto.

—Me tienta la idea —dijo Sophie.

De modo que al final eso fue lo que hizo.

Ahora Eve si preguntaba si ella misma se las había ingeniado para producir ese pequeño cambio y poder hablar con Philip.

(¿No fue una gran sorpresa cuando tu padre llamó desde California?

Él no llamó. Le llamó mi madre.

¿Ah, sí? Ah, no lo sabía. ¿Qué le dijo?

Dijo: «No aguanto este sitio, estoy harta, a ver qué se nos ocurre para sacarme de aquí»).

Eve bajó la voz hasta un tono realista para indicar la interrupción del juego.

—Philip, Philip, escucha. Creo que debemos parar esto. Esa camioneta pertenece a algún granjero, girará en cualquier sitio y no podremos seguir persiguiéndola.

—Sí que podemos —dijo Philip.

—No podemos. Querrán saber qué estamos haciendo. A lo mejor se enfurecen.

—Llamaremos a nuestros helicópteros para que vengan y les disparen.

—No seas tonto. Sabes que esto es sólo un juego.

—Les dispararán.

—Creo que no tienen armas —dijo Eve, poniendo en práctica otra táctica. No han desarrollado ninguna clase de armas para destruir alienígenas.

—Estás equivocada —dijo Philip, y sin que ella le escuchase comenzó a describir cierto tipo de cohetes.

Cuando ella era niña y pasaba temporadas en el pueblo con su hermano y con sus padres, su madre a veces la llevaba a dar paseos en coche por el campo. No tenían coche propio; eran tiempos de guerra, llegaban hasta el pueblo en tren. La mujer encargada del hotel era amiga de la madre de Eve y, cuando iba en coche al campo para comprar maíz, frambuesas o tomates, las invitaba a acompañarla. A veces paraban para tomar el té y echar un vistazo a los viejos platos y muebles que vendían en el salón de una granja regida por una mujer emprendedora. El padre de Eve prefería quedarse en la plaza y jugar a las damas con otros señores. Había un gran cuadrado de cemento sobre el que habían pintado un tablero, cubierto por un techado pero sin muros, y allí, incluso cuando llovía, los hombres movían pausadamente las enormes fichas con largos palos. El hermano de Eve les observaba o iba a nadar sin que nadie tuviere que vigilarle; ya era mayor. Todo aquello había desaparecido, incluso el cuadrado de cemento había desaparecido, o tal vez habían construido sobre él.

Había desaparecido el hotel cuyas terrazas se extendían sobre la arena, al igual que la estación de ferrocarril con sus parterres de flores, dispuestos a modo de letras que formaban el nombre del pueblo. También los raíles del tren habían desaparecido. Ahora había un centro comercial construido a imitación de los antiguos, con un nuevo supermercado y una bodega y boutiques de ropa deportiva y tiendas de artesanía rural.

Cuando aún era pequeña y llevaba un lazo en el pelo, atado en lo alto de su cabeza, a Eve le encantaban aquellas expediciones campestres. Comía tartaletas de mermelada y pasteles recubiertos por un glaseado endurecido en su parte superior y reblandecido por dentro, y coronados con una jugosa cereza al marrasquino. Tenía prohibido tocar las porcelanas, el alfiletero de encaje y satén o las viejas muñecas de color cetrino, y las conversaciones entre las mujeres le producían de forma pasajera un efecto suavemente deprimente en su cabeza, al igual que las inevitables nubes. Pero disfrutaba al ir en el asiento trasero e imaginarse a sí misma sobre un caballo o en un carruaje real. Con el tiempo, se negó a ir. Comenzó a detestar ir siempre con su madre y que se la reconociera como la hija de su madre. Mi hija, Eve. Qué excesiva condescendencia, qué equivocadamente posesiva sonaba la voz de su madre en sus oídos. (Durante años utilizaría el mismo tono, o al menos una versión del mismo, como materia prima de algunas de sus más bastas y menos logradas actuaciones). También odiaba que su madre se vistiera con tanta elegancia en el campo, sus grandes sombreros, guantes y finos vestidos con flores bordadas, como verrugas. Por otro lado, los zapatos estilo Oxford —su madre los llevaba para aliviar sus calles— le proporcionaban un aspecto embarazosamente rotundo y raído.

«¿Qué es lo que más odiabas de tu madre?» era un juego que Eve solía practicar con sus amigas en los primeros tiempos, cuando acababa de emanciparse.

«Sus corsés», decía alguna chica, y otra añadía: «Los delantales mojados».

Cintas para el pelo. Brazos gordos. Citas bíblicas. Vaya por Dios.

«Sus callos», decía siempre Eve.

Hasta hacía poco se había olvidado por completo de ese juego. Recordarlo era como hurgar en el nervio de una muela picada.

Frente a ellos, la camioneta redujo la velocidad y sin previo aviso giró hace un largo sendero con árboles en fila a ambos lados. «No puedo seguirles más, Philip», dijo Eve, y pasó de largo. Pero al dejar atrás el sendero vio los postes de la valla. Tenían un aspecto inusual, con una forma como la de unos minaretes de estructura rudimentaria, decorados con guijarros encalados y unos pocos cristales de colores. Ninguno de ellos se mantenía erguido; estaban medio escondidos por varas de oro silvestre, de tal forma que habían perdido su aspecto de postes y parecían parte del decorado abandonado de un chillón escenario de opereta. En el momento en que los vio, Eve recordó otra cosa: un muro encalado, al aire libre, repleto de dibujos pintados. Los dibujos representaban escenas forzadas, fantásticas, infantil. Iglesias con pináculos, castillos con torres, casas rectangulares con ventanas cuadradas, amarillas y desproporcionadas. Árboles de Navidad triangulares y pájaros tropicales de colores, casi tan grandes como los árboles, un caballo gordo con patas pequeñitas y ojos inyectados en sangre, ondulados ríos azules, como largas cintas, una luna, estrellas borrachas y gruesos girasoles que daban cabezadas sobre los techos de las casas. Y todo ello hecho a base de trozos de cristal de colores fijados en cemento o yeso. Lo había visto, y no en ningún lugar público; había sido en el campo, junto a su madre. El contorno de su madre se dibujaba frente al muro; hablaba con un viejo granjero, que tal vez tenía la misma edad de su madre, pero que a Eve le parecía viejo.

Su madre y la mujer del hotel se dedicaban a ver cosas curiosas durante aquellas excursiones, no sólo se fijaban en las antigüedades. Habían ido a ver un arbusto cortado en forma de oso y un huerto de manzanos enanos.

Eve no se acordaba de los postes para nada, pero le pareció que no podían ser de ningún otro lugar. Retrocedió con el coche y lo hizo virar hacia un camino estrecho bajo los árboles. Eran viejos y pesados pinos albares, probablemente peligrosos; se veían ramas medio muertas colgando y otras que ya habían caído y que yacían en la hierba o en la maleza a ambos lados del camino. El coche se bamboleaba a un lado y a otro por los baches y Daisy parecía disfrutar con aquel movimiento. Comenzó a hacer un ruido como acompañamiento. Ale, ale, ale.

Tal vez más adelante Daisy recordara esto —tal vez fuera lo único que recordase— de aquel día. Los árboles arqueados, la repentina sombra, el interesante movimiento del coche. Quizá las caras blancas de las zanahorias silvestres que rozaban las ventanillas. La sensación de tener a Philip junto a ella, su incomprensible y grave excitación, el estremecimiento de su voz infantil que dominaba de forma artificial. Un sensación mucho más imprecisa de Eve: brazos curtidos, desnudos y pecosos, rizos encrespados, rubio ceniza, recogidos con una cinta negra. Quizá un olor. Ya no a tabaco o a las cremas promocionales y a los cosméticos en los que Eve una vez gastó gran parte de su dinero. ¿A piel envejecida? ¿A ajo, a vino, a enjuague bucal? Quizás Eve ya habría muerto cuando Daisy recordara todo aquello. Puede que Daisy y Philip se hubieran distanciado con el tiempo. Eve no se hablaba con su propio hermano desde hacía tres años. Desde que él le dijo por teléfono: «No deberías haberte hecho actriz si no estabas dotada para ello».

Nada indicaba que hubiese una casa enfrente, pero a través de una abertura entre los árboles se atisbaba el esqueleto de un granero, sin muros, las vigas intactas y el tejado íntegro pero volteado hacia un lado, como un gracioso sombrero. Parecía haber piezas de maquinaria, viejos coches o camiones, diseminados en un mar de hierbajos con flores. Eve no podía perder el tiempo mirando, trataba de controlar el coche en aquel camino tan agreste. La camioneta verde había desaparecido de la vista. ¿Dónde se había metido? Entonces se fijó en que el camino formaba una curva. Tomaron la curva; dejaron atrás la sombra de los pinos y salieron de nuevo a la luz. La misma espuma marina de zanahoria silvestre, la misma impresión de que había trastos viejos oxidados y esparcidos. Un seto alto y silvestre a un lado, y detrás, por fin, la casa. Una casa grande de dos pisos, de ladrillos de color gris amarillento, el desván de madera, las buhardillas rellenas de gomaespuma sucia. Una de las ventanas del piso inferior brillaba por el papel de aluminio que la recubría por dentro.

Había llegado al sitio que no era. No recordaba esa casa. Aquí no había un muro alrededor del césped cortado. Los árboles jóvenes crecían al azar entre la maleza.

La camioneta estaba aparcada frente a su coche. Y un poco más adelante se veía un trozo de terreno despejado y cubierto de grava, donde podría dar la vuelta con el coche. Pero no podía porque se lo impedía la camioneta. Tuvo que detenerse. Se preguntó si el hombre de la camioneta habría parado allí a propósito para que ella tuviese que darle alguna explicación. El hombre salió del coche con aire despreocupado. Sin mirar hacia atrás, soltó al perro que había estado saltando de aquí para allá y ladrando con espíritu belicoso. Una vez en el suelo, continuó ladrando, pero se mantuvo al lado de su dueño. El hombre llevaba una gorra que ensombrecía su cara, de modo que Eve no conseguía ver su expresión. Permaneció cerca de la camioneta mirándoles, pero si decidirse aún a acercarse.

Eve se desabrochó el cinturón de seguridad.

—No salgas —dijo Philip. Quédate en el coche. Da la vuelta. Sal de aquí.

—No puedo —dijo Eve—. No te preocupes. Perro ladrador, poco mordedor. No me hará daño.

—No salgas.

El juego se le había ido de las manos. Un niño de la edad de Philip podía dejarse llevar por un entusiasmo excesivo.

—Esto no es parte del juego —dijo ella. Sólo se trata de un hombre.

—Lo sé —dijo Philip. Pero no salgas.

—Déjalo ya, anda —dijo Eve, y salió y cerró la puerta—. Qué tal. Lo siento. He metido la pata. Creí que éste era otro lugar.

El hombre dijo algo así como «qué hay».

—La verdad es que buscaba otro sitio —dijo Eve—. Un lugar donde vino una vez cuando era una niña pequeña. Había un muro con dibujos, hechos con cristales rotos. Creo que era un muro de cemento encalado. Cuando vi aquellos postes junto a la carretera, creí reconocerlos. Usted debió de pensar que lo seguíamos. Sé que esto suena un poco absurdo.

Oyó la puerta del coche abrirse. Salió Philip llevando a Daisy a rastras tras él. Eve creyó que Philip se había acercado a ella lo suficiente y estiró el brazo para alcanzarlo. Pero él se aportó de Daisy, rodeó a Eve y le habló al hombre. Se había repuesto del susto momentáneo y parecía encontrarse más seguro que Eve.

—¿Su perro es manso? —dijo con cierto aire retador.

—Perra. No te hará daño —dijo el hombre—. Siempre que yo esté aquí, no hay problema. Se pone tonta porque no es más que una cachorra. Es una cachorrita.

Era aún hombre pequeño, no más alto que Eve. Llevaba vaqueros y uno de esos chalecos abiertos de tela de colores, tejidos en Perú o en Guatemala. Cadenas de oro y medallones que brillaban sobre su pecho musculoso, bronceado y sin vello. Cuando hablaba echaba atrás la cabeza y Eve se dio cuenta de que su cara estaba más envejecida que su cuerpo. Le faltaban algunos dientes.

—No le molestaremos más —dijo ella—. Philip, estaba contándole a este hombre que llegamos a este camino buscando un lugar al que yo vine cuando era niña y donde había dibujos hechos con cristales de colores incrustados en un muro. Pero me equivoqué, porque no es aquí.

—¿Cómo se llama? —dijo Philip.

—Trixie —dijo el hombre, y al oír su nombre la perra saltó y golpeó su brazo. Le dio un golpecito con la mano—. Ni idea de los dibujos. Yo no vivo aquí. Harold puede que lo sepa.

—No se preocupe —dijo Eve mientras alzaba a Daisy hasta su cadera—. Si no le importase mover la camioneta hacia delante, yo podría dar la vuelta.

—Ni idea de los dibujos. Mira, si están en la parte de delante de la casa no los habría visto porque Harold tiene cerrada toda la parte de delante.

—No, estaban fuera —dijo Eve—. No importa. Esto fue hace años y años.

—Sí, sí, sí —dijo el hombre a medida que se entusiasmaba con la conversación—. Vete dentro y que Harold te lo cuente. ¿Conoces a Harold? Es el dueño. En realidad es de Mary, pero Harold la metió en la residencia, así que ahora es suya. No fue por su culpa, hubo que llevarla.

—Se dirigió hacia la camioneta y sacó dos cajas de cerveza.

—Tuve que ir al pueblo, Harold me mandó —continuó—. Vamos, hombre. Ve para allí. Harold se alegrará de veros.

—Vamos, Trixie —dijo Philip con severidad.

La perra se acercó ladrando y dando saltos a su alrededor, Daisy chillaba aterrorizada y encantada y con aquel barullo todos iban hacia la casa, Eve cargada con Daisy, y Philip y Trixie corriendo a su lado mientras subían unos montículos de tierra que en otro tiempo habían sido escalones. El hombre marchaba cerca, detrás de ellos, y olía a la cerveza que debía de haberse bebido en la camioneta.

—Abridla, adelante —dijo el hombre—. Pasad por ahí. ¿No os importa que esté un poco desordenado, verdad? Mary está en la residencia y no hay nadie para limpiar este sitio.

Tuvieron que abrirse camino entre un desorden total, un desorden de ésos que tarda años en acumularse. La capa inferior esta compuesta por sillas, mesas, sofás, quizá una o dos estufas, ropa de cama vieja, periódicos, persianas, macetas con plantas muertas, tarugos, botellas vacías, lámparas rotas y varas para cortinas acumuladas encima de todo lo demás, y que en ciertos tramos llegaban hasta el techo y bloqueaban casi toda la luz exterior. Y para compensarlo había una luz encendida junto a la puerta interior.

El hombre descargó las cervezas, abrió la puerta y llamó a gritos a Harold. Era difícil saber en qué clase de habitación se encontraban. Había armarios de cocina con las puertas sin bisagras, unas cuantas latas sobre los estantes, pero también un par de catres con los colchones sin sábanas y mantas arrugadas. Las ventanas estaban tan cubiertas de muebles o de edredones colgantes que no había forma de averiguar dónde estaban. El olor era el propio de una tienda de trastos viejos, de un fregadero taponado o quizá de un retrete con el agua estancada, olor a comida y a grasa y a cigarrillos, a sudor humano, a heces de perro y a basura sin recoger.

Nadie respondía a la llamada. Eve se dijo la vuelta —aquí sí que había espacio para darse la vuelta, no como en la entrada— y dijo «no creo que debiéramos…» pero Trixie se cruzó en su camino y el hombre la esquivó para poder aporrear otra puerta.

—Aquí está —dijo, hablando aún a gritos a pesar de que la puerta estuviera abierta—. Aquí está Harold, aquí está.

Mientras tanto, Trixie avanzó como un rayo hacia adelante y se oyó la voz de otro hombre que decía: «Joder. Saca a la perra de aquí».

—Esta señora quiere ver unos dibujos —dijo el hombre bajito.

Trixie gimoteó de dolor, alguien le había dado una patada. Eve no tuvo más remedio que entrar en el cuarto.

Era un comedor. Había una vieja y pesada mesa de comedor y sillas macizas. Tres hombres se sentaban a la mesa y jugaban a las cartas. El cuarto hombre se levantó para darle una patada a la perra. En aquel cuarto la temperatura era de alrededor de treinta y cinco grados.

—Cierra la puerta, hay corriente —dijo uno de los hombres de la mesa.

El hombre bajito arrastró a Trixie de debajo de la mesa, la echó al cuarto exterior y cerró la puerta situada detrás de Eve y los niños.

—Joder —dijo el hombre que se había levantado. Su pecho y sus brazos tenían tal cantidad de tatuajes que su piel parecía púrpura o azulada. Agitaba uno de sus pies, como si se hubiera hecho daño. Quizá también había golpeado la pata de la mesa al darle la patada a Trixie.

Sentado y de espaldas a la puerta, había un hombre joven de hombros estrechos, angulosos y de cuello delicado. Eve supuso que era joven porque llevaba el pelo de punta teñido de color dorado y le colgaban aros de oro de las orejas. No se dio la vuelta. El hombre frente a él era tan mayor como la misma Eve y tenía la cabeza afeitada, una ordenada barba gris y unos ojos azules inyectados en sangre. Miró a Eve sin simpatía alguna, aunque con cierta comprensión e inteligencia, y en eso se diferenciaba del hombre tatuado, que la observaba como si fuera una alucinación que había decidido ignorar.

En el otro extremo de la mesa, en la silla del anfitrión o del padre, estaba el hombre que había dado la orden de cerrar la puerta, pero que no había levantado la mirada o prestado atención alguna a la interrupción. Era una persona de complexión fuerte, gordo, y pálido, de sudorosos rizos castaños y, por lo que Eve pudo observar, estaba completamente desnudo. El hombre tatuado y el rubio llevaban vaqueros, mientras que el de la barba canosa vestía unos vaqueros, una camisa a cuadros abotonada hasta el cuello y corbata. Sobre la mesa había vasos y botellas. El hombre que se sentaba en la silla del anfitrión —debía de ser Harold— y el de la barba canosa estaban bebiendo whisky. Los otros dos bebían cerveza.

—Le dije que a lo mejor había dibujos en la fachada delantera de la casa pero no puede entrar porque la tienes cerrada —dijo el hombre bajito.

—Que te calles —dijo Harold.

—Lo siento mucho —dijo Eve. No parecía que hubiera otro remedio que seguir con su discurso, alargándolo para añadir que había visitado el hotel del pueblo de niña, lo de los paseos en coche con su madre, los dibujos en el muro, el recuerdo que guardaba de ellos, los postes de la valla, su indudable equivocación, sus disculpas. Habló directamente con el hombre de barba canosa, ya que parecía el único dispuesto a escuchar o capaz de entenderla. El brazo y el hombro de ella se resentían del peso de Daisy y de la tensión que se había apoderado de su cuerpo. Aun así, mientras hablaba pensaba en cómo podría describir aquello; diría que era como encontrarse en mitad de una obra de Pinter. O igual que sus pesadillas frente a un público impávido, silencioso y hostil.

El de la barba canosa habló cuando a ella se le agotó todo lo agradable o exculpatorio que podía decir.

—No lo sé —dijo—. Tendrá que preguntárselo a Harold. Oye. Oye, Harold. ¿Sabes algo de unos dibujos hechos con cristales rotos?

—Dile que cuando ella andaba por ahí mirando dibujos, yo aún no había nacido —dijo Harold sin levantar la mirada.

—Señora, no ha tenido usted suerte —dijo el hombre de la barba canosa.

El tatuado silbó.

—Oye, tú —le dijo a Philip. Oye chaval, ¿sabes tocar el piano?

Había un piano en el cuarto, detrás de la silla de Harold. No había espacio entre el piano y la mesa, y estaba cubierto de toda clase de cosas inadecuadas, como platos y abrigos, al igual que el resto de la superficie de la casa.

—No —contestó Eve con rapidez—. No, no sabe.

—Se lo pregunto a él —dijo el tatuado—. ¿Sabes tocar alguna melodía?

—Déjale en paz.

—Saben, no me puedo marchar hasta que alguien mueva la camioneta —dijo Eve.

En este cuarto huele a semen, pensó.

Philip permanecía mudo, agarrado a Eve.

—Si pudiesen mover la camioneta… —dijo, dándose la vuelta y esperando encontrar detrás al hombre bajito. Se interrumpió cuando vio que no estaba allí, que había desaparecido del cuarto y que se había marchado sin que ella se diera cuenta. ¿Y qué pasaría si había echado el pestillo de la puerta?

Agarró el pomo de la puerta y lo hizo girar. La puerta se abrió con cierta dificultad y un pequeño barullo al otro lado. El hombrecillo estaba allí agazapado, escuchando.

Eve salió sin dirigirle la palabra y cruzó la cocina con Philip trotando a su lado como si fuese el niño pequeño más dócil del mundo. Recorrió el estrecho camino de la entrada, entre la basura, y al llegar al aire libre inspiró ansiosa. No había respirado una bocanada de aire fresco en mucho rato.

—Sigue por la carretera y pregunta en la casa del primo de Harold —dijo el hombre bajito—. Es un sitio bonito. Una casa nueva y ella la tiene preciosa. Te enseñarán dibujos o cualquier cosa que quieras ver, te recibirán bien. Te pedirán que te sientes y os darán de comer. No dejan que la gente se vaya con el estómago vacío.

No había podido estar con el oído pegado a la puerta durante todo el rato porque había movido la camioneta. O alguien lo había hecho. No había rastro de ella, se la habían llevado a algún cobertizo o a algún otro lugar fuera de la vista.

Eve le ignoró. Abrochó el cinturón de seguridad de Daisy. Philip se abrochó el suyo sin que nadie tuviera que recordárselo. Trixie salió de algún lado y comenzó a dar vueltas al coche con aire desconsolado, olfateando los neumáticos.

Eve se metió dentro, cerró la puerta y puso su sudorosa mano sobre la llave. Arrancó el coche y lo lanzó hacia la grava, un espacio que estaba rodeado por gruesos arbustos —bayas, supuso— viejos lilos y malas hierbas. En algunas zonas esos arbustos estaban aplastados por montones de viejos neumáticos, botellas y latas. Resultaba difícil pensar que hubieran tirado cosas de la casa, teniendo en cuenta todo lo que quedaba en ella, pero al parecer así era. Y mientras Eve daba la vuelta con el coche vio, algo más allá, gracias a lo aplanados que estaban los arbustos, el fragmento de un muro en el que aún quedaban adheridos algunos pedazos blancuzcos.

Pensó que todavía quedaban trozos de cristal incrustados, que brillaban.

No aminoró la velocidad para poder observarlos. Esperaba que Philip no se hubiese dado cuenta, no fuera que quisiese parar. Dirigió el coche hacia el camino y dejo atrás los escalones terrosos que llevaban hacia la casa. El hombre bajito permanecía de pie, despidiéndose con ambos brazos, mientras Trixie meneaba la cola y se recuperaba de su asustada docilidad hasta el punto de despedirse ladrando y perseguir el coche a lo largo del camino. La persecución no era más que pura formalidad; la perra habría podido alcanzarles si hubiera querido. Eve había tenido que aminorar repentinamente la marcha al llegar a los baches.

Conducía con tal lentitud que era posible, hubiera sido sencillo para cualquiera, salir de entre la maleza alta por el lado del copiloto, abrir la puerta —Eve no había pensado en cerrar el pestillo— y saltar dentro.

Era el hombre rubio que estaba sentado ante la mesa, aquél cuyo rostro no había visto.

—No se asuste. Que nadie se asuste. Oiga, ¿podría llevarme en su coche?

No era ni un hombre ni un niño; era una muchacha. Una muchacha que llevaba puesta una especie de camiseta interior sucia.

—Está bien —dijo Eve. Apenas había conseguido mantener el coche en el camino.

—Antes, en la casa, no se lo podía pedir —dijo la muchacha—. Fui al baño, salí por la ventana y vino corriendo hasta aquí. A lo mejor todavía no saben que me he marchado. Están cocidos —agarró un trozo de la camiseta, que le iba demasiado grande, y la olió—. Apesta. Acabo de cogerla, estaba en el baño, es de Harold. Apesta.

Eve dejó atrás los baches, la oscuridad del camino, y salió a la carretera comarcal.

—Dios, menos mal que he salido de ahí —dijo la muchacha—. No tenía ni idea de dónde me metía. Ni siquiera sé cómo llegué hasta allí, era de noche. No era lugar para mí, ¿sabe a lo que me refiero?

—La verdad es que sí que parecían totalmente borrachos —dijo Eve.

—Sí. Bueno, lo siento si la he asustado.

—No te preocupes, no pasa nada.

—Pensaba que si no me colaba de un salto no se iba a parar. ¿Habría parado?

—No lo sé —dijo Eve—. Supongo que lo habría hecho si me hubiera dado cuenta de que eres una chica. La verdad es que antes ni te había visto.

—Sí. La verdad es que ahora no parezco gran cosa. Estoy hecha una mierda. No voy a decir que no me gustan las juergas. Claro que me gustan. Pero hay juergas y juergas. ¿Sabe a lo que me refiero?

Se giró y observó a Eve tan fijamente que durante un instante ésta tuvo que apartar la vista de la carretera y devolverle la mirada. Y lo que pudo ver era que esta muchacha estaba mucho más borracha de lo que por su voz parecía. Sus grandes ojos castaños estaban vidriosos aunque los mantuviera muy abiertos, redondeados sólo gracias a su esfuerzo, y poseían la suplicante aunque distante expresión de los ojos de los borrachos, una especie de desesperada insistencia en tratar de engañarte. En algunas partes, su piel estaba cubierta de manchas y en otras revelaba un color ceniciento, el rostro consumido por los efectos de una noche en vela. Era morena natural —sus dorados pelos de punta eran intencionada y provocativamente oscuros en las raíces— y lo bastante bonita, si se pasaba por alto su aspecto desastrado, como para preguntarse cómo había acabado liándose con Harold y su pandilla. Su forma de vida y la moda del momento debían de haberle hecho perder siete u ocho kilos de su peso normal, pero no era alta y la verdad es que tampoco tenía aspecto de chico. Su tendencia naturaleza la de ser una adorable niña mofletuda, una encantadora regordeta.

Herb tiene que estar loco para haberla dejado entrar —dijo la chica—. Le falta un tornillo, a Herb.

—Eso me ha parecido.

—No sé lo que hace por ahí, supongo que trabaja para Harold. Tampoco creo que Harold lo trate muy bien.

Eve nunca había pensado que pudieran atraerle sexualmente otras mujeres. Y parecía poco probable que esa muchacha, sucia y desastrada como estaba, pudiera atraer a nadie. Pero quizá la chica no lo creía así, debía de estar muy acostumbrada a resultar atractiva. En too caso, deslizó su mano a lo largo del muslo desnudo de Eve hasta quedarse a poco del dobladillo de sus pantalones cortos. Era un movimiento en el que debía de tener práctica, para hacerlo tan borracha como estaba. Extender los dedos y pellizcar la carne habría sido excesivo para un primer intento. Un movimiento ya practicado, pretendidamente alentador pero mecánico, tan carente de una lujuria sincera, apasionada, vergonzante e íntima que Eve sintió que la mano podía no haber ido tan lejos, que podía haberse limitado a acariciar la tapicería del coche.

—Estoy bien —dijo la muchacha, y su voz, al igual que su mano, luchaba por situarlas, a Eve y a ella misma, en un nivel de mayor intimidad—. ¿Sabe a lo que me refiero? Me entiende, ¿verdad?

—Claro —dijo Eve con energía, y la mano se alejó lentamente, dando fin a la gentileza de la prostituta extenuada. Pero la mano no había fracasado; no del todo. Pese al descaro y el poco entusiasmo, había bastado para poner en funcionamiento algunas de las viejas emociones.

Y el hecho de que ese gesto le hubiera afectado mínimamente sumió a Eve en la inquietud, extendió una sombra sobre su pasado hasta ese momento, una sombra que cubría todas las relaciones sexuales que había experimentado en su vida, las que habían sido turbadoras e impulsivas al igual que las esperanzadas y más serias, aquéllas de las que se arrepentía y aquéllas otras de las que no. No se trataba de un arrebato de sonrojo o de la sensación de haber pecado; era simplemente una sombra de vergüenza. Qué ironía, comenzar a anhelar en aquel instante un pasado más puro, un borrón y cuenta nueva.

Aunque quizás era así; tal vez todavía, y desde siempre, anhelaba el amor.

—¿Dónde quieres ir? —preguntó.

La chica se giró bruscamente, de cara a la carretera. «¿Hacia dónde vas?», preguntó. «¿Vives por aquí?». El tono desfigurado de su seducción había cambiado, como sin duda cambiaría después del sexo, para pasar a un tono de miserable petulancia.

—Hay un autobús que pasa por el pueblo —dijo Eve—. Para en la gasolinera. He visto el letrero.

—Sí, pero pasa una cosa —dijo la muchacha—. No tengo dinero. Mire, me marché de ahí con tanta prisa que no llegué a recoger mi dinero. Así es que, ¿qué sentido tendría coger el autobús si no tengo un centavo?

Lo que había que hacer era no reconocer la posibilidad de una amenaza. Decirle que si no tenía dinero podía hacer autostop. No era probable que llevase una pistola en los vaqueros. Lo único que pretendía era hacerle creer que sí la llevaba.

Pero ¿y un cuchillo?

La chica giró por primera vez la cabeza hacia atrás para mirar el asiento trasero.

—¿Estáis bien ahí atrás? —preguntó.

No hubo respuesta.

—Son monos —dijo—. ¿Son tímidos con los desconocidos?

Eve se sentía estúpida por haberse puesto a pensar en sexo cuando la realidad, el peligro, se encontraba en otro lugar.

El bolso de Eve estaba en el suelo del coche, frente a los pies de la muchacha. No sabía cuánto dinero había dentro. Sesenta, setenta dólares. Poco más podía haber. Si le ofrecía dinero para comprar una billete, la muchacha elegiría un destino caro. Montreal. O por lo menos Toronto. Si le decía «coge lo que hay ahí dentro», la muchacha se daría cuenta de que se había rendido. Intuiría el miedo de Eve y trataría de ir más lejos. ¿Qué era lo más que podía hacer? ¿Robar el coche? Si dejaba a Eve y a los niños junto a la carretera, la policía no tardaría ni un minuto en pisarle los pasos. Si los mataba y los dejaba en la cuneta, podría llegar algo más lejos. O si se los llevaba con ella mientras los necesitase, presionando con un cuchillo el costado de Eve o la garganta de uno de los críos.

Esas cosas pasan. Pero no con tanta frecuencia como en televisión o en las películas. Esas cosas no suelen ocurrir.

Eve cogió la carretera comarcal, que estaba bastante más transitada. ¿Por qué esta carretera le hacía sentirse mejor? Allí la seguridad no era más que una ilusión. Podía estar conduciendo por la autopista, en mitad del tráfico y dirigiéndose con los niños hacia la muerte.

—¿Adónde lleva esta carretera? —dijo la chica.

—Va hacia la autopista principal —respondió Eve.

—Pues vamos allá.

—Allí es adonde me dirijo —dijo Eve.

—¿Adónde lleva la autopista?

—Hacia el norte, a Owen Sound, o más arriba, a Tobermory, donde se coge el barco. Hacia el sur… no lo sé. Pero se junta con otra autopista por la que se va a Sarnia. O a Londres. O a Detroit o a Toronto, si sigues.

No intercambiaron más palabras hasta que llegaron a la autopista. Eve la tomó y dijo: «Ya estamos».

—¿Hacia dónde va ahora?

—Voy hacia el norte —respondió Eve.

—¿Entonces es por ahí por donde vive?

—Voy al pueblo. Voy a parar para poner gasolina.

—Tiene gasolina —dijo la chica—. Tiene lleno más de medio depósito.

Había sido una estupidez. Debía haber dicho comida.

De la chica salió un gran gemido de decisión, quizá de resignación.

—¿Sabe? —dijo—. ¿Sabe? Quizá lo mejor sea bajarme aquí si lo que quiero es que alguien me lleve. Aquí pueden cogerme igual que en cualquier otro sitio.

Eve se detuvo en el arcén. El alivio comenzaba a tornarse en vergüenza. Probablemente fuera cierto que la chica había escapado sin coger el dinero y que no tenía nada. ¿Cómo se debía sentir una persona borracha, deshecha, sin dinero y abandonada en medio de una carretera?

—¿Hacia dónde dijo que va? —preguntó la chica.

—Hacia el norte —repitió Eve.

—¿Por dónde dice que se llega a Sarnia?

—Hacia el sur. No tienes más que cruzar la carretera, los coches van hacia el sur. Cuidado al cruzar.

—Claro —dijo la muchacha. Su voz sonaba distante; ya estaba pensando en nuevas posibilidades. Tenía medio cuerpo fuera del coche cuando dijo «hasta luego». Y dirigiéndose al asiento trasero, añadió: «Chavales, nos vemos. Sed buenos».

—Espera —dijo Eve. Se inclinó hacia delante, buscó su cartera dentro del bolso y sacó un billete de veinte dólares. Salió del coche y fue hacia donde esperaba la muchacha—. Aquí tienes. Esto te ayudará.

—Si, gracias —dijo la muchacha mientras metía el billete en su bolsillo, los ojos clavados en la carretera.

—Escucha, por si te quedas tirada, te diré dónde está mi casa. Está a unas dos millas de aquí.

Hacia el norte. Por aquí. Ahora está allí mi familia, pero van a marcharse esta noche, si eso te molesta. En el buzón está escrito el apellido Ford. No me llamo así, no sé por qué está ahí. Es una casa solitaria en medio del campo. Tiene una ventana normal y corriente a un lado de la puerta de entrada y una ventanita de aspecto extraño al otro lado. Ahí es donde pusieron el baño.

—Muy bien —dijo la muchacha.

—Lo digo por si no te recoge nadie…

—Vale —dijo la muchacha—. Muy bien.

Cuando reemprendieron la marcha, Philip dijo:

—¡Qué asco! Olía a vómito —y un poco más adelante, añadió—: Ni siquiera sabía que había que mirar al sol para orientarse. Qué tonta, ¿no?

—Supongo —dijo Eve.

—Bah. Nunca he visto a nadie tan estúpido.

Mientras cruzaban el pueblo, Philip preguntó si podían parar a comprar helados, Eve respondió que no.

—Hay tanta gente para comprar helados que es difícil encontrar un lugar para aparcar —dijo—. En casa tenemos helado de sobra.

—No deberías decir «en casa» —dijo Philip—. No es más que donde estamos pasando una temporada. Deberías decir «la casa».

Los extremos de las grandes haces de heno situados en un campo al este de la autopista miraban hacia el sol, y estaban tan comprimidos que parecían escudos, gongs o máscaras aztecas de metal. Más allá había un campo de plumas de un dorado suave y pálido.

—Eso se llama cebada, esas cosas doradas que tienen plumas encima —le dijo Eve a Philip.

—Lo sé —respondió.

—A veces a las plumas las llaman barbas —y comenzó a recitar—: «Pero los segadores, segando temprano, entre la cebada barbada…».

—¿Qué significa febada? —le preguntó Daisy.

—Ce-ba-da —dijo Philip.

—«Únicamente los segadores, segando temprano» —dijo Eve. Trataba de recordar—. «Salvo los segadores, segando temprano…».

«Salvo», era lo que sonaba mejor. Salvo los segadores.

Sophie e Ian habían comprado maíz en un puesto al borde de la carretera. Para la cena. Habían cambiado de planes; no se marcharían hasta la mañana siguiente. Habían comprado también una botella de ginebra, un poco de tónica y unas limas. Ian preparó las bebidas mientras Eve y Sophie se sentaban a pelar las mazorcas.

—Dos docenas. Es una locura —dijo Eve.

—Espera y verás —dijo Sophie—. A Ian le encanta el maíz.

Ian hizo una reverencia cuando se presentó ante Eve con su copa y ésta tras probarla, dijo: «Está divino».

Ian no guardaba gran parecido con aquél a quien ella recordaba o había imaginado. No era un hombre alto, teutón y sin sentido del humor. Esta esbelto, de pelo liso, de mediana estatura, rápido de reflejos y sociales. Sophie estaba menos segura, más prudente en todo l oque hacía o decía, que antes de que él llegara. Pero también parecía más feliz.

Eve contó lo ocurrido. Comenzó con el tablero de damas de la playa, el hotel que había desaparecido, los paseos por el campo en coche. Incluyó en el relato las ropas de ciudad que llevaba su madre, sus vestidos de tela muy fina y las combinaciones que no hacían juego, pero no los sentimientos de repugnancia de la joven Eve. Luego vinieron las cosas que iban a ver, como el huerto enano, el estante con las viejas muñecas, los maravillosos dibujos elaborados con cristales de colores.

—Un poco al estilo de Chagall —dijo Eve—. ¿Chagall?

—Claro —dijo Ian—. Hasta nosotros, los geógrafos urbanos, conocemos a Chagall.

—Lo siento —canturreó Eve. Ambos se echaron a reír.

Ahora le tocó el turno a los postes de la valla, el repentino recuerdo, el camino oscuro, el granero en ruinas, la maquinaria oxidada, la casa que estaba hecha un desastre.

—El dueño estaba allí jugando a las cartas con sus amigos —dijo Eve—. No sabía nada sobre el asunto. No lo sabía o no le importaba. Y Dios mío, pensad que puede que haga casi sesenta años que no he estado allí.

—Qué pena, mamá —dijo Sophie. Estaba encantada de ver lo bien que iban las cosas entre Eve e Ian—. ¿Estás segura de que se trataba del mismo lugar?

—Quizá no —dijo Eve—. Quizá no.

No mencionó el trozo de muro que había visto más allá de los arbustos. ¿Para qué molestarse cuando había un montón de cosas que era mejor no mencionar? Primero, el juego al que había jugado con Philip y que a él le había sobreexcitado. Luego, casi todo sobre Harold y sus compañeros. Y todo, absolutamente todo, sobre la muchacha que se había colado en el coche.

Hay personas que emanan decencia y optimismo hacia quienes les rodean, que parecen purificar los ambientes en los que se asientan, y a esa gente no se les puede contar determinadas cosas, resultaría demasiado perturbador. Eve se sorprendió al comprobar que Ian era una de esas personas, a pesar de su gentileza actual, y que Sophie agradecía a su buena estrella haberse topado con un hombre como él. Solía ser la gente mayor quienes reclamaban esa clase de protección, pero ahora parecía que cada vez había más gente joven que la necesitaba, y Eve debía intentar no revelar que ella estaba entre dos aguas. Se exponía a que su vida entera pudiera interpretarse como un indecoroso ir y venir, un error absoluto.

Podía contar que la casa olía a infamia y que el dueño y sus amigos tenían un aspecto ruin e inequívocamente etílico, pero no que Harold estuviera desnudo, y nunca, jamás, contar que ella hubiera tenido miedo. Y nunca jamás mencionar aquello que le había provocado miedo.

Philip se encargó de recoger los cascabillos del maíz y de llevarlos fuera para tirarlos por el campo. De vez en cuando Daisy recogía unos cuantos y se los llevaba para repartirlos por la casa.

Philip no había añadido nada al relato de Eve y no parecía haberse interesado siquiera por el mismo hecho del relato. Pero una vez acabado éste, Ian, interesado en establecer una relación entre esta anécdota local y sus estudios profesionales, le preguntó a Eve que sabía sobre la ruptura de los viejos patrones por los que se regía la vida rural y en los pueblos, sobre cómo se había extendido lo que se había dado en llamar el agricomercio, y en ese instante Philip interrumpió su trabajo de inclinarse y recoger cascabillos de entre los pies de los adultos, alzó la vista y miró a Eve. Fue una mirada tajante, un instante de indiferencia conspiradora, una sonrisa soterrada que se desvaneció antes de que pudiera existir necesidad alguna de identificarla.

¿Qué significaba aquella mirada? Únicamente que él había comenzado la labor privada de almacenar y mantener en secreto, de decidir por su cuenta qué merecía conservarse y de qué forma, decidir lo que estas cosas significarían para él en su desconocido futuro.

Si la muchacha venía a buscarla, aún estarían todos allí. La discreción de Eve no le habría servido de nada.

Pero la chica no vendría. Conseguiría ofertas mucho mejores antes de que pasara diez minutos junto a la carretera. Ofertas más peligrosas, tal vez, pero también más interesantes y sin duda más beneficiosas.

La muchacha no vendría. A no ser que se topara con un gandul de su edad, sin casa ni corazón. (Sé donde hay un sitio en el que nos podemos quedar, si nos quitamos de encima a la vieja).

Esta noche no, pero a la noche siguiente Eve se acostaría en su casa vacía, con sus paredes de cartoné que la envolverían como un armazón de papel, deseando olvidarse de las preocupaciones, liberada de cualquier consecuencia, sin nada en la cabeza salvo el susurro del maíz, alto y profundo, que quizá ya hubiera dejado de crecer, pero que todavía, en la oscuridad, emitía un ruido lleno de vida.