Capítulo 8

Cuando yo era niña, un comerciante de mi pueblo tenía coleccionada La Domenica Illustrata de la otra guerra: y, muchas veces, junto con los hijos del comerciante, hojeaba la colección, en la que había muchas bonitas láminas en color donde se veían las batallas de la guerra de 1914. Quizá por eso, yo me figuraba una batalla como la había visto en aquellas ilustraciones: cañones que disparaban, polvareda, humo y fuego; soldados que atacan a la bayoneta con la bandera al frente; luchas cuerpo a cuerpo, hombres que se desploman muertos, otros que siguen corriendo. Seré sincera, aquellas ilustraciones me gustaban y me parecía que la guerra, después de todo, no era tan fea como se decía. O, mejor dicho, era fea, sí, pero pensaba que, al fin y al cabo, si a uno le gusta matar o demostrar su valor o dar prueba de iniciativa y de desprecio del peligro, la guerra es la ocasión que esperaba. Y pensaba también que no puede creerse que todo el mundo ame la paz. Hay muchos que, por el contrario, en la guerra se encuentran bien, aunque sólo sea porque pueden desahogar sus instintos de hombres violentos y sanguinarios. Así razonaba yo, hasta que vi cómo era la guerra de verdad con mis propios ojos.

Uno de aquellos días, Michele vino a decirme que se había roto el frente alemán y la batalla, en consecuencia, ya casi había terminado pero yo me quedé desconcertada pues, por muy lejos que mirase, no veía ni atisbo de combate. Hacía un día muy hermoso, sereno, con apenas alguna nubecita rosada que viajaba por el horizonte casi rozando las cimas de las montañas detrás de las cuales estaban Itri, el Garellano y, en suma, el frente. A la derecha, verdeaban las montañas, majestuosas, a la luz dorada del sol; a la izquierda, más allá de la llanura, rebrillaba el mar de un azul risueño, claro, primaveral. ¿Dónde estaba la batalla? Michele me contestó que la batalla hacía por lo menos dos días que duraba y se estaba librando detrás de las montañas de Itri. Yo no quería creerlo porque, como he dicho, me figuraba una batalla de modo muy diferente; y se lo dije. Michele se echó a reír y me explicó que aquellas batallas que tanto había admirado en las cubiertas de La Domenica ya no se hacían: los cañones y los aviones barrían a los soldados desde gran distancia del frente verdadero; total, que, cada vez más, una batalla se parecía a la operación que hace un ama de casa con el pulverizador del flit, matando a todas las moscas sin ensuciarse las manos y sin tocarlas siquiera. La guerra moderna, dijo Michele, no sabe ya nada de cargas, ataques y combates cuerpo a cuerpo; el valor se había vuelto inútil; ahora, ganaba el que tenía más cañones y de mayor alcance, los aviones de radio de acción más extenso y mayor velocidad.

—La guerra se ha convertido en un asunto de máquinas —concluyó— y los soldados son poco más que buenos mecánicos.

En fin, aquella batalla que no se veía duró quizás un día o dos. Y después, una mañana, el cañón dio un salto en el espacio y se acercó tanto que hacía retemblar las paredes de nuestro aposento. Bum, bum, bum, parecía que disparase desde detrás de la esquina de la montaña. Me levanté a toda prisa y salí rápidamente casi con el presentimiento de ver aquellos cuerpo a cuerpo de que he hablado. Pero no: hacía el acostumbrado hermoso día sereno y lleno de sol, la única diferencia era que en el horizonte, allá al fondo de la llanura, por detrás de los montes que la cerraban, se veían muchos trazos finísimos, rojos, que subían como una exhalación, semejantes a heridas, al cielo y, luego, se disolvían como pasando más allá del azul. Eran, según me explicaron, los proyectiles de artillería cuya trayectoria, a causa de una momentánea condición de la atmósfera, podían percibirse a simple vista. Aquellos trazos rojos parecían en verdad navajazos en el cielo, con la sangre que manaba un momento de las heridas y, luego, en seguida, cesaba. Primero veíamos el navajazo; luego, nos llegaba el ruido del disparo; inmediatamente después, oíamos, justo sobre nuestras cabezas, un maullido rabioso y jadeante; casi al mismo tiempo, detrás de la montaña, se oía el estallido de llegada, muy fuerte, que hacía retumbar el cielo como una habitación vacía. Total, que disparaban por encima de nosotros contra alguien o contra algo que estaba a nuestras espaldas; y eso, como nos explicó Michele, quería decir que la batalla se corría al Norte y que el valle de Fondi ya estaba liberado. Pregunté dónde habían ido los alemanes y él me contestó que los alemanes, casi con seguridad, habían huido hacia Roma; y que la batalla de hundimiento había terminado; que aquellos cañones, precisamente, martilleaban la retirada de los alemanes. En suma, nada de cuerpo a cuerpo, ni ataques a la bayoneta, ni muertos ni heridos.

Aquella noche, empero, vimos que el cielo, por la parte de Itri, era más claro, y, de vez en cuando, francamente rojo, como iluminado por una llamarada repentina; mientras tanto, continuaban los navajazos de las trayectorias de la artillería, que hacían pensar en un fuego de artificio levantado en aquel cielo negro y cuajado de estrellas, sólo que era un chorro continuo de trazos muy finos, sin esas florescencias suaves que coronan los cohetes; también las explosiones eran diferentes, más sombrías, más profundas, amenazadoras, no alegres como las de los fuegos. Contemplamos el cielo un rato y, luego, muertas de cansancio, nos fuimos a la cama y dormimos como pudimos, pues hacía calor y Rosetta no paraba de hablar. Por la mañana, bastante temprano, nos despertó un batacazo muy fuerte y muy próximo. Saltamos de la cama y descubrimos que, esta vez, tiraban precisamente sobre nosotros. Entonces, por primera vez, Comprendí que la artillería es bastante peor que la aviación; ésta, al menos, se ve y, en cuanto la ves, puedes correr a refugiarte o, cuando menos, tienes el consuelo de ver hacia dónde se dirigen; pero la artillería no la ves nunca, siempre está detrás del horizonte; y así como tú no la ves, ella, en cambio, por así decirlo, te busca, y nunca sabes dónde ir a meterte, porque el cañón te sigue a todas partes como un dedo tendido. Aquel batacazo, como he dicho, había sido muy próximo y, en efecto, vinieron a decirnos que un proyectil había estallado a poca distancia de la casa de Filippo. Michele llegó corriendo y nos dijo, muy contento, que ahora ya era sólo cuestión de horas pero le contesté que morir podía ser también cuestión de segundos; a lo que él contestó, encogiéndose de hombros, que en adelante podíamos considerarnos inmortales. Como para replicarnos, de repente, hubo una explosión espantosa precisamente sobre nosotros. Retemblaron paredes y pavimento; del techo nos llovió cascotes y polvo; y el aire se oscureció un momento, hasta el punto de que creíamos que el proyectil había caído de veras sobre la casa. Nos precipitamos afuera y, entonces, vimos que el proyectil había estallado a poca distancia, en la macera que, en efecto, se había derrumbado en un buen trecho entorno de un gran hoyo lleno de tierra removida y de hierbas revueltas. Hasta Michele, no digo que se atemorizase, pero comprendió que no me faltaba razón cuando dije que para morir se necesitaban muy pocos segundos así es que nos dijo que le acompañásemos: sabía a dónde había que ir; era menester, dijo, situarse en un ángulo muerto. Corrimos a lo largo de la macera, hacia el otro extremo de la garganta, y llegamos a una cabaña de ramajes que servía de refugio para el ganado, que estaba situada bajo un espolón de la roca.

—Éste es un ángulo muerto —dijo Michele, muy contento de demostrar sus conocimientos de la guerra—, podemos sentarnos en la hierba…, los cañonazos nunca llegarán aquí.

Sí, sí, vaya con el ángulo muerto. Apenas había terminado de hablar, cuando hubo una explosión violentísima y quedamos todos envueltos de humo y polvo, y entre el humo y el polvo vimos la cabaña ladearse y quedarse como esos castillos de naipes que hacen los niños, que nunca se mantienen en pie. Esta vez, Michele no insistió con su ángulo muerto. Nos hizo echar al suelo y, ahora, sin levantarse del suelo, nos gritaba:

—Seguidme hasta la gruta… Vamos a la gruta… Pero no os levantéis, arrastraos como yo.

La gruta de la cual hablaba estaba detrás de la cabaña; era una gruta pequeña, con la entrada baja, en la cual los campesinos habían instalado un gallinero. Nos arrastramos, pues, por el suelo, detrás de él y, siempre a rastras, entramos en la gruta, entre las gallinas alborotadas que se apartaron, espantadas, hacia el fondo. La gruta era demasiado baja para estar de pie, así que estuvimos más de una hora tumbados uno al lado del otro, de suerte que nos ensuciamos las ropas con los excrementos que cubrían el suelo, mientras las gallinas, envalentonadas, se paseaban por encima de nuestros cuerpos y nos picoteaban entre los cabellos. Mientras tanto, oíamos sucederse, apretadas, las explosiones en torno de la gruta, y yo le dije a Michele:

—Menos mal que era un ángulo muerto.

Por fin, hubo alguna explosión más espaciada y, luego, nada, salvo el cañoneo lejano que, como quien dice, pasaba por encima de nosotros e iba a machacar alguna localidad a espaldas de Sant’Eufemia. Michele, entonces dijo que los proyectiles que alcanzaron la cabaña probablemente habían sido disparados no por los ingleses, sino por los alemanes, con morteros de montaña de tiro por elevación; y, ahora, podíamos salir seguros porque los alemanes ya no disparaban y los ingleses no dispararían sobre nosotros. Eso hicimos: a rastras, como habíamos entrado, salimos de la gruta y, luego, nos volvimos a casa.

Era la una, ya, por lo que pensamos en comer algo, un poco de pan y queso. Mientras estábamos comiendo, he aquí que llega el hijo de Paride, diciendo, muy agitado, que habían llegado los alemanes. De momento no comprendimos pues, lógicamente, pensábamos que, después de tantos cañonazos, eran los ingleses quienes debían llegar; y hasta le insistí al niño, pues podía, quizás, haber comprendido mal:

—Querrás decir los ingleses.

—No, los alemanes.

—Pero si los alemanes han huido.

—Pues yo te digo que han llegado.

Pero Paride se presentó y explicó el misterio: en efecto; había llegado un grupo de alemanes fugitivos que, ahora, estaban sentados en la paja, a la sombra de un pajar, y no se comprendía qué querían. Dije a Michele:

—Bueno, ¿qué nos importan los alemanes? Nosotros esperamos a los ingleses, no a los alemanes… Dejemos que los alemanes se las apañen ellos solos.

Pero Michele, por desgracia, no me hizo caso: se le habían encendido los ojos al oír el relato de Paride; cabe creer que, al mismo tiempo, odiaba a los alemanes y le atraían; la idea de verles huyendo y derrotados tras haberles encontrado tantas veces ensoberbecidos y victoriosos, se ve que le excitaba y le gustaba. Dijo a Paride:

—Vamos a ver a esos alemanes.

Y echó a andar. Rosetta y yo le seguimos.

Encontramos a los alemanes, como nos habían informado Paride, a la sombra del pajar. Eran cinco y en mi vida he visto nunca gente más harapienta y exhausta que ellos. Estaban tumbados en la paja, desparramados, con los brazos y las piernas separadas, como muertos. Tres dormían o, al menos, estaban con los ojos cerrados, otro tenía los ojos abiertos y contemplaba fijamente el cielo, el que hacía cinco, tumbado también de espaldas, se había hecho como una almohada con un montón de paja y miraba delante de sí. Sobre todo, me fijé en este último: era casi albino, de piel rosada y transparente, ojos azules rodeados de pestañas casi blancas, el pelo de un rubio muy claro, fino y liso. Tenía las mejillas grises de polvo y rayadas como por lágrimas que hubiesen resbalado sobre el polvo y se hubiesen secado; las fosas nasales, negras de tierra o de no sé qué suciedad; los labios, agrietados y los ojos, circundados de rojo, con dos pinceladas negras debajo que parecían dos arañazos. Los alemanes, ya se sabe, siempre llevan el uniforme en orden, limpio y planchado como si acabase de salir de la naftalina. Pero los uniformes de aquellos cinco soldados estaban ajados y les faltaban botones; hasta parecían haber cambiado de color, como si hubiesen estado sometidos a un violento chorro de polvos o de negro de humo. Muchos refugiados y campesinos formaban corro en tomo a ellos, a cierta distancia, y miraban a los alemanes en silencio, como se contempla un espectáculo increíble; los alemanes estaban callados y no se movían. Con que Michele se acercó a ellos y les preguntó de dónde venían. Lo dijo en alemán, pero el albino, sin moverse, como si tuviese el cogote clavado en aquella almohadilla de paja, respondió, hablando despacio:

—Puedes hablar en italiano… Conozco el italiano.

Entonces, Michele repitió la pregunta en italiano y el otro respondió que venían del frente. Michele preguntó qué había pasado. El albino, siempre en su postura de paralítico, articulando las palabras despacio una tras de otra, con un tono sombrío, amenazador y agotado, dijo que ellos eran artilleros; que habían estado sometidos durante dos días y dos noches a un terrible bombardeo aéreo que, no sólo los cañones, sino también el terreno en el que estaban, habían sido volados; y que, por ultimo, tras haber visto morir a gran parte de sus compañeros, tuvieron que levantar el campo y huir.

—El frente —concluyó, lentamente— ya no está en el Garellano, sino más al Norte, y tenemos que alcanzarlo. Más al Norte hay otras montañas y, allí, resistiremos.

Así, pues, aunque estuviesen en tal estado que ya casi parecían muertos, todavía hablaban de hacer la guerra y de resistir.

Michele, entonces, preguntó quién había arrollado el frente, si los ingleses o los americanos; y aquélla fue una pregunta imprudente, porque el albino soltó una especie de carcajada y dijo:

—¿Qué le importa a usted quién ha sido? Estimado señor, debe usted contentarse con saber que dentro de poco sus amigos estarán aquí, eso es todo.

Michele fingió no darse cuenta del tono sarcástico y amenazador y preguntó si podía hacer algo por ellos. El albino dijo:

—Denos algo de comer.

Ahora, ya todos estábamos a la cuarta pregunta; y, acaso con la única excepción de Filippo, entre los refugiados y campesinos no creo que hubiesen podido juntar una hogaza. Por lo cual nos miramos a la cara, consternados y yo, interpretando el sentir común, exclamé:

—¿De comer? Pero ¿quién tiene comida? Si no nos la traen muy pronto los ingleses, aquí nos morimos todos de hambre. Esperad también vosotros a los ingleses y tendréis comida.

Vi que Michele hacía un gesto de desaprobación, como diciendo «estúpida», y comprendí que había dicho algo que no hubiese debido decir. El alemán, mientras, me miraba fijamente, como si hubiese querido que mi cara se le quedase grabada en la memoria.

Dijo lentamente:

—Un excelente consejo: aguardar a los ingleses.

Estuvo quieto un rato más y, luego, levantando trabajosamente un brazo, se metió la mano bajo la guerrera:

—He dicho que queremos algo de comer.

Ahora, empuñaba una enorme pistola negra y la apuntaba contra nosotros, aunque sin moverse ni cambiar de postura.

Me entró un miedo terrible, y quizá menos por la pistola que por la mirada del albino, que parecía propiamente la de una fiera cogida en la trampa y que, sin embargo, sigue amenazando y enseña los dientes. Michele, en cambio, no se turbó y dijo con sencillez a Rosetta:

—Anda, vete corriendo a casa de mi padre y dile que te dé un poco de pan para un grupo de alemanes que lo necesitan.

Dijo estas palabras de una manera particular, como para sugerir a Rosetta que debía explicar que, aquel pan, los alemanes lo requerían pistola en mano. Rosetta en seguida echó a correr hacia la casa de Filippo.

En espera del pan, nos quedamos todos quietos, haciendo corro en torno al pajar. El albino, al cabo de un rato, prosiguió, diciendo:

—Nosotros no sólo necesitamos pan…, también necesitamos de alguien que venga con nosotros y nos indique el sendero para ir hacia el Norte y reunirnos con nuestro ejército.

Michele dijo:

—Ahí está el sendero.

E indicó el camino de herradura en dirección de la montaña. El albino dijo:

—Ya lo veo. Pero no conocemos esas montañas. Necesitamos de alguien. Por ejemplo, la chica ésa.

—¿Qué chica?

—Ésa que ha ido a buscar el pan.

Al oír aquellas palabras, se me heló la sangre en las venas: se llevaban a Rosetta, en plena guerra, y a saber qué podía ocurrirle, a saber cuándo volvería a verla. Pero Michele dijo en seguida, sin perder la calma:

—Esa chica no es de por aquí. Conoce esos parajes menos que vosotros.

—Pues, entonces, vendrá usted, mi querido señor. ¿Usted es de por aquí, verdad?

Yo hubiese querido gritarle a Michele: «Dile que eres forastero», pero no tuve tiempo. Demasiado honrado para mentir, él ya había contestado:

—Soy de por aquí, pero tampoco conozco estos parajes. Siempre he vivido en la ciudad.

El albino, al oírle, casi soltó una carcajada y dijo:

—Según usted, nadie conoce esas montañas. Vendrá usted. Verá cómo, de repente, descubre que las conoce muy bien.

Michele, a esto, no contestó nada, se limitó a arrugar las cejas por encima de las gafas. Entretanto, Rosetta había vuelto, jadeando, con dos pequeños panes que dejó en el suelo, sobre la paja, alargando la mano a distancia, precisamente como se hace con las fieras que no son de fiar. El alemán notó el gesto y dijo con un tono de exasperación en la voz:

—Dame el pan en las manos. No somos perros rabiosos.

Rosetta recogió los panes y se los tendió. El alemán enfundó la pistola, cogió los panes y se incorporó, sentándose.

Ahora, también los otros estaban sentados, se ve que no dormían y que habían seguido todo el diálogo, aunque con los ojos cerrados. El albino se sacó un cuchillo del bolsillo y cortó los dos panes en cinco partes iguales, que distribuyó a los compañeros. Comieron despacio. Nosotros seguíamos rodeándoles, haciendo corro, y no decíamos palabra. Cuando hubieron terminado y tardaron, porque comían, como quien dice, a migajas, una campesina les tendió en silencio una jarra de cobre llena de agua de la que bebieron, quien dos, quien hasta cuatro cazos: estaban verdaderamente muertos de hambre y de sed. Después, el albino volvió a sacar la pistola.

—Bien —dijo—, tenemos que irnos, se nos hace tarde.

Dirigió estas palabras a sus compañeros, quienes en seguida empezaron a ponerse en pie, aunque lentamente. Luego, se volvió hacia Michele:

—Y usted vendrá con nosotros para indicarnos el camino.

Nos quedamos todos aterrorizados, porque habíamos creído que el albino, antes había hablado porque sí, por hablar; en cambio lo había dicho en serio. Filippo, que había acudido, asistió también en silencio al yantar de los alemanes. Pero cuando vio que el albino apuntaba con su pistola a Michele, soltó casi un gemido y, con una valentía de la que nadie le creía capaz, se interpuso entre la pistola y su hijo:

—Éste es mi hijo, ¿comprendéis?, es mi hijo.

El albino no dijo nada. Pero hubo un movimiento con la pistola como para espantar una mosca; con él quería decir que Filippo se apartase. Pero Filippo, al contrario, gritó:

—Mi hijo no conoce las montañas, tan cierto como el Evangelio. Lee, escribe, estudia, ¿cómo podría conocer las montañas?

El albino dijo:

—Vendrá él y basta.

Ahora estaba en pie y, sin bajar la pistola, se ceñía el cinto con la otra mano.

Filippo le miró como si no hubiese comprendido bien. Le vi tragar saliva y pasarse la lengua por los labios: debía sentirse sofocar y, no sé por qué, en aquel momento me acordé de la frase que él repetía de tan buena gana: «Aquí nadie es tonto». Pobrecito, ahora no era ya ni tonto ni listo; era un padre y basta. En efecto, tras haberse quedado un momento como fulminado, volvió a gritar:

—Tomadme a mí. Tomadme a mí en lugar de mi hijo. Yo conozco las montañas. Antes de ser comerciante fui buhonero. Esas montañas las he recorrido todas. Yo os guiaré por las montañas hasta vuestro puesto de mando. Conozco los senderos más fáciles, más secretos. Os conduciré yo, os lo aseguro. —Se volvió hacia su mujer y dijo—: Iré yo. Vosotros no os preocupéis. Mañana, antes del anochecer, estaré de regreso.

Uniendo la acción a la palabra, se subió la faja y, poniendo una cara muy risueña, que en aquel momento me pareció en verdad desgarradora, se acercó al alemán y le puso la mano sobre el brazo, diciendo con un desenfado forzado:

—Bueno, vámonos, vámonos, tenemos mucho camino que hacer.

Pero el alemán no estaba conforme. Dijo con calma:

—Usted es demasiado viejo. Vendrá su hijo, es su deber.

Y, apartándole sencillamente con el cañón de la pistola, se acercó a Michele y le hizo signo, siempre con la pistola, de que le precediese:

—Vámonos.

Alguien, no sé quién, gritó:

—Michele, huye.

¿Sabéis lo que hizo el alemán? Con todo y su agotamiento, se volvió como un rayo hacia donde soltaron el grito y disparó. Por suerte, el tiro se perdió entre las piedras de la macera; pero el alemán consiguió igualmente su propósito, que no era otro sino el de intimidar a campesinos y refugiados e impedirles que hiciesen algo por Michele. En efecto, todos se desperdigaron, aterrorizados, volviendo a hacer corro, sin embargo, un poco más lejos; y, luego, miraron en silencio al alemán que se iba, empujando hacia delante a Michele con el cañón de la pistola en la espalda. Así se fueron y yo todavía tengo ante los ojos, como si estuviese presente, la escena de su marcha: el alemán con el brazo doblado para poder apuntar con la pistola, Michele que caminaba delante de él y que, todavía lo recuerdo, llevaba unos pantalones que tenían una pernera más larga que le llegaba hasta el talón y otra más corta que dejaba ver el tobillo. Caminaba despacio, Michele, quizás esperando a que nosotros nos rebelásemos contra los alemanes facilitándole así la huida; la manera como arrastraba las piernas me sugirió la idea de que llevaba una pesada cadena. La procesión de los cuatro alemanes, Michele y el alemán albino desfiló bajo nosotros, por el sendero que conducía al valle y, luego, desapareció lentamente en el carrascal. Filippo que, como los demás, salió escapado cuando el alemán disparó para luego pararse a poca distancia y mirar, en el momento en que el albino y Michele iban a doblar la esquina de la macera, de repente, emitió una especie de rugido e hizo ademán de abalanzarse detrás de ellos. Los campesinos y refugiados se le echaron encima inmediatamente y le retuvieron, mientras él rugía y repetía el nombre de su hijo y lloraba con lagrimones que le regaban la cara. Ahora, habían acudido también la madre y la hermana, que no lograban comprender y pedían explicaciones a diestra y siniestra; pero en cuanto comprendieron, rompieron a llorar a su vez y a gritar el nombre de Michele.

Su hermana sollozaba ruidosamente y repetía entre sollozo y sollozo:

—Precisamente ahora cuando estaba a punto de terminar todo, precisamente ahora.

Nosotros no sabíamos qué decir porque, cuando se trata de un dolor de verdad, las palabras no pueden disminuirlo, haría falta anular la causa del dolor, y esto no podíamos hacerlo. Por ultimo, Filippo se rehízo y dijo a su mujer, rodeándole los hombros y ayudándola a caminar:

—Verás como volverá… Seguro… No puede dejar de volver… Indicará el camino y volverá.

La hija, sin dejar de llorar, le daba la razón al padre:

—Verás, mamá, como vuelve antes de que anochezca.

Pero la madre dijo lo que suelen decir las madres en esos casos y, desgraciadamente, las más de las veces aciertan porque, es cosa sabida, el instinto de la madre es más fuerte que cualquier razonamiento.

—No, no, sé que no volverá, tengo el presentimiento de que no volveré a verle nunca más.

Ahora, debo confesar que con aquel trastorno de los cañonazos, de la derrota de los alemanes, del hundimiento del frente y del fin de nuestra estancia en la montaña, lo que le ocurrió a Michele no nos causó la impresión que hubiese debido causarnos. También nosotras creíamos o, mejor dicho, queríamos hacernos la ilusión de creer, que volvería infaliblemente; y ello quizá porque sentíamos que, si no hubiésemos creído en su retorno, habríamos sido incapaces de compartir el dolor de los Festa como hubiésemos debido: nuestro pensamiento, nuestros corazones estaban en otro sitio. Ambas estábamos llenas de la noticia tan suspirada y esperada de la liberación; y no nos dábamos cuenta de que la desaparición de Michele, que para nosotras había sido como un padre y hermano, era más importante incluso que la liberación o, por lo menos, hubiese debido hacérnosla amarga y dolorosa. Pero así era: el egoísmo que había permanecido callado mientras hubo peligro, ahora que el peligro había pasado volvía a dejarse oír. Y yo misma, al encaminarme hacia la casita tras la marcha de Michele, no pude menos que decirme que había sido una verdadera suerte que los alemanes se hubiesen llevado a Michele en vez de Rosetta y que, en el fondo, la desaparición de Michele afectaba principalmente a su familia, puesto que nosotras íbamos a separarnos quizá para siempre de ellos y no volveríamos a verlos nunca más y regresaríamos a Roma, donde reanudaríamos la vida de costumbre y sólo de vez en cuando recordaríamos aquella estancia en la montaña, diciéndonos quizás una a otra:

—¿Te acuerdas de Michele? ¿Cómo terminaría su caso? ¿Y te acuerdas de Filippo, de su mujer y de su hija? ¿Qué será de ellos?

Aquella noche, dormimos estrechamente abrazadas pese al calor, quizá porque el cañón seguía disparando y los proyectiles, de vez en cuando, caían no muy lejos y nos parecía que, si alguno nos alcanzaba, al menos moriríamos juntas. Eso de que dormimos es un decir; nos adormilábamos cinco o diez minutos y, luego, un cañonazo más fuerte nos hacía pegar un salto y nos sentábamos en la cama; o bien nos despertábamos sin motivo, a causa, probablemente, de la agitación y el nerviosismo. Rosetta se preocupaba por Michele; y, ahora, comprendo que ella, al contrario que yo, sentía que aquella ausencia no era una cosa tan intrascendente como yo quería hacerle creer. Así, de vez en cuando, la oía preguntarme en la oscuridad:

—Mamá, ¿crees de veras que Michele volverá?

O bien:

—Mamá, ¿qué será de ese pobre Michele?

Yo, por una parte, sentía que, en el fondo, ella tenía razón de preocuparse, pero, de otra parte, casi me daba rabia porque, como he dicho, me parecía que la estancia en Sant’Eufemia ya tocaba a su fin y que no debíamos pensar ya sino en nosotras mismas. Por lo cual le contestaba ora una cosa ora otra, tratando siempre de tranquilizarla; hasta que, ya impacientada, le dije:

—Ahora, duerme, porque, aunque no duermas, nada puedes hacer por él. Por otra parte, estoy segura de que no le harán ningún daño. A estas horas ya está de vuelta por la montaña.

Ella dijo, medio dormida ya:

—Pobre Michele.

Y eso fue todo, pues, después de estas palabras, se quedó dormida de verdad.

Cuando a la mañana siguiente desperté, vi que Rosetta no estaba a mi lado, en la cama. Salí de la casa, era tarde, el sol estaba ya alto y advertí que el cañoneo había cesado y que en toda la localidad había un gran movimiento. Se veían refugiados ir y venir de un lado a otro, unos despidiéndose de los campesinos, otros transportando enseres, y algunos que ya se encaminaban en fila india por el sendero que llevaba a Fondi. De pronto, me entró un miedo terrible de que Rosetta, por algún motivo que yo ignoraba, hubiese desaparecido también como Michele; y me puse a correr de un lado a otro; llamándola. Nadie se ocupaba de mí ni me hacía caso y, de improviso, me di cuenta de que lo que yo había pensado para Michele ahora se revolvía contra mí. Rosetta no estaba, todos iban a lo suyo, ninguno quería ni tan siquiera pararse para saber qué me ocurría. Afortunadamente, cuando ya estaba a punto de desesperarme, Luisa, la mujer de Paride, se asomó de pronto a la puerta de la cabaña y dijo:

—Pero ¿para qué llamas a Rosetta? Está aquí, con nosotros, comiendo la polenta.

Respiré y, un poco mortificada, entré en la cabaña y me senté con los demás en torno a la mesa sobre la que estaba puesta la sopera con la polenta. Nadie hablaba, como de costumbre, por lo que tampoco yo hablé; los campesinos parecían estar, como siempre, absortos totalmente en la operación de comer, hasta aquel día en que habían pasado y habían de pasar tantas cosas nuevas. Sólo Paride, como expresando un pensamiento común, dijo, de pronto, sin tristeza, como si hubiese dicho que hacía buen tiempo u otra frase parecida:

—Así, pues, vosotras os volvéis a la ciudad a hacer de señoras… y nosotros nos quedaremos aquí, a trabajar.

Se limpió los labios, llenó un cazo de agua, bebió y, luego, salió, como siempre hacía, sin despedirse de nosotras. Dije a la familia de Paride que nos íbamos a preparar nuestros cachivaches y que luego volveríamos a decirles adiós. Y salí a mi vez con Rosetta.

Ahora, sólo tenía un deseo, grande, impaciente y alegre: marcharme de allí cuanto antes. Sin embargo dije, no sé por qué:

—Tendremos que ir a ver a los Festa y enterarnos de lo que le pasó a Michele.

Lo dije de mala gana, porque tal vez Michele no hubiese vuelto y temía que, en tal caso, el dolor de los Festa turbase mi contento. Pero Rosetta respondió tranquilamente:

—Los Festa ya no están aquí. Se fueron esta mañana, al amanecer. Y Michele no ha vuelto. Esperan encontrarle en la ciudad.

Estas palabras me causaron un gran alivio, no menos egoísta que la desgana de poco antes, y dije:

—Bueno, sólo nos queda tomar el hatillo y marcharnos cuanto antes.

Rosetta, entonces, añadió:

—Yo me he levantado al amanecer, cuando tu dormías aún, y he ido a despedir a los Festa. Pobrecitos, estaban verdaderamente desesperados. Para ellos este día tan alegre es, en cambio, muy triste, porque Michele no ha vuelto.

Callé un momento porque, de pronto, sentí vergüenza y pensaba que Rosetta era mucho mejor que yo, pues se había levantado expresamente al amanecer para ir a casa de los Festa y no había tenido miedo, como yo, de que el dolor de ellos le amargara su alegría. Entonces dije, abrazándola:

—Hija, tesoro mío, eres mucho mejor que yo y has hecho lo que no he tenido valor de hacer. Soy tan feliz porque ese tormento ha terminado, que casi me daba miedo ver a los Festa.

Ella contestó:

—Oh, no me ha costado ningún esfuerzo, lo he hecho porque quería mucho a Michele. El esfuerzo lo habría hecho si no hubiese ido. No he pegado ojo en toda la noche porque no hacía más que pensar en ese pobrecito. Por desgracia, su madre tenía razón: no ha vuelto.

Pero había llegado la hora de marcharse. Una vez de vuelta en nuestro cuartucho, sacamos las dos maletas de fibra que habíamos traído de Roma y metimos dentro los pocos trapos que teníamos, unas faldas, un par de jerseys que habíamos hecho allí con las agujas y la lana de los campesinos, unas medias, unos pañuelos. Metí también los pocos víveres que quedaban, o sea, el queso de oveja comprado a los evangelistas, un kilo y pico de habichuelas y un pan moreno pequeño, el último, hecho con salvado y harina de maíz. Dudé en llevarme los dos o tres platos y vasos que había comprado a los campesinos, pero, luego, decidí dejárselos, colocándolos bien ordenados en el alféizar de la ventana. Eso era todo; una vez cerradas las maletas, me senté un momento en la cama, al lado de Rosetta, mirando, en torno a mí, la estancia que ya tenía el aspecto triste y vacío de las casas que van a ser abandonadas para siempre. Ya no me sentía tan impaciente ni alegre; incluso tenía una sensación francamente angustiosa. Pensaba que a aquellas paredes sucias, a aquel suelo fangoso quedaban ligados los días más amargos y terribles de mi vida y me dolía marcharme aunque lo desease. Los nueve meses pasados en aquella estancia los había vivido día a día, hora a hora y minuto a minuto con la intensidad de la esperanza y la desesperación, del miedo y el coraje, de la voluntad de vivir y el deseo de morir. Sobre todo, sin embargo, había esperado una cosa, la liberación, que tenía la cualidad de ser justa además de hermosa, de afectar también a los otros, además de a mí. Y, entonces, de pronto, comprendí que quien espera una cosa así, vive con mayor fuerza y verdad que quienes no esperan nada. Y pasando de mi insignificante situación a algo más elevado, pensé que lo mismo podía decirse de quienes esperan cosas mucho más importantes, como el retorno de Jesús sobre la tierra o el triunfo de la justicia para los desventurados. Digo la verdad, cuando salí de la estancia para irme definitivamente, me pareció que abandonaba no digo una iglesia, sino un lugar casi sagrado, porque allí dentro había sufrido mucho y, como he dicho, había aguardado y esperado no tan sólo por mí, sino también por los demás.

Nos habíamos puesto las maletas en equilibrio sobre la cabeza y nos encaminábamos hacia la cabaña de los campesinos para despedirnos de ellos, cuando, entre la gente que estaba en la macera, de improviso hubo una desbandada general. Esta vez, sin embargo, no era el cañón, que se Oía distante ya, como el trueno de una tempestad que se aleja, sino un tableteo regular, muy preciso y rabioso, que parecía venir de los carrascales, de lo alto, hacia la cumbre de la montaña. Un refugiado se paró un momento para gritarnos: «Las ametralladoras. Los alemanes disparan con ametralladora sobre los americanos», y luego siguió corriendo. Ahora, todos habían salido a escape para esconderse en grutas y oquedades y nosotras dos estábamos solas en medio de la macera y aquel tableteo no paraba, hasta parecía hacerse más insistente. Por un momento, pensé también en correr hacia algún refugio; pero, luego, me dio repugnancia empezar de nuevo, precisamente ahora que nos disponíamos a bajar a Fondi, la vida atemorizada que había llevado durante nueve meses y dije, muy encolerizada, a Rosetta:

—Ametralladoras: ¿sabes lo que te digo? Que me importa un pito y que me voy igualmente para abajo.

Rosetta no puso ninguna objeción, pues también a ella el aburrimiento y el cansancio la habían vuelto valiente. Por lo que renunciamos a despedirnos de los campesinos que nos habían albergado durante tanto tiempo y que quién sabe dónde estarían escondidos entonces y, haciendo caso omiso de las ametralladoras, echamos por el sendero que llevaba al valle, caminando sin prisa. Empezamos a bajar, macera tras macera, y, a medida que bajábamos, nos dábamos cuenta de que habíamos tenido razón en no escondernos, porque, ahora, el tableteo ya no se oía y todo parecía normal: una hermosa jornada de mayo como las otras, con el sol que abrasaba y la maleza que olía a rosas silvestres y a estiércol ovino y las abejas que zumbaban sobre la maleza, como si nunca hubiese habido guerra.

Pero había guerra y muy pronto vimos sus signos. En primer lugar, encontramos a dos soldados que tomé por americanos más por lo que dijeron que por sus uniformes, que desconocía. Eran dos jovenzuelos morenos y bajitos, y casi se nos echaron encima, al desembocar del chaparral. Uno dijo: Helio o algo por el estilo; el otro, otras palabras en inglés que no comprendí. Se cruzaron con nosotras y, luego, dejaron el sendero y siguieron subiendo por el carrascal, agachados, con el fusil apercibido y los ojos vueltos hacia arriba, a la sombra del casco, en dirección a la cumbre de la que venía el tableteo de las ametralladoras. Fueron los primeros americanos que vimos y los vimos por casualidad; y ahora que lo pienso, toda la guerra es un azar; todo sucede sin razón, si das un paso a la izquierda te matan, si, en cambio, vas hacia la derecha, te salvas. Dije a Rosetta:

—Te has fijado, son americanos.

Y Rosetta:

—Creía que eran altos y rubios, y, en cambio, son bajos y morenos.

De momento, no supe qué contestar pero más adelante me enteré de que en el Ejército americano hay soldados de todas las razas y de todos los colores, negros y blancos, rubios y morenos, altos y bajos. Aquellos dos, según supe más tarde, eran dos italoamericanos, y había muchísimos como ellos, al menos en las unidades que habían ocupado nuestra zona.

Seguimos bajando y topamos con un puesto de la Cruz Roja, a la sombra de un algarrobo, fuera del sendero. Había una litera, un botiquín y unos cuantos soldados y, precisamente en aquel momento, otros dos soldados llevaban al puesto a un compañero herido, tendido de espaldas en una camilla. Nos paramos a mirar a los dos soldados que, saliendo del sendero, avanzaban hacia el puesto con dificultad, cargando con la camilla. El soldado herido tenía los ojos cerrados y parecía muerto. Pero no estaba muerto, porque los que le llevaban le estaban hablando como diciendo que se tranquilizase, que en seguida llegarían, y él hacía algunos gestos con la cabeza como para responder que había comprendido y que no se preocupasen. Pero, a la vista de aquella escena, en la ladera, con el sol, con la maleza toda florida, que casi tapaba hasta la cintura a los dos camilleros, casi cabía pensar que no tan sólo aquel herido no estaba muerto, sino que los soldados no eran soldados, que aquel puesto de la Cruz Roja no era un puesto de la Cruz Roja y que, en resumidas cuentas, todo aquello no era verdad, sino una cosa extraña y absurda que no tenía explicación y no significaba nada. Dije a Rosetta:

—Ése ha sido alcanzado por las ametralladoras… Pudo habernos ocurrido a nosotras.

Y creo que lo dije para convencerme de que las ametralladoras existían de veras y que había peligro en serio. Pero, de todos modos, no estaba muy convencida de ello.

En fin, macera tras macera, llegamos abajo, a la bifurcación que había junto al río, donde estaba la casita donde había vivido el pobre Tommasino. La última vez que vimos aquel lugar estaba desierto, como todos los lugares cuando había alemanes, que conseguían, no sé cómo, hacer el desierto en torno a ellos, y donde ellos iban la gente se escondía y desaparecía. Ahora, en cambio, todo el campo estaba atestado de gente, campesinos y refugiados, unos a pie, otros en borricos y mulos, todos cargados de trastos, que bajaban como nosotras de la montaña para volver a sus casas. Caminamos con aquel gentío y todos estaban alegres y se hablaban como si se conociesen de mucho tiempo. Todos decían:

—Ha terminado la guerra, han terminado muchas cosas, han llegado los ingleses, ha llegado la abundancia.

Y todos parecían haber olvidado ya aquel año de padecimientos. Junto con aquel gentío, llegamos a un cruce, donde la carretera general era atravesada por otra carretera que se dirigía hacia el monte; y allí encontramos la primera columna de americanos. Iban en fila india; y, esta vez, vi que eran de veras americanos, es decir, tan diferentes de los alemanes como de los italianos. Caminaban de una manera cansina, desganada y casi a regañadientes; cada cual llevaba el casco de una manera diferente, unos ladeado, otros calado hasta los ojos, y quien echado sobre el cogote; muchos iban en mangas de camisa, y todos mascaban chicle. Parecía que hiciesen la guerra a disgusto, pero sin miedo, propiamente como gente que no ha nacido para guerrear, como los alemanes, por ejemplo, sino que la hace porque se ha visto obligada a hacerlo. No nos miraban, se notaba a la legua que de caminos de montaña, de pobre gente cargada de cosas como nosotros y de mañanas como aquélla debían haber visto quién sabe cuántas desde que desembarcaron en Italia y ya estaban acostumbrados. Desfilaron no sé durante cuánto tiempo, dirigiéndose hacia la montaña, muy despacio, siempre a la misma andadura. Por último, pasaron los tres o cuatro rezagados que parecían más cansados y desganados; y, después, nosotros proseguimos por la carretera general.

La carretera llevaba a Monte San Biagio, que es un pueblo encaramado en los montes que cierran, al Norte, el valle de Fondi; un poco más allá, confluía con la nacional, la Appia, creo. Y cuando llegamos a la Vía Appia, entonces nos quedamos de veras boquiabiertas ante el espectáculo de todo el Ejército americano que avanzaba. Decir que la carretera estaba atestada de tropas sería decir poco y, además, no sería exacto, pues no había gentío y todo lo que abarrotaba la carretera eran máquinas de todo tipo, todas pintadas de verde, con la estrella blanca de cinco puntas, la estrella de América, que es muy diferente del estrellón de Italia que trae suerte, según dicen, pero sólo suerte, en tanto que la estrella americana parece prepotente y da fuerzas a quienes la siguen. He dicho máquinas, no automóviles. En efecto, en aquella carretera, tan arrimadas entre sí que casi no podían moverse, había máquinas de todos los tipos. Pequeños vehículos de hierro, descubiertos, rebosantes de soldados con el fusil entre las piernas; carros armados gigantescos, con orugas y blindaje, que con el cañón rozaban las ramas de los plátanos que sombreaban la carretera; camiones pequeños y grandes, cubiertos y descubiertos; carros armados más pequeños, casi como juguetes, pero también con su buen cañón vuelto hacia arriba hasta vagones enteros, enormes, todos blindados, con las cabinas en las que se entreveían tableros de mando llenos de botones, de palancas y de cables eléctricos. Digo la verdad, quien no ha visto avanzar por una carretera al Ejército americano no tiene idea de lo que es un Ejército. Aquella riada de máquinas grandes y pequeñas, todas con la estrella blanca que parecía propiamente una obsesión, avanzaba muy despacio, más despacio que un hombre, parándose a cada momento y, luego, reanudando la marcha, como los coches en el Corso de Roma a las horas de más tránsito. Y, en todas partes, había soldados, arracimados y hacinados sobre los carros armados, los coches, los camiones, sentados y de pie, siempre con aquel aire de paciencia, de indiferencia y casi de aburrimiento, siempre mascando chicle, algunos incluso leyendo ciertos periodiquillos suyos llenos de grabados. Entre una y otra máquina, mientras tanto, discurrían motocicletas con uno o dos motoristas vestidos de cuero, los únicos que iban con prisas y podían correr, parecidos a perros de pastor que se agitasen en torno a un enorme rebaño lento y perezoso. Yo, al ver aquella procesión de vehículos tan tupidos que si se hubiese echado una moneda en medio de ellos no habría llegado al suelo, me asombré en mi fuero interno de que los alemanes no aprovechasen aquel momento para hacer una carnicería con sus aviones. Y esto más que nadie me hizo comprender que los alemanes ya tenían perdida la guerra y no podían causar más daños, porque les habían cortado las uñas y los dientes, que, en un Ejército, son precisamente los cañones y los aviones. Y una vez más comprendí lo que era la guerra moderna. No el cuerpo a cuerpo que tanto había admirado en las ilustraciones de las revistas de 1914, sino una cosa muy distante e indirecta: primero, aviones y cañones hacían, a copia de bombas y de proyectiles, la limpieza; luego, avanzaba el grueso de las tropas que, sin embargo, raras veces entraban en contacto con el enemigo y se limitaban a seguir adelante cómodamente, sentados en automóviles, con el fusil entre las piernas, mascando goma y leyendo revistas ilustradas. Alguien me dijo después que aquellas tropas habían sufrido graves pérdidas. Pero nunca contra otras tropas, sino a causa de los cañones que les disparaban tratando de detenerlas.

No había ni qué pensar en cruzar o remontar aquella carretera, hubiese sido como cruzar un río en crecida por el punto más profundo. Por lo cual nos volvimos atrás con muchos otros, y, al llegar a una carretera secundaria, emprendimos la dirección de la ciudad. A los diez minutos, ya estábamos en ella, pero también allí vimos que no podíamos detenernos. Todas las casas estaban derrumbadas, formando grandes montones de escombros; y donde no había escombros, había grandes charcas de agua pútrida; en el poco terreno despejado pululaban y circulaban, mientras tanto, mezclados, soldados americanos, refugiados y campesinos. Era como una feria, sólo que no había nada que vender ni comprar, salvo la esperanza de días mejores, y los que podían vender aquella esperanza, o sea, los americanos, parecían indiferentes y distantes, y los que hubiesen querido comprarla, campesinos y refugiados, parecía que no supiesen cómo adquirirla. En efecto, daban vueltas en torno de los americanos, interrogándoles en italiano, éstos no comprendían, respondían en inglés y, entonces, los campesinos y los refugiados se iban, decepcionados, para empezar de nuevo poco después con igual resultado.

Frente a una casa que, no sé cómo, seguía incólume, vi un tumulto y me acerqué. Unos cuantos americanos estaban en el balcón del segundo piso y echaban caramelos y cigarrillos a refugiados y campesinos, que se arrojaban sobre ellos, peleándose en medio del polvo, que era una verdadera indecencia. Se veía perfectamente que, en el fondo, no les importaba nada ni los caramelos ni los cigarrillos y que, no obstante, se los disputaban con tanta saña porque presentían que los americanos esperaban de ellos que se comportasen así. Total, en aquellas pocas horas se había formado la atmósfera que después tuve ocasión de observar en Roma durante todo el período que duró la ocupación aliada: los italianos pedían para dar gusto a los americanos y los americanos regalaban para dar gusto a los italianos y ni unos ni otros se percataban de que no se daban ningún gusto entre sí. Yo pienso que esas cosas nadie las quiere y acontecen espontáneamente, como por acuerdo tácito. Los americanos eran los vencedores y los italianos los vencidos, eso era todo.

Me acerqué a un pequeño coche militar que estaba parado en medio de aquel gentío; en él se sentaban dos soldados, uno pelirrojo, con pecas y de ojos azules, y el otro moreno, de cara amarilla, nariz ganchuda y labios delgados.

Les pregunté:

—Díganme, ¿cómo se puede llegar a Roma?

El pelirrojo ni siquiera nos miró, mascaba chicle y leía, absorto una revistilla pero el moreno se registró los bolsillos y sacó un paquete de cigarrillos. Yo dije:

—Déjese de cigarrillos, nosotras no fumamos, díganos tan sólo si hay medio de ir a Roma.

—¿Roma? —repitió el moreno, por fin—. Nada de Roma.

—¿Por qué?

—Alemanes en Roma.

Mientras tanto, se registraba los bolsillos y, esta vez, sacó los dichosos caramelos. Pero también los rehusé y dije:

—Si quieres darnos algo, danos un chusco, ¿para qué queremos caramelos? ¿Quieres endulzarme la boca? No lo lograrás, seguirá estando amarga durante mucho tiempo.

No comprendió y, luego, de debajo del asiento, sacó una máquina de fotografiar e hizo un gesto como diciendo que quería sacarnos una fotografía. Esta vez perdí la paciencia y le grité:

—Oye, ¿quieres fotografiarnos así, andrajosas y sucias que parecemos dos salvajes? Muchas gracias, guarda tu aparato fotográfico.

Pero como él insistiera, le quité la máquina de las manos y se la dejé en el asiento como para decirle: «Basta ya». Esta vez lo entendió y se volvió hacia su compañero, a quien habló en inglés y éste le respondió de mala gana, sin levantar los ojos de la revista. Luego, el moreno se volvió hacia nosotras y nos hizo signo de que subiésemos al coche; obedecimos y, entonces, el pelirrojo, como si despertase, se puso al volante y arrancó. El coche salió como un cohete entre el gentío que se apartaba, entró en la ciudad trepando por los montones de escombros y cruzando las charcas; se veía que era un vehículo militar que podía ir por cualquier sitio. El moreno, mientras tanto, se fijaba en los pies de Rosetta, que calzaba abarcas, como yo. Al final, preguntó:

—¿Zapatos?

Y se agachó para palpar las abarcas y, luego, con las manos, siguiendo las correas de las abarcas, subió pantorrilla arriba. Yo, entonces, le di un golpe seco en la mano, diciendo:

—Oye, las manos quietas… Son abarcas, sí, ¿qué tiene de particular? Pero tú no debes aprovecharte para meterle mano a mi hija.

También esta vez fingió no comprender y, señalando la abarca de Rosetta, tomó de nuevo la máquina de fotografiar y dijo:

—¿Fotografía?

Entonces, dije:

—Usamos abarcas, pero no queremos que las fotografíes. Porque, después, tal vez, te irás a tu casa y dirás que todos los italianos usamos abarcas y no sabemos lo que son los zapatos. En tu país tenéis pieles rojas, ¿qué diríais si los fotografiásemos y, luego, dijésemos que todos los americanos lleváis plumas en la cabeza, como gallináceas? Ciociara[7] soy y me ufano de serlo; pero para ti soy italiana, romana o lo que quieras y no me chinches más con tus fotografías.

Por fin, comprendió que no debía porfiar y dejó el aparato. Mientras tanto, a brincos, ora pasando por encima de un montón de cascotes, ora cruzando un lago de agua sucia, el vehículo había atravesado la ciudad y llegó a la plaza mayor.

Allí había una multitud enorme, siempre la misma feria, y, sobre todo, se agolpaba gente en torno de una casa que debía ser el edificio del Ayuntamiento y que por milagro no se había derrumbado: apenas algún agujero, algún desconchado en la fachada. El pelirrojo, que hasta entonces no había pronunciado palabra y ni siquiera nos había mirado, nos hizo signo de bajar: obedecimos; el moreno se apeó a su vez, nos dijo que aguardásemos y desapareció entre el gentío. Volvió al cabo de un rato con otro americano de uniforme, un jovenzuelo que parecía propiamente italiano, moreno, de ojos brillantes y dientes blancos y regulares. Dijo en seguida: «Yo sabo hablar italiano», y siguió hablando en lo que él creía ser italiano y que, todo lo más, era un dialecto napolitano de los más vulgares, de ésos que hablan los descargadores del muelle en Nápoles. De todos modos, nos entendía y se hacía entender y yo, le dije:

—Nosotras dos somos de Roma y queremos ir a Roma. Tú debes decirnos qué podemos hacer para ir a Roma.

Se echó a reír con todos sus dientes blanquísimos y, luego, contestó:

—El único modo es que te vistas de soldado y te subas a un carro armado y libres la batalla que se está desarrollando para tomar Roma.

Me quedé desconcertada y dije:

—Pero ¿no la habéis ocupado vosotros, Roma?

—No, todavía están los alemanes. Y aunque la hubiésemos ocupado, no podrías ir hasta que llegasen órdenes al respecto. Sin órdenes, nadie podrá ir a Roma.

Me sentó mal y volví a gritar:

—¿Ésa es vuestra liberación? ¿Morir de hambre y estar sin casa como antes y peor que antes?

Se encogió de hombros y, luego, dijo que eran razones superiores, de guerra. Añadió, sin embargo, que en lo tocante a morir de hambre, todo estaba previsto a fin de que en los territorios ocupados por ellos nadie se muriese de hambre; prueba de ello es que ahora me daría algo de comer. Y, en efecto, siempre sonriendo con sus dientes relucientes, nos dijo que le siguiésemos, así que fuimos detrás de él al Ayuntamiento y topamos con un barullo indescriptible, con la gente que se atropellaba, chillaba y protestaba al fondo de una gran sala encalada y vacía, donde había una mesa escritorio muy larga. Detrás de la mesa estaban algunos habitantes de Fondi con brazales blancos en las mangas; y, sobre la mesa, muchas pilas de latas de conserva americanas.

El oficial italoamericano nos condujo hasta la mesa y, usando de su autoridad, hizo que nos entregasen varias latas. Recuerdo que nos dio seis o siete botes de carne con verdura, un par de latas de sardina y un gran bote redondo, que pesaba un kilo por lo menos, de mermelada de ciruela. Metimos las latas en la maleta y, a empellones, logramos salir. Los dos del automóvil ya no estaban. El oficial nos hizo un correcto saludo militar, sonriendo, y luego se fue.

Echamos a andar en medio de la multitud, sin objeto, como todos los demás. Ahora, con aquellas latas en la maleta, me sentía más tranquila, porque comer es lo principal; así que me divertía contemplando el espectáculo de Fondi liberada. Pude notar algunas cosas que me hicieron comprender que la situación no era como nos la habíamos figurado en Sant’Eufemia, mientras aguardábamos la llegada de los aliados. En primer lugar, aquella famosa abundancia de la que todos hablaban no existía. Bien es verdad que los americanos daban cigarrillos y caramelos de los cuales parecía que tuviesen una gran reserva; pero para el resto, como se veía, iban con mucho cuidado. Además, el comportamiento de aquellos americanos, si he de ser sincera, me gustaba poco. Eran amables, eso sí, y por eso siempre preferibles a los alemanes, quienes no andaban sobrados, ciertamente, de amabilidad; pero la amabilidad de los americanos era indiferente, distante y, en suma, nos trataban como chiquillos que molestan a los mayores y hay que hacerles callar, precisamente, con caramelos. Y, a veces, ni siquiera eran amables. Para dar una idea de eso, referiré un incidente que presencié. Para entrar en Fondi ciudad era menester un salvoconducto o, por lo menos, tomar parte en los trabajos que italianos y americanos estaban efectuando ya para remediar la ruina causada por los bombardeos. Por casualidad, Rosetta y yo fuimos a parar al sitio de la carretera donde había un puesto de control, con dos soldados y un sargento. De pronto, se acercaron dos italianos, dos señores, se notaba por sus modales, aunque ambos vistiesen también andrajosamente. Uno de ellos, un anciano de pelo blanco, dijo al sargento:

—Los dos somos ingenieros y el mando aliado nos ha dicho que nos presentemos hoy para esos trabajos.

El sargento, un tipo vigoroso, que tenía una cara que parecía un puño cerrado, llena de granos, dijo:

—¿Dónde está el permiso?

Los dos ingenieros se miraron; el anciano dijo:

—No tenemos ningún permiso… Sólo nos dijeron que nos presentásemos…

Entonces, el sargento, con malos modos, se puso a gritar:

—¿Y os presentáis a estas horas? Teníais que haberos presentado esta mañana a las siete, como todos los demás obreros.

—Nos lo han dicho hace un rato solamente —dijo el más joven, un hombre cuarentón, flaco y distinguido, muy nervioso, que tenía una especie de tic que le hacía ladear de vez en cuando la cabeza, como si tuviese tortícolis.

—Mentira, sois unos mentirosos.

—Cuidado con lo que dice —dijo el más joven, resentido—, ese señor y yo somos ingenieros y…

Quería continuar, pero el sargento le interrumpió con estas hermosas palabras:

—Cállate ya, mojón, si no quieres que te haga cerrar el pico de dos bofetadas.

Aquel ingeniero más joven, como he dicho, debía de estar completamente neurasténico, porque esas palabras le hicieron el mismo efecto que si hubiese recibido en serio las dos bofetadas. Se puso blanco como el papel y por un momento pensé que iba a matar al sargento. Afortunadamente, el viejo se interpuso, conciliador; total, que entre una cosa y otra acabaron por pasar y siguieron adelante. Incidentes semejantes vi muchos, aquel día. Y debo decir una cosa: que siempre eran provocados por los soldados italoamericanos. Los verdaderos americanos, digamos ingleses, me refiero a los altos, rubios y delgados, se comportaban de manera diferente, distantes, sí, pero siempre educados y respetuosos. Pero aquellos italoamericanos eran, en verdad, unos desgraciados y con ellos nunca se sabía cómo conducirse. Sea porque, sintiéndose demasiado parecidos a los italianos, quisiesen convencerse de que eran diferentes y mejores y, para distinguirse, les trataban mal; sea porque sentían odio hacia Italia, de donde salieron para América descalzos y sin blanca; sea porque en América les tuviesen poca consideración y aquí quisiesen hacerse valer por una vez en su vida; lo cierto es que eran los más groseros o, si se prefiere, los menos amables. Y todas las veces que tuve que pedir algo a los americanos, siempre rogué a Dios que tuviese que tratar con un americano, aunque fuese de raza morena, antes que con un italoamericano. Pero, además, pretendían hablar italiano y, en cambio, hablaban todos unos dialectos de la baja Italia, como calabrés, siciliano o napolitano, que no había quien les entendiese. Cuando se les conocía mejor, claro está, se descubría que, al fin y al cabo, eran buenas personas. Pero el primer encuentro siempre resultaba desagradable.

En fin, nos paseamos un rato más entre las ruinas, en medio del gentío de italianos y de soldados y, luego, seguimos por la carretera general, donde todavía quedaban muchas casas intactas, porque los bombardeos habían afectado principalmente a la ciudad. Allí donde la montaña avanzaba en la llanura formando esquina y la carretera la bordeaba con una curva, de pronto vimos una casa. La puerta estaba abierta y dije a Rosetta:

—Vamos a ver si esta noche podemos pasarla ahí.

Subimos tres peldaños y encontramos una sola habitación, completamente vacía. Quizás, en otros tiempos, las paredes estaban encaladas; pero ahora eran más cochambrosas que las de una cuadra. Entre las manchas como de negro de humo, los desconchados y los agujeros, había también muchos dibujos hechos al carboncillo: mujeres desnudas, rostros de mujer y otras cosas que no digo: las acostumbradas porquerías que pintan los soldados en las paredes. En un rincón, por el suelo, un montón de cenizas y muchos tizones apagados y negros indicaban que se había hecho una fogata. Las dos ventanas no tenían cristales y sólo había un postigo; supongo que los tizones debían ser los restos del otro. En fin, le dije a Rosetta que, durante dos o tres noches, nos convenía acomodarnos allí; desde la ventana había visto un pajar en el campo, no muy lejos: traeríamos un montón de aquella paja y nos haríamos, bien o mal, una yacija. No teníamos sábanas ni mantas, pero ya hacía calor y dormiríamos vestidas.

Dicho y hecho. Como pudimos, hicimos un poco de limpieza en la estancia, quitando lo más molesto de la suciedad y, luego, fuimos al campo, de donde nos trajimos una cantidad de paja suficiente para hacer una cama. Después, dije a Rosetta:

—Es raro, sin embargo, que nadie haya pensado antes que nosotras en cobijarse aquí.

La explicación de aquella rareza la tuvimos a los pocos minutos, yendo a pasear por la carretera, a espaldas de la montaña. A muy poca distancia de la casa, había como una explanada con un grupo de árboles. Pues bien, descubrimos que en aquella explanada los americanos habían emplazado tres piezas de artillería tan grandes como, después, durante todo el resto de la guerra, no volví a ver iguales. Apuntaban al cielo y tenían los cañones en verdad enormes, gruesos como troncos abajo y, luego, cada vez más ahusados hasta las bocas, pintados de verde botella, y eran tan largos que desaparecían en el follaje de los altos plátanos bajo los cuales estaban agazapados. Montados sobre orugas, en la base tenían tableros de mando llenos de ruedecitas, botones y manivelas, lo cual demostraba que su manejo debía de ser complicadísimo y todo en torno había no sé cuántos camiones y vagones blindados en los cuales, según nos dijeron unos campesinos que también estaban contemplándolos, había los proyectiles que, a juzgar por los cañones, debían ser asimismo muy grandes. Los soldados encargados de aquellos cañones estaban alrededor, unos tumbados en la hierba, panza arriba, otros subidos en los mismos cañones, todas en mangas de camisa, jóvenes y despreocupados, como si estuviesen allí de excursión y no para hacer la guerra, unos fumando, otros mascando chicle y quienes leyendo alguna revista. Uno de los campesinos nos explicó que aquellos soldados americanos habían avisado que quienes se quedasen en las casas, cerca de los cañones, lo hacían por su cuenta y riesgo, porque siempre cabía la posibilidad de que los alemanes contraatacasen con algún bombardeo y alcanzasen los cañones, en cuyo caso todas aquellas municiones podían estallar, matando a todos los que se encontraban en un radio de cien metros. Entonces, comprendí por qué, con la penuria de viviendas que había en Fondi, nuestra casita se había quedado vacía, y dije:

—Me huelo que hemos salido de las llamas para caer en las brasas, como suele decirse. Aquí hay la posibilidad de que saltemos por los aires junto con esos muchachos.

Pero hacía sol, había aquella flema de los artilleros que estaban en mangas de camisa tumbados sobre la hierba, había todo aquel verde y el aire suave del espléndido día y parecía, en verdad, imposible que se pudiese morir allí; por lo que añadí:

—Bueno, no me importa, hasta ahora no hemos muerto, tampoco moriremos esta vez. Nos quedaremos en la casita.

Rosetta, que siempre hacía mi voluntad, dijo que a ella tampoco le importaba: si la Virgen nos había protegido hasta entonces, seguiría protegiéndonos. Así que reanudamos el paseo con ánimo del todo tranquilo.

Era en verdad como si hubiese sido domingo y día de feria y todos quisiesen disfrutar en santa paz el hermoso día de fiesta. La carretera estaba llena de campesinos y de soldados, todos fumaban cigarrillos y comían caramelos americanos y disfrutaban del sol y de la libertad como si hubiesen sido una sola cosa, y como si el sol, sin la libertad, no hubiese dado ni luz ni calor y la libertad no hubiese existido mientras duró el invierno y el sol hubiese estado escondido entre las nubes. Todo era natural, en suma, como si lo ocurrido hasta entonces hubiese sido contra natura y como si, por fin, al cabo de tanto tiempo, la naturaleza hubiese vuelto a imponerse. Hablamos con varias personas y todas decían que los americanos habían distribuido víveres, que ya se hablaba de reconstruir Fondi haciendo de ella una ciudad mucho más bonita que antes, que lo malo había pasado y que ya no se debía tener ningún miedo. Pero Rosetta me atormentaba para que me informase acerca de Michele, pues, a pesar de tanta alegría, le había quedado aquella espina en el corazón; pregunté a muchas personas, pero nadie sabía nada de él. Ahora que los alemanes se habían ido, nadie quería pensar ya en cosas tristes, igual que yo, cuando, al marcharme de Sant’Eufemia, tuve miedo de ir a despedirme de Filippo, quien, de todos, era el único que no podía alegrarse. La gente decía:

—¿Filippo? Ése estará organizando ya el mercado negro, a estas horas.

Del hijo nadie podía decir nada, todos le llamaban el estudiante y, por lo que pude comprender, le consideraban un holgazán y un extravagante.

Aquel día comimos una de las latas de carne con verdura americanas con un poco de pan que nos dio un campesino; después, como el calor apretaba y no teníamos nada que hacer y estábamos muertas de cansancio, fuimos a la casita, cerramos la puerta y nos echamos sobre la paja para dormir. Nos despertó, ya avanzada la tarde, una explosión muy fuerte: las paredes retemblaban como si no hubiesen sido de ladrillo, sino de papel. De momento, me quedé dudando sobre el origen del estallido y, luego, a los cinco minutos, retumbó otro, no menos violento, y entonces comprendí: los cañones americanos, allí, a cincuenta pasos de nosotras, habían entrado en acción. Aunque hubiésemos dormido algunas horas, estábamos muy cansadas todavía, por lo que seguimos tendidas en un rincón del aposento, abrazadas sobre la paja, aturdidas e incapaces hasta de hablar. El cañón siguió disparando toda la tarde. Tras el primer susto, volví a adormecerme por lo que, pese a la violencia terrible de las explosiones, oía el cañón como en un duermevela, y los retumbos se mezclaban extrañamente con mis reflexiones que, como quien dice, seguían el ritmo de los retumbos. Pero, en suma, el cañón era regular en disparar, y mis pensamientos no tardaron en adaptarse a aquella regularidad y ya no les estorbaba el estruendo. Primero, había una explosión violentísima, profunda, ronca y desgarradora, como si la tierra hubiese vomitado el disparo; todas las paredes retemblaban y trocitos de encalado se desprendían del techo y nos caían encima. Luego, volvía el silencio, pero por poco tiempo y, de repente, había otra explosión que de nuevo hacía retemblar las paredes y a desprender argamasa del techo. Rosetta no decía nada y se estrechaba contra mí; pero yo pensaba, y no podía menos que pensar, aunque fuese un pensamiento cargado de sueño y con los ojos cerrados. Digo la verdad, cada una de aquellas explosiones me llenaba de alegría y aquella alegría aumentaba con cada explosión. Pensaba que aquellos cañones disparaban sobre los alemanes y sobre los fascistas y me daba cuenta, por primera vez, de que odiaba a alemanes y fascistas y las explosiones me parecían no de cañones, sino de alguna fuerza natural como un trueno o un alud. Aquellos cañonazos tan regulares, tan monótonos y tan obstinados, pensaba, ponían en fuga al invierno y a los dolores y peligros de la guerra, a la carestía, al hambre, a todas las otras malas cosas que alemanes y fascistas nos habían hecho padecer durante tantos años. Pensaba: «Queridos cañones»; pensaba: «Benditos cañones»; pensaba: «Cañones de oro»; y acogía cada explosión con una sensación de alegría que me hacía estremecer y en cambio, cada silencio, casi con miedo, porque temía que los cañones no disparasen más. Con los ojos cerrados, me parecía ver un salón muy grande, como tantas veces había visto en los periódicos, un salón con muchas hermosas columnas y muchas pinturas, y aquel salón estaba lleno de fascistas con la camisa negra y de nazis con la camisa parda, muy tiesos, como dicen los periódicos, en posición de firmes. Y detrás de una grandísima mesa estaba Mussolini, con su cara ancha, sus ojazos, su bocaza, abombando el pecho cubierto de medallas y con un penacho en la cabeza; y a su lado estaba el otro desgraciado e hijo de zorra, su amigo Hitler, con su cara de aojador y de cornudo, con el bigotito negro que parecía un cepillo de dientes y sus ojos de pescado podrido, su nariz respingona y el mechón sobre la frente. Veía aquel salón como siempre lo había visto en fotografía; y podía ver todos los detalles, como si estuviese allí: a aquel par detrás de la mesa, de pie; y a ambos lados de la mesa fascistas y nazis, a la derecha los fascistas, todos negros, los muy desgraciados, siempre de negro, con la calavera blanca en el gorro negro; a la izquierda, los nazis, como les había visto en Roma, con la camisa parda, el brazal rojo con aquella cruz negra que parecía un insecto que corriese con las cuatro patas, la cara rolliza sombreada por la visera de la gorra, la barriga ceñida por el pantalón de montar. Yo miraba y miraba, me divertía con todas aquellas pintas de maleantes, desgraciados, hijos de zorra y cornudos y, luego, de pronto, con el pensamiento, iba hacia uno de los cañones que había cerca de la casita, bajo los plátanos y, entonces, veía a un soldado americano que no estaba ni mucho menos en posición de firmes, no llevaba cruz gamada, ni camisa negra o parda, ni calaveras en el gorro, ni puñal al cinto, ni botas relucientes, ni todas las demás ridiculeces con que se adornaban alemanes y fascistas, sino que vestía sencillamente y, como hacía calor, llevaba la camisa arremangada. Y aquel muchacho americano, con mucha calma, mascando chicle, agarraba sin prisa un proyectil enorme y lo metía en la culata del cañón, luego maniobraba las palancas del tablero de mando, y acto seguido, el cañón disparaba, estremeciéndose y dando como un salto hacia atrás y, entonces, entraba en el sueño el estruendo del cañón de verdad que disparaba de verdad y el sueño ya no era sueño, sino realidad. Yo seguía con el pensamiento el proyectil mientras, silbando y maullando, hendía el aire y, después, lo veía caer violentamente en el salón haciendo saltar en el aire a fascistas y nazis, a Hitler y a Mussolini, con todas sus calaveras, sus penachos, sus cruces, sus puñales y sus botas en trizas. Y aquella explosión me producía un gozo profundo; comprendía que aquella alegría no era buena porque era la alegría del odio, pero no podía hacerle nada, se ve que siempre había odiado a fascistas y nazis, sin saberlo, y que ahora, cuando el cañón disparaba sobre ellos, yo estaba contenta. Así, de una explosión a otra, yo iba y venía, con el pensamiento, del salón al cañón y de éste de nuevo al salón y, cada vez, volvía a ver las caras de Mussolini y de Hitler, de los fascistas y de los nazis y, después, la del artillero americano, y cada vez experimentaba de nuevo la misma alegría y nunca quedaba satisfecha. Posteriormente, he oído hablar siempre mucho de liberación, y he comprendido que la liberación existió de veras, porque yo, aquella tarde, la sentí como se siente una impresión física, como sientes que te encuentras bien cuando has estado atado y luego te desatan; como te sientes libre después de haber estado encerrado en una habitación bajo llave y, de pronto, te abren la puerta. Y aquel cañón que disparaba contra los nazis, con todo y ser un cañón exactamente igual a los cañones que los nazis, a su vez, empleaban para disparar sobre los americanos, para mí era la liberación: algo que tenía una fuerza bendita más fuerte que la maldita de aquéllos, algo que les causaba pavor después de que ellos habían causado tanto pavor a todos, algo que les destruía después de que ellos habían destruido a tanta gente y tantas ciudades. Aquel cañón disparaba sobre los nazis y sobre los fascistas y cada bala que disparaba era una bala sobre aquella prisión de mentiras y de temor que ellos habían construido durante tantos años, una prisión grande como el cielo, que ahora se derrumbaba en todas partes por los disparos de aquel cañón y todos podían respirar ya, hasta ellos, los fascistas y los nazis, que pronto ya no se verían obligados a ser fascistas y nazis, sino que volverían a ser hombres como todos los demás. Sí, aquella tarde sentí de veras la liberación y, a pesar de que, después, la liberación ha significado muchas otras cosas no tan hermosas, sino al contrario, a menudo muy feas, siempre me acordaré, mientras viva, de aquella tarde y del cañón y de cómo me sentí en verdad liberada y de que sentí la liberación como una dicha que me hizo incluso regocijarme de la muerte que el cañón producía y me hizo odiar por primera y única vez en mi vida e hizo que me alegrara a pesar mío de la destrucción del prójimo con el mismo sentimiento con que nos alegramos de la venida de la primavera, de las flores y del buen tiempo.

Así pasé la tarde, durmiendo o, mejor dicho, dormitando, con aquella nana tan tremenda del cañón, más dulce a mis oídos que la que cantaba mi madre para hacerme dormir, cuando era niña. La casa retemblaba a cada explosión, el revoque se caía a trocitos sobre mi cabeza y cuerpo, la paja pinchaba y el pavimento, bajo la paja, era duro, pero aquéllas fueron las horas más bellas de mi vida, hoy puedo decirlo con plena consciencia. De vez en cuando, si cerraba los ojos y miraba hacia la ventana sin cristales, veía las ramas verdes de un plátano iluminadas por la bella luz de mayo; después, aquella luz menguó y las ramas se hicieron más oscuras y menos luminosas; el cañón seguía disparando y me estreché con fuerza contra Rosetta y me sentí feliz. Era tal mi cansancio y aturdimiento que, pese al constante cañoneo, dormí por lo menos una hora, con un sueño negro y pesado; luego, desperté, oí de nuevo retumbar el cañón y comprendí que durante aquella hora el cañón no había parado nunca de disparar y volví a sentirme feliz. Por fin, al caer la noche, cuando la habitación estaba ya casi a oscuras, el cañón calló de repente. Siguió un silencio que parecía entumecido por los muchos cañonazos disparados, un silencio que, como noté, estaba hecho de los ruidos normales de la vida: una campana de iglesia que tocaba en alguna parte, algunas voces de gente que pasaba por la calle, un perro que ladraba, un buey que mugía. Nosotras estuvimos media hora más abrazadas, medio amodorradas y, luego, nos levantamos y salimos. Ya era de noche, el cielo estaba cuajado de estrellas y nos llegaba el olor penetrante de la hierba segada en la atmósfera suave y sin viento. Pero de la Vía Appia, poco distante, seguía llegando un fragor metálico y de motores: el avance continuaba.

Comimos otra lata de conserva con un poco de pan, volvimos a echarnos sobre la paja y en seguida nos quedamos dormidas, estrechamente abrazadas, esta vez sin cañón. No sé cuánto dormimos, quizá cuatro o cinco horas, quizá más. Tan sólo sé que, de repente, me incorporé, aterrada: la estancia estaba llena de una luz verde, muy intensa, vibrante, y todo era verde, las paredes, el techo, la paja, la cara de Rosetta, la puerta, el pavimento. Aquella luz parecía hacerse más intensa a cada instante, como ciertos dolores físicos que, a cada instante, se hacen más agudos y parece imposible que puedan aumentar, tan fuertes e intolerables son. Después, de improviso, la luz se apagó y, en la oscuridad, oí el maldito aullido de las sirenas de alarma que no había vuelto a oír desde los tiempos de Roma; entonces comprendí que había un bombardeo aéreo. Fue un segundo. Grité a Rosetta: «Pronto, huyamos de esta casa» y, al mismo tiempo, oí los estallidos de las bombas, violentísimos, que caían cerca, y, entre los estallidos, el fragor rabioso de los aviones y las secas explosiones de los antiaéreos.

Agarré a Rosetta de la mano y me precipité fuera de la casa. Era de noche, pero parecía que fuese de día a causa de una luz rosácea que envolvía la casa, los árboles y el cielo. Luego, hubo un estruendo espantoso: una bomba había caído detrás de la casa y la expansión de aire, que noté en las faldas, como si una boca enorme hubiese soplado dentro, pegándomelas a las piernas, me hizo pensar que estaba herida y quizá ya muerta. En cambio, corría, arrastrando a Rosetta de la mano, a través de un trigal; luego, noté que tropezaba y que me metía en el agua hasta la rodilla. Era una reguera rebosante y el frío del agua me calmó un poco; me paré dentro del agua que ya me llegaba al vientre, apretando a Rosetta contra mi pecho, mientras en torno a nosotros aquella luz rojiza danzaba y, a su resplandor, se veían las casas de Fondi, en ruinas, con todos sus colores y su perfil, como si fuese de día, y por la campiña en torno continuaban las explosiones próximas y lejanas. El cielo, sobre nosotras, era todo un bordado de nubecitas blancas, el tiro de las piezas antiaéreas, y entre toda aquella catástrofe continuaba el zumbido ronco y rabioso de los aviones que volaban bajos y descargaban sus bombas. Por fin, hubo una última explosión, más fuerte que todas, como si el cielo hubiese sido una habitación y alguien hubiese dado un portazo al salir; después, aquella claridad roja se apagó casi del todo, salvo en un rincón del horizonte donde, quizás, había un incendio; luego, también se atenuó el estrépito de los aviones y cesó en lontananza, los antiaéreos dispararon unos cuantos tiros y ya no hubo nada más.

Tan pronto la noche volvió a ser oscura y silenciosa y reaparecieron las estrellas en el cielo sobre nuestras cabezas, dije a Rosetta:

—No es conveniente que volvamos a la casita… Es posible que esos hijos de zorra empiecen otra vez con sus bombas y, entonces, nos maten de veras. Quedémonos aquí, por lo menos no se nos vendrá encima la casa.

Conque salimos del agua y nos tendimos en el trigal, junto a la reguera. Sin embargo, no dormimos, o, mejor dicho, volvimos a dormitar, pero no tan felices como en la casa, mientras el cañón disparaba. La noche estaba henchida de ruidos, se oían gritos lejanos, alaridos, ronquidos de motores, pisadas y no sé cuántos sonidos extraños más. La noche era inquieta y pensé que estaría llena de muertos y de heridos por las bombas arrojadas por los alemanes y que los americanos, ahora, correrían de un lado a otro para recoger a aquellos muertos y heridos. Por fin, el sueño nos venció, hasta que bruscamente despertamos a la luz gris del alba y vimos que estábamos acostadas en el trigal; junto a mi cara había espigas altas y doradas, y entre las espigas, amapolas de un rojo muy bello; el cielo, sobre mi cabeza, era blanco y frío, con algunas estrellas de oro pálido que todavía brillaban. Miré a Rosetta, que estaba tendida a mi lado y seguía durmiendo; vi que tenía la cara costrosa de barro oscuro y seco, como, asimismo, las piernas y la falda estaban negras de barro hasta el vientre, al igual que mis piernas y mi falda. Sin embargo, me sentía descansada, porque, entre una cosa y otra, no había hecho más que dormir desde las primeras horas de la tarde del día antes hasta entonces. Dije a Rosetta:

—¿Quieres que nos vayamos?

Pero ella murmuró algo que no entendí y se volvió con todo el cuerpo reclinando la cabeza en mi regazo y abrazándome las caderas con ambas manos. Así es que también me tumbé, aunque no tuviese ya sueño; y así me quedé, con el trigo que se alzaba en torno a nosotras, con los ojos cerrados, esperando que Rosetta hubiese terminado de dormir.

Despertó, por fin, cuando ya era de día. Pero al levantarnos trabajosamente de nuestro lecho de trigo y asomarnos por encima de las espigas para mirar en dirección de la casita, descubrimos que, por mucho que mirásemos, la casita ya no estaba. Por ultimo, a copia de mirar, vi un montoncito de escombros, en la linde del campo, allí donde, me acordaba perfectamente, había estado la casa. Dije a Rosetta:

—¿Te fijas? Si nos hubiésemos quedado en la casa, estaríamos muertas.

Ella respondió con voz sosegada, sin moverse:

—Quizás habría sido mejor, mamá.

La miré y, entonces, vi que tenía una expresión singular, desesperada y le dije, con repentina decisión:

—Hoy mismo nos vamos de aquí, como sea.

Preguntó:

—¿Cómo?

—Tenemos que irnos y nos iremos.

Antes, sin embargo, fuimos a ver la casa y descubrimos que la bomba había estallado al lado mismo de ella, empujándola entera hacia la carretera que, en efecto, estaba obstruida por los cascotes en casi toda su anchura. La bomba había hecho un gran embudo rebosante de tierra parda y húmeda, mezclada con hierbas arrancadas y, en el fondo, tenía un charco de agua amarillenta. Así que ya nos habíamos quedado sin casa, y lo peor era que también nuestras maletas, con lo poco que poseíamos, estaban entre los escombros. De repente, me sentí verdaderamente desesperada y, sin saber qué hacer, me senté en las ruinas mirando ante mí. La carretera, como el día antes, hormigueaba de soldados y de refugiados, pero todos pasaban de largo sin mirarnos ni a nosotros ni a las ruinas: ya era una cosa normal y no se le prestaba atención. Después, un campesino se detuvo y nos saludó: era uno de Fondi que conocí cuando bajaba de Sant’Eufemia en busca de comida. Nos dijo que aquel bombardeo lo habían hecho los alemanes durante la noche y también nos dijo que había habido unos cincuenta muertos, treinta soldados y unos veinte italianos. Nos habló también del caso de una familia de refugiados que había pasado casi un año en la montaña, como nosotros, y que luego bajaron al valle cuando llegaron los aliados y ocuparon una casita junto a la carretera, a poca distancia de la nuestra: una bomba alcanzó de lleno aquella casita matándoles a todos: mujer, marido y cuatro hijos. Yo escuchaba aquellas cosas sin decir nada, al igual que Rosetta. En otros tiempos, habría exclamado: «¿Cómo? ¿Es posible? Pobrecitos. Fíjate qué fatalidad». Pero, ahora no tenía ánimos para decir nada. En realidad, nuestras desdichas nos volvían indiferentes a las desdichas ajenas. Y, más tarde, he pensado que éste es, seguramente, uno de los peores efectos de la guerra: nos hace insensibles, endurece el corazón, mata la piedad.

Así, pasamos la mañana sentadas en las ruinas de la casa, embrutecidas e incapaces de pensar en nada. Estábamos completamente atontadas, tan estupefactas y dolientes, que ni siquiera teníamos fuerzas para responder a los numerosos soldados y campesinos que nos dirigían la palabra al pasar. Recuerdo que un soldado americano, al ver a Rosetta sentada sobre los cascotes, inmóvil y atónita, se detuvo a hablarle. Ella no contestaba, sólo le miraba; primero, el soldado le habló en inglés; luego, en italiano; por último, se sacó del bolsillo un cigarrillo, lo metió en la boca de Rosetta y se fue. Y Rosetta se quedó como estaba, con la cara costrosa de barro negro y seco y aquel cigarrillo en la boca, que le colgaba de los labios, y habría resultado hasta cómico si no hubiese sido triste. Luego, llegó el mediodía y, entonces, con un esfuerzo supremo, decidí que debíamos hacer algo, aunque sólo fuese para comer, porque forzosamente debíamos hacerlo; dije a Rosetta que volveríamos a Fondi, donde buscaríamos a aquel oficial americano que hablaba napolitano y parecía tenernos simpatía. Despacio, caminando con desgana, volvimos a la ciudad. Allí, había la feria de costumbre, entre los montones de escombros, los charcos de agua, las camionetas y los coches blindados, con los policías que, en las encrucijadas, se afanaban por encauzar a toda aquella muchedumbre inerte y desamparada. Llegamos a la plaza y fuimos al edificio del Ayuntamiento donde, como el día antes, había el acostumbrado gentío que se apiñaba y la acostumbrada distribución de víveres. Esta vez, sin embargo, había un poco más de orden: la Policía había dispuesto a la gente en tres colas, cada una de las cuales avanzaba hacia un americano que estaba de pie detrás de la larga mesa donde se hallaban apiladas las latas de conserva; al lado de cada americano estaba un italiano con un brazal blanco, empleado municipal, encargado de ayudar en el reparto. Vi, entre los otros, detrás de la mesa, al oficial americano que buscaba y dije a Rosetta que nos pusiésemos a la cola que le correspondía a él: así podríamos hablarle. Esperamos un buen rato en fila con toda aquella pobre gente hasta que, por fin, nos tocó el turno.

El oficial nos reconoció y nos sonrió con todos sus dientes relucientes:

—¿Qué tal, todavía no os habéis ido a Roma?

Dije, indicándole mis ropas y las de Rosetta:

—Fíjate qué sucias vamos.

Nos miró y en seguida comprendió:

—¿El bombardeo de anoche?

—Eso, y ya no tenemos nada. Las bombas han destruido la casita que habitábamos y nuestras maletas se han quedado bajo los escombros, junto con las conservas que nos diste.

Ya no se sonreía. Rosetta, sobre todo, con su dulce rostro lleno de costras de barro seco, quitaba las ganas de sonreír.

—Víveres puedo daros, como ayer —dijo—, y hasta alguna prenda de vestir. Pero, por desgracia, no puedo hacer más.

—Haznos volver a Roma —dije—, allí tenemos casa, ropa y de todo.

Pero él respondió como el día antes:

—A Roma no hemos llegado aún nosotros, ¿cómo podrías ir tú?

No dije nada, me quedé muda. Tomó algunas latas del montón, nos las dio y, luego, dijo a uno de los italianos con brazal que nos acompañase a otro lugar donde distribuían prendas de vestir. De repente, cuando estaba a punto de dejarle y de seguir al italiano, dije, no sé por qué:

—Tengo a mis padres en un pueblo próximo a Vallecorsa o, mejor dicho, los tenía, porque ahora no sé dónde habrán ido a parar. Haz lo posible, al menos, para que lleguemos a mi pueblo. Allí conozco a todo el mundo y, aunque no estén mis padres, podré arreglármelas mejor.

Me miró y respondió, amable, pero con firmeza:

—No es posible que, para trasladaros, uséis los vehículos del Ejército. Está prohibido. Tan sólo los italianos que trabajan para el Ejército americano pueden usar nuestros medios de transporte y únicamente por razones de servicio. Lo siento, pero no puedo hacer nada por vosotras.

Dicho lo cual, se volvió hacia otras dos mujeres que estaban detrás de nosotras y comprendí que no tenía nada más que decirnos, por lo que seguí afuera al italiano del brazal.

Una vez en la calle, el italiano, que había oído nuestra conversación, nos dijo:

—Precisamente ayer, hubo el caso de dos refugiados, marido y mujer, que se hicieron llevar a su pueblo en un coche del Ejército. Pero habían podido demostrar que, durante el invierno, dieron hospitalidad a un prisionero inglés. Para premiarles han hecho una excepción a la regla y les llevaron a su pueblo. Si vosotras dos hubieseis hecho lo mismo, creo que no os sería difícil llegar a Vallecorsa.

Rosetta, que hasta entonces no había dicho nada, exclamó de improviso:

—Mamá, ¿te acuerdas?, los dos ingleses. Podríamos decir que dimos hospitalidad a aquéllos.

Ahora bien, por casualidad, aquellos ingleses, antes de dejarnos me habían dado una nota escrita en su lengua y firmada por los dos, que metí en la bolsa, con el dinero. Ahora, me quedaba poco dinero, pero la nota debía de estar aún. Lo había olvidado; pero a las palabras de Rosetta me apresuré a hurgar en la bolsa y, en efecto, la encontré. Los dos ingleses me habían rogado, tan pronto llegasen sus tropas, que entregase el papel a un oficial. Dije, con alegría:

—Pues, entonces, estamos salvados.

Y expliqué al italiano la historia de los dos ingleses y cómo nosotras dos fuimos las únicas en darles hospitalidad el día de Navidad, porque todos los demás refugiados tenían miedo de ayudarles, y cómo ellos se fueron el día siguiente y que aquella misma mañana vinieron los alemanes para buscarlos. El italiano dijo:

—Ahora, venid conmigo a recoger un poco de ropa. Luego, iremos al Mando y veréis cómo se os facilitará todo lo que queréis.

Total, que fuimos a otra casa donde se hacía la distribución de ropas y allí nos dieron un par de zapatos de hombre, bajos, con piso de goma, calcetines verdes, y una falda y una Ilusa del mismo color para cada una. Era el uniforme que usaban las mujeres de su Ejército y a nosotras nos alegró ponérnoslo, porque nuestras ropas estaban ya hechas jirones y sucias de barro seco. También recibimos un pedazo de jabón, y lo aprovechamos para lavarnos la cara y las manos, y también nos peinamos; por lo que ya estábamos casi presentables y el italiano nos dijo:

—Muy bien, ahora parecéis dos personas civilizadas; antes parecíais dos salvajes. Venid conmigo al Mando.

Al Mando estaba en otra casa. Subimos una escalera y en todas partes había Policía militar que preguntaba a dónde se iba y se informaba y controlaba. De un rellano a otro, en un ir y venir de soldados y de italianos, llegamos al ultimo piso. Allí, el italiano fue a hablar con un soldado que estaba de guardia delante de una puerta. Luego, se nos acercó y dijo:

—No sólo se interesan por el caso, sino que os recibirán en seguida. Sentaos en ese sofá y aguardad.

Aguardamos poco. Apenas habían pasado cinco minutos, cuando el soldado entró en la oficina y, luego, vino a llamarnos para hacernos pasar.

Aquel aposento estaba totalmente vacío, salvo un escritorio detrás del cual se sentaba un hombre rubio, de mediana edad, con bigote pelirrojo, ojos cerúleos y cara pecosa, corpulento y alegre. Iba de uniforme y no conozco sus galones, pero luego supe que era comandante. Había dos sillas delante del escritorio; y él, con cortesía, levantándose cuando entramos, nos invitó a sentarnos y, luego, se sentó después que nosotras lo hubimos hecho.

—¿Quieren fumar? —nos preguntó en correcto italiano, ofreciéndonos el paquete de cigarrillos. Rehusé y él empezó en seguida—: Me han dicho que poseen una nota para mí.

—Aquí la tiene —dije.

Y se la tendí. La tomó, la leyó dos o tres veces, muy detenidamente y, luego, con cara seria, mirándome con fijeza, dijo:

—Esta nota es muy importante y usted nos da informaciones valiosas. Estábamos sin noticias de esos dos militares desde hace mucho tiempo y le agradecemos a usted mucho lo que hizo por ellos. Ahora, dígame, ¿cómo eran ellos?

Se los describí, como pude:

—Uno era rubio, bajito, con barba en punta. Otro era alto y flaco, moreno, de ojos azules.

—¿Cómo vestían?

—Cazadoras, me parece, de hule negro y pantalón largo.

—¿Llevaban gorro?

—Sí, una especie de gorro militar.

—¿Iban armados?

—Sí, llevaban pistolas. Me las enseñaron.

—¿Y qué pensaban hacer cuando la dejaron a usted?

—Querían andar a pie por las montañas hasta el frente, cruzarlo y llegar a Nápoles. Habían estado todo el invierno en casa de un campesino, bajo el Monte delle Fate y, entonces, esperaban llegar al frente y pasarlo. Pero me parece que no lo consiguieron, porque todo el mundo decía que el frente era imposible de pasar a causa de las patrullas alemanas y el fuego de ametralladoras y los cañones.

—En efecto —dijo él—, no pasaron, porque nunca llegaron a Nápoles. ¿En qué fecha estuvieron con ustedes?

Dije la fecha y, al cabo de un momento, preguntó:

—¿Y cuánto tiempo les dio usted hospitalidad?

—Sólo un día y una noche, porque tenían prisa y también porque tenían miedo de algún chivatazo. Y, en efecto, apenas se hubieron marchado, vinieron los alemanes. Pasaron con nosotras el día de Navidad y comimos juntos una gallina y bebimos un poco de vino.

Se sonrió y dijo:

—Aquel vino y aquella gallina que ustedes compartieron con ellos representan solamente una pequeña parte de la deuda que tenemos con ustedes. Ahora, dígame, qué podemos hacer por usted.

Entonces, lo dije todo: que no teníamos de comer; que en Fondi no nos sentíamos con ánimos de quedarnos porque ya no teníamos casa, pues el bombardeo nos la había destruido aquella noche; que queríamos ir a mi pueblo, cerca de Vallecorsa, donde estaban mis padres y donde, si más no, podríamos albergarnos en mi casa. Me escuchó con seriedad y, luego, dijo:

—Lo que me pide está absolutamente prohibido. Pero también dar hospitalidad a los prisioneros ingleses, bajo la dominación alemana, estaba prohibido, ¿verdad? —Se sonrió, y yo también. Al cabo de un momento, prosiguió, diciendo—: Haremos lo siguiente. Diré que ustedes salen en coche con un oficial nuestro para recoger información en las montañas acerca de aquellos dos militares nuestros desaparecidos. Por lo demás, en cualesquiera de los casos, habremos hecho esa indagación, aunque no en el pueblo de usted, donde no es posible que ellos hayan pasado. Quiero decir que el oficial, primero, las acompañará a Vallecorsa y, luego, hará su indagación.

Dije que se lo agradecía mucho y él respondió:

—Nosotros somos quienes le dan las gracias. Mientras tanto, denme sus nombres.

Les dije cómo nos llamábamos y él lo anotó todo con esmero. Luego, se levantó para despedirnos y extremó la cortesía hasta acompañarnos a la puerta para ponernos a disposición del soldado de guardia a quien dijo algo en inglés. El soldado en seguida se mostró muy cortés y nos invitó a seguirle.

Fuimos con el soldado hasta el fondo de un pasillo blanco y desnudo y él nos hizo pasar a una estancia vacía, pero limpia, donde había dos catres militares, y nos dijo que aquella noche podríamos dormir allí y, al día siguiente, según las órdenes del comandante, iríamos a otro sitio. Nos dejó, cerrando la puerta, y nosotras nos sentamos en los catres con un suspiro de satisfacción. Ya nos sentíamos completamente diferentes a como nos habíamos sentido hasta entonces. Llevábamos ropas limpias, nos habíamos lavado, teníamos latas de conservas para comer, dos catres para dormir, un techo para cobijarnos y teníamos, que era lo más importante, la esperanza de días mejores. Total, que estábamos completamente cambiadas y aquel cambio se lo debíamos al comandante y a sus buenas palabras. Y yo, muchas veces, he pensado que tratar a un hombre como a hombre y no como un animal quiere decir tenerle limpio, en una casa limpia, demostrar simpatía y consideración por él y, sobre todo, darle esperanzas para el futuro. Si esto no se hace, el hombre, que es capaz de todo, poco tarda en volverse un animal y, entonces, se comporta como un animal y es inútil pedirle que se comporte como un hombre, desde el momento en que se ha querido que fuese animal y no hombre.

En fin, que nos abrazamos estrechamente y besé a Rosetta y le dije:

—Verás cómo ahora todo se arregla, esta vez en serio. Pasaremos unos días en el pueblo, después nos iremos a Roma y todo volverá a ser como antes.

La pobre Rosetta dijo: «Sí, mamá», exactamente como un cordero que va al matadero y no lo sabe y lame la mano de quien lo arrastra hacia el cuchillo. Por desgracia, la mano era mía y yo no sabía que, precisamente yo, por mi propia iniciativa, la llevaba al matadero, como se verá a continuación.

Aquel día, tras habernos comido una lata de conserva, nos lo pasamos entero tumbadas en los catres, dormitando. No teníamos ganas de dar vueltas por las calles de Fondi, era demasiado triste con toda aquella feria de andrajosos y de soldados y todas aquellas ruinas que nos recordaban la guerra a cada paso. Por otra parte, aún teníamos mucho cansancio atrasado: habíamos pasado la noche a la intemperie, después de muchos sustos y muchas emociones, y teníamos los huesos hechos polvo. Por lo cual, dormimos y, de vez en cuando, nos despertábamos para luego volver a dormir. Mi catre estaba frente a la ventana que no tenía postigos, llena de cielo azul, y cada vez que despertaba notaba que la luz había cambiado de dirección e intensidad, al girar el sol en el horizonte, de Oriente a Occidente. También aquel día me sentí feliz como el día antes al oír el cañón, pero esta vez era feliz por mor de Rosetta, a quien veía dormir en el catre junto al mío, sana y salva tras haber pasado por tantos peligros y peripecias. Pensaba que, después de todo, había aguantado y logrado, a través de aquella tempestad de la guerra, salvarme a mí misma y a mi hija: Rosetta estaba bien, no le había pasado nada verdaderamente grave y, pronto, estaríamos de regreso en Roma, volveríamos a nuestro piso, yo abriría de nuevo mi tienda y todo empezaría de nuevo a ser como antes. Es más, mejor que antes, porque el novio de Rosetta, que seguramente también se había salvado, volvería de Yugoslavia y se casaría con Rosetta. En el duermevela me detenía a pensar de buena gana y con profunda complacencia en la boda de Rosetta. La veía salir por el pórtico de una iglesia lleno de sol, toda vestida de blanco, con las flores de azahar en torno a la cabeza, del brazo de su novio y, detrás de ella, a mí y a todos los otros parientes y amigos, sonrientes y felices. Luego, no me bastaba verles en el pórtico, y hacía un salto atrás, hacia la iglesia, y quería verles arrodillados ante el altar, mientras el cura que les había casado hacía su discursito acerca de los deberes y las obligaciones del santo matrimonio. Pero tampoco me bastaba y hacía otro salto, adelante esta vez, y veía a Rosetta con su primer rorro: estábamos sentados a la mesa, yo, ella y su marido; y, de pronto, el rorro lloraba en la habitación de al lado. Rosetta se levantaba e iba a buscarle, luego se volvía a sentar, se desabrochaba la blusa y daba el pecho al mamón, que se pegaba a él con la boca y las dos manitas, mientras Rosetta se inclinaba sobre el rorro, para engullir una cucharada de sopa, con que ya no éramos tres, sino cuatro en la mesa, que comíamos, el marido de Rosetta, Rosetta, el mamón y yo. Y yo, contemplando en mi duermevela aquel cuadro, pensaba que era abuela y no me desagradaba, porque ya no deseaba el amor y quería volverme una mujer vieja y vivir muchos años como abuela y como vieja al lado de Rosetta y de sus niños. Entretanto, mientras tenía aquellos ensueños, vislumbraba, a ratos, a Rosetta tumbada en el catre de al lado y me gustaba que estuviese allí, demostrándome que aquellos ensueños, al fin y al cabo, no eran sólo sueños, y que pronto se tornarían realidad, en cuanto hubiésemos vuelto a Roma y reanudásemos la vida de antes.

Llegó la noche y me levanté, mirando casi en la oscuridad alrededor de mí: Rosetta aún dormía, se había quitado la falda y la blusa, y en la penumbra entreví sus hombros y sus brazos desnudos, blancos y torneados, de chica joven y sana; el camisón se le había subido sobre la pierna, que tenía encogida, con la rodilla casi a la altura de la boca; también el muslo era blanco y torneado, como los hombros, como los brazos. Le pregunté si quería comer; y ella, al cabo de un momento, sin volverse, meneó la cabeza como en señal de negativa. Entonces, pregunté si quería levantarse y bajar a las calles de Fondi: nuevo gesto, nueva voz de denegación. Entonces, volví a echarme y, esta vez, me dormí de veras; en realidad, ambas estábamos agotadas por tantas emociones y aquel sueño tan tenaz era un poco como la cuerda que se da a un reloj parado hace tiempo, que nunca se acaba de dar porque el reloj carecía totalmente de cuerda y ya no tiene fuerzas para andar.