2

Dos días después, al volver a casa por la noche, Lorenzo oyó con sorpresa que de la sala de estar llegaba un sonido de voces. Como era domingo y la criada no estaba, habían quedado en ir a cenar con Nora en un restaurante, pero aquellas voces le hicieron dudar de su memoria. ¿Habría olvidado que estaba citado con alguien para cenar? ¿Y quién podía ser? Se quitó presuroso el abrigo y, tras haberse echado un vistazo fugaz en el espejo del recibidor, pasó a la sala de estar.

Tuvo de repente la insólita y desconcertante impresión de algo ya visto o, mejor dicho, ya previsto. En el centro de la sala de estar —de pie, alto, desgarbado, vestido de azul obscuro—, estaba Colli. En el sofá, junto a la chimenea, estaba sentada una mujer morena, que debía de ser la esposa de Colli. En el sofá de enfrente estaba sentada Nora.

Hubo una escena confusa de reconocimientos y saludos o, mejor dicho, pareció confusa a Lorenzo, porque aún no lograba entender cómo era que Colli y su esposa estaban en su casa en aquel momento. Nora, con entusiasmo infantil y fortuito, explicó desde el sofá:

—Di la verdad: ¿a que no te lo esperabas? Colli te ha llamado hoy por teléfono y, como no estabas, hemos estado hablando y el resultado es que esta noche cenamos los cuatro juntos. Por cierto, que he cambiado de idea o, mejor dicho, Colli me ha hecho cambiar. Iré con vosotros al Gabón. Ahora estarás contento, ¿no? Tú querías que fuera. Pero tú no conoces a la señora Colli: Ada, te presento a mi marido. Nos tuteamos, ¿verdad?

Lorenzo se acercó a Ada y le estrechó la mano. Su confusión continuaba y se iba tiñendo poco a poco de recelo e ira, pero no por ello dejó de observar a Ada e incluso, tal vez por la ira, con una atención más detenida de lo habitual. Tenía un rostro hermoso, pero muy pálido y como ajado, en el que resplandecían, en el marco de los cabellos negros, unos ojos negros casi embarazosos por la intensidad de su mirada. En la sala de estar totalmente blanca, con sofás blancos y visillos blancos, resaltaba con un vestido negro de falda cortísima y chaqueta pequeña, apretada y entallada. Lorenzo notó también que tenía las piernas cruzadas y que los muslos, de una blancura marmórea, aparecían desnudos entre el borde de las medias y el de la falda. Igualmente blancos y marmóreos se vislumbraban sus exuberantes senos, que se inflaban en el escote de la chaqueta a medio abrir. De modo obscuro, Lorenzo sintió de repente que la figura de Ada estaba relacionada de algún modo con su furiosa decepción por el repentino cambio de opinión de su esposa. Y eso, ¿por qué? No tuvo tiempo para explicárselo. Colli exclamaba con jovialidad:

—Ahora tenemos que brindar por nuestro viaje.

Y ya Nora se levantaba del diván y respondía:

—Sí, bebamos; voy a coger el champán: precisamente tenemos una botella en la nevera.

Y entonces Lorenzo sintió de pronto que debía obtener a toda costa una explicación de su esposa. ¿Cuándo? Al instante. Gritó a Nora, que ya se dirigía hacia la puerta:

—Te equivocas: no tenemos champán.

—El que se equivoca eres tú: lo he visto esta mañana.

Nora pasó por delante de él y salió de la sala de estar. Sin preocuparse de los huéspedes, Lorenzo corrió tras ella y salió también.

Se encontraron en el recibidor. Lorenzo agarró a Nora por un brazo y le dijo con voz alterada:

—Pero ¿qué es esto? Habías decidido que no vendrías al Gabón y ahora quieres venir.

—He cambiado de idea.

—Y, además, Colli. ¿Qué tiene que ver Colli con esto?

—Ya te lo he dicho: ha telefoneado hoy, tú no estabas, hemos hablado y me ha convencido para que vaya. Después nos ha invitado a ti y a mí a cenar esta noche y he aceptado. ¿He hecho mal en aceptar?

Lorenzo dijo nervioso:

—No, has hecho muy bien. Pero ¿qué quiere decir que te ha convencido? ¿Habéis hablado mucho rato?

También a él mismo esa última pregunta le pareció absurda, nada más haberla formulado, y se arrepintió de haberlo hecho. Pero Nora no pareció advertirlo. Respondió de forma un tanto imprecisa:

—Sí, hemos hablado bastante rato.

—Pero ¿qué os habéis dicho?

—Muchas cosas. Me ha hablado de África, de él, de su esposa. Ha estado muchas veces en el Gabón, dice que es muy hermoso y que nos hará de guía. En realidad, tiene negocios en el Gabón.

—O sea, que ayer habías decidido no venir y hoy has cambiado de idea.

—Sí, he cambiado de idea. —No había desafío alguno en la voz de Nora, sólo una simple y objetiva confirmación—. Pero ahora déjame, que voy a coger el champán. A propósito, ¿por qué me has dicho que no teníamos? ¡Si lo habías visto tú mismo ayer!

—Lo he dicho porque quería hablar contigo a solas.

—Bueno, pues ahora ya me has hablado. Pero, anda, no seas así. —Nora le envió un rápido beso, abrió una puerta y desapareció. Lorenzo volvió a la sala de estar, pero en el umbral se cruzó con Colli, que salía.

—Tendría que hacer una llamada de teléfono urgente. En la sala de estar no hay teléfono. ¿Dónde puedo hacerla?

Lorenzo regresó al recibidor y abrió la puerta por la que había desaparecido Nora:

—Allí, al fondo del pasillo, a la izquierda.

Presa de una furia rabiosa, volvió la espalda a Colli, quien ya se apresuraba en la dirección que le había indicado, y volvió a entrar en la sala de estar.

Encontró a Ada sentada en el sofá, como antes. Estaba fumando con la mirada perdida en el vacío. Los pensamientos de Lorenzo eran violentos y decididos: «Ahora Colli encontrará a Nora en la cocina, al final del pasillo, y no perderá el tiempo: conseguirá besarla. Pero yo haré lo mismo con su mujer. A ver cuál de los dos lo hace antes». Sin titubear, se acercó a Ada y le dijo:

—Ahora traerá el champán. Me había equivocado: resulta que había una botella.

Ada se volvió al instante como un resorte, como si hubiera esperado exactamente esa frase, y respondió:

—Usted sabía perfectamente que había champán. Ha sido sólo un pretexto.

—¿Un pretexto para qué?

—Para correr tras su mujer, apartarse con ella y decirle ciertas cosas.

—Pero ¿qué cosas?

—Las mismas cosas que podría decir y tal vez diré yo a mi marido después de esta hermosa velada.

—¿Es decir?

La voz de Ada, embargada de una rabia tan semejante a la suya y al tiempo ya tan íntima, de una intimidad cómplice y solidaria, turbaba a Lorenzo. La vio dejar el cigarrillo en el cenicero y después escandir con calma despechada:

—Ande, no se haga el desentendido, me comprende usted perfectamente.

—No comprendo nada.

—Quiero decir que usted ha corrido tras su mujer como yo ahora podría correr tras mi marido y por el mismo motivo: por celos. Pero puede estar tranquilo: yo no iré a buscar a mi marido, aunque estoy segura de que en este momento se encuentra con su mujer. Hablemos de otra cosa, ¿quiere? Hablemos del Gabón.

—No, hablemos de usted.

—De mí no hay nada que decir. Soy una mujer traicionada y, aun así, irremediablemente fiel: eso es todo.

Ahora Lorenzo, de forma contradictoria y nueva para él, estaba a un tiempo lúcido y turbado. Lúcido en su propósito de vengarse de Colli seduciendo a su esposa y turbado por la evidente complicidad de Ada. Esforzándose con el tono ligero de un cortejador descarado, dijo:

—Al contrario, hay mucho que decir. Por ejemplo, que usted es todo un contraste de blanco y negro: negros los cabellos, negros los ojos, negras las medias, negros los zapatos y negro el vestido; blanco el rostro, blanco el seno y blancas las piernas.

Se sentía totalmente falso, pero al mismo tiempo sincero en cierto modo; de hecho, eso era lo que le había parecido algo significativo y que de forma obscura le incumbía. Ada dio muestras inmediatas de comprenderlo:

—Diga «los muslos», no tenga miedo a la palabra. —Guardó silencio un momento y después añadió con una impudicia tranquila y provocativa—: Ha visto usted bien. Es cierto. Tengo un cuerpo demasiado blanco y el resto demasiado negro.

—¿El resto?

—Sí, ese poco o mucho que no puedes ver, pero eres dueño de imaginar.

Lorenzo pensó con lucidez y turbación: «¡Ya está!», y alargó una mano para acariciar el rostro de Ada. Al instante, ella le tomó la mano, se la llevó a la boca y se la mordió, fuerte, pero sin hacerle daño. Lorenzo reflexionó: «Es un mordisco que equivale a una toma de posesión simbólica y cómplice. Pero ¿qué complicidad? Somos cómplices en los celos. Ella me tutea, me muerde la mano, me invita a imaginar la parte negra y oculta de su cuerpo. Yo la acaricio, estoy turbado, la deseo. Y, sin embargo, todo esto no se debe sino a los celos tanto en ella como en mí».

En ese mismo momento se oyó el ruido de una puerta empujada y abierta no con la mano, sino con el pie, y entró Colli en la sala de estar sosteniendo en ambas manos una bandeja con vasos. Detrás de él venía Nora con el cubo de hielo, del que sobresalía el cuello de la botella. Nora gritó:

—Disculpad, he tardado más de lo que pensaba, pero Colli me ha ayudado.

Lorenzo pensó: «¿La ha ayudado a qué? A coger la botella de la nevera y los vasos del aparador. ¿Y la llamada de teléfono?». Pero no dijo nada, se limitó a mirar a los ojos a Ada y tuvo la desagradable y a un tiempo turbadora sensación de que ella estaba pensando lo mismo.

Después todo se desarrolló con previsible alegría convencional. Colli tomó la botella y con gestos hábiles le quitó el papel plateado del cuello e impelió hacia arriba con el pulgar el tapón hasta que salió del todo con una pequeña explosión resonante y Nora hizo el papel infantil de la mujer que se tapa los oídos. Después Colli sirvió a los cuatro y brindaron cruzando y chocando los vasos y después levantándolos y mirándose unos a otros por encima del champán. Además, Nora tuvo otro arranque afectuoso y abrazó a Lorenzo, al tiempo que exclamaba:

—Entonces, ¿no te alegras de que al final vaya al Gabón?

Hubo también un brindis enigmático y apasionado por parte de Ada, que alargó el vaso diciendo a su marido:

—Flavio, ahora bebamos nosotros dos. Bebamos por la salud de lo que tú sabes.

Colli no comprendió o, mejor dicho, fingió no comprender y respondió con una carcajada jovial:

—Yo no sé nada. Pero bebamos igual.

Brindaron, bebieron, pero permanecieron en pie. Colli dejó el vaso vacío sobre la mesa y dijo:

—¿Qué? ¿Nos vamos?

También los otros dejaron los vasos sobre la mesa. Pero el de Ada estaba aún lleno, la carcajada de su marido la había desconcertado y se había alejado sin brindar.

Cuando estuvieron en la calle, en la fría y brillante noche de diciembre, frente a los coches resplandecientes, aparcados en fila en la callejuela de los Parioli, Lorenzo preguntó a Colli:

—Entonces, ¿a qué restaurante vamos?

Colli, enfundado en un chaquetón corto con cuello de piel que parecía volverlo más alto y más desgarbado, respondió con alegría:

—Hombre, pues a un restaurante toscano. —Nombró un restaurante muy conocido y añadió como motivo de la elección—: El dueño es de Arezzo como yo, claro está.

Lorenzo reflexionó apresuradamente: ¿cómo irían? Habría sido lógico que cada pareja fuera con su coche, pero temía que Colli, agresivo y convencional, propusiese el intercambio de las esposas. Y, en efecto, como preveía, fue así exactamente. Colli añadió al instante:

—Venga, intercambiémonos las mujeres. Ada irá con Lorenzo y yo me llevaré a Nora. Ande, venga conmigo, Nora.

Así se separaron. Colli cogió del brazo a Nora y se dirigió hacia su coche. Lorenzo, aún como inseguro, se encontró solo con Ada, quien dijo de repente:

—¿Lo ve como estamos de nuevo juntos?

—Sí.

—Como ellos.

Lorenzo no hizo caso de esa observación, abrió la portezuela del coche y Ada montó. Lorenzo dio la vuelta en torno al coche, montó él también, encendió el motor y empezó a conducir en silencio. Después, de repente, casi sin darse cuenta, habló y dijo exactamente lo que le angustiaba en aquel momento:

—Hablando de celos, ¿tu marido es celoso?

—Dime antes que nada si es celosa tu mujer.

Lorenzo, sorprendido por la provocativa agresividad de Ada, siguió conduciendo un rato en silencio. Después dijo:

—No, no lo es. Pero no tiene motivo para serlo.

—Tampoco mi marido lo es ni tiene motivo para serlo. O, mejor dicho, no lo tenía hasta hace poco.

—¿Por qué hasta hace poco? ¿Qué ha sucedido hace poco?

—Esto. —Ada alargó la mano, cogió la de Lorenzo asida al volante y repitió el mordisco de complicidad que poco antes le había dado en la sala de estar—. No es mucho, de acuerdo —prosiguió, como hablando para sí misma—, pero, aunque fuese mucho, puedes estar tranquilo, ni mi marido ni tu mujer estarían celosos.

—¿Por qué?

—Porque yo amo a mi marido y tú amas a tu mujer. Pero tu mujer no te ama a ti y mi marido no me ama a mí.

—Pero ¿quién te ha dicho que mi mujer no me ama?

—Me lo indica su comportamiento. ¿Qué crees que están haciendo en este momento en el coche?

Lorenzo se sintió turbado, experimentó una sensación como de desmayo y dijo con voz apenas audible:

—¡Y qué quieres que hagan! Hablarán. O estarán callados.

—¡Sí, sí, hablarán! ¡Anda, hombre! Conozco a mi marido y sé lo que hace en ciertas circunstancias. En mi opinión, ahora mismo, en la medida en que es posible en el coche, están haciendo el amor.

Lorenzo, turbado más que nunca, no dijo nada. Ahora intentaba convencerse de que Ada hablaba por celos, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que sus celos no eran inferiores a los de Ada y que, por consiguiente, no lograba dejar de compartir sus sospechas. Al final, dijo con rabia:

—Pero ¿por qué has de imaginar cosas semejantes? Un hombre y una mujer están solos por unos pocos minutos en un coche, ¿y entonces tienen que aprovechar por fuerza para hacer el amor?

—Lo están haciendo, no te quepa duda. Ya te lo he dicho: conozco a mi marido.

Lorenzo miró al frente, por el cristal del parabrisas. Más allá del capó, la calle estaba vacía por un buen trecho. Pero allá lejos se podía ver, en la noche brillante y bien iluminada, el coche de Colli, que precedía al suyo. ¿Qué estaba sucediendo en aquel coche? Lorenzo pensó que Ada había de tener razón e inmediatamente el pensamiento de la traición quedó substituido por las imágenes: Colli conduciendo con una sola mano y atrayendo a Nora contra sí, Nora besando al sesgo a Colli en la mejilla, en la boca, o dejándose encorvar bajo el volante y sobre la entrepierna de él. Eran imágenes insoportables y le hubiera gustado borrarlas, anularlas. Pero ¿cómo? Casi automáticamente, al tiempo que se decía que Ada y él eran dos espejos que reflejaban a Colli y a Nora o, mejor dicho, dos dobles que no podían por menos de repetir los gestos de los otros dos, alargó la mano y agarró a Ada por los cabellos e intentó atraerle la cabeza hacia su entrepierna bajo el volante. Por lo demás, no era un acto de voluntad lúcido, frío: la imitación de Colli y Nora le inspiraba una turbación que, cosa extraña, parecía nacer precisamente de la complicidad; se sentía turbado no tanto porque deseara a Ada cuanto porque era cómplice de ella en la aspiración a borrar las insoportables imágenes de la relación imaginaria de Colli y Nora con la realidad de la imitación. Pero, esa vez de forma imprevista, Ada reaccionó. De un tirón se liberó de su mano y se enderezó:

—No, no hagas eso. ¿Qué te ocurre?

Lorenzo respondió con rabia:

—No me ocurre nada. Simplemente soy un marido que ama a su mujer.

Ya habían llegado. En una placita entre edificios antiguos, el pequeño rótulo discreto anunciaba el nombre del restaurante. Había otros coches aparcados en la plaza y el de Colli ya se había introducido en un espacio libre. Lorenzo no encontró sino un huequecito junto a la entrada de una calle y perdió mucho tiempo haciendo la maniobra de girar el coche y dar marcha atrás. Cuando se apearon, encontraron a Colli y a Nora esperándolos de pie a la puerta del restaurante.

Colli dijo con calma:

—¿Estamos todos?

Nora dijo, a su vez:

—Creíamos haberos perdido.

Entraron en el restaurante. Había dos salas, una grande y otra pequeña. Su mesa estaba reservada en la sala pequeña. Colli estrechó la mano al dueño, que había acudido obsequioso, intercambió unas pocas palabras con él, le encargó que llevaran en seguida vino y entremeses a la mesa y después precedió a los otros tres hasta la sala.

La mesa estaba ya preparada, en un ángulo, bajo un gran espejo rectangular y, a saber por qué, Lorenzo, al advertirlo, sintió un presentimiento que en ese momento no logró explicarse. Después, al sentarse, comprendió. Colli y él estaban sentados por el lado de la sala, delante, respectivamente, de Nora y de Ada, sentadas contra la pared. Ahora bien, en esa posición él podía perfectamente, sin que se notara, vigilar a Colli en el espejo. Naturalmente, podía vigilar también a Nora, sentada delante de él. Pero sabía que Nora era, a su modo infantil, impenetrable. En cambio, si era cierto, como creía que lo era, que en el breve trayecto en el coche algo había sucedido entre su esposa y Colli, este último, tan extrovertido, lo delataría sin lugar a dudas con su comportamiento.

Y así fue, en efecto. Charlaron y comiendo y bebiendo dieron cuenta de los entremeses. Después, en espera del primer plato, se produjo un momento de silencio. Entonces, casualmente y casi con la sensación de hacer algo inútil, ya que hasta entonces no había notado nada anormal en el comportamiento de Colli, Lorenzo alzó los ojos y tuvo la impresión de que su mirada había adquirido la instantaneidad y precisión de un objetivo fotográfico. Colli, que estaba sentado a su lado, estaba en aquel preciso instante guiñando un ojo de forma clara e inequívoca a Nora, sentada frente a él bajo el espejo. ¿Cuánto duró el guiño? Lorenzo calculó que con varias fases se prolongó al menos diez segundos, duración en verdad excepcional para un gesto de entendimiento por lo general rapidísimo. Las fases fueron tres: Colli guiñó primero el ojo brevísimamente, luego lo volvió a abrir a medias, como para ver el efecto que había causado, y después lo guiñó de nuevo y por más tiempo.

Lo que impresionó a Lorenzo, aparte de la vulgaridad del gesto de entendimiento, fue el desprecio de Colli hacia él y hacia su esposa. Ada y él «no contaban»: él, porque, según la lógica del adulterio, era una no entidad, es decir, un marido no amado por su mujer; Ada, porque Colli sabía que era amado y, a su vez, no la amaba. Sí, ni Ada ni Lorenzo «contaban» precisamente. Colli podía permitirse con ellos la indiferencia más ofensiva. Ante esa idea, Lorenzo se sintió por un momento embargado por un impulso de violencia casi incontrolable. Pensó en coger un vaso lleno de vino y lanzárselo a la cara a Colli. Pero era difícil hacerlo, porque Colli estaba a su lado. O bien levantarse de la mesa, coger de un brazo a Nora y marcharse, o bien… Pero en ese momento su violencia chocó y se desvió contra otra violencia totalmente similar a la suya en las causas y aún más fuerte en los efectos.

Sintió bajo la mesa un pie que se superponía al suyo y lo apretaba, bajó los ojos, que mantenía fijos en el espejo, y entonces vio a Ada, sentada frente a él, con el rostro descompuesto por la misma violencia exactamente que lo descomponía a él en aquel momento. Los ojos de Ada, que normalmente tenían una mirada de una intensidad extraordinaria, expresaban ahora una furia imperiosa. Estaba claro: Ada, sentada frente a él, había sorprendido, a su vez, el mismo guiño de ojo que Lorenzo había divisado en el espejo. Y con esa presión del pie y esas miradas de posesa le informaba de su descubrimiento y le incitaba a sacar las consecuencias.

Una vez más y como con una especie de perverso automatismo cuya lógica se le escapaba, sin embargo, Lorenzo se sintió turbado por la complicidad de la esposa de Colli. Ella estaba aplastándole el pie y mirándolo fijo a los ojos y después, con el mismo descaro con el que Colli había hecho antes una señal de entendimiento a Nora, arrastrada, parecía, por el mismo automatismo, le hizo una señal con la cabeza en dirección a la puerta, como para darle a entender que, una vez fuera del restaurante, deseaba hablarle, estar con él. Luego la vio dirigirse a su marido y decir en voz baja y contenida:

—¿Por qué no vamos todos a nuestro hotel después de cenar? Así podrás explicar mejor a Nora y a Lorenzo cómo es el Gabón.

Colli aprobó con entusiasmo:

—Estaba a punto de proponerlo, me has quitado la palabra de la boca.

La ávida turbación que impedía a Lorenzo secundar a Ada no le impedía advertir, sin embargo, el dolor casi insoportable de los celos. En realidad —pensó—, dolor y turbación se fundían sin abolirse, sino, al contrario, como infundiéndose fuerza mutuamente. Se sentía turbado por Ada porque tenía celos de Nora. Si hubiera sabido a ciencia cierta que entre Colli y Nora no había sucedido nada, la turbación, como por encanto, habría cesado sin duda. Pero, en realidad, algo había sucedido, el guiño de Colli constituía la prueba indudable. Y la turbación persistía.

Entre esas reflexiones o, mejor dicho, esa confusión del ánimo, de vez en cuando se le ocurría que tal vez la única salida del atolladero en que le parecía encontrarse fuera no ir a África. «Mañana mismo telefoneo al director y le digo que por motivos de salud me veo obligado a renunciar a mi misión en África». Pero inmediatamente después se decía que lo irreparable ya había sucedido; insensatamente, había presentado a Colli y a Nora, con lo que, de forma inevitable y mucho más fácil, sucedería en Roma lo que quería evitar durante el viaje al Gabón.

La cena concluyó de modo inesperado y antes de lo previsto porque el pesado segundo plato de liebre en salmorejo hizo parecer superfluo el postre: todos lo rechazaron y se contentaron con unas galletas y un vaso de vino dulce. Pero en esa inapetencia —pensó Lorenzo— tal vez hubiese también la impaciencia de volver a verse fuera del restaurante, en el mismo orden en que habían llegado: Colli con Nora y Ada con él. Y lo que más le impresionaba era que él sentía esa impaciencia: si no por otra razón, porque Colli la sentía visiblemente.

De repente Colli se levantó sin decir palabra y fue a pagar la cuenta. Nora, como siguiéndolo, dijo que iba al baño. En cuanto se quedó a solas con Ada, Lorenzo no tuvo tiempo de hablar, porque ella, con voz baja e intensa, le dijo de un tirón:

—Ahora vienes en el coche conmigo y mi marido irá con Nora. Por el camino podemos detenernos en algún lugar solitario, por ejemplo a orillas del Tíber, y así hablaremos. Después diré que había olvidado el bolso y hemos vuelto al restaurante para recogerlo.

Así, pese a su furia o, mejor dicho, gracias a ella, Ada ya había preparado todo un plan: el trayecto juntos a su hotel, la parada a orillas del Tíber, el olvido del bolso en el restaurante. Lorenzo no dijo nada: la cómplice violencia de Ada le turbaba y al mismo tiempo se preguntaba con una duda no carente de esperanza qué haría Nora una vez fuera del restaurante: ¿montaría de nuevo en el coche de Colli o en el suyo? Ada interpretó ese silencio como una aquiescencia. Y añadió:

—Pero ¿has visto cómo le ha guiñado el ojo él? ¿Lo has visto o no? —Lorenzo no dijo nada y se levantó de la mesa. Ada se levantó, a su vez. Juntos se reunieron con Colli y Nora: el primero estaba despidiéndose del dueño del restaurante, Nora asistía a la despedida con una expresión que impresionó a Lorenzo como un presentimiento de lo que estaba por suceder.

En efecto, apenas estuvieron fuera del restaurante en la noche helada por el viento de tramontana, entre el resplandor de los automóviles aparcados en la plaza, Lorenzo miró a Nora y vio que ya estaba junto a Colli. Éste gritó:

—Entonces nos encontramos en el hotel. Vamos, Nora.

Vio a su esposa hacer un vago gesto de despedida y después seguir dócil a Colli y montar en su coche. Colli, que había mantenido la portezuela abierta para ayudar a Nora a montar, dio la vuelta en torno al coche y montó, a su vez. Rugió el motor y después el coche de Colli se movió reculando silencioso, salió del aparcamiento, giró ante sus ojos y desapareció. Ada dijo con aspereza:

—Bueno, ¿qué hacemos aquí? Vamos, ¿no?

Al principio, Lorenzo condujo sin hablar. Ahora tenía ante los ojos el plan de Ada como un velo transparente tras el cual veía, mucho más reales, a Colli y Nora juntos y solos en el coche y después en la habitación del hotel. Esa visión le resultaba de nuevo insoportable, como en el trayecto de ida, y, como entonces, intentó borrarla haciendo con Ada lo que ahora sabía a ciencia cierta que Colli haría con Nora. Sin dejar de conducir con una sola mano y mirando el camino, tendió la otra hacia Ada, buscó su cabeza, bajó hacia los hombros, la apretó de repente en la nuca y dijo entre dientes:

—En tu opinión, ¿qué harán en el hotel?

—¡Qué pregunta! Harán el amor. Pero ¡suéltame, que me haces daño!

Lorenzo la soltó y ella dijo de pronto, eficiente y locuaz:

—Ahora das la vuelta por Piazza Venezia, bajas por Via del Mare y llegas a orillas del Tíber. Podríamos paramos allí.

—Pero ¿para qué?

—Para hablar, ¿no?

—Pero ellos no hablan.

—¿Y quién te dice que sólo vamos a hablar?

Lorenzo no dijo nada y aceleró. Ahí estaba la Via del Mare, completamente iluminada, con el Teatro de Marcello, el Templo de Vesta, la iglesia con la Boca de la Verdad. Desde la Via del Mare se podían ver, más arriba, las orillas del Tíber, igualmente iluminadas. Iban y venían coches por todos lados, corrían por la Via del Mare, volvían a salir por las orillas del Tíber. Lorenzo dijo:

—Aquí hay luz y coches por todos lados. ¿Dónde está el lugar solitario?

—Avanza por el Aventino, puedes subir hacia esa hermosa placita en sombra, la de los Cavalieri di Malta.

Estaban parados en el semáforo. Después, al rojo sucedió el verde y Lorenzo acometió veloz la subida hacia el Aventino. Allí había una primera placita, con una iglesia, después un ensanche cuadrado, luego una segunda placita con otra iglesia. Allí, por detrás de los viejos muros romanos sobresalían cipreses enormes y grandes árboles frondosos, había sólo unos pocos coches parados, no pasaba casi nadie y a las zonas iluminadas sucedían espacios sumidos en una sombra negra. Lorenzo detuvo el coche en una de aquellas placitas, en la parte más obscura, donde un solo farol esparcía una luz limitada, y sin decir palabra se arrojó sobre Ada.

Estaba turbado y perfectamente lúcido, tenía una fuerte erección y a la vez este pensamiento fijo:

—Cuando lleguemos al hotel, ésta debe ya haberse convertido en mi amante. Sólo de ese modo podré soportar la vista de Colli y Nora a solas y, a su vez, ya amantes.

Pero, para su sorpresa, en vista de la cómplice calma con que lo había guiado hasta allí arriba, Ada forcejeó con violencia:

—No, no hagas eso, dame sólo un beso y después nos vamos.

Intentaba zafarse y, curiosamente, después de tanta provocación premeditada, había en su forcejeo una sinceridad inocente y desmañada que a Lorenzo parecía tanto más provocante. Lucharon en aquella negra obscuridad que el blanco rayo del farol solitario dividía en dos zonas de sombra, una de los hombros de Ada para arriba y la otra de sus rodillas para abajo, por lo que quedaba, así, vívidamente iluminada la parte central de su cuerpo. La intención de Lorenzo era apretar un botón bajo el respaldo, bajar el asiento y tenderla boca arriba. Al final, lo logró: de repente Ada cayó hacia atrás, boca arriba, y al instante él estuvo encima de ella con violencia y determinación:

—Has dicho que eras demasiado blanca y demasiado negra. Veamos si es verdad.

De forma imprevista, ella cesó de pronto de forcejear y dijo con expresión de vanidad complacida:

—De acuerdo, te enseñaré lo que quieres ver, pero prométeme que no haremos nada más. Después nos vamos al hotel.

Lorenzo dijo con rabia:

—No prometo nada.

—No, prométemelo. ¿Por qué no quieres entenderlo? Yo amo a mi marido y quiero seguir siéndole fiel.

Lorenzo dijo con amargura repentina y profunda:

—También yo amo a mi mujer. Y precisamente por eso quiero serle infiel.

—Entonces, ¿me prometes que te limitarás a mirar y se acabó?

¿Bastaría la exhibición que Ada le proponía para compensar el ultraje de Colli? Dijo con rabia:

—¡Cuántas historias! Si no quieres, no lo hagas y se acabó.

—Anda, no te enfades.

Como convencida de que Lorenzo le había hecho la promesa que ponía como condición, Ada se puso, sin prisa y sin dejar de permanecer boca arriba, a desnudar lo que bastaba para satisfacer la curiosidad de él y su vanidad. Se llevó las dos manos a la cintura, desabrochó el cinturón, bajó en el costado la cremallera y se bajó la faldita. Después se bajó las bragas y, por último, permaneció inmóvil, aún boca arriba, y con las piernas ligeramente separadas.

Al intenso rayo del farol, el cuerpo aparecía con una blancura sólida y clara, salvo en el regazo, donde la negrura del pubis se extendía hasta casi el ombligo y descendía por entre los muslos. Ada dijo al fin, al tiempo que alzaba un poco la cabeza, con voz serena y apagada:

—¿Acaso no te había dicho que era demasiado blanca por todo el cuerpo, salvo donde soy demasiado negra? ¿Estás contento ahora?

—¿Contento de qué? —Lorenzo pensó que para el caso bastaba: para Colli el visón de oro de Nora, para él la mata negra de Ada. Añadió—: Discúlpame, ahora vámonos —y pulsó el botón del asiento. Se enderezó el respaldo, Ada volvió a quedar sentada sin la menor confusión y en un instante se volvió a cubrir. El coche arrancó, después dio la vuelta a la plaza y desembocó veloz en la calle entre murallas por la que habían llegado.

Pasaron un rato sin hablar. Después Ada preguntó:

—¿Por qué me has dicho: «Discúlpame»?

—Porque me he equivocado.

—Discúlpame tú. Mira, te prometo que, nada más llegar a África, haremos el amor.

Lorenzo dijo con amargura:

—En África no haremos el amor. Lo harán ellos y nosotros nos quedaremos mirando.

—Pero ¡qué dices! Lo haremos tan bien, que serán ellos los que estén celosos de nosotros. A propósito, recuerda que había olvidado el bolso en el restaurante y que hemos vuelto a recogerlo.

Así —pensó Lorenzo—, aun no habiendo sucedido nada entre ellos, salvo una fatua y en el fondo inocente exhibición, Ada hablaba como una amante segura de sí misma y de su compañero después de un encuentro total o definitivo. Ada hablaba de ese modo —pensó también Lorenzo— no tanto porque lo amara a él cuanto porque estaba celosa de su marido.

Después de esas pocas palabras de forzada complicidad, Lorenzo no volvió a hablar. El coche giró en Piazza Venezia, subió otra vez hasta Piazza del Quirinale y fue a detenerse en Via Bissolati, no lejos de la Piazza San Bernardo. Lorenzo aparcó con cuidado el coche y ayudó a Ada a apearse. Ella le dijo de repente:

—¿En qué piensas?

Lorenzo respondió con aspereza:

—¿Para qué justificar nuestro retraso con esa historia del olvido del bolso? Total, a ellos el retraso les ha venido bien y tus justificaciones les importan un bledo.

—Pero a mí no.

Caminaron en silencio hasta el hotel. El portero informó a Lorenzo de que el ingeniero Colli los esperaba en su suite, por lo que se dirigieron al ascensor, se encerraron en él y esperaron sin decir palabra, uno frente al otro, que llegara al tercer piso. Se abrieron las puertas, Ada salió la primera y se dirigió derecha por el largo pasillo desierto entre las dos filas de puertas cerradas.

Caminaron en silencio por la alfombra. Después Ada se detuvo y dijo:

—Es aquí.

Lorenzo hizo ademán de llamar, pero ella lo detuvo:

—Espera, antes dame un beso.

—Pero ¿por qué?

—¿Qué crees que estarán haciendo ellos en este momento, detrás de esta puerta?

—No lo sé, no quiero saberlo.

—Están haciendo lo que tú no quieres hacer conmigo. Y también algo más.

Cuchicheaban en voz baja, una señora anciana apareció de repente por el ángulo y los adelantó; ellos guardaron silencio hasta que hubo desaparecido y después Ada, si bien en voz igualmente baja, le regañó:

—Has querido ver cómo estoy hecha, te he contentado y ahora no quieres darme un beso siquiera.

Lorenzo se inclinó y le dio un beso que hubiera deseado rápido y fugaz, pero Ada le echó los brazos al cuello y el beso apasionado y voluntarista se prolongó y profundizó. Se separaron y ella dijo:

—¡Imagínate si Nora nos hubiese visto!

—¡No hables de mi mujer!

Con ímpetu rabioso, Lorenzo llamó a la puerta. Pasaron unos instantes, pero nadie vino a abrir. Ada susurró: «Están arreglándose», y Lorenzo no pudo por menos de decirse que también él había pensado lo mismo: por tanto, la complicidad continuaba tiñéndose ora de deseo ora de sospecha. Después, se abrió la puerta bruscamente y apareció Nora en el umbral:

—Pero ¿qué habéis estado haciendo?

Ada se adelantó:

—Había olvidado el bolso en el restaurante y hemos vuelto atrás para recogerlo.

Entraron en una especie de sala de estar, que, sin embargo, estaba vacía. Más allá, una cortina semiabierta separaba el salón de la alcoba. Allá, al fondo, de pie junto a la cama, Lorenzo vio a Colli, que sostenía el auricular del teléfono y hablaba en voz baja. No pudo por menos de pensar que todas las veces que se encontraba con Nora utilizaba el alibi del teléfono: así había hecho en su casa, así estaba haciendo ahora. Esa sospecha le resultó confirmada por un descubrimiento desconcertante: en una consola del salón había un teléfono. De modo que no podía caber duda: en el momento en que habían llamado, Colli y Nora estaban en la cama, Colli no había tenido tiempo de llegar hasta la puerta, tal vez se hubiera quedado arreglando la cama y así, para crearse el alibi habitual, había utilizado el teléfono que se encontraba sobre la mesilla de noche.

Colli dijo algunos monosílabos más y después colgó el auricular de forma demasiado brusca para una conversación normal. Lorenzo pensó al instante que había sido una llamada de teléfono fingida por Colli y que en el otro extremo del hilo no había interlocutor alguno. Colli interrumpió esas reflexiones, al llegar a su encuentro exclamando:

—En seguida llegará el champán.

—Pero ¿qué champán?

—Para brindar por nuestro viaje al Gabón.

—Pero ya lo hemos hecho en nuestra casa.

—Brindemos por segunda vez. ¿Qué hay de malo en ello?

Ada, como movida por una curiosidad irresistible, preguntó en tono que habría deseado ligero y casual:

—Y vosotros, ¿qué habéis estado haciendo, mientras nosotros corríamos a buscar el bolso?

Colli soltó una carcajada:

—¿Qué íbamos a hacer? Hemos hablado del Gabón.

—¿Habéis hablado del Gabón?

Nora confirmó:

—Sí, todo el tiempo. Tu marido ha estado allí muchas veces y me ha contado gran cantidad de cosas interesantes.

Ada guardó silencio un momento y después con tono alusivo y enfático, como para dar a entender que se trataba de una metáfora, dijo:

—También nosotros hemos hablado del Gabón. No hemos hecho otra cosa. Pero lo que se dice ninguna otra cosa.

Tenía los ojos brillantes y la voz trémula.

—Yo no sabía nada del Gabón. Tu marido lo sabe todo: nos hará de guía.

De improviso, con la oportunidad de una comedia un poco mecánica, llamaron a la puerta. Nora fue a abrir, un camarero entró sosteniendo una bandeja con el cubo de champán y los vasos. Fue derecho a una mesita del salón, dejó sobre ella la bandeja, hizo una ligera inclinación y se marchó.

Pero Ada no había acabado de descargar la tensión de la velada. De repente, nada más haberse marchado el camarero, dijo en voz muy alta:

—Bebamos, pues. Pero no por nuestro viaje al Gabón, ya lo hemos hecho, basta de hablar de nosotros. Bebamos, en cambio, por la salud de alguien a quien mi marido verá sin duda durante el viaje. Bebamos por el presidente de la República del Gabón. —A esa propuesta, casi surrealista a fuerza de extravagante, siguió un profundo silencio. Ada lo aprovechó para explicarse—: Mi marido va allí por asuntos de negocios. Su empresa está haciendo trabajos actualmente en el Gabón. Muchas cosas dependen del presidente del Gabón. ¿Qué tiene de extraño que bebamos por la salud del presidente?

Por fin, Colli superó la turbación, se adelantó y dijo con calma:

—Ada.

Su esposa respondió:

—¿Qué quieres?

—Ven aquí un momento.

—No, yo me quedo aquí. Quiero beber por la salud del presidente del Gabón.

—Anda, sólo un momento. —Colli avanzó, tomó a Ada sencillamente de la mano y dijo tranquilo y afectuoso—: Ven por aquí, tengo que decirte algo que te va a gustar.

—¿Que me va a gustar?

—Sí. Después volvemos aquí y bebemos, si tanto te interesa, por la salud del presidente del Gabón.

Lorenzo quedó impresionado por la dulzura de Colli. Vio a Ada mirarlo, indecisa, a él y después a su marido, como si debiera elegir entre los dos. Después dijo:

—Me gustaría saber, la verdad, qué es lo que puede gustarme. ¿No puedes decirlo delante de ellos?

—No, es algo que nos incumbe sólo a ti y a mí. Vosotros nos disculpáis, ¿verdad?

Ada avanzó y por fin siguió a Colli. Éste echó la cortina para ocultar la alcoba. Lorenzo miró a Nora. Estaba de pie junto a la puerta y dijo en voz baja:

—Tal vez sea mejor que nos vayamos.

Lorenzo movió la cabeza, pero no dijo nada. Pasaron unos instantes, después se abrió la cortina y Colli reapareció solo y volvió a echar la cortina, pero no tan rápido como para que Lorenzo no viera a Ada tendida en la cama, con un brazo sobre los ojos. Colli dijo en tono tranquilo:

—Sentaos, ¿no querréis iros tan pronto? Ada viene en seguida.

Lorenzo y Nora se sentaron juntos en el sofá. Colli sacó del cubo la botella de champán y se puso a quitar del cuello el papel de estaño. Y continuó la velada.