3
El hotel se alzaba sobre una corta playa, a dos pasos del mar. Era un hotel moderno de tipo balneario, como los que se pueden ver en la Costa Azul de Francia. También las palmeras finas y altísimas que balanceaban sus copas peladas a la altura del último piso habrían podido estar a orillas del Mediterráneo. Pero se adivinaba África en un detalle insólito: la exigua playa estaba atestada de enormes troncos de árboles, hundidos aquí y allá en la arena. Eran troncos de árboles gigantescos, inexistentes en Europa, todos serrados con precisión y con una chapa con números y letras clavada. En un pasado tal vez no reciente, esos árboles, ahora obscurecidos por el agua y cubiertos de líquenes, se habían alzado cargados de follaje en el corazón de la selva ecuatorial. Después los habían derribado, les habían quitado las hojas, los habían reducido a cilindros lisos, los habían atado juntos para formar una balsa y, por último, los habían confiado a la corriente de un río que los llevaría hasta la desembocadura, donde embarcarían con destino a los mercados europeos. Pero a veces ocurría que la balsa, al llegar al océano, se desataba y los troncos, arrastrados por las corrientes, tras haber errado largo tiempo entre las olas, acababan varados en alguna playa.
Tampoco el mar podría haber sido otra cosa que africano. No era el mar libre, sino una gran bahía encerrada entre dos promontorios, de olas siempre agitadas por un color turbio entre el verde y el morado, bajo un cielo cubierto de enormes nubes obscuras ora en movimiento y como fugitivas, ora en suspenso, bajas e inmóviles. Allá, a lo lejos, en la orilla opuesta se veían filas indistintas de palmeras y vagos perfiles de cabañas de techo cónico. Esa orilla opuesta, vista desde el hotel, parecía remota e inalcanzable, envuelta en una atmósfera misteriosa y recordaba a los huéspedes europeos del hotel que el África auténtica comenzaba allí, más allá del piélago proceloso, en aquella ribera lejana y apenas visible.
Entre el hotel y la playa había una piscina de baldosas azules y un restaurante al aire libre al que daba sombra un emparrado de paja. Los clientes se zambullían y nadaban en la piscina o permanecían sentados en el restaurante, raras veces se aventuraban por la playa, tan atestada de troncos naufragados. Eran casi todos franceses, según explicó Colli, que les hacía de guía, la mayoría funcionarios con sus esposas e hijos u hombres de negocios que mantenían relaciones con el gobierno del país. El Gabón era un país rico en recursos naturales, con minas y bosques aún por explotar, y Francia, aun después de la colonización, había conservado una posición predominante en él.
Los primeros días hicieron vida de vacaciones estivales: se levantaban tarde por la mañana, se entretenían hasta la hora de la comida nadando y tomando sol en la piscina, comían en el restaurante y después hacían una larga siesta. Por la noche, a veces cenaban en Libreville, la capital, que estaba a media hora en coche del hotel. Por las tardes, Colli iba a la ciudad, a Libreville, para sus negocios. Por la noche comían de nuevo en el restaurante. Con la obscuridad, parecía que estuvieran de verdad en Europa, entre otras cosas por una brisa ligera que se alzaba a mitigar el sofocante calor del día. Pero la ilusión europea y estival quedaba desmentida por el anacrónico árbol de Navidad que se alzaba en el vestíbulo, todo él adornado con lamparitas multicolores que se encendían y se apagaban alternativamente: aquel árbol recordaba África precisamente porque pretendía hacerla olvidar.
Por detrás del hotel, pasaba la carretera costera con sus altos faroles y palmeras altísimas alternados, continuamente recorrida por automóviles veloces y silenciosos. Pero más allá de la carretera, al final de los cortos caminos adyacentes, aún no asfaltados y arenosos, se podía divisar la tenebrosa masa de la selva ecuatorial con sus enormes troncos y su enmarañado e impenetrable boscaje. No habría que asombrarse —decía Colli chistoso—, si una mañana salía un gorila de la selva, tal vez con un bañador rosa sobre su negro y peludo lomo, e iba a darse un chapuzón en la piscina y entre los demás bañistas.
Esa atmósfera de balneario no lograba ocultar a Lorenzo el lento e incontenible deslizamiento de su relación con su esposa hacia una explicación necesaria, aunque desagradable. Curiosamente, esa inevitabilidad de la explicación no estaba vinculada en modo alguno al hecho de que, al menos por lo que él sabía, en aquella media hora que había estado solo en el coche con Ada, él hubiese traicionado sin lugar a dudas a Nora, mientras que era por lo menos dudoso que en la habitación del hotel de Colli Nora lo hubiese traicionado a él. Pero se tranquilizaba la conciencia diciéndose que entre las dos traiciones había una diferencia: Nora lo había traicionado, de haberlo hecho, por amor o al menos por algún arrebato repentino; en cambio, él había traicionado a Nora como un reflejo, para compensar la traición, es decir, por celos. Ada, también ella infiel por celos, a quien había preguntado durante el viaje qué había sucedido tras la cortina de la habitación del hotel, qué le había hecho cambiar de idea después de la primera escena histérica de celos, había confirmado esa reflexión:
—¿Qué te dijo tu marido? ¿Cómo es que cambiaste de talante? ¿Te amenazó con separarse?
—Al contrario, me dijo que me amaba y que sólo me amaba a mí.
—¿Y tú le creíste?
—Yo siempre le creo.
Pero la asiduidad de Colli, correspondida a las claras por Nora, no podía pasarse por alto y le hacía pensar que en aquella media hora en Roma había sucedido entre ellos algo acaso breve y casual, pero decisivo: Colli había conquistado a Nora y Nora reconocía y aceptaba haber sido conquistada. Sí, le parecía intuir, con una sensación de dolor cada vez más agudo y presente, que el corazón de Nora, tan enigmáticamente felino, latía ahora por Colli.
¿En qué consistía la asiduidad de Colli? ¿De qué forma le correspondía Nora? Simplemente —se dijo después de los primeros días de estancia en el Gabón—, Colli se ocupaba sólo de Nora y Nora sólo de Colli; Ada y él quedaban, por así decir, excluidos. Y esa exclusión continuaba incluso cuando Colli se encontraba a solas con Ada y él se encontraba a solas con Nora. En su cuarto, durante la siesta o por la noche antes de dormir, Nora ya casi no le hablaba o, si lo hacía, se limitaba a lo estrictamente necesario y sin la menor efusión afectiva ni amorosa. Por su parte, Ada le decía que lo mismo sucedía entre Colli y ella. Cierto era que Nora había hecho el amor con Lorenzo una vez. Pero a éste no se le había escapado que en realidad le había procurado el orgasmo con el habitual juego erótico del amor a gatas, pero ella no lo había tenido. ¿Había sido casualidad o una intención premeditada? ¿No había sido, en una palabra, como si ella se hubiera prestado a darle su placer para no hacerle sospechar que el placer lo obtenía con Colli? Lorenzo le había comentado, nada más tener el orgasmo:
—Me has hecho correrme, pero tú no te has corrido.
A eso ella le había respondido lacónica:
—No tenía ganas.
Esa indiferencia indescifrable y tal vez inconsciente le inspiraba una sensación de incontenible desplome de todo el edificio de su vida. Le parecía vivirlo, ese desplome, momento a momento, con la sensación de aterrada impotencia de quien tiene los pies empantanados en unas arenas movedizas y no se atreve a moverse porque sabe que todo movimiento sólo servirá para hacerlo hundirse más.
De vez en cuando se hacía la ilusión de que los continuos apartes de Nora y Colli eran casuales y de que su amor no existía, sino que era una simple invención de sus celos. Pero, si volvía a pensar en la frialdad e insuficiencia de su abrazo en África, no podía por menos de ver una relación entre los apartes de ellos y el abrazo: sí, no había duda, Nora y Colli habían hecho el amor durante la media hora en que se habían encontrado solos en la habitación del hotel y ahora su relación no era la aún incipiente del galanteo, sino la mucho más madura del amor correspondido.
Así, pues, él debía tener una explicación a toda costa. Pero había pensado en hablarle con la calma y distanciamiento propios de una conversación premeditada. En cambio, la ocasión fue casual y únicamente vinculada a su relación física. Una de aquellas tardes, cuando ya llevaban una semana en África, al ver a Nora hacer ademán de lanzarse al juego habitual del amor a gatas, casi sin pensarlo, por instinto, la rechazó con dulzura:
—No, hoy no.
La vio mirarlo sorprendida:
—¿No quieres?
—No, prefiero no hacerlo, si ha de ser como la última vez.
—¿Cómo fue la última vez?
—Es que el amor lo han de hacer dos; si no, no es amor.
—¿Y nosotros no lo hicimos los dos?
—No, lo hice sólo yo. O, mejor, tú me lo hiciste a mí. Pero tú no lo hiciste.
—Pero ¿cómo lo sabes?
—El orgasmo se ve. El mío lo viste. Es cierto, las putas fingen tenerlo: forma parte de sus prestaciones. Pero tú no eres una puta y la verdad es que no se vio.
La vio fruncir las cejas desconcertada:
—No tenía ganas y, además, te lo dije. Pero ahora es diferente.
Se miraron. Lorenzo dijo de repente:
—Nadie lo diría. Tienes la expresión práctica de quien quiere despachar lo antes posible una tarea fastidiosa.
—Pero ¿qué tarea?
—El amor precisamente. Si tuvieras de verdad ganas de hacerlo, no estarías así. —Él le pasó rápido una mano entre las piernas y se la restregó ligeramente contra el sexo.
—Pero ¡qué dices!
—Seca como una hoja y cerrada como una ostra.
La vio clavarle ahora los ojos tan luminosos y tan inexpresivos. Después dijo:
—Déjame hacerlo. Tú te excitarás y entonces yo, al verte excitado, me excitaré también.
Lorenzo sintió un repentino afecto por ella, tan espontánea y cargada de voluntad. Le hizo una caricia en la cara y dijo:
—No, hoy hablemos. Tal vez hagamos el amor después. Pero antes debo decirte algunas cosas.
—Entonces habla.
Lorenzo dijo con sinceridad:
—Me resulta difícil: te lo tomarás como una escena de celos. Pero no lo es. No estoy celoso.
—Entonces, ¿cómo estás? —La voz era ligeramente tensa e impaciente.
Claro, ¿cómo estaba, sino celoso?
Lorenzo dijo sin convicción:
—Necesito claridad.
—Pero todo está claro entre nosotros, ¿no?
—Tal vez para ti, pero no para mí.
—¿Qué quisieras saber?
Lorenzo reflexionó y después dijo:
—Si hay una relación entre el modo como haces o, mejor dicho, no haces el amor conmigo y tu relación con Colli.
—¿Qué tiene que ver Colli con mi modo de hacer el amor contigo?
—Tiene que ver como causa y efecto. Lo que le das a él no puedes dármelo también a mí.
Esperaba que protestase. En cambio, dijo vacilante:
—A él le doy una cosa y a ti otra.
—Entonces le das algo.
—Claro que le doy algo. ¿Por qué no habría de darle algo?
Lorenzo perdió la calma:
—Pero, en una palabra, ¿qué le das? ¿Le das el amor o qué?
Ella no respondió y Lorenzo, quien sabía por experiencia que en ella el silencio significaba el reconocimiento simple e indiferente de cualquier verdad inadmisible, experimentó un dolor agudo. En el fondo, la estaba acusando de traicionarlo sin estar convencido de ello de verdad. Ahora, con el silencio ella parecía confirmar sus sospechas. Pero el silencio duró poco. Ella dijo:
—Lo que le doy a él no te incumbe.
—¿Ah, sí? ¿No me incumbe?
—No. En cualquier caso, no le doy en absoluto lo que te doy a ti.
—A mí, al menos la última vez que hicimos el amor, no me diste nada.
—Aquel día no cuenta. No tenía ganas, eso es todo.
—Pero, en una palabra, ¿qué le das?
—No veo por qué debería decírtelo. No es cierto que haya cambiado contigo. Sigo siendo la misma. Con eso debería bastarte, ¿no?
—Así, supongamos que tú haces el amor conmigo y al mismo tiempo con él, del mismo modo y con la misma intensidad: yo no tendría nada que objetar, ¿no es así?
—Sí, es así.
—Pero entonces hacéis el amor, ¿no es así?
—No, no es así. Y, además, ya te lo he dicho: que lo hagamos o no es algo que no te incumbe.
Tenía un tono de obstinación infantil que daba pie a cualquier hipótesis. Tal vez, pensó Lorenzo, no hubiera de verdad nada entre Colli y ella, sólo una amistad un poco exclusiva y exaltada.
—Pero entonces, si no hacéis el amor, ¿por qué hacéis todos esos apartes continuos?
—No he dicho que no hagamos el amor. He dicho que no te incumbe.
—¿No me incumbe porque lo hacéis o no me incumbe porque no lo hacéis?
La vio encogerse de hombros, desdeñosa:
—Mira, no te contesto más.
—Pero la verdad es que estáis siempre juntos, que os apartáis y, cuando yo me acerco, dejáis de hablar y me miráis violentos, esperando que me vaya. ¿Se puede saber al menos de qué habláis?
—No lo sé. Un poco de todo.
—Ayer, por ejemplo, disteis un paseo a lo largo del mar. Estuvisteis fuera una hora y media. ¿De qué hablasteis?
—No recuerdo. Ah, sí, del Brasil, donde él estuvo el invierno pasado. Era muy interesante.
Lorenzo gritó de repente desesperado:
—¿Interesante? ¿Qué quiere decir interesante?
—Interesante quiere decir que me interesó. —Nora guardó silencio y después dijo con tono repentina y desconcertantemente confidencial—: Es un hombre que, cuando lo conoces, se revela diferente y mejor de lo que parece. Parece muy seguro de sí. En cambio, no lo es. Tiene muchos problemas.
—Pero ¿qué problemas?
—Problemas suyos.
—Gracias. ¿No podrías decirme uno de esos problemas?
—No, son cosas que no te incumben.
—Y te incumben a ti, ¿eh?
—Desde luego, ya que me habla de ellos.
Lorenzo sintió que una vez más se le escapaba con la sencillez de los niños, que no saben expresarse, y de los animales, que no hablan. Decidió de repente poner a Nora frente a un hecho concreto, circunscrito, innegable.
—Pero entonces, ¿no irás a decirme que en el restaurante Colli no te guiñó el ojo de forma descarada y vulgar?
La vio encogerse de hombros:
—Eso es cosa suya. Puede haberlo hecho, pero ¿qué tengo yo que ver con eso?
—Nadie me quitará de la cabeza —gritó Lorenzo—, que, en aquella media hora que transcurrió entre la salida del restaurante y la llegada de Ada y yo al hotel, Colli y tú hicisteis el amor.
Le dio un vuelco el corazón, al oírla responder en tono apagado y apático:
—¿Por qué te atormentas tanto? ¿Acaso te he preguntado qué hiciste tú con Ada en aquella misma media hora?
—Fuimos a recoger el bolso de Ada al restaurante.
—El bolso lo llevaba, cuando salimos: yo lo vi. Pero ¿por qué no dices la verdad? ¿Que Ada te gusta y te entretuviste con ella?
Así, Nora, con cínica ingenuidad, casi parecía sugerirle una especie de acuerdo: yo no te pregunto qué haces con Ada y tú no me preguntes qué hago con Colli. Ahora bien, Lorenzo no podía por menos de no atribuir importancia alguna a lo que había sucedido entre Ada y él: había sucedido únicamente por celos, es decir, era como si no hubiese sucedido. Pero la idea de que Nora, aunque fuese con inocencia animal, quisiera animarlo a una trivial relación de cambio de pareja al estilo burgués le enfureció de repente. Con el confuso deseo de abofetearla, se lanzó de pronto sobre ella. Pero, en el preciso momento en que alzaba la mano, Nora puso una expresión de miedo infantil que le hizo cambiar de intención: no la abofetearía, sino que la abrazaría estrechamente, tal vez hasta casi asfixiarla a fin de inmovilizarla y al tiempo quitarle el miedo, y después, con orden, calma y racionalidad, sin dejar de mantenerla apretada, explicarle que él no estaba celoso, sólo deseaba que su esposa se comportara como esposa y no como una extraña. Pero Nora no comprendió su intención y reaccionó al instante con violencia entre sus brazos, como un animal salvaje atrapado en una trampa. Se debatía contra él con los brazos, con las piernas, con todo el cuerpo, exactamente como los animales, para los cuales toda lucha es extrema y todo golpe decisivo. Rechinaba los dientes, desorbitaba los ojos; su rostro, habitualmente difuminado y efébico, parecía haberse hinchado horriblemente, como —pensó Lorenzo, irritado— el de una cobra. Él intentaba reducir con el abrazo los arranques del cuerpo de Nora, pero sin conseguirlo. Después recibió un rodillazo en el estómago y entonces soltó la presa. La vio saltar, roja y desgreñada, de la cama y correr hasta la puerta del baño. Pero en el umbral se detuvo y gritó:
—Yo quiero ver a Flavio, hablar y tal vez hacer el amor incluso con él cuanto me apetezca, ¿has entendido?
Lorenzo, jadeante, logró decir con cómica racionalidad:
—En otras palabras, eso significa que ya no quieres ser mi mujer, sino una completa extraña.
—Sólo quiero que me dejen en paz.
Se cerró la puerta con violencia y Lorenzo, al quedarse solo y aún perturbado, pensó con dolor que era la primera vez que Nora llamaba a Colli por su nombre de pila: Flavio. En ese nombre —pensó también—, pronunciado con la sinceridad propia de la cólera, además del deseo de ofenderlo, se manifestaba toda la intimidad de la relación física. Le pareció que, después de esa comprobación, no había nada más que añadir: en adelante, él debía vivir con la certidumbre de que Nora lo traicionaba. En ese momento le pareció que se asfixiaba. La puerta del baño estaba iluminada y se veía la sombra de Nora, que se movía bajo la ducha. Después cesó la ducha y la sombra pareció hacer los gestos de quien se seca y después se viste. Por último, Nora salió del baño y cruzó el cuarto en dirección a la puerta. Dijo:
—Voy a dar un paseo con Colli —y desapareció.
Lorenzo permaneció largo rato tendido sobre la cama sin pensar en nada, como fascinado por el vacío que Nora había dejado al marcharse. Por último, se levantó, fue hasta la puerta del balcón, la abrió y salió.
Las palmeras que llegaban con sus copas hasta su piso eran sacudidas por un viento rígido e impetuoso que volvía todas las hojas en la misma dirección; pero, extrañamente, en la bahía, las violáceas olas parecían seguir la dirección opuesta. Mientras se asomaba a la barandilla, una voz lo sobresaltó:
—¿Crees que lloverá?
Era Ada: su marido y ella ocupaban el cuarto contiguo al de ellos. Lorenzo la miró un momento antes de responder: llevaba puesto un kimono japonés, negro, con un dragón rojo y verde en un ángulo, que la hacía parecer más pequeña y más llenita. Sus ojos se encontraron y él advirtió que la mirada de ella era intensa y ardiente como la noche del restaurante en Roma, por primera vez desde que se encontraban en África y sin duda por la misma razón. En efecto, ella dijo:
—Flavio ha ido a pasear junto al mar con Nora.
Lorenzo dijo:
—Ya lo sé —y al cabo de un instante añadió bajando de improviso la voz—: Ven aquí.
—¿Por qué?
—Te digo que vengas aquí.
La vio moverse, acercarse a la barandilla que dividía los dos balcones. Después dijo:
—¿Qué quieres de mí?
Lorenzo no dijo nada. Se preguntaba qué estarían haciendo en aquel momento Nora y Colli y se respondió que tal vez caminaran charlando junto a la línea del agua. Pero tal vez estuvieran juntos entre los troncos naufragados y haciendo el amor. Se dijo que eso era estar celoso de verdad, esa formulación de hipótesis diferentes y todas igualmente dolorosas. Sintió una sensación de rebelión contra la turbación que le inspiraban las miradas intensamente provocantes y cómplices de Ada. Al fin, dijo con esfuerzo y en voz baja:
—Nada.