4

No habían ido al Gabón para hacer vida de balneario como en Italia, en Forte dei Marmi o en el Lido de Venecia, dijo una mañana Colli, sino para ver África. Él ya se había entrevistado con todos los políticos con los que tenía que tratar para la construcción de una carretera que iría desde Libreville hasta una mina de uranio en el interior, la empresa podía continuar por sí sola gracias a la dirección de ingenieros excelentes; ahora comenzaba la parte más interesante del viaje, iban a visitar de verdad el Gabón: ¿por qué no recurrían a una agencia de viajes de Libreville para informarse de la posibilidad de una incursión en el interior del país? Lorenzo se sorprendió:

—Pero ¡cómo! ¿No viene usted con tanta frecuencia al Gabón? Creía que lo conocía.

—Nunca he puesto los pies fuera de Libreville. Vengo, echo un vistazo a los trabajos, entre un avión y otro, para ver cómo van las cosas y después vuelvo a Italia.

—¿Y cómo van las cosas?

—Bien o, mejor dicho, muy bien. Mire, en África hay que estar detrás de los africanos sobre todo al comienzo. Pero, una vez en marcha, después funcionan por sí solos, más o menos.

—¿Más o menos?

—Sí, una vez recibidas las órdenes, pueden darse dos casos.

—Naturalmente. Me imagino que las cumplen o no las cumplen.

—No, usted razona como un europeo. Las cumplen de todos modos. Pero, como he dicho, pueden darse dos casos: o las cumplen o las cumplen sin cumplirlas, por así decir, de verdad.

—¿Cómo es eso?

—Supongamos que usted ve a alguien que está telefoneando. Ahí está todo: quien telefonea, el teléfono, el auricular, el hilo. Después mira mejor y ve que el cable está desenchufado. ¿Usted qué pensaría?

—Pensaría que es una ficción.

—Exacto, una ficción. Pues bien, a veces ésa es la forma de hacer las cosas en el Gabón: fingiendo no sólo ante los demás, también ante uno mismo, que el cable no está desenchufado.

Esos diálogos entre Colli y él eran siempre iguales: Colli hablaba, por lo general en broma, y él, tal vez a causa de los celos, no podía por menos de seguir el juego y tomarlo en serio.

—Pero ¿cómo? ¿Por qué telefonear, si el cable está desenchufado?

—Está claro: para demostrar que se cumplen las órdenes.

Esa vez Lorenzo no pudo remediar un arranque de impaciencia:

—Colli, ¿no será usted por casualidad, acaso de forma inconsciente, un poco racista?

Colli no se desconcertó:

—Lo somos todos. Lo soy yo, que noto la diferencia entre la manera de trabajar de los africanos y la de los europeos, pero lo es también usted, cuando niega que exista esa diferencia. Al revés se lo digo para que me entienda: si usted no fuera racista, no me habría dicho que yo lo soy.

—Según usted, ¿qué debería haber dicho?

—Hombre, pues nada.

Así decidieron ir a informarse a Libreville, en una agencia turística, sobre la posibilidad de un viaje al interior. Era el último día del año. Después de la siesta, se encontraron los cuatro en el salón del hotel, delante del árbol de Navidad, de luces intermitentes. Colli dijo:

—Ahora vamos a la agencia, para lo del viaje, y después al supermercado. Aquí la noche de fin de año no cocinan. Propongo que compremos en el supermercado todo lo necesario para la cena de fin de año. Pasé otro fin de año en un restaurante del Gabón y, francamente, prefiero un piscolabis aquí, nosotros solitos, junto al mar, a la cena en un local nocturno.

Ada dijo:

—Yo me voy a dormir. Encargaré que me lleven champán a la habitación y brindaré por mi cuenta por el año nuevo.

Lorenzo preguntó:

—¿Sola?

—Claro que sí: sola.

Colli dijo en tono expeditivo, sin dar a entender que había advertido el tono polémico de su esposa:

—Cada cual brindará a su modo. Entonces, ¿vamos?

Salieron del hotel y se dirigieron hacia el coche, en el aparcamiento del otro lado de la carretera. Lorenzo notó que Ada procuraba distanciarse de Colli y Nora. Después se acercó y susurró:

—Tengo que hablar contigo.

Ahora bien, eso era una novedad respecto de la semana que habían pasado en el Gabón. Con la excepción del primer día, cuando se habían hablado brevemente desde los balcones, Ada, ya fuera porque hubiese decidido sufrir a solas sus celos o porque se hubiera resignado a sufrir sin protestar el ultraje de la relación tan ostentada entre su marido y Nora, casi no había vuelto a dirigirle la palabra. Mientras Colli y Nora se apartaban continuamente, ella se atenía ostentosa y ritualmente a los horarios de la vida de balneario: asistía a la comida y la cena en común, pero sin hablar; comía en silencio y después, nada más acabar, se levantaba de la mesa y se marchaba sin despedirse. Sin embargo, ahora parecía haberse producido un cambio respecto del primer día, cuando se habían encontrado en el balcón; la frase «tengo que hablar contigo» indicaba sin lugar a dudas que había concluido la fase digna y silenciosa de los celos y que ella volvía a sentir la áspera voluntad especular de represalia que la había impulsado a exhibirse ante él, en el coche, aquella noche en Roma. Ante esa idea, Lorenzo advirtió que en el fondo la frase y la aproximación de Ada no le desagradaban. ¿Y por qué no le desagradaban? Porque —pensó con conciencia lúcida— él era semejante a Ada: le bastaba ver a Nora y Colli juntos, como ahora, uno junto al otro, Nora del brazo de Colli, para experimentar el impulso celoso a hacer lo mismo con Ada. Dijo a flor de labios:

—¿Hablarme a mí? ¿Y cuándo?

—Ellos durante la siesta irán, como de costumbre, a pasear. Mañana iré a tu habitación.

Lorenzo reflexionó y después dijo con rabia:

—Mejor que no lo hagas. Nosotros ahora hacemos exactamente lo que ellos hacen. Pero que yo sepa, Nora aún no ha ido a la habitación de tu marido en tu ausencia o viceversa. Pasean: nada más. Pues bien, nada de ir al cuarto. Daremos un paseo juntos.

—Conque pasean, ¿eh? Pero durante el paseo, ¿qué hacen? ¿Lo has pensado alguna vez?

Lorenzo no respondió y apresuró el paso. Ahí estaba el coche. Vio a Colli abrir la portezuela y a Nora sentarse en el asiento contiguo al del conductor. La ayudó maquinalmente a montar y se sentó junto a ella. El coche arrancó.

Por un rato nadie habló. El coche corría a gran velocidad por la recta a lo largo de los faroles y las palmeras y un viento suave entraba por las ventanillas y mitigaba el sofocante calor. Después, Ada fingió de repente caer sobre Lorenzo y le susurró:

—¿Nosotros hacemos lo que hacen ellos? De acuerdo, hagámoslo.

—¿Qué quieres decir?

—Míralos.

Lorenzo se inclinó hacia delante y miró. Colli conducía solo con una mano, la otra estaba extendida abajo y, al inclinarse un poco más, vio que estaba apoyada en el asiento y estrechaba la mano de Nora. Así Ada, a su nuevo modo histérico y pasional, tenía razón. Advirtió que sufría, que hubiera deseado gritar a Colli: «Quita esa mano», y que deseaba —mecanismo fatal— hacer lo mismo o acaso algo más atrevido con Ada. Extendió la mano y fue a estrechar la que Ada tenía vuelta sobre el regazo. Preguntó:

—¿Está bien así?

Ada, como respuesta, apretó la mano de Lorenzo, se la llevó a la boca y la besó con fervor. Después la giró y se apretó la palma contra su seno. Lorenzo pensó con rabia: «Somos dos monos que nos reflejamos en ellos», y retiró la mano con violencia. Ada se volvió hacia la ventanilla, miró afuera por un momento y después dijo en voz alta, dirigiéndose a su marido:

—¿Queréis que juguemos a un juego esta noche de fin de año?

Nora dijo:

—Sí, sí, juguemos a un juego.

Colli preguntó:

—¿Qué juego?

—Es un juego que practican con frecuencia en África para pasar el tiempo. Esta noche para festejar el año nuevo vosotros dos, los hombres, os intercambiáis las mujeres: tú te llevas a Nora y Lorenzo se me lleva a mí. ¿Qué os parece?

Así —pensó Lorenzo—, Ada, en el juego de los celos eróticos, lo derrotaba con mucha diferencia gracias a su apasionamiento. Colli dijo con su acostumbrado e inalterable sentido común:

—El inconveniente de esos juegos es que después cada cual vuelve con su mujer y tal vez ella no esté contenta precisamente. No, ciertas cosas dejémoselas hacer a los americanos, que se aburren en sus suburbios.

Lorenzo se preguntó de dónde sacaría Colli tanta seguridad y serenidad. Y se respondió que Colli no necesitaba el juego propuesto por Ada: ya lo estaba practicando con Nora. Y, por lo que se refería a su mujer, no parecía tener nada en contra de que Lorenzo hiciera lo mismo. Entretanto, el coche aminoraba la velocidad entre las primeras casas de Libreville. Colli dijo en tono alegre:

—Propongo que vayamos lo primero a la agencia y después al supermercado para las compras de fin de año.

—Hay que comprar también algo nuevo y rojo —dijo Ada con voz tranquila—. Yo ya sé lo que compraré.

—¿Qué?

Ada respondió:

—Una bolsita que ya he visto. Una cosa de nada, pero graciosa. Toda hecha de perlitas rojas. —Su voz era serena, una voz normal de persona normal. Lorenzo admiró esa capacidad para pasar de la pasión a la serenidad y viceversa, como el flujo y el reflujo continuo de una marejada. En cambio, él no la tenía: o sufría o se preparaba para sufrir de nuevo.

Ahora el coche iba casi a paso de hombre por la calle principal de Libreville. En todas las tiendas los escaparates brillaban con decoraciones navideñas, las aceras estaban atestadas de transeúntes que se entretenían entre tantas tentaciones. Pero al final de las calles adyacentes, en contraste con tanta luz, se divisaba la obscuridad de la selva ecuatorial. Y en una de esas calles adyacentes encontraron el rótulo luminoso de la agencia.

También en el escaparate de la agencia había un arbolito de Navidad con las lamparitas de luces intermitentes, como el del hotel. Entraron. Todo el mobiliario consistía en un escritorio y dos sillas. Detrás del escritorio, había un gran mapa del Gabón clavado en la pared. Sentada al escritorio estaba una empleada rubia y joven, de frente ancha y barbilla aguda. Colli se acercó y dijo en buen francés:

—Vengo con frecuencia al Gabón, pero nunca he visitado el interior del país. Tal vez ustedes podrían sugerirme alguna idea.

—¿Alguna idea? Aquí tiene, en este folleto está todo lo que necesita saber.

—Los folletos los tenemos también en el hotel. ¿No podría darme alguna información más detallada?

—Está ya todo en el folleto.

—Veamos, dicen que Lambarené es interesante.

—Sí, es interesante. Están los hospitales del doctor Schweitzer.

—¿Y cómo se va allí?

—Hay una carretera asfaltada durante un tercio del recorrido. Después es una pista. Se va en coche, supongo.

—¿Ha estado usted alguna vez?

—¿En Lambarené? No, nunca.

—Aparte de Lambarené, ¿qué otros centros habitados importantes hay?

—Los puede ver en este mapa. —La empleada se volvió e indicó el gran mapa clavado en la pared—: Butanga, Port-Gentil, Boué, Minkebé, Belinga.

—¿Y son interesantes?

—¿Interesantes?

—Quiero decir: ¿hay algo que ver?

—No creo.

—Pero en el Gabón hay bosques inmensos.

—Ah, eso sí: hay bosques y pistas que los atraviesan.

—¿Y ustedes proporcionan los coches?

—No: nosotros, no.

—¿Por qué no?

—La pista está en mal estado, los coches se rompen y no regresan.

—Pero ¿los viajeros, los que regresan?

—No hay viajeros.

—Habrá al menos los habitantes de los lugares.

—En muchas regiones no hay habitantes. Hay grandes territorios con menos de un habitante por kilómetro cuadrado. No hay nadie.

—Entonces indíquenos al menos un lugar donde podamos ir por nuestros medios.

La empleada miró fijamente a Colli con sus ojillos azules:

—Vayan a Mayumba.

—¿Qué es Mayumba?

—Un lugar situado junto al mar. Aquí tiene el folleto sobre Mayumba.

—¿Es bonito Mayumba?

—No he estado nunca. Está considerada la playa más bella del Gabón.

—¿Y cómo se va allí?

—Se va en avión. Con Air Gabon.

—¿Hay hoteles?

—Hay una lodge. Aquí tiene el folleto.

—¿Ustedes nos aconsejan que vayamos?

—Corresponde a ustedes decidir.

—En una palabra —exclamó Colli—, su agencia es extraña. En lugar de fomentar el turismo, parece como si quisieran desanimar a los posibles turistas.

—No es eso. No nos hacemos cargo de la responsabilidad, dejamos a los turistas en libertad para ir a donde quieran por sus propios medios.

Colli se guardó los folletos en el bolsillo y, una vez fuera de la agencia, comentó con calma:

—Poco acogedora es esa muchacha graciosa. Pero es un efecto del lugar. Me lo decía precisamente ayer un francés: Aquí, en el Gabón, hay una especie de enfermedad psicológica que afecta sobre todo a los residentes europeos, caracterizada por la desgana, la indiferencia y la apatía. En la fase aguda se llama gabonitis y entonces ya sólo queda tomar el primer avión para Europa. En la fase crónica, gabonismo.

Ahora faltaba visitar el supermercado y comprar, además de lo necesario para la cena de fin de año, algo nuevo y rojo que ponerse para la festividad. El supermercado se llamaba «Mbolo», que, según explicó Colli, en la lengua local quiere decir «buenos días», y era una visita indispensable, aunque sólo fuese para darse cuenta del grado de prosperidad alcanzado por el Gabón, uno de los países con nivel de vida más alto de África. Siguió explicando a que debía el Gabón su prosperidad: maderas preciosas, manganeso, uranio, diamantes. Ahora, mientras Colli conducía y hablaba, Ada estaba haciendo algo que atrajo la atención de Lorenzo: al tiempo que miraba la carretera, intentaba poco a poco sacarse la alianza, único anillo que llevaba en los dedos desguarnecidos. El anillo parecía estrecho, ella lo hacía girar en torno al dedo y al final lo sacó, lo cogió en la palma, lo miró y después, con gesto sencillo, sacó el brazo y abrió la mano. El anillo cayó a la carretera. Lorenzo preguntó en voz baja:

—Pero ¿qué has hecho?

—¿A qué te refieres?

Lorenzo se tocó el dedo en el que tenía la alianza. Ada comprendió y respondió también en voz baja:

—He adoptado una decisión.

Colli anunció:

—Ahí está el supermercado.

El supermercado apareció con toda su frialdad desmesurada y vagamente simbólica, como una caja rectangular gigantesca y pintada a franjas verticales blancas y azules, a espaldas de una corona de enormes árboles frondosos. Delante del supermercado había una enorme plaza y el aparcamiento para numerosos coches, a la sombra de otros árboles enormes. El nombre de «Mbolo», compuesto de lamparitas multicolores, resplandecía con grandes letras en lo alto de la enorme caja, la luz iba y venía y el follaje de los árboles se volvía por unos instantes verde y después se sumía otra vez en la obscuridad, alternativamente. Un torrente de música de ritmos sincopados se derramaba sobre la plaza y parecía imantar a la multitud de compradores, en cierto modo como el estruendo de los trombones y los bongos en las fiestas rurales de otro tiempo. Y, de hecho, los compradores afluían en filas disciplinadas hacia las cuatro puertas de entrada al supermercado con una docilidad presurosa, como fieles que se dirigieran con retraso hacia la puerta de una iglesia.

Ahora Lorenzo se preguntaba qué decisión habría adoptado Ada al tirar la alianza y de repente, mientras avanzaba con la multitud hacia el supermercado, tuvo una especie de sensación aguda de intolerancia y adoptó, a su vez, una decisión: haría el amor con Ada en la primera ocasión y en seguida anunciaría que renunciaba al viaje periodístico por el Gabón y regresaría a Italia. ¿Solo o con Nora? ¿O con Ada? Tal vez con Ada. Dejaría a Nora, continuaría con Ada, tal vez viviera con ella. En cuanto a Nora…

Como para reafirmarlo en esa decisión, ahí, a pocos pasos de Ada y de él, estaba Colli, que llevaba a Nora del brazo, como guiándola entre la multitud, y Nora, que con gesto ambiguo, como si lo besara, acercaba la boca al oído de él y le hablaba. De improviso, Ada se le acercó y le dijo en voz baja:

—¿Has visto?

Lorenzo se estremeció: efectivamente, ésa era una de las caricias preferidas por Nora. Respondió:

—No he visto nada. O, mejor dicho, he visto que te has sacado la alianza del dedo y la has tirado a la carretera.

—¿No te ha dado placer?

Así, pues, reflexionó él, Ada seguía estando celosa y al mismo tiempo convencida de que él, no menos celoso, experimentaba hacia ella un sentimiento que debía llamarse, con todo, amoroso. Pero era un amor especular al que parecía haber entre Colli y Nora, vengativo y mimético. Preguntó seco:

—¿Se puede saber por qué debería darme placer?

—Lo he hecho por ti. —Y al cabo de un momento—: Estréchame el brazo como Flavio a Nora.

Lorenzo le estrechó el brazo maquinalmente. Ada respondió al punto y le lamió la oreja. Lorenzo se apartó bruscamente y vio que Colli se apartaba también de Nora. Así, en orden disperso entraron los cuatro en el supermercado.

Apareció una sala inmensa que ocupaba todo el edificio. Los adornos, cortinajes, festones, luces y otras diversas decoraciones eran, todos, de un rosa encendido rayano en el violeta, impúdico como la mucosa de una cavidad visceral. Filas de perchas con las prendas de vestir muy apretadas o hileras análogas de estantes con productos alimentarios recorrían la enorme sala de un extremo a otro. Entre una fila y otra, los compradores avanzaban despacio, examinando las mercancías. Todo ello bajo el estruendo de la música de rock con su tonalidad.

Ahora estaban de nuevo juntos para elegir algo nuevo y rojo que ponerse para fin de año. Al final, después de muchas y divertidas vacilaciones subrayadas por las bromas de Colli, Lorenzo eligió una corbata roja y Colli un pañuelo rojo; Ada, la bolsita con las perlitas rojas; Nora, unas bragas rojas. Colli objetó al instante:

—Las bragas no valen: es trampa, porque no se ven.

Nora respondió riendo:

—¿Y quién te dice que no se verán?

Fue suficiente para que Ada apretara el brazo de Lorenzo, que estaba a punto de remachar con acritud: «Es cierto, a una mujer no se le ven las bragas, salvo cuando se las quita», pero precisamente en ese momento advirtió que Colli y Nora habían desaparecido.

Ada dijo excitada:

—¿Has visto? Se la ha llevado de la mano. Tal vez —añadió—, se la haya llevado para ayudarla a ponerse las bragas rojas.

Lorenzo guardó silencio por un momento. Esa frase de Ada sobre las bragas tenía toda la vulgaridad de unos celos a un tiempo fisiológicos y burgueses. Pensó de improviso, con crueldad consciente, que esa frase armonizaba perfectamente con el proyectado fin de su matrimonio. Dijo:

—Cuando has tirado la alianza por la ventanilla, me has dicho que habías adoptado una decisión. ¿Qué decisión?

—La decisión —dijo ella al instante sin vacilar—, de acabar de una vez.

—También yo he tomado la misma decisión —dijo Lorenzo—. ¡Estarás contenta ahora!

Ella lo desafió:

—Tal vez hubieras adoptado la misma decisión ayer, cuando nos encontramos en el balcón. Pero después te lo volviste a pensar.

Lorenzo miró en derredor y después dijo:

—Bueno, pero ahora cálmate. Mejor busquémoslos. Teníamos que comprar las cosas de comer. Tal vez hayan ido a la segunda planta.

Se dirigieron a los ascensores. Una cabina atestada de compradores estaba subiendo en ese preciso momento, pero bastó una ojeada a Lorenzo para ver que Colli y Nora no iban en ella. Entraron en la cabina entre la multitud que los prensaba por todos lados. Lorenzo sintió que Ada se apretaba contra él y después con la mano buscaba su mano y le introducía los dedos entre los suyos. Se detuvo la cabina, se abrieron las puertas, salió la multitud y ellos fueron los últimos. Se encontraron en una enorme sala en todo semejante a la de la planta baja, igualmente inmensa, toda decorada con adornos del mismo color rosa encendido. Ada dijo mirando en derredor:

—Quién sabe adónde habrán ido.

Lorenzo buscó en vano con los ojos el casco de oro de los cabellos de Nora entre todas aquellas negras cabezas lanudas y después dijo:

—¿Qué te importa? ¿Acaso no has decidido acabar de una vez?

—Estamos juntos; aunque sólo fuera por educación, no deberían apartarse. Y de día aún, pero ahora lo hacen también de noche.

Lorenzo se turbó:

—Pero ¿qué dices?

—Esta noche me he despertado y él no estaba. La puerta del balcón estaba abierta, he oído susurros, me he levantado y he mirado sin dejarme ver. Eran ellos, estaban hablando. A las tres de la mañana.

—Habrán tenido calor. ¿Qué tiene de extraño?

—Sí, tanto calor, que Nora estaba desnuda.

Lorenzo recordó que Nora dormía desnuda por el calor. Pero el desnudo de aquella noche era sin duda premeditado. Preguntó, extraviado, la primera cosa que se le ocurrió:

—¿Y cuánto tiempo estuvieron?

—Ah, el tiempo suficiente para que sucediera cualquier cosa. No habrá sido como entre nosotros dos. Conozco a mi Flavio, no habrá respondido que no quería nada, eso desde luego.

—Pero ¿cuánto tiempo estuvieron?

—Tal vez media hora, tal vez más. ¿Te escuece que tu mujercita se levante de noche y vaya a reunirse desnuda con su amante en el balcón?

Era el lenguaje a un tiempo de los celos y de la clase social muy concreta a la que Ada pertenecía. Y Lorenzo se turbó con un deseo repentino, a un tiempo cruel y despreciable. Dijo bruscamente en voz baja:

—¿Quieres que hagamos el amor?

La forzada y maligna sonrisa se esfumó del rostro de Ada, quien, turbada a su vez, preguntó:

—Pero ¿dónde?

Ahora bien, Lorenzo había notado que allá, al fondo de la enorme sala, una escalerita de hierro subía en diagonal a lo largo de la pared hasta una puertecita bajo el techo, que, según toda evidencia, conducía a una terraza. Dijo indicando la escalerita:

—Vamos a la terraza.

—Pero la puerta estará cerrada.

—Vamos a ver.

Con repentina resolución, ella se dirigió hacia la escalerita por entre la multitud. Subieron despacio; antes de abrir la puertecita, Lorenzo miró abajo, a la enorme sala, y comprobó una vez más que Nora y Colli no estaban a la vista. Después giró el picaporte y, para su sorpresa, la puerta se abrió. Entonces salió el primero y después ayudó a Ada a salir, a su vez.

La terraza estaba a obscuras, pero no tanto como para que no se vislumbrase el pavimento negro, como si estuviera cubierto de betún, y, aquí y allá, grupos de chimeneas. Una parte de la terraza estaba iluminada indirectamente por las luces de la plaza y la otra estaba a obscuras. Ada se dirigió con seguridad hacia la parte obscura. Lorenzo la vio asomarse e inclinarse a mirar afuera apoyando los codos en la barandilla y doblando el cuerpo en ángulo recto, de forma que el trasero quedaba más alto que la cabeza. También él se acercó a la barandilla y dijo por decir:

—Bonito, ¿eh?

Ella respondió enojada:

—¿Qué es lo bonito? ¡Si no se ve nada! —Y después, al cabo de un momento y en voz baja—: Venga, hagámoslo y no perdamos tiempo.

Lorenzo se apartó de la barandilla y giró en tomo a Ada. Experimentaba una sensación de profundo desprecio tanto hacia sí mismo como hacia Ada y eso le excitaba. Se le acercó a la espalda e intentó, sin conseguirlo, bajarle la falda estrecha y corta. Ella no cambió de posición, pero tendió hacia atrás una mano, agarró el borde de la falda y la bajó oblicuamente con un gesto ciego, torpe y obstinado. Lorenzo se bajó la cremallera; pensaba que en la penetración por detrás se expresaba con precisión el cruel sentimiento que en aquel momento le animaba. Se dobló con ímpetu sobre ella, pero, para su sorpresa, Ada lo rechazó de repente con un violento arranque de la grupa y después, sin dejar de permanecer doblada y asomada sobre la barandilla, con gesto igualmente torpe y obstinado como aquel con que se había descubierto, se bajó la falda.

Lorenzo vaciló y después, viendo que ella seguía asomada, fue a colocarse junto a ella e intentó mirarle la cara. Entonces vio que Ada estaba llorando. Las lágrimas parecían brotar con dificultad de los ojos desorbitados en la obscuridad y, conforme le descendían por la mejilla, sacaba la lengua para lamérselas, como para saborear toda su amargura. Después dijo:

—Discúlpame.

Lorenzo no dijo nada. Ella prosiguió:

—Había venido aquí arriba para hacer el amor. Pero me doy cuenta de que no puedo. Me parece que soy una vaca.

Lorenzo dijo:

—Ven, volvamos abajo.

—Sí, volvamos. No quiero verlo más. Esta noche no cenaré con vosotros. Y mañana por la mañana quiero regresar a Italia con el primer avión que salga.

—Anda, no te lo tomes así.

Lorenzo tiraba de ella. De improviso ella se volvió, le echó los brazos al cuello y apretó su rostro empapado en llanto contra el de él. Lorenzo se dejó besar con prisa y furia, con besos apasionados y rápidos por todo el rostro, y después se separó de ella con dulzura y la impulsó hacia la trampilla por la que habían salido a la terraza.

Bajaron por la escalerita y entonces, justo debajo de ellos, ahí estaban, casi increíbles, la áurea cabeza de Nora y la alta y flaca figura de Colli. Nora estaba detrás de un carrito en que había paquetes y conservas. Ada dijo:

—Os hemos estado buscando. ¿Dónde estabais?

Colli respondió:

—Pues por ahí, haciendo las compras. Os hemos visto subir por esa escalerita.

Lorenzo explicó:

—Hemos subido a la terraza para ver si estabais ahí arriba.

Ahora el supermercado se estaba vaciando, retumbaba la música, relucían las lámparas, pero los empleados estaban ya empezando a barrer el pavimento de los corredores desiertos. La multitud se adensaba cerca de la salida. Colli indicó a Lorenzo un africano joven y robusto, con camiseta negra y pantalones rojos, que empujaba un carrito rebosante de vituallas, seguido de una mujer enorme que llevaba a una niña en brazos, a otro de la mano y a otros dos pegados a la falda, y dijo que una familia así indicaba el grado de prosperidad alcanzado en el Gabón. Lorenzo se hizo de repente la ilusión de que el viaje del Gabón era de verdad un viaje de vacaciones de Navidad y nada más y que entre Colli y Nora no había sino una amistad precisamente de viaje. Pero Ada no permitió que se hiciera ilusiones. Cuando salían del supermercado, se le acercó y susurró:

—Discúlpame una vez más por lo que ha ocurrido antes.

Lorenzo corrigió a flor de labios:

—Por lo que no ha ocurrido.

—Se ve que soy una mujer incorregiblemente fiel. Pero la próxima vez no será así: la próxima vez seré tuya.

Lorenzo repitió para sus adentros: «¡Seré tuya! Pero ¿por qué ha de decir siempre el lugar común tradicional?». Pero al mismo tiempo no podía por menos de advertir que precisamente el lugar común no le inspiraba sino un obscuro y furioso deseo. Replicó:

—No habrá una próxima vez.

—La habrá, te lo juro.

En el aparcamiento, Lorenzo dijo:

—Ahora me pondré yo al volante.

Calculaba que Nora volvería a ocupar el puesto de la ida junto al conductor. Pero, al volverse, ahí —vio, con el estupor que provoca un juego de manos— estaba Ada a su lado.

De la rabia apretó a fondo el acelerador y el coche empezó a correr con una velocidad violenta, como si deseara lacerar el paisaje. Las palmeras y los faroles, todos altísimos, se le precipitaban encima en la clara y dulce noche africana. Los coches que venían en dirección opuesta lo deslumbraban con sus desesperadas señales de los faros. Colli gritó de repente:

—Lorenzo, más despacio, no queremos morir en el Gabón.

Ada, que parecía atribuir ese furor suyo al abrazo frustrado en la terraza, le susurró:

—Anda, no estés tan enojado.

Y, como para hacerle sentir su cómplice solidaridad, le puso la mano sobre el muslo, una mano cuadrada de campesina, con gesto más de posesión que de halago. Lorenzo pensó que ahora Ada estaba convencida de verdad de que tenían una relación de amor, se avergonzó de su furia y aminoró la marcha. A sus espaldas, oyó que Colli y Nora bromeaban y reían. Ada preguntó:

—¿De qué andáis riéndoos vosotros dos?

—Nos reímos y bromeamos porque hoy es fin de año.

—Decidnos de qué os reís. Así nos reiremos nosotros también.

Pero ya habían llegado. Una vez en el hotel, Nora y Colli fueron con los paquetes directamente a los ascensores. En cambio, Ada aminoró el paso y fue a encontrarse junto a Lorenzo al lado del árbol de Navidad. Lorenzo preguntó:

—¿Por qué no has subido con tu marido y Nora en el ascensor?

—Porque ellos son felices y nosotros no.

Lorenzo dijo con aspereza:

—Yo sólo puedo ser feliz con Nora.

—Y yo con Flavio. ¿Por qué no intentamos ser felices juntos?

—Nosotros dos sólo podemos ser infelices.

Ahí estaba el ascensor. Entraron, se cerraron las puertas, Ada se colocó de espaldas contra la pared y frente a Lorenzo. La cabina subió un piso y después Ada, antes de que llegara al segundo, extendió una mano y apretó el botón del stop. La cabina se detuvo, Ada abrió un poco las puertas y después se arrodilló frente a Lorenzo y le acercó al vientre las dos manos y la boca. Lorenzo le puso una mano en la cabeza y la rechazó. Ada volvió a alzarse y dijo:

—Después no digas que soy yo —y apretó de nuevo el botón. El ascensor reanudó la subida, otros dos pisos, se abrieron las puertas, salieron los dos en silencio y desaparecieron cada uno en su habitación.

Una vez dentro de la habitación, lo primero que vio Lorenzo a través del opaco vidrio del baño fue la sombra de Nora envuelta en la polvareda del agua de la ducha. Le entró un deseo como de purificación después de la tarde pasada con Ada, se quitó apresuradamente la camisa y se dirigió completamente desnudo al baño, pero en ese preciso momento salía Nora de éste tan desnuda como él. Lorenzo dijo con urgencia:

—Ven, vamos a duchamos juntos.

La vio mirarlo sorprendida.

—Pero yo ya me he duchado, ¿por qué habría de hacerlo otra vez?

—Para darme placer.

Nora lo miró y después alzó los hombros e hizo ademán de dirigirse hacia la cama. Lorenzo, furioso de improviso, la cogió de un brazo:

—Bueno, pues entérate. Hoy allí arriba, en la terraza del supermercado, he hecho el amor con Ada.

¿Era una mentira —se preguntó un instante después— o la verdad? En cualquier caso, los dos rechazos, el de Ada en el supermercado y el suyo en el ascensor, equivalían a una relación de amor propiamente dicha, aunque frustrada y especular.

La vio volverse y mirarlo fijamente con los azules iris sin mirada. Después dijo con desconcertante serenidad:

—Ya lo había pensado. Pero ¿por qué lo has hecho? Cuando estaba yo aquí, dispuesta a hacerlo.

Lorenzo dijo:

—¡Dispuesta, eh!

Ella reaccionó esa vez soltándose del brazo, pero sin brusquedad, con dulzura:

—Sí, dispuesta, ¿acaso no soy tu mujer?

—Sí, al parecer lo eres.

Ella le cogió la mano:

—Ven quiero volver a ducharme. Quiero lavarte, así te quito de encima hasta el recuerdo de Ada.

Lorenzo habría deseado protestar, decirle que no era verdad, que al final le había sido fiel, pero renunció: ¿de qué servía una verdad que no era tal? Así siguió a Nora bajo la ducha. Nora reguló el chorro frío y punzante y después cogió el jabón y, como había hecho antes Ada, se arrodilló y le lavó con cuidado el miembro. Lorenzo tuvo al instante la erección, ella la advirtió y dijo:

—Pero bueno, cálmate, ¿no te basta con Ada? —con una falta de celos tan absoluta, que él no pudo por menos de exclamar:

—Pero ¡si no es cierto!

—¿El qué no es cierto?

—Que haya hecho el amor con Ada. No lo he hecho.

—¿Y por qué me lo has dicho, entonces?

—Por decirlo.

—¿Quieres hacerlo ahora conmigo?

—Sí.

Así hicieron el amor en el baño, de pie, bajo la ducha, pegando un cuerpo contra el otro, como para formar con la adherencia del agua que los envolvía un solo cuerpo. Después acabaron la ducha, salieron del baño y fueron a tenderse juntos en la cama, donde ella se enroscó contra él y le susurró:

—Esta noche haremos los brindis de fin de año. Prométeme que brindarás no por mí, sino por nuestro matrimonio.

—Pero nuestro matrimonio no existe, no puede ir peor.

—Nuestro matrimonio existe y va bien.