Capítulo 6
El buen tiempo, además de las bombas inglesas, trajo otro azote: las redadas de los alemanes. Tonto las había anunciado, pero, en el fondo, nadie creía en ellas y, ahora, en cambio, algunos campesinos que habían huido a la montaña nos informaron de que, en el valle, los alemanes habían hecho una redada, prendiendo a todos los hombres útiles para el trabajo, y que los metieron en camiones y los mandaron a trabajar quién sabe dónde, unos decían que en las fortificaciones del frente, otros que directamente a Alemania. Luego, llegó otra mala noticia: por la noche, los alemanes rodearon un valle próximo al nuestro, subieron a la cima del monte y, después, bajaron en orden disperso atrapando en aquella red, como pececitos, a los hombres, que luego se llevaron en camiones. Entre los refugiados hubo en seguida mucho miedo, porque entre ellos había, por lo menos, tres o cuatro jovenzuelos que, cuando el derrumbamiento del fascismo, estaban bajo las armas y, luego, habían desertado, y aquellos jovenzuelos eran precisamente los que buscaban los alemanes, porque les consideraban traidores y querían hacerles purgar la traición obligándoles a trabajar como esclavos, quién sabe dónde y a saber en qué condiciones. Los más atemorizados eran los padres de los muchachos y, más que ninguno, Filippo por su hijo Michele, quien le contradecía siempre, pero del que estaba muy orgulloso. Total, que se celebró una reunión en la casita de Filippo y quedó decidido que, en los próximos días, mientras hubiese el peligro de las requisas, todos aquellos jóvenes se irían al amanecer a la cumbre de la montaña, cada cual por su lado, para luego volver al ocaso. Allá arriba, aunque llegasen los alemanes, había otros vericuetos que conducían a otros valles o a la cima de otros montes y, en fin, que los alemanes también era hombres y se desanimarían al ver que les tocaba recorrer kilómetros, montaña tras montaña, por el gusto de atrapar a un hombre o a dos. Michele, la verdad, no hubiese querido huir como los demás, porque nunca quería hacer lo que hacían los demás. Pero su madre le suplicó llorando que lo hiciese por ella, si no quería hacerlo por sí mismo; y él, al final, condescendió.
Rosetta y yo decidimos ir arriba con él, no porque tuviésemos miedo, pues a las mujeres no se las llevaban, sino por hacer algo, ya que en la macera nos moríamos de aburrimiento; y, además, para estar con Michele, que era la única persona, allá arriba, a quien le teníamos afecto. Así empezó una vida extraña de la que me acordaré mientras viva. Avanzada la noche, Paride, que se levantaba al amanecer, venía a llamar a nuestra puerta y nosotras nos vestíamos a toda prisa, a la débil luz del candil de aceite. Salíamos con un frío intenso, a oscuras, con muchas sombras que corrían de arriba abajo de la macera y las ventanas de las casitas que se iluminaban una tras de otra. Al final, encontrábamos a Michele, pequeñito, embutido en jerseys y bufandas, con un bastón en la mano: parecía un enano de fábula, de ésos que viven en las cavernas custodiando tesoros. Sin decir palabra, detrás de él, que ya echaba a andar, nos encaminábamos montaña arriba.
Empezábamos subiendo en la oscuridad, a través de la maleza tupida y alta, que nos llegaba hasta el pecho, por el sendero costroso de hielo. No se veía nada, pero Michele tenía una lámpara de bolsillo, y de cuando en cuando, dirigía la luz de la lámpara sobre el sendero y así seguíamos hacia delante, sin hablar. Entretanto, mientras subíamos, el cielo comenzaba a palidecer detrás de las montañas, volviéndose poco a poco de un gris sucio, pero todavía con muchas estrellas que brillaban por última vez antes de que viniese el día. Las montañas seguían estando oscuras al fondo de aquel cielo más claro y punteado de estrellas y, luego, a su vez, clareaban, revelaban su color verde manchado aquí y allá de negro por la maleza y los bosques. Ahora, ya no había estrellas y el cielo era de un gris casi blanco y todo el monte bajo se revelaba a nuestros ojos, seco, helado por el invierno, mortificado, silencioso y todavía adormecido. Pero el cielo se hacía gradualmente rosa en el horizonte y azul sobre nuestras cabezas, y con el primer rayo de sol que surgía detrás de alguna de aquellas montañas, agudo y centelleante como una flecha de oro, aparecían todos los colores: el rojo vivo de ciertas bayas, el verde brillante del musgo, el blanco cremoso de los penachos de las cañas, el negro lustroso de las ramas podridas. Dejábamos el monte bajo para meternos en un encinar que cubría toda la montaña hasta la cumbre. Eran encinas bastante altas, esparcidas en la ladera a gran distancia una de la otra, que habían crecido sin tocarse y extendían sus ramas como brazos, de uno a otro lado, como si hubiesen querido cogerse de la mano y apoyarse para no caer a causa de la pendiente y del viento. Retorcidas y escasas, componían un boscaje ralo que permitía a la mirada extenderse hacia arriba, por la ladera de guijarros blancos, hasta la cima del monte que se recortaba en el cielo azul. El sendero discurría casi llano por aquel boscaje; el sol despertaba en el ramaje a los pájaros, a los cuales se oía aletear y gorjear en gran numero, aunque no se viesen; Michele, que caminaba delante de nosotras parecía contento, no sé de qué, y caminaba rápido, haciendo girar la rama de árbol que le servía de bastón y silbando una arieta que parecía una marcha militar. Subíamos un trecho más y las encinas, poco a poco, se hacían cada vez más ralas, más bajas y más retorcidas, hasta que, por fin, ya no había encinas, sino tan sólo el sendero que corría al abrigo de la ladera, por un guijo blanco deslumbrante, y, un poco más arriba, estaba la cima del monte, o, mejor dicho, el puerto entre dos cimas, a donde nos dirigíamos. Cuando, por fin, llegábamos al final del sendero, encontrábamos una meseta que era una sorpresa después de tantos pedruscos, toda alfombrada de hierba mullida y muy verde, entre la cual, aquí y allá, se alzaban, como grupas, peñascos blancos de formas redondas. En la mitad de aquel prado color esmeralda había un antiguo pozo con un brocal de piedras secas. Desde aquella meseta, se disfrutaba de un panorama verdaderamente bello y hasta yo, a quien las bellezas naturales me traen sin cuidado, tal vez porque he nacido en la montaña y la conozco demasiado, me quedé boquiabierta de admiración. Por una parte, la mirada dominaba la ladera majestuosa, llena de macere, semejante a una escalinata inmensa, hasta el valle y, más lejos, hasta la franja azul y brillante de la costa; por la otra, no se veían sino montañas y más montañas, las de la Ciociaria, algunas salpicadas de nieve o francamente blancas, otras abrasadas y grises. Hacía frío, allá arriba, pero no demasiado, porque había un sol puro y límpido y se estaba bien al sol y no hacía viento, al menos durante aquel período de tiempo que fuimos allí, que duró casi dos semanas.
Era menester pasar allí todo el día; así es que extendíamos una manta sobre la hierba y nos tumbábamos encima de ella. Descansábamos un poco y luego, nos sentíamos inquietos y empezábamos a dar vueltas por aquel paraje. Michele y Rosetta se alejaban y cogían flores o, simplemente charlaban, mejor dicho, él hablaba y ella escuchaba; pero yo, las más de las veces, no les acompañaba y me quedaba en la meseta. Me gustaba estar sola, lo cual, en Roma, podía hacer cuando quería, pero en Sant’Eufemia era imposible, porque de noche dormía con Rosetta y de día siempre se topaba con los refugiados. La soledad me daba la ilusión de pararme en la vida y de que sólo yo existía; en realidad, el tiempo transcurría, aunque yo no me daba cuenta, igual que cuando estaba en compañía de otras personas. Había un gran silencio, allí; de un pequeño valle de más abajo algunas veces llegaba el cencerro de un rebaño, pero era él único ruido y tampoco parecía un verdadero ruido que molestase, sino un ruido que hacía más sosegado el lugar y más profundo el silencio. Algunas veces, me gustaba ir al pozo, asomarme al brocal y mirar abajo, largo rato. Era muy hondo o, al menos, así me parecía, todo de piedras secas puestas en círculo y que bajaban hasta el agua que apenas se vislumbraba. El culantrillo, que es tan bonito con sus ramitas negras como el ébano y sus hojas verdes y finas que parecen plumas, crecía frondoso entre aquellas piedras y se reflejaba en el agua oscura del fondo. Me asomaba, pues, y miraba largo rato hacia abajo, acordándome entonces de que, cuando era niña, verme reflejada en los pozos me inspiraba miedo y atracción al tiempo, y me imaginaba que los pozos comunicaban con todo un mundo subterráneo de hadas y enanos y casi me daban ganas de arrojarme al agua para sumergirme en aquel mundo y salir del mío. O bien miraba hacia abajo hasta que los ojos se acostumbrasen a la oscuridad y viese distintamente mi cara reflejada en el agua: entonces, cogía una piedra y la soltaba en medio de la cara y veía la cara despedazarse en el temblor de los círculos de agua provocados por la caída de la piedra. Además de mirar dentro del pozo, me gustaba también pasearme entre aquellos peñascos blancos y redondos, tan extraños, que se alzaban aquí y allá en la meseta, entre la hierba verde. También, durante aquellos paseos, me parecía volver a ser una niña: tenía casi la esperanza de hallar algo precioso entre la hierba, un poco porque la hierba color esmeralda parecía una cosa rara, un poco porque aquél era uno de los lugares donde, según me habían dicho de niña, podía estar enterrado un tesoro. Pero sólo había la hierba que no vale nada y se da a los animales; una vez, empero, encontré un trébol de cuatro hojas y se lo regalé a Michele, quien, más por darme gusto que porque creyese en ello, se lo metió en la cartera. El tiempo transcurría, así, lentamente; el sol subía en el cielo y se hacía tan abrasador que, a veces, me desabrochaba el corpiño y me tendía en la hierba para broncearme como si estuviese en la playa. Poco antes de la hora de almorzar, Michele y Rosetta regresaban de su paseada y, entonces, comíamos, sentados en la hierba, un poco de pan y queso. He comido antes y después de aquellos días muchas cosas buenas, pero aquel pan moreno y tostado, mezclado con salvado y harina de maíz, y aquel queso de oveja tan duro que necesitaba un martillo para romperlo, me parecen, en el recuerdo, las cosas más exquisitas que haya comido nunca. Quizá les daba sabor el apetito que nos producía la caminata y el aire de la montaña; quizás era la idea del peligro, que también es una extraña salsa; lo cierto es que comía con verdadera satisfacción, como si por primera vez en mi vida me percatase de lo que significa comer y alimentarse y recobrar fuerzas comiendo y alimentándose y sentir que el yantar es una cosa buena y necesaria. Y, ahora, quiero decir que allí en Sant’Eufemia, por así decirlo, me di cuenta de muchas cosas por primera vez, y aunque parezca extraño eran las cosas más sencillas, que suelen hacerse sin pensar, maquinalmente. Del sueño, que nunca antes me había parecido un apetito cuya satisfacción causase placer y consuelo; de la limpieza del cuerpo, que precisamente porque era difícil, si no imposible, parecía también una cosa casi voluptuosa; y, en suma, de todo cuanto atañía al físico, al cual, en cambio, en la ciudad se dedica poco tiempo y casi sin darse cuenta. Pienso que si hubiese habido allí un hombre que me gustase y a quien amase, también el amor habría tenido un sabor nuevo, más hondo y más fuerte. Era, en suma, como si me hubiese convertido en un animal, porque imagino que los animales, al no tener que pensar sino en su propio cuerpo, deben sentir las sensaciones que entonces yo experimentaba, obligada como estaba por las circunstancias a ser tan sólo un cuerpo que se alimentaba, dormía, se acicalaba y procuraba estar lo mejor posible.
El sol, poco a poco, recorría el cielo, poniéndose por la parte del mar. Cuando la costa comenzaba a hacerse más oscura y a enrojecer con las luces del ocaso, regresábamos, pero no ya por el camino de herradura, sino bajando por la ladera, donde no había sendero en absoluto, deslizándonos sobre la hierba y las piedras, brincando sobre el guijo y la maleza. Por lo cual, aquel trayecto que al amanecer habíamos recorrido en dos horas, al regreso no nos tomaba más de media hora. Llegábamos a la hora de cenar, polvorientas y con las ropas llenas de hojas y de espinos. Nos acostábamos temprano; y, al amanecer, volvíamos a estar en pie.
Sin embargo, allá en la meseta, no siempre estaba todo tan en calma y alejado de la guerra. No me refiero a los aviones que a menudo pasaban sobre nuestras cabezas, solos o en escuadrilla; ni a las explosiones que llegaban debilitadas del valle e indicaban que aquellos desgraciados de alemanes continuaban volando los diques de los pantanos, esparciendo el agua y la malaria en todo el valle; me refiero a que la guerra se manifestaba a través de los encuentros que, de vez en cuando, teníamos allí. Y ello porque aquel paso tan solitario estaba en la ruta de todos aquéllos que, por la montaña, siempre en las alturas y evitando los valles, bajaban de Roma y hasta de la alta Italia, que estaban ocupadas por los alemanes, hacia la Italia meridional, donde se encontraban los ingleses. Solían ser soldados en desbandada, o bien pobre gente que quería volver al pueblo de donde la guerra la había echado, o también prisioneros fugados de algún campo de concentración. Uno de aquellos encuentros lo recuerdo muy bien. Estábamos comiendo, como solíamos, pan y queso, cuando de pronto aparecieron, por detrás de las peñas, dos hombres armados de garrotes, de un aspecto tal que, de momento, les tomé por salvajes. Vestían harapos, lo cual no me dio miedo, porque los harapos allí eran cosa normal; pero sus hombros, de una anchura nunca vista, y sus rostros completamente diferentes de los de nosotros los italianos, me causaron tanta impresión, que no fui capaz de moverme mientras ellos se acercaban y me quedé allí, paralizada por el miedo, con el pan y el queso en la mano. Michele, que no tenía miedo de nada ni de nadie, quizá no por valentía, sino porque se fiaba de todo el mundo, se acercó, en cambio, a los dos hombres y se puso a hablar por medio de gestos y ademanes con ellos. Nos armamos de valor nosotras también y nos acercamos. Las caras de los hombres eran amarillas y aplanadas, barbilampiñas, con ciertas arrugas largas sobre la piel tersa, junto a las mejillas; tenían el pelo negro y tupido, los ojos, pequeños y oblicuos; la nariz, chata y la boca, de cadáver, con dientes rotos y negros. Michele nos dijo que eran dos prisioneros rusos, pero de raza mongólica, como quien dice chinos, y que, a su juicio, se habían fugado de algún campo de concentración alemán donde estaban prisioneros. Yo no me cansaba de mirar aquellas espaldas tan anchas y pensaba que quizás había sido una imprudencia no ocultarnos o huir: aquellos dos tipos eran tan fuertes que si se echaban encima de Rosetta y de mí, seguro que no hubiésemos podido salvarnos. En cambio, los dos mongoles se comportaron como buenas personas; y, siempre hablando por gestos y ademanes, estuvieron con nosotros una hora y pico, el tiempo de tomarse un respiro. Michele les ofreció pan y queso; y ellos comieron, pero con discreción, y me parece que hasta nos lo agradecieron. Se reían continuamente, pobrecillos, quizá porque no lograban comprender y hacerse comprender; como si con aquella risa quisieran darnos a entender que sus intenciones eran buenas.
Michele, siempre por gestos y ademanes, les explicó el camino que debían tomar, así que, poco después, se fueron por entre las peñas y, de lejos, parecían verdaderamente dos orangutanes que caminasen apoyados en los garrotes que habían arrancado de un árbol.
Otra vez pasó un obrero italiano que había estado trabajando en las fortificaciones del frente, no recuerdo dónde, y que había huido porque se comía mal y eran tratados como perros y trabajaban como esclavos. No se tenía en pie, era un guapo mozo, distinguido, de cara fina y morena, muy flaco, de pómulos salientes, ojos hundidos y tristes y el cuerpo todo piel y huesos. Dijo que tenía la familia en Pulla y esperaba reunirse con ella caminando así por las montañas. Hacía una semana que andaba e iba verdaderamente hecho jirones, con los zapatos rotos y las ropas, destrozadas. No dijo gran cosa porque, además, a causa de la debilidad hablaba muy quedo, con dificultad y con pocas palabras cada vez, como si hubiese querido ahorrarse aire. Dijo tan sólo que había oído decir que en Roma había habido una revuelta en la que murieron algunos alemanes y que los alemanes tomaron represalias contra los italianos, pero no sabía cuándo, ni cómo, ni dónde. Por ultimo, refiriéndose a los alemanes, dijo:
—Son unos desgraciados. Saben muy bien que, ahora, ya han perdido la guerra, pero como a ellos la guerra les gusta y no les falta nada porque viven a nuestras costillas, seguirán haciéndola mientras les quede un soldado. Así es que, si la guerra no termina antes, nos harán morir a todos de hambre y de cansancio. O acaba la guerra o acabamos nosotros.
Aceptó de Michele pan y queso y también un poco de tabaco; al cabo de apenas media hora de estar en la meseta, reanudó el camino arrastrando las piernas y, a cada paso quedaba parecía que iba a caerse para no volver a levantarse más.
Una mañana, estábamos tomando el sol cuando, de improviso, oímos un silbido. En seguida, nos escondimos los tres detrás de una de aquellas rocas blancas, para ver de qué se trataba. Nunca se sabía, siempre estábamos alerta y siempre temíamos que viniesen los alemanes y nos requisasen. Poco después, Michele asomó la cabeza y pudo ver, enfrente, otra cabeza que se agachaba apresuradamente detrás de una roca próxima. Estuvimos un rato espiándonos recíprocamente, hasta que, por fin, vimos que no eran alemanes y ellos vieron que nosotros éramos italianos, por lo que salieron de su escondite. Eran de la Italia meridional, militares, teniente y subteniente, según nos dijeron, pero vestían de paisano, pues, como tantos, huían por las montañas dirigiéndose hacia el Sur, con intención de cruzar el frente y llegar a sus pueblos, donde tenían la familia. Uno era moreno, alto, de tez oscura, cara redonda, ojos negros como el carbón, dientes blancos y labios casi morados; el otro era rubio, de cara alargada, ojos azules y nariz aguileña. El moreno se llamaba Carmelo y el rubio Luigi. De todos los encuentros que tuvimos en aquella montaña, tal vez fue el menos simpático, no porque aquella pareja fuese verdaderamente antipática, tal vez en tiempo de paz y en su país no les hubiese encontrado defectos, sino porque, como se verá, la guerra había producido en ellos un efecto pernicioso, como, por lo demás, en muchos, poniendo al descubierto aspectos de su carácter que, si no, habrían permanecido ocultos. Y aquí quiero decir que la guerra es una gran prueba; y que a los hombres sería menester verles en tiempo de guerra y no de paz; no cuando hay leyes y el respeto a los demás y el temor a Dios sino cuando todas esas cosas ya no existen y cada cual obra según su propia manera de ser, espontánea, sin frenos y sin consideraciones.
Aquella pareja, en el momento del armisticio, estaba en un regimiento de guarnición en Roma, desertaron, se escondieron y, luego, huyeron de Roma con la intención de llegar a sus respectivos pueblos. Durante casi un mes estuvieron en casa de un labrador en la falda del Monte delle Fate y ya saqué una mala impresión de ellos oyéndoles hablar de aquel campesino que, al fin y al cabo, les había dado hospitalidad, de una manera despreciativa, como de un pobretón rústico e ignorante, que no sabía siquiera leer y que tenía una casa que parecía una madriguera. Es más, uno de ellos dijo, riéndose:
—Pero, ya se sabe, cuando no hay pan, buenas son tortas.
Prosiguieron diciendo que habían dejado el Monte delle Fate porque aquel campesino les hizo comprender que no podía seguir dándoles cobijo, a causa de que ya no le quedaba comida, y el moreno observó que no era verdad y que si ellos hubiesen tenido dinero, seguro que habrían aparecido comestibles: todos los campesinos eran unos interesados. En conclusión, ellos se iban al Sur y esperaban cruzar el frente.
Ya era hora de almorzar y Michele, aunque un poco a regañadientes, les propuso compartir con nosotros el acostumbrado pan y queso. El moreno dijo que el pan lo aceptarían de buena gana, pero que de queso tenían uno entero porque, en el momento de irse, se lo robaron a aquel campesino avaro sin que él se diese cuenta. Diciendo esto, sacó el queso de un macuto y lo agitó en el aire, riéndose. Aquella declaración tan franca me sentó mal, y quizá no tanto por el hecho en sí, corriente en aquellos tiempos, cuando todo el mundo robaba y el hurto ya no era hurto, como por la franqueza, que me parecía inconveniente en un hombre como él, que tenía el grado de teniente y se veía, por los modales, que era un señor. Además, no estaba bien, pensé, recompensar la hospitalidad de aquel pobrecito quitándole lo poco que tenía. Pero no dije nada; así es que nos sentamos en la hierba y nos pusimos a comer y, mientras comíamos, charlamos o mejor dicho, escuchamos al moreno, que hablaba siempre y siempre también de sí mismo, como de alguien muy importante tanto como terrateniente en su pueblo como de oficial en la guerra. El rubio le escuchaba entornando los ojos al sol y, de vez en cuando, le contradecía, casi malévolamente; pero el otro no se inmutaba y seguía adelante con sus jactancias.
Decía, por ejemplo, el moreno:
—En mi pueblo tengo una finca…
Y el rubio:
—Bueno, digamos dos o tres campitos como pañuelos.
—No, una finca, hay que ir a caballo para recorrerla toda.
—Pero, bueno, si a pie, con unos cuantos pasos, basta.
O bien:
—Formé una patrulla y fui al bosque. En aquel bosque estaban agazapados lo menos un centenar de soldados enemigos.
—Bueno, yo también estaba, en total habría cuatro o cinco.
—Pues yo te digo que eran lo menos un centenar… cuando se levantaron de los matorrales donde estaban escondidos, no los conté porque en esos momentos hay otras cosas que hacer que contar a los enemigos, pero a buen seguro eran un centenar, si no más.
—Bueno, rebaja un poco, serían cinco o seis.
Y así sucesivamente. El moreno las soltaba gordas, con un tono muy seguro y fanfarrón; el rubio no le dejaba pasar ni una. Por ultimo, el moreno contó lo que había hecho el día en que se declaró el armisticio y el Ejército italiano se dio a la desbandada.
—Yo estaba en Intendencia, en mi pueblo, con un almacén militar lleno de todos los bienes de Dios. El mismo momento en que supe que la guerra había terminado, no dudé: hice cargar en un camión todo lo que pude de latas de conserva, quesos, harina, víveres, en suma, y hala, todo directamente a casa de mi madre.
Se echó a reír, muy contento de su ingeniosa idea, enseñando los dientes blancos y perfectos; y, entonces, Michele, que le había escuchado en silencio, observó secamente:
—Total, que usted robó.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que un momento antes era usted un oficial de Artillería y un momento después era un ladrón.
—Caballero, no sé quién es usted ni cómo se llama, pero podría…
—¿Qué?
—Al fin y al cabo, ¿quién ha dicho que robé? Hice lo que hacían todos, si no las hubiese cogido yo, aquellas provisiones las habría cogido otro.
—Puede ser, pero usted robó igualmente.
—Cuidado con lo que habla, soy capaz de…
—¿De qué? Veamos de qué es capaz…
El rubio le dijo al moreno, burlonamente:
—Lo siento, Carmelo, pero debes reconocer que este señor te ha ganado: tocado.
El moreno se encogió de hombros y dijo a Michele:
—Me da usted lástima, no quiero ni discutir con alguien como usted.
—Hace bien —dijo Michele con autoridad— y le diré, además, por qué se ha portado como un ladrón… Porque no contento con haber robado, ahora se ufana de ello… Cree haber sido muy listo… Si lo hubiese hecho y se avergonzase, cabría pensar, incluso, que lo hizo por necesidad, o hasta trastornado por el contagio de la gente… Pero se jacta de ello y, así, demuestra no darse cuenta de lo que ha hecho y de estar dispuesto a hacerlo de nuevo.
El moreno, enfurecido por aquel tono, se puso en pie, agarró una rama de árbol y la blandió contra Michele, diciendo:
—O se calla usted, o…
Pero Michele no tuvo tiempo de reaccionar. El rubio desarmó de golpe al moreno diciendo, con su risita maliciosa:
—Tocado de nuevo, ¿eh?
Carmelo descargó entonces su cólera sobre el amigo:
—A ver si te callas, que tú también tomaste parte en el saqueo; íbamos juntos, ¿no?
—Yo no consentí, obedecí…, tu eras mi superior… Je, je, tocado.
Total, que el almuerzo acabó en silencio, con el moreno que estaba francamente negro y el rubio que sonreía burlonamente.
Después de almorzar, estuvimos un rato más en silencio. Pero Carmelo no podía digerir que le hubiesen llamado ladrón y, al poco, dijo con aire de reto a Michele:
—Usted, que emite juicios y trata tan fácilmente de ladrones a personas que valen mucho, pero mucho más que usted, ¿se puede saber quién es? Yo puedo decir quién soy: soy Carmelo Alí, oficial agricultor, licenciado en Leyes, condecorado al valor, cavaliere de la Corona de Italia. ¿Y usted quién es?
El rubio, burlonamente, observó:
—Olvidas decir que también eres secretario del fascio, en nuestro pueblo. ¿Por qué no lo dices?
Carmelo, molesto, respondió:
—El fascio ya no existe, por eso no lo he dicho… Pero tú sabes que, tampoco como secretario del fascio, nadie ha tenido nunca nada que echarme en cara.
El rubio soltó una carcajada y rectificó:
—Salvo que te aprovechabas del cargo para cepillarte a todas las campesinas guapas que acudían a pedirte un favor… Anda ya, que eres un grandísimo Don Juan.
Carmelo, halagado por aquella acusación, sonrió levemente, pero no la rechazó; luego, se volvió hacia Michele y profirió:
—Entonces, muy señor mío, saque un título, saque un diploma, saque una condecoración, una medalla, algo, en fin, que nos haga comprender quién es usted y con qué derecho critica a los demás.
Michele le miraba fijamente a través de los gruesos lentes de miope; por fin, preguntó:
—¿Qué importa que le diga quién soy?
—Pero, bueno, ¿es usted licenciado?
—Sí, soy licenciado…, pero aunque no lo fuese, nada cambiaría.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que usted y yo somos dos hombres y lo que somos, lo somos a través de lo que hacemos, no a través de los honores y los diplomas…, y lo que usted ha hecho y dicho le define como un hombre, por lo menos, irreflexivo y de conciencia muy elástica… Esto es todo.
—Tocado —dijo de nuevo, riéndose a carcajadas, el rubio.
El moreno, entonces, tomó el partido de dejarlo correr. De pronto, poniéndose en pie de un salto, dijo:
—Soy un estúpido al rebajarme a discutir con usted… Vámonos, Luigi, que se nos está haciendo tarde y tenemos que andar todavía mucho camino… Gracias por el pan y no dude que, si va a mi pueblo, se lo devolveré con creces.
Michele, puntilloso, respondió con calma:
—Sí, con tal que no sea pan hecho con la harina que usted ha sustraído al Ejército italiano.
Carmelo había echado a andar ya y se limitó a encogerse de hombros, diciendo:
—Al diablo usted y el Ejército italiano.
Oímos al rubio repetir de nuevo con una carcajada:
—Tocado.
Luego, doblaron por detrás de una peña y desaparecieron de nuestra vista.
Una vez, vimos de lejos, en un sendero que corría en torno a la montaña, una cantidad de gente que caminaba en fila india, como en procesión. Después, cruzaron el desfiladero. Eran, por lo menos, treinta personas, los hombres con sus trajes domingueros, la mayoría de negro, las mujeres casi a la usanza típica regional, con sayas largas, corpiños y pañolón. Las mujeres llevaban en la cabeza paquetes y cestos, y, en brazos, a los niños más pequeños; los mayorcitos iban de la mano de los hombres. Aquellos pobrecitos, como nos explicaron ellos mismos, eran habitantes de un pueblecito que estaba en la línea del frente. Los alemanes, un mal día, les despertaron al amanecer, cuando todavía estaban durmiendo y les dieron media hora de tiempo para vestirse y juntar los enseres más necesarios. Luego, les hicieron subir a un camión y les transportaron a un campo de concentración, en las cercanías de Frosinone. Pero, al cabo de algunos días, se fugaron del campo y, ahora, intentaban volver al pueblo, por las montañas, para recuperar sus viviendas y reanudar su vida habitual. Michele interrogó al jefe del grupo, que era un anciano de buena presencia, con mostacho gris, y éste dijo con ingenuidad:
—Por lo menos, el ganado. Si no estamos nosotros, ¿quién cuidará del ganado? ¿Acaso los alemanes?
Michele no tuvo valor para decirles que cuando llegasen al pueblo no encontrarían ya ni casas, ni ganado, ni nada. Ellos, tras haber descansado un momento, reanudaron la marcha. Yo sentí mucha simpatía por aquellos desventurados tan calmosos y seguros de que todo les saldría bien, quizá porque se parecían un poco a nosotras dos, Rosetta y yo: también a ellos les había echado la guerra de sus casas, también ellos andaban huyendo por las montañas con lo puesto. Al cabo de algunos días, sin embargo, supe que los alemanes habían vuelto a atraparles y de nuevo les transportaron al campo de Frosinone. Después, ya no volví a saber nada de ellos.
En total, hicimos aquella vida de subir al desfiladero al alba y regresar al ocaso durante casi dos semanas; luego, por fin, estuvo claro que los alemanes habían renunciado a las redadas, al menos en aquella parte de la montaña, por lo que nos quedamos abajo y empezamos a hacer de nuevo las cosas de costumbre. Sin embargo, guardé la nostalgia de aquellos días tan buenos pasados en la cima del monte, frente a frente con la soledad y la Naturaleza. Allí no hubo refugiados y campesinos que nos diesen la lata con la guerra, los ingleses, los alemanes y la carestía; no hubo la dificultad de hacer poca y mala comida con la leña verde en la cabaña oscura; no hubo nada, en suma, que nos recordase la situación en que nos encontrábamos, salvo los dos o tres encuentros que he referido. Podía creer que había ido de excursión con Michele y Rosetta todos los días, esto es todo. Y aquel prado verde donde el sol de invierno se tornaba tan ardiente que parecía que nos halláramos en mayo, con las montañas de la Ciociaria en el horizonte, encapuchadas de nieve y, por la otra parte, el mar que brillaba al fondo de la llanura de Fondi, me había parecido un lugar embrujado donde, en verdad, podía estar enterrado un tesoro, como me contaron siendo niña. Pero aquel tesoro bajo tierra no existía, como me constaba; en cambio, lo había encontrado dentro de mí misma, con igual sorpresa que si lo hubiese desenterrado con mis manos; aquella calma profunda era la completa ausencia de temor y de ansiedad, la confianza en mí y en las cosas que, paseando sola, crecían en mi ánimo a medida que pasaban los días. Durante muchos años quizá fueron aquéllos mis días más felices y, aunque parezca extraño, fueron también aquéllos en que me encontré más pobre, más desprovista de todo, con pan y queso como yantar y la hierba del prado como lecho y sin siquiera una cabaña donde cobijarme, casi más parecida a un animal salvaje que a una persona.
Ya estábamos a fines de diciembre y, precisamente el día de Navidad, llegaron de veras los ingleses. No los ingleses del ejército del Garellano, desde luego; sino dos ingleses que huían también, como tantos, por las montañas y que vinieron a parar en Sant’Eufemia la mañana del 25 de diciembre. Seguía haciendo un tiempo muy bueno, frío, seco y límpido; y, una mañana, al asomarme a la casita, vi en la macera toda una pequeña multitud. Me acerqué y vi que refugiados y campesinos rodeaban a dos jovenzuelos que parecían extranjeros: uno de ellos era rubio y bajito, de ojos azules, nariz recta y delgada, boca encarnada, barba rubia cortada en punta; el otro, alto y flaco, de ojos azules y pelo negro. El rubio hablaba un italiano macarrónico y nos dijo que eran ingleses, él oficial de Marina y el otro, marinero, que habían desembarcado por la parte de Ostia, junto a Roma, para volar con dinamita unas pocas cosas nuestras, de nosotros pobres italianos, y que, luego, cumplida su misión, volvieron a la playa, pero la embarcación que les había traído no había vuelto a recogerles, de manera que se vieron obligados a huir y a esconderse como tantos otros. La temporada de lluvias la pasaron en una casa de campo, por la parte de Sermoneta, pero ahora que hacía buen tiempo querían tratar de atravesar el frente y llegar a Nápoles, donde estaba su mando. Aquellas explicaciones fueron seguidas de muchas preguntas y respuestas; refugiados y campesinos querían saber cómo andaba la guerra y cuándo terminaría. Pero ellos dos sabían tan poco como nosotros: habían vivido en las montañas todos aquellos meses y sólo trataron con labradores analfabetos que apenas sabían que había guerra. Por lo cual, cuando los refugiados se percataron de que aquellos dos no sabían nada y de que, en cambio, necesitaban ayuda, ora uno, ora otro, se dispersaron todos, diciéndose que eran ingleses y resultaba peligroso estar con ellos, que nunca se sabe, un chivatazo pronto se da y que, si los alemanes se enteraban, podía pasar algo feo. Total, que al final los dos se quedaron solos en medio de la macera, bajo aquel sol fuerte y brillante, vestidos de harapos y con las barbas crecidas, como sobrecogidos, mirando en torno.
A mí también, lo confieso, me daba un poco de miedo estar con ellos, no tanto por mí como por Rosetta; pero fue precisamente Rosetta quien hizo que me avergonzara de mi miedo, diciendo:
—Mamá, parecen tan desamparados, pobrecitos… Además, hoy es el día de Navidad y ellos no tienen nada que comer y, quién sabe, tal vez quisieran estar con sus familias y no pueden… ¿Por qué no les invitamos a comer con nosotros?
Digo que me avergoncé y pensé que Rosetta tenía razón, que no valía la pena despreciar a los refugiados, como hacía, si luego me comportaba como ellos. Por lo cual les hicimos comprender a los dos que viniesen con nosotras, que haríamos juntos la comida de Navidad, y ellos aceptaron en seguida, felices.
Para aquel día de Navidad, yo había hecho un esfuerzo, sobre todo por Rosetta, quien; todos los años, desde que nació había celebrado ese día mejor que la hija de un señor. Había comprado a Paride una gallina que hice al horno con patatas. Había hecho la pasta en casa, poca, la verdad sea dicha, porque tenía muy poca harina y con ella puse agnolotti[6]. Tenía un par de salchichones que corté en lonjas muy finas y serví con algunos huevos duros. También había hecho un postre: a falta de algo mejor, rallé muchas algarrobas, mezclé aquella especie de harina de algarroba con harina de trigo, pasas, piñones y azúcar y puse en el horno un pastel prieto y duro, pero sabroso. Había conseguido comprar también una botella de marsala a un refugiado; el vino me lo dio Paride. Además, tenía fruta en abundancia: en Fondi había plétora de naranjas y eran baratísimas, por lo cual, días antes, había comprado cincuenta kilos de ellas y las comíamos a destajo. Naturalmente, no me olvidé de invitar a Michele también y se lo dije cuando él se apresuraba hacia la casita de su padre. Aceptó en seguida y barrunto que fue sobre todo por antipatía hacia su familia. Sin embargo, añadió:
—Querida Cesira, hoy has hecho una buena acción… Si no hubieses invitado a esos dos ingleses, te habría retirado toda mi estima.
De todos modos, llamó a su padre, quien se asomó a la ventana, y le dijo que le habíamos invitado y que había aceptado. Filippo, en voz baja, porque temía ser oído por los ingleses, se puso a encarecerle que no lo hiciese:
—No vayas, esos dos son fugitivos. Si los alemanes se enteran estamos aviados.
Pero Michele se encogió de hombros y, sin esperar siquiera que su padre terminase de hablar, se encaminó hacia nuestra casa.
Puse la mesa de Navidad con un mantel de lino recio que me prestaron los campesinos, y Rosetta colocó, en torno a los platos ramas, arrancadas de matorrales, verdes, con troncos rojos que se parecían un poco a las que se ven durante las fiestas en Roma. En un plato había la gallina que, para cinco personas, resultaba un poco pequeña; en los otros, el salchichón, los huevos, el queso, las naranjas y el pastel. El pan lo hice aposta para aquel día, acababa de salir del horno y corté la hogaza en cinco trozos, uno para cada uno. Comimos con la puerta abierta, porque en la casita no había ventanas y, si la puerta estaba cerrada, nos quedábamos a oscuras. Afuera estaba el sol y el panorama de Fondi, bellísimo, hasta la marina que rebrillaba al sol. Michele, después de los agnolotti, empezó a meterse con los ingleses sobre el capítulo de la guerra. Se las soltaba claras y rotundas, hablando de tú a tu; y ellos parecían un poco asombrados, acaso porque no habían esperado oír palabras como aquéllas en un lugar semejante, de un don nadie como parecía ser Michele. Michele, pues, les dijo que habían cometido un error en no desembarcar cerca de Roma en vez de en Sicilia; en aquel momento, hubiesen podido perfectamente tomar, sin disparar un tiro, Roma y toda la Italia meridional. En cambio avanzando como estaban haciendo, paso a paso, Italia arriba, destruían el país y, además, hacían sufrir terriblemente a las poblaciones, que se encontraban como quien dice, entre el yunque que eran ellos y el martillo que eran los alemanes. Los ingleses respondieron que ellos no sabían nada de aquellas cosas, que ellos eran soldados y obedecían. Michele, entonces, les atacó con otro razonamiento: ¿Por qué hacían la guerra, con qué objeto? Los ingleses respondieron que ellos hacían la guerra para defenderse de los alemanes, quienes querían avasallar a todo el mundo, incluidos ellos. Michele contestó que aquello no era suficiente: la gente esperaba de ellos que, después de la guerra, creasen un mundo nuevo, más justo, más libre y más feliz que el viejo. Si ellos no conseguían crear aquel mundo, entonces, en el fondo, también habrían perdido la guerra, aunque de hecho la hubiesen ganado. El oficial rubio escuchaba a Michele con desconfianza y contestaba breve y raramente; pero el marinero me pareció que tenía las mismas ideas que Michele, aunque, por respeto al oficial, que era su superior, no tuviese el valor de expresarlas. Hasta que el oficial atajó la discusión diciendo que lo esencial, ahora, era ganar la guerra; y que, para el resto, él se remitía a su Gobierno, que seguramente tenía un plan para crear el mundo nuevo del que hablaba Michele. Todos comprendimos que no quería comprometerse en una discusión engorrosa y también Michele, a quien, aunque le sentó mal, lo comprendió y propuso a su vez beber a la salud del mundo nuevo que surgiría de la guerra. Llenamos, pues, los vasos de marsala y bebimos todos a la salud del mundo del mañana. Michele hasta estaba conmovido y tenía lágrimas en los ojos y, tras aquel primer brindis, quiso beber a la salud de todos los aliados, incluidos los rusos, quienes precisamente aquellos días, al parecer, habían alcanzado una gran victoria sobre los alemanes. Así es que estábamos todos contentos, tal como se debe de estar el día de Navidad; y, durante un momento, al menos, pareció que ya no hubiesen diferencias de lengua o de educación y que, en verdad, todos fuésemos hermanos y aquel día que había visto tantos siglos desde el nacimiento de Jesús en su establo, hubiese visto también nacer hoy algo semejante a Jesús, algo bueno y nuevo que haría mejores a los hombres. Al final de la comida, brindamos por última vez a la salud de los dos ingleses y, luego, nos abrazamos todos y yo abracé a Michele, a Rosetta y a los dos ingleses y ellos nos abrazaron a nosotras y todos nos decíamos mutuamente: «Feliz Navidad y un próspero año nuevo», y yo me sentí, por primera vez, verdaderamente contenta desde que había subido a Sant’Eufemia. Michele, sin embargo, al poco rato, observó que aquello estaba muy bien, pero que debía ponerse un límite al altruismo; por lo que explicó a los dos ingleses que nosotras podíamos ofrecerles hospitalidad todo lo más para aquella noche, pero que, después, sería mejor que ellos se fuesen, pues era de veras peligroso para ellos y para nosotros que permaneciesen allí: los alemanes podían llegar a enterarse y, entonces, nadie nos salvaría de su venganza. Los ingleses contestaron que comprendían la necesidad de ello y nos aseguraron que se irían al día siguiente.
Todo aquel día estuvieron a nuestro lado. Hablaron de todo un poco con Michele; y yo no pude menos que notar que mientras Michele parecía estar muy bien informado sobre el país de ellos, hasta casi casi mejor que ellos, en cambio, los dos ingleses sabían poco o nada de Italia, donde, sin embargo, estaban y hacían la guerra. El oficial, por ejemplo, nos dijo que había pasado por la Universidad, por lo tanto era instruido. Pero Michele, rasca que rasca, descubrió que no sabía siquiera quién era Dante. Ahora bien, yo no soy instruida y nunca he leído lo que escribió Dante, pero el nombre de Dante sí lo conocía y Rosetta me dijo que las monjas, a cuya escuela asistió, no sólo le habían enseñado quién era Dante, sino que también le habían hecho leer alguna cosa de él. Michele, aquello de Dante nos lo dijo en voz baja, quedamente, en un momento que los ingleses no nos escuchaban, y añadió que así se explicaban muchas cosas, como por ejemplo los bombardeos que tantas ciudades italianas habían destruido. Aquellos aviadores que arrojaban bombas no sabían nada de nosotros ni de nuestros monumentos; la ignorancia les hacía actuar tranquilos y sin piedad; y la ignorancia añadió Michele, era quizá la causa de todas nuestras desdichas y de las ajenas, porque la maldad no es más que una forma de la ignorancia y aquél que sabe no puede hacer daño.
Aquella noche, los dos ingleses durmieron en un pajar y, por la mañana temprano, sin despedirse, se fueron. Nosotras dos estábamos muertas de cansancio, porque habíamos trasnochado y no estábamos acostumbradas a hacerlo: solíamos acostarnos con las gallinas. Por lo cual, aquella mañana, seguimos durmiendo como troncos hasta después de mediodía. En lo mejor del sueño, oímos un golpe terrible en la puerta del cuartucho y, luego, una voz espantosa que decía no sé qué en una lengua desconocida para mí.
—¡Oh, Dios mío, mamá! —exclamó Rosetta, apretándose a mí—, ¿qué pasa?
Estuve quieta un momento, casi incrédula y, luego, de nuevo, oí otro golpe y otro vozarrón incomprensible. Entonces, dije a Rosetta que iría a ver, me levanté de la cama y, tal como estaba, en ropas menores, desgreñada y descalza, abrí la puerta y me asomé. Eran dos militares alemanes uno debía de ser sargento y el otro, soldado raso. El sargento era el más joven: llevaba la cabeza rubia rapada, su cara era blanca como el papel, los ojos, de un azul desvaído, sin cejas, sin expresión y sin luz. Tenía la nariz un poco torcida al igual que la boca, pero en sentido contrario; dos largas heridas que le cruzaban la mejilla le daban un aspecto curioso, como si la boca le continuase hacia el cuello. El otro era un hombre de mediana edad, membrudo, moreno, de frente enorme, ojos tristes y hundidos, azul oscuro, y mandíbula de perro mastín. Digo la verdad, más que nada me espanté por los ojos del sargento, fríos e inexpresivos, de un azul tan feo, que parecían ojos de un animal y no de un hombre. Pero no mostré mi temor y le grité en la cara, con toda mi voz:
—¡Oye! ¿Qué te pasa? ¿Quieres derribar la puerta? ¿No ves que somos dos mujeres que dormíamos, o es que ahora ni dormir se podrá?
El sargento de los ojos claros hizo un ademán con la mano y dijo en mal italiano:
—Buena, buena.
Luego, volviéndose hacia el soldado, le hizo signo de seguirle y entró en la casita. Rosetta, que todavía estaba en la cama, miraba con los ojos desorbitados, con la sábana subida hasta la barbilla. Los dos alemanes lo escudriñaron todo, hasta debajo la cama; y el sargento en la furia de la búsqueda, incluso levantó la sábana de Rosetta, como si ella hubiese podido esconder bajo las mantas lo que ellos buscaban. Después, salieron. Mientras tanto, se habían agrupado muchos refugiados; y ahora, al recordarlo, digo que fue un milagro que aquellos dos alemanes no interrogasen a los refugiados sobre los dos ingleses, porque, seguramente, más que nada por estupidez, alguno lo hubiese soplado todo y, entonces, pobres de nosotras. Por lo demás, el hecho de que aquellos alemanes se hubiesen presentado precisamente el día después de la llegada de los ingleses, siempre me ha hecho pensar que hubo algún chivatazo o, por lo menos, algún chismorreo. Pero los alemanes, a mi juicio, no querían líos, y por eso se limitaron a hacer un registro sin ningún interrogatorio.
Pero los refugiados, que no estaban acostumbrados a ver alemanes por allí, quisieron saber cómo iba la guerra y si acabaría pronto. Alguien, entretanto, fue en busca de Michele, que sabía un poco de alemán; y, por fin, en el momento en que se disponían a marcharse, le empujaron hacia los alemanes, contra su voluntad, gritando:
—Pregúntales cuándo se termina la guerra.
Se veía a la legua que Michele no tenía ganas en absoluto de hablar con los alemanes. Pero se armó de valor y dijo algo. Ahora refiero en italiano lo que los alemanes y Michele dijeron en alemán, porque, en parte, Michele lo tradujo allí mismo para los refugiados, y el resto me lo tradujo después, cuando los alemanes se hubieron marchado. Así pues, Michele preguntó cuándo terminaría la guerra y el sargento contestó que terminaría pronto, con la victoria de Hitler. Añadió que ellos poseían ciertas armas secretas y que, con aquellas armas, arrojarían al mar a los ingleses, lo más tarde en primavera. Además, dijo algo que causó gran impresión en los refugiados:
—Lanzaremos la ofensiva y echaremos al mar a los ingleses. Y, mientras tanto, los trenes servirán para transportar municiones y nosotros viviremos de las provisiones de los italianos y a los italianos, que nos han traicionado, les dejaremos morir de hambre.
Dijo esto exactamente, con una expresión convencida, con calma y sin piedad, como si, en vez de italianos, o sea, de cristianos, hubiese hablado de moscas o de chinches. Todos los refugiados enmudecieron al oír aquellas palabras, porque no se las esperaban; a saber por qué, creían que los alemanes les tenían simpatía. Michele, que ahora le estaba tomando gusto al asunto, les preguntó qué eran. El sargento respondió que él era de Berlín y que, en tiempo de paz, sacaba adelante una pequeña fábrica de cajas de cartón, pero que ahora se la habían destruido, así que, dijo, a él no le quedaba otra cosa que hacer la guerra lo mejor que podía. El soldado dudó antes de responder y, luego, desviando los ojos hundidos y tristes y poniendo cara acongojada, como de perro apaleado, respondió que también él era de Berlín y que también a él no le quedaba otra cosa que hacer la guerra, porque en los bombardeos murieron su mujer y su hija única. Ambos contestaron más o menos lo mismo, es decir, que, por haberlo perdido todo en los bombardeos, ahora ya sólo pensaban en hacer la guerra; sin embargo, se veía claro como el agua que el sargento hacía la guerra con celo y pasión y, tal vez, también con maldad; mientras que el soldado, tan tétrico, con aquella frente enorme que parecía llena de tristeza, la guerra, ahora, ya la hacía más que nada por desesperación, sabiendo que ya nadie le esperaba en su casa. Y yo pensé que aquel soldado tal vez no era malo; pero el hecho de que hubiese perdido a su mujer y a su hija podía haberle vuelto malo; y si, pongamos por caso, Dios nos libre, nos hubiesen detenido a las dos, quizá no habría vacilado en matar a Rosetta, acordándose precisamente de que a él le habían matado a una hija de la misma edad.
Mientras pensaba esas cosas, el sargento, que parecía propiamente habérselas con los italianos, preguntó de pronto por qué, mientras todos los alemanes estaban en el frente, aquí, en cambio, entre los refugiados, había tantos jóvenes que estaban mano sobre mano. Michele, entonces, contestó, levantando la voz, casi gritando, que él y todos los otros habían combatido por Hitler y por los alemanes en Grecia, en África y en Albania y que estaban dispuestos a luchar de nuevo hasta la ultima gota de sangre; y que todos, allí, esperaban la hora en que el grande y glorioso Hitler ganase la guerra y arrojase al mar a todos aquellos hijos de zorra de ingleses y americanos. El sargento se quedó un poco asombrado de aquella parrafada; miraba receloso a Michele, de arriba abajo, y se veía que no le creía en absoluto. Pero, en fin, eran palabras que no causaban menoscabo, y él no podía decir nada, aunque no las creyese. Por lo que, por fin, tras haber dado unas cuantas vueltas por las casitas y de haber escudriñado un poco en todas partes, pero con desgana y sin gran empeño, los dos se volvieron al valle, con gran alivio de todos nosotros.
Pero yo me había quedado afectada por el comportamiento de Michele. No digo que hubiese debido insultar a los alemanes, pero, en fin, todas aquellas mentiras que gritó con tanta desfachatez me sorprendieron. Así se lo dije y él, encogiéndose de hombros, respondió:
—Con los nazis, todo es lícito: mentirles, traicionarles, matarles, de ser posible. ¿Qué harías tú con una serpiente venenosa, un tigre, un lobo rabioso? Tratarías, de seguro, reducirlo a la impotencia con la fuerza o la astucia. No le hablarías ni intentarías de ningún modo calmarlo, porque sabrías de antemano que sería inútil. Es lo mismo con los nazis. Se han puesto al margen de la Humanidad, como las bestias salvajes, y por esto, con ellos, todos los medios son buenos. Tú, como aquel oficial inglés tan instruido, no has leído nunca a Dante. Pero si lo hubieses leído, sabrías que Dante dice: «Y cortesía fue, en él, ser villano».
Pregunté qué quería decir aquella frase de Dante; entonces, él me explicó que quería decir precisamente que con gente como los nazis incluso era demasiada gentileza mentir y traicionar. Ni siquiera eso se merecían. Dije, por decir algo, que entre los nazis podía haber buenas y malas personas, como siempre ocurre; y entonces, ¿cómo podía saber él que aquellos dos eran malos? Pero se echó a reír:
—Aquí no se trata de buenos y de malos. Quizá sean buenos con sus mujeres y con sus hijos, como son buenos también con los cachorros las lobas y las serpientes. Pero con la Humanidad, que al fin y al cabo es lo que cuenta, o sea, contigo, conmigo, con Rosetta y con esos refugiados y esos campesinos, ellos no pueden ser sino malos.
—¿Por qué?
—Porque —dijo, tras un momento de reflexión—, ellos están convencidos de que lo que nosotros llamamos el mal, es el bien. Es decir, que cumplen con su deber.
Me quedé un poco desconcertada, me pareció no haber comprendido bien. Sin embargo, él ya no me hacía caso y concluyó, como hablando consigo mismo, diciendo:
—Justo, la combinación del mal y del sentido del deber, esto es el nazismo.
Era curioso, en suma, Michele. Era muy bueno y, al mismo tiempo, era muy duro. Recuerdo otra vez que topamos con alemanes, que fue en una ocasión muy diferente. Solíamos tener poca harina y, ahora, yo hacía el pan sin separar no sólo el salvado fino, sino tampoco el gordo. Por lo que, un día, decidimos ir al valle a ver si encontrábamos un poco de harina a cambio de huevos. Los huevos los había comprado a Paride, me quedaban dieciséis y esperaba, a cambio de aquellos huevos y añadiendo dinero, encontrar algunos kilos de harina de trigo. No habíamos estado en el valle desde el día del bombardeo que tanto miedo causó al pobre Tommasino y, digo la verdad, un poco por eso iba a regañadientes. No sé cómo, hablé de ello delante de Michele y él, entonces se brindó a acompañarnos y yo acepté con verdadero gusto porque, con él, me sentía más segura y él, allá arriba, no sé por qué, era el único que me daba ánimos me inspiraba confianza. Así, pues, metimos los huevos en una canastilla, entre paja, y nos pusimos en camino por la mañana temprano. Eran los primeros días de enero y estábamos verdaderamente en el corazón del invierno y yo presentía, aunque no pudiese explicármelo con claridad, que también estábamos en el corazón de la guerra, es decir, en el momento más profundo, más frío y más desesperado de aquella desesperación que ya duraba tantos años. La ultima vez que bajé al valle, precisamente la vez que estuve con Tommasino, los árboles aún tenían hojas, aunque amarillentas; había hierba, a causa de las grandes lluvias, en los prados; y en los ribazos, incluso había algunas flores, las últimas del otoño, como ciclaminos y violetas silvestres. Pero, ahora, a medida que íbamos bajando, veíamos que todo estaba seco, abrasado y desnudo, en un aire frío y sin sol, bajo un cielo velado y descolorido. Habíamos salido bastante alegres, pero en seguida nos callamos: el día era silencioso como suelen serlo en pleno invierno y aquel silencio nos helaba, impidiéndonos hablar. Primero, bajamos por la ladera derecha del valle, luego cruzamos la meseta donde, entre las chumberas y las peñas, el avión lanzó la bomba el día que bajamos con Tommasino, y después echamos por el lado izquierdo. Caminamos así, sin hablar, media hora más y, por fin, llegamos a la embocadura del valle, donde había el puentecito, la bifurcación y la casita que habitó Tommasino hasta el día del fatal bombardeo. Recordaba aquel lugar como risueño y bello y, también, espacioso, y quedé sorprendida, lo confieso, al verlo de nuevo triste, gris, desnudo y mezquino. ¿Habéis visto nunca una mujer sin cabellos? Yo, sí. Una chica de mi pueblo que había tenido el tifus: en parte los perdió y el resto se los raparon al cero con la maquinilla. Parecía otra, hasta tenía una expresión diferente, hacía pensar en un huevo grande y feo, con una cabeza monda y lironda que las mujeres no tienen nunca y un semblante podado de los cabellos y como aplastado por una luz demasiado cruda. De igual modo, sin el follaje tupido y verde de los tres plátanos que daban sombra a la casita de Tommasino, sin el verdor que ocultaba los guijarros de las márgenes del torrente, sin las plantas a ambos lados de la carretera y en las cunetas, que entonces no había notado, pero que debían de estar, puesto que ahora las echaba de menos, aquel lugar ya no parecía nada, había perdido toda su belleza, precisamente como una mujer si se le quitan los cabellos. Y, no sé por qué, al verlo tan depauperado, se me encogió el corazón, y casi me pareció que aquel paraje se asemejaba un poco a nuestras vidas de entonces, a su vez reducidas a la desnudez y sin ilusiones, en aquella guerra que nunca se acababa.
En fin, echamos por la carretera general y, al poco rato, tuvimos el primer encuentro de la jornada. Un hombre llevaba por la brida dos caballos, morcillos y bien nutridos, muy hermosos en verdad. Eran dos caballos alemanes, pero el hombre lucía un uniforme que nunca vi antes y, tan pronto estuvimos a su altura en la carretera, primero nos miró, luego nos saludó y, total, que como llevábamos el mismo camino entabló conversación en su italiano chapurreado, y así anduvimos y hablamos juntos durante un buen trecho. Era un joven de unos veinticinco años, guapo como pocos he visto en mi vida. Alto, ancho de espaldas, de talle fino como una mujer, elegante, con sus piernas largas y las botas de caña de cuero marrón. Era rubio como el oro, tenía los ojos de un color entre verde y azul, almendrados, extraños y como soñadores, la nariz recta, grande y delgada, la boca encarnada y bien dibujada y, cuando sonreía, mostraba unos dientes muy bonitos, blancos y regulares, que daba gusto verlos. Nos dijo que no era alemán, sino ruso, de una región bastante lejana; dijo el nombre, pero no lo recuerdo. Dijo tranquilamente que había traicionado a los rusos por los alemanes porque no congeniaba con los rusos, a pesar de que tampoco le gustasen en absoluto los alemanes. Dijo que él, junto con otros rusos que también habían hecho traición, estaba al servicio de los alemanes y dijo, además, que ahora ya estaba seguro de que los alemanes tenían perdida la guerra porque habían indignado al mundo con sus crueldades y todo el mundo se había puesto en contra de ellos. Los alemanes, concluyó, en cuestión de meses perderían totalmente la guerra y, entonces, todo habría terminado para él; luego, hizo un ademán que me dejó helada, llevándose la mano al cuello como para decir que los rusos se lo cortarían. Hablaba con calma, como si su destino ya le fuese indiferente, y hasta se sonreía, no sólo con la boca, sino también con aquellos ojos extraños, cerúleos, que parecían dos trocitos de mar allí donde es más hondo. Se comprendía que odiaba a los alemanes y odiaba a los rusos y hasta se odiaba a sí mismo y no le importaba nada morir. Caminaba tranquilamente, llevando de la brida a los dos caballos; y, por la carretera desierta, en la campiña gris y helada, sólo iba él con sus dos caballos, y parecía increíble que aquel hombre tan guapo estuviese, como quien dice, condenado ya y debiese morir pronto, quizás antes de finalizar el año. En la bifurcación donde nos separamos, dijo todavía, acariciando la crin a uno de sus caballos:
—Estos dos caballos son todo lo que me queda en la vida y ni siquiera son míos.
Luego, se fue, en dirección de la ciudad. Le miramos un momento mientras se alejaba. Y no pude menos que pensar que también aquello era una consecuencia de la guerra; de no haber habido la guerra, aquel joven tan guapo se hubiese quedado en su país, donde quizá se habría casado y trabajaría hecho un hombre, como tantos. La guerra le había hecho abandonar su país, traicionarlo, ahora le matarían y él ya estaba resignado a morir y ésta, entre tantas cosas terribles, quizá fuera la peor, por ser la menos natural y la menos comprensible.
Nosotros echamos por la izquierda, por un camino vecinal que llevaba a los naranjales. Esperábamos trocar los huevos con el pan de los tanquistas alemanes que acampaban en tiendas en la linde de los naranjales, como la otra vez. Pero no encontramos a nadie, los tanquistas se habían marchado y sólo se veía el suelo pisoteado y sin hierba allí donde habían plantado sus tiendas, y algunos árboles deshojados y con ramas quebradas: nada más. Entonces, dije que, por si acaso, valía la pena seguir por aquel camino, quizá los tanquistas u otro grupo de alemanes acampaban un poco más lejos. Anduvimos otro cuarto de hora más, siempre en silencio y, por fin, al cabo de casi un kilómetro, encontramos a una chica rubia que iba sola, no como quien se dirige a un lugar preciso, sino como quien pasea sin rumbo. Caminaba despacio, contemplando los campos grises y devastados con un extraño interés y, sin dejar de mirar, de vez en cuando, daba un mordisco a un pedazo de pan.
Fui a su encuentro y le pregunté:
—Oye, ¿sabes si hay alemanes arriba de este camino?
Al oír mi pregunta se detuvo de golpe y me miró. Llevaba un pañuelo a la cabeza y era en verdad una guapa muchacha, sana y robusta, de cara ancha y un poco mofletuda y ojos grandes, castaños. Dijo en seguida, atropelladamente:
—Alemanes… Claro que los hay… Vaya si hay alemanes.
—Pero ¿dónde están? —le pregunté.
Ella me miraba, ahora parecía asustada y, de repente, sin responderme, hizo ademán de marcharse. Entonces, la agarré de un brazo y, repetí la pregunta; y ella, en voz baja, dijo:
—Si te lo digo, ¿luego no irás a contar dónde tengo las provisiones?
Me quedé boquiabierta ante aquellas palabras, porque estaban a tono de las circunstancias y, al mismo tiempo, eran absurdas. Dije:
—¿Qué dices? ¿Qué tienen que ver las provisiones?
Ella, meneando la cabeza, contestó:
—Vienen y quitan… Son alemanes, ya se sabe… Pero ¿sabes lo que les dije la última vez que vinieron? No tengo nada, les dije, no tengo harina, no tengo habichuelas, no tengo manteca, no tengo nada…, tan sólo tengo leche para mi niño… Si la queréis, tomadla…, aquí está.
Y, mirándome fijamente con sus ojos desencajados, empezó a desabrocharse el corpiño. Me quedé atónita y Michele y Rosetta, también. Ella nos miraba, moviendo los labios como si hablase consigo misma y, mientras tanto, se desabrochó el corpiño hasta la cintura; después, con una mano, con los dedos separados, como hacen precisamente las madres cuando dan el pecho al bebé, se sacó una teta.
—No tengo más que esto…, tomadlo —repetía, entretanto, en voz baja, en su desvarío.
Logró sacar del corpiño la teta entera, que era hermosa y redonda e inflada, con esa transparencia de la piel y esa blancura clara que suelen indicar que la mujer es madre y amamanta. Pero, después de haberla sacado, he aquí que, de improviso, se fue canturreando, como distraída, con el corpiño desabrochado y una teta fuera y la otra dentro. Me impresionó verla marcharse así, mordisqueando su cacho de pan, con aquella teta expuesta al sol invernal, única cosa viva y blanca y luminosa y cálida que había en aquella jornada sin color, desnuda y fría.
—Pero si está loca —dije, por fin, a Rosetta.
Michele lo confirmó, secamente:
—Claro.
Y reanudamos el camino en silencio.
Pero como no se veían alemanes en ninguna parte, Michele propuso ir a casa de ciertos conocidos suyos que suponía estaban refugiados en una barraca, entre los naranjales. Dijo que era buena gente y, cuando menos, podrían sugerirnos dónde encontrar alemanes que nos cambiasen los huevos por pan. Por lo cual, al poco rato, dejamos el camino vecinal y nos adentramos por un sendero entre los huertos. Michele nos dijo que todos aquellos naranjos pertenecían a la persona a cuya casa nos dirigíamos, un abogado soltero, que vivía con su anciana madre. Caminamos quizá diez minutos y, por fin, desembocamos en una pequeña explanada, frente a una mísera casucha, de paredes de ladrillo y el techo de chapa ondulada. La barraca tenía dos ventanas y una puerta. Michele se acercó a una de las ventanas, miró y llamó dos veces. Aguardamos un rato y, por fin, la puerta se abrió despacio y como de mala gana y el abogado apareció en el umbral. Era un hombre de unos cuarenta años, corpulento, calvo, de frente pálida y brillante como el marfil, rodeada de una mata de pelo negro y enmarañado, ojos acuosos y un poco saltones, nariz ganchuda, boca fofa y plegada sobre el mengraso. Llevaba un gabán de ésos que se usan por la noche, de paño azul con solapa de terciopelo negro, pero debajo de aquel abrigo tan elegante asomaban unos pantalones raídos y botas de soldado de cuero, claveteadas.
Vernos, lo noté seguidamente, le sentó mal; pero se rehízo en seguida y abrazó a Michele con una cordialidad incluso excesiva.
—Michelino…, hola, hola… ¿Qué aires te traen por acá?
Michele nos presentó y él nos saludó, distante, como embarazado y casi fríamente. Mientras tanto, sin embargo, seguíamos en el umbral y él no nos invitaba a entrar. Entonces, Michele dijo:
—Pasábamos por aquí y, hemos pensado en hacerle una visita.
El abogado respondió, como sobresaltándose:
—Muy bien… Precisamente nos disponíamos a sentarnos a la mesa… Pasad, comeréis con nosotros. —Dudó y, luego añadió—: Michele te lo advierto…, pues conozco tus sentimientos que, por lo demás, también son los míos…: he invitado al teniente alemán que manda la batería antiaérea de aquí al lado. Tenía que hacerlo… Ay, desgraciadamente, en estos tiempos.
Así, disculpándose y suspirando, nos hizo pasar a la barraca. Había una mesa redonda que estaba servida junto a la ventana y era lo único limpio y en orden del aposento; todo lo demás no eran sino baratijas, montones de trapos, pilas de libros, maletas y cajas hacinadas. A la mesa estaba sentada ya la madre del abogado, una señora anciana, bajita, vestida de negro, de cara arrugada y tímida como de mona asustada, y el teniente nazi, un tipo rubio, flaco, embutido como una hoja de papel en el ceñido uniforme, con las largas piernas enfundadas en pantalones de montar y botas altas, que él estiraba sin recato a uno y otro lado bajo la mesa. Parecía un perro y tenía cara de perro: todo nariz, de ojos casi amarillos, muy juntos, sin pestañas ni cejas, con la expresión pronta y hostil, de boca grande y echada hacia atrás. Cortés y cumplido, se puso en pie y nos saludó dando un taconazo, pero no estrechó la mano a nadie y volvió a sentarse de golpe, como diciendo: «no lo hago por vosotros, sino porque soy una persona educada». El abogado, mientras tanto nos explicaba que el teniente pertenecía a las baterías antiaéreas, cosa que ya sabíamos; y que aquella comida era una comida de buena vecindad.
—Y esperemos —concluyó diciendo el abogado— que la guerra termine pronto y el teniente pueda invitarnos en su casa en Alemania.
El teniente no decía nada, ni siquiera sonrió; pensé que no sabía nuestra lengua y que no había comprendido. Pero luego, de repente, dijo en buen italiano: «Gracias, no tomo aperitivos», a la madre que, con voz quejumbrosa, le ofrecía un vermut. Entonces comprendí, no sé por qué, que él no sonreía porque, sus motivos tendría, estaba de punta con el abogado. Después, Michele habló de nuestro encuentro con la loca; y el abogado dijo con indiferencia:
—Ah, sí, Lena. Siempre ha estado loca. El año pasado, en aquel barullo de tropas que iban y venían, algún soldado la sorprendió mientras se paseaba, como solía hacer, sola por el campo y la dejó preñada.
—¿Y dónde está el hijo, ahora?
—Lo tiene la familia y lo crían con todo cuidado. Pero ella, la pobre loca, tiene la manía de que quieren quitárselo porque no tiene leche para darle de mamar. Lo curioso, en cambio, es que le amamanta regularmente, es decir, a horas fijas, su madre se lo pone en sus brazos y ella hace lo que su madre le dice que haga. Pero no por ello se le va la manía de que no consigue alimentarlo.
El abogado hablaba de la pobre Lena como de una cosa cualquiera. Y, en cambio, yo había sacado de ella una impresión profunda que jamás se borrará de mi memoria. Como si aquel pecho desnudo que ofrecía a quienquiera que fuese en la carretera general, hubiese sido el indicio más claro de las condiciones en que nos hallábamos los italianos aquel invierno de 1944: carentes de todo, como los animales, que sólo tienen la leche que dan a sus crías.
Mientras tanto, la madre del abogado, atemorizada, temblorosa, desconfiada, iba y venía de la cocina llevando los platos con ambas manos, como si se tratase del santo Sacramento. Puso en la mesa lonjas de salchichón y de jamón, pan de munición alemán, precisamente del que andábamos buscando y, luego, una verdadera sopa de fideos y, por último, un gran pollo asado guarnecido de encurtidos. Puso también en la mesa una botella de vino tinto, de buena calidad. Se veía que el abogado y su madre habían hecho un esfuerzo por aquel mozalbete alemán a quien, ahora, con su batería, tenían de vecino y les convenía que estuviese contento. Pero el teniente tenía mal carácter de veras porque, lo primero que hizo fue señalar el pan de munición y preguntar:
—¿Puedo preguntarle, señor abogado, cómo se las ha arreglado para hacerse con ese pan?
El abogado, que estaba sentado muy abrigado como si hubiese tenido fiebre, respondió con voz vacilante y jocosa:
—Pues, un regalo, un soldado nos lo regaló a nosotros y nosotros le hicimos un regalo a él…, ya se sabe, en tiempo de guerra…
—Un trueque —dijo el otro, implacable—: Está prohibido… ¿Quién era ese soldado?
—Vaya, vaya, teniente, se mienta el pecado, pero no al pecador… Pruebe ese jamón, que no es alemán, sino de aquí.
El teniente no dijo nada y se puso a comer el jamón.
Después del abogado, el teniente, de repente, fijó su atención, en Michele. Le preguntó, así a quemarropa, qué profesión ejercía; y Michele le respondió sin vacilar que era profesor y daba lecciones.
—¿Lecciones de qué?
—De Literatura italiana.
El teniente, con asombro del abogado, dijo entonces, tranquilamente:
—Conozco vuestra literatura. Hasta he traducido al alemán una novela italiana.
—¿Cuál?
El teniente dijo el nombre del autor y el título, pero ahora no recuerdo ni uno ni otro; y pude ver que Michele, quien hasta entonces no había mostrado ningún interés por el teniente, ahora parecía lleno de curiosidad; y que el abogado, al ver que el teniente hablaba a Michele casi con una especie de consideración, como de tú a tu, cambiaba también de actitud: parecía contento de tener a Michele en la mesa, y hasta llegó a decir al teniente: «Ah, nuestro Festa es un literato…, un literato de valía», dándole una palmada en el hombro. Pero el teniente parecía tener el puntillo de no ocuparse del abogado, quien, sin embargo, era el anfitrión y le había invitado precisamente él. Y, vuelto hacia Michele prosiguió diciendo:
—He vivido dos años en Roma y he estudiado vuestra lengua… Personalmente me ocupo de Filosofía.
El abogado trató de meter baza diciendo, jocosamente:
—Entonces, comprenderá usted por qué los italianos nos tomamos todo lo que nos ha pasado en estos últimos tiempos con filosofía…, je, je, precisamente, con filosofía…
Pero, una vez más el teniente ni siquiera le miró. Ahora, hablaba largo y tendido con Michele, mencionando gran cantidad de nombres de escritores y de títulos de libros; se veía que conocía bien la literatura y me di cuenta de que Michele, casi a pesar suyo y como con avaricia, poco a poco cedía a un sentimiento, si no propiamente de estima, por lo menos de curiosidad. Siguieron así durante un rato y, luego, no sé cómo, se vino a hablar de la guerra y lo que puede ser la guerra para un escritor o un filósofo; y el teniente, tras haber observado que era una experiencia importante, incluso necesaria, se mostró como era en realidad al decir esta frase:
—Pero la sensación más nueva y hasta más estética —repito esta palabra: «estética», aunque de momento no la comprendí, porque toda la frase se me quedó grabada en la memoria como a fuego—, la experimenté durante la campaña de los Balcanes, y, ¿sabe usted, profesor, de qué modo? Limpiando una caverna llena de soldados enemigos con el lanzallamas.
Tan pronto hubo proferido aquella frase, los cuatro, Rosetta, yo, el abogado y su madre nos quedamos de piedra. Después, he pensado que quizá se trataba de una jactancia y he esperado que nunca lo hubiese hecho y no fuese verdad: había tomado algunos vasos de vino, tenía el rostro congestionado y los ojos un poco brillantes; pero, de momento, me dio un vuelco el corazón y me quedé helada. Miré a los demás. Rosetta tenía la mirada baja; la madre del abogado, nerviosa, alisaba con manos temblorosas un pliegue del mantel; el abogado había hecho como las tortugas, tenía la cabeza metida en el gabán. Tan sólo Michele miraba al teniente con los ojos muy abiertos; luego, dijo:
—Interesante, ni qué decir tiene, interesante… Y aun más nueva y estética debe ser, supongo la sensación del aviador que arroja sus bombas sobre una población y, después que ha pasado, donde antes había casas, no queda más que un montón de escombros.
El teniente, sin embargo, no era tan tonto como para no darse cuenta de que la frase de Michele era irónica.
Dijo, al cabo de un momento:
—La guerra es una experiencia insustituible, sin la cual un hombre no puede decir que es un hombre… Y, a propósito, señor profesor, ¿por qué está usted aquí y no en el frente?
Michele preguntó de rebote, con sencillez:
—¿Qué frente?
Y aunque parezca extraño, esta vez el teniente no dijo nada, se limitó a mirarle malamente y, luego, volvió a su plato.
Pero no estaba contento, se veía a la legua que se daba cuenta de que tenía a su alrededor personas, si no propiamente hostiles, por lo menos no amigas. Por lo que, de repente, dejó en paz a Michele, quien quizá no le parecía suficientemente asustado, y atacó de nuevo al abogado.
—Mi querido señor abogado —dijo de sopetón, indicando la mesa—, usted nada en la abundancia, mientras que, por lo general, todo el mundo aquí, en los alrededores, se muere de hambre… ¿Cómo ha podido usted procurarse tanta comida?
El abogado y su madre cruzaron una ojeada significativa, despavorida y recelosa la de la madre, tranquilizadora la del abogado, y, luego, éste dijo:
—Le aseguro que los demás días no comemos, en verdad, así… Lo hemos hecho en honor a usted.
El teniente calló un momento y, luego, preguntó:
—Usted tiene propiedades en este valle, ¿no es verdad?
—Sí, en cierto modo, sí.
—¿En cierto modo? Me dicen que usted posee la mitad del valle.
—Oh, no, mi querido teniente, quien se lo ha dicho debe de ser un embustero o un envidioso o ambas cosas… Poseo algunos huertos… Nosotros llamamos huertos a esos bosques de naranjos.
—Me dicen que esos llamados huertos rinden muchísimo…, que usted es un hombre rico.
—Bueno, lo que se dice rico, no… Vivo de lo mío.
—¿Y sabe de qué viven sus labriegos, aquí en torno?
El abogado, que ya comprendía el giro que había tomado la conversación, contestó con dignidad:
—Viven bien… Aquí, en este valle, son de los que mejor viven.
El teniente, que en aquel momento se estaba cortando un trozo de pollo, dijo sin sonreír, apuntando el cuchillo en dirección del abogado:
—Si ésos viven bien, podemos figurarnos cómo viven los que viven mal. He visto cómo viven sus campesinos. Viven como animales, en casas que parecen cuadras, comiendo como los animales y vistiendo andrajos. Ningún campesino, en Alemania, vive así. Nosotros, en Alemania, nos avergonzaríamos de hacer vivir a nuestros labradores de ese modo.
El abogado, un poco por hacer caso a su madre, quien le asaeteaba con miradas suplicantes como diciéndole: «No le des cuerda, cállate», se encogió de hombros y no dijo nada. El teniente, sin embargo, porfió:
—¿Qué dice, mi querido abogado, de todo eso, qué puede contestarme?
El abogado, esta vez, dijo:
—Son ellos quienes quieren vivir así, se lo aseguro, teniente… Usted no les conoce.
Pero el teniente insistió, duro:
—No, sois vosotros, los propietarios, quienes queréis que los labradores vivan así. Todo depende de esto —y se tocó la cabeza—: del cerebro. Vosotros sois el cerebro de Italia y es culpa vuestra que los labriegos vivan como animales.
El abogado, ahora, parecía en verdad espantado y comía haciendo visibles esfuerzos, tragando con dificultad, haciendo un movimiento de garganta a cada bocado, como las gallinas cuando engullen apresuradamente. Su madre tenía una expresión de turbación total y vi que, a hurtadillas, juntaba las manos bajo el mantel: rezaba, se encomendaba a Dios.
El teniente prosiguió, diciendo:
—Yo, antes, sólo conocía algunas ciudades de Italia, las más bellas, y de esas ciudades sólo conocía los monumentos. Pero ahora, gracias a la guerra, he conocido más a fondo vuestro país, lo he recorrido todo, de cabo a rabo. ¿Y sabe usted, mi distinguido abogado, lo que le digo? Que tienen ustedes diferencias de clase francamente escandalosas.
El abogado se quedó callado; pero hizo un ademán con los hombros como diciendo: «¿Y qué puedo hacerle yo?». El teniente captó el significado de este ademán y arremetió:
—No, estimado señor, eso le atañe a usted como a todos los otros que son como usted, abogados, ingenieros, médicos, profesores, intelectuales. Nosotros, los alemanes, por ejemplo, nos hemos quedado indignados por las enormes diferencias que hay entre los oficiales y los soldados italianos: los oficiales van cubiertos de galones, visten tejidos especiales, comen alimentos especiales, tienen en todo y por todo un trato especial, privilegiado. Los soldados visten harapos, comen como los animales, son tratados como animales. ¿Qué puede decir, mi querido señor abogado, sobre todo esto?
El abogado, esta vez, habló:
—He de decir que quizá sea verdad. Y que soy el primero en deplorarlo. Pero ¿qué puedo hacer yo solo para remediarlo?
—No, querido señor, usted no debe decir eso. La cosa le atañe directamente y si usted y todos aquéllos que son como usted quisiesen de verdad que esta situación cambiara, cambiaría. ¿Sabe usted por qué Italia ha perdido la guerra y ahora nosotros los alemanes debemos desperdiciar valiosos soldados en el frente italiano? Precisamente por esa diferencia entre soldados y oficiales, entre el pueblo y vosotros, señores de la clase dirigente. Los soldados italianos no luchan porque piensan que esta guerra es vuestra guerra, no la de ellos. Y os demuestran su hostilidad precisamente no luchando. ¿Qué tiene que decir, ilustre abogado, sobre todo eso?
El abogado, quizá porque estaba de veras irritado, esta vez logró superar el miedo y dijo:
—Es verdad, esta guerra el pueblo no la ha querido. Pero yo tampoco. Esta guerra nos ha sido impuesta por el Gobierno fascista. Y el Gobierno fascista no es mi Gobierno, de esto puede usted estar seguro.
Pero el otro, levantando un poco la voz, dijo:
—No, querido señor, eso es demasiado cómodo. Ese Gobierno es su Gobierno.
—¿Mi Gobierno? Usted está de broma, mi teniente.
La madre, entonces, intervino diciendo:
—Francesco, por favor…, por el amor de Dios.
El teniente insistió:
—Sí, su Gobierno, ¿quiere usted la prueba de ello?
—Pero ¿qué prueba?
—Yo sé todo de usted, querido señor, sé por ejemplo que usted es un antifascista, un liberal. Pero usted, en este valle, no se entiende con los campesinos o los obreros, usted se entiende con el secretario del fascio… Bueno, ¿qué me dice de eso?
El abogado volvió a encogerse de hombros:
—Aparte de que no soy antifascista ni liberal, no me ocupo de política, sino de mis asuntos… Además, qué tiene eso que ver. Yo fui a la escuela con el secretario del fascio, incluso somos un poco parientes, por mor de mi hermana, que está casada con un primo suyo… Vosotros los alemanes ciertas cosas no podéis comprenderlas… No conocéis suficientemente bien Italia.
—No, querido señor, éste es una prueba fehaciente… Vosotros, fascistas y antifascistas, estáis ligados unos a otros porque todos pertenecéis a la misma clase…, y ese Gobierno es el Gobierno de todos vosotros, fascistas y antifascistas, porque es el Gobierno de vuestra clase… Ah, querido señor, los hechos hablan y el resto son habladurías.
El sudor, ahora, bañaba la frente del abogado, aunque en la barraca hiciese frío; su madre, no sabiendo ya qué hacer, se levantó, trastornada, y dijo con voz trémula: «Voy a hacer un buen café», y desapareció en la cocina. El teniente, mientras tanto, decía:
—Yo no soy como la mayor parte de mis compatriotas, que son tan estúpidos como vosotros los italianos… Ellos quieren a Italia porque tiene muchos bellos monumentos y porque los paisajes de Italia son los más bellos del mundo… O bien encuentran a un italiano que habla alemán y se conmueven oyendo hablar su lengua… O bien, asimismo, se les ofrece un buen yantar, como me ha ofrecido usted hoy a mí, y se hacen amigos con la botella. Yo no soy como esos alemanes estúpidos e ingenuos. Yo veo las cosas como son y se las digo en la cara, querido señor.
Entonces, no sé por qué, quizá porque aquel pobre abogado me daba compasión, dije de repente, casi sin reflexionar:
—¿Sabe usted por qué el abogado le ha ofrecido esta comida?
—¿Por qué?
—Porque vosotros los alemanes dais miedo a todo el mundo y todo el mundo tiene miedo de vosotros y, entonces, él ha buscado la manera de aplacarle a usted como se hace precisamente con una fiera, dándole de comer algo bueno.
Aunque parezca extraño, él puso una cara, tan sólo un instante, casi triste y amargada: a nadie, ni siquiera a un alemán, le gusta que le digan que da miedo y que la gente es amable con él sólo porque tiene miedo.
El abogado, aterrorizado, trató de remediar la situación, interviniendo:
—Teniente, no haga caso a esa mujer… Es una persona sencilla, ciertas cosas no las comprende.
Pero el teniente le hizo signo de que se callase y preguntó:
—¿Y por qué damos miedo los alemanes? ¿No somos hombres como todos los demás?
Yo, arrebatada ya, estuve a punto de contestarle: «No, un hombre que es hombre, o sea, un cristiano, no se divierte limpiando, como ha dicho usted hace poco una caverna llena de soldados vivos con el lanzallamas»; pero, afortunadamente, pues no sé lo que podía haber pasado después, no me dio tiempo, porque, de repente, del valle se elevó un estruendo de disparos esparcidos y secos, como de defensa antiaérea, que alternaban, empero, con los estallidos más broncos de las bombas que caían. Al mismo tiempo, el aire se llenaba de un zumbido lejano que cada vez se acercaba más y era más perceptible. El teniente se puso en seguida en pie de un salto, exclamando: «La aviación…, he de ir a mi batería», y derribando sillas y todo lo que encontraba a su paso, salió corriendo. El primero que se recobró tras la marcha del teniente fue el abogado:
—De prisa, de prisa, venid… Vamos al refugio.
Se levantó y nos precedió fuera de la barraca, en la explanada. Allí, en un ángulo, había como una abertura a flor de tierra, protegida por un castellete de vigas y de sacos de arena. El abogado se dirigió directamente a aquella abertura y empezó a bajar por una escala de madera, repitiendo:
—De prisa, dentro de un momento estarán sobre nosotros.
Se oía, en efecto, el zumbido aquél, que pese a los disparos de la defensa antiaérea, se hacía francamente obsesionante, como si viniese de detrás de los árboles que rodeaban la explanada. Luego, todo se apagó y nos encontramos a oscuras, en un tabuco subterráneo que parecía excavado debajo mismo de la explanada.
—Esto, naturalmente, no bastaría contra una bomba —dijo el abogado—, pero al menos vale para las balas de las ametralladoras… Encima de nosotros hay un metro de tierra y los sacos de arena.
Total, que estuvimos allí no sé cuánto tiempo, de pie, sin decir ni pío; sin embargo, de vez en cuando, se oía, atenuado, algún estallido de la batería antiaérea y nada más. Al final, el abogado entreabrió la puertecita, comprobó que ya todo estaba callado y, entonces, salimos. El abogado nos indicó algunos de los sacos de arena, desgarrados y horadados, y hasta recogió un proyectil de cobre, tan largo como un dedo, diciendo:
—Si esto nos alcanzara, nos mataba, seguro. —Luego, alzando los ojos al cielo, añadió—: Benditos aviones, así vinieseis a menudo. Esperemos que nos hayan librado de ese teniente que es propiamente una bestia feroz.
Su madre le reprendió, diciendo:
—No digas eso, Francesco. También es un cristiano. No se debe desear la muerte de nadie.
—¿Un cristiano, ése? Maldito sea él, maldita su batería y maldito el día en que vino aquí. Cuando se vaya, quiero dar una comida mil veces mejor que la de hoy. Queda entendido, estáis invitados todos.
Total, que no hacía más que maldecir al teniente alemán, y lo hacía con auténtico odio. Por fin, entramos en la barraca y tomamos el café; luego, la madre del abogado se quedó con los huevos y nos dio a cambio un poco de harina y unas pocas habichuelas. Después, nos despedimos de ellos y nos fuimos.
Era tarde ya, habíamos trocado los huevos y yo tenía prisa por volver a Sant’Eufemia. En el valle no habíamos tenido más que malos encuentros: primero, el ruso con sus caballos; luego, la pobre loca; después, aquel teniente alemán. Michele, mientras subíamos, dijo:
—Mientras él hablaba, sobre todo me daba rabia una cosa.
—¿Qué cosa?
—Que él tenía razón a pesar de ser nazi.
—¿Y por qué? Hasta los nazis pueden tener razón, alguna vez —dije yo.
Y él, con la cabeza gacha, afirmó:
—Nunca.
Yo hubiese querido preguntarle cómo se explicaba que aquel nazi tan feroz, que encontraba un gusto particular abrasando a la gente con el lanzallamas, al propio tiempo, sin embargo, se diese cuenta de la injusticia que había en Italia. Michele siempre nos había dicho que quienes sentían las injusticias eran las personas honestas, los mejores de todos, los únicos que él no despreciaba. Y ahora, hete aquí que aquel teniente, que por añadidura era también filósofo, sentía la injusticia y, al propio tiempo, sin embargo, encontraba satisfacción en matar a la gente. ¿Cómo podía ser eso? Entonces, no era verdad que la justicia fuese una cosa tan buena. Pero no tuve valor para comunicarle mis reflexiones, en parte, quizá, porque le veía desalentado y triste. Así, pues, remontamos el valle y llegamos a Sant’Eufemia cuando ya hacía rato que era de noche.