5
Tras haberse recuperado en esa especie de siesta que por lo general precedía a la cena, se vistieron y bajaron a la planta baja. El vestíbulo tenía su aspecto normal, pero, al asomarse a la playa, vieron que el restaurante estaba de verdad cerrado, con la piscina a obscuras, la plataforma de las barbacoas apagada y las desnudas mesas inmersas en la penumbra. Entre los troncos inclinados y las palmeras se vislumbraba el piélago proceloso. Hasta el ruido de la resaca parecía más intenso de lo habitual y extrañamente lúgubre.
Pero Colli, que había tenido la idea del picnic de fin de año a solas, lejos de las cursis fiestas de los restaurantes de Libreville, superó al instante toda impresión de desolación exclamando:
—Oh, qué maravilla, no hay lo que se dice nadie. Pero estamos nosotros.
Ada dijo en tono irónico:
—Sí, no hay duda, estamos nosotros.
Colli se dirigió a su esposa:
—No te lamentes, anda. Al fin y al cabo, estás aquí conmigo.
—Sí, al fin y al cabo.
—Por lo demás, no estoy solo yo, que soy lo que soy; está Nora, que siempre está dispuesta a ver el lado positivo de la realidad; está Lorenzo, que ha venido aquí por razones de trabajo y escribirá sin duda artículos brillantísimos. ¿Qué más quieres, mujer afortunada? Brindaremos por el año nuevo, que sin duda traerá algo positivo no sólo a nosotros, sino también al mundo, que tanto lo necesita. Y, antes de brindar, comeremos las buenísimas cosas que hemos comprado en el supermercado. Y después hablaremos, cosa que no habríamos podido hacer con el estruendo de una cena de fin de año.
—¿Hablaremos de qué?
—Hombre, pues, de nosotros, de África, de nuestras aspiraciones, esperanzas, deseos. Hablaremos de nuestro trabajo. Lorenzo nos dirá qué se propone decir en sus artículos. Yo, si así lo deseáis, os hablaré del recorrido que estamos haciendo por el interior del Gabón.
Lorenzo no pudo por menos de decir:
—Usted siempre está alegre.
Colli explotó:
—Estoy alegre porque soy toscano. A los toscanos se los reconoce sobre todo por la clase de su alegría. No es la alegría, por ejemplo, de los napolitanos, de perpetua tarantella, ni la alegría, digamos, un poco pesada de los de Emilia. No, es una alegría activa, aguda, como la de los pájaros. El toscano no se está nunca quieto, mano sobre mano, nunca carece de iniciativa. La primera pregunta que el toscano se hace a sí mismo y a los demás es: Y ahora, ¿qué hacemos?
A Lorenzo le pareció de improviso casi simpático Colli. Era simpático —pensó—, al modo un poco irritante, pero excepcional, de un hombre que no tiene dudas en un mundo que duda de todo. Pero ¿cómo lograba Colli ser así? Descartada la idea de la toscanidad, quedaba la del éxito, que a Colli, según opinión general, sonreía con mayor frecuencia que a muchos otros. Recordó de improviso, sin celos esa vez, que Colli, aun no siendo tal vez el amante de Nora, gozaba de sus favores y se dijo que en eso radicaba la explicación del misterio: simplemente, Colli era, por así decir, orgánicamente un hombre de éxito. No de éxito en su profesión de empresario, sino de éxito en todos los casos. Se las arreglaba para tener éxito siempre, ya fabricara una carretera en el Gabón, ya cortejase a la mujer de un colaborador de un periódico de su propiedad, ya, por último y más modestamente, lograra organizar el picnic de fin de año. Así, el riesgo de fracaso de cualquier gran empresa quedaba, en cierto modo, compensado por el éxito en una empresa mínima: lo que contaba no era la causa del éxito, sino el éxito mismo. ¿Que le salía mal la seducción de Nora? Entonces le iba bien la especulación de la bolsa. No iban bien las ventas de su periódico, pero, a fuerza de dinero, compraba los favores de una mujer graciosa y fácil, de la que se había prendado. Así Colli lograba cruzar el torrente violento e incierto de la vida, saltando de un éxito a otro y logrando siempre no mojarse los pies. Ahora la piedra en la que apoyaba el pie para el salto de costumbre era Nora. Le bastaba para sentirse, como él decía, ligero, agudo y alegre como un pájaro.
De esas reflexiones le entraron, casi instintivamente, deseos de desengañar a Colli. Al menos con él, el boss no podría disponer de la acostumbrada piedra para saltar el torrente de la vida.
—Mire, Colli, hablemos también del trabajo, pero sólo del suyo. Por lo que a mí se refiere, nada tengo que decir.
—¿Y por qué?
—Porque no tengo intención alguna de escribir artículos.
—¡Hombre! Entonces, ¿por qué ha venido al Gabón?
Lorenzo reflexionó:
—He venido por los mismos motivos que usted: para trabajar y tomarme unas vacaciones. Usted ya ha hecho el trabajo y yo, en cambio, no lo he hecho y no lo haré. No escribiré los artículos, sólo me tomaré unas vacaciones.
—Y el motivo, si me lo permite, ¿cuál puede ser?
Estaban sentados uno frente al otro en una mesa sin mantel, a la sombra. Ada y Nora se habían desinteresado de la conversación, estaban abriendo los paquetes del picnic y preparando la mesa. Lorenzo reflexionó: podía contar a Colli que no escribiría los artículos porque Nora y él eran demasiado aficionados el uno al otro. ¿Y lo eran porque él, por vanidad de cónyuge, había querido que el boss conociese a su esposa? Se preguntó si había una metáfora que pudiera substituir el antiguo cuento de Herodoto sobre Giges y el rey Candaulo y le pareció haberla encontrado: también entre Giges y Candaulo había una rivalidad, una relación de inferior a superior, como de varón contra varón. Giges era el cortesano, Candaulo el rey. Entre Colli y él, además de la rivalidad de varón contra varón, había también una relación social, de inferior a superior, pero invertida: Colli, como propietario del periódico, era superior; él, como colaborador, inferior. ¿Por qué no recurrir a la metáfora de la relación social para ocultar la rivalidad de varón contra varón? Dijo de sopetón a Colli:
—El motivo es usted.
Colli no se turbó lo más mínimo. Replicó casi jovial:
—Oh, ésta sí que es buena; ¿qué tengo yo que ver?
Lorenzo replicó con la misma franqueza estoica:
—Tiene que ver porque es el propietario del periódico.
—Tengo una participación —precisó Colli tranquilo—, del sesenta por ciento.
—Muy bien, del sesenta por ciento. Pero también está interesado en construir una carretera en el Gabón.
—Tengo una participación también en lo de la carretera, junto con los franceses, del cincuenta por ciento.
Lorenzo guardó silencio por un momento. Se veía a las dos mujeres charlar, mientras preparaban la mesa. Más allá, en las tinieblas de la bahía, lanzaba sus rojos destellos la luz de la rampa de un pozo petrolífero submarino:
—Mire, Colli —dijo al fin con tono de voz razonable—, también yo tengo intereses o, si prefiere, cointereses.
Colli se mostró irónico y a un tiempo sinceramente asombrado:
—¿Intereses? No lo sabía. Creía que usted era un periodista, no un hombre de negocios.
Lorenzo dijo con cierta impaciencia:
—Precisamente por eso: tengo intereses como periodista. Y lo primero que me interesa salvaguardar es mi reputación profesional.
Colli dijo con el mismo asombro:
—Y dígame, por favor: ¿qué peligro corre, por mi culpa, su reputación profesional?
Así —pensó Lorenzo—, que la metáfora ha funcionado: bastaba decir enviado especial en lugar de varón. Dijo con frialdad:
—El peligro de no ser o, al menos, no parecer desinteresado. Usted tiene negocios en el Gabón, yo hago un servicio en el Gabón. ¿Es que no ve la relación?
Creía estar mostrándose muy duro y muy explícito. En cambio, vio con sorpresa que Colli se echaba a reír:
—Mi querido Lorenzo, usted se ha quedado inmóvil en una visión del mundo, digámoslo así, de auténtico capitalista.
—¿Inmóvil? ¿Yo? ¿Y por qué? ¿Por haber descubierto la incompatibilidad entre el periodismo y los negocios?
—Sí, inmóvil. El empresario que hace negocios en el Gabón, el periodista que con sus artículos le facilita los negocios… cosas todas ellas antiguas, querido Lorenzo, cosas de otro tiempo.
Lorenzo dijo con aspereza:
—Puede ser. Pero aún hoy hay incompatibilidad entre la reputación profesional y los negocios.
Colli respondió en el mismo tono alegre:
—Usted, Lorenzo, es dueño, pero que muy dueño, de criticar en el periódico mis negocios en el Gabón; no soy yo quien lo ha enviado aquí, sino el director. Y el director sabe perfectamente que el periódico se vende en la medida en que es independiente. Ahora bien, como propietario precisamente del periódico, yo tengo interés en que se venda y, por tanto, en que sea independiente y, por tanto, en que usted me critique con libertad.
Lorenzo se preguntó en qué radicaba el defecto de ese argumento incontrovertible y comprendió que era en la frase: «No soy yo quien lo ha enviado al Gabón, sino su director». Y dijo:
—Sí, todo eso es cierto. Pero el director no arrostrará nunca la responsabilidad de publicar un artículo que critique sus negocios.
—Falso. El periódico tiene una tradición de imparcialidad y libertad y debe demostrarla. Usted puede decir todo lo que se le ocurra, dentro, naturalmente, de los límites de esa tradición.
—Precisamente dentro de los límites de la tradición.
—Pero entonces usted, desde un principio, no debería haber colaborado en mi periódico, debería haber elegido otro, si bien —concluyó Colli poniéndose serio—, sigo sin ver una relación entre la carretera del Gabón y sus artículos. La carretera debe construirse con arreglo a las normas técnicas y la tarea de usted también y no hay relación entre una y otra. Yo soy un empresario y, de hecho, a veces se habla de mis negocios en la sección financiera del periódico. Por una vez hablará de ellos en la tercera página un enviado especial. ¿Y por qué no?
Lorenzo reflexionó. ¿Por qué no andaba en el fondo equivocado Colli al acusarlo de una visión del mundo retrocapitalista? Porque —se dijo con lucidez— el periódico no se presentaba como verdad, sino como imagen, es decir, la imagen de la independencia y la imparcialidad, y él debía contribuir, en efecto, a confirmar y mantener viva dicha imagen. A la luz de ese razonamiento, comprendió, sin embargo, que la metáfora del enviado especial probo y objetivo dejaba de ser válida y dijo:
—Puede ser, pero a mí ya no me apetece escribir los artículos y no los escribiré.
De improviso, se acercó Nora y gritó:
—Colli, no le haga caso. Ahora dice que no escribirá los artículos. Pero ya se desdirá. Siempre hace igual.
Ante esas palabras, Lorenzo miró a Nora y enmudeció. Se le ocurrió que, tras haber inventado la metáfora de la incompatibilidad entre sus artículos y los negocios de Colli, ahora ya no lograba controlarla. Ahora hasta Nora parecía de lo más seria, aunque fuera, tal vez, inconscientemente. Había dicho: «Ya verá como escribirá los artículos. Siempre hace igual: dice una cosa y hace otra». Pero, en realidad, era como si hubiese dicho: «Siempre hace igual. Está celoso, pero al final cierra los ojos y me deja hacer lo que me apetece».
En ese momento, inopinadamente, intervino Ada:
—En cambio, yo creo que Lorenzo tiene razones poderosas para no escribir los artículos.
Así, que también Ada —pensó Lorenzo— utilizaba la metáfora. Pero la intervención de su esposa pareció fastidiar por primera vez a Colli, quien dijo con voz airada:
—Y dime, hazme el favor: ¿cuáles son esas poderosas razones?
Con manifiesta oportunidad, Ada respondió:
—Las que él acaba de aducir.
—¿Es decir?
Estaba claro que la metáfora expuesta con habilidad y no sin fundamento por Lorenzo molestaba a Ada, únicamente cegada por los celos:
—Ha dicho que no. Tú en el Gabón tienes negocios. Así, que él no quiere escribir los artículos sobre el Gabón.
Colli de repente se irritó:
—¿Qué sabes tú de lo que hará o dejará de hacer Lorenzo? Nora lo conoce mejor que tú, ¿o me equivoco?
«Sí —pensó Lorenzo—, me conoce mejor que Ada y afirma que haré la vista gorda ante vuestra relación».
Ada dijo con obstinación pendenciera:
—Y en este momento yo conozco a Lorenzo mejor que Nora.
—¡Ah! ¿Sí? Y, si te dijera que de esto no entiendes nada y que eres una pesada que quiere arruinarnos el fin de año, ¿crees que me equivocaría también?
Lorenzo imaginó y casi esperó que Ada en ese momento gritase la verdad: «No quiere escribir los artículos porque tú cortejas a su mujer». Pero no se daba cuenta de que su relación con Colli no permitía a Ada rebasar el límite de unos celos en el fondo sumisos e impotentes. Ada, palidísima, vaciló y después dijo con voz trémula:
—Flavio, no puedes tratarme así.
Lorenzo tuvo la sensación de que a partir de aquel momento Colli había ya vencido en el choque con su mujer. Pero la había vencido a duras penas y, por eso, perduraba su cólera:
—¿Cómo quieres que te trate? Estamos aquí para festejar el fin de año y tú metes las narices en cosas que no te incumben y de las que no entiendes nada. Pero ¿no te das cuenta de que eres por lo menos inoportuna?
«Vete», pensó Lorenzo, como haciéndose la ilusión de hablar a Ada, «vete. Muestra que eres una mujer fuerte y decidida, vete». En cambio, vio a Ada dar un paso al frente, coger la mano de su marido y llevársela a los labios.
—Anda, no te enfades. Tienes razón. Retiro lo que he dicho.
Y, tras decir eso, bajó la cabeza y besó con fervor la mano de su marido, quien la apartó con descortesía:
—Anda, anda, dejémoslo. —Y después, como recuperándose, gritó—: Y no sólo estoy convencido de que Lorenzo escribirá los artículos, sino que, además, sé el tema del primero.
Lorenzo no pudo por menos de decir, como con curiosidad por ver qué se le ocurriría a Colli:
—Dígame, por favor, cuál.
—Un fin de año en África —anunció Colli triunfal—, este fin de año que estamos festejando aquí.
Lorenzo dijo irónico:
—Pero ¡si será un fin de año como los demás! A no ser que se quiera considerar una originalidad comer en un restaurante desierto, sin cocina ni servicio, con platos de plástico y latas de conservas compradas en el supermercado.
Nora intervino bruscamente. Se sentó junto a Lorenzo, le echó un brazo en tomo a los hombros y se apretó contra él:
—Yo no entiendo nada de estas cosas. En mi opinión, debes hacer lo que desees. Si no te apetece escribir los artículos, no los escribas. Nos tomamos unas bonitas vacaciones en África y después volvemos a Italia y allí escribirás otros artículos. A Colli no le importa que los escribas. También él está aquí de vacaciones: ¿verdad, Colli?
Lorenzo tuvo la sensación de estar cogido en una trampa. En realidad —reflexionó, sin dejar de seguir el hilo de la metáfora—, Nora le decía: «Escribas o no los artículos, a nosotros no nos importa. A nosotros lo que nos importa es estar juntos, hacer el amor». Pero recordó que el amor Nora lo había hecho poco antes con él y preguntó con repentina tristeza:
—Entonces, ¿no te importa lo más mínimo que yo haga mis artículos?
Nora debió de advertir el cambio de tono, a un tiempo tierno y melancólico, porque protestó con suficiente sinceridad:
—A mí me gustaría que los escribieras. Pero si no te apetece…
—¿Te gustaría?
—Sí, me gustaría.
Lorenzo dijo:
—Tal vez tengas razón tú. Soy un grafómano incorregible. Conque acabaré escribiendo esos artículos.
—¡Viva, viva, viva! ¡Bravo, Nora! —gritó Colli aprovechando sin pudor el cambio de situación—: Venga esa mano, Lorenzo. Amigos como antes y no se hable más de eso. —Tendió la mano a Lorenzo y después, como movido por un impulso irresistible, le echó los brazos al cuello. Se abrazaron. Después se sentaron los cuatro: Lorenzo y Nora en un lado de la mesa y Colli y Ada en el otro. En la mesa estaban, muy ordenaditos, los platos de plástico con las conservas compradas en el supermercado. La fruta era también de conserva. La tarta de Navidad estaba también envuelta en su celofán. Como desagravio, había cuatro botellas de vino tinto de marca y, una botella de champán, sumergida en el hielo del frigorífico de la habitación de Colli.
Comieron sin prisa, charlando: total, aún había tiempo hasta medianoche. O, mejor dicho, charlaba sobre todo Colli; los otros tres, cada cual por un motivo propio, guardaban silencio. Por lo demás, Colli no parecía buscar un interlocutor. Comía con apetito y, sin dejar de comer, como si en él la palabra hubiera querido rivalizar con la comida, hablaba con locuacidad. ¿De qué hablaba? Era una especie de monólogo, un poco semejante —pensó Lorenzo— a la banda sonora de ciertas películas en la que se suceden los músicos más diversos. Un tema seguía a otro sin solución de continuidad, de acuerdo con asociaciones imprecisas, por puro desahogo —pensó Lorenzo— de la satisfacción que le había procurado su éxito en el breve choque con él. ¡Una vez más el éxito, aunque fuera modesto y totalmente privado! Uno tras otro, desfilaban el Gabón, Italia, los problemas del tercer mundo, los franceses, los africanos, el colonialismo, la selva, las minas, la ecología, etcétera.
Al final, de repente —en el preciso momento en que Colli abordaba el tema de la ecología e invitaba a Lorenzo a hacer una visita a las obras de la carretera que su empresa estaba construyendo y a ver cómo sus excavadoras destruían sin piedad la selva milenaria y le incitaba a escribir un artículo a favor de los árboles y en contra de él, con lo que demostraba que tanto el periódico como él eran independientes—, burla burlando, tal vez distraído por esa especie de desafío no tan burlón lanzado por Colli a Lorenzo, sin que nadie lo advirtiera, acabó el año. Lorenzo estaba diciendo con una sonrisa irónica: «La ecología, querido Colli, es el gran alibi para justificar el silencio sobre muchas otras cuestiones más importantes», cuando le interrumpió Nora, quien gritó: «Pero ¿sabéis que nos hemos olvidado del fin de año? Ha acabado el año y no lo hemos advertido. Son las doce y siete minutos».
Hubo un momento de desconcierto. Después Colli dijo impetuoso:
—Mejor. Celebraremos un año muy especial, privado, nuestro año: ¿qué os parece?
Inesperadamente, Ada aplaudió:
—¡Bravo, Flavio! Celebremos nuestro año, sólo el nuestro. Más aún: os hago una propuesta.
—¿Cuál?
—Por lo general, se brinda a la salud de los demás, incluso de la humanidad. Propongo que cada uno de nosotros beba, en cambio, a la salud de sí mismo: motivando el brindis, claro está.
Todos aprobaron esa propuesta, verdaderamente original. Colli dijo:
—¿Un brindis egoísta? ¿Y por qué no? ¿Acaso no somos todos egoístas? Exacto. Sí, por mí, de acuerdo.
Ada dijo:
—Comienzo yo la primera, si no os importa. No será un brindis propiamente dicho, sino la historia abreviada, muy abreviada, de mi vida. O, mejor dicho, la historia de la cosa más importante de mi vida: la relación con mi marido. —Ada guardó silencio. Lorenzo la miró no tanto asombrado cuanto casi incrédulo. ¿Era ésa, entonces, la mujer que en la terraza del supermercado se le había ofrecido, según sus propias palabras, «como una vaca» y, más tarde, en el ascensor había repetido la oferta? Ada continuó—: Yo era estudiante y Flavio era mi profesor: enseñaba ciencias económicas en Florencia. Nos frecuentábamos, nos hicimos amantes, él dejó la enseñanza y nos casamos. Después yo me volví lo que se llama un ama de casa y él, en cambio, llegó a ser el empresario más joven de Italia. Desde entonces ha sido siempre así: yo me quedaba en casa, inmóvil, ocupándome exclusivamente de él y él, en cambio, corría hacia delante. Yo era siempre la misma ama de casa y él llegaba a ser, sucesivamente, muchas cosas. Pero para los demás, no para mí. Y eso él lo sabía, digámoslo así, instintivamente, tal vez sin darse cuenta: por lejos que fuera, por mucho que se dispersara, por mucho éxito que tuviese, siempre llegaba un momento en que volvía conmigo. ¿Qué quiero decir con esto? Que, como se trata de un brindis que nos hacemos a nosotros mismos, yo me deseo que también el año nuevo siga siendo así. Me deseo continuar siendo un ama de casa que tiene un marido que se va lejos, pero que, por muy lejos que se vaya, después vuelve infaliblemente con ella.
Ada guardó silencio y Nora, tal vez un poco ebria, gritó:
—Ada, ninguna mujer diría de sí misma que es un ama de casa. ¡Bravo! —y, tras levantarse de improviso, fue a abrazar a Ada. Colli se levantó, a su vez, con el vaso en la mano:
—A mí mismo me deseo que el año que viene sea semejante al que acaba. Ha sido un año bueno en todos los aspectos. ¿Por qué no repetir? —Rió y dijo—: Conque por mí mismo y sólo por mí mismo —y vació el vaso de un trago.
Nora se levantó y dijo con el confuso ímpetu propio de la ebriedad:
—Yo me deseo a mí misma… lo mismo… bah, la verdad es que no sé qué.
Colli gritó:
—Ande, ¿no tiene deseos?
Nora respondió:
—Tengo muchos, pero en este momento no se me ocurre ninguno.
—Ánimo. Elija uno al azar.
—Bueno, pues, me deseo a mí misma dar un paseo a lo largo del mar. He bebido demasiado de ese vino y tengo la cabeza confusa.
Era el turno de Lorenzo. Tenía pensado lo que quería desearse: dejar de estar celoso. Pero comprendía que no podía hacerlo saber, por lo que recurrió a un giro alusivo:
—Cada uno de nosotros tiene algo que le ocupa completamente, un pensamiento dominante. Colli, por ejemplo, tiene sus negocios. Bueno, pues, yo me deseo cambiar de pensamiento dominante.
Ada preguntó con alusividad pesada:
—¿Y cuál es ese pensamiento dominante?
Nora gritó:
—Se lo digo yo: son los artículos, el periódico.
Y Lorenzo, pensando una vez más que la metáfora de su profesión funcionaba, aprobó irónico:
—Sí, exactamente eso: el periódico.
Nora dijo de improviso:
—Entonces, Colli, ¿vamos a dar ese paseíto para despejarnos la cabeza?
Colli se levantó, dispuesto:
—Vamos.
Se alejaron los dos juntos y desaparecieron en la obscuridad, entre los derribados troncos de los árboles naufragados. Ada, palidísima, miró largo rato a Lorenzo y después dijo, al tiempo que alargaba la mano a través de la mesa:
—¿Quieres que vayamos también nosotros a dar un paseo a lo largo del mar?
Lorenzo no dijo nada, movió la cabeza en sentido negativo. Ella insistió:
—Pero ¿al menos me quieres?
Como impulsado por un resorte, Lorenzo se levantó al instante, giró en torno a la mesa y se dirigió presuroso hacia la puerta del hotel.