I

Kath y Sonje tienen un lugar propio en la playa, detrás de unos grandes troncos. Lo escogieron no sólo como refugio ante un viento en ocasiones brusco —el bebé de Kath está con ellas— sino también para protegerse de la mirada de un grupo de mujeres que acuden diariamente a la playa. A estas mujeres las llamas las Mónicas.

Las Mónicas tienen dos, tres o cuatro niños cada una. A todas ellas les dirige la verdadera Mónica, quien recorrió caminando la playa y se presentó cuando vio por primera vez a Kath, a Sonje y al bebé. Les invitó a unirse a la pandilla.

La siguieron, cargando con el carrito del bebé. ¿Qué otra cosa podrían hacer? Pero desde entonces se esconden detrás de los troncos.

El campamento de las Mónicas está formado por sombrillas, toallas, bolsas de pañales, cestas de excursionista, balsas, ballenas hinchables, juguetes, cremas, ropa extra, sombreros para el sol, termos para el café, tazas, platos de papel y termos que contienen polos caseros hechos con jugo de frutas.

La verdad es que las Mónicas están embarazadas o parece que lo estén porque han perdido su figura. Caminan lentamente hasta la orilla y gritan los nombres de sus hijos, que se montan o se caen de los troncos o de las ballenas hinchables.

—¿Dónde está tu sombrero? ¿Dónde está tu pelota? Ya llevas tiempo más que suficiente con eso, ahora le toca a Sandy.

Incluso al hablar entre ellas tienen que subir el tono de voz por encima de los gritos y chillidos de los críos.

—En Woodward’s puedes comprar carne picada del cuarto trasero tan barata como una hamburguesa.

—Probé la pomada de zinc pero no sirvió.

—Le ha salido un absceso en la ingle.

—No se puede usar levadura, se debe usar bicarbonato de sosa.

Estas mujeres no son mucho mayores que Kath y Sonje. Pero han llegado a un punto en la vida que ambas temen. Han convertido la playa en un estrado. Sus responsabilidades, su despliegue de progenie, su carga maternal y su autoridad pueden aniquilar el brillo del agua, la perfecta cala con las ramas rojas de los árboles, los cedros que crecen torcidos sobre las altas rocas. Kath en particular siente su amenaza en mayor medida porque ella misma es madre. Cuando le da el pecho a su bebé suele leer al mismo tiempo, a veces fuma un cigarrillo, para así no hundirse en el fango de la mera función animal. Y le da el pecho para poder encoger su útero y aplanar su estómago, no sólo para proveer al bebé —a Noelle— de los preciosos anticuerpos maternos.

Kath y Sonje tienen sus propios termos de café y sus toallas extra con las que han improvisado un refugio para Noelle. Tienen sus cigarrillos y sus libros. Sonje tiene un libro de Howard Fast. Su marido le ha dicho que si lo que quiere es leer novelas, ése es el autor al que ha de leer. Kath lee relatos de Katherine Mansfield y de D. H. Lawerence. Sonje ha adquirido la costumbre de dejar de leer lo que tiene en sus manos y tomar el libro de Kath, el que sea que ella no lea en ese momento. Se limita a leer un cuento y luego vuelve a Howard Fast.

Cuando tienen hambre, una de las dos recorre el largo trecho de escalones de madera.

Arriba, en las rocas, bajo los pinos y los cedros, multitud de casas rodean la cala. Son todas antiguas casitas de campo veraniegas de los tiempos anteriores a la construcción del puente de Lions Gate, cuando la gente de Vancouver cruzaba las aguas para pasar las vacaciones. Algunas casas de campo, como las de Kath y Sonje, todavía guardan un aspecto primitivo y son de alquiler barato. Otras, como las de la verdadera Mónica, están muy mejoradas. Pero nadie pretende quedarse aquí; la gente planea mudarse a una casa con todas las de la ley. Excepto Sonje y su marido, cuyos planes tienen un aura mucho más misteriosa que los del resto de la gente.

Hay un camino en forma de media luna y sin pavimentar que lleva a las casas y que queda unido a ambos extremos con el paseo marítimo. El semicírculo cerrado está lleno de árboles altos y el sotobosque cubierto de helechos, zarzas de flores rojas y varios senderos que se entrecruzan y por los que se puede atajar para ir a la tienda del paseo marítimo. En la tienda Kath y Sonje compran patatas fritas para almorzar. Es Kath quien emprende este camino habitualmente, ya que le resulta agradable caminar bajo los árboles y eso es algo que ya no puede hacer con el carrito del bebé.

Al principio, cuando vino a vivir aquí —antes de que Noelle naciera—, Kath solía atajar por entre los árboles casi a diario, sin pensar nunca en su libertad. Un día se encontró con Sonje. Ambas habían trabajado en la biblioteca pública de Vancouver hasta poco antes, aunque no en el mismo departamento, y jamás se habían dirigido la palabra. Kath había abandonado su empleo en el sexto mes de embarazo, según lo exigido, no fuese que su aspecto molestara a los lectores y Sonje lo abandonó por culpa de un escándalo.

O, al menos, por culpa de una historia que había llegado a los periódicos. Su marido, Cottar, un periodista que trabajaba para una revista de la que Kath nunca había oído hablar, había viajado a la China roja. En los periódicos se referían a él como un escritor de izquierdas. La foto de Sonje aparecía junto a la de su marido en un artículo en el que se mencionaba que ella trabajaba en la biblioteca. Mostraban inquietud ante la posibilidad de que Sonje promocionara libros comunistas e influyera en los muchachos que iban a la biblioteca para que hiciesen comunistas. No decían que lo hiciera, únicamente que existía ese peligro. Tampoco iba contra la ley que un canadiense visitara China. Pero ocurría que ambos, Cottar y Sonje, eran estadounidenses, lo cual hacía que su comportamiento resultara más alarmante y, quizá deliberado.

—Conozco a esa chica —le había dicho Kath a su marido, Kent, al ver la foto de Sonje—. Por lo menos la conozco de vista. Parece bastante tímida. Esto la avergonzará.

—No, qué va. A esta gente le encanta que la persigan, viven para eso.

Al parecer, el responsable de la biblioteca había declarado que Sonje no tenía nada que ver con la elección de los libros, o con nada que pudiera influir en la gente joven. Casi todo el tiempo lo dedicaba a mecanografiar listas.

—Tiene gracia —le dijo Sonje a Kath una vez que se reconocieron y pasaron casi media hora hablando en el sendero. Lo gracioso era que no sabía mecanografiar.

No la echaron, pero de todas formas dejó el trabajo. Pensó que era lo mejor, ya que ella y Cottar habían previsto cambios para el futuro. Kath pensó que tal vez uno de esos cambios fuera un bebé. Tenía la impresión de que la vida, una vez se acababan los estudios, consistía en una sucesión de nuevos exámenes que había que aprobar. El primer examen era casarse. Si una no lo había superado al cumplir los veinticinco años, ese examen habría sido, se mirara por donde se mirase, un fracaso. (Kath siempre firmaba como «la señora de Kent Mayberry» con una sensación de alivio y moderada euforia). Luego venía lo de tener el primer bebé. Esperar un año antes de quedar embarazada era una buena idea. Esperar dos años era un poco más prudente de lo necesario. Y si pasaban tres años la gente comenzaba a extrañarse. Luego, antes o después, llegaba el segundo bebé. Después de eso, la progresión se volvía borrosa y era difícil estar segura de si una había llegado a dondequiera que fuera que estaba yendo.

Sonje no era de ese tipo de amigas que cuenta que quiere tener un bebé, el tiempo que lleva intentándolo y las técnicas que utiliza. Nunca hablaba así de sexo, sobre sus periodos o sobre el comportamiento de su cuerpo, aunque pronto comenzó a contarle a Kath cosas que la mayoría de la gente consideraría mucho más escandalosas. Sonje hacía gala de una discreción elegante. Había querido ser bailarina pero creció demasiado, y no cesó de lamentarlo hasta que conoció a Cottar, quien le dijo: «Ah, otra niña burguesa que quiere convertirse en un cisne moribundo». Tenía una cara diáfana y de expresión tranquila, su piel era rosácea —nunca llevaba maquillaje, Cottar estaba contra el maquillaje— y recogía su gruesa caballera rubia en un espeso moño. Kath pensaba que tenía un aspecto maravilloso, angelical e inteligente.

Mientras comen patatas fritas en la playa, Kath y Sonje hablan de los personales de los cuentos que han leído. ¿Cómo es que ninguna mujer ama a Stanley Burnell? ¿Qué le ocurre a Stanley? Es sólo un crío, con ese amor avasallador, con su gula al comer, con su autocomplacencia. En cambio, Johathan Trout… Sí, la mujer de Stanley, Linda, debería haberse casado con Jonathan Trout; Jonathan, que se deslizaba por el agua mientras Stanley chapoteaba y resoplaba. «Saludos, mi celestial flor de melocotón», dice Jonathan con su aterciopelada voz de bajo. Está lleno de ironía, es sutil y se muestra hastiado. «La brevedad de la vida, la brevedad de la vida», dice. Y el insolente mundo de Stanley se derrumba, desacreditado.

Algo le molesta a Kath. No lo puede mencionar ni puede pensarlo, pero ¿es Kent un poco como Stanley?

Un día discuten, Kath y Sonje tienen una discusión inesperada e inquietante sobre un cuento de D. H. Lawrence. El cuento se llama «El zorro».

Al final de ese cuento los amantes (un soldado y una mujer llamada March) se sientan en los acantilados y contemplan el Atlántico, que les llevará a su futuro hogar en Canadá. Se van a marchar de Inglaterra para empezar una nueva vida. Ambos están comprometidos, pero no son totalmente felices. Aún no.

El soldado sabe que no serán completamente felices hasta que la mujer le entregue su vida, y ella aún no lo ha hecho. March lucha con él para mantener las distancias, se esfuerza por no entregar su alma, su mente de mujer, y eso los hace a los dos sobriamente desdichados. Debe cejar en ese empeño; debe dejar de pensar y de desear, y permitir que su conciencia se rinda, para que quede sumergida en la de él. Como los juncos bajo la superficie del agua. Contémplalos: observa cómo los juncos oscilan en el agua, vivos pero sin romper jamás la superficie. Y así es como su naturaleza femenina debe vivir en el interior de la naturaleza masculina de él. Sólo entonces ella será feliz y él se sentirá fuerte y pletórico de alegría. Conseguirán vivir el verdadero matrimonio.

Kath dice que eso le parece una tontería. Comienza a exponer su opinión:

—Él está hablando de sexo, ¿me equivoco?

—No sólo de sexo —dice Sonje—. Habla de su vida.

—Sí, pero sexo al fin y al cabo. El sexo lleva a quedar embarazada. Al menos esto es lo normal. De modo que March tiene un bebé. Probablemente más de uno. Y tiene que cuidarlos. ¿Cómo puedes hacerlo si tu mente oscila bajo la superficie del mar?

—No se puede tomar al pie de la letra —dice Sonje con aire de superioridad.

—Tú puedes tener tus propios pensamientos y tomar decisiones o no tomarlas —dice Kath—. Por ejemplo, el bebé va a coger una cuchilla. ¿Qué haces, dices simplemente, ah, voy a dar una vuelta por ahí hasta que llegue mi marido a casa y decida qué actitud hay que tomar, para decidir si eso es o no una buena idea?

—Estás exagerando —dice Sonje.

Sus voces suben de tono. Kath es enérgica y desdeñosa, Sonje, sería y terca.

—Lawrence no quiso tener hijos —dice Kath—. Estaba celoso de los que tenía Frieda de un matrimonio anterior.

Sonje mira hacia abajo, entre sus rodillas, mientras deja que la arena corra entre sus dedos.

—Creo que sería precioso —dice—. Creo que sería precioso que una mujer hiciera una cosa así.

Kath sabe que algo marcha mal. Algo no funciona en sus propios argumentos. ¿Por qué está tan sobresaltada y enfadada? ¿Y por qué cambió de tema para hablar sobre bebés, sobre los niños?

¿Es porque tiene un bebé y Sonje no? ¿Habló de Lawrence y Frieda porque sospecha que en parte les ocurre lo mismo a Cottar y Sonje?

No hay problema en utilizar a los hijos como argumento, o a la mujer que tiene que cuidar a los niños. No hay nada reprochable en ello. Pero cuando Kath lo hace, es que esconde algo. No puede soportar esa parte sobre los juncos y el agua, se siente henchida e inflamada por una protesta incoherente. Es en sí misma en quien piensa y no en los hijos. Es ella, ella misma, la mujer a la que Lawerence critica. Y no puede decirlo con franqueza porque Sonje sospecharía —incluso la propia Kath sospecharía— que su vida se está empobreciendo.

La misma Sonje que ha dicho, durante otra alarmante conversación, «mi felicidad depende de Cottar».

Mi felicidad depende de Cottar.

Aquella afirmación estremeció a Kath. Nunca habría dicho eso de Kent. Nunca había deseado vivir en semejante situación.

Pero no quería que Sonje pensara que era una mujer que no había conocido el amor. Alguien que no había considerado, y a quien no se le había ofrecido, la postración del amor.