II
Kent recordaba el nombre del pueblo de Oregón al que se habían mudado Cottar y Sonje, o mejor dicho al que se había mudado Sonje a finales del verano. Ella se marchó allí para cuidar a la madre de Cottar mientras él se iba, en otro viajecito periodístico, al Lejano Oriente. A la vuelta de Cottar a Estados Unidos tras su viaje a China habían tenido algún problema, real o imaginario, de modo que en esta ocasión Sonje y él habían planeado encontrarse en Canadá, y quizá también llevarse a su madre allí.
No había muchas posibilidades de que Sonje siguiera viviendo en aquel pueblo a estas alturas. Únicamente había una ligera posibilidad de que pudiese estar allí la madre. Kent dijo que no merecía la pena detenerse, pero Deborah añadió ¿por qué no?, ¿acaso no sería interesante averiguarlo? Y unas cuantas preguntas en correos dieron resultado.
Kent y Deborah salieron del pueblo atravesando las dunas; conducía Deborah, como lo había hecho durante casi todo aquel largo viaje de placer. Habían visitado a la hija de Kent, Noelle, que vivía en Toronto, y a dos hijos habidos con su segunda esposa, Pat; uno de ellos estaba en Montreal y el otro en Maryland. Habían visitado a unos viejos amigos de Kent y Pat que ahora vivían en una urbanización privada de Arizona y también a los padres de Deborah —que tenían más o menos la misma edad que Kent— en Santa Bárbara. Ahora subían por la costa oeste, en dirección a su casa de Vancouver, pero tomándoselo con calma para que Kent no se fatigara.
La hierba cubría las dunas. Parecían vulgares colinas salvo allí donde se alzaban unos cuantos montículos desnudos y arenosos que le daban al paisaje un aspecto más festivo. Parecía una construcción hecha por un niño, pero a escala gigante.
El camino terminaba en la casa que les habían indicado. No había error posible. Allí estaba el letrero: ESCUELA DE DANZA DEL PACÍFICO, y el nombre de Sonje y bajo él un letrero de EN VENTA. Una anciana con unas podaderas recortaba los arbustos del jardín. De modo que la madre de Cottar aún vivía. Pero entonces Kent recordó que la madre de Cottar era ciega. Ésa era la razón por la que siempre debía haber alguien con ella tras la muerte del padre de Cottar.
¿Qué hacía podando los arbustos si era ciega?
Había cometido el habitual error de no tener en cuenta la cantidad de años —décadas ya— que habían pasado. Y lo anciana que sería la madre si viviese. Lo mayor que debía ser Sonje, lo mayor que debía de ser él mismo. Porque aquella anciana era Sonje, y al principio ella tampoco reconoció a Kent. Se inclinó para clavar las podaderas en el suelo, se limpió las manos frotándolas contra sus vaqueros. Kent sintió la rigidez de sus movimientos en sus propias articulaciones. Tenía la caballera blanca y ala, y la ligera brisa oceánica que se abría paso entre las dunas la removía. Parte de su sólida estructura carnosa había desaparecido de sus huesos. Siempre había tenido poco pecho, pero antes no era tan delgada de cintura; ancha de espaldas, ancha de cara, una muchacha de aspecto nórdico. Aunque su nombre no provenía de antepasados nórdicos; Kent recordaba que la habían llamado Sonje porque a su madre le encantaban las películas de Sonja Henie. Fue la propia Sonje quien cambió la forma de deletrear el nombre y ridiculizó la frivolidad de su madre. En aquella época todos despreciaban a sus padres, no importaba la razón.
Kent no podía ver su cara con claridad bajo la fuerte luz del sol, pero vislumbró un par de lunares blancos de brillo plateado donde probablemente le habían extirpado unos cánceres de piel.
—Bueno, Kent —dijo Sonje—. Qué ridiculez. Pensaba que eras alguien que venía a comprar mi casa. ¿Y ésta es Noelle?
De modo que ella también se había equivocado.
Era cierto que Deborah tenía un año menos que Noelle. Pero no era una mujer objeto. Kent la había conocido después de su primera operación. Ella era fisioterapeuta, nunca se había casado, y él era viudo. Una mujer serena, firme, que desconfiaba de las modas y de la ironía, que llevaba su pelo en una trenza que le caía por la espalda. Le había iniciado en el yoga al igual que en los ejercicios prescritos y también le hacía tomar vitaminas y ginseng. Tenía tacto y era poco curiosa hasta casi rozar la indiferencia. Quizás una mujer de su generación daba por seguro que todo el mundo tenía un pasado en el que había conocido a mucha gente y que era imposible descifrar.
Sonje les invitó a pasar a la casa. Deborah dijo que les dejaría para que pudiesen sentarse a charlas, quería encontrar una tienda de productos dietéticos (Sonje le dio una dirección) y pasear por la playa.
De lo primero que se percató Kent fue de que en aquella casa hacía frío. Frío en un resplandeciente día de verano. Pero las casas del noroeste del Pacífico pocas veces son tan cálidas como parecen; cuando uno se aleja del sol, siente enseguida la humedad del aire. Durante una larga temporada las nieblas y el frío del lluvioso invierno debían de haber entrado en aquella casa sin apenas obstáculo alguno. Era un bungaló grande de madera, destartalado aunque no austero, con su galería y sus buhardillas. Había muchas casas como aquélla al oeste de Vancouver, donde todavía vivía Kent. Pero en su mayor parte se habían vendido para ser derribadas.
Los dos grandes salones, comunicados entre sí, estaban vacíos; tan sólo había allí un piano vertical. En el centro de la habitación, el uso había dejado una marca gris en el suelo, oscurecido de cera en los rincones. Había una barandilla a lo largo de una pared, y en el lado opuesto, un espejo polvoriento en el que Kent vio desfilar el reflejo de dos figuras delgadas y de pelo blanco. Sonje dijo que quería vender el lugar —bueno, ya se habría dado cuenta por el letrero—, y como aquella parte se había montado como estudio de danza, pensaba dejarla así.
—Todavía se podría hacer algo con esto —dijo.
Añadió que habían inaugurado la escuela hacia 1960, poco después de que les dijeran que Cottar había muerto. La madre de Cottar, Delia, tocaba el piano. Lo tocó casi hasta los noventa años terminó perdiendo la chaveta. («Discúlpame», dijo Sonje, «pero una termina por descuidarse y decir las cosas así de bruscas»). Sonje tuvo que meterla en una residencia donde iba todos los días a darle de comer, aunque Delia ya no la reconocía. Y contrató a gente nueva para tocar el piano, pero las cosas no funcionaron. Además llegaba al punto en que no podía mostrar nada a los alumnos, sino únicamente darles indicaciones. De modo que se dio cuenta de que ya era hora de dejarlo.
Antes era una mujer majestuosa, no muy comunicativa, en realidad poco sociable, o al menos eso creía él. Y ahora corría de aquí para allá y hablaba por los codos como suelen hacerlo las personas que están demasiado solas.
—Empezó muy bien, las chiquillas estaban muy entusiasmadas con las clases y luego todo esto pasó de moda, ya sabes, era demasiado formal, pero nunca del todo, y luego en los años ochenta la gente empezó a mudarse por aquí, familias jóvenes, y parecía que tenían un montón de dinero, ¿cómo hacían para conseguir tanto dinero? Y con eso podíamos haber vuelto a tener éxito, pero yo ya no podía seguir llevándolo.
Dijo que tal vez las ganas se habían esfumado o la necesidad había desaparecido al morir su suegra.
—Fuimos grandes amigas —dijo ella—. Siempre.
La cocina era otro cuarto grande que no conseguían llenar los armarios y electrodomésticos.
El suelo era de baldosas grises y negras, o quizá negras y blancas y el blanco se había vuelto gris por el agua sucia de fregar. Cruzaron un pasillo con estanterías, estanterías que llegaban hasta el techo, en las que se amontonaban libros y había revistas destrozadas y probablemente incluso periódicos. Se notaba un olor a viejo papel quebradizo. Allí el suelo estaba cubierto por una estera de sisal que seguía hasta un porche lateral, donde por fin Kent pudo sentarse. Las sillas y la mesita eran de rota de la buena y tendrían cierto valor si no fuese porque se caían a pedazos. Las persianas de bambú, que tampoco se encontraban en el mejor estado, estaban subidas o bajadas a medias, y afuera unos cuantos arbustos muy crecidos presionaban contra las ventanas. Kent no sabía mucho de plantas, pero se dio cuenta de que esos arbustos eran de los que crecen donde el suelo es arenosos. Sus hojas eran duras y brillantes; las de color verde parecían como si estuvieran bañadas en aceite.
Al pasar por la cocina, Sonje había puesto a calentar la tetera. Esta vez se hundió en una de las sillas como si ella misma también se sintiese contenta de descansar. Levantó sus manos, de grandes y sucios nudillos.
—Me limpiaré en un minuto —dijo—. No te he preguntado si querías té. Podría hacer café. O si quieres podríamos saltárnoslo y hacernos un gin tonic. ¿Por qué no? Me parece una buena idea.
Sonaba el teléfono. Un sonido inquietante, alto, pasado de moda. Sonaba como si viniese de fuera del pasillo, pero Sonje corrió de vuelta a la cocina.
Habló durante un rato, interrumpiéndose al silbar la tetera. Kent le oyó decir «ahora tengo una visita» y deseó que su presencia no ahuyentara a un posible comprador. El tono nervioso de Sonje le hizo pensar que no se trataba de una llamada sin importancia y que tal vez tuviera que ver con dinero. Hizo un esfuerzo por no oír nada más.
Los libros y los papeles amontonados en el pasillo le recordaban a la casa frente a la playa en la que vivieron Sonje y Cottar. En realidad, lo que le hizo recordar era aquella sensación de incomodidad, de descuido. Una chimenea de piedra situada en un extremo calentaba aquel salón y, aunque había un fuego —la única vez que él estuvo allí—, rebosaba viejas cenizas, trocitos calcinados y de cáscara de naranja y de basura que eran expulsados hacia fuera. Y había libros y panfletos por todos lados. En lugar de sofá había un catre: había que sentarse con los pies en el suelo y sin respaldo o, de lo contrario, moverse hacia atrás y recostase contra la pared con las piernas dobladas bajo el cuerpo. Así era como se sentaban Kath y Sonje. Casi siempre permanecían al margen de la conversación. Kent se sentó en una silla de la cual había retirado un libro de pesada cubierta titulado La guerra civil en Francia. ¿Es así como le llaman ahora a la Revolución Francesa?, pensó. Luego vio el nombre del autor, Karl Marx. Y ya antes de hacerlo sintió la hostilidad, el enjuiciamiento, en la habitación. Igual que ocurría en un cuarto lleno de folletos del Evangelio y de cuadros de Jesús montado en un burro, Jesús en el mar de Galilea, a uno le invadía una sensación de enjuiciamiento. Y no sólo a causa de los libros y los periódicos, también provenía del revoltijo de la chimenea y de la alfombra, con sus motivos gastados y sus cortinas de tela de saco. La camisa y la corbata de Kent estaban fuera de lugar. Lo había sospechado por la forma en que Kath las había mirado, pero una vez que se las había puesto, las iba a llevar de todas formas. Ella vestía una de sus camisas viejas por encima de unos vaqueros abrochados con imperdibles. A Kent le había parecido un conjunto algo desaliñado para salir a cenar, pero llegó a la conclusión de que a lo mejor era lo único que en aquel momento podía ponerse.
Aquella cena había tenido lugar muy poco antes de que naciese Noelle.
Cottar cocinó. Era curry y estaba muy rico. Bebieron cerveza. Cottar andaba ya por los treinta, era mayor que Sonje, Kath y Kent. Alto, estrecho de hombros, de frente ancha y calva y patillas ralas. Hablaba apresuradamente, con discreción y en voz baja.
También había una pareja mayor, una mujer de pechos caídos y pelo gris recogido en la nuca y un hombre bajo que vestía con desaliño pero con cierto toque de pulcritud en sus formas, con la voz precisa y tensa y la costumbre de contornear cuadrados en el aire con las manos. Y había también un hombre joven, pelirrojo, con los ojos hinchados y acuosos y la piel pecosa. Era un estudiante que trabajaba a jornada parcial y que se ganaba la vida conduciendo un camión con el que distribuía periódicos a los repartidores. Evidentemente acababa de empezar este trabajo y el hombre mayor, que le conocía, comenzó a burlarse de lo vergonzoso que resultaba distribuir un periódico como aquél.
Aunque lo dijese medio en broma, Kent no se lo admitió. Pensó que ya había llegado el momento de intervenir. Dijo que no veía nada malo en aquel periódico.
Estaban esperando una reacción de ese tipo. El hombre mayor acababa de sacarle a Kent que era farmacéutico de profesión y trabajaba para una cadena de farmacias. Y el joven había dicho «¿te dedicas a la parte comercial?», haciendo la pregunta de tal forma que, al contrario que Kent, los otros lo entendiesen como una broma.
Kent dijo que así era.
Se sirvió el curry, se lo comieron y bebieron más cerveza, el fuego se reavivó, el cielo primaveral se oscureció, las luces de Point Grey aparecieron al otro lado de la ensenada de Burrand y Kent asumió el papel de defensor del capitalismo, la guerra de Corea, las armas nucleares, John Foster Dulles, la ejecución de los Rosenberg… cualquier cosa que los otros le lanzasen. Se burló de la idea de que las compañías americanas hicieran propaganda entre las madres africanas para que comprasen el preparado para lactantes en lugar de amamantar a sus bebés y de que la Real Policía Montada del Canadá se comportara brutalmente con los indios y, por encima de todo, de que pensaran que el teléfono de Cottar podía estar pinchado. Citó la revista Time y afirmó que ésas eran sus fuentes.
El joven golpeaba sus rodillas, agitaba la cabeza de un lado a otro y se reía de forma poco convincente.
—No puedo creer a este tipo. ¿Podéis creerlo? No me lo puedo creer.
Cottar continuó con su argumentación e intentó controlar su exasperación porque se consideraba un hombre razonable. El hombre mayor se salía por la tangente sentando cátedra y la mujer de los pechos caídos agregaba pequeños comentarios con un tono de cortesía venenosa.
—¿A que viene tanta prisa por defender a la autoridad por dondequiera que meta su hermosa cabeza?
Kent no lo sabía. No sabía lo que le impulsaba a hacerlo. Ni siquiera se tomaba en serio a aquella gente como el enemigo. Pululaban por los márgenes de la vida real, sermoneando y creyéndose importantes, como fanáticos de cualquier calaña. No tenían solidez alguna, en comparación con la gente con la que trabajaba Kent. En su trabajo, los errores contaban, la responsabilidad era constante, no había tiempo que perder con divagaciones acera de por qué las cadenas farmacéuticas eran perversas o soltando tonterías sobre los laboratorios farmacéuticos. Ése era el mundo real y cada día se encontraban en él con el peso de su futuro y el de Kath sobre los hombros. Lo aceptaba, incluso se sentía orgulloso de ello, no se iba a disculpar en una habitación llena de quejicas.
—La vida mejora a pesar de lo que ustedes dicen —les había dicho—. Lo único que deben hacer es mirar a su alrededor.
No se arrepentía de lo que había sido de joven. Pensó que tal vez se había mostrado demasiado desenvuelto, pero no se había equivocado. Lo que le intrigaba era la sensación de cólera que se respiraba en aquella habitación, la energía hostil acumulada, el resultado de aquella sinrazón.
Sonje había colgado. Le llamó desde la cocina.
—Creo que no hay duda, voy a olvidarme del té y pasar directamente al gin tonic.
Cuando trajo las copas, Kent preguntó cuánto tiempo llevaba muerto Cottar y ella le respondió que más de treinta años. Él contuvo el aliento y agitó la cabeza. ¿Tanto tiempo?
—Murió rápidamente por culpa de un bicho tropical. Sucedió en Yakarta. Le enterraron antes de que me enterase de que estaba enfermo. Antes Yakarta se llamaba Batavia, ¿lo sabías?
—Algo sabía —dijo Kent.
—Recuerdo tu casa —dijo ella—. El cuarto de estar en realidad era un porche, como el nuestro, recorría toda la fachada. Los estores eran del material de los toldos, de franjas verdes y marrones. A Kath le gustaba que la luz los traspasase, decía que era una luz laberíntica, de jungla. Tú la llamabas la choza majestuosa. Siempre que la mencionabas. La Choza Majestuosa.
—Estaba levantada sobre postes hundidos en el cemento —dijo Kent—. Se pudrían. No se derrumbaron de milagro.
—Tú y Kath solíais salir a buscar casa —dijo Sonje—. Cuando tenías el día libre ibais caminando con el carrito de Noelle de parcela en parcela. Mirabais todas las casas nuevas. Ya sabes cómo eran por entonces esas parcelas. No había aceras porque se suponía que la gente no iba andando y habían echado abajo los árboles, y las casas se apiñaban mirándose unas a otras desde el ventanal de los salones.
—¿Qué otra cosa podía permitirse uno por entonces, tan jóvenes? —dijo Kent.
—Lo sé, lo sé. Pero tú preguntabas «¿cuál te gusta?»; y Kath nunca respondía. Así que al final te sacaba de quicio y le preguntabas, en fin, qué tipo de casa le gustaba a ella, entonces, y ella respondía: «La Choza Majestuosa».
Kent no podía recordarlo. Pero supuso que así era. De cualquier forma, se trataba de lo que Kath le había contado a Sonje.