1
El viaje se anunciaba problemático por la indecisión de Nora. Lorenzo debía trasladarse al Gabón para una misión periodística; estaba previsto que Colli, propietario del periódico, los acompañara; pero, todavía una semana antes de la partida, Nora repetía que no le apetecía hacer el viaje. Por lo demás, ¿cuánto se tardaba en hacer una maleta? Media hora, una hora, como máximo. Conque que la dejara en paz, que ella decidiría en el último momento, el día antes de la partida.
Pero Lorenzo quería saber al menos qué se ocultaba tras ese «no me apetece». Por eso, se refirió a ello varias veces, sin insistir demasiado, para que se lo dijera, pero sin obtener otra respuesta que un exasperado «no me apetece y se acabó». Por fin, una noche, estando a punto de acostarse, Lorenzo, movido por un impulso repentino, decidió obligar a Nora a explicarse hablándole de forma seria y directa.
En aquel momento ella estaba sentada frente a un espejo con tres luces que ocupaba todo el espacio delante de la ventana. Desde la cama en la que él estaba tendido podía ver tres imágenes de ella que se reflejaban en tres espejos: el rostro de efebo, de facciones difuminadas y huidizas, encerrado en el casco de oro de los cabellos rubios cortados cortos, al modo masculino; los ojos azules, que la pupila dilatada ocupaba por entero, a un tiempo luminosos y como carentes de mirada; el busto desnudo, de seno apenas esbozado, de espalda delgada; las bragas blancas; los muslos musculosos. Se estaba quitando el maquillaje de la cara con una bola de algodón, él esperó a que hubiera tirado el algodón y se hubiese inclinado hacia el espejo para examinarse mejor el rostro y dijo:
—Oye, tengo que hablarte.
—¿Hablarme a mí? —La voz era distraída, indiferente—: ¿Y de qué?
—Lo sabes de sobra: del viaje.
—Ya te he dicho que lo decidiré en el último momento.
—No, tenemos que hablarlo ahora.
—¿Y por qué?
—Tú dices que no te apetece ir. Yo quiero saber qué se oculta tras esa frase.
—¿Qué frase?
—No me apetece.
—No hay nada. No me apetece porque no me apetece y nada más.
—Nora, hablemos en serio.
—Pero ¿qué quieres que haga?
—Quisiera que te analizaras y encontrases tú sola la razón por la que no te apetece venir al Gabón.
La vio mirarse fijamente en el espejo con una especie de buena voluntad infantil. Después respondió:
—Ya lo he hecho: me he analizado y no encuentro nada. No me apetece: así, sin motivo.
Guardó silencio un momento y después prosiguió sin dejar de dar las mismas muestras de docilidad y buena voluntad:
—¿No estás convencido? Entonces hagámoslo así: tú me haces preguntas y yo te respondo. Si preguntas algo que no sea cierto, yo te diré: frío, frío, ¿no?, como en el juego; si te acercas a la verdad, diré: caliente, caliente.
Él dijo, desalentado:
—A ti siempre te gusta jugar.
—Sí, me gusta jugar: ¿qué hay de malo en eso? —Nora había acabado de arreglarse. Se levantó, se acercó a la cama, se quitó las bragas e hizo un gesto ritual en ella, que Lorenzo conocía y apreciaba: con la mano se masajeó el triángulo de los pelos rubios y rizados, aplastados y comprimidos, del pubis, como para reavivarlos después de la larga constricción. Después se enfundó por la cabeza la camisa amplia y corta rozando el pezón y se sentó junto a la cabecera de la cama. Dijo con ligereza e indiferencia—: Entonces, ¿no quieres jugar?
Lorenzo vaciló. Tal vez, se dijo, no valiera la pena insistir para saber lo que, según sus propias palabras, Nora aún ignoraba. Pero le pareció que, más allá de la cuestión del viaje, había algo obscuro y real que él no podía renunciar a conocer. Dijo de mala gana:
—Bien, vale. Entonces: ¿no te apetece porque no te gusta África?
—Frío, frío. África me gusta o, mejor dicho, me gustará, seguro que me gustará.
—Entonces —Lorenzo vaciló—, ¿no quieres ir porque no te gusta que venga también Colli?
—Frío, frío. No tengo nada contra él. Apenas lo conozco.
—Entonces, no quieres ir porque algo te retiene en Roma.
—Frío, frío. No tengo nada, lo que se dice nada, que me retenga en Roma.
—Entonces, tienes un presentimiento de que algo te espera en África.
—Frío, frío. Equivale a lo mismo: sí, tal vez sí que tenga un presentimiento, pero ¿acaso no es lo mismo que tengas un presentimiento y que no te apetezca algo?
Lorenzo objetó:
—No, no es lo mismo. Tener un presentimiento quiere decir prever algo. No apetecerte algo quiere decir no querer hacerlo.
—Entonces digamos que las dos cosas son ciertas: no me apetece y tengo un presentimiento. O, si prefieres, no me apetece porque tengo un presentimiento.
Era casi un juego de palabras, pero en él estaba muy bien expresada —pensó Lorenzo— la tendencia, innata en Nora, a huir, a no dejarse nunca colocar de espaldas a la pared. Le dijo con afecto y seriedad:
—Entonces dime ahora por qué tienes un presentimiento.
—Lo tengo y se acabó.
—No, no me he explicado bien. ¿Qué es lo que te inspira el presentimiento? ¿Y, de paso, qué clase de presentimiento es? ¿De algo agradable o desagradable?
—No es —la mirada de Nora erró un momento en el vacío—, ni agradable ni desagradable. Tengo el presentimiento de que algo sucederá.
—¿A quién?
—No lo sé.
—Pero ¿quién, qué cosa, te inspira el presentimiento?
Ella se tomó en serio la pregunta, bajó la cabeza para reflexionar y después dijo con repentina decisión:
—Todo.
—¿Cómo que todo?
—Sí, todo lo que tiene que ver con el viaje.
—El viaje tiene que ver ante todo con África y después con nosotros tres, tú, Colli y yo. Y, además, no sé: todo lo que puede resultar de nuestra relación con África y entre nosotros.
Tal vez Nora no supiera de verdad explicar lo que sentía, porque aprobó con un repentino fervor:
—Sí, muy bien, exactamente como has dicho: África y nosotros tres y nuestra relación entre nosotros y con África. Eso exactamente.
Ahora Lorenzo casi se divertía.
—Vayamos por partes. Comencemos por África. ¿Qué presentimiento te inspira África?
Ella permaneció en silencio un momento antes de responder, como reflexionando. Al final, dijo:
—Tengo el presentimiento de que sucederá algo allí.
—Eso ya lo has dicho.
—No, que sucederá algo «a causa» de África.
—¿Tienes miedo de África?
—No, ¿por qué? Todo el mundo va allí. Al contrario, me atrae: es un viaje, algo nuevo.
—Entonces, ¿por qué África?
—Pues mira —vaciló Nora—, porque tengo el presentimiento de que África podría tener para mí una importancia particular en este momento. No sería un viaje como cualquier otro: eso es.
—¿Por qué en este momento? ¿De qué momento se trata?
De improviso, ella se decidió:
—Es un momento especial de mi vida.
—¿Por qué especial?
—Especial. Siento —vaciló—, que podría hacer cualquier cosa. Y África es el lugar precisamente en que me apetecería hacer cualquier cosa.
—Entonces, no te apetece ir a África porque en África te apetecería hacer cualquier cosa.
—Eso es, sí, eso exactamente —aprobó ella, contenta de esa especie de trabalenguas.
—En resumen —recapituló Lorenzo—, digámoslo en pocas palabras: es un momento en que te aburres y África podría incitarte a hacer cualquier cosa, con tal de dejar de aburrirte.
La vio mover la cabeza:
—Así es, pero al mismo tiempo no es así. Sí, me aburro; más aún: me aburro mucho…
—No me lo habías dicho nunca.
—Pero no es el aburrimiento lo que tal vez me impulse a hacer cualquier cosa. En una palabra, será África, eso es, no el aburrimiento.
Lorenzo sólo comprendió una cosa: que Nora no sabía demasiado bien lo que sentía, pero era reacia a verse obligada a explicarlo. Dijo:
—Bueno, vale, dejemos en paz a África, pasemos a nosotros tres o, mejor dicho, nosotros dos, Colli y yo, porque tú quedas excluida, al ser tú quien tiene el presentimiento. Comencemos por Colli. ¿Se puede saber qué clase de presentimiento te inspira un hombre como Colli?
Con asombro combinado con una decepción desconocida, Lorenzo advirtió de repente que Nora no compartía su punto de vista sobre su futuro compañero de viaje. La vio reflexionar un momento y después decir avanzando con lentitud y dificultad entre las palabras:
—Ten en cuenta que apenas lo conozco. Sólo lo he visto una vez, cuando fuimos juntos al periódico, a ver al director, y también estaba él y hablamos precisamente del viaje a África. No lo conozco prácticamente de nada, tal vez por eso el presentimiento, ¿cómo diría?, más fuerte, me lo provoca precisamente él.
Lorenzo dijo desconcertado:
—¿Precisamente él? ¿Y por qué?
—No lo sé.
Lorenzo miró a Nora y ella miró a Lorenzo. Pero Lorenzo tuvo la impresión de que, mientras que su rostro expresaba claramente sorpresa y decepción, el de los azules ojos de Nora, a un tiempo luminosos y como ciegos, no expresaba nada. Ella dijo al fin:
—Es un presentimiento que no sé expresar, la verdad. Digamos que he sentido que entre él y yo podría haber, ¿cómo diría?, cierta simpatía.
Así, ella, con la apariencia de decir una verdad obscura y dudosa —pensó Lorenzo—, decía en realidad que se sentía atraída por Colli. Preguntó con aspereza:
—Pero ¿qué dices? ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
La vio extrañarse, con la misma apariencia de sinceridad:
—Pues, ¿qué estoy diciendo?
—Estás diciendo simplemente que Colli te gusta.
—No he dicho eso. He dicho que no lo conozco, en realidad, y que, aun así, tuve, nada más verlo, el presentimiento de que entre él y yo podría haber algo como simpatía o, mejor, digamos interés, eso es, interés por su parte hacia mí y por mi parte hacia él. Si eso quiere decir, según tú, que Colli me gusta y que yo le gusto, pues piénsalo entonces.
Lorenzo reflexionó: ya hacía dos años que estaban casados, pero era la primera vez que Nora hablaba de ese modo y, sin embargo, había en ella la naturaleza indiferente y en el fondo inocente que provoca la costumbre. Era como si siempre hubiese estado convenido entre ellos que gustaba a los hombres y que los hombres le gustaban. Se preguntó si le convenía subrayar el carácter escandaloso de esa naturaleza y después llegó a la conclusión de que no: si ella no se daba cuenta de eso, mejor era no hacerla sospechar. Dijo:
—Yo no lo pienso, pero reconocerás que cualquier otro en mi lugar lo pensaría.
Curiosamente, ahora lo que le asombraba era sobre todo que Colli fuese sin lugar a dudas la última persona que debería haber gustado a Nora. Recordaba perfectamente su encuentro en el despacho del director del periódico y también que no se le había pasado siquiera por la imaginación que Colli pudiese gustar a Nora. Prosiguió casi contra su voluntad:
—Pero ¿cómo te has dado cuenta de que Colli te interesaba o de que tú interesabas a Colli?
Nora, ahora a sus anchas en una confidencia que, evidentemente, le parecía totalmente inocua, respondió:
—Oh, ante todo por la forma como me miró, entre muchas otras cosas.
—¿Qué forma?
—La forma como mira un hombre a una mujer que le gusta.
—Y tú —dijo Lorenzo— ¿miraste, a tu vez, a Colli de esa forma?
Ella reflexionó como insegura y después reconoció:
—Creo que sí, la verdad.
—Entonces Colli pensará que le gustas.
—Yo en su lugar lo pensaría, sí.
Lorenzo no conseguía recuperarse del asombro que le inspiraban dos cosas a un tiempo: la primera, que Nora, de la que nunca había pensado que pudiese traicionarlo, ahora pareciera inclinada con toda naturalidad a hacerlo y, por otra parte, que Colli fuese el hombre con el que ella podría traicionarlo. Dijo casi contra su voluntad:
—Pero ¿cómo puede ser que te guste Colli? Pero ¿qué encuentras en él?
—No he dicho que me guste, he dicho que me interesa.
—Pero ¿qué tiene de interesante? ¡No irás a decirme que tiene un físico interesante! Larguirucho como un espantapájaros, calvo y con el cráneo rodeado de ricitos, ojillos de un azul desteñido, nariz demasiado larga, boca demasiado gruesa, dientes vueltos hacia dentro y sin barbilla.
—No es feo ni mucho menos. Uno por uno, esos rasgos serán como tú los describes. Pero, todos juntos, dan la impresión de un hombre apuesto.
—¿Apuesto, Colli? ¡Venga, hombre!
Nora no dijo nada, pero no parecía convencida; su silencio exasperó a Lorenzo:
—Y, en cuanto a carácter, ya se sabe. Es lo que se llama un hombre de éxito.
—¿Qué quiere decir un hombre de éxito?
Lorenzo reflexionó. Era cierto, había citado la expresión general, pero, por una vez, le pareció que coincidía con sus impresiones. Dijo despacio:
—Un hombre de éxito es un hombre que tiene como meta de su vida el éxito, cualquier éxito y nada más que el éxito. No me resulta antipático, pero eso no quita para que haya en él cierta vulgaridad.
Nora formuló una pregunta inesperada:
—Pero ¿acaso no buscas tú también el éxito?
Lorenzo guardó silencio por un momento, desconcertado. Después dijo brevemente y —sin siquiera saber por qué— con amargura:
—No, no busco el éxito, a lo que aspiro es a hacer bien lo que hago, es decir, el oficio de periodista, y nada más.
Tal vez Nora advirtiera esa obscura amargura en él. Inesperadamente, tuvo un arranque de afecto hacia él, que estaba tendido boca arriba, colocó la cabeza sobre su pecho y los brazos en torno a su cuello:
—¿Conque has pensado que me gusta Colli? No temas, me gustas tú y sólo tú.
Lorenzo se dijo que ahora Nora intentaba reparar la mala impresión que había causado con su sinceridad sobre los presentimientos. Pero era una tentativa tardía y torpe —pensó— y no le impedía sentir que ahora había ocurrido algo irreparable entre ellos, algo precisamente que no podía disiparse con un abrazo y una frase tranquilizadora y lisonjera. Y, como ocurre cuando se perfila lo irreparable en el horizonte, como una nube diminuta destinada a invadir muy pronto el cielo aún sereno, él se preguntó de dónde había surgido todo aquello. Entonces, recordó de pronto que había sido él, precisamente él y nadie más que él, quien había despertado en Nora su supuesto interés por Colli. Sí, había sido él quien había insistido en que Nora, reacia y poco convencida, aceptara ir a Gabón y quien después la había llevado, igualmente reacia y poco convencida, al periódico, donde sabía que conocería a Colli. Pero ¿por qué lo había hecho? En apariencia, porque deseaba sinceramente tomarse unas vacaciones en África con su esposa. Pero ¿qué se ocultaba bajo esa sinceridad? ¿Qué otra sinceridad más profunda?
Advirtió que lo sabía perfectamente, que lo había sabido siempre, aunque nunca se lo hubiera confesado y creyera descubrirlo tan sólo ahora. De forma inconfesable precisamente, él estaba orgulloso de la belleza de Nora. Pero no era —pensó— el orgullo secreto del enamorado, sino el de quien posee un objeto raro y precioso y en el fondo desearía que también los demás compartieran su admiración: un orgullo de propietario —se dijo con amargura—, que le había hecho desear ante todo que Nora participase en el viaje a Gabón y después que conociera a Colli. Sí, aunque inconscientemente, él había deseado que Nora y Colli se conocieran para que este último admirara, a su vez, la belleza de su esposa.
Entonces, desde no sabía qué lejano recuerdo de estudios clásicos, afloró a su memoria algo que en su momento debía de haberle causado, a saber por qué, una impresión particular: la historia de Herodoto sobre el rey Candaulo y el cortesano Giges. En efecto, era la historia de una vanidad de propietario semejante a la que él parecía sentir por Nora y tal vez la analogía se prolongara hasta un desastre final análogo: así como Giges, obligado por el rey a espiar la belleza de la reina, había acabado convirtiéndose en su amante, así también Colli, a quien Nora gustaba y que gustaba a Nora, pasaría a convertirse en el amante de su esposa. Desde luego, se trataba de una analogía totalmente literaria y, por añadidura, inspirada por unos celos incipientes. Pero el hecho de que se le hubiera ocurrido de forma tan inesperada e irresistible demostraba en cierto modo su fundamento.
Dijo de repente:
—Por lo demás, todo esto es culpa mía.
Nora siguió abrazándole, pero alzó sus inquisitivos ojos hacia él:
—Pero ¿qué culpa? ¿Por qué?
Lorenzo guardó silencio por un momento. ¿Debía contarle el episodio de Herodoto? Vaciló y después se dijo que, al fin y al cabo, en la verdad había una fuerza de persuasión que no podía haber en la reticencia o, peor aún, en la mentira. Contar el episodio de Herodoto tal vez lo condujera a quedar a merced de Nora. Pero significaba también que él la amaba y tenía confianza en ella. Dijo:
—Podrías saber por qué, si te contara el episodio de Herodoto sobre el rey Candaulo.
—Pero ¿quién era el rey Candaulo?
—Un hombre enamorado de su esposa. Estaba orgulloso de su belleza y quiso que un cortesano suyo, llamado Giges, la viese desnuda, mientras se desvestía para acostarse. Al principio, Giges no quería y después aceptó. Pero la reina advirtió que la estaban espiando y el día siguiente llamó a Giges y le dijo: «O tú matas al rey y te conviertes en mi marido o yo te mando matar por el rey». Naturalmente, Giges mató al rey y pasó a ser, a su vez, el marido de la reina. La segunda parte de la historia no me incumbe, pero la primera, aquélla en que se cuenta la vanidad de Candaulo, es el retrato de lo que he hecho yo. Yo sabía que Colli vendría a África e insistí para que tú me acompañaras. No contento con eso, te llevé conmigo al periódico para que vieras a Colli y él te viese. Y por mi culpa sucedió lo irreparable: gustaste a Colli y Colli te gustó.
Por un momento, Nora guardó silencio, como desconcertada —se habría podido pensar— por la sinceridad de Lorenzo. Después, se levantó y lo consoló con rostro risueño:
—¡Qué estupidez! Ni tú eres como aquel rey ni yo como aquella reina. ¿Sabes lo que haría, si supiese que alguien nos estaba espiando mientras hacíamos el amor?
—¿Qué harías?
La vio bajar de la cama e ir a situarse en el centro de la alcoba:
—Imaginemos que ese cortesano está oculto detrás del espejo y nos está mirando, mira lo que haría: ante todo me quitaría la camisa —y, al tiempo que decía eso, se quitó por la cabeza su amplia y corta camisa—. Después, para gustarte más y mejor, haría un movimiento así —y, completamente desnuda, esbozó una especie de danza del vientre chabacana, tendiendo hacia delante el pubis y desplazando la pelvis primero a un lado y luego al otro—. Y después haría el amor contigo, muy, muy bien, para que nos viera con pelos y señales. —Y de repente, sin dejar de reír, salió corriendo hacia la cama y se lanzó sobre Lorenzo, al tiempo que le decía, jadeante, al oído—: Anda, hagamos el amor mientras él nos mira.
Así hicieron el amor, él tendido boca arriba y ella, en el momento previo al abrazo, suspendida sobre él, apoyando las rodillas y las manos en la cama, a ambos lados de su cuerpo. Entonces, al verla inclinarse lentamente, absorta y muda para el beso inicial y con los ojos fijos en los suyos, se sintió impresionado de una forma nueva por el azul de los iris de ella, un azul resplandeciente, pero como carente de mirada, que era uno de los rasgos más originales de su belleza. Pero ahora, tal vez a causa de la posición a gatas, volvió a recordar que siempre había comparado aquellos ojos tan luminosos e inexpresivos con los de un gato u otro felino, que, aun mirando, parece no mirar. Pero ¿acaso no era propio de los felinos el carácter imprevisible, repentino, infiel? ¿Qué significaba, entonces, aquel beso, acompañado de la fijeza magnética de las pupilas, que, como arrastrada por su propio peso, dejaba caer ella lentamente hacia su boca? Nada —se dijo de repente, desesperado—, lo que se dice nada.
Más tarde, después del amor, estando aún abrazados, Nora dijo de improviso, tras un largo silencio, como concluyendo una reflexión suya:
—A propósito, no des importancia a todas esas historias de presentimientos. He decidido no ir al Gabón.
De forma inesperada y contradictoria, Lorenzo se sintió decepcionado. Dijo:
—Pero así confirmas los presentimientos. Y yo quiero, al contrario, que vengas al Gabón.
—No, no iré: y ahora durmamos, ¿quieres?
Lorenzo ya no sabía qué decir. Improvisó:
—De acuerdo, durmamos. Pero primero dime que me amas.
—¿Qué tiene que ver eso con el Gabón?
—Tiene que ver, porque, si no me lo dices, no podré conciliar el sueño.
—¿Por qué lo dices de ese modo?
—Porque tengo sueño.
Lorenzo apagó la lámpara de la mesita de noche y sin decir nada buscó en la obscuridad el cuerpo de su esposa. Dormían siempre del mismo modo: ella acurrucada sobre sí misma y dándole la espalda y él apretado contra el lomo de ella, rodeándole la cintura con el brazo y con la mano sobre el pubis. Como todas las demás noches, Nora facilitó en silencio el abrazo y Lorenzo se sintió en parte consolado por esa repetición de la intimidad conyugal. Sí —pensó—, a fin de cuentas era mejor que Nora no fuese a África. Al pensar eso, se sentía un poco culpable, pero al mismo tiempo no podía negar que sentía un ambiguo alivio. Entre esos sentimientos contradictorios, se quedó dormido.