8

La mañana siguiente llegó el guardián de la rest-house bastante tarde como para que Colli dijera:

—Nos ha olvidado. El avión se habrá marchado sin nosotros. Tanto mejor. Hay bastantes conservas para resistir al menos una semana. Haremos de robinsones.

Pero, cuando llegaron al gran prado del aeropuerto, vieron que el retraso del guardián se debía a que aún no habían llegado los mecánicos de Libreville. Cuando estuvieron bajo el avión, vieron que los pasajeros africanos estaban ya sentados en sus asientos y los miraban por la ventanilla, subieron y se sentaron, esa vez en un orden diferente del del día anterior: en un asiento junto a la cabina del piloto, Colli y Ada; en uno contiguo a la entrada, Lorenzo y Nora. Al cabo de un poco, Lorenzo preguntó a su esposa en voz baja:

—¿Has dormido bien?

Ella se volvió y lo miró, sorprendida:

—Sí, ¿por qué?

Lorenzo dijo, cediendo a su pesar a un impulso irresistible:

—Bien, pero poco.

—¿Por qué poco?

—Porque has estado no sé cuánto tiempo charlando con Colli en el porche.

La vio vacilar y después decir tranquila:

—Sí, no podía conciliar el sueño. Salí y encontré a Colli y estuvimos hablando.

—¿De qué hablasteis?

—¿De qué hablamos? De nosotros dos, como de costumbre.

—¡De nosotros dos! —Nunca había admitido con tanta franqueza su intimidad con Colli y, sin embargo, el tema era, al parecer, el «acostumbrado».

Lorenzo no pudo por menos de decir en voz baja y tensa:

—Has olvidado que me habías dado una cita para la noche. Te busqué y, en tu lugar, encontré a Ada.

La vio sonreír:

—¡Encontraste a Ada! ¡Qué contenta se habrá puesto! Sí, quiso dormir en mi colchón junto a la puerta, porque quería estar más libre para ir al baño. Debí haberte advertido, pero ¿cómo iba a hacerlo delante de ella? Habría sido ridículo, ¿no?: «¡Esta noche ven a buscarme al colchón que está bajo la ventana!». Conque renuncié.

Lorenzo dijo con rabia:

—Pero ¿se puede saber qué quiere decir: «Hemos hablado de nosotros»?

—De nuestra relación.

—¿Y qué os habéis dicho?

—Ah, las cosas habituales.

—Pero ¿qué cosas?

Esta vez ella se volvió, lo miró y después dijo con firmeza:

—Discúlpame, pero son cosas nuestras, que no te incumben.

Lorenzo se mordió los labios hasta hacerse sangre y buscó una frase que lo sacara del razonamiento provocado por los celos y no encontró otra cosa mejor que decir la verdad.

—También yo he dormido poco. Para matar el tiempo, he pensado en nosotros dos.

Ese «nosotros dos» pretendía ser una crítica implícita del «nosotros dos» precedente de Nora. Pero ella no pareció advertirlo y dijo con sorpresa:

—¿En nosotros dos? ¿Y qué has pensado?

Pese a todo, era la misma voz de la misma Nora, pero Lorenzo advirtió con estupor que había bastado un tono apenas afectuoso para hacer desvanecerse la angustia de los celos. Pero dijo enojado:

—También he pensado en las cosas habituales.

—¿Qué cosas?

—Que te amo, pero tú no me amas a mí.

Rápida, espontáneamente, ella tendió la mano para apretar la de él:

—Ya verás cómo a partir de ahora todo cambiará. —Lorenzo enmudeció y se limitó a responder al apretón de manos. Pero no podía por menos de reflexionar: ¿qué significaba que todo cambiaría? ¿Que lo había traicionado y desde aquel día le sería fiel? ¿Que sería más amable y afectuosa con él? ¿O qué otra cosa? Se le ocurrió otra vez el símil del gato. Sí, Nora tal vez cambiaría de actitud hacia él, pero sólo por un tiempo, para después recaer en la habitual indiferencia inescrutable, precisamente como un gato que pasa de las rodillas de un huésped a las del amo para después volver al huésped y todo ello sin motivo, por puro e inexplicable capricho.

Lo sacó de esa reflexión la voz repentina de Colli, que se había levantado de su lugar para venir a reunirse con ellos y comentar la inexplicable inmovilidad del avión:

—¿Qué pasa? Hace una hora que esperamos y no se ve por ninguna parte a los mecánicos de Libreville. Propongo que volvamos a la rest-house: allí al menos existe la posibilidad de encontrar a la mujer leopardo.

—La mujer leopardo soy yo —dijo riendo Nora.

—Eso ya lo sabíamos, pero sólo en el bosque. Aquí eres una pasajera como las demás y también tú debes protestar.

Como para responder a esa broma, de repente hubo cierto movimiento en el aeropuerto. A través de la ventanilla, Lorenzo vio llegar por la pista una avioneta que, tras haber aterrizado a gran velocidad, fue a detenerse junto al avión de línea. Se abrió la portezuela de la avioneta, lanzaron una escalera y bajaron primero un hombre con chaqueta amarilla y pantalones verdes que llevaba una gran jaula, después una mujer con un niño en brazos y, por último, tres hombres con mono de mecánico. En ese mismo momento, del extremo del prado salió un furgón de la Cruz Roja que fue a detenerse delante del avión de línea.

Siguió una escena muy agitada. El hombre de la chaqueta amarilla y los pantalones verdes subió por la escalera y entró en el avión y entonces se vio que la jaula contenía una cabrita. Después entró la mujer con el niño en brazos. Por último, subió el piloto, quien fue a encerrarse en la cabina sin decir palabra. En cambio, los tres mecánicos se quedaron en tierra, hablando.

Lorenzo los miraba y al final los vio apartarse para dejar paso al furgón de la Cruz Roja. Se abrieron las puertas posteriores del furgón y dos enfermeros sacaron una camilla en la que yacía boca arriba un hombre con los ojos cerrados y un cobertor sobre el cuerpo. Del cobertor asomaba una pierna escayolada. Los dos enfermeros izaron con precaución la camilla por la escalera y después entraron en el avión. Bajaron tres respaldos y colocaron la camilla sobre los tres asientos, bajo las ventanillas.

Pero el furgón no volvió a marcharse, sino que se colocó muy cerca del avión y entonces Lorenzo vio a los mecánicos subir al techo del furgón y de allí a las alas del avión. Evidentemente, en el aeropuerto no se había encontrado una escalera bastante alta para subir al avión. Para sorpresa de Lorenzo, la reparación estuvo lista en menos de una hora, después los mecánicos pasaron de las alas del avión al techo del furgón y de éste saltaron a tierra y casi al instante empezó a rugir el motor. El avión inició un movimiento suave y lento y se dirigió al extremo del prado. Allí se detuvo un tiempo, después se puso a girar sobre sí mismo y entonces el prado apareció en toda su extensión hasta la selva, allá abajo, obscura y desdibujada por el calor que borraba su linde. El avión cesó de girar, se detuvo otro poco y después con impulso potente inició la carrera. Pero, pese a correr, no se elevaba, los árboles a lo largo del prado desfilaban cada vez más rápidamente, pero las ruedas seguían rebotando sobre la hierba. Lorenzo pensó que tal vez no lo lograsen y se estrellaran contra los árboles del fondo del prado. Le pareció una hipótesis justa, aunque inverosímil: una muerte así, absurda, habría sido una conclusión lógica de una vida como la suya enredada en cuestiones absurdas. Pero ¿acaso no era el absurdo la bisagra en la que vida y muerte se encontraban y se fundían en un solo desafío también absurdo? Sí, pero ¿por qué el desafío? ¿Y contra quién, si no contra uno mismo?

Pero el avión, al llegar casi hasta el extremo del prado, desmintió sus previsiones despegando de improviso en vuelo casi vertical y muy pronto empezó a volar a gran altura, horizontal e inmóvil, con un zumbido tenue y regular del motor.

Ahora, bajo el avión, al borbollón uniforme como de lejía verde de la selva había substituido un paisaje menos monótono. Entre dos riberas de verdor hinchado y barroco, serpenteaba, mira por dónde, liso y centelleante, el espejo de agua obscura de una laguna. Volaron un rato sobre la laguna y después apareció en el horizonte la faja amarilla de una playa remota y, más allá, un azul diáfano que podía ser tanto el del cielo o el del océano como el de los dos fundidos.

El avión empezaba a bajar bamboleándose y presionando en las alas. De improviso desapareció la laguna: de nuevo estaban sobre la selva, pero tan bajos, que el avión parecía ir a rozar las copas de los árboles. Después, se abrió de repente la masa compacta de la selva y apareció la franja blanca de la pista del aeropuerto, muy larga y estrecha. El avión descendió casi hasta el comienzo de esa franja, golpeó al final el suelo con un choque brutal que hizo saltar a los pasajeros y después corrió veloz a lo largo de los árboles y fue a detenerse de golpe frente a la terminal.

Lorenzo miró. La terminal, edificio de una sola planta color carmelita obscuro, simulaba tres grandes cabañas juntas con tres techos cónicos. Pero en los techos, en lugar de la paja tradicional, había tejas de pizarra negra. En torno a todo el extraño edificio había soportales, imitación también de los emparrados que dan sombra a las cabañas. Pero no tardó mucho en comprender que la terminal estaba cerrada: bajo los soportales resplandecían grandes ventanales, herméticos y obscuros. El piloto, al salir de su cabina, confirmó: el aeropuerto no estaba todavía en servicio.

Ahora habían bajado del avión y miraban en derredor maravillados. La gente se iba en grupitos hacia la selva que circundaba por todos lados la explanada del aeropuerto; dos o tres coches parados ante la terminal no parecían esperarlos a ellos. Después, del extremo de la explanada salió de repente un jeep todo pintado de franjas, como la piel de una cebra, y se dirigió veloz hacia ellos. Bajaron primero un hombrecillo anciano con camisa de cuadros, pantalones vaqueros y enorme sombrero de cow-boy y después un hombre joven, muy alto y muy grueso, en mono azul de mecánico. El viejo se precipitó hacia Colli y le preguntó en francés si eran el grupo italiano. Colli asintió y después preguntó en broma:

—Todo ha ido bien, pero ¿dónde está Mayumba?

El viejo respondió que habían venido precisamente para llevarlos a Mayumba, que se encontraba a unos kilómetros del aeropuerto: ya podían montar en el coche. Y así se dirigieron todos hacia la camioneta pintada de cebra. Lorenzo notó que el viejo llevaba en el sombrero un distintivo con una cabeza de león circundada por un letrero en el que se podía leer: «Club de cazadores de Mayumba». El mismo blasón se veía en las portezuelas de la camioneta.

Partieron en seguida. El joven grueso se puso al volante, el viejo se sentó a su lado y, vuelto totalmente hacia atrás, empezó a responder a las preguntas de Colli, que, como de costumbre, se informaba sobre Mayumba y sobre la lodge en que vivirían. Las informaciones —cosa extraña, dado que las facilitaba alguien que debería haber tenido interés en que fuesen tranquilizadoras— no eran buenas. Al contrario de lo que hacen los hoteleros de todo el mundo, el viejo no parecía querer ocultar la difícil situación en que se encontraba la lodge; antes bien, aunque con amargura, parecía complacerle, como si ellos no fueran clientes, sino parientes o amigos de los que fuese lícito esperar comprensión y solidaridad. Al parecer, todo había ido mal desde el principio: habían creado la lodge, en las cercanías de la selva en la que abundaba la caza, exclusivamente para los cazadores y, mira por dónde, el gobierno había prohibido la caza. Por si fuera poco, el gobierno favorecía al litoral con la idea de conseguir que surgiera en él un centro de vacaciones. Y así había recibido los fondos para la instalación de la luz, el gas, el teléfono, el telégrafo, mientras que ellos, en la lodge, tenían que contentarse con una precaria conexión por radio y con lámparas de petróleo. Y el último golpe había sido el de que habían sancionado a la lodge con una cuantiosa multa por practicar la caza furtiva. Colli preguntó si tenía fundamento la acusación. La respuesta fue ambigua:

—Al fin y al cabo, somos cazadores profesionales.

Entretanto, la camioneta corría a toda marcha, saltando sobre las piedras de una pista estrecha y tortuosa que atravesaba la selva. Corrieron así por un buen rato y después se abrió la selva de improviso y la pista empezó a descender hacia un río encajonado entre altas vertientes, de aguas profundas, inmóviles y vítreas como las de un canal. Un pequeño embarcadero se adentraba en el río; más allá de la corriente, en la otra orilla, se veía un embarcadero similar, al que estaba atracado el pontón del transbordo. El embarcadero parecía totalmente arruinado y como en desuso desde hacía tiempo. En la otra orilla se podían ver los restos —parecía— de una empresa de construcción: vigas apiladas, sacos de cemento amontonados. Algunos sacos estaban despanzurrados, con el cemento esparcido alrededor. Un camión sin ruedas completaba ese panorama de abandono.

El viejo del sombrero enorme se apresuró a explicar que habían decidido construir una dependencia en la lodge y después había llegado la prohibición de la caza y se habían suspendido los trabajos. Pero no estaba dicha la última palabra. En Libreville había un movimiento a favor de la caza. Tal vez estuvieran por venir tiempos mejores.

Entretanto, dos sirvientes, salidos de no se sabía dónde, habían subido al pontón del transbordo y habían encendido el motor. En el aire tranquilo y sofocante resonó un largo aullido quejumbroso de sirena, que hizo huir de los árboles a un grupo insospechado de grandes aves negras. Y el pontón se movió y se puso a aspar a través de la corriente con una lentitud que parecía malévola.

Por último, el pontón topó con el embarcadero, hizo sonar otra vez el aullido de la sirena y de nuevo las aves negras, tal vez cuervos, abandonaron las ramas de los árboles, dieron una vuelta sobre el río y después regresaron a los árboles. La camioneta bajó la pendiente, entró tambaleándose en las tablas del embarcadero y después en las del pontón, que se puso en marcha al instante. Un nuevo aullido de la sirena y un nuevo vuelo de las aves acompañaron la separación de la orilla.

Ahora, mientras el pontón se movía a través de la corriente, estaban los cuatro de pie junto a las barandillas: Nora y Colli, por una parte, y Ada y Lorenzo, por la otra. De improviso Ada dijo en voz baja:

—Míralos, están cogidos de la mano.

Lorenzo miró: era verdad, de forma no casual la mano de Colli, al borde de la barandilla, cubría la de Nora. Lorenzo pensó que ese apretón de manos era por lo menos un mentís flagrante a la frase de la mañana: «Ya verás como de ahora en adelante todo cambiará».

Dijo bruscamente a Ada:

—Pues haz tú lo mismo: apriétame la mano a mí.

Creía que Ada se sentiría ofendida. En cambio, la vio mirar en derredor con expresión culpable y prudente y después superponer a la suya su cuadrada y rechoncha mano de campesina. En ese preciso momento el pontón chocó contra el embarcadero y Ada retiró apresuradamente la mano. Volvieron a subir a la camioneta, el joven grueso encendió de nuevo el motor, el coche se puso en movimiento, bajó hacia la ribera, pasó por delante de las pilas de vigas y de sacos de cemento y empezó a trepar por una escarpada cuesta, hacia la selva.

Pero esa vez el trayecto duró poco. De repente tenían ya a la espalda la selva y volvieron a ver la laguna obscura y resplandeciente al sol. En la cima de un montecillo, entre unos pocos árboles, se podía ver una construcción de color carmelita, toda de madera, semejante a una gran choza alpina: la lodge.

La camioneta se internó por una avenida recta y en pendiente y fue a detenerse frente a un porche formado por dos troncos de árbol que hacían de pilastras y sostenían otro tronco transversal en forma de arquitrabe. Se apearon y entraron en la lodge. En el interior todo parecía construido con troncos y ramas de árboles o tablas obtenidas de árboles. El suelo era de tablas cepilladas y las tablas y troncos de las paredes y del techo conservaban la corteza. Los troncos más gruesos se encontraban detrás del escritorio, que de ese modo parecía situado en el corazón de un bosque. De entre los troncos asomaba una enorme cabeza de búfalo, de cuernos en forma de manubrio de bicicleta, y miraba a los clientes con sus salientes y obscuros ojos de vidrio. Había otras cabezas de animales colgadas, aquí y allá, de las paredes: antílopes, gacelas, grullas. El viejo se quitó el sombrero, se colocó detrás del escritorio y dijo, adoptando actitud oficial:

—Entonces, ¿quieren dos habitaciones de matrimonio?

Ada dijo con vehemencia:

—No, individuales. Con este calor —añadió, al tiempo que miraba a su marido—, es mejor dormir separados, ¿no te parece?

Colli pareció no notar el tono alusivo y dijo jovial:

—¿Cómo no? Así por lo menos existe la posibilidad de recibir visitas inesperadas.

Intervino Nora:

—También yo quisiera una habitación individual.

Lorenzo no pudo por menos de preguntar:

—Pero ¿por qué?

Ella respondió con ligereza:

—¿Has olvidado que roncas?

Era la primera vez que ella señalaba ese defecto suyo: tanto en Libreville como en Roma dormían juntos; Lorenzo no pudo por menos de preguntarse si no habría decidido anteriormente con Colli esa preferencia por la habitación individual. Pero no, había sido Ada y no Colli quien había preferido la habitación individual. Confuso e irritado, dijo:

—No tienes por qué justificarte; por lo demás, nunca me habías dicho que yo roncara. Pero no importa, tú prefieres dormir sola y se acabó.

Nora dijo alegre:

—Anda, no te lo tomes así. Iré a verte, ¿de acuerdo? —Tomó la llave, una gran llave de hierro rústica, y se dirigió hacia la escalera tras el viejo. Los otros la siguieron por la escalera que llevaba al piso superior.

Desembocaron en un pasillo estrecho y largo en el que todo aludía a la selva con troncos, ramas y tablas diversamente utilizados. Del techo colgaban lámparas de petróleo semejantes a las que iluminan las galerías de las minas. La primera en entrar en su habitación fue Nora. Después lo hicieron, por orden, Lorenzo, Colli y Ada.

Lorenzo entró en su habitación y fue derecho a asomarse a la puerta de la terraza. Había una sola terraza que daba a la laguna, dividida en compartimentos por barandillas bajas. Ya era el atardecer, largos reflejos rojos como de sangre persistían sobre las aguas obscuras y opacas; ahora la selva más allá de la laguna era una masa negra e indistinta bajo un cielo vespertino entre rojo y verde. Lorenzo miró por un momento ese paisaje inmóvil y silencioso que parecía esperar a la noche para revelar su misteriosa vitalidad, después entró en la habitación, tomó la bolsa, fue al baño y dispuso maquinalmente los objetos de aseo. Quería dejar pasar un poco de tiempo antes de ir a ver a Nora a su habitación y no sabía qué hacer. Después se dio cuenta de que, con su preocupación por la actitud de Nora, había olvidado completamente que por la mañana, en la rest-house, no se había hecho el aseo habitual. Tenía la barba larga y hacía casi dos días que no se lavaba, no se daba una ducha. «Buena idea», pensó, «me asearé larga y detenidamente».

Conque se desnudó, abrió la ducha y se colocó bajo el chorro de agua. Estaba casi tibia, no refrescaba nada, pero, según pensó, le quitaría de encima el polvo y el sudor de la jornada. Con esa idea se enjabonó cuidadosamente y varias veces. Después cerró la ducha, salió de ella y se secó con una tela esponjosa. Después vino el turno de la barba. Se enjabonó y se rasuró con cuidado. Después los dientes: cepillo y dentífrico. Por último, los cabellos: los peinó, les pasó el cepillo. Al final, miró el reloj: el aseo le había ocupado veinte minutos. Pensando que ya era hora de ir a reunirse con Nora, volvió a vestirse y salió de la habitación.

Se sentía en un estado de ánimo a un tiempo agresivo y confuso, el apropiado, reflexionó con lucidez, para decir o hacer tonterías. Encontró la puerta entornada y entró. Nora estaba tendida en la cama. La lámpara de petróleo, encerrada en una especie de jaula de ramas de árbol, proyectaba una luz desigual sobre su cuerpo desnudo. Estaba tendida boca arriba, con las piernas extendidas e inmóvil. Dijo al mirarlo:

—Ah, ¿eres tú? ¿Qué hora es?

—Las siete.

—Bien, ve ahí a esperarme. Ahora voy a ducharme y me prepararé para la cena.

La tensión de Lorenzo explotó de forma torpe e involuntaria:

—Habías dicho que en Mayumba todo cambiaría. En cambio, todo es como antes, peor que antes. ¿Por qué has querido dos habitaciones separadas?

La vio erguirse sobre los codos y dirigirle los ojos llenos de luz azul e irreal:

—Las he querido igual que las ha querido Ada. ¿Por qué ella sí y yo no?

—Has dicho que yo roncaba.

—¿Qué querías que dijera? ¿Que Ada quiere una habitación individual para verse con mi marido? Algo debía decir.

Lorenzo mintió, sin por ello dejar de dar la impresión de que no mentía:

—Entre Ada y yo no hay absolutamente nada. En realidad, tú has querido tener una habitación individual para ver a Colli.

—¿Y aun cuando así fuera?

—Ah, ¿es así?

—Sí, es así, exactamente como Ada y tú.

—Pero ¡si te he dicho que entre Ada y yo no hay nada!

—No tendrás queja de mí. Siempre procuro dejarte solo con Ada.

Una tristeza repentina, mortal, hizo enmudecer a Lorenzo. Así —pensó—, que su relación había llegado ya a la fase que, en la jerga mundana, se llamaba de la «pareja abierta». Cada uno de los cónyuges tenía un amante y toleraba al del otro. Su tristeza era tanto más profunda cuanto que Nora hablaba con la ligereza infantil de una niña que recuerda a su compañero las reglas de un juego. Dijo con dolor:

—Pero, Nora, no puedes hablarme de este modo. Eres mi esposa y yo soy tu marido.

Esa vez ella no dijo nada. Lorenzo insistió:

—A ver, ¿por qué no hablas?

—No tengo nada que decir. Lo que sucede entre Colli y yo no te incumbe, como lo que sucede entre Ada y tú no me incumbe a mí.

—Ah, ¿es así? Pero ¿no te das cuenta de que nada de lo que sucede entre Colli y tú puede dejar de incumbirme? Tú no me amas y no quieres saber nada. Pero yo te amo y quiero saberlo todo, pero es que todo.

Ella lo miró como sorprendida y después dijo negligentemente, no sin infantil complacencia:

—Colli me ha pedido que me case con él.

A Lorenzo le dio un vuelco el corazón y sintió un gran frío por la espalda:

—Ah, ¿de eso es de lo que hablabais la otra noche bajo el porche de la rest-house?

—De eso, entre otras cosas.

A Lorenzo se le había nublado la vista, advirtió que estaba temblando y guardó silencio por un momento. Después dijo:

—Entonces, ¿es verdad?

—¿El qué?

—¿Que eres su amante?

—No tengo nada que decir.

—Y tú, ¿qué le respondiste?

—Son cosas que sólo incumben a él y a mí.

Lorenzo corrigió despacio y con fuerza:

—A ti, a él y a mí.

Ese tono tan serio pareció impresionar a Nora. Lorenzo quería saber la verdad y ella parecía decidida a decírsela:

—A ver si nos entendemos: me ha pedido que me case con él, pero yo no he decidido lo que se dice nada.

Lorenzo comprendió de improviso que había pensado en todo, salvo en la posibilidad de que Nora, del mismo modo que jugaba con él, estuviera jugando también con Colli, y, precisamente porque jugaba, no podía haber tomado en serio la propuesta de matrimonio: si no, ¿qué clase de juego habría sido? Pero ¿qué otra cosa era ese juego sino el ovillo con que el gato juega precisamente, al limitarse a empujarlo y correr tras él? No obstante, insistió, deseoso de oírselo repetir:

—¿Tú no has decidido aún nada?

Como si Lorenzo le hubiera recordado una regla conocida de ese juego de la «pareja abierta», ella confirmó:

—Estate tranquilo: si me decido, serás el primero en saberlo.

—Pero ¿qué dices?

—No lo sé.

Pero ahora no le bastaba con saber que Nora jugaba con Colli tanto como con él. Quería saber hasta dónde había llegado el juego. Ese deseo de saber más, de saberlo todo, resultaba agudizado de forma insoportable por la vista del cuerpo desnudo de Nora, que seguía tendida boca arriba, con las piernas abiertas y el penacho rubio del pubis bajo el que se abría la boquita vertical del sexo, de labios rojos y bien dibujados. Lorenzo habría deseado que esa boca hubiera tenido voz y le hubiese dicho tranquila y descarada: «Sí, he sido penetrada, ahora ya lo sabes: varias veces y con total satisfacción». Esa idea de la penetración tenía una autonomía simbólica propia, que convertía el sexo de Nora en un objeto de su exclusiva propiedad, más una parte de sí mismo que de Nora, en cuanto que constituía una extensión de su persona, exactamente como cualquier otra propiedad personal y hasta entonces inviolable. Nora era libre de hacer lo que quisiera por sí misma, pero no con esa parte de su cuerpo. En una palabra, era el sentimiento del propietario que ve un objeto de su propiedad utilizado por un extraño y debía de traslucirse en su forma de mirar a Nora, porque ella cerró las piernas y preguntó:

—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué me miras así?

—Me pasa que quisiera saber una cosa más de ti.

—Pero ¿cuál?

—Si Colli y tú habéis hecho el amor.

—¿Qué te importa eso? ¿En qué cambiaría las cosas, si lo hubiéramos hecho? ¿Acaso no estoy siempre dispuesta a hacer el amor contigo todas las veces que lo desees?

—Yo quiero saber si Colli… ha entrado dentro de ti.

—¿Por qué? ¿Qué te importa? Las prostitutas, como tú dices, dejan entrar a muchos hombres dentro de sí. Pero tú siempre has dicho que ibas con prostitutas y no te parecía que tuviera nada de malo.

—Tú no eres una prostituta.

—No —dijo ella con un curioso sobresalto de dignidad—. No lo soy en absoluto. Soy tu esposa y sé que soy una buena esposa. Eso me basta y debe bastarte a ti.

Lorenzo enmudeció. De modo que estaban en el punto de partida: él no debía saber si Colli y ella eran amantes, debía contentarse con que ella fuera una buena esposa, siempre dispuesta a entregarse a él. Nora pareció comprender el significado de su silencio, porque añadió:

—No estés tan enfadado. Ya sabes que te quiero sólo a ti.

Lorenzo respondió resignado:

Eso ya lo sabía.

—Pues entonces no intentes saber más. Entre otras cosas, porque no hay nada que saber.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir —dijo ella con la mayor ligereza, al tiempo que se levantaba de la cama—, que voy a arreglarme y después nos encontramos abajo en el comedor, dentro de media hora.