6
Dos días después, salieron para Mayumba, la playa más hermosa del Gabón, según la empleada de la agencia de viajes.
En el aeropuerto, contra toda previsión, encontraron una gran multitud, que, como les informó Colli, estaba compuesta, sin embargo, por parientes y amigos en su mayor parte que acompañaban a los pocos viajeros de verdad. Así, había más bien la atmósfera de un foyer de teatro de la ópera que de una sala de espera de aeropuerto, entre otras cosas por los chillones vestidos que mujeres y hombres llevaban y, según parecía, ostentaban ora paseándose de arriba abajo ora reuniéndose en grupos densos. Los hombres, como dijo Nora, parecían recién salidos de la cama con sus amplios y flameantes pijamas de algodón ligero, dibujos extravagantes y colores muy vivos; en cambio, las mujeres llevaban vestidos como de noche de los mismos tejidos pintorescos. En la cabeza, los hombres llevaban un gorro o boina también de tela de colores y las mujeres un turbante envuelto y alto en forma de coliflor. Toda aquella gente no parecía esperar una partida, sino participar en una fiesta. Pero Colli dijo:
—Consideran un salón el aeropuerto. Ya veréis como en el momento de la salida la mayoría se quedarán en tierra y partirán tan sólo unos pocos viajeros.
Y así fue, en efecto. De improviso, tras muchas llamadas incomprensibles por los altavoces, llegó el anuncio de la salida, igualmente incomprensible. Entonces no se vieron en el vasto salón sino abrazos, apretones de manos, saludos. Después los viajeros salieron del aeropuerto en fila india y se pusieron a correr por la pista en grupitos hacia el único aeroplano parado al margen del aeropuerto, sobre el fondo obscuro y melancólico de la selva.
En el avión se sentaron en este orden: Colli y Lorenzo, uno junto al otro, en la misma fila; Nora y Ada en otra fila. Colli, seguro ahora de que Lorenzo escribiría los artículos, le dijo:
—Venga aquí, conozco el Gabón, tal vez podría serle útil con algunas informaciones.
Lorenzo respondió:
—No esté tan seguro de que al final vaya a cumplir el encargo.
Colli se lo tomó a broma:
—Ande, ande, ha tenido un momento de mal humor: nos sucede a todos. Y después ocurre que las cosas que no se querían hacer al final salen mejor que las que se querían hacer. Entretanto, abra bien los ojos: dentro de poco sobrevolaremos una de las mayores selvas de África.
El avión se movió primero despacio y como vacilando, después con mayor velocidad y luego se separó de repente del suelo apuntando derecho hacia el cielo y empezó a subir casi en diagonal. Nubes desgarradas huían a lo largo de las ventanillas, apareciendo y desapareciendo rápidamente. El estruendoso rugido del despegue se transformó muy pronto en un zumbido potente y regular. Entonces apareció la selva.
Desde lo alto, la extensión de follaje parecía más abigarrada que desde el suelo. Ya no era la muralla melancólica, de un verde obscuro y opaco, que hacía de fondo al brillante avión en el aeropuerto, sino una especie de mosaico caprichoso e irregular de diversos grupos de árboles, cada cual con un follaje de color diferente. Los colores no se presentaban con manchas irregulares o vetas confusas, sino con largas piezas homogéneas como en una colcha de patchwork. Había piezas rojas, color herrumbre, verde clarísimo, verde obscuro, violáceas e incluso algunas casi negras. Algunas de ellas eran muy grandes y otras pequeñas, según la cantidad de árboles que las formaban. De vez en cuando se abría ese mosaico de follaje y entonces, entre dos riberas rojas como la sangre, aparecía la ribera azul de un río o bien la selva circundaba largos espacios sin árboles de un verde brillante, con matas dispuestas en orden, como en un parque inglés. Colli, a propósito de esos prados circundados por la selva, advirtió:
—¿Ve esos prados? Recuerdan a un parque. Y, sin embargo, son inaccesibles. Caer en uno de esos prados sería una muerte segura. Para llegar a ellos o salir de ellos sería necesario abrir una pista a propósito en la selva.
Lorenzo se sentía fastidiado con esa continua serie de informaciones y comentarios. ¿Por qué no lo dejaba en paz Colli? Para él, Colli estaba fijo en una imagen sola e imborrable: la de su rostro observado en el espejo del restaurante de Roma en el acto de guiñar descaradamente un ojo a Nora.
No estaba seguro de que Nora y Colli fueran amantes, pero ese guiño del ojo, que significaba entendimiento con Nora y despreció hacia él, era igualmente determinante en su relación con Colli. Si analizaba esa imposibilidad de olvidar la deformación característica y significativa que el guiño había provocado en el rostro de Colli, comprendía que era debida a su arrepentimiento tardío de haber dado a conocer Nora a Colli por irresistible vanidad de cónyuge enamorado. A ciertos hombres de éxito no hay que darles a conocer la esposa de uno. Él lo había hecho y el resultado había sido el guiño del ojo en el restaurante de Roma.
Pero no menos insoportable que el recuerdo del guiño del ojo le resultaba la idea de que su relación con Colli estuviera toda ella concentrada en aquel único episodio vulgar y limitado. Era resultado de los celos que lo devoraban, irracionales y envilecedores, aquellos celos que Ada quería tomar por amor, aun siendo ella misma víctima de ellos y sabiendo que no lo eran. Aquellos celos —pensó también— que en el brindis de fin de año se había deseado a sí mismo no volver a sentir. Habría tenido muchas razones válidas para considerar antipático a Colli. ¿Por qué centrarse sólo en la vulgaridad del guiño del ojo en el restaurante de Roma? Por ejemplo, Colli era el boss, en todo el sentido proverbial e irremediable de esa palabra. ¿Por qué no tomarla con ese personaje simbólico y olvidar al intrépido y ofensivo cortejador de Nora?
La respuesta —pensó— se la había dado ya, cuando había intentado definir lo que era un hombre de éxito del tipo de Colli. Para esa clase de hombre, el éxito con Nora y el éxito en: la construcción de la carretera del Gabón eran la misma cosa. En una palabra, el guiño del ojo a Nora equivalía a unos kilómetros de carretera arrancada a la selva ecuatorial. Colli era el cortejador sobre todo y ante todo porque era boss y resultaba inútil separar una cosa de la otra.
Pero la lucidez de esas reflexiones consolaba en parte a Lorenzo. Tal vez —pensó— ser lúcido en los celos fuera una forma como cualquier otra de no ser celoso. Y, en cualquier caso, ser lúcido, es decir, analizar, profundizar, comprender, era su única superioridad verdadera sobre Colli: una superioridad tal vez frustrante, pero ¿acaso no era —pensó con repentina referencia cultural— ésa, según Pascal, la única superioridad de ese arbusto «pensante» que es el hombre?
Movido por esa reflexión, quiso demostrar interés por las continuas informaciones que le prodigaba Colli:
—Pero en la selva —preguntó lanzando una mirada oblicua a la tumultuosa y abigarrada extensión de follaje bajo el vuelo del avión—, ¿no vive nadie?
—Los pigmeos —dijo Colli, complacido de ostentar su conocimiento—, sólo los pigmeos. Donde hay selva es fácil que esté el pigmeo. Son ellos los que, a falta de excavadoras, cortan los troncos de los grandes árboles preciados. Son ellos los que juntan los troncos en balsas flotantes por los ríos y las acompañan hasta el océano.
—Pero, Colli, ¿ha visto usted alguna vez a los pigmeos?
—Sí, muchos. Los hay aquí en el Gabón, los hay en el Zaire, los hay en el Camerún.
Lorenzo, precisamente porque no sentía el menor interés por las informaciones de Colli, todas conocidas y previsibles, quiso mover a su compañero de viaje a alguna confidencia:
—Pero, Colli, ¿qué siente usted cuando ve a los pigmeos, tan primitivos, tan diferentes de nosotros?
Para su sorpresa, Colli, al cabo de un momento de reflexión, respondió:
—Le parecerá extraño, pero siento envidia.
—¿Envidia?
—Sí —dijo Colli, siempre locuaz y con una indefectible nota de sinceridad—, una especie de envidia, la verdad. Y voy a decirle también por qué. ¿Sabe usted que los pigmeos no fabrican cabañas como los bantúes, de los cuales dependen y con los cuales viven? En cambio, hacen un agujero y, además, poco profundo, se agazapan dentro y lo tapan con una cubierta de ramas y hojas. Un día, después de haber caminado no sé cuánto tiempo por la selva, descubrimos en un claro una aldea de pigmeos, es decir, un grupo de agujeros. Entonces, por curiosidad, levantamos la cubierta de hojas de uno de ellos y vimos a una familia entera —padre, madre e hijos—, todos abrazados o, mejor dicho, enrollados unos dentro de otros, exactamente como animales dentro de un cubil. Entonces recordé que de niño mi madre me abrazaba un poco al modo de las madres de los pigmeos, es decir, envolviéndome, por así decir, con su cuerpo y, le digo la verdad, envidié a los pigmeos que se abrazaban de ese modo también de mayores. Me vino, en una palabra, la nostalgia de la infancia, cuando entre nosotros y el mundo existe la protección de la madre. Después crecemos y perdemos esa protección.
Eran palabras curiosas viniendo de Colli. Pero Lorenzo recordó el autobrindis de Ada, en que se había jactado de ser el «ama de casa» a la que Colli, pese a sus éxitos, acababa siempre volviendo y se preguntó si no estaría acaso delineada Ada con la figura de la madre pigmea, «enrollada» en torno a sus hijos. Sí, el «ama de casa» precisamente junto a la que Colli volvía irresistiblemente y ante la que se arrodillaba, la abrazaba y le metía la cara en el regazo.
Ahora, imprevistamente, ya que había pasado sólo media hora desde la salida, el avión, estremeciéndose y temblando por toda su estructura, empezaba a descender hacia la selva. Lorenzo preguntó:
—¿Hemos llegado ya?
—Ni mucho menos. Para Mayumba nos falta aún mucho. Tal vez sea una parada intermedia.
Entretanto, el avión vibraba y se inclinaba, oblicuo, todo él hacia un lado y la selva, que al comienzo del descenso se había extendido horizontal frente a la ventanilla, obstruía ahora la vista vertical y compacta, como una muralla de follaje. Después la muralla giró, se enderezó y volvió a estar horizontal. Entonces el avión empezó a descender franco y veloz, rozó la pista, rebotó varias veces y empezó a correr a lo largo de una fila de árboles gigantescos.
Ahora, delante del avión aparecía un gran prado, largo y rectangular, de hierba quemada y amarillenta, circundado por todas partes de selva obscura e inmóvil. Pero el avión no se detuvo, siguió corriendo y bamboleándose, como buscando algo. Buscaba la sombra y, en efecto, cuando la hubo encontrado bajo las ramas de un árbol colosal, se detuvo. Lorenzo miró afuera: no se veía nada de particular ni a nadie, sólo unas gallinas, que, deseosas también ellas de sombra, picoteaban entre la hierba.
Por un momento hubo un silencio profundo: los pasajeros guardaban silencio y miraban fijamente el prado. Después se abrió la portezuela del piloto y el propio piloto, hombre joven y sólido, rubio, con las mangas de la camisa color caqui remangadas sobre sus musculosos brazos, se asomó y anunció con voz precisa e indiferente que, a causa de un pequeño inconveniente técnico, el avión había tenido que hacer un aterrizaje imprevisto. Guardó silencio un momento y después dijo que llegarían mecánicos de Libreville lo antes posible. Alguno de los pasajeros preguntó cuándo volvería a partir el avión.
—Dependerá de cuándo lleguen los mecánicos. Hoy o mañana por la mañana —fue la respuesta.
La azafata abrió la portezuela e hizo bajar la escalerilla: el piloto descendió el primero y todos los pasajeros se levantaron de sus asientos.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Colli, al tiempo que se dirigía también él junto con los demás hacia la salida.
—Habrá un hotel, ¿no? —dijo Nora.
Cuando estuvieron en el suelo, vieron que no había rastro de edificio alguno en los márgenes del prado. Los pasajeros se dirigían en grupitos hacia la selva e iban desapareciendo en ella. De repente, como salido del subsuelo, un africano vestido enteramente de negro, de tez particularmente obscura y con gafas negras y camisa negra, se presentó a Colli, que miraba en derredor perplejo, y le dijo que era el guardián de una rest-house cercana y, si querían, podrían pasar la noche en ella.
—Muy bien. ¿Y quién vendrá a avisarnos de la salida del avión? —dijo Colli. El hombre negro aseguró que iría él mismo. Después de cambiar unas pocas palabras más, decidieron aceptar la oferta. Como dijo Colli—: Estará llena de cucarachas, pero siempre será mejor que coger una insolación en este prado.
Conque siguieron en fila india al guardián de la rest-house. Lorenzo se preguntó hacia dónde irían: la selva parecía impenetrable, sin rastro visible de agujero alguno. Pero después, al llegar, descubrieron detrás de un tronco el comienzo impreciso de un sendero que, al cabo de pocos pasos, se convirtió en una cómoda vereda. Mientras tanto, entre el hombre negro y Colli se desarrollaba este diálogo:
—¿Hay camas en la rest-house?
—Hay y no hay.
—¿Cómo es eso?
—Hay colchones, pero no hay camas.
—Comprendo. Y de comer, ¿hay?
—Hay y no hay.
—¿Es decir?
—Hay conservas. Al menos, la última vez había.
—Las conservas nos vendrían muy bien. ¿Qué última vez?
—La última vez que estuvieron los leñadores.
—¿Está limpia la rest-house?
—Sí y no.
—¿Qué quiere decir? ¿Que hay cucarachas?
—Tal vez las haya y tal vez no.
Colli, ahora tranquilizado y más chistoso que nunca, dijo volviéndose:
—En una palabra, es un indeciso. Si le preguntase si existe África, respondería: Existe y no existe.
Ahora caminaban a través de la selva, en una sombra, que de vez en cuando aclaraba un rayo de sol y ahora se volvía, en cambio, obscuridad. El suelo estaba limpio, sólido, casi liso y, sin embargo, inspiraba —pensó Lorenzo— una sensación de repugnancia y casi de peligro. Por lo demás, todo en la selva hacía sospechar la presencia oculta de algún animal insidioso: las lianas que colgaban de los árboles con sus indolentes ondulaciones parecían simular las espirales de una serpiente, en ciertas peñas obscuras parecía vislumbrarse la brillante grupa de un búfalo dormido. Y, en el fondo de las zonas bajas y pantanosas, el reflejo de las aguas estancadas evocaba el rugoso dorso del caimán.
De vez en cuando, la vereda desembocaba en una encrucijada, se bifurcaba. Colli se alarmó:
—Si al menos hubiera algún cartel. ¿Cómo vamos a hacer para volver?
—Yo vendré a recogerlos.
—O habrá que sembrar la vereda con numerosos trocitos de papel, como en el cuento de Pulgarcito.
Después de otras dos encrucijadas, la vereda desembocó de improviso en un gran claro umbroso, todo él sembrado de tocones cortos y rechonchos de árboles talados casi de raíz. Frente a esos tocones, pegados a la selva, estaba la rest-house, casita de material prefabricado, con techo de chapa ondulada y un pequeño porche sostenido por pilastras de ladrillos. Colli resumió la situación así:
—Casa mía, casa mía, aunque seas chiquitita, me pareces abadía.
Entretanto el hombre negro había abierto la puerta de la rest-house. Entraron a una sombra poco densa, atravesada por rayos de luz polvorientos y olor a moho y a cerrado. Resultó que la rest-house estaba compuesta de dos cuartos pequeños, más el baño y la cocina. Colli, más sentencioso que nunca, dijo mirando en derredor:
—Quien de mucho mal es ducho poco bien se le hace mucho.
Ada dijo:
—Tú y tus proverbios.
Exclamaciones de alegre sorpresa saludaron la apertura de la nevera en la cocina, que resultó estar abarrotada de conservas de todas clases. En cambio, hubo la desilusión, por lo demás ya dada por descontada y prevista, de las camas: no había, en realidad, eran sólo dos colchones enrollados y de pie en un ángulo de la que habría de ser la alcoba. En otro cuarto un sofá andrajoso y una butaca medio desfondada sugerían la idea de un salón. Por todas partes había desorden, suciedad; los polvorientos suelos confirmaban las dudas del guardián sobre la presencia de las cucarachas: se veían algunas, que, espantadas por la luz, corrían a refugiarse en los rincones. En la cocina había pilas de platos sucios dejados ahí por los participantes en quién sabe qué remoto festín. El baño resultó completamente inservible. Colli resumió de nuevo la situación con estas palabras:
—Para dormir tenemos los dos colchones, el sofá y la butaca; para comer, las conservas; para todo lo demás, la selva. —Permaneció un momento callado y después añadió—: Nora y Ada podrían poner un poco de orden. Entretanto, nosotros dos podemos sentarnos bajo el porche y tal vez beber algo.
Lorenzo dijo diligente, con rígida cortesía:
—¿Nos tomamos una cerveza? Voy a cogerla en seguida.
—Gracias, gracias.
Colli se sentó bajo el porche y Lorenzo entró en la casita y se dirigió a la cocina. Nora estaba sola frente a la pila lavando los platos. Lorenzo dijo:
—Ven afuera, no me dejes a solas con Colli.
—¿Por qué no quieres estar a solas con él? Sabe muchas cosas sobre el Gabón.
Nora, inclinada sobre la pila, estaba alegre. Llevaba una chaqueta corta y pantalones de cintura baja que dejaban ver la espalda y el vientre desnudos: la primera, lisa y huesuda; el segundo, esbelto y delgado. Lavaba los platos y con el rabillo del ojo miraba a Lorenzo. Éste dijo de mal humor:
—Es que todo lo que dice sobre el Gabón me aburre.
La vio mirarlo largo rato como sumida en una reflexión repentina:
—¿Sabes qué podemos hacer esta noche? Cuando sea un poco tarde y ellos se hayan dormido, puedes venir a reunirte conmigo.
Era una propuesta en el fondo incómoda y absurda. Pero no por ello dejó Lorenzo de experimentar un sentimiento de ligereza y alegría. Preguntó:
—Pero ¿cómo?
—Yo me acostaré en el colchón contiguo a la puerta de la alcoba. Tú dormirás en la butaca. Bastará con que abras la puerta y me encontrarás.
—¿Qué quieres? —preguntó Lorenzo sonriendo casi contra su voluntad—. ¿Una aventura? ¿Y si me equivoco de colchón y me encuentro a Ada en tu lugar?
—Ella se alegrará, ¿no? ¡Te lo harás con Ada!
Lorenzo se acercó, rodeó la cintura de su esposa con un brazo y le susurró:
—¿Por qué te quedaste tanto tiempo con Colli la noche de fin de año? ¿Sabes a qué hora volviste? A las dos.
—Estuvimos charlando. A él le gusta hablar y a mí escuchar.
—No sé si iré esta noche.
—Yo te espero.
Lorenzo se inclinó a darle un beso en la mejilla, puso las dos botellas de cerveza y los vasos en una bandeja y salió de la cocina. Colli lo esperaba bajo el porche, tranquilo, con un puro en la boca, mirando la nube negra de mosquitos que ahora, con el anochecer, revoloteaba incesante en torno a la lámpara de petróleo.
Colli esperó a que Lorenzo se hubiera sentado, se sirvió la cerveza y después dijo así, de sopetón:
—A propósito, Lorenzo, ¿cuánto gana en el periódico?
Sin apenas pensarlo, Lorenzo dijo:
—Se lo diré, si usted me dice a cuánto asciende su renta.
Desapareció la expresión jovial de Colli:
—Caramba, ¿por qué quiere saberlo?
—Y usted, ¿por qué quiere saber la mía?
—Yo hago pública mi renta. Puede saberlo cuando quiera: se ha publicado en los periódicos.
—Usted siempre tiene ganas de bromear —dijo Lorenzo—. Yo no gano bastante para que se comente en los periódicos. Pero puede usted enterarse, cuando quiera, con una llamada de teléfono al periódico del que es copropietario.
Colli dio vueltas al puro, miró la punta encendida y después dijo:
—No me tome por un inspector de Hacienda. Usted es un periodista brillante y sólo quería saber cuánto gana un profesional como usted.
—¿Con qué fin?
—Ahí está, volvemos a empezar. Con un fin, digamos, amistoso. Usted no me creerá, pero, desde que estamos juntos, casi he empezado a sentir afecto por usted. Un afecto, digamos, paternal.
—¿Paternal?
—Pues sí: en el fondo podría ser su padre. ¿Cuántos años tiene usted?
—Treinta y tres.
—Y yo cincuenta y cuatro. Pero lo que cuenta no es la edad, sino el sentimiento. Le he preguntado cuánto gana, como un buen padre puede preguntárselo a su hijo: para saber cómo se apaña y, en caso necesario, echarle una mano.
Ahora Lorenzo era presa de una doble irritación: por el paternalismo dudoso de Colli y por sentirse irritado. Dijo de muy mal humor:
—¿Echarme una mano? Pero ¿qué dice? —Y, entretanto, pensaba: «Como ahora responda que puede echarme una mano haciendo que me aumenten las remuneraciones, me lanzo a su cuello».
Colli lo miraba con benevolencia y después dijo tranquilo:
—La noche de fin de año, usted ya no quería escribir los artículos. Después aceptó escribirlos para cumplir su compromiso con el periódico. Pues bien, mi forma de echarle una mano es decirle que le comprendí tanto cuando había decidido no hacer el servicio como cuando cambió de idea y declaró que lo haría. Es echar una mano, en una palabra, totalmente moral: nada más, pero tampoco nada menos.
Así, en el último momento, Colli se substraía a su sospecha —pensó Lorenzo—, colocaba todas las cosas en el plano moral. Preguntó con aspereza:
—¿Y se puede saber qué había comprendido en el primer caso y qué en el segundo?
—Había comprendido que usted no veía en mí a un amigo, sino al boss. Y después, al cabo de muy poco, comprendí o creí comprender que usted no veía en mí al boss, sino a un amigo. —Colli guardó silencio un momento, como para subrayar la importancia de sus palabras, y después prosiguió—: Mire, Lorenzo, usted lo había convertido en una cuestión de dignidad profesional. Ahora bien, ¿sabe usted cómo llaman ahora a la dignidad profesional? Imagen. ¿Y qué cree usted que es la imagen?
Pero Lorenzo replicó:
—Dígamelo usted.
—Es un producto —dijo Colli—, y ese producto es más importante que quien lo produce. Pero existen varias imágenes, unas mayores y otras menores, una, por así decir, dentro de la otra, como las muñecas rusas llamadas matrioskas. En su caso, su imagen está dentro de una imagen mayor, la del periódico. Y, al acceder a cumplir con el encargo, lo confirma usted.
—¿Por qué?
—Ya le dije por qué la noche de fin de año: los periódicos deben ser, o al menos parecer, independientes. Y usted, como también le sugerí aquella noche, con un artículo de crítica, pongamos por caso, sobre la tala de bosques que nos vemos obligados a hacer en el Gabón para construir la carretera, confirmaría la imagen del periódico.
Lorenzo reflexionó: en realidad, Colli estaba tan seguro de su continuo y perpetuo éxito, que podía permitirse incluso el lujo no sólo de aceptar la crítica, sino también de favorecerla. Dijo afable y sincero:
—A decir verdad, cambié de idea sobre todo para complacer a Nora. Tal vez hubiera significado la interrupción del viaje, le habría arruinado las vacaciones. —Al instante pensó: «Éste es el tono que conviene: dulce, relajado, íntimo. Cuanto más me enojo más muestro los celos».
Pero Colli se empeñaba en desarrollar su pensamiento y no tuvo en cuenta su respuesta:
—Y con esto vuelvo al motivo por el que hace un rato le he preguntado cuánto ganaba. Se lo he preguntado para saber cómo se veía usted a sí mismo: si dentro o fuera del sistema. Por sistema entiendo no sólo yo mismo, sino el periódico, el Gabón, Italia, todo. Y he comprendido que usted, tal vez a causa de la limitación de las retribuciones, quizá se considere fuera del sistema. Quizá piense: «Gano poco, luego estoy fuera del sistema, luego el sistema es malo». En lugar de pensar: «El sistema es bueno o al menos es el mejor posible; quiero formar parte cada vez más de él, porque tengo la certeza de que estaré cada vez mejor. Y nosotros, los del sistema, no deseamos sino ayudarlo».
Lorenzo pensó: «Así, al final ha dicho que podría aumentar mis retribuciones. Y yo no me ofendo. ¿Qué me sucede?». Pero no tuvo tiempo de responder, porque Colli, que ahora parecía mirar más allá de él y como a través de él, exclamó de improviso:
—Mire, mire, ahí detrás de usted.
Lorenzo se volvió. Colli añadió en voz baja:
—Según usted, ¿qué puede ser?
Más allá de los tocones del claro, tan semejantes a una agrupación de pulpos, Lorenzo vio entonces dos lucecitas fosforescentes, circulares, suspendidas en el aire, en la obscuridad de la selva. Eran, sin duda, dos ojos, pero tenían la singular propiedad de resplandecer y al mismo tiempo no mirar. Colli dijo en voz baja, en tono de complicidad aventurera:
—Y ahora, ¿qué hacemos?
Lorenzo pensó de repente: «Los ojos de Nora». Casi en ese preciso momento los ojos se apagaron y hubo un desplazamiento crujiente de un cuerpo macizo entre el follaje tenebroso.
—¿Ha visto? —preguntó Colli—. ¿Qué cree que era?
Lorenzo comprendió que Colli no quería reanudar la conversación y se encogió de hombros, al tiempo que decía de mala gana:
—Algún animal. Tal vez una gacela.
—Gacela no: eso seguro. Eran los ojos de un felino. Y, además, quedaban a una altura mayor que la de los ojos de una gacela. Estaban casi a la altura de un hombre. Yo creo que eran los ojos de un gran felino encaramado en un árbol.
—Pero ¿qué felino?
—Un gato montés. O un leopardo.
Ahora el tono de la conversación se había vuelto totalmente amistoso. Lorenzo preguntó:
—¿Hay leopardos en el Gabón?
—Los hay —informó Colli, al tiempo que se servía cerveza—, y, si no bastan los reales, hay los imaginarios.
—¿Imaginarios?
—Sí —explicó Colli con un relato ahora agradable y ocioso—, hay individuos dotados de facultades mágicas sin saberlo, al parecer, a los que se atribuye la capacidad de transformarse en animales. Son personas cualesquiera y, como he dicho, no son conscientes de esa propiedad suya. Sin quererlo ni saberlo, pueden transformarse en búfalos, antílopes o tal vez, como podría haber sido el caso hace unos instantes, leopardos, etc. Es más: a propósito de búfalos, la primera vez que vine al Gabón me contaron una historia hermosa. En una aldea, en las cercanías de Franceville, un búfalo mata a una mujer, que, tras el ocaso, se dirigía presurosa a su casa después del trabajo. Pasan unos días y, mira por dónde, aparece de nuevo el búfalo vespertino: mata a cornadas a un viejo campesino. Pasan dos días más y esa vez la que resulta muerta es una niña. Entonces se reúne el consejo de la aldea y se decide contratar a un cazador profesional, un blanco. Pero el búfalo liquida también al blanco. Nueva reunión de los sabios de la aldea: deciden entonces que no se trata de un búfalo propiamente dicho, sino de un hombre búfalo, es decir, un hombre que todos los días, después del ocaso, se transforma en búfalo. Naturalmente, los sabios saben quién es el hombre búfalo: es Fulano de Tal, campesino con familia, dirección, nombre y todo. Dicho y hecho: se envía un comando de valientes a la dirección del hombre búfalo. Lo encuentran, bebiendo tranquilamente tal vez, fuera de su cabaña: «¿Tú eres el hombre búfalo?». «No, no soy el hombre búfalo». «Sí, eres el hombre búfalo, lo dicen los sabios de la aldea». «Entonces muy bien, si lo dicen los sabios quiere decir que es cierto». Inmediatamente lo prenden, lo atan, lo llevan a la aldea, lo condenan a unos años de cárcel. Después toda la comunidad decide trasladar la aldea unos kilómetros más allá. Y no se volvió a hablar del asunto.
Lorenzo preguntó:
—Entonces, a su juicio, esos dos ojos que hemos visto en la obscuridad, ¿eran los ojos de un leopardo o acaso los de una mujer leopardo?
—A mi juicio, no, naturalmente, pero, a juicio de algún gabonés, probablemente sí.
En ese momento hubo un alegre clamor:
—Ya está listo —gritó Nora, saliendo de la casita con una sopera entre las manos, seguida de Ada, que llevaba en una bandeja los platos y los cubiertos. Nora, muy excitada, dejó la sopera sobre la mesa y dijo—: Hemos hecho cocina internacional: espaguetis italianos, aceite de semillas francés, atún español, pimiento africano, aceitunas griegas. De segundo habrá carne en conserva inglesa y sardinas portuguesas. En lugar de pan, galletas gabonesas.
Ada dijo en tono descontento:
—Lástima que las camas no estén a la altura de la cocina. Dormiremos en el suelo, en medio de las cucarachas.
—Bueno, bueno, nada de lamentaciones. Podría haber sido peor —gritó Colli—. Lo hemos encontrado todo. Hasta a la mujer leopardo.
Nora preguntó:
—¿Qué es la mujer leopardo?
Colli se sirvió los espaguetis y después lo explicó contando por segunda vez la historia del hombre búfalo. Cuando Colli hubo acabado, Lorenzo no pudo por menos de decir a su esposa:
—Esos dos ojos se parecían a los tuyos. Nada más verlos he pensado: Hombre, los ojos de Nora.
Al instante, Nora se envaneció en broma de esa explicación:
—Pues claro, soy la mujer leopardo, sólo que yo sé que lo soy; cuidado, Colli, que te como —e hizo riendo el gesto de lanzarse con los dedos dirigidos a Colli.
Ada dijo en voz baja y entre dientes:
—Que aproveche.
Así, comiendo y bromeando, continuó la cena hasta la decepcionante conclusión de un bote de fruta en conserva para postre. Inmediatamente después, Ada y Nora quitaron la mesa y volvieron a la casita para arreglar la cocina y preparar las camas. Ya era tarde y los cuatro decidieron de común acuerdo irse a dormir. Como estaba previsto, Nora y Ada se acostaron en los dos colchones, Colli se tendió en el sofá y Lorenzo se acomodó en la butaca. Tras apagarse la lámpara de petróleo, siguieron la obscuridad y el silencio.