Capítulo 11
Hasta que llegó el gran día del retorno a Roma. Pero ¡qué diferente de cómo lo había imaginado en mis ensueños de liberación, durante los nueve meses que pasé en Sant’Eufemia! Entonces, había soñado en un retorno muy alegre, con algún camión Militar, con aquellos muchachotes rubios, ingleses o americanos, contentos también y simpáticos y alegres; y con Rosetta a mi lado, dulce y tranquila como un ángel; y quizás, además, con Michele con nosotras, por una vez contento también. Y yo con el ánimo ansioso de ver asomarse en el horizonte la cúpula de San Pedro, que es lo primero que se ve en Roma; con el corazón henchido de esperanza; con la mente poblada de proyectos para Rosetta y su matrimonio, la tienda y el piso. Puede decirse que en aquellos nueve meses estudié todos los detalles de aquel retorno y cada detalle de los detalles. También había imaginado la llegada a casa, con Giovanni recibiéndonos sosegado y sonriente, con el cigarro apagado en la comisura de la boca, los vecinos agolpándose en torno a nosotras, a nosotras abrazando a todo el mundo, y diciendo sonrientes:
—Bueno, hemos salido de apuros, luego os contaremos lo que nos ha pasado.
Había pensado esas cosas y muchísimas más; recuerdo que, pensándolas, a menudo me había sorprendido sonriendo de alegría anticipada; en cualquier caso, nunca, ni por asomo, se me había ocurrido que aquellas cosas no hubiesen de realizarse exactamente así. En resumidas cuentas, no había previsto que, como decía Concetta, la guerra es la guerra; o sea, que hasta cuando ha terminado sigue existiendo, como una alimaña moribunda que, sin embargo, quiere seguir causando daño y todavía puede dar algún zarpazo. La guerra había dado ya el zarpazo, precisamente en el momento de irse; los marroquíes habían arruinado a Rosetta; los nazis habían matado a Michele; a nosotras dos nos tocaba ir a Roma en el camión de aquel delincuente de Rosario; y yo, en vez de las muchas cosas alegres que había pensado y sentido, ahora tenía el ánimo lleno de tristeza, de desilusión y de desesperación.
Era una mañana de junio, con el calor y la luz del estío ya en el cielo encendido y sobre la tierra reseca y polvorienta. Rosetta y yo, en la barraca, acabábamos de vestirnos porque el camión de Rosario nos aguardaba en la carretera general. Rosetta había pasado parte de la noche fuera de la barraca y yo, que lo sabía y la había visto regresar a hurtadillas, seguía experimentando aquel sentimiento de impotencia del que ya he hablado: mi ánimo rebosaba de cosas que hubiese querido decir, pero que mi boca no sabía cómo expresarlas. Sin embargo, por ultimo, logré exclamar, mientras ella se lavaba, de pie, junto a la palangana, en un rincón:
—Pero ¿se puede saber dónde has estado esta noche?
Me esperaba de nuevo la callada por respuesta, o alguna respuesta breve; pero, esa vez, no fue así, a saber por qué. Terminó de secarse, luego se volvió y me dijo con voz clara y firme:
—He estado con Rosario y hemos hecho el amor. Y no vuelvas a preguntarme lo que hago ni dónde voy ni con quién estoy, porque ahora ya lo sabes: hago el amor, donde puedo y con quien puedo. Quiero decirte también esto: me gusta hacer el amor, es más, no puedo prescindir de ello y no quiero prescindir.
—Pero ¿con Rosario? —exclamé—. Hija mía, ¿te das cuenta de quién es Rosario?
—Él u otro, para mí es lo mismo. Ya te lo he dicho: quiero hacer el amor porque es la única cosa que me gusta y soy capaz de hacer. Y, en adelante, siempre será así, por lo que no me hagas más preguntas, pues sólo podré contestarte lo mismo.
Nunca había hablado tan claro, es más, era la primera vez que me lo decía; y comprendí que, mientras no le pasase aquel frenesí, yo debía hacer lo que me decía: no preguntarle nada, callar. Es lo que hice; terminé de vestirme en silencio, mientras ella, al otro lado de la cama, hacía lo mismo.
Por último, salimos de la barraca y encontramos a Rosario quien, sentado a la mesa junto a su madre, comía una ensalada de cebolla con pan. Concetta vino en seguida a nuestro encuentro y empezó a soltar sus palabras de costumbre, deslavazadas y exaltadas, que tanto me irritaban ya cuando la vi por primera vez, así que figuraos ahora.
—Entonces, os vais, volvéis a Roma, felices de vosotras, qué suerte tenéis, a nosotros, pobrecitos campesinos, nos dejáis aquí, en este desierto, donde ya no queda nada y todos tienen hambre y todas las casas están arruinadas y toda la gente es indigente, como gitanos. Felices de vosotras, vais a hacer de señores en Roma, donde hay abundancia y lo que los ingleses han dado aquí durante tres días, allí os lo darán todo el año. Pero me satisface, porque os quiero mucho y siempre satisface que las personas que queremos tengan suerte y estén bien.
Entonces, le contesté, para abreviar aquellas efusiones:
—Claro, felices de nosotras. De verdad que estamos de suerte, ni qué decir tiene. Sobre todo, por haber encontrado una familia como la tuya.
Pero ella no captó la ironía y dijo:
—Puedes decir bien alto que somos una buena familia. Vosotras, aquí, habéis estado verdaderamente bien, os hemos tratado como hermanas e hijas, habéis comido y bebido, habéis dormido y habéis hecho lo que os apetecía. Ah, familias como la nuestra no hay muchas, ni mucho menos.
«Afortunadamente», hubiese querido contestarle, pero me contuve porque me apremiaba marchar, aunque fuese con aquel Rosario que me era tan odioso, con tal de no estar en aquel calvero encerrado entre naranjos tan tupidos, que me parecía una prisión. Conque nos despedimos de Vincenzo, quien nos dijo, atontadamente:
—¿Ya os vais? Pero si acababais de llegar. ¿Por qué no os quedáis al menos hasta el primero de agosto?
Y nos despedimos también de Concetta, quien, quiso abrazarnos y besarnos en las dos mejillas, con unos besos sonoros, rechinantes, que, como sus palabras, parecían ser dados para tomarnos el pelo. Por fin, nos encaminamos por el sendero, volviendo las espaldas para siempre a aquella maldita casa rosada. En la carretera general, estaba el camión. Subimos, Rosetta se sentó al lado de Rosario y yo, al lado de Rosetta.
Rosario puso en marcha el motor y dijo:
—Salida para Roma.
El camión arrancó velozmente por la carretera provincial, en dirección de la nacional. Ya era de mañana avanzada y hacía un sol de junio ardiente, seco, henchido de fuerza alegre y juvenil; la carretera estaba blanca de polvo, los setos también estaban blancos de polvo, y cuando el camión aminoraba la marcha, se oía, en lo alto de los escasos árboles que bordeaban la carretera, cantar a las cigarras que estaban agazapadas entre el follaje. Al oír aquel canto de cigarras, al ver aquella polvareda tan blanca en la carretera y los matorrales, con las alondras que bajaban a picotear entre los excrementos de los mulos y luego aleteaban hacia el cielo luminoso, de pronto los ojos se me llenaron las lágrimas. Sí, aquello era el campo, mi querido campo donde había sido criada y había crecido, al cual, cuando las dificultades de la carestía y de la guerra, recurrí como se recurre a una madre muy vieja que ha sufrido mucho y, a pesar de ello, sigue siendo buena y lo sabe todo y lo perdona todo. El campo, sin embargo, me había traicionado; todo me fue mal; yo había cambiado, pero el campo seguía siendo el mismo de siempre, con el sol que lo calentaba, todo, salvo mi corazón helado, y las cigarras tan agradables de oír cuando se es joven y se ama la vida, pero ahora fastidiosas para mí, que ya no esperaba nada, y el olor del polvo árido y caldeado que embriaga los sentidos cuando todavía son vírgenes e insaciables, pero que ahora me sofocaba, como si una mano me hubiese amordazado nariz y boca. El campo me había traicionado, y yo volvía a Roma sin esperanzas ya, peor que esto, volvía desesperada. Lloraba quedamente y me bebía las lágrimas amargas que brotaban de mis ojos, procurando volver la cara hacia la carretera, para evitar qué Rosario y Rosetta me viesen. Pero Rosetta lo notó igualmente y me preguntó de pronto:
—¿Por qué lloras, mamá?
Y me lo preguntó con una voz tan dulce que casi me hizo esperar que volviese a ser, por algún milagro del cielo, mi Rosetta de antes. Iba a contestarle algo, cuando, al volverme, vi que tenía la mano sobre el muslo de Rosario, muy arriba, junto a la ingle y, de repente, recordé que, hacía unos minutos, ambos estaban callados y ni siquiera se movían; comprendí que aquel silencio y aquella inmovilidad obedecían al solaz que se daban ante mis ojos; y aquella dulzura de la voz de Rosetta no era la dulzura de la inocencia, sino de las caricias que ellos se hacían, sin pudor y sin vergüenza, mientras él conducía; así, por la mañana temprano, como las bestias lo hacen a todas horas y en cualquier lugar. Entonces, dije:
—Lloro de vergüenza, por eso lloro.
Al oír mis palabras, Rosetta hizo ademán de retirar la mano; pero el odioso Rosario se la atrapó y volvió a ponérsela sobre el muslo. Ella se resistió un momento, o, al menos, así me pareció; luego, él le soltó la mano y ella no volvió a retirarla y, una vez más, comprendí que, para ella, lo que estaba haciendo era más fuerte que mi vergüenza y hasta que la suya, supuesto que aún fuese capaz de sentirla.
Entretanto, corríamos por la Via Appia, entre los altos plátanos que desfilaban a ambos lados de la carretera, juntando el follaje tierno y tupido sobre nuestras cabezas. Parecía que circulásemos por una galería verde; el sol, traspasando aquí y allí las hojas, extendía de vez en cuando sus rayos sobre la carretera, y entonces parecía que también el asfalto, tan opaco, se tornase materia luminosa y palpitante, parecido al lomo de un animal cálido de sangre y de vida. Yo volvía la cabeza hacia la carretera para no ver lo que estaban haciendo Rosario y Rosetta; así que, para distraerme de mis tristes pensamientos, me puse a contemplar el paisaje. Había las inundaciones provocadas por los alemanes cuando volaron los diques, con las aguas azules, encrespadas por el viento y sembradas de copas de árboles y de ruinas, esparcidas donde antes hubo campos cultivados y granjas. Después de San Biagio, la carretera que bordeaba la costa. El mar estaba encalmado, recorrido por un viento leve y fresco que hacía ir de través las incontables olas azules; y cada ola tenía un punto de luz que rebrillaba, por lo que todo el mar parecía sonreír bajo el sol. Y he aquí Terracina, que me causó más impresión aun que Fondi; era una verdadera desolación, con todas las casas erosionadas por el fuego de las ametralladoras, perforadas con agujeros grandes y pequeños y las ventanas oscuras como los ojos de los ciegos o, peor aún, azules, cuando sólo quedaba la fachada, y montones de escombros polvorientos y charcos de agua amarillenta en todas partes. No había nadie en Terracina, así me pareció al menos, ni en la plaza mayor, cuya fuente tenía la taza llena hasta el borde de cascotes, ni por las calles largas y rectas, flanqueadas de ruinas, que iban en dirección del mar. Pensé que en Terracina debía de haber ocurrido lo mismo que en Fondi: el primer día una feria, muchedumbre, soldados, campesinos y refugiados, reparto de víveres y de ropas, alegría y estruendo, en suma: la vida; después, el Ejército avanzó hacia Roma y, de pronto, la vida se fue, quedando tan sólo un desierto de ruinas y de silencio. Después de Terracina, seguimos a toda marcha por la carretera que va directa a Cisterna, con, a un lado, el canal denso y verde de la tierra ganada a los pantanos y, al otro lado, una extensa llanura medio inundada, que llegaba hasta la falda de las montañas azules que limitaban el horizonte. De vez en cuando, en los bordes de la carretera, se veía, en las cunetas, algún esqueleto de vehículo militar, con las ruedas al aire, herrumbroso ya y desfigurado, como si la guerra hubiese pasado por allí muchos años atrás; de vez en cuando, asimismo, en un trigal, se percibía, inmóvil, apuntando al cielo, el delgado cañón de un carro armado y, luego, al acercarse, se distinguía el carro entero hundido entre las altas espigas, inmóvil y tieso como una alimaña herida mortalmente y luego abandonada Rosario, ahora, conducía a gran velocidad, con una sola mano, mientras con la otra estrechaba la de Rosetta, sobre el regazo de ésta. Yo no podía soportar aquella visión que era un indicio más del cambio de Rosetta; por lo que, de repente, a saber por qué, recordé que Rosetta cantaba muy bien y tenía una hermosa voz, dulce y musical, y que, cuando estaba en casa y atendía a las tareas domésticas, solía cantar para hacerse compañía y que yo, que estaba en la habitación contigua, a menudo me quedaba encantada escuchándola, porque en aquella voz suya que se elevaba tranquila y alegre y parecía no cansarse nunca ni perder el hilo de la canción, estaba todo su carácter, como entonces era y como ahora no era ya. Me acordé, pues, de aquel canto, en la carretera, entre Terracina y Cisterna, y sentí como un impulso de resucitar, aunque sólo fuese un momento, la ilusión de la Rosetta de antes. Dije:
—Rosetta, ¿por qué no cantas algo? Sabías cantar muy bien. ¿Por qué no cantas una bonita canción…? Si no, con este sol y esta carretera tan recta, acabaremos durmiéndonos.
Ella dijo:
—¿Qué quieres que te cante?
Y yo dije al azar el nombre de una canción que había estado en boga un par de años atrás; ella en seguida se puso a cantarla, a voz en cuello, inmóvil, siempre con la mano de Rosario en el regazo. Pero no tardé en notar que ya no era la misma voz; parecía menos rotunda y menos melodiosa y desafinaba; también ella debió notarlo porque, de repente, dejó de cantar y dijo:
—Me temo que ya no sé cantar, mamá, me siento como desganada.
Yo hubiese querido decirle: «Te sientes desganada y ya no sabes cantar porque tienes esa mano en el regazo y ya no eres tú y no tienes el sentimiento de antes, que te henchía el pecho y te hacía cantar como un pajarillo, he ahí por qué».
Pero no tuve el valor de decírselo. Rosario dijo:
—Bueno, si queréis, cantaré yo.
Y atacó con su voz ronca una canción de mal gusto, y obscena. Yo sufría más que antes, tanto porque Rosetta ya no podía cantar y hasta en eso había cambiado, como porque cantaba él. Mientras tanto, el camión iba a toda marcha y en seguida llegamos a Cisterna.
También allí, como en Terracina, todo era desolación. Recuerdo, sobre todo, la fuente de la plaza, en un semicírculo de casas despanzurradas y derrumbadas: la taza estaba llena de cascotes, en el centro de la taza había una estatua sobre un pedestal; aquella estatua, empero, no tenía cabeza, sino tan sólo un garfio de hierro y sólo un brazo, pero sin mano. Parecía una persona viva, precisamente porque carecía de mano y de cabeza. Tampoco pasaba por allí bicho viviente, la gente estaba aun por las montañas o se escondía entre las ruinas. Pasada Cisterna, la carretera cruzó entre bosques ralos de alcornoques y ya no se veía ni una casa ni un cristiano, tan sólo, hasta perderse de vista, el suelo verde y los troncos retorcidos y rojizos que parecían descortezados. Ahora ya no hacía tan buen día: por la parte del mar había venido como un abanico de nubecitas grises y, luego, el abanico se fue abriendo cada vez más hasta hacerse inmenso, con la empuñadura hacia el mar y las varillas formadas por nubes grises y tupidas, se extendían por toda la vastedad del cielo.
El sol había desaparecido y el campo, con aquellos alcornoques retorcidos y rojizos que parecían sufrir de ser retorcidos y rojizos, se había vuelto de un solo color, desvaído y opaco, sin luz. Había una soledad completa; y aunque el estrépito del motor no cesase un instante, se palpaba un gran silencio, sin canto alguno ya, ni de pájaros ni de cigarras. Rosetta estaba dormitando; Rosario fumaba, conduciendo; y yo, con los ojos, ora seguía los mojones blancos de los kilómetros, ora volvía la mirada atrás hacia los alcornocales, sin ver nada ni a nadie. Luego, la carretera hizo un recodo y yo, que estaba mirando los alcornocales, de repente me di con la frente en el cristal del parabrisas. Cuando luego me eché hacia atrás, vi que la carretera estaba cortada en toda su anchura por un poste telegráfico derribado; al mismo tiempo, tres hombres surgieron de los alcornocales y avanzaron agitando las manos, como pidiendo que el camión parase. Rosetta dijo, despertando:
—¿Qué pasa?
Pero nadie le contestó, porque yo no comprendía nada y Rosario, mientras, había bajado ya del camión y se dirigía con decisión hacia los tres hombres. Les recuerdo perfectamente, y les reconocería todavía hoy entre mil: vestían harapos, como todo el mundo en aquellos días, uno era bajito y rubio, de espaldas anchas, y llevaba un traje de pana marrón; el segundo era alto, de mediana edad, muy flaco, enjuto de cara, ojos hundidos y pelo canoso y enmarañado; el tercero era un jovenzuelo del tipo más corriente, moreno, de cara ancha, pelo negro, muy parecido a Rosario. Éste, al bajar del camión, hizo un gesto que noté; se sacó rápidamente del bolsillo un sobre que metió bajo el asiento. Comprendí que el sobre contenía dinero, y entonces comprendí también que aquellos tres hombres eran ladrones. Luego, todo sucedió en un momento, mientras Rosetta y yo mirábamos, inmóviles, paralizadas por la sorpresa, a través del cristal del parabrisas que estaba muy sucio, con insectos aplastados, polvo y regueros de lluvia, y que parecía añadir, a la luz ya amortiguada del cielo encapotado, no sé qué melancolía e incertidumbre. A través de aquel cristal, pues, vimos a Rosario ir al encuentro de los tres hombres, con talante decidido, porque era valiente; y aquellos tres hombres, a su vez, enfrentarse con él, amenazadores. A Rosario yo le veía de espaldas y, en cambio, veía de cara al rubio que hablaba con él: tenía la boca encarnada y un poco torcida, con algo como un antojo o un lunar en la comisura de la boca. El rubio habló y Rosario contestó; el rubio volvió a hablar y, a la segunda respuesta de Rosario, de pronto, levantó la mano y agarró por la solapa a Rosario, justo bajo la garganta. Rosario hizo como un gesto con los hombros, primero hacia la derecha y juego hacia la izquierda, desasiéndose, y a la par le vi, claramente, llevarse la mano al bolsillo posterior de los pantalones. Acto seguido, oí un disparo y luego dos más y creí que había sido Rosario quien disparó. En cambio, él se volvió e hizo ademán de dirigirse hacia el camión, pero con la cabeza gacha, extrañamente inseguro, y luego, de improviso, cayó de rodillas, sosteniéndose con las manos apoyadas en el suelo; estuvo así un momento con la cabeza baja, como reflexionando y, por ultimo, se desplomó de costado. Los tres hombres, sin cuidarse de él, se acercaron al camión.
El rubito, que seguía empuñando la pistola, se subió al estribo del camión, se asomó a la cabina y dijo, jadeando:
—Vosotras dos, abajo, en seguida, abajo.
Al mismo tiempo, blandía la pistola, no para amenazarnos, quizá, sino para hacernos comprender que debíamos apeamos. Mientras tanto, los otros dos quitaban el poste de la carretera. Comprendí que debíamos obedecer y dije a Rosetta: «Ven, bajemos»; e hice ademán de abrir la portezuela. Pero el rubito, que casi se había metido ya en la cabina, de pronto se asomó afuera mirando hacia la carretera, y entonces vi que los otros dos le hacían gestos como para advertirle de algo imprevisto que estaba sucediendo. Soltó una blasfemia, bajó del camión y se reunió con sus compañeros; luego, les vi huir a los tres, echando el bofe, por el alcornocal, y muy pronto, corriendo en zigzag entre un tronco y otro, desaparecieron. Durante un momento, no quedó nada ni nadie, salvo el poste telegráfico arrimado a la cuneta y el cadáver de Rosario en medio de la carretera. Dije a Rosetta:
—¿Y ahora, qué vamos a hacer?
Y, casi en el mismo momento a nuestro lado desembocó a nuestro lado un coche pequeño descubierto con dos oficiales ingleses y un soldado que conducía. El coche frenó porque el cadáver de Rosario obstruía la carretera, no tanto, sin embargo, para que arrimándose a la cuneta, no se pudiese seguir; los dos oficiales se volvieron a mirar el cadáver y luego a nosotras dos; después, vi que uno de ellos hacía un gesto al conductor, como diciendo: «Quien muere, muerto está, adelante», y el coche arrancó en seguida, bordeó el cadáver de Rosario, cobró velocidad y no tardó en desaparecer al fondo de la carretera, detrás del recodo. Entonces, no sé cómo, me acordé del dinero que Rosario había escondido bajo el asiento; metí la mano, cogí el sobre y lo guardé en el escote. Rosetta vio lo que hacía y me lanzó una mirada que casi me pareció de reprobación. De improviso, se oyó un fuerte chirrido de frenos y un camión paró de golpe junto al nuestro.
Era un italiano, esta vez, un hombre bajito, de cabeza grande y calva, cara pálida y sudorosa, ojos redondos y saltones y patillas largas que le llegaban hasta media mejilla. Tenía una expresión asustada y descontenta, pero no mala, como de quien hace por deber un acto valeroso y, al propio tiempo, maldice para sus adentros la coyuntura que le ha llevado, a pesar suyo, a ser valiente. Preguntó apresuradamente: «¿Qué ha pasado?». Sin moverse del camión, con la mano en la palanca de cambio de velocidades. Dije:
—Unos hombres nos han hecho parar y han matado a ese joven y luego se han ido. Querían robar. Y ahora, nosotras, que somos dos refugiadas…
Me interrumpió:
—¿Hacia dónde han ido?
Indiqué en dirección del alcornocal; él volvió hacia allí sus ojos asustados y luego, dijo:
—Por el amor de Dios, rápido, subid a mi camión si queréis ir a Roma, pero rápido, de prisa, por el amor de Dios.
Comprendí que si titubeaba un momento más él habría arrancado, por lo que me apresuré a apearme tirando de la mano de Rosetta. Pero él, entonces, volvió a gritarnos con voz afligida:
—Apartad ese cadáver, apartadlo, si no, ¿cómo voy a pasar?
Y miré, y vi, en efecto, que su camión, mucho más ancho que el coche de los oficiales ingleses, no tenía espacio suficiente para pasar entre la cuneta y el cadáver de Rosario.
—De prisa, por el amor de Dios —encareció de nuevo con su voz quejumbrosa.
Entonces, me rehice y le dije a Rosetta:
—Ayúdame.
Y fui directamente al cadáver de Rosario, que estaba tumbado de costado, con un brazo alzado sobre la cabeza, como para asirse a algo que no había tenido tiempo de aferrar. Me agaché y le agarré por un pie; Rosetta se agachó a su vez y le agarró por el otro; y así, trabajosamente, porque pesaba lo suyo, lo arrastramos a un lado, hacia la cuneta, con la espalda y la cabeza por el suelo y los brazos extendidos, arrastrándose sin vida sobre el asfalto. Rosetta fue la primera en soltar el pie, y acto seguido, yo hice lo mismo pero, luego, me incliné presurosa sobre el muerto, con gesto instintivo, como temiendo descubrir que aún seguía con vida: en realidad, yo tenía el sobre con su dinero en el escote y me importaba guardarlo porque, en nuestra situación, nos convenía mucho; por lo cual quería cerciorarme de que estaba muerto de veras. Y lo estaba, según comprendí por sus ojos que habían quedado abiertos y miraban no sé a dónde, brillantes e inmóviles. Lo confieso, en aquella ocasión me porté como una persona interesada y vil, exactamente como se habría comportado Concetta, conforme a su convicción que la «guerra era la guerra». Me había apoderado del dinero del muerto; temí, a causa del dinero, que no hubiese muerto, que siguiese con vida; pero, una vez me hube cerciorado de que había muerto, quise anular mi maligno temor con un acto de fe que no me costaba nada: rápidamente, mientras el hombre del camión me gritaba, impaciente: «No te preocupes, está bien muerto, ya no se puede hacer nada por él», me agache e hice la señal de la Cruz sobre el pecho de Rosario, en el punto de su chaqueta negra donde aparecía una mancha oscura. Al hacer aquel gesto, mis dedos rozaron la tela de la chaqueta y noté que estaba mojada luego, mientras corría hacia el camión con Rosetta, me miré furtivamente los dedos con los que había hecho la señal de la Cruz y vi que las yemas estaban rojas de sangre viva, recién derramada. De improviso, al ver la sangre, sentí un oscuro remordimiento, casi asco de mí misma, por haber hecho aquella hipócrita señal de la Cruz sobre el cadáver del hombre a quien acababa de robar; y confié en que Rosetta no lo hubiese notado. Pero, al secarme los dedos en la falda, vi que me miraba y comprendí que me había visto. Subimos, nos sentamos al lado del hombre y el camión arrancó.
El hombre conducía encorvado sobre el volante que asía con ambas manos, como aferrándose a él, los ojos desencajados, la cara pálida, asustada; yo seguía preocupada por el fajo de billetes de Banco que llevaba en el escote; y Rosetta miraba frente a sí, con un rostro inmóvil y apático, en el cual hubiese sido imposible hallar el reflejo de un sentimiento cualquiera. Se me ocurrió pensar que ninguno de los tres, cada cual por sus motivos propios, habíamos demostrado la menor piedad por Rosario, muerto como un perro y luego abandonado en la carretera: el hombre, aterrorizado, ni siquiera se había apeado para ver si estaba muerto o vivo; yo, sobre todo, me había preocupado de cerciorarme de que estaba bien muerto por el dinero que le había quitado; y Rosetta se había limitado a arrastrarlo por un pie hasta la cuneta, como si hubiese sido la carroña fétida y molesta de algún animal. Es decir, que no existía piedad, ni emoción, ni simpatía humana; moría un hombre y los otros hombres se quedaban tan frescos, cada cual por sus motivos personales. Era, en suma, la guerra, como decía Concetta, guerra que yo temía que se prolongase en nuestras almas mucho después de que la guerra de verdad hubiese terminado. Pero Rosetta era el caso peor de los tres: menos de media hora antes, había hecho el amor con Rosario; provocó su deseo y lo satisfizo; había dado y recibido placer de él: y, ahora, estaba sentada con los ojos secos, inmóvil, indiferente, apática, sin asomo de sentimiento en la cara. Pensé en todo eso y me decía que todo iba al revés de como hubiese debido ir, que toda la vida se había vuelto absurda, sin pies ni cabeza, que las cosas importantes ya no eran importantes y que las que no tenían importancia se habían vuelto importantes. Después, de repente, se produjo un hecho extraño que no había previsto: Rosetta, quien, hasta entonces, como he dicho, no había mostrado ningún sentimiento, se puso a cantar. Primero, con voz vacilante y como estrangulada; luego, con voz más clara y firme, de manera más segura, se puso a cantar la misma canción que le pedí que cantase poco antes y que ella, sintiéndose impotente, interrumpió a la primera estrofa. Era una cancioncita que estaba de moda un par de años atrás y Rosetta solía cantarla, como ya he dicho, cuando atendía a las faenas domésticas; no era gran cosa, más bien bastante sentimental y boba, y de momento pensé que era extraño que la cantase precisamente entonces, tras la muerte de Rosario: una prueba más de su insensibilidad y de su indiferencia. Pero, luego, recordé que, cuando le pedí que cantase, me dijo que no se sentía capaz, que estaba desganada; y también me acordé de haber pensado que ella había cambiado y que ya no podía cantar porque ya no era la de antes; y, de improviso, me dije que quizá cantaba para hacerme comprender que no era verdad que hubiese cambiado, que, por el contrario, seguía siendo la Rosetta de antes, buena, dulce e inocente como un ángel. En efecto, mientras pensaba estas cosas, la miré y entonces vi que tenía los ojos llenos de lágrimas; lágrimas que brotaban de sus ojos desencajados y le resbalaban por las mejillas; y, de repente, quedé convencida: no había cambiado, como temía yo; aquellas lágrimas las derramaba por Rosario, en primer lugar, porque había sido asesinado sin piedad, como un perro, y luego por ella misma y por mí y por todos aquéllos a quienes la guerra había hecho sufrir, matado y trastornado; significaban no tan sólo que, en el fondo, ella no había cambiado, sino tampoco yo, que había robado el dinero de Rosario, ni todos aquéllos que la guerra, mientras duró, había transformado como la había transformado a ella. De pronto, me sentí muy consolada; y de aquel consuelo brotó, espontáneo, un pensamiento: «En cuanto llegue a Roma, mandaré ese dinero a la madre de Rosario». Sin decir nada, pasé un brazo bajo el brazo de Rosetta y le estreché la mano en la mía.
Cantó varias veces aquella canción mientras el camión corría hacia Valletri y, después, cuando las lágrimas cesaron de brotar de sus ojos, dejó de cantar. Aquel hombre del camión, que no era malo, sino tan sólo asustadizo, tal vez comprendió algo, porque de repente preguntó:
—¿Quién era para vosotras aquel muchacho asesinado?
Me apresuré a contestar:
—Nada, un conocido, un estraperlista que nos había ofrecido llevarnos a Roma.
Pero él, atemorizado otra vez de repente, se apresuró a decir:
—No me digáis nada, no quiero saber nada, no sé nada y no he visto nada. En Roma nos separaremos y yo haré como si nunca os hubiese visto ni conocido.
—Tú me has preguntado.
—Sí, tienes razón, pero olvídalo, olvídalo.
Por fin, al fondo de la llanura extensa y verde, apareció una larga franja de color incierto, entre blanco y amarillo: los suburbios de Roma. Y, detrás de la franja, dominándola, gris sobre el fondo del cielo gris, lejanísima, pero clara, la cúpula de San Pedro. Dios sabe cómo esperé durante todo el año ver de nuevo, allá en el horizonte, aquella entrañable cúpula, tan pequeña y a la par tan grande que casi podía confundirse con un accidente del terreno, con una colina o un cerro; tan sólida, aunque pareciese una sombra; tan tranquilizadora por ser familiar y mil veces vista y contemplada. Aquella cúpula, para mí, no era solamente Roma, sino mi vida de Roma, la serenidad de los días que se viven en paz consigo mismo y con los demás. Allá, al fondo del horizonte, aquella cúpula me decía que ya podía volver confiada a casa y que la vida de antes reanudaría su curso, pese a tantos cambios y tantas tragedias habidas. Pero también me decía que aquella nueva confianza se la debía a Rosetta y a su canto y a sus lágrimas. Y que, sin aquel dolor de Rosetta, a Roma no habrían llegado aquellas dos mujeres inocentes que salieron de ella un año atrás, sino una ladrona y una prostituta, como, precisamente, a través de la guerra y a causa de la guerra, se habían convertido.
El dolor. Recordé a Michele, quien no estaba con nosotros en aquel momento tan suspirado del retorno y que nunca volvería a estar con nosotras; y me acordé de aquella noche en que él leyó en voz alta, en la cabaña de Sant’Eufemia, el pasaje del Evangelio sobre Lázaro; cuando se encolerizó tanto con los campesinos que no habían comprendido nada y gritó que todos estábamos muertos, en espera de la resurrección, como Lázaro. Entonces, las palabras de Michele me habían dejado confusa; ahora, en cambio, comprendía que Michele tenía razón; y que, durante algún tiempo, habíamos estado muertas también nosotras dos. Rosetta y yo, muertas para la piedad que se debe tener a los demás y a sí mismos. Pero el dolor nos había salvado en el último momento; por lo que, en cierto modo, el pasaje de Lázaro también era válido para nosotras, puesto que, gracias al dolor, por fin habíamos salido de la guerra que nos encerraba en su tumba de indiferencia y de maldad y reanudado el camino de nuestra vida, que tal vez era una pobre cosa llena de oscuridad y de yerros, pero, sin embargo, la única que debíamos vivir, como Michele, sin duda, nos habría dicho si hubiese estado con nosotras.