Capítulo 7
Unos de aquellos días de enero, mientras la tramontana seguía soplando en un cielo transparente y luminoso que parecía de cristal, he aquí que, al despertar, Rosetta y yo oímos como un ruido lejano y regular en lo alto del cielo, por la parte de la marina. Era un primer retumbo, sordo, como si el cielo hubiese recibido un puñetazo y, luego, un segundo retumbo poco después, más fuerte y más nítido, que parecía el eco del primero. Un paf, paf, paf, que se sucedía, sin parar y aquel sonido sombrío y amenazador hacía parecer, por contraste, más bello el día, más claro el sol y más azul el cielo. Pasaron dos días sin que aquel ruido cesase ni de noche ni de día; después, una mañana, llegó del monte un pastorcillo trayendo un folleto que había encontrado en un matorral. El folleto era un periodiquillo impreso por los ingleses, pero en lengua alemana para los alemanes; y como allí Michele era el único que sabía un poco de alemán, se lo llevaron; él, después de leerlo, nos explicó que los ingleses habían efectuado un gran desembarco por la parte de Anzio, cerca de Roma, y que, ahora, se estaba librando una gran batalla, con buques de guerra, carros armados e infantería, que los ingleses avanzaban hacia Roma y que, al parecer, estaban ya por la parte de Valletri. A esta noticia todos los refugiados se arrojaron unos en brazos de otros, felicitándose y besándose de alegría. Aquella noche, nadie se acostó temprano, como solía ocurrir, sino que todos fueron de una casita a otra, de una cabaña a otra, comentando el desembarco y congratulándose de que se hubiera efectuado.
En cambio, los días sucesivos no trajeron ninguna novedad. Aquel ruido sordo del cañón, cierto es, siguió tras el horizonte por la parte de Terracina; pero los alemanes, como supimos en seguida, no se marchaban. Y después, al cabo de unos días, llegaron las primeras noticias precisas; los ingleses, en efecto, habían desembarcado, pero los alemanes, rápidamente mandaron no sé cuantas divisiones de soldados a detenerlos y, tras muchos combates, lo habían conseguido. Ahora, los ingleses estaban atrincherados en la playa, en un espacio harto reducido; y los alemanes disparaban sobre aquel espacio, con muchos cañones, como en un tiro al blanco, de modo que, en suma, pronto acabarían por obligar a los ingleses a embarcarse de nuevo en sus buques, que estaban allí, frente a la playa, preparados para recogerles en el caso de que el desembarco fracasase. Después de estas noticias, por Sant’Eufemia no se veía Más que caras largas y los refugiados repetían que los ingleses no sabían hacer la guerra en tierra porque eran marineros, que los alemanes, en cambio, la guerra en tierra la llevaban en la sangre y que los ingleses no se saldrían con la suya, que los alemanes, con toda seguridad, ganarían la guerra. Michele no hablaba en absoluto con los refugiados porque, como nos dijo, no quería hacerse mala sangre. Pero a nosotros nos aseguraba que era absolutamente imposible que los alemanes ganasen; y cuando un día le pregunté por qué pensaba así, respondió, sencillamente:
—Los alemanes estaban ya vencidos desde antes de empezar.
Quiero referir aquí una anécdota para demostrar lo faltos de noticias que estábamos allí y cómo aquellos campesinos, analfabetos casi todos, deformaban además las pocas noticias que les llegaban. Dado que no se conseguía saber nada concreto sobre el desembarco de Anzio, Filippo y otro refugiado, comerciante como él, decidieron pagar a Paride a fin de que fuese, a través de las montañas, por los caminos de herradura, a un pueblo bastante alejado de la Ciociaria donde sabían que el médico tenía radio. Cierto que Paride era analfabeto y no sabía leer ni escribir, pero tenía oídos y podía escuchar la radio como cada cual y hasta hacérsela explicar por el médico. Además, le dieron un poco de dinero con objeto de que, durante el trayecto, si podía, hiciese acopio de víveres, harina, habichuelas, embutidos, en suma, todo lo que pudiese encontrar. Paride ensilló el borrico y salió una mañana al alba.
Paride estuvo ausente tres días y regresó una tarde, casi de anochecida. En seguida, tan pronto le vieron aparecer monte arriba tirando al burro del ronzal, todos los refugiados corrieron a su encuentro, y primero que nadie Filippo y su amigo comerciante, quienes le habían pagado para que escuchase la radio. Paride, en cuanto llegó a la macera, dijo que no había encontrado casi nada de comida, en todas partes había carestía y hambre como en Sant’Eufemia, y hasta peor. Luego, se encaminó hacia su cabaña seguido por un cortejo de gente. En la cabaña se sentó sobre un banco y en torno suyo se sentó su familia. Michele, Filippo y otros más, y muchos hasta se quedaron fuera de la cabaña porque no había sitio, pero querían escuchar también lo que Paride había oído en la radio.
Paride dijo que había oído la radio, pero que la radio no decía mucho sobre el desembarco, sólo decía que ingleses y alemanes seguían en sus posiciones y no se movían. Pero había hablado con el médico y con muchos otros que habían oído la radio otros días, y así se enteró de por qué había fracasado el desembarco. Filippo le preguntó entonces por qué fracasó el desembarco; y Paride respondió con sencillez que había sido por culpa de una mujer. Todos nos quedamos boquiabiertos ante aquella noticia; Paride continuó diciendo que el almirante que mandaba el desembarco era un americano, el cual, sin embargo, en realidad era alemán y nadie lo sabía. Aquel almirante tenía una hija guapa como el sol que estaba prometida con el hijo del general que mandaba todas las tropas americanas en Europa. Pero el hijo, que era un villano, cometió la afrenta de romper el noviazgo, devolver los regalos y el anillo y de casarse con otra. Entonces, el almirante padre de la novia, que era alemán, quiso vengarse e informó secretamente a los alemanes del desembarco, de modo que cuando los ingleses se presentaron ante Anzio, habían encontrado a los alemanes esperándoles con sus cañones emplazados. Ahora, empero, la cosa había sido descubierta, se habían cerciorado de que el almirante era un alemán auténtico que se hacía pasar por americano y estaba detenido, pronto le procesarían y con toda seguridad, sería fusilado. Las noticias de Paride dividieron a los oyentes. Algunos, los más ignorantes y más simples, repetían, meneando la cabeza:
—Ya se sabe, en el fondo siempre hay alguna mujer… si rascas un poco, siempre encuentras las faldas.
Pero muchos protestaron diciendo que era imposible que la radio hubiese contado tamañas paparruchas. En cuanto a Michele, se limitó a preguntar a Paride:
—¿Estás seguro de que esas noticias las dio la radio?
Paride confirmó que el médico y otras personas más le habían asegurado que aquellas noticias habían sido transmitidas por la Voz de Londres. Y Michele preguntó:
—Vamos a ver, ¿por casualidad no las habrás oído de algún cantor callejero en la plaza del pueblo?
—Pero ¿qué cantor?
—Es un decir. Total, una nueva versión del suceso de Gano di Maganza. Muy interesante, ni que decir tiene.
Paride, que no captaba la ironía, repitió que todas eran noticias garantizadas por la radio; pero yo, poco después, pregunté a Michele quién era aquel Gano di Maganza y él me explicó que había sido un general del pasado, muchos siglos atrás, que había traicionado a su emperador en una batalla contra los turcos. Entonces, dije:
—Bueno, lo ves, son cosas que pueden ocurrir… No digo que Paride tenga razón, pero, en fin, no es del todo imposible.
Se echó a reír y dijo:
—Ojalá que las cosas anduviesen todavía hoy de ese modo.
Total, que no restaba sino esperar, en vista de que el desembarco, por un motivo u otro, había fallado. Pero, como dice el proverbio, quien espera desespera y nosotras, allá en Sant’Eufemia, durante todo el mes de enero y luego también el de febrero, no hicimos sino desesperarnos un poco más cada día. Las jornadas, además, eran monótonas porque ya todo se repetía y cada día ocurrían las mismas cosas que habían ocurrido durante los últimos meses. Cada día había que levantarse, partir leña, encender la lumbre en la cabaña, hacer la comida y comer y, luego, vagar por las macere para matar el tiempo hasta la hora de la cena. Cada día, además, venían los aviones a tirar bombas. Cada día se oía desde la mañana hasta la noche y desde la noche hasta la mañana el retumbo regular de aquellos malditos cañones de Anzio que disparaban continuamente y que, por lo visto, nunca daban en el blanco, porque ni ingleses ni alemanes, como sabíamos, se habían movido. Cada día, en suma, era igual al día anterior; pero la esperanza, excitada ya e impaciente, lo hacía más tenso, exasperado, doloroso, aburrido, interminable y extenuante que el anterior. Y aquellas horas que, al principio de nuestra estancia en Sant’Eufemia, habían pasado tan de prisa, ahora no acababan nunca de transcurrir y era en verdad un agotamiento, una desesperación indecibles.
Lo que, sin embargo, contribuía más a hacer exasperante la monotonía era aquel hablar continuo, que todos hacían, de cosas de comer. Se hablaba cada vez más porque cada vez había menos; y en las conversaciones, ahora, ya no se traslucía la nostalgia de quien come mal, sino el miedo de quien come poco. Ahora, ya todos hacían solamente una comida al día y se guardaban muy bien de invitar a los amigos. Como decía Filippo:
—Todos amigos entrañables, pero, en la mesa, con estos tiempos, cada cual por su lado.
Los que lo pasaban menos mal seguían siendo los que tenían dinero, o sea Rosetta y yo, Filippo y otro refugiado que se llamaba Geremia; pero también nosotros, que éramos, como suele decirse, adinerados, presentíamos que pronto el dinero ya no nos serviría de nada. En efecto, los campesinos, que al principio habían tenido tanta avidez de dinero porque, pobrecitos, en tiempo de paz no lo veían nunca, ahora empezaban a saber latín y se daban cuenta de que el dinero valía menos que la mercancía. Decían un poco sombríamente, casi con tono vengativo:
—Ha llegado nuestra hora… Somos los labradores quienes mandamos, porque somos nosotros quienes tienen las provisiones… El dinero no se come, las provisiones, sí.
Pero yo sabía que se jactaban un poco porque tampoco ellos tenían muchas provisiones: eran campesinos pobres de montaña que siempre llegan con dificultad a la nueva cosecha y, cuando están en abril o mayo, también ellos tienen que sacar dinero y comprar un poco de comida para llegar hasta julio.
¿Qué comíamos? Comíamos una vez al día unas pocas habichuelas hervidas con una cucharadita de manteca de cerdo, un poquito de tomate en conserva, un trocito de carne de cabra y algunos higos secos. Por la mañana, como ya he indicado, algarrobas o bien cebollas y una delgada rebanada de pan. Sobre todo, faltaba sal y eso era terrible, porque la comida sin sal no se puede siquiera tragar, pues, apenas entra en la boca dan ganas de vomitarla; de tan sosa y casi dulce parece una cosa muerta y putrefacta. De aceite no había ni una gota siquiera; de manteca, apenas me quedaban dos dedos en el fondo de un tarro. De vez en cuando, había suerte, como una vez que pude comprar dos kilos de patatas. O bien, otra vez, que tuve ocasión de comprar a unos pastores un queso de oveja que pesaba cuatrocientos gramos, duro como la piedra, pero bueno, picante. Pero era cosa de suerte, es decir, casos raros con los que no se podía contar.
El campo, ahora que ya se estaba a primeros de marzo, empezaba a mostrar los signos de la primavera. Una mañana, por ejemplo, al asomarnos a la ventana, vimos entre la niebla, en el declive, el primer temblor de las flores blancas de los almendros: se habían abierto todas aquella noche y parecían temblar de frío, blancas como fantasmas en la niebla gris. A los refugiados aquel florecer nos pareció indicio alegre: venía la primavera, las carreteras se secarían, los ingleses reanudarían el avance. Pero los campesinos meneaban la cabeza: primavera quería decir hambre. Ellos sabían por experiencia que sus provisiones no alcanzarían para empalmar con la nueva cosecha y procuraban escatimarlas hasta donde podían, ingeniándoselas para encontrar algo que comer sin recurrir a ellas. Paride, por ejemplo, colocaba en los matorrales trampas hechas con cañas para cazar petirrojos y alondras: pero eran animales tan pequeños que se necesitaban cuatro para hacer un piscolabis. O bien trataba de atrapar con cepo las zorras de aquellos parajes, pequeñas y rojas como el fuego, que luego despellejaba y, tras haberlas puesto a remojar varios días para ablandarlas, guisaba con un salsa dulce y fuerte, de modo que no se notase el sabor a selva. Pero el recurso mayor era ya la achicoria, que no era la achicoria de Roma, que siempre es la misma planta y no varía nunca, sino cualquier hierba comestible. También yo recurría cada vez más a aquella pretendida achicoria; y, a veces, con Rosetta, pasaba la mañana cogiéndola por las macere. Nos levantábamos temprano y, provistas cada una de un cuchillito y una espuerta, nos íbamos a lo largo de la pendiente, ora más arriba, ora más abajo de las casas, cogiendo hierbas. No se tiene idea de las hierbas comestibles que hay, casi todas, en realidad. Yo las conocía un poco ya por haberlas cogido cuando era niña, pero había olvidado casi del todo los nombres y las especies. Luisa, la mujer de Paride, me acompañó la primera vez para adiestrarme; por lo que, muy pronto, supe tanto como los campesinos y conocía las varias especies de achicoria, una por una, de nombre y de forma. Recuerdo algunas, tan sólo: el crispigno, que en la ciudad se llama berro, de hojas y tallos tiernos y dulces, color verde oscuro; la caccialepre, que se encuentra entre los pedruscos de las macere, de un verde casi azul, con las hojas finas, alargadas y carnosas; la quaiozza, que es una hierba plana con cuatro o cinco hojas aplastadas sobre el suelo, peludas, verdes y amarillas; la achicoria propiamente dicha, de tallos alargados y hojas dentadas y puntiagudas; la rughetta; la mentuccia; la calaminta y no sé cuántas más. Andábamos, como he dicho, arriba y abajo por las macere, y no éramos las únicas, porque todos cogían achicoria y resultaba un extraño espectáculo el de la ladera de la montaña, llena de gente que andaba pasito a paso, con la cabeza gacha, como ánimas del purgatorio. Parecía como si todos buscasen algún objeto perdido y, en cambio, era el hambre lo que les hacía buscar algo que no habían perdido ni mucho menos, sino que esperaban encontrar. Aquella cosecha de la achicoria duraba largo rato, dos o tres horas y hasta más, porque para hacer escasamente un plato era menester recoger un delantal colmado y, además, porque no abundaba como para que pudiese abastecer a todos los que la buscaban y, con el tiempo, había que ir cada vez más lejos y buscarla siempre durante más rato. De toda aquella fatiga, al final, poco se sacaba una vez hervida, la achicoria de dos o tres delantales llenos se convertía en dos o tres bolas verdes del tamaño de una naranja cada una. Tras haberla hervido, la pasaba por la sartén con una pizca de manteca y aquello servía, si no para alimentarnos, al menos para llenarnos la barriga y engañar el hambre. Pero aquel esfuerzo de recoger achicoria nos dejaba muertas de cansancio por todo el resto del día. Y, por la noche, cuando me acostaba al lado de Rosetta en el duro lecho, sobre el jergón lleno de hojas secas de maíz, tan pronto cerraba los ojos, en vez de ver la oscuridad, no veía más que achicoria, plantas y más plantas de achicoria que bailaban ante mi mirada. Y yo trataba en vano de conciliar el sueño, porque seguía viendo la achicoria que se cruzaba y se disolvía en mis ojos, hasta que, tras un prolongado duermevela, me caía de sueño y me quedaba dormida.
Pero, como he dicho, lo más fastidioso, en aquel período, era el hecho de que la carestía impulsaba a los refugiados a no hablar, en todo el día, más que de comida. También a mi me gusta comer; reconozco gustosamente que comer es algo importante, si no se come no se puede hacer nada, ni siquiera preocuparse de encontrar comida. Pero hay cosas más importantes de las que poder hablar, como nos repetía Michele; además, hablar de comida con el estómago vacío es un poco como infligirse un doble tormento: acordarse constantemente del hambre y, a la par, de la saciedad. Sobre todo Filippo nos daba la lata con sus conversaciones sobre la comida. Algunas veces, al pasar por la macera, veía a Filippo sentado en una piedra y rodeado por un grupo de refugiados, me acercaba y, entonces, le oía decir:
—¿Os acordáis? Uno telefoneaba a Nápoles y pedía reserva de mesa en un restaurante. Luego, tomábamos el coche, cuatro o cinco, todos de mucho saque, y nos íbamos allá. Nos sentábamos a la mesa a la una y nos levantábamos a las cinco. ¿Qué comíamos? Ah, spaghetti con jugo de pescado y trozos de pescado y calamares y langosta y ostras; doradas y róbalos a la parrilla aliñados con mahonesa; pichón con guisantes, rodajas de pez espada, de spigola, de atún a la parrilla; pulpos a la luciana que son tan buenos. Total, pescado de todas las calidades y en todas las salsas, durante dos o tres horas. Nos sentábamos a la mesa atildados, impecables; nos levantábamos con los chalecos desabrochados y los cinturones aflojados, soltando unos eructos que hacían retemblar los cristales; cada uno de nosotros pesaba, lo menos, tres kilos más. Y, encima, nos bebíamos lo menos una botella de vino por cabeza. Ah, aquellas comilonas, ¿quién volverá a hacerlas?
Alguien dijo, entonces:
—Cuando lleguen los ingleses, volverá la abundancia, Filippo.
Uno de aquellos días en que, como de costumbre, hablaban de comida, presencié un altercado entre Filippo y Michele. Filippo estaba diciendo:
—… Eso, ahora me gustaría tener un buen cerdo, sacrificarlo y hacer en seguida las chuletas, hermosas, un dedo de gruesas, cada una con un peso de quinientos gramos… Sabéis, quinientos gramos de cerdo es algo que te hace revivir.
Michele, que por casualidad le estaba oyendo, dijo de pronto:
—Sería, en verdad, un caso de canibalismo.
—¿Por qué?
—Porque el cerdo se comería al cerdo.
A Filippo le sentó mal oírse llamar puerco por su hijo, se puso muy colorado y dijo con voz estentórea:
—Tú no respetas ni a tus padres.
Y Michele añadió:
—No sólo no los respeto, sino que me avergüenzo de ellos.
Filippo volvió a quedarse de nuevo desconcertado por aquel tono tan duro e intransigente y se limitó a observar, con más calma:
—Si tu no hubieses tenido un padre que pagaba, no habrías estudiado y, ahora, no podrías avergonzarte de nosotros…, mea culpa.
A estas palabras, Michele se quedó un momento silencioso y, luego, dijo:
—Tienes razón… He hecho mal con escucharos… De ahora en adelante, me mantendré a distancia y vosotros hablaréis todo el tiempo que queráis de comida.
Filippo dijo entonces, conciliador y casi conmovido, porque quizás era la primera vez, desde que estábamos allí, que su hijo le daba la razón:
—Si quieres, hablaremos de otras cosas… Tienes razón, ¿qué necesidad hay de hablar de comida? Hablaremos de otras cosas.
Pero Michele, de improviso, montó en cólera y, revolviéndose como una víbora, gritó:
—Está bien, ¿de qué hablaremos? ¿De lo que haremos cuando lleguen los ingleses? ¿De la abundancia? ¿Del negocio? ¿De lo que ha robado el aparcero? ¿De qué hablaremos, dime?
Esta vez, Filippo se quedó callado, porque aquéllas y otras semejantes eran precisamente las cosas de las cuales podía hablar y Michele se las había enumerado todas y él no recordaba ninguna más. Michele, tras haber dicho aquellas palabras, se alejó. Filippo, tan pronto estuvo seguro de que su hijo no le veía, hizo un gesto como diciendo: «Es un extravagante, hay que compadecerle»; y todos los refugiados trataron de animarle dándole la razón:
—Filippo, tienes un hijo que sabe muchas cosas… El dinero que has gastado para sus estudios ha estado bien empleado… Eso es lo importante, el resto no cuenta.
Michele, aquel mismo día, nos dijo un poco mortificado:
—Mi padre tiene razón, yo le falto al respeto. Pero es algo más fuerte que yo; cuando él habla de comida, pierdo la cabeza.
Le pregunté por qué le molestaba tanto que su padre hablase de comida. Reflexionó un momento y, luego, contestó:
—Si tú supieses que has de morir mañana, ¿hablarías de comida?
—No.
—Pues bien, nosotros nos encontramos en esa situación. Mañana o dentro de muchos años, no importa, moriremos. ¿Deberíamos, pues, en espera de la muerte, hablar y ocuparnos de tonterías?
No comprendía bien e insistí:
—Entonces, ¿de qué deberíamos hablar?
Volvió a reflexionar y, luego, dijo:
—En la situación actual, por ejemplo, deberíamos hablar de las razones por las cuales hemos venido a parar aquí.
—¿Y cuáles son esas razones?
Se echó a reír y respondió:
—Cada cual de nosotros debe encontrarlas por sí mismo, por su cuenta.
Entonces, dije:
—Tal vez, pero tu padre habla de comida precisamente porque no la hay y se está, por así decirlo, obligado a pensar en ella por fuerza.
Entonces, él concluyó, diciendo:
—Puede que sí. Lo malo, sin embargo, es que mi padre habla siempre de comida, hasta cuando la hay y a nadie le falta.
Mientras tanto, sin embargo, la comida faltaba de veras y todos trataban ya de salvar lo poco que tenían; en primer lugar, hablando de ello con los demás, se esforzaban en hacer creer que no tenían nada. Filippo, por ejemplo, a los refugiados más pobres que él, les repetía todos los días:
—Yo, ahora, ya sólo tengo harina y habichuelas para una semana… Pasada esa semana, Dios proveerá.
Ahora bien, esto no era cierto, pues todos sabían que en su casa tenía aún un saco de harina y otro más pequeño de habichuelas; y que él, por miedo a que se lo quitasen, ya no invitaba a nadie en su casa y, de día, cerraba la puerta con llave y se iba por las macere con la llave en el bolsillo. En cuanto a los campesinos, pobrecitos, habían agotado las provisiones, porque aquélla era la época en que, años atrás, bajaban a Terracina y compraban alimentos para ir tirando hasta la cosecha. Pero, aquél año, había carestía en todas partes y quizá se pasaba más hambre en Terracina que en Sant’Eufemia. Además, estaban los alemanes que, siempre que podían, se llevaban los víveres, y no porque fuesen todos ladrones y malvados, sino porque estaban en guerra y hacían la guerra y hacer la guerra, además de matar, también significa robar. Por ejemplo, uno de aquellos días se presentó un soldado alemán, completamente solo, como dando un paseo: iba desarmado. Moreno, de ojos azules, cara redonda y bondadosa, ojos inquietos y un poco tristes, se estuvo largo rato dando vueltas entre las cabañas y hablando con campesinos y refugiados. Se veía que no llevaba malas intenciones, al revés, parecía tener simpatía por toda aquella pobre gente. Dijo que en tiempo de paz era herrero, en su casa de Alemania; dijo, además, que también tocaba bien el acordeón. Entonces, uno de los refugiados fue a buscar su acordeón y el alemán se sentó en un pedrusco y tocó para nosotros, rodeado de chiquillos que le escuchaban, boquiabiertos. Tocaba bien de veras; y tocó, entre otras cosas, una cancioncilla que en aquella época, al parecer, era cantada por todos los soldados alemanes: Lilí Marlen. Era una canción francamente triste, casi un lamento; y, al oírla, me hice la reflexión de que, después de todo, aquellos alemanes que Michele odiaba tanto y que ni siquiera consideraba hombres, eran cristianos también, con mujer e hijos en casa; y que también ellos odiaban la guerra que les obligaba a estar lejos de la familia. Después de Lilí Marlen, tocó muchas canciones más; siempre canciones tristes que conmovían; y algunas eran en verdad complicadas, como si se tratase de músicas de concierto. Y él, con la cabeza inclinada sobre el acordeón, completamente absorto en las teclas que recorría con dedos ligeros, daba la impresión de ser un hombre serio que conocía el valor de las cosas y no odiaba a nadie y que, si hubiese podido, habría renunciado de buena gana a hacer la guerra. Bueno, pues aquel alemán simpático, tras haber tocado durante casi una hora, se fue, no sin antes acariciar la cabeza a los niños y decirnos algunas palabras amables en su italiano chapurreado:
—Ánimos, pronto termina la guerra.
El sendero por el que echó a andar pasaba por detrás de una cabaña; y, en la empalizada de la cabaña, el refugiado que la habitaba había puesto a secar una bonita camisa a cuadros rojos. El alemán, al pasar junto a ella, se detuvo, palpó la tela como para ver si era de buena calidad, luego meneó la cabeza y siguió sendero abajo. Pero, media hora después, vuelve a estar allí, jadeante por haber subido corriendo. Va derecho a la cabaña, descuelga la camisa de la empalizada, se la pone bajo el sobaco y baja de nuevo corriendo, hacia el valle. ¿Habéis comprendido? Se había marchado después de haber tocado el acordeón para nosotros, de haber acariciado a los chiquillos, era una buena persona, esto se notaba; pero aquella camisa le había dado dentera y, todo el rato, mientras bajaba, no hizo más que pensar en ella, hasta que, por fin, la tentación había sido más fuerte que la conciencia y volvió arriba para apoderarse de la camisa. Mientras tocó el acordeón, había sido el hombre que en tiempo de paz era herrero; cuando se apoderó de la camisa, había sido el soldado que no conoce lo mío y lo tuyo y no respeta nada ni a nadie. Total, que como ya he dicho, la guerra significa, además de matar, robar también; y quien en tiempo de paz no mataría ni robaría por todo el oro del mundo, en tiempo de guerra encuentra de nuevo, en el fondo de su corazón, el instinto de robar y de matar que hay en todos los hombres; y lo encuentra, precisamente, porque le animan a encontrarlo; es más, siempre le dicen que ese instinto es bueno y él debe creerlo, pues de lo contrario no es un verdadero soldado. Entonces, él piensa: «Estoy en guerra… Volveré a ser lo que verdaderamente soy, cuando vuelva a la paz… Por ahora, me dejo ir». Desgraciadamente, sin embargo, nadie que haya robado o matado aunque sea en la guerra puede esperar nunca volver a ser después lo que era antes, al menos a mi parecer. Sería, pongamos por ejemplo, como si una mujer virgen se dejase poseer haciéndose la ilusión de volver a ser virgen más tarde, por no se sabe qué milagro que nunca se ha dado. Ladrones y asesinos una vez, aunque sea de uniforme y con el pecho cubierto de medallas, ladrones y asesinos para siempre.
Aquellos campesinos sabían que los alemanes tenían el pequeño vicio de robar y habían montado una especie de servicio de alarma: muchos chiquillos escalonados valle arriba, hasta Sant’Eufemia. Tan pronto aparecía un alemán por el camino de herradura, el primero de aquellos chiquillos gritaba con todas sus fuerzas: «¡Malaria!». Y el otro de más arriba repetía el grito: «¡Malaria!». Y otro más y otro y luego otro: «¡Malaria!». Entonces, a aquel grito de malaria sucedía un sálvese quien pueda en Sant’Eufemia: unos cogían el saco de habichuelas, otros el de harina, quien la jarra de manteca y quien las salchichas y todos iban a esconder sus bienes entre los matorrales o en las grupas. Alguna vez, el alemán llegaba de veras, solía ser un soldado que se había arriesgado a subir no se sabía por qué, se daba unas cuantas vueltas entre las casas, todos le seguían como en procesión y algunos hasta se atrevían a hacer la broma de llevarse las manos a la boca como para significar que tenían hambre. Pero, a menudo, la alarma era falsa y, al cabo de una hora, al no ver ninguna cara de alemán, los refugiados exhalaban un suspiro de alivio e iban a recoger el género escondido.
Pero como cada vez escaseaba más la comida y mis provisiones estaban casi agotadas, decidí hacer un serio esfuerzo para procurármelas: el dinero lo tenía, bien pudiera ser que en algún lugar menos expuesto hubiese algo que comprar. Por lo que, una buena mañana, muy temprano, nos pusimos en camino, Rosetta, Michele y yo, hacia una localidad de la montaña que se llamaba Sassonero, que estaba a casi cuatro horas de camino. Calculábamos llegar a aquella localidad sobre mediodía, hacer nuestras compras, si había posibilidad de ello, comer algo y, luego, ponernos de nuevo en camino para estar de regreso en Sant’Eufemia antes de anochecer.
Salimos cuando el sol todavía estaba escondido detrás de los montes, aunque hacía ya rato que era de día. Soplaba un vientecillo de nieve que nos dejaba ateridas nariz y orejas; en efecto, cuando llegamos al desfiladero encontramos nieve: unas pocas manchas blancas que se derretían sobre la hierba verde esmeralda. El sol se había asomado por fin y hacía menos frío; el panorama de las montañas de la Ciociaria, todo salpicado de nieve bajo el cielo luminoso, era tan bello que nos paramos un momento a contemplarlo. Recuerdo que Michele dijo, suspirando, casi a pesar suyo, mirando aquellas montañas:
—Ah, es hermosa, Italia.
Yo dije, riendo:
—Michele, lo dices como si te molestase.
—Es verdad, me molesta un poco porque la belleza es una tentación.
Desde el desfiladero, nos encaminamos entre los peñascos por un sendero al principio impreciso, nada más que una huella entre la hierba y, luego, cada vez más marcado, que seguía la cresta de la montaña, entre dos escarpaduras, una que bajaba ininterrumpidamente hasta Fondi y otra, menos profunda, que llevaba a un valle desierto, tupido de matorrales. El sendero, siempre sobre la cresta de los montes, continuó un trecho, serpenteando y, luego, empezó a descender por la ladera hacia aquel pequeño valle selvático, entre matorrales y encinas. Llegamos al fondo del valle o, mejor dicho, barranco totalmente desierto y, durante un trecho, avanzamos a lo largo de un arroyuelo medio escondido entre zarzas, que hacía, en aquel silencio profundo, al discurrir con sus aguas sobre los guijarros, un rumor leve y alegre. Luego, al otro lado del barranco, el sendero volvió a empinarse, llegó a otro desfiladero y, después, tras haber descendido un poco, echó por otra montaña, siempre subiendo, hasta que alcanzamos la cima, desnuda y pedregosa, con una cruz de madera negra, bastante vieja, plantada en medio de los pedruscos, quién sabe por qué. Después de aquella cumbre, siempre caminando por la cresta de los montes, llegamos por fin a un lugar extraño que pudimos observar perfectamente, antes de bajar hasta él. Era una meseta situada bajo un inmenso peñón rojo en forma de pan, sembrada de encinas espaciadas y de rocas. Las encinas eran altas y añosas, con las ramas desnudas y grises que se elevaban semejantes a cabelleras de brujas; las rocas, pequeñas y grandes, pero todas en forma de pan de azúcar, eran lisas y negras, como si hubiesen sido labradas al torno. Entre las encinas y las rocas, aquí y allá, se veían muchas cabañas con techo de paja renegrida que humeaban; y, delante de las cabañas, mujeres que cocinaban al aire libre o tendían ropa a secar en las cuerdas y muchos chiquillos que jugaban en el suelo cochambroso; hombres no se veían porque era una aldea de pastores y a aquella hora los hombres estaban con sus rebaños arriba en las montañas. Al bajar hacia las cabañas, sin embargo, bajo el gran peñasco en forma de pan que ya he indicado vimos la boca ennegrecida de una caverna; y una de las mujeres nos dijo que en la caverna había refugiados. Pregunté a la mujer si podía vendernos algo, pero ella meneó la cabeza, sombría y negativamente; luego, con tono reticente, añadió que los refugiados quizá podrían venderme algo. Me pareció extraño, porque los refugiados no venden, sino que compran.
De todos modos, nos encaminamos hacia la caverna, si más no, para pedir alguna información, en vista de que resultaba imposible sacarles una palabra a las rusticas y recelosas mujeres de los pastores. El suelo, a medida que nos acercábamos a la caverna, se veía sembrado de gran cantidad de huesos pequeños y grandes mezclados con el pedrisco, sin duda restos de las cabras y ovejas que se habían ido comiendo aquellos refugiados; pero, además, de los huesos había también mucha inmundicia, como latas herrumbrosas, trapos, zapatos viejos, papeles sucios. Parecía uno de esos solares sin edificar, en Roma, donde se tiran todos los desperdicios de las casas circundantes. Aquí y allá, asimismo, se veían círculos negros de chamusquina, con tizones apagados y rodeados de montoncitos de ceniza gris. La entrada de la caverna era bastante grande y toda ennegrecida, sucia y ahumada. De clavos hincados en la piedra colgaban ollas, cazos, trapos y hasta un cuarto de cabra recién sacrificada del que goteaba sangre que caía al suelo. Cuando nos asomamos a la caverna, digo la verdad, me quedé sorprendida: alta y profunda, con la bóveda ennegrecida por el humo y el fondo tan oscuro que no se veía el final y parecía un inmenso dormitorio, por estar atestada en toda su extensión de camas y yacijas alineadas como en un hospital o un cuartel. Había un penetrante tufillo como de hospicio o de albergue para pobres; y aquellas camas estaban es desorden, con las sábanas revueltas, mugrientas que daban asco. Los refugiados estaban desparramados y eran muchos: unos, sentados en el borde de la cama, rascándose la cabeza o quietos sin hacer nada; otros, tumbados en la cama, envueltos en las mantas; otros, se paseaban de arriba abajo por el escaso espacio libre. Un grupo de refugiados, sentados en dos camas, en torna a una mesita, jugaban a cartas, un poco como los de Sant’Eufemia, con el sombrero calado y el abrigo puesto. En una de las camas percibí a una mujer medio desnuda que daba el pecho a un crío; en otra, tres o cuatro chiquillos acurrucados uno junto al otro, inmóviles, como muertos, quizá dormían. El fondo de la caverna, como he dicho, estaba a oscuras: se vislumbraban, sin embargo, enseres hacinados, una gran pila, probablemente lo que aquellos pobres refugiados habían logrado llevarse consigo cuando huyeron.
Junto a la entrada de la gruta, noté una cosa insólita: un altar construido con cajas de embalaje y cubierto con un bonito mantel bordado. Sobre el mantel había un crucifijo y dos jarrones de plata en los cuales, a falta de flores, habían puesto dos ramas de encina verde con todas sus hojas. Bajo el crucifijo, además, extrañamente, en vez de imágenes de santos u otros objetos de culto, vi muchos relojes, serían una docena, alineados ordenadamente. Todos era relojes de tipo antiguo, de ésos que se llevan en un bolsillo del chaleco, la mayoría de metal blanco, pero un par de ellos parecían de oro. Junto al altar, en un escabel, vi al cura. Digo el cura porque le reconocí por la tonsura, pues por todo lo demás hubiese sido difícil imaginar que fuese un cura. Era un hombre que frisaría en los cincuenta años, de cara morena, flaca y seria. No llevaba la sotana negra, vestía todo de blanco, camiseta blanca, faja blanca, pantalones o, mejor dicho, calzoncillos largos blancos, calcetines negros y zapatos negros. Total, que se había quitado, quién sabe por qué, la sotana y se había quedado en paños menores. Estaba inmóvil, con la frente inclinada y las manos juntas sobre el pecho, moviendo los labios como si rezase.
Luego, levantó los ojos hacia mí, que, mientras tanto, me había acercado para contemplar el altar y, entonces, vi que eran ojos extraviados y, al mismo tiempo, como invidentes.
Dije, en voz baja, a Rosetta:
—Me parece que está loco.
Pero lo dije sin asombro, porque ya hacía tiempo que no me asombraba de nada. Mientras tanto, él me miraba fijamente, con una mirada que, poco a poco, iba cobrando una expresión de curiosidad, como de quien reconoce lentamente a una persona. De pronto se puso en pie y me asió del brazo:
—Buena chica, por fin has venido… Anda, da cuerda a esos relojes.
Me volví, un poco trastornada, mirando hacia la caverna, tanto más por cuanto su mano me apretaba el brazo con una fuerza terrible, un poco como oprimen las garras de los halcones o los milanos. Uno de los refugiados que jugaban a cartas que, por lo visto, había observado la escena con el rabillo del ojo, gritó sin volverse:
—Conténtale, da cuerda a los relojes…, pobrecito, le han destruido la iglesia y la casa, él ha huido con sus relojes y ya no razona… Pero no hace daño a nadie…, puedes estar tranquila.
Tranquilizadas en parte, Rosetta y yo tomamos cada una uno de aquellos relojes y les dimos cuerda o, mejor dicho, lo fingimos, pues ya la tenían y andaban todos muy bien. Él nos miraba hacer como miran los curas, de pie, con las piernas separadas, las manos juntas a la espalda, ceñudo, inclinando la cabeza. Cuando hubimos terminado, dijo con voz profunda:
—Ahora que les habéis dado cuerda, por fin puedo decir misa… Buenas chicas, por fin habéis venido.
En aquel momento, por suerte, se acercó otro habitante de la caverna: una monja joven cuya presencia me tranquilizó. Tenía la cara pálida, de un óvalo perfecto, con las cejas negras que se juntaban formando como un trazo negro sobre los ojos negros, también brillantes y sosegados, semejantes a dos estrellas en una noche de estío. Pero lo que más me impresionó y me pasmó de veras, fue su toca y todas las partes blancas de su vestidura de monja eran como la nieve y, aunque parezca increíble en aquel lugar, almidonadas a la perfección. A saber cómo se las apañaba para mantenerse tan limpia y tan impecable en aquella caverna cochambrosa. Con buenas maneras, con una voz dulce, se dirigió al cura:
—Vamos, don Mateo, venga a comer con nosotros… Pero antes póngase algo encima… No está bien comer en calzoncillos.
Don Mateo, con las piernas separadas, la escuchaba boquiabierto, con los ojos extraviados. Por fin, barbotó:
—¿Y los relojes? ¿Quién cuidará de los relojes?
La monja dijo con su voz tranquila:
—Les han dado ya cuerda; todos andan de maravilla, fíjese, don Mateo, todos marcan la misma hora que es precisamente la hora de comer.
Mientras tanto, había descolgado de un clavo la sotana negra del cura y le ayudaba a ponérsela, igual que una enfermera hace con un loco, en un manicomio, con buenas maneras. Don Mateo se dejó poner la sotana polvorienta y raída; luego, pasándose una mano por la cabeza despeinada, se encaminó con la monja, que le sostenía del brazo, hacia el fondo de la caverna donde, sobre un trébede, se veía un gran caldero negro que humeaba. La monja se volvió hacia nosotros y dijo:
—Venid vosotros también, los tres, hay para todos.
Total, que nos acercamos al caldero en torno al cual, entretanto, se habían congregado muchos más refugiados. Entre ellos, me fijé en uno que parecía bastante quejumbroso y petulante: un hombrecillo gordo, muy mal vestido, harapiento, desgreñado y con la barba crecida. Tenía un siete en los pantalones, justo en el trasero, del que asomaba un pico de camisa blanca. Lloriqueaba, alargando un plato:
—A mí siempre me da menos que a los demás, sor Teresa. ¿Por qué a mí menos que a los demás?
Sor Teresa no le contestó, estaba ocupada en llenar las escudillas, dando un trozo de carne y dos cazos de sopa por persona; pero otro refugiado, un hombre de edad mediana, de bigote negro y cara colorada, dijo, sarcástico:
—Ticó, ¿por qué no multas a la hermana? Eres el guardia municipal, imponle una multa porque te da menos sopa que a los demás. —Y luego, riendo, a Michele—: Aquí, estamos bien organizados: el cura está loco, los carabineros han sido deportados a Alemania, el guardia se pasea con la camisa fuera de los pantalones y el alcalde, que sería yo, pasa más hambre que los demás. Ya no hay autoridad, es un milagro que no nos degollemos unos a otros.
La monja respondió, sin levantar los ojos del caldero:
—No es ningún milagro, es la voluntad de Dios que quiere que los hombres se ayuden entre sí.
Ticó, mientras tanto, rezongaba:
—Usted, don Luigi, siempre tiene ganas de bromear… ¿Acaso no sabe que un guardia sin uniforme es un pobretón como todos los demás? Devuélvame el uniforme y podré mantener el orden de nuevo.
Y yo pensé que en el fondo tenía razón. Y que, al menos en ciertos casos, el uniforme lo es todo. Y que hasta aquella buena monja, a pesar de su carácter dulce y su religión, no habría tenido tanta autoridad si, en vez de su hábito de monja, hubiese vestido harapos como Rosetta y yo.
En fin, comimos la minestra, que era un caldo espeso en el que había servido carne de chivo y, en efecto, apestaba y sabía tanto a macho cabrío que, casi casi, no obstante el hambre, no se podía tragar; y, mientras comíamos, oímos las acostumbradas conversaciones que tan bien conocíamos: la carestía, la llegada de los ingleses, los bombardeos, las redadas, la guerra. Al final, cuando me pareció que había llegado el momento, arriesgué la pregunta de si alguno de ellos podía vendernos algo de comer. Se quedaron estupefactos, como ya me había imaginado: no tenían nada; ellos, al igual que nosotros, compraban aquí o allá o acababan de consumir lo que habían traído del pueblo. Pero nos aconsejaron que nos dirigiésemos a los pastores que vivían en las cabañas, cerca de la caverna, y nos dijeron:
—Nosotros les compramos a ellos… Ellos siempre tienen algún queso, algún cabrito… Vean si quieren venderles algo.
Entonces, dije que una mujer nos había mandado allí, afirmando que los pastores no tenían nada que vender. El alcalde se encogió de hombros:
—Eso lo dicen porque no se fían y quieren mantener los precios altos. Pero tienen rebaños y son los únicos que venden, por estos pagos.
Total, que dimos las gracias a la monja y a los refugiados por la minestra, pasamos por delante del altar lleno de relojes del cura loco y salimos de la caverna. Precisamente en aquel momento, entre las rocas y las cabañas, pasaba un pequeño rebaño de ovejas y de cabras conducido por un hombretón que llevaba abarcas blancas, pantalones negros, faja, chaqueta negra y sombrero negro. Una refugiada que estaba junto a la entrada de la caverna, mordisqueando un cacho de pan y que había oído nuestras palabras, nos lo indicó, diciendo:
—Ahí tienes, ése es uno de los Evangelistas… Te venderá queso, si puedes pagárselo bien.
Yo, entonces, corrí detrás de aquel hombre y le grité:
—¿Tienes un poco de queso para vender?
No me contestó, ni siquiera se volvió, siguió adelante, parecía sordo. Volví a gritarle:
—Señor Evangelistas, ¿me vende un queso?
Entonces, él dijo:
—No me llame Evangelistas, me llamo De Santis.
—Pues me dijeron que te llamabas Evangelistas.
—No, somos evangelistas de religión, nada más.
Por fin, se le escapó que quizá podría vendernos queso y, entonces, le seguimos hasta su cabaña. Primero, hizo entrar a las ovejas en una cabaña contigua a la suya, llamándolas por el nombre: «Bianchina, Paciocca, Matta, Celeste…», y así sucesivamente; luego, cerró la puerta del establo y nos precedió hacia su propia cabaña. Era una cabaña semejante a la que habitaba Paride, sólo que más grande y, no sé por qué, más escuálida, más vacía y más fría, pero quizás era una impresión debida a la poca amabilidad de su acogida. En torno a la acostumbrada fogata, en los bancos de costumbre y los tocones de siempre, había muchas mujeres y chiquillos. Nos sentamos y él, lo primero que hizo, fue ponerse a rezar juntando las manos. Todos le imitaron, hasta los chiquillos. Me quedé de piedra al verle rezar porque los campesinos, al menos por nuestros campos, rezan raras veces y tan sólo en la iglesia; pero me acordé de su respuesta sobre la religión evangelista y comprendí que ellos eran diferentes de nosotros, creían de otra manera. Michele, que parecía tener curiosidad, tan pronto se hubo terminado la oración, les preguntó cómo era que fuesen evangelistas; al parecer, sabía lo que significaba la palabra.
El hombretón respondió que él y dos hermanos suyos habían estado trabajando en América, donde conocieron a un pastor protestante que les convenció, por lo cual se convirtieron a la religión evangelista. Michele preguntó qué impresión les había producido América y él respondió:
—Nos embarcamos en Nápoles y desembarcamos en una pequeña ciudad del Pacífico; luego, en tren, fuimos a unos bosques, pues habíamos sido contratados como leñadores. En fin, por lo que yo he visto de él, me parece un país lleno de bosques.
—Pero ¿no vieron ciudades?
—No, sólo aquélla en la cual desembarcamos, una ciudad pequeña… Estuvimos dos años en los bosques y, después, por el mismo camino, volvimos a Italia.
Michele parecía sorprendido y hasta divertido porque, como me dijo después, en América había ciudades inmensas y ellos sólo vieron árboles, por lo que pensaban que toda América era un bosque. Así, siguieron hablando un rato más de América; luego, como se hacía tarde, yo aludí al queso; el hombre, entonces, hurgó a oscuras, entre la paja del techo, y sacó dos quesitos de oveja amarillentos, diciendo con sencillez que, si los queríamos, costaban tanto. Nos sobresaltamos, porque era un precio jamás oído, ni siquiera en aquella época de carestía; y yo dije:
—Vaya, ¿es de oro tu queso?
—No —contestó gravemente—, es mejor que el oro, es queso. El oro no puedes comértelo, el queso, sí.
—¿El Evangelio os enseña a pedir precios como éstos?
No respondió y, entonces, insistí:
—Hace poco que sor Teresa, en la caverna, ha dicho que Dios quiere que los hombres se ayuden unos a otros. Bonita manera de ayudar a los hombres es la vuestra.
Y él, con todo el descaro, respondió, tranquilo:
—Sor Teresa es de otra religión. Nosotros no somos católicos.
—¿Y qué creéis que significa ser evangelista? —intervino de nuevo Michele—. ¿Vender al doble de los demás que son católicos?
Y él, con la misma gravedad de siempre, le objetó:
—Evangelistas, hermano, quiere decir observar los preceptos del Evangelio. Nosotros los observamos.
Total, que siempre tenía la respuesta a punto y no había nada que hacer, era más duro que una piedra. Por fin, dijo:
—Si queréis, podría venderos un cordero…, hermoso y gordo, para la santa Pascua… Los tengo de hasta seis kilos de peso… Os lo dejaría a buen precio.
Pensé que, en efecto, la Pascua se acercaba y que el cordero era necesario, por lo que pregunté el precio y volví a sobresaltarme: casi casi, por aquel precio, además del cordero, pagábamos también la oveja que lo había parido. Michele dijo, de repente:
—¿Sabéis lo que sois, los evangelistas? Unos abusones, que explotáis el hambre ajena.
—Haya paz, hermano, que el Evangelio quiere que los hombres se amen unos a otros.
Por ultimo, desesperada, le dije que le compraría un queso de oveja, pero si me hacía un precio más bajo. ¿Sabéis lo que me contestó?
—¿Un precio más bajo? Ése es el precio más bajo que puedo haceros. Pero es mejor que lo dejes estar, hermana, porque si lo compras a mi precio, después me guardarás rencor, y si yo lo vendo a tu precio, seré yo quien, después, te guardará rencor. Y, en cambio, el Evangelio quiere que los hombres se amen. Déjalo correr y así seguiremos amándonos.
No hice caso de la ultima recomendación y discutí no sé cuánto rato, pero él se mostraba inflexible y no había modo de convencerle y, cuando le acorralaba, demostrándole que era un ladrón, salía de apuros con una máxima del Evangelio, como, por ejemplo: «No te dejes llevar por la ira, hermana… La ira es un pecado grave». Al final, pagué aquel precio exorbitante, consiguiendo tan sólo que añadiese un pedazo de requesón que nos comimos allí mismo con un poco de pan. Después, nos fuimos; y él, desde la puerta, se despidió así de nosotros:
—Dios os ampare, hermanos.
Dije para mis adentros, casi a pesar mío: «Y, a vosotros, el diablo os lleve y os arrastre al infierno».
Aquella excursión no nos reportó más que el queso de oveja. ¡Y pensar que habíamos recorrido tantos kilómetros por las montañas y que casi nos costó a cada uno un par de albarcas! Pero, como ocurre en esas situaciones, al cabo de algunos días vino la compensación, así, sin esfuerzo, como por una intervención de la Providencia: el sepulturero que recorría las montañas en busca de comida con su caballo negro nos vendió, a buen precio, bastante cantidad de habichuelas. Las había comprado a unos confinados yugoslavos de la isla de Ponza; cuando el armisticio, se habían refugiado en un valle próximo al nuestro y ahora, por miedo de los alemanes, se iban no sé dónde y no estaban en condiciones de llevarse consigo las provisiones. El sepulturero, que era un jovenzuelo rubiales, larguirucho y avispado, nos trajo también noticias de la guerra, que había sabido por mediación de aquellos confinados. Dijo que en una ciudad llamada Stalingrado, que estaba en Rusia, los alemanes habían sufrido un revés terrible, que los rusos habían hecho prisionero un ejército entero con todos los generales y que Hitler, desalentado, había dado la orden de retirada. Dijo también que ya era cuestión de días, a lo sumo de semanas, que terminase la guerra. Aquellas noticias llenaron de alegría a los refugiados, mas no así a los campesinos. La mayor parte de los hombres de Sant’Eufemia que habían ido a la guerra se encontraban, en efecto, precisamente en Stalingrado, y hasta habían escrito desde aquella ciudad, nombrándola, por lo que, ahora, muchas de aquellas mujeres temían por la vida de maridos y hermanos, y con razón, pues más tarde supe que no se había salvado ni uno.
Todo el mes de marzo, mientras el día se alargaba y, lentamente, la montaña empezaba a verdear y el aire se hacía más suave, continuó el bombardeo de Anzio por una parte y de Cassino por la otra. Estábamos, como quien dice, a mitad de camino entre Anzio y Cassino, y durante todo el día y toda la noche oíamos perfectamente los cañones que disparaban en ambos sitios, sin tregua, como si de tina competición se tratase. Bum, bum, decía el cañón de Anzio, primero con la explosión de salida y, luego, con la de llegada; pum, pum, respondía el de Cassino, del otro lado. El cielo parecía una piel de tambor y aquellos cañones retumbaban en ella sorda y sombríamente, como cuando se suelta un puñetazo en un bombo. Impresionaba oír un ruido semejante, amenazador y tétrico en aquellas bellísimas jornadas; como para pensar que la guerra formaba ya parte de la Naturaleza, que aquel ruido estuviese ligado y confundido con la luz del sol y que la primavera también padeciese de la guerra como la padecían los hombres. Aquel retumbo de cañón, en suma, había entrado en nuestra vida como habían entrado los harapos, la carestía, los peligros y, al no parar, se tornaba, como los harapos, la carestía y los peligros, una cosa normal a la que nos habíamos habituado tanto que, si hubiese cesado, y, en efecto, un buen día cesó, nos habríamos quedado casi sorprendidas. Eso lo digo para significar que nos acostumbramos a todo y que la guerra es propiamente esa costumbre y que lo que nos cambia no son los hechos extraordinarios que ocurren de vez en cuando, sino ese acostumbrarse a todo, que indica, precisamente, que aceptamos lo que nos sucede y ya no nos rebelamos.
Ahora, a primeros de abril, la montaña se había embellecido. Estaba verde y florida, y el aire era suave y se podía estar fuera de casa todo el día. Pero bajo aquellas flores que alegraban la vida, para nosotros los refugiados estaba la idea del hambre, porque la flor se abre cuando la planta ha alcanzado su máximo desarrollo y se ha hecho dura y fibrosa y ya no se puede comer. En suma, aquellas flores tan bonitas de ver querían decir también que nuestro ultimo recurso, la achicoria, se había terminado; y que, esta vez de verdad, sólo podríamos salvarnos con la pronta llegada de los ingleses. También los árboles estaban floridos, melocotoneros, almendros, manzanos, perales, en todo el declive, que parecían nubecitas blancas y rosadas suspendidas en el aire suave y sin viento; pero tampoco los árboles podíamos contemplarlos nosotros sin pensar que aquellas flores se tornarían frutos y que los frutos, de los cuales podríamos alimentarnos, no vendrían antes de algunos meses. Y el trigo, que todavía era verde, corto y tierno que parecía terciopelo, me hacía también un efecto como de desaliento: pasaría mucho tiempo aún antes de que, alto y dorado, pudiese ser segado y trillado, y los granos llevados al molino y la harina amasada y metida en el horno en muchas hermosas hogazas de un kilo cada una. Ah, la belleza se puede apreciar con el estómago lleno; pero, con el estómago vacío, todos los pensamientos van en la misma dirección y la belleza parece un engaño o, peor, una tomadura de pelo.
A propósito del trigo, recuerdo algo que, en aquellos días, me dio la impresión precisa de la carestía. Una de aquellas tardes, bajé como solía, a Fondi con la esperanza de comprar un poco de pan; cuando llegamos al valle, nos quedamos de piedra al ver tres caballos del Ejército alemán que pacían tranquilamente en un trigal. Un soldado sin distintivos, quizás un ruso traidor como el que habíamos encontrado la otra vez, estaba al cuidado de los caballos, ocioso, sentado en la empalizada, con un tallo de hierba entre los dientes. Digo la verdad, nunca como en aquel momento comprendí qué era la guerra y cómo, en tiempo de guerra, el corazón ya no es corazón y el prójimo ya no existe y cualquier cosa es posible. Era uno de aquellos bellísimos día llenos de sol y de flores y nosotros tres, Michele, Rosetta y yo, estábamos de pie junto a la empalizada y contemplábamos boquiabiertos aquellos tres caballos hermosos y bien alimentados que, pobrecitos, sin darse cuenta de lo que sus amos les hacían hacer, pacían el trigo con el cual, cuando está maduro, se hace el pan para los cristianos. Me acordaba de que, cuando era niña, mis padres me decían que el pan es sagrado, que es un sacrilegio tirarlo o derrocharlo y que incluso es pecado poner la hogaza del revés; y ahora veía que aquel pan lo daban a los animales, mientras había tanta gente en el valle y en las montañas que padecía hambre. Michele dijo, por ultimo, expresando el sentir de todos:
—Si fuese religioso, diría que ha venido el apocalipsis, cuando precisamente se ven caballos paciendo trigo. Pero como no soy religioso, me limito a decir que han venido los nazis, lo cual, quizá, sea lo mismo.
Aquel mismo día, poco más tarde, tuvimos una confirmación del carácter de los nazis, tan extraño y tan diferente del de nosotros italianos, dotados quizá de muchas buenas cualidades, pero siempre faltos de algo, como si no fuesen hombres completos. Estuvimos otra vez en casa del abogado donde conocimos a aquel oficial malvado que encontraba gusto, según dijo, en limpiar las grutas con lanzallamas; y también esta vez encontramos a un alemán, un capitán. El abogado, empero, nos advirtió:
—Ése no es como los otros, es una persona civilizada, habla francés, ha vivido en París y, sobre la guerra, es de nuestra opinión.
Entramos en la barraca y el capitán, como hacen todos los alemanes, al vernos se levantó y nos estrechó la mano dando un taconazo. Era de veras un hombre fino, un señor, un poco calvo, de ojos grises, nariz delgada y aristocrática, expresión altanera en la boca, guapo, en cierto modo, casi parecía italiano, de no haber sido por cierto envaramiento y rigidez que no cuadran a los italianos. Hablaba bien nuestra lengua y nos hizo un montón de cumplidos sobre Italia, diciendo que era su segunda patria y que todos los años iba a Capri, que la guerra, si más no, había servido, al menos, para hacer que visitase muchos lugares hermosos de Italia que no conocía. Nos ofreció cigarrillos, se informó acerca de Rosetta y de mí, por ultimo habló de su familia y hasta nos enseñó una fotografía: su esposa, una guapa mujer de magnífico pelo rubio y tres niños, guapos también, tres angelitos, rubios todos ellos. Dijo, guardando la fotografía:
—En estos momentos, esos niños son felices.
Preguntamos el motivo y contestó que ellos siempre habían deseado poseer un borriquillo y que, precisamente aquellos días, había comprado uno en Fondi y lo había mandado a Alemania, como regalo para sus niños. Entusiasmado, se entregó a detalles: había encontrado exactamente el borriquillo que buscaba, de raza sarda y, dado que todavía era lactante, lo mandó a Alemania por medio de un convoy militar, con un soldado encargado de darle leche continuamente: en el convoy viajaba también una vaca. Se reía, satisfecho, y luego añadió que, en aquel momento, sus niños, seguramente, estaban cabalgando el borrico sardo, y por eso había dicho que eran felices. Nosotros, incluidos el abogado y su madre, nos quedamos pálidos: era tiempo de carestía, no había comida y él encontraba modo de mandar un borrico a Alemania y le hacía dar la leche que pudiera haber sido asignada a los niños italianos que carecían de ella. ¿Dónde estaba su amor por Italia y los italianos, si no se daba cuenta de un hecho tan simple? Pero pensé que no lo había hecho por maldad; con seguridad era el mejor alemán que había encontrado hasta entonces; lo hizo porque era alemán y los alemanes, como ya he dicho, son especiales, acaso con muchas buenas cualidades, pero todas en una parte, en tanto que en la otra no tienen siquiera una, un poco como ciertos árboles que crecen junto a un muro y todas las ramas las tienen de un lado, el opuesto al muro.
Michele, ahora que faltaban víveres, trataba de ayudarnos en todo lo que podía, ya abiertamente, trayéndonos parte de su almuerzo o de su cena, ante los ojos reprobatorios de la familia, ya a escondidas, robando sin más la comida a su padre. Por ejemplo, un día que vino a vernos, le mostré el pan que nos quedaba, una hogaza pequeña, y además de harina de maíz en sus dos terceras partes. Entonces, dijo que en adelante nos proporcionaría el pan, sustrayéndolo de la caja donde su madre lo guardaba, un poco cada vez. Y así lo hizo. Cada día nos traía algunas rebanadas de pan, que todavía era pan blanco, sin harina de maíz y sin sémola, el único que allí se hacía aun, aunque luego Filippo se quejase constantemente de miseria e informase a quienquiera que quisiera escucharle que él y su familia pasaban hambre. Un día, sin embargo, no sé por qué, en vez de las tres o cuatro rebanadas de costumbre, Michele nos trajo un par de hogazas enteras, porque precisamente aquella mañana habían hecho hornada y él se figuraba que no lo notarían. Lo notaron, en cambio, y Filippo armó un escándalo del demonio, gritando que le habían robado víveres; pero no dijo que eran panes porque, si no, se habría desmentido a sí mismo, por cuanto siempre andaba diciendo que ya no le quedaba harina. Filippo, de cualquier modo, hizo una indagación detectivesca, midiendo la altura y anchura de la ventana; escrutando el terreno de abajo por ver si la hierba estaba chafada; examinando las jambas por si acaso se había desprendido algún cascote y, por ultimo, se convenció de que, dado el tamaño de la ventana, debía de haber sido un niño el que entró en la casa para cometer el hurto, pero que el niño en cuestión no podía haber alcanzado la ventana sin la ayuda de un adulto. Total, como conclusión de la indagación, decidió que el niño era, seguramente, un tal Mariolino, hijo de un refugiado, y que el adulto que le había ayudado era el padre, no fallaba. Pero todo habría acabado ahí si Filippo no hubiese participado sus suposiciones a su mujer y a su hija. Lo que para él habían sido tan sólo suposiciones, se convirtieron en seguida en certezas para las dos mujeres. Primero, dejaron de saludar al refugiado y a su mujer, pasando ante ellos siempre mudas y tiesas; luego, se abandonaron a las alusiones: «¿Estaba bueno el pan, hoy?», o bien: «Vigilad a Mariolino…, podría desnucarse encaramándose por las ventanas», y, por ultimo, un día se lo dijeron lisa y llanamente:
—Sois una familia de ladrones, eso es lo que sois.
Hubo una bronca indescriptible, con chillidos y alaridos que llegaban al cielo. La esposa del refugiado, una mujer bajita y enfermiza, desgreñada y andrajosa, repetía a voz en grito: «Camina, camina», que no sé lo que significa; y la mujer de Filippo, por su lado, le gritaba en la cara que eran unos ladrones. Así, repitiendo una aquella sola palabra: «Camina», y la otra gritando que eran unos ladrones, estuvieron un rato, una frente a la otra, en medio de un corro de refugiados, sin tocarse, empero, como dos gallinas enfurecidas. Mientras tanto, nosotras dos, no sin remordimientos, comíamos el pan de Filippo, justo en aquel momento, a oscuras, para que no nos viesen, un mordisco por cada chillido de las dos mujeres; y no puedo negar que aquel pan robado me parecía más sabroso que el nuestro precisamente por haber sido robado y porque nos lo comíamos a escondidas. De todos modos, desde aquel día, Michele procuró soplar las hogazas de forma que su familia no lo notase, una rebanada aquí y otra allí, y, en efecto, no lo notaron y no hubo más broncas.
Transcurrió abril con las flores y la debilidad de estómago y vino mayo con el calor y, ahora, además del hambre y la desesperación, había el tormento de las moscas y de las avispas. En nuestra casucha había tantas moscas que, como quien dice, nos pasábamos el día espantándolas; y, por la noche, cuando nos íbamos a la cama, ellas también se iban a dormir en las cuerdas donde colgábamos nuestras ropas y había tantas que las cuerdas estaban negras de moscas. Las avispas, además, anidaban bajo el techo y entraban y salían a nubes, y cuidado con tocarlas, pues picaban. Sudábamos todo el día, quizá también por la debilidad y con el calor, no sé por qué, quizá porque no podíamos lavarnos ni mudarnos de ropa, de pronto nos dimos cuenta de que nos habíamos convertido en dos andrajosas, de ésas que ya no tienen ni edad ni sexo y piden limosna a la puerta de los conventos. Nuestros escasos vestidos estaban hechos jirones y apestaban; nuestras abarcas (hacía tiempo que no teníamos zapatos) daban pena también, remendadas por Paride con trozos de viejas cubiertas de automóvil; y aquel cuartito, vuelto inhabitable por las moscas, las avispas y el calor, tras haber sido durante el invierno un refugio, ahora se había tornado peor que una prisión. Rosetta, con toda su dulzura y su paciencia, sufría de aquella situación más que yo, porque yo nací campesina, pero ella había nacido en la ciudad. Hasta el punto que un día me dijo:
—Mamá, tú siempre me hablas de comida…, pero yo me comprometería a pasar hambre un año más con tal de tener un vestido limpio y vivir en una casa limpia.
El hecho era que también faltaba el agua a causa de que no llovía desde hacía dos meses; y ella ya no podía echarse sobre la cabeza el cubo de agua del pozo como durante el invierno, precisamente ahora que, en cambio, lo necesitaba más.
En mayo, me enteré de algo que puede dar una idea de la desesperación a que habían llegado los refugiados. Al parecer, en casa de Filippo, hubo una reunión en la que sólo participaron los hombres; y, durante ella, se decidió que si los ingleses no llegaban dentro del mes de mayo, los refugiados, que todos poseían armas, quien un revólver, quien una escopeta de caza, quien una navaja, obligarían a los campesinos a poner sus víveres en común, de grado o por fuerza. Michele también participó en la reunión y en seguida protestó, según nos dijo, declarando que él se pondría de parte de los campesinos. Uno de los refugiados, entonces, le replicó:
—Muy bien, en tal caso te trataremos como a los campesinos, considerándote como uno de ellos.
En resumidas cuentas, aquella reunión quizá no significaba gran cosa porque, al fin y al cabo, los refugiados eran buenas personas y dudo de que hubiesen sido capaces de usar las armas; pero indica el grado de desesperación al que ya todos habían llegado. Otros, según me enteré, se disponían, ahora que hacía buen tiempo y el suelo estaba seco, a marcharse de Sant’Eufemia y a intentar ir ya hacia el Sur, a través de las líneas, ya hacia el Norte, donde la comida no escaseaba. Había también otros que hablaban de ir a Roma, a pie, porque, decían, en el campo te dejan morir de hambre, pero en la ciudad no pueden negarte ayuda, porque tienen miedo de la revolución. Total, que, bajo aquel sol ardiente de mayo, todo se movía, todo se resquebrajaba, cada cual volvía a pensar en sí mismo y en su propia piel; y muchos estaban ya hasta dispuestos a arriesgar la vida con tal de salir de aquella situación de inmovilidad y de espera sin fin.
De repente, un día, llegó la gran noticia: los ingleses se habían lanzado en serio a la ofensiva y estaban avanzando. No puedo describir la alegría de los refugiados, quienes, a falta de algo mejor, no pudiendo beber porque no quedaba vino ni comer porque no quedaban víveres, se desahogaron abrazándose y tirando los sombreros al aire. Pobrecitos, no sabían que precisamente el avance de los ingleses les traería nuevos sinsabores. Las dificultades no habían hecho más que empezar.