II. FALLO DEL CORAZÓN
«Glomerulonefritis», escribió Enid en su cuaderno. Era el primer caso que había visto. Lo cierto es que los riñones de la señora Quinn empezaban a fallar y no se podía hacer nada.
Sus riñones se secaban y se convertían en unos bultos granulares duros e inútiles. Su orina era escasa y de un color grisáceo, y el hedor que emanaba tanto su aliento como la transpiración de su piel dejaba un regusto acre y ominoso. Había otro olor, más débil, como a fruta podrida, que a Enid le parecía relacionado con unas manchas de un pálido azul lavanda y marrón que brotaban en su cuerpo. Sus piernas se movían espasmódicamente, con dolores repentinos, y en la piel sufría a menudo violentos picores, por lo que Enid tenía que frotársela con hielo.
Envolvía el hielo en toallas y presionaba sobre los centros del tormento.
—¿Y cómo se coge esa enfermedad? —preguntó la cuñada de la señora Quinn. Se llamaba señora Green. Olive Green. (Decía que nunca se le había ocurrido cómo sonaría su nombre hasta que se casó y de pronto empezó a provocar risas en todo el mundo). Vivía en una granja a unos cuantos kilómetros, cerca de la autopista, y cada pocos días venía a llevarse para lavar las sábanas, las toallas y los camisones.
También hacía la colada de las niñas, luego traía de vuelta todo, bien planchado y doblado. Planchaba incluso las cintas de los camisones. Enid le estaba muy agradecida. Había tenido trabajos en los que debía hacer la colada o, peor aún, cargar a su madre con esa tarea, y ella acababa pagando de su propio bolsillo para que se lo hicieran en el pueblo. Sin querer ofender, pero consciente de hacia dónde se encaminaba esa pregunta, respondió:
—Es difícil saberlo.
—Porque se oyen tantas cosas —dijo la señora Green—. He oído que a veces hay mujeres que toman las píldoras. Las compran cuando les llega el periodo con retraso, y si se las toman tal y como manda el médico y con un buen fin, les va bien, pero si toman demasiadas y con un mal fin, se destrozan los riñones ¿Es eso verdad?
—Nunca me he encontrado con un caso semejante —dijo Enid.
La señora Green era una mujer alta y fuerte. Al igual que su hermano Rupert, que era el marido de la señora Quinn, tenía una nariz respingona y redonda, una de esas caras arrugadas y afables que la madre de Enid llamaba «de patata irlandesa». Pero tras la amistosa expresión de Rupert había recelo y retraimiento, y tras la de la señora Green, avidez. Enid no sabía a qué se debía. En la conversación más sencilla, la señora Green planteaba muchas exigencias. El motivo tal vez fuera simple, la avidez de noticias. Noticias acerca de algo trascendental. Un acontecimiento.
Y la verdad es que sí iba a ocurrir un acontecimiento de capital importancia, al menos en esa familia. La señora Quinn se iba a morir a los veintisiete años (esa fue la edad que ella declaró; Enid hubiera añadido unos cuantos años más, pero una vez que una enfermedad llega tan lejos resulta difícil calcular con precisión). Cuando sus riñones dejaran de funcionar por completo, fallaría su corazón y moriría. «Trabajará usted hasta entrado el verano, pero muy probablemente tendrá vacaciones antes de que termine el calor», le había dicho el médico a Enid.
—Rupert la conoció cuando estaba en el norte —dijo la señora Green—. Se marchó solo para trabajar en el monte. Ella trabajaba en un hotel. No sé qué hacía. Camarera o algo por el estilo. Aunque no se crió allí, dice que la criaron en un orfanato en Montreal. De eso no tiene la culpa. Se supone que debería hablar francés, pero, si es así, se lo tiene muy bien escondido.
—Una vida interesante —dijo Enid.
—Y tanto.
—Una vida interesante —repitió Enid. A veces no lo podía evitar, intentaba hacer bromas cuando era casi imposible que funcionasen.
Levantó las cejas, alentadora, y la señora Green consiguió sonreír.
Pero ¿se sentía dolida? Así era como Rupert solía sonreír en la escuela secundaria para prevenir una posible burla.
—Él nunca había tenido novia antes —dijo la señora Green.
Enid había estado en la misma clase que Rupert, aunque no se lo dijo, un tanto avergonzada porque era uno de los muchachos —en realidad el principal— al que ella y sus amigas habían atormentado y del que se habían mofado. Era el «pringao», como solían decir ellas. Se habían metido con Rupert, persiguiéndole por la calle y diciendo: «Hola, Rupert. Hola, Rupert», atormentándolo, mirando cómo se ruborizaba hasta el cuello. «Rupert tiene la escarlatina», decían. «Rupert, deberías estar en cuarentena». Y luego fingían que una de ellas —Enid, Joan McAuliffe, Marian Denny— estaba loca por él: «Quiere hablarte, Rupert. ¿Por qué nunca le pides que salga contigo? Al menos podrías llamarla por teléfono. Se muere por hablarte».
En realidad no esperaban que respondiera a sus insinuaciones. Pero hubiera sido estupendo que lo hiciera. Le habrían rechazado secamente y después habrían contado la historia en la escuela. ¿Por qué? ¿Por qué le trataban de ese modo? ¿Para humillarle? Pues simple y llanamente porque se dejaba.
Era imposible que lo hubiese olvidado, pero trataba a Enid como si fuera alguien a quien acababa de conocer, la enfermera de su mujer, que había entrado en su casa procedente de cualquier parte. Y Enid le siguió el juego.
La buena organización de los quehaceres de la casa, poco frecuente, le ahorraba un trabajo adicional. Rupert dormía en casa de la señora Green, donde también comía. Las dos niñas podrían haberse quedado allí también, pero eso hubiera significado trasladarlas a otra escuela y quedaba menos de un mes para las vacaciones de verano.
Rupert llegaba a su casa por las noches y hablaba con sus niñas.
—¿Os portáis bien? —preguntaba.
—Enseñad a papá lo que habéis hecho con vuestro juego de cubos —decía Enid—. Enseñad a papá lo que habéis pintado en vuestros cuadernos.
Era Enid la que les había dado los cubos, los lápices de colores y los cuadernos. Había llamado a su madre para pedirle que hurgara en los viejos baúles para ver lo que encontraba. Su madre lo había hecho y había encontrado también un antiguo libro de muñecas recortables que le habían regalado a Enid: las princesas Elizabeth y Margaret Rose y sus muchos trajes. Enid no fue capaz de conseguir que las niñas dieran las gracias hasta que puso todas esas cosas en un estante alto y declaró que de allí no se moverían hasta que ellas pronunciaran la palabra «gracias». Lois y Sylvie tenían siete y seis años, respectivamente, y eran tan salvajes como gatas de granja.
Rupert no preguntó de dónde procedían los juguetes. Les pedía a sus hijas que se portaran bien y preguntaba a Enid si necesitaba algo del pueblo. Una vez, ella le dijo que había tenido que cambiar la bombilla de la entrada al sótano y que comprara algunas de repuesto.
—Podía haberlo hecho yo —dijo él.
—Cambiar bombillas no es mucho sacrificio —dijo Enid—. Ni tampoco manejar los fusibles o clavar clavos. Mi madre y yo nos hemos arreglado sin un hombre en casa desde hace mucho tiempo —su intención era bromear un poco, ser amable, pero no funcionó.
Por último, Rupert preguntaba por su mujer, y Enid le decía que su tensión había bajado un poco, o que había comido y no había devuelto toda la tortilla que había tomado para cenar, o que los cubitos de hielo parecían haber calmado los picores de piel y que dormía mejor.
Y Rupert decía que si dormía, mejor sería no entrar.
—Tonterías —decía Enid.
A ella le vendría mejor ver a su marido que echarse una pequeña siesta. Por eso subía a las crías a la cama para concederle a un hombre y a su esposa unos momentos de intimidad. Pero Rupert nunca se quedaba más de unos minutos. Y cuando Enid bajaba de nuevo y entraba en la sala de estar —ahora transformada en la habitación de la enferma— para preparar a la paciente para la noche, la señora Quinn quedaba recostada sobre las almohadas, en apariencia agitada pero no insatisfecha.
—No se queda mucho tiempo aquí, ¿verdad? —decía la señora Quinn—. Me hace reír. Ja, ja, ja, ¿cómo estás? Ja, ja, ja, ya nos vamos.
¿Por qué no la echamos fuera y la mandamos a la mierda? ¿Por qué no la tiramos como si fuera un gato muerto? Eso es lo que él piensa. ¿No es cierto?
—Lo dudo —decía Enid mientras traía la palangana, las toallas, el alcohol para frotar y los polvos de talco.
—Lo dudo —repetía la señora Quinn con cierta ferocidad, pero sometiéndose con resignación a que le quitasen el camisón, le recogieran los cabellos que le caían sobre la cara y le metieran una toalla bajo las caderas. Enid estaba acostumbrada a que la gente armara un escándalo al desnudarla, hasta los muy viejos o enfermos. A veces tenía que engatusarles o importunarles hasta que entraban en razón. «No crea que el suyo es el primer trasero que veo», les decía. «Los traseros y lo de arriba, después de ver unos cuantos, son pura rutina. Sabe usted, todos estamos hechos de una de las dos formas». Pero la señora Quinn no era pudorosa, abría las piernas y se levantaba un poco para facilitar la tarea. Era una mujer de huesos de pájaro, de contorno extraño, con el vientre y los miembros hinchados y los pechos encogidos como bolsitas, con pezones como pasas.
—Igual que un cerdo hinchado —dijo una vez la señora Quinn—, salvo mis tetas, pero nunca me sirvieron de mucho. Nunca tuve unas grandes ubres como tú. ¿No te doy asco? ¿No te alegrarás cuando me muera?
—Si fuera eso lo que sintiese por usted, no estaría aquí —respondió Enid.
—Adiós y que te pudras —dijo la señora Quinn—. Eso es lo que vais a decir todos. Adiós y que te pudras. Ya no le valgo para nada, ¿no es así? No le sirvo a ningún hombre. Sale de aquí todas las noches y va en busca de una mujer, ¿a que sí?
—Por lo que yo sé, se va a casa de su hermana.
—Por lo que tú sabes. Pero tú no sabes casi nada.
Enid creía saber lo que eso significaba, ese resentimiento y ese veneno, aquella energía acumulada para despotricar. La señora Quinn buscaba nerviosamente un enemigo. Las personas enfermas sienten rencor hacia quien está sano, y a veces ocurre entre los maridos y sus esposas e incluso entre madres e hijos. En el caso de la señora Quinn ocurría tanto con el marido como con las hijas. Un sábado por la mañana, Enid había llamado a Lois y Sylvie, que jugaban bajo el porche, para que vinieran a ver a su madre, que se había puesto guapa. Mary Quinn acababa de recibir su lavado matinal y vestía un camisón limpio y sus rubios, ralos y ordenados cabellos estaban recogidos con una cinta azul. (Enid llevaba varias cintas consigo cuando iba a cuidar a una mujer enferma, y también un frasco de colonia y una pastilla de jabón perfumado). Era verdad que estaba guapa, o al menos se notaba que una vez había sido guapa, con una frente ancha y pómulos altos (casi traspasaban la piel, como los pomos de cerámica para las puertas), unos grandes ojos verdes, finos dientes de niña y una barbilla pequeña y obstinada.
Las niñas entraron en la habitación, si no con entusiasmo, sí al menos muy obedientes.
—No las quiero encima de la cama, están sucísimas —dijo la señora Quinn.
—Sólo quieren verla —dijo Enid.
—Pues ya me han visto —dijo la Señora Quinn—. Ahora pueden marcharse.
Ese comportamiento no parecía sorprender ni decepcionar a las niñas. Miraron a Enid y cuando ella les dijo «bien, dejad que vuestra madre descanse» salieron corriendo y cerraron con estrépito la puerta de la cocina.
—¿Por qué no les dices que tengan más cuidado? —dijo la señora Quinn—. Cada vez que lo hacen es como si me dieran con un ladrillo en el pecho.
Se diría que sus dos hijas eran un par de huérfanas revoltosas que le hubieran enviado como visita indefinida. Pero así es como eran algunas personas antes de acomodarse a morir y a veces incluso hasta el momento final. Personas de un carácter en apariencia más dulce que el de la señora Quinn eran capaces de decir que sabían de sobra cuánto les habían odiado siempre sus hermanos, maridos, mujeres e hijos, cuánta decepción habían causado a otros, y otros a ellos, y lo feliz que sería todo el mundo cuando se fueran para siempre. Podían llegar a expresarse así al final de una vida útil y pacífica y rodeados de sus seres queridos, sin dar la más mínima explicación de estos arrebatos. Y lo normal era que los arrebatos desaparecieran, pero con frecuencia durante las últimas semanas o incluso durante los últimos días de vida evocaban también viejas querellas y desaires, o lloriqueaban recordando un castigo injusto sufrido setenta años atrás. En cierta ocasión una mujer le había pedido a Enid que le acercara una fuente de cerámica con motivos chinos, que estaba en el armario, y Enid creyó que querría consolarse mirando aquel hermoso plato por última vez. Pero resultó que quiso usar sus últimas y sorprendentes fuerzas para hacerlo añicos contra el pilar de la cama.
—Así, mi hermana no lo tendrá nunca —dijo.
Y con frecuencia los había que sostenían que las visitas sólo venían para regodearse y que el médico era responsable de sus sufrimientos. Llegaban a aborrecer a la propia Enid por su fuerza, porque no necesitaba dormir, por sus manos pacientes y por la manera como fluían por ella tan equilibradamente los jugos de su vitalidad. Enid estaba acostumbrada y era capaz de entender su problema, el problema de morir y también el problema de haber vivido, que a veces llegaba a eclipsar el primero.
Pero con la señora Quinn estaba desconcertada.
No sólo se trataba de que no podía consolarla. Es que no quería hacerlo. No era capaz de dominar su aversión a esa mujer joven, condenada y desgraciada. Había cogido antipatía a ese cuerpo que tenía que lavar, empolvar, apaciguar con hielo y frotar con alcohol. Ahora comprendía lo que la gente quería decir cuando afirmaba que aborrecía las enfermedades y los cuerpos enfermos; comprendía a las mujeres que le decían no sé cómo lo haces, yo nunca podría ser una enfermera, es lo único que nunca podría hacer. Tenía aversión a ese cuerpo en particular y a todos los signos particulares de su enfermedad. Su olor y su decoloración, los pezones de aspecto maligno y los patéticos dientes de hurón.
Lo veía todo como signo de una corrupción voluntaria. Ella era tan mala como la señora Green, que husmeaba en busca de una impureza endémica, a pesar de ser una enfermera y saber que no debía pensar de esa forma y a pesar de que su trabajo conllevaba ser —y ella, además, ciertamente lo era por naturaleza— compasiva. No sabía por qué le ocurría.
La señora Quinn le recordaba un poco a las muchachas que había conocido en la escuela secundaria: chicas vestidas con ropa barata, de aspecto enfermizo, con futuros sombríos, pero que demostraban una descarada autocomplacencia. Dejaban los estudios al cabo de un año o dos, se quedaban embarazadas, la mayoría se casaba. Enid había cuidado a algunas de ellas en años posteriores, al dar a luz en sus casas, y había descubierto que la seguridad que antes tenían en sí mismas se había agotado y que su veta de insolencia se había transformado en mansedumbre e incluso en piedad. Sentía lástima por ellas, hasta cuando recordaba lo decididas que se habían mostrado para conseguir lo que tenían.
La señora Quinn era un caso más complicado. La señora Quinn podría continuar desmoronándose y no habría en ella más que resentida malicia, no habría más que podredumbre en su interior.
Peor incluso que Enid sintiera esa repugnancia, era el que la señora Quinn lo supiera. Por mucha paciencia, dulzura y jovialidad que Enid acopiase, la señora Quinn aún lo sabría. Y la señora Quinn hacía de ese conocimiento su triunfo.
Adiós y que te pudras.
Cuando Enid tenía veinte años y estaba a punto de terminar sus estudios de enfermera, su padre se moría en el hospital de Walley. Fue entonces cuando él le dijo: «No estoy seguro de si me gusta mucho esa carrera que has elegido. No quiero que trabajes en un lugar como éste».
Enid se inclinó sobre él y le preguntó dónde creía que estaba.
—No es más que un hospital —dijo ella.
—Ya lo sé —dijo su padre, con la voz tan tranquila y razonable como siempre (era agente de seguros y de una inmobiliaria)—. Sé de lo que hablo. Prométeme que no lo harás.
—¿Prometerte qué? —preguntó Enid.
—Que no te dedicarás a esta clase de trabajo —dijo su padre. No pudo sacarle más explicaciones. Él apretaba la boca como si las preguntas de su hija le disgustaran. Sólo repetía una y otra vez: «Prométemelo».
—¿Qué le pasa? —preguntó Enid a su madre.
—Bueno, anda, prométeselo. ¿Qué más da? —respondió.
Esa contestación escandalizó a Enid, pero no dijo nada. Se ajustaba a la manera en que su madre juzgaba muchas cosas.
—No voy a prometer lo que no entiendo —dijo—. De todas formas probablemente no prometa nada. Pero si sabes de lo que habla, debes decírmelo.
—Es una idea que se le ha metido en la cabeza —dijo su madre—. Cree que el trabajo de enfermera convierte a las mujeres en personas vulgares.
—Personas vulgares —dijo Enid.
Su madre le explicó que lo que no le gustaba a su padre del trabajo era que las enfermeras se familiarizaran con los cuerpos de los hombres. Su padre pensaba —lo había decidido— que esa familiaridad cambiaría a una muchacha y además cambiaría la manera en que un hombre juzgaría a una chica. Por un lado, le haría perder sus mejores oportunidades, y por otro, le abriría el camino para tomar un mal camino. Algunos hombres perderían interés por ella, y otros mostrarían un interés equívoco.
—Supongo que tiene que ver con que quiere que te cases —dijo su madre.
—Y a mí qué —dijo Enid.
Pero terminó por hacer la promesa. Y su madre dijo: «Bueno, espero que eso te haga feliz». No que «le haga feliz» sino que «te haga feliz a ti». Su madre parecía haberse dado cuenta, antes que Enid, de lo tentadora que sería esa promesa. La promesa en el lecho de muerte, la abnegación, el sacrificio total. Y cuanto más absurda, mejor. Eso es en lo que había cedido. Y tampoco por amor a su padre (insinuaba su madre), sino por lo emotivo que resultaba. Por pura noble perversidad.
—Si te hubiese pedido que renunciases a algo que no te importara, probablemente le habrías dicho que ni hablar —dijo su madre—. Por ejemplo, si te hubiera pedido que dejaras de llevar carmín, lo seguirías llevando.
Enid le escuchó con cara de paciencia.
—¿Rezaste por eso? —preguntó su madre bruscamente.
Enid dijo que sí.
Abandonó sus estudios en la escuela de enfermería; se quedó en casa y se mantuvo ocupada. Había dinero suficiente para que no tuviera que trabajar. En realidad la madre de Enid no quería que su hija estudiara para enfermera, porque decía que era propio de chicas pobres, una salida para muchachas cuyos padres no podían mantenerlas o enviarlas a la universidad. Enid no le recordaba esa incoherencia.
Pintaba una valla, ataba los rosales para prepararlos para el invierno.
Aprendió a cocinar y a jugar al bridge, reemplazaba a su padre en la partida semanal que su madre jugaba con sus vecinos, el señor y la señora Willens. Pronto se hizo, según las palabras del señor Willens, una jugadora escandalosamente buena y él comenzó a aparecer por la casa con una caja de bombones o una rosa para ella, tratando de compensar así sus insuficiencias como jugador.
Enid iba a patinar en las tardes de invierno. Jugaba al bádminton.
Nunca le habían faltado amigos y ahora tampoco. La mayoría de las personas que habían estudiado con ella el último curso de la escuela secundaria, estaban terminando la universidad, o bien trabajaban fuera, como maestros, enfermeras y contables. Pero había entablado amistad con otros que dejaron sus estudios antes de terminar la secundaria para trabajar en bancos, tiendas u oficinas, para hacerse fontaneros o sombrereros. Las chicas de ese grupo caían como moscas, como decían unas de otras, en la vida matrimonial. Enid se convirtió en organizadora de fiestas para las novias y ayudaba en la organización de los tés de ajuares. En un par de años llegarían los bautizos en los que se suponía que sería la madrina favorita. Niños con los que no tenía ningún grado de parentesco crecerían llamándole tía. Ya era una especie de hija honorífica para las mujeres de la edad de su madre y algunas mayores, la única joven que tenía tiempo para estar en el Club del Libro y en la Sociedad de Horticultura. Así es que, rápida y fácilmente, todavía en su juventud, asumió un papel esencial, pero a la vez se aisló.
Aunque sin duda ése siempre había sido su papel. En la escuela secundaria era la delegada de la clase o la representante de actividades sociales. Era muy querida y vivaz, se vestía bien y era guapa, pero siempre quedaba un poco marginada. Tenía amigos pero nunca un novio. No es que ella lo hubiese elegido así, pero tampoco se preocupaba por ello. Estaba absorta en su ambición: primero quiso ser —durante una etapa que recordaba con vergüenza— misionera, y más tarde enfermera. Nunca había pensado en la profesión de enfermera como un trabajo que la pudiera mantener ocupada hasta casarse, sino que su esperanza era ser generosa y hacer el bien, y no necesariamente de la manera sumisa y tradicional propia de una esposa.
En nochevieja Enid acudió al baile organizado en el ayuntamiento. El hombre que la invitó a bailar con mayor frecuencia, que la acompañó a casa y le dio un apretón de manos deseándole buenas noches, era el director de la central lechera, un hombre de cuarenta y tantos años que no se había casado, un bailarín excelente, una especie de tío benévolo de las muchachas que tenían dificultad para encontrar pareja. Ninguna mujer le tomaba en serio.
—Tal vez deberías hacer algún cursillo de secretaria —dijo su madre—. ¿O por qué no te matriculas en la universidad?
Donde los hombres le harían más caso: seguro que su madre estaba pensando en eso.
—Soy demasiado mayor —dijo Enid.
Su madre se rió. «Eso demuestra lo joven que eres», dijo. Parecía aliviada al descubrir que su hija tenía un toque de insensatez propio de su edad, pensar que los veintiún años se encontraban muy lejos de los dieciocho.
—No pienso salir con los chicos que acaban de terminar la secundaria —dijo Enid—. Lo digo en serio. ¿Y por qué quieres deshacerte de mí? Estoy muy bien aquí.
Ese malhumor y brusquedad también parecían agradar y tranquilizar a su madre. Pero al cabo de un rato ésta suspiró y dijo: «Te sorprendería lo rápido que pasan los años».
Aquel agosto hubo muchos casos de sarampión y también unos cuantos de polio. El médico que había atendido al padre de Enid y que había observado en el hospital lo competente que era la chica, le preguntó si estaría dispuesta a ayudarle durante cierto tiempo cuidando a la gente en sus casas. Le respondió que se lo pensaría.
—¿Quieres decir que rezarías? —dijo la madre de Enid. El rostro de ésta asumió una expresión obstinada, hermética, que en el caso de otra muchacha sería señal de un conflicto con el novio.
—Esa promesa —le dijo a su madre al día siguiente— se refería a trabajar en un hospital, ¿no?
Su madre dijo que sí, que así lo había entendido ella.
—Y a terminar la carrera y a convertirme en enfermera diplomada, ¿no?
Sí, sí.
De modo que si había personas que necesitaban atención en sus casas, que no podían pagar para ir a un hospital o que no querían ir, y si Enid iba a sus casas a cuidarles, no como enfermera profesional sino para atenderles, eso no sería romper su promesa, ¿no era cierto? Y dado que la mayoría de los que necesitarían su ayuda serían niños o mujeres que daban a luz o ancianos moribundos, no existiría mucho peligro de convertirse en un ser vulgar, ¿no era cierto?
—Si los únicos hombres que vas a ver son los que nunca volverán a salir de sus camas, tienes razón —dijo su madre.
Pero no pudo evitar comentar que eso significaba que Enid había decidido renunciar a la posibilidad de un empleo decente en un hospital, para dedicarse a un trabajo agotador y deprimente en casas sórdidas y primitivas, ganando una miseria. Enid tendría que bombear agua de pozos contaminados, romper el hielo que se forma en las palanganas en invierno, luchar contra las moscas en verano y usar retretes fuera de las casas. Tendría que utilizar tablas para restregar la ropa y lámparas de carbón en lugar de usar lavadoras y electricidad. Significaría cuidar a la gente enferma en malas condiciones, a la vez que hacer frente a las responsabilidades de la casa y atender a niños pobres y raquíticos.
—Pero si ésa es tu meta en la vida —dijo—, veo que cuanto más horrible lo describo, más decidida estás. Lo único que pasa es que ahora soy yo la que te pido que me hagas un par de promesas. Prométeme que no beberás agua sin hervirla antes. Y que no te casarás con un granjero.
—Vaya chifladuras que se te ocurren —dijo Enid.
Eso había ocurrido hacía dieciséis años. Cuando empezó esa época, la gente era cada vez más pobre. Aumentaba el número de los que no podían pagarse un hospital, y algunas de las casas en las que trabajaba Enid estaban casi tan deterioradas como las había descrito su madre. Las sábanas y los pañales se tenían que lavar a mano en casas en las que la lavadora se había estropeado y no había forma de repararla, donde habían cortado la luz o donde, todo hay que decirlo, jamás habían tenido electricidad. Enid no trabajaba gratis, porque eso hubiera supuesto una competencia desleal hacia otras mujeres que realizaban la misma tarea y que no tenían las mismas posibilidades que ella. Pero devolvía la mayor parte del dinero en forma de zapatos, abrigos de invierno, visitas al dentista y juguetes de Navidad para los críos.
Su madre iba por ahí haciendo campaña entre sus amigas buscando cunas viejas, mantas, sillas de bebé y sábanas usadas que ella misma se encargaba de cortar y coser para hacer pañales. Todos le decían lo orgullosa que debía sentirse de Enid, y ella respondía que sí, que sin duda alguna.
—Pero a veces es un trabajo de mil demonios —decía— eso de ser la madre de una santa.
Y luego llegó la guerra y la gran carencia de médicos y enfermeras, y Enid fue más querida que nunca, e igualmente ocurrió tras la guerra por la enorme cantidad de nacimientos que hubo de asistir. Sólo que ahora, con la ampliación de los hospitales y con el crecimiento de muchas granjas, parecía que sus responsabilidades habían disminuido, limitándose al cuidado de quienes tenían dolencias raras y sin esperanza o de quienes tenían un carácter tan insoportable que los expulsaban de los hospitales.
Aquel verano llovía a cántaros cada dos por tres y luego el sol pegaba con fuerza haciendo brillar las hojas y el césped empapados. Las primeras horas de la mañana eran neblinosas —el lugar se encontraba cerca del río—, y cuando la niebla se despejaba, tampoco se podía ver la lejanía en ninguna dirección, debido al desbordamiento y lo denso del verano. Los pesados árboles, los arbustos entrelazados con viñas salvajes, las plantas trepadoras, los cultivos de maíz, centeno, trigo y heno, todo se había adelantado a su estación, como afirmaba la gente.
El heno estaba listo para la siega en junio y Rupert debía darse prisa para meterlo en el granero antes de que la lluvia lo estropease.
Por las noches, cada vez llegaba más tarde a casa, pues trabajaba hasta que se extinguía la luz. Una noche, al llegar, la casa estaba oscura, no había más que una vela encendida, que se consumía sobre la mesa de la cocina.
Enid se apresuró a soltar el gancho de la puerta mosquitera.
—¿Se fue la luz? —preguntó Rupert.
Enid respondió con un «shhh». Le susurró que lo hacía para que las crías durmiesen abajo por el excesivo calor de las habitaciones de arriba. Había juntado las sillas y montado las camas sobre ellas con almohadas y edredones. Y, claro está, había tenido que apagar las luces para que pudiesen dormir. Encontró una vela en uno de los cajones, y eso era todo lo que necesitaba para poder escribir algo en su cuaderno.
—Siempre recordarán haber dormido aquí —dijo ella—. Uno siempre recuerda las veces que durmió en un sitio diferente siendo niño.
Él descargó una caja que contenía un ventilador para el techo del cuarto de la enferma. Había ido a Walley para comprarlo. También había comprado un periódico que le pasó a Enid.
—Te vendrá bien saber lo que pasa en el mundo —dijo él.
Ella extendió el periódico junto a su cuaderno, sobre la mesa. Había una foto de un par de perros que jugaban en una fuente.
—Dice que llega una ola de calor —dijo ella—. ¿No es estupendo?
Rupert extrajo con cuidado el ventilador de la caja.
—Eso es genial —continuó Enid—. Ya ha refrescado ahí dentro, pero mañana le vendrá de maravilla.
—Vendré temprano a ponerlo —dijo él. Luego preguntó cómo se había encontrado su esposa ese día.
Enid respondió que los dolores en las piernas habían remitido y que las nuevas píldoras que le había recetado el médico parecían proporcionarle cierto alivio.
—Lo único es que como se va a dormir muy temprano —dijo— te será difícil visitarla.
—Es mejor que descanse —dijo Rupert.
A Enid esta conversación entre susurros le recordaba aquellas conversaciones en el instituto, cuando ambos estaban en el último curso y ya habían abandonado las bromas inocentes, los crueles flirteos o lo que quiera que fuesen. Durante ese último año Rupert estaba sentado detrás de ella y solían hablarse brevemente, siempre por un propósito inmediato. ¿Tienes una goma para borrar la tinta? ¿Cómo se escribe «incriminar»? ¿Dónde está el mar Tirreno? Normalmente era Enid, que giraba sobre su asiento y sentía, aunque no veía, lo cerca que se encontraba Rupert, quien comenzaba aquellas conversaciones. Era cierto que quería pedir prestada una goma de borrar o necesitaba información, pero también quería ser sociable. Y quería reparar el daño, pues se sentía avergonzada de la manera en que ella y sus amigas lo habían tratado. Con disculparse no arreglaría nada: él volvería a avergonzarse una vez más.
Él sólo se sentía bien cuando se sentaba detrás de ella porque sabía que así Enid no podría mirarle a la cara. Si se encontraban en la calle, desviaba su mirada hasta el último momento y entonces murmuraba un saludo casi inaudible mientras ella gritaba «hola, Rupert», y escuchaba ecos del antiguo tono martirizante que la chica pretendía abandonar.
Pero cuando él le tocaba el hombro tratando de atraer su atención, cuando se inclinaba adelante hasta casi tocar o quizá tocando de verdad —no estaba segura— su espesa y oscura cabellera, siempre revuelta incluso con el pelo recogido, entonces se sentía perdonada. En cierto modo se sentía honrada, restablecidos entre ellos la seriedad y el respeto.
¿Dónde, dónde se encuentra el mar Tirreno exactamente?
Se preguntaba si él, ahora, lo recordaría.
Enid separó las dos secciones del periódico. Margaret Truman estaba de visita en Inglaterra y había hecho una reverencia ante la familia real. Los médicos del rey trataban de curar su enfermedad de Buerger con vitamina E. Le pasó la sección de noticias a Rupert.
—Voy a echarle un vistazo al crucigrama —dijo ella—. Me gusta hacer el crucigrama, así consigo relajarme.
Rupert se sentó y comenzó a leer el periódico y ella le preguntó si le apetecía una taza de té. Por supuesto respondió que no se molestase y ella siguió adelante y lo hizo de todas formas, porque dio por supuesto que esa respuesta podía muy bien equivaler a una afirmación en el habla rural.
—Es sobre Sudamérica —dijo ella, mientras observaba el crucigrama—. Un lugar latinoamericano. La primera línea en horizontal es un militar… de cocina. ¿Un militar de cocina? Militar. Muchas letras. Ah, ah, creo que esta noche estoy de suerte. ¡El cabo de Hornos! Ya ves lo tontorronas que son estas cosas —dijo. Se levantó y sirvió el té.
Si se acordaba, ¿le guardaba rencor? Tal vez la despreocupada amabilidad que había demostrado en su último año escolar, a él le había resultado tan antipática y arrogante como las burlas de antaño.
Cuando le vio por primera vez en la casa, pensó que no había cambiado mucho. Antes era un chico alto, de complexión fuerte y cara redonda, y ahora era un hombre alto, fornido y de cara redonda. Siempre había llevado el pelo tan corto que ya no importaba demasiado que tuviera menos y que hubiera pasado de un color castaño claro a un gris castaño. En lugar de sus antiguos rubores había ahora en su rostro la permanente huella del sol. Y fuera lo que fuera lo que le preocupaba y que se leía en su cara, podía ser perfectamente la misma preocupación de siempre, el problema de ocupar un lugar en el mundo y tener un nombre por el que te conocen, ser alguien al que la gente cree conocer.
Recordaba a los jóvenes Rupert y Enid sentados en la clase del último curso. Por entonces quedaban pocos estudiantes, en cinco años los malos estudiantes, los despreocupados y los indiferentes habían sido apartados del camino, dejando paso a chicos maduros, serios y dóciles que aprenderían trigonometría y latín. ¿Para qué clase de vida creían estar preparándose? ¿Qué clase de personas creían que acabarían siendo?
Aún podía ver la cubierta de color verde oscuro y de tapa fina de un libro titulado Historia del Renacimiento y la Reforma. Era un libro de segunda o décima mano: nadie compraba un libro de texto nuevo.
Dentro figuraban los nombres de los anteriores dueños del libro, algunos de los cuales eran por entonces amas de casa de mediana edad o comerciantes del pueblo. No te los podías imaginar aprendiendo cosas de este tipo o subrayando «Edicto de Nantes» con tinta roja y escribiendo «N. B.» en el margen.
Edicto de Nantes. La gran inutilidad, la naturaleza exótica de las cosas que había en esos libros y en esas cabezas de estudiante, en su propia cabeza y en la de Rupert, hizo que Enid se enterneciese y se asombrase. No es que ellos hubiesen pretendido convertirse en algo que no llegaron a ser. Nada de eso. Rupert nunca habría imaginado otra cosa que trabajar en la granja como granjero. Era una buena granja y él era hijo único. Y ella misma había terminado haciendo exactamente lo que había querido. No se podía decir que hubieran elegido una vida equivocada, que hubieran elegido contra su voluntad o que no hubieran sabido elegir. Únicamente no habían comprendido cómo pasaría el tiempo y cómo les convertiría no en algo más, sino en un poco menos de lo que eran entonces.
—Pan del Amazonas —dijo Enid—. ¿Pan del Amazonas?
—¿Mandioca? —dijo Rupert.
Enid contó. «Cuatro letras», dijo. «Cuatro».
—¿Yuca? —dijo él.
—¿Yuca? ¿Con i griega? Yuca.
La señora Quinn se volvía cada vez más caprichosa con la comida.
A veces decía que quería tostadas o plátanos regados con leche. Un día pidió galletas de manteca de cacahuete. Enid las preparaba —de todas formas, las podían comer las niñas—, y cuando estaban a punto, la señora Quinn no podía soportar verlas ni olerlas. Incluso la gelatina tenía un olor que no soportaba.
Algunos días odiaba el más mínimo ruido: ni siquiera ponía el ventilador en marcha. En otras ocasiones quería poner la radio, quería la emisora que respondía a las peticiones de los oyentes en sus cumpleaños y aniversarios y en la que llamaban a la gente para hacerles preguntas.
Si acertabas, te tocaba un viaje a las cataratas del Niágara, un depósito lleno de gasolina, un lote de comestibles o entradas para una película.
—Todo está amañado —decía la señora Quinn—. Hacen como que llaman a uno que en realidad está en la habitación de al lado y que ya se sabe la respuesta. Una vez conocí a uno que había trabajado en la radio, eso es así.
En aquellos días tenía el pulso rápido. Hablaba velozmente y con una voz suave y sin aliento.
—¿Qué tipo de coche tiene tu madre? —preguntó en una ocasión.
—Es un coche de color granate —dijo Enid.
—¿Qué marca? —preguntó la señora Quinn.
Enid respondió que no lo sabía. Lo cierto es que antes lo sabía, pero ya no se acordaba.
—¿Era nuevo cuando lo compró?
—Sí —respondió Enid—. Sí, pero eso fue hace tres o cuatro años.
—¿Vives en esa casa grande de piedra que está al lado de la de los Willens?
Enid dijo que sí.
—¿Cuántas habitaciones tiene? ¿Dieciséis?
—Demasiadas.
—¿Fuiste al funeral del doctor Willens cuando se ahogó?
Enid dijo que no. «No soy muy aficionada a los funerales».
—Se suponía que yo debía ir —dijo la señora Quinn—. Por entonces todavía no estaba tan enferma, iba a ir con los Hervey en coche, me dijeron que podrían llevarme con ellos y luego resultó que su madre y su hija querían ir y que no había espacio suficiente en los asientos traseros. Luego Clive y Olive fueron en la camioneta y podríamos haber ido todos apretujados en el asiento delantero, pero no se les pasó por la cabeza pedirme que subiese. ¿Crees que se tiró al agua?
Enid pensó en el señor Willens entregándole una rosa. Su jocosa galantería, que le parecía tan empalagosa como un empacho de miel.
—No lo sé. No lo creo.
—¿Se llevaban bien él y la señora Willens?
—Por lo que yo sé, se llevaban de maravilla.
—¿No me digas? —dijo la señora Quinn tratando de imitar el tono de voz reservado de Enid—. De ma-ra-viii-lla.
Enid dormía en el sofá que había en la habitación de la señora Quinn.
El tremendo prurito de la señora Quinn prácticamente había desaparecido, y también su constante necesidad de orinar, y ahora dormía la noche entera de un tirón, aunque a rachas su respiración era áspera y colérica. Lo que despertaba a Enid y la mantenía en vela era un problema suyo. Tenía sueños desagradables como jamás los había tenido. Hasta entonces siempre había creído que los sueños desagradables eran aquellos en los que se encontraba en una casa que no conocía, en la que orden de las habitaciones se alteraba constantemente y en la que siempre había más trabajo del que podía soportar, tareas que tenía que repetir una y otra vez e incontables distracciones. Y luego, claro, estaban aquellos otros que tomaba por sueños románticos, en los que un hombre la rodeaba con su brazo o incluso la abrazaba. Podía ser un extraño o un conocido, y en ocasiones un hombre del que resultaba cómico pensar semejantes cosas. Esos sueños la hacían reflexionar o la entristecían, pero a su vez la aliviaban, ya que se daba cuenta de que también ella podía experimentar sentimientos de ese tipo. Sueños que resultaban embarazosos, pero que no eran nada, nada de nada comparados con los sueños que tenía ahora. En los sueños que tenía ahora, copulaba o intentaba copular (a veces no podía debido a intrusos o a cambios imprevistos) con gente totalmente desconocida o impensable. Con bebés gordos que se retorcían, con pacientes vendados o con su propia madre. Se volcaba en la lujuria, vacía y gimoteante, y emprendía su tarea con brutalidad y con una actitud de diabólico pragmatismo. «Sí, esto valdrá», se decía a sí misma. «Esto valdrá si no hay nada mejor». Y esta frialdad de corazón, este acto de depravación natural, aumentaba su lujuria. Se despertaba sin sentimientos de culpabilidad, sudorosa, agotada y tumbada como un animal muerto, hasta que su propio ser, su vergüenza e incredulidad la llenaban de nuevo. El sudor de su piel se tornaba frío.
Allí estaba tumbada y temblorosa en el calor de la noche, disgustada y humillada. No se atrevía a dormir. Se acostumbraba a la oscuridad y a los largos rectángulos de los visillos, en los que se reflejaba una pálida luz, y a la respiración de la enferma, pesada y rezongona y que después parecía desaparecer.
Si ella fuese católica, pensaba, ¿serían cosas de ese tipo las que saldrían a la luz en una confesión? No creía que fueran cosas de las que se pudiera hablar siquiera en las propias oraciones. Ya no solía rezar demasiado, salvo en las ceremonias, y mencionar ante Dios las experiencias que acababa de tener no tenía ningún sentido, era irrespetuoso. Sería como insultarle. A ella ya se encargaba de insultarla su propia conciencia. Su religión era racionalista y esperanzada, y en ella no había lugar para ningún tipo de dramón sensiblero, por ejemplo que el diablo la poseyera en sueños. Era ella la que tenía pensamientos obscenos y no había por qué dramatizarlo y darle importancia. Por supuesto que no. No era nada, sólo basura que fabricaba la mente.
En la pequeña pradera entre la casa y la ribera del río había vacas.
Las oía mascar y rozarse las unas con las otras, alimentándose en la noche. Pensaba en sus formas suaves y grandes, en el almizcle y la chicoria, en la hierba llena de florecillas, y se decía a sí misma vaya vida agradable que tienen las vacas.
Terminan, dicho sea de paso, en el matadero. El final es terrible.
Para todos es igual. El mal se apodera de nosotros mientras dormimos; nos aguardan el dolor y la descomposición. Los horrores animales son peores de lo que podemos imaginar de antemano. La comodidad de la cama y el aliento de las vacas, el dibujo de las estrellas en la noche, todo eso puede cambiar en un instante. Y allí estaba ella, allí estaba Enid, desperdiciando su vida con el trabajo y fingiendo que no era así. Tratando de aliviar a la gente. Tratando de ser generosa. Un ángel compasivo, como su madre decía, cada vez con menos ironía. Los pacientes y los médicos también lo habían definido así.
Y durante ese tiempo, ¿cuántos pensarían que era tonta? Tal vez los que cuidaba la despreciaran en secreto. Pensando que en su lugar ellos no harían lo mismo. Nunca serían tan tontos. No.
Miserables infractores, le venía a la cabeza. Miserables infractores.
Restituye a los que son penitentes.
De modo que se levantaba y se ponía a trabajar. Por lo que sabía, ésa era la mejor forma de hacer penitencia. Durante la noche trabajaba en silencio pero sin pausa, lavaba los vasos empañados y los platos pegajosos que había en los armarios de cocina y ponía orden allá donde antes no lo había. Ningún orden. Las tazas de té estaban entre el ketchup, la mostaza y el papel higiénico, encima de un cubo de miel.
No había papel parafinado, ni tan siquiera un periódico sobre los estantes. El azúcar moreno que había en una bolsa estaba más duro que una piedra. Era comprensible que las cosas hubiesen ido de mal en peor en los últimos meses, pero daba la impresión de un descuido absoluto y de una falta de organización de toda la vida. Los visillos se habían vuelto de color gris por el humo, y los cristales de las ventanas estaban grasientos. Los restos de un poco de mermelada que había en un bote tenían moho, y en un jarrón donde antes había flores el agua estancada desprendía un olor pestilente. Pero todavía era una buena casa que se podría restaurar a base de fregar y pintar.
Aunque, ¿qué se podía hacer con aquella pintura marrón tan fea con la que hacía poco y de cualquier manera habían pintado el suelo del salón?
Más tarde, cuando tenía un momento, limpiaba de malas hierbas el parterre de la madre de Rupert, arrancaba las bardanas y sacudía el césped que sofocaba las esforzadas plantas perennes.
Enseñaba a las niñas a utilizar correctamente sus cucharas y a bendecir la mesa.
Gracias por este mundo tan dulce.
Gracias por los alimentos que vamos a recibir…
Les enseñaba a cepillarse los dientes y a decir sus oraciones después.
«Que Dios bendiga a mamá y a papá y a Enid y a la tía Olive y al tío Clive y a la princesa Elizabeth y a Margaret Rose», y después cada una añadía el nombre de la otra. Ya hacía tiempo que venían repitiéndolo, cuando Sylvie preguntó:
—¿Qué significa?
—¿Qué significa qué? —dijo Enid.
—¿Qué significa «que Dios te bendiga»?
Enid hacía batidos de huevo y leche, sin añadirles sabor a vainilla, y se los daba a cucharadas a la señora Quinn. Le daba un poco de esa nutritiva bebida en pequeñas dosis y de esa forma la señora Quinn conseguía mantenerlo en el estómago. Si esto no surtía efecto, entonces le daba cucharadas de ginger ale tibio y sin burbujas.
A la señora Quinn la luz solar o cualquier tipo de luz le resultaban ya tan incómodas como el ruido. Enid tenía que colgar gruesos edredones en las ventanas incluso con las persianas bajadas. Con el ventilador apagado, tal y como exigía la señora Quinn, hacía mucho calor en la habitación y el sudor goteaba de la frente de Enid al inclinarse sobre la cama para atender a la paciente. La señora Quinn siempre tiritaba; nunca entraba en calor.
—Esta enfermedad se hace eterna —dijo el médico—. Deben de ser tus batidos lo que le dan fuerzas para seguir viva.
—Batidos de huevo —dijo Enid, como si eso importase.
La señora Quinn solía sentirse demasiado débil o demasiado cansada para hablar. A veces se aletargaba, su respiración se debilitaba y el pulso se volvía tan esquivo que cualquiera que no tuviese la experiencia de Enid la habría dado por muerta. Pero en otras ocasiones se encontraba mucho mejor, quería la radio encendida y luego la quería apagada. Todavía sabía perfectamente quién era ella y quién era Enid, y a veces parecía observarla con una mirada especulativa o inquisitiva.
El buen color hacía tiempo que había desaparecido de su rostro y hasta de sus labios, pero sus ojos tenían un aspecto más verdoso que en el pasado, un color lechoso, como de un verde nublado. Enid trataba de responder a su mirada.
—¿Quiere que traiga un sacerdote para que venga a hablar con usted?
Se diría que la señora Quinn quería escupirle.
—¿Es que acaso parezco una maldita irlandesa?
—¿Un pastor? —preguntó Enid. Sabía que preguntarlo era lo que debía hacer, pero el ánimo con que formuló la pregunta no era bienintencionado, era frío y sutilmente malicioso.
No, no era eso lo que quería la señora Quinn. Gruñó, insatisfecha.
Todavía conservaba cierta energía y Enid tenía la impresión de que la acumulaba con algún propósito.
—¿Quiere hablar con sus hijas? —dijo, obligándose a hablar en un tono compasivo y estimulante—. ¿Es eso lo que quiere?
No.
—¿Su marido? Estará aquí dentro de un rato.
Enid no estaba segura. Algunas noches Rupert llegaba muy tarde, después de que la señora Quinn hubiera tomado sus pastillas y se hubiese dormido. Luego se sentaba con Enid. Siempre le traía el periódico. En una ocasión Rupert le preguntó por lo que escribía en sus cuadernos —cayó en la cuenta de que tenía dos— y ella se lo contó. Uno era para el médico y en él apuntaba la presión sanguínea, el pulso y la temperatura y hacía una relación de lo que comía, vomitaba, defecaba, de los medicamentos que tomaba y un resumen general del estado del paciente. En el otro cuaderno, que era para sí misma, lo que escribía era muy parecido, aunque quizá no tan preciso, pero añadía detalles sobre el tiempo atmosférico y sobre lo que ocurría a su alrededor. Y sobre las cosas que quería recordar.
—Por ejemplo, el otro día escribí algo —dijo ella—. Una cosa que dijo Lois. Lois y Sylvie entraron cuando la señora Green se encontraba aquí y ella hablaba de cómo crecían los arbustos de bayas a lo largo de la callejuela y cómo lo cubrían prácticamente todo. Lois dijo: «Es como en La Bella durmiente». Como yo les leí el cuento, por eso lo anoté en el cuaderno.
—Tendré que podar esos arbustos —dijo Rupert.
Enid tuvo la impresión de que él estaba encantado de lo que había dicho Lois y de que ella lo hubiera apuntado, pero era incapaz de expresarlo.
Una noche Rupert le dijo que estaría fuera durante un par de días, en una subasta de ganado. Le preguntó al médico si podía ir y éste respondió afirmativamente.
Aquella noche llegó antes de que a ella le suministrasen las últimas píldoras y Enid supuso que él quería ver a su mujer despierta antes de su breve viaje. Le pidió que fuese directamente a la habitación de la señora Quinn, él lo hizo así y cerró la puerta tras de sí. Enid cogió el periódico y pensó en subir a leerlo, pero probablemente las niñas aún no estarían dormidas y buscarían algún pretexto para llamarla. Podía salir al porche, pero a esas alturas del día habría mosquitos, especialmente después de una lluvia como la de aquella tarde.
Le asustaba poder oír algo sin querer, alguna intimidad o quizá la posibilidad de una pelea, y luego tener que mirar a Rupert cuando saliera de la habitación. Algo se cocía en la cabeza de la señora Quinn, de eso estaba segura. Y antes de decidir adónde ir, oyó algo de pasada. No se trataba de reproches o (si eso fuera posible) de expresiones de cariño, ni siquiera de oírla llorar, que era lo que hasta cierto punto esperaba, sino que oyó una risotada. Oyó a la señora Quinn reír débilmente, y en aquellas risas se encontraba el tono burlón y la satisfacción de la que Enid había sido testigo anteriormente, pero había también algo que nunca había escuchado antes, algo deliberadamente vil. Ella no se movió, aunque debería haberlo hecho, y todavía se encontraba en la mesa, todavía observaba la puerta de la habitación cuando el marido salió unos instantes más tarde. Él no apartó la vista de los ojos de ella, ni ella de los de él. No podía. Aunque no podía afirmar con seguridad si él la había visto. Simplemente la miró y se marchó. Tenía el aspecto de quien se hubiera agarrado a un cable eléctrico y pidiera disculpas —¿a quién?— porque su cuerpo se hubiese dado a esa absurda catástrofe.
Al día siguiente la señora Quinn pareció recobrar sus fuerzas, de aquella manera tan poco natural y engañosa que Enid ya había visto en una o dos ocasiones en otros pacientes. La señora Quinn quería incorporarse apoyándose sobre las almohadas. Quería el ventilador encendido.
—Qué gran idea —dijo Enid.
—Podría contarte algo que no te creerías —dijo la señora Quinn.
—La gente me cuenta muchas cosas —dijo Enid.
—Claro. Mentiras —dijo la señora Quinn—. Apuesto a que son todo mentiras. ¿Sabes que el señor Willens estuvo aquí, en esta habitación?