Capítulo 4

Y así empezó la vida en Sant’Eufemia, que así se llamaba la localidad. Empezó como si de momento hubiese de durar tan sólo un par de semanas; en realidad, había de prolongarse nueve meses. Por la mañana, seguíamos en la cama hasta que nos cansábamos, pues no teníamos nada que hacer; pero también hay que decir que estábamos agotadas por las privaciones y las angustias de Roma, y, durante la primera semana, a veces dormíamos hasta doce o catorce horas seguidas. Nos íbamos a la cama temprano, nos despertábamos durante la noche y, luego, nos dormíamos otra vez y despertábamos de nuevo al amanecer y el sueño volvía a ganarnos y, luego, venía el día y, entonces, bastaba que nos volviésemos de cara a la roca de la macera, de espaldas a la luz que venía del ventanuco, para sumirnos en el sueño y dormir hasta avanzada la mañana. Nunca he dormido tanto en mi vida. Era un dormir sano, denso y pleno, saboreado como el pan casero, sin sueños y sin inquietudes, un dormir de veras sosegador, de modo que cada día que pasaba recobrábamos las fuerzas que habíamos perdido en Roma y durante la estancia en la casa de Concetta. Aquel sueño tan profundo y pesado nos sentaba bien de veras y, en efecto, al cabo de una semana, las dos estábamos transformadas. Ambas teníamos los ojos frescos y sin ojeras, las mejillas, firmes y rollizas, la cara, tersa, la cabeza clara. En aquel sueño me parecía que la tierra donde había nacido me había acogido de nuevo en su seno y me comunicaba su fuerza, un poco como sucede a las plantas desarraigadas que, cuando se replantan, no tardan en recobrar su perdido vigor y empiezan a echar de nuevo hojas y flores. Ah, sí, somos plantas, no hombres, o, mejor dicho, más plantas que hombres y toda nuestra fuerza viene de la tierra donde hemos nacido, y si la abandonamos ya no somos plantas ni hombres, sino harapos ligeros que la vida puede zarandear de un lado a otro, según el viento de las circunstancias.

Dormíamos tanto y tan a gusto que, allí arriba, todas las aristas de la vida nos parecían leves y las afrontábamos con alegría, casi no las notábamos; era un poco como un mulo bien alimentado y descansado que arrastra un carro cuesta arriba de un tirón y que, cuando llega a lo alto del puerto, todavía tiene fuerzas para emprender un trote regular. Sin embargo, como ya he dicho, la vida allá arriba era dura, nos dimos cuenta inmediatamente de ello. La mañana empezaba ya con la limpieza: había que saltar de la cama poniendo cuidado en no ensuciarse los pies, por lo que coloqué algunas piedras planas para no ensuciárnoslos de barro los días de lluvia, cuando el suelo estaba todo encharcado. Después, había que sacar agua del pozo que estaba frente a nuestra casucha. Mientras duró el otoño, no resultó difícil; pero con el invierno, como aquella localidad estaba casi a mil metros, el agua del pozo se helaba y, cada mañana, cuando bajaba el cubo, se me quedaban las manos ateridas, y, además, el agua, una vez sacada, estaba tan fría que cortaba el resuello. Soy friolera, por lo cual, las más de las veces, me limitaba a lavarme las manos y cara; pero Rosetta, que prefería el frío a la suciedad, se desnudaba, y de pie en mitad de la estancia se echaba sobre la cabeza el cubo entero de agua helada. Era tan robusta y estaba tan sana mi Rosetta, que el agua le resbalaba sobre el cuerpo como si tuviese la piel untada de aceite, y luego sólo le quedaban algunas gotas en los pechos en los hombros, en el vientre y en el trasero. Después del aseo, salíamos y comenzábamos las tareas de la cocina. También para la cocina, mientras duraron el otoño y el buen tiempo, las cosas anduvieron bastante bien; las dificultades empezaron de veras con el invierno. Bajo la lluvia, era menester que fuésemos al monte con las podaderas a cortar una buena cantidad de cañas y arbustos. Luego, íbamos a la cabaña y empezaba el fastidio de la lumbre. La leña verde y mojada no se encendía, las cañas hacían un humo negro y espeso. Teníamos que agachamos, con las mejillas pegadas al barro del suelo, y soplar hasta que el fuego prendía. Acabábamos poniéndonos totalmente llenas de barro, con los ojos inundados en lágrimas que abrasaban, agotadas y con los nervios rotos, todo ello para calentar un puchero de habichuelas y hacer un huevo al plato. Comíamos como comían los campesinos, o sea, una vez, muy ligeramente, sobre las once, y luego, por segunda vez, la verdadera comida, sobre las siete. Por la mañana, comíamos un poco de polenta aliñada con jugo de salchicha o, si no, nos contentábamos con una cebolla y un cacho de pan o, sin más, con un puñado de algarrobas; por la tarde, comíamos la minestrina que ya he descrito y algún trozo de carne, casi siempre cabra, en las tres variedades de cabra hembra, cabrito y chivo. Después de haber comido, por la mañana, no había nada más que hacer sino aguardar el yantar de la tarde. Si hacía buen tiempo, íbamos a dar un paseo: bordeábamos la montaña, caminando siempre por la misma macera, por fin llegábamos al monte bajo y, una vez allí, escogíamos un sitio bueno y umbroso, bajo el árbol, y allí nos tumbábamos en la hierba, frente al panorama, y allí nos quedábamos toda la tarde. Pero con el mal tiempo, que aquel invierno duró meses enteros, nos quedábamos en el cuartucho, yo sentada en la cama y Rosetta en la silla, sin hacer nada, mientras Luisa, como de costumbre, tejía en el telar con aquel estrépito enloquecedor del que ya he hablado. Las horas que pasé durante el mal tiempo en el cuartucho las recordaré mientras viva. La lluvia no paraba de caer, recia y regular, y yo la oía murmurar sobre las tejas del techado y gorgotear bajando por el canalón antes de meterse en el pozo; en el cuartito, por ahorrar el aceite del que andábamos escasas, estábamos casi a oscuras, con sólo la luz velada por la lluvia del ventanuco, o, mejor dicho, de la gatera, tan pequeña era; nosotras callábamos porque ya no teníamos valor para hablar de los temas habituales que, además, solamente eran dos: la carestía y la llegada de los ingleses. Por lo cual las horas transcurrían agotadoras; yo había perdido la noción del tiempo y no sabía siquiera qué mes ni qué día era, y me parecía que me había vuelto estúpida porque no usaba ya la cabeza, dado que no había nada en qué pensar; algunas veces, creía volverme loca; de no haber sido por Rosetta, a quien como madre debía dar ejemplo, no sé lo que hubiese hecho: habría salido precipitadamente dando alaridos, o bien la hubiera emprendido a bofetadas con Luisa, que parecía querer enloquecernos aposta con el estrépito del telar y en cuya cara siempre había una especie de sonrisa socarrona, como para decirnos: «Ésta es la vida que solemos llevar los campesinos… Ahora, la lleváis también vosotras, señoras de Roma… ¿Qué os parece? ¿Os gusta?».

Otra cosa que casi me volvió loca durante todo aquel período era la angostura del lugar donde vivíamos, sobre todo comparado con la vastedad del panorama de Fondi. Desde Sant’Eufemia veíamos perfectamente todo el valle de Fondi cuajado de naranjales oscuros y de casas blancas y, además, a la derecha, por la parte de Sperlonga, la faja del mar, y sabíamos que en aquel mar estaba la isla de Ponza que, en efecto, con tiempo despejado, a veces se veía, y además sabíamos que en Ponza estaban los ingleses, o sea, la libertad. Pero, mientras tanto, pese a aquella vastedad del paisaje, seguíamos viviendo y moviéndonos y esperando en la macera larga y estrecha, que era tan angosta que si se daban cuatro pasos al frente se corría el peligro de caer en otra macera igual, pero más baja. En suma, que allí estábamos como aves encaramadas en una rama durante una inundación, que aguardan el momento favorable para levantar el vuelo hacia lugares secos. Pero aquel momento no llegaba nunca.

Después de aquella primera invitación el día de nuestra llegada, los Festa volvieron a invitarnos alguna vez, pero cada una de ellas más fríamente, y por último dejaron de invitarnos en absoluto, porque, como dijo Filippo, él tenía familia y en cosas de comer ante todo tenía que pensar en la familia. Por fortuna, pocos días después de nuestra llegada, acudió Tommasino desde el valle tirando del ronzal a su borrico cargado, es el caso de decirlo, como un burro, con muchos paquetes y maletas. Eran nuestras provisiones, que él había juntado aquí y allá por el valle de Fondi, conforme a la lista que habíamos hecho juntos; y quien no se ha encontrado en circunstancias semejantes, con dinero que prácticamente no valía nada, extraño entre extraños, en la cumbre de una montaña, y no ha experimentado lo que significa la falta de comida en tiempo de guerra, nunca podrá comprender el gozo con que recibimos a Tommasino. Son cosas difíciles de explicar: la gente suele vivir en la ciudad, donde las tiendas están abarrotadas y no hacen provisión porque sabe que para cualquier necesidad están las tiendas, precisamente, bien provistas de todo. Por lo cual se hace la ilusión de que ese asunto de las tiendas abarrotadas es casi un hecho natural, como los cambios de estación, la lluvia, el sol, la noche y el día. Cuentos: la manduca puede faltar de repente, como faltó, en efecto, aquel año, y entonces todos los millones del mundo no bastan para comprar un cacho de pan, y sin pan uno se muere.

Tommasino, pues, llegó muy jadeante tirando al borrico, que casi casi no podía más, del ronzal, y me dijo:

—Comadre, aquí tenéis comida para seis meses lo menos.

Y luego me lo entregó todo, controlándolo en un pedazo de papel de estraza donde yo había escrito la lista. Recuerdo lo que figuraba en ella y lo reproduzco aquí para dar una idea de lo que era la vida de la gente en el otoño de 1943. Nuestra vida, la mía y la de Rosetta, dependía, pues, de un saco de harina de maíz para hacer la polenta, de una talega de unos veinte kilos de habichuelas de la peor calidad, de ésas que tienen ojos, de algunos kilos de garbanzos, de almortas y de lentejas, de cincuenta kilos de naranjas, de una jarra de manteca de cerdo de dos kilos de peso y de un par de kilos de salchichas. Tommasino, además, subió también un saquito de fruta seca, higos, nueces y almendras, y una buena cantidad de algarrobas que solían darse a los caballos, pero, que ahora ya eran un manjar también para nosotros. Metimos todo aquel género en el cuartucho, la mayor parte bajo la cama, y luego hice las cuentas con Tommasino y descubrí que los precios, en una sola semana, habían subido ya casi en un treinta por ciento. Alguien pensará que quien los hizo subir era Tommasino el cual, como suele decirse, por dinero hubiese hasta falsificado papeles; pero yo soy comerciante, y cuando él me dijo que los precios habían subido, le creí en seguida, porque sabía por experiencia que no podía ser sino verdad y que si las cosas seguían yendo como iban, o sea, con los ingleses parados en el Garellano y los alemanes que lo confiscaban todo y aterrorizaban a la gente y le impedían trabajar, los precios subirían más y se pondrían por las nubes. Es lo que pasa en tiempos de carestía: cada día hay productos que escasean más, cada día, en el mercado, disminuye el número de personas que tienen suficiente dinero para comprar y, al final, puede incluso ocurrir que nadie tenga ya nada que vender y nadie compre ya nada y que todos, con dinero o sin dinero, se mueran de hambre. Por lo tanto, creí a Tommasino cuando me dijo que los precios habían subido y pagué sin rechistar, y además porque pensaba que un hombre como aquél, suficientemente codicioso para arrostrar los peligros de la guerra con tal de ganar dinero, en tiempos como aquéllos era un tesoro y convenía tenerle contento. Pagué y, además, al pagar, le enseñé el fajo de billetes de mil que guardaba en la bolsa, bajo la saya: él, cuando vio el dinero, le clavó los ojos como un milano sobre una gallina, y en seguida dijo que nosotros dos estábamos hechos para entendernos y que cuando lo quisiera me encontraría género, siempre, empero, al precio corriente, ni un céntimo menos ni un céntimo más. En aquella ocasión experimenté también, una vez más, la consideración que da el dinero, o sea, en mi caso, las provisiones. Los Festa, aquellos últimos días, viendo que nuestras provisiones no llegaban y que nosotras, para comer, recurríamos a Paride, quien, aunque fuese a regañadientes, nos permitía comer con su familia, pagando desde luego, evitaban estar con nosotras y, cuando llegaba la hora de comer, se largaban a la chita callando, como avergonzados. Pero tan pronto llegó Tommasino con su borrico, había que ver cómo cambió su actitud, de la noche a la mañana. Sonrisas, saludos, caricias, conversaciones e incluso, ahora que ya no lo necesitábamos, invitaciones para comer. Hasta acudieron a contemplar nuestras provisiones y, en aquella ocasión, Filippo me dijo, sinceramente complacido porque me tenía simpatía, quizá no tanta como para darme cosas de comer; pero suficiente para alegrarse de que yo las tuviese:

—Tú y yo, Cesira, somos aquí los únicos que podemos mirar con tranquilidad el porvenir, porque somos los únicos que tenemos dinero.

Su hijo Michele, al oír aquellas palabras, se ensombreció más de lo que acostumbraba y, luego, dijo entre dientes.

—¿Estás seguro de ello?

El padre se echó a reír y le dio una palmada en el hombro.

—¿Seguro? Es de lo único que estoy seguro… Sabe que el dinero es el mejor amigo, el más fiel y más constante que puede tener un hombre.

Yo le escuchaba y no dije nada. Pero pensaba que no era tan cierto: aquel mismo día, el amigo tan de fiar me había gastado la broma de disminuir en un treinta por ciento su valor adquisitivo. Y hoy, que cien liras apenas bastan para comprar un poco de pan, cuando antes de la guerra se podía vivir medio mes con ellas, puedo decir que no existen amigos de fiar en tiempos de guerra, ni hombres ni dinero ni nada. La guerra lo trastorna todo y, junto con las cosas que se ven, destruye otras muchas que no se ven, pero que existen.

A partir del día en que llegaron las provisiones, comenzó nuestra vida normal en Sant’Eufemia. Dormíamos, nos vestíamos, recogíamos maleza y leña para la lumbre, la encendíamos en la cabaña, luego paseábamos un rato charlando de todo un poco con los demás refugiados, comíamos, paseábamos de nuevo, hacíamos la cocina y comíamos por segunda vez y, por último para ahorrar el aceite de la lámpara, nos íbamos a la cama con las gallinas. El tiempo era bueno, suave y tranquilo, sin viento y sin nubes, un otoño magnífico en verdad, con todos los bosques en torno, por las montañas, salpicados de rojo y de amarillo, y todo el mundo decía que para los aliados era el tiempo ideal para hacer una ofensiva rápida y arrolladora y llegar, por lo menos, hasta Roma, y nadie comprendía que no lo hiciesen y se entretuviesen por la parte de Nápoles o poco más arriba. Ésta era, por lo demás, la conversación corriente, allá en Sant’Eufemia, es más, la única conversación. Se hablaba siempre de los aliados, de cuándo llegaban, de por qué no llegaban, de cómo era posible y de qué modo. Sobre todo, hablaban de ellos los refugiados porque anhelaban regresar cuanto antes a Fondi y reanudar la vida de costumbre; los campesinos, en cambio, hablaban menos de ello, un poco porque, en el fondo, la guerra les resultaba un buen negocio, al alquilar sus casas y sacar otros pequeños beneficios de los refugiados; y otro poco porque seguían viviendo igual que en tiempo de paz y la llegada de los aliados poco o nada haría cambiar sus vidas.

¡Lo que llegué a hablar de los aliados, arriba y abajo de las macere, a la intemperie, contemplando el panorama de Fondi y el mar azul, tan lejano, o bien por la tarde, en la cabaña de Paride, casi a oscuras, con el humo que nos hacía llorar, junto a la lumbre medio apagada, o bien de noche, en la cama, abrazada a Rosetta, antes de dormir! Hablé tanto y tanto que, poco a poco, los aliados se habían convertido en algo así como los santos locales que conceden mercedes y traen la lluvia y el buen tiempo y uno ora les reza y ora les insulta y siempre se espera alguna cosa de ellos. Todos esperaban cosas extraordinarias de los aliados, precisamente como de los santos; y todos estaban seguros de que con su llegada la vida no sólo volvería a la normalidad, sino que sería hasta mejor de lo normal. Había que oír, sobre todo, a Filippo. El Ejército aliado creo que se lo imaginaba como una columna interminable de camiones abarrotados de todos los bienes de Dios, con soldados encaramados encima que se encargaban de distribuir gratis todo aquello a los italianos. ¡Y pensar que era un hombre maduro, un comerciante que pretendía formar parte de la categoría de los listos y que, según él, los aliados serían tan tontos como para favorecernos a nosotros, los italianos, que les habíamos hecho la guerra y habíamos matado hijos suyos y les habíamos hecho gastar su dinero!

Noticias seguras sobre la llegada de aquellos benditos aliados las teníamos, empero, harto escasas, por no decir ninguna. Ora llegaba a Sant’Eufemia Tommasino, subiendo del valle, y dado que él sólo se interesaba por el mercado negro y el dinero era difícil sacarle otra cosa que frases incoherentes; ora subía algún labriego y, como labriego, decía cosas sin consistencia. A veces, acudían ciertos jovenzuelos de Pontecorvo con la mochila al hombro, para vender sal o tabaco, que eran las dos cosas que más escaseaban. El tabaco lo vendían en hojas, húmedo y amargo, y los refugiados lo troceaban y se liaban cigarrillos con papel de periódico; la sal era de pésima calidad, de ésa que se da al ganado. Aquellos jovenzuelos también traían noticias, pero las más de las veces eran noticias fantásticas que uno creía de momento y luego, cuando se fijaba más en ellas, resultaban parecidas a su sal, que pesaba el doble a causa del agua que contenía: también sus noticias tenían tanta mezcla de fantasía que pesaban como si hubiesen sido verdad; luego, al sol del examen, la fantasía se evaporaba y uno se daba cuenta que, de verdad, había bien poca. Contaban pues, que había una gran batalla en curso, unos decían que al norte de Nápoles, por la parte de Caserta, otros que hacia Cassino, y había quien la situaba muy cerca, en Itri. Todo mentiras. En realidad, a aquellos jovenzuelos, les interesaba ante todo vender la sal y el tabaco; y en cuanto a las noticias, procuraban decir cosas que pudiesen agradar a quienes les interrogaban.

El único acontecimiento de aquellos primeros días que nos recordó que estábamos en guerra fueron no sé qué explosiones por la parte de la marina, o sea, donde se encontraba Sperlonga. Aquellas explosiones se oían distintamente y, después, una mujer que subió a traer naranjas nos dijo que los alemanes estaban volando los diques de los pantanos y los canales de desagüe para retrasar el avance de los ingleses, de modo que muy pronto todo quedaría anegado y mucha gente que había trabajado toda la vida para cultivar un pequeño campo, quedaría arruinada porque el agua, ya se sabe, el agua echa a perder los sembrados y hacen falta años para retirarla y hacer cultivable de nuevo la tierra. Aquellas explosiones se sucedían como los disparos de morterete en una fiesta de pueblo; y me causaban un efecto extraño, porque tenían algo, precisamente, de festivo y, en cambio, yo sabía que significaban miseria y desesperación para quienes habitaban allá abajo, en las tierras ganadas a los pantanos. Hacía un día muy hermoso, sereno, calmo, con el cielo sin una nube y toda la llanura verde y próspera de Fondi extendida hasta la franja vaporosa del mar, muy hermoso de ver, de tan azul y risueño que era. Y una vez más, oyendo aquellas lejanas explosiones y contemplando aquel paisaje, pensé que los hombres van por un lado y la naturaleza por otro, y cuando la naturaleza se desata con una tempestad con truenos, rayos y lluvia, a menudo los hombres son felices en sus casas; mientras que, en cambio, cuando la naturaleza sonríe y parece que quiera prometer eterna felicidad, en cambio ocurre que los hombres se desesperan y desean morir.

Así pasaron unos cuantos días más y las noticias de la guerra seguían siendo inciertas y quienes llegaban a Sant’Eufemia desde el valle siempre decían que un gran ejército inglés había emprendido el camino de Roma. Pero es menester decir que aquel gran ejército debía avanzar a paso de tortuga, pues aun yendo a pie y parándose de vez en cuando para descansar, los ingleses ya hubiesen debido llegar y, en cambio, no se les veía el pelo. Yo, mientras tanto, harta ya de hablar de los ingleses y de cuándo llegarían y de la abundancia que traerían, trataba de ocuparme en algo, por ejemplo, haciendo labores de punto. Compré cierta cantidad de lana a Paride y me puse a hacer un jersey porque, sospechando ahora ya que deberíamos quedarnos allí quién sabe cuánto tiempo, pensaba que vendrían los fríos y nosotras dos no teníamos nada que ponernos encima. La lana era gorda y oscura, olía a establo, y era de las pocas ovejas que poseía Paride; todos los años las esquilaban y, luego, hilaban la lana en la rueca y con el huso, según la antigua usanza, y se hacían medias y camisetas. Por lo demás, allí todo iba del mismo modo, como en los tiempos de Maricastaña. La familia de Paride tenía todo lo necesario no sólo para comer, sino también para vestirse, a saber, lino, lana y cuero, por suerte para ellos porque, como ya he dicho, de dinero no tenían en absoluto o casi, y de no haber sido así, hubiesen debido andar por ahí desnudos. Cultivaban, pues, lino, tenían ovejas para la lana y utilizaban el cuero de las vacas, cuando las sacrificaban, para hacerse abarcas y chalecos. La lana y el lino, tras haberlos hilado del modo que he dicho, los tejían en el telar de nuestra estancia, ora Luisa, ora la hermana, o bien la cuñada de Paride; pero debo decir que ninguna de las tres valía gran cosa y que, pese a todo aquel trabajo de huso, de rueca y de telar, el resultado era muy malo. El tejido que fabricaban de aquel modo y luego teñían malamente de azul con ciertos malos colorantes caseros y que después cortaban para hacer pantalones y chaquetas (nunca he visto ropa peor cortada, como con hacha), al cabo de una semana ya se rompía en las rodilleras o los codos y las mujeres ya recosían los remiendos sobre los agujeros, de suerte que a los quince días apenas de haber estrenado los trajes nuevos la familia ya andaba por ahí toda remendada, como pordioseros. Total, se hacían todo por sí mismos es cierto, sin comprar nada, pero todo lo hacían mal y a pegotones. Michele, el hijo de Filippo, a quien comuniqué mis observaciones, me respondió, serio, meneando la cabeza:

—¿Quién fabrica todavía a mano, ahora, cuando hay máquinas? Tan sólo miserables como ésos, tan sólo los campesinos de un país atrasado y mísero como Italia.

No se crea, sin embargo, que en las palabras de Michele hubiese desprecio para los campesinos, al contrario. Sólo que él se expresaba siempre de aquel modo, con suma aspereza, brusco y perentorio; pero, al mismo tiempo, y eso era lo que mayor impresión me causaba, sin ninguna violencia en la voz, con tono tranquilo, como si hubiese dicho algo obvio e indiscutible de lo cual hacía tiempo que no se preocupaba y se limitaba a decirlo, como otro diría que el sol brilla en el cielo y que la lluvia cae.

Era un tipo curioso, Michele; y dado que, después nos hicimos amigos y yo llegué a encariñarme con él como con un hijo, quiero describirlo, aunque no sea más que para tenerle ante los ojos una última vez. No era muy alto, sino más bien bajito, pero ancho de espaldas y como un poco jorobado, con la cabeza grande y la frente muy despejada. Usaba gafas y andaba tieso, altanero y soberbio, con el aire de quien no se deja intimidar ni avasallar por nadie. Era muy estudioso, y, según supe por su padre, precisamente aquel año había de doctorarse o se había doctorado, ya no me acuerdo. Total, que rondaba los veinticinco años, aunque por las gafas y también por su actitud tan seria aparentase, por lo menos, treinta. Pero su carácter, sobre todo, era insólito, diferente del de los otros refugiados y hasta del de las personas que hasta entonces yo había conocido. Como he dicho, se expresaba con una seguridad absoluta, como quien está convencido de ser el único que conoce y dice la verdad. De esa convicción derivaba, a mi juicio, aquel hecho curioso que he mencionado: pese a decir cosas ásperas o violentas, no se acaloraba en absoluto, al contrario, las decía con un tono sosegado y razonable y, por decirlo así, casi involuntario y sin relieve, como si se hubiese tratado de algo antiguo sobre lo cual, ahora, ya todo el mundo estaba de acuerdo hacía mucho tiempo. Sin embargo, eso no era cierto en absoluto, al menos por mi parte; porque cuando le oía hablar, por ejemplo, del fascismo y de los fascistas, yo siempre experimentaba una sensación de estupor. Durante veinte años, en efecto, o sea, desde que tenía uso de razón, yo sólo había oído hablar bien del Gobierno; y aunque, de vez en cuando, hubiese puesto reparos a alguna cosa que afectaba sobre todo a mi negocio, y también porque nunca me había ocupado de política, en el fondo pensaba que si los periódicos aprobaban siempre al Gobierno, sus buenas razones debían tener y no nos correspondía a nosotros, pobrecitos e ignorantes, juzgar de cosas que no comprendíamos ni conocíamos. Mas he aquí que Michele lo negaba todo; y donde los periódicos siempre habían dicho blanco, él decía negro; y nada había sido bueno durante aquellos veinte años; y todo lo que se había hecho en Italia durante aquellos veinte años era equivocado. Según Michele, en suma, Mussolini y sus ministros y todos los peces gordos y todos aquéllos que contaban un poco, eran unos bandidos, eso decía exactamente: bandidos. Yo me quedaba boquiabierta ante aquellas afirmaciones, hechas con tanta seguridad, tanta indolencia y tanta calma. Yo siempre oí decir que Mussolini, por lo menos, era un genio; que sus ministros, sin exageración, eran grandes hombres; que los secretarios federales, aun queriendo ser modestos, eran personas inteligentes y honradas; y que todos los peces pequeños, siempre quedándonos cortos, era gente de la que uno podía fiarse con los ojos cerrados; y hete aquí que Michele me lo ponía todo patas arriba de una vez, y les llamaba a todos, sin excepción, bandidos. Entretanto, sin embargo, me preguntaba cómo era posible que él hubiese llegado a pensar de tal manera; pues no parecía que fuesen cosas que él hubiese empezado a pensar, como tantos en Italia, cuando la guerra se puso mal; como ya he insinuado, hubiérase dicho que aquello él lo pensaba naturalmente desde que nació, como otros niños, naturalmente, dan su nombre a las plantas, a los animales, a las personas. Pero lo que ocurría era que él tenía una desconfianza antigua, inquebrantable, endurecida en todos y en todo. Y eso me parecía tanto más sorprendente por cuanto sólo tenía veinticinco años, de modo que, por así decirlo, nunca había conocido nada más que el fascismo y había sido criado y educado por los fascistas, por lo que, en buena lógica, si la educación cuenta algo, hubiese debido ser también fascista o, por lo menos, como tantos había ahora, uno de ésos que criticaban al fascismo, si, pero en voz baja y sin seguridad. Pero no. Michele, con toda su educación fascista, estaba desenfrenado en verdad contra el fascismo. Y yo no podía menos que pensar que en aquella educación había algo que no funcionaba bien, pues, de otro modo, Michele no se habría expresado de aquel modo.

En este punto, alguien pensará que Michele, por decirlo así, hubiese tenido ya quién sabe cuántas experiencias: ya se sabe, cuando uno tiene una mala experiencia, y esto puede suceder hasta con los mejores Gobiernos, se es propenso a generalizar, a verlo todo negro, todo feo, todo erróneo. En cambio, no, frecuentando a Michele me convencí poco a poco de que había tenido muy pocas experiencias y éstas aun insignificantes, comunes a todos los jóvenes de su condición y de su edad. Se había criado en Fondi con la familia; y en Fondi había hecho los primeros estudios y, como todos los demás chicos de su edad, había sido suficientemente balilla y vanguardista. Luego, se había matriculado en la Universidad de Roma, y en Roma estudió y vivió algunos años, en casa de un tío suyo que era magistrado. Eso era todo. Nunca había estado en el extranjero; de Italia, además de Fondi y Roma, apenas conocía las ciudades principales. Total, que no le había pasado nunca nada extraordinario, o si le había pasado, siempre se trataba de cosas que le pasaban por la cabeza, no en la vida. Por ejemplo, en cuestión de mujeres, a mi juicio, nunca había tenido la experiencia del amor que a muchos, a falta de otra, les abre los ojos sobre lo que es la vida. Él mismo nos dijo varias veces que nunca había estado enamorado, que nunca había tenido novia, que nunca había cortejado a una mujer. Todo lo más, por lo que pude comprender, había tenido tratos con alguna furcia, como hacen todos los muchachos como él, que no tienen ni dinero ni relaciones. Por lo cual llegué a la conclusión de que aquellas convicciones tan arraigadas se las había hecho, por así decirlo, casi sin darse cuenta, quizá tan sólo por espíritu de contradicción. Durante veinte años, los fascistas se habían desahogado proclamando que Mussolini era un genio y sus ministros unos grandes hombres; y él, tan pronto empezó a razonar, así, naturalmente, como una planta que alarga las ramas hacia donde da el sol, había pensado precisamente lo contrario de lo que proclamaban los fascistas. Son cosas misteriosas, lo sé, y yo soy una pobrecita ignorante y no pretendo comprenderlas y explicarlas; pero, a menudo, he observado que los niños hacen precisamente lo contrario de lo que les mandan hacer o que hacen sus padres, no porque comprendan de verdad que sus padres obran mal; sino por la única y buenísima razón de que ellos son niños y sus padres son padres y porque ellos quieren también vivir su vida, a su modo, ya que sus padres han tenido la suya. Así pienso que era Michele. Había sido educado por los fascistas para que se convirtiese en un fascista; pero precisamente por el mero hecho de que él era avispado y quería tener una vida a su modo, se había vuelto antifascista.

Michele, en aquellos primeros tiempos, empezó a pasar con nosotras casi todo el día. No sé que le atraía de nosotras, porque éramos dos mujeres sencillas, no muy diferentes de su madre y de su hermana; por otra parte, como diré más adelante, ni siquiera sentía por Rosetta una atracción particular. Probablemente nos prefería a su familia y a los otros refugiados porque éramos de Roma, no hablábamos en dialecto y no conversábamos como los otros sobre las cosas de Fondi que a él, como dijo varias veces, no le interesaban en absoluto y hasta le fastidiaban. Total, que él venía por la mañana temprano, cuando acabábamos de levantarnos y sólo nos dejaba a las horas de comer, por lo que estaba con nosotras, prácticamente, todo el día. Me parece verle todavía asomarse al cuartito donde nosotras estábamos sin hacer nada, yo sentada en la cama y Rosetta en la silla y decir con voz alegre.

—¿Qué os parece si fuésemos a pasear un rato?

Nosotras aceptábamos, aunque aquellos paseos fuesen siempre los mismos; o nos encaminábamos por la macera, bordeando las montañas y, siempre andando en llano, a media montaña, podíamos incluso ir a parar a otro valle contiguo, completamente similar al de Sant’Eufemia; o bien subíamos hasta el puerto, a través de pedregales y encinares; o bien bajábamos por uno u otro lado hacia el valle. Casi siempre escogíamos el camino llano, para no cansarnos demasiado y, siguiendo la macera, íbamos a parar a una especie de espolón del monte de la izquierda que se asomaba a pico sobre el valle. Allí había un gran algarrobo, los matorrales eran verdes y soleados y, en el suelo, un musgo muelle nos servía de almohada. Nos sentábamos, casi a la cima del espolón, no lejos de una roca azul desde la cual podía contemplarse todo el panorama de Fondi, abajo y allí permanecíamos algunas horas. ¿Qué hacíamos? Pues, ahora que lo pienso, no sabría decirlo. Rosetta recorría algunas veces el monte bajo, con Michele, y cogían los ciclaminos que en aquella estación crecían tupidos, hermosos y grandes, con las corolas de un rosa encendido erguidas entre las hojas oscuras, dondequiera hubiese un poco de musgo. Ella hacía un gran ramillete y me lo traía y yo, después, lo ponía en un vaso sobre la mesa de nuestro cuarto. O bien nos quedábamos sentadas y no hacíamos nada contemplábamos el cielo, el mar, el valle, las montañas. De aquellas paseatas, la verdad sea dicha, no recuerdo nada porque no nos pasaba nada, salvo, por supuesto, las palabras de Michele. Éstas las recuerdo, como me acuerdo de él, porque eran palabras nuevas para mí y también porque él era un tipo nuevo, que nunca encontré antes de entonces.

Éramos dos mujeres ignorantes y él era un hombre que había leído muchos libros y sabía muchas cosas. Pero yo tenía una experiencia de la vida que él no tenía; y ahora pienso que con todos los libros que había leído y las cosas que sabía, en el fondo era un ingenuo que no sabía nada de la vida. Recuerdo, por ejemplo, las palabras que me dijo uno de los primeros días.

—Tú —nos tuteaba a las dos y nosotras le tuteábamos a él—, tú, Cesira, es verdad, eres comerciante y no piensas más que en tu tienda, pero el comercio no te ha echado a perder. Por suerte tuya, has seguido siendo la que eras de niña.

—¿Qué? —pregunté.

—Una campesina.

—No me haces ningún cumplido… Los campesinos no conocen nada fuera de la tierra, no saben nada, viven como los animales.

Se echó a reír y respondió:

—No era ningún cumplido… muchos años atrás… Pero hoy es un cumplido… Hoy, los que leen y escriben y viven en la ciudad y son señores son los verdaderos ignorantes, los verdaderos incultos, los verdaderos inciviles… Con ellos no hay nada que hacer… Con vosotros, campesinos, en cambio se puede empezar de nuevo desde el principio.

No comprendí bien lo que quería decir e insistí:

—Pero ¿qué significa volver a empezar desde el principio?

—Pues hacer hombres nuevos —contestó.

—Se ve que no conoces a los campesinos, amigo mío… —exclamé—. Con los campesinos no hay nada que hacer… ¿Qué crees que son, los campesinos? Son los hombres más viejos que existen. Nada de hombres nuevos. Ellos eran campesinos antes que todos, antes de que hubiese gente en la ciudad. Son campesinos y seguirán siendo siempre campesinos.

Meneó la cabeza con indulgencia y no dijo nada. Y yo tuve la impresión de que él a los campesinos los veía como no eran y jamás serían; más bien como él quería verlos, por razones suyas, que como eran de veras en realidad.

Hablaba bien tan sólo de los campesinos y de los obreros; pero, a mi juicio, no conocía ni a aquéllos ni a éstos. Un día se lo dije:

—Tú, Michele, hablas de los obreros, pero no los conoces.

—¿Los conoces tú? —me preguntó.

—Claro que los conozco. A mi tienda acuden muchos… Viven allí, al lado.

—¿Qué clase de obreros?

—Pues, artesanos, fontaneros, albañiles, electricistas, carpinteros, toda gente que trabaja, de todo un poco.

—Y, según tú, ¿cómo son los obreros? —preguntó él entonces, con una especie de aire burlón, como disponiéndose a escuchar estupideces.

Le respondí:

—Amigo mío, no sé cómo son… Para mí esas diferencias no existen… Son hombres como todos los demás… Los hay buenos y los hay malos… Algunos son gandules y otros, trabajadores… Algunos quieren mucho a su mujer y otros van detrás de las furcias… Algunos beben y otros juegan… Total, que hay de todo como en todas partes, como entre los señores y los campesinos y los empleados y todos los demás.

Entonces, él dijo:

—Quizá tengas razón… Tú los ves como hombres semejantes a todos los demás y tienes razón al verlos así… Si todos los viesen como los ves tú, o sea, como hombres como todos los demás y les tratasen en consecuencia, ciertas cosas no pasarían y quizá no estaríamos aquí, en Sant’Eufemia.

—¿Cómo les ven los otros? —pregunté.

—Les ven no como hombres como todos los demás, sino tan sólo como obreros.

—¿Y tú cómo les ves?

—Como obreros también.

—Entonces —dije—, tú también tienes la culpa de que estemos aquí… Desde luego, repito lo que has dicho, aunque no te comprenda: también tú les consideras obreros y no como hombres semejantes a los demás.

—Claro, también yo les considero como obreros… Pero es menester ver por qué… A algunos les conviene considerarlos como obreros y no como hombres para explotarlos mejor… A mí me conviene para defenderlos.

—Total —dije de pronto—, que tú eres un subversivo.

Se quedó desconcertado y preguntó:

—¿A qué viene eso?

—He oído decirlo por una brigada de carabineros que frecuentaba la tienda… Todos esos subversivos, decía, hacen agitación entre los obreros.

Michele dijo, tras un momento de silencio:

—Pongamos que soy un subversivo.

—Pero ¿tú has hecho agitación alguna vez entre los obreros? —insistí.

Se encogió de hombros y admitió, por último, a regañadientes, que no la había hecho. Entonces, dije:

—¿Ves cómo no conoces a los obreros?

Esa vez no contestó nada.

Pero a pesar de aquellos difíciles discursos suyos que no siempre comprendíamos, Rosetta y yo preferíamos siempre su compañía a la de los otros hombres que estaban allí. En resumidas cuentas, él era más educado y, además, el único que no pensaba en el interés y en el dinero, lo cual le hacía menos aburrido que a los demás, porque el interés y el dinero son sin duda importantes, pero oír hablar de ellos todo el tiempo acaba por causar como una sensación de opresión. Filippo y los otros refugiados sólo hablaban de intereses, es decir, de género que vender o comprar y del coste y de la ganancia y de cómo iban las cosas antes de la guerra y de cómo irían después. Cuando no hablaban de intereses, jugaban a cartas: reunidos en el cuartito de Filippo, sentados en el suelo a la moruna, con la espalda adosada a los sacos de harina o de habichuelas, el sombrero negro calado y el cigarro en la boca, en una atmósfera cargada de sudor y de humo, se pasaban horas y horas con los naipes en la mano, con unos alaridos y unas vociferaciones que parecía que estuviesen degollándose. Alrededor de los cuatro que jugaban siempre había, por lo menos, otros cuatro que miraban, como ocurre en las tabernas del pueblo. Yo, que nunca he podido sufrir el juego, no comprendía cómo podían pasarse el día entero jugando, con aquellos naipes mugrientos y abarquillados en los que ya no se veían las figuras, de tan deteriorados como estaban. Pero era peor cuando, en vez de hablar de intereses o de juego, los compañeros de Filippo discurrían acerca de todo, es decir, conversaban. Soy una ignorante y sólo entiendo de comercio y de tierra, pero, en fin, constantemente tenía la sensación de que aquellos hombres con toda la barba, adultos y creciditos, cuando se salían del campo de sus intereses decían enormes estupideces. Lo notaba tanto más por cuanto podía compararlos con Michele, que no era un ignorante como ellos y las cosas que decía, pese a que con frecuencia no las comprendía, sin embargo sentía que eran justas. Aquellos hombres, repito, razonaban como estúpidos o, peor, como bestias, si es que las bestias pueden razonar: y cuando no decían paladinamente tonterías, decían cosas que ofendían por su crudeza y brutalidad. Recuerdo, por ejemplo, a un tal Antonio que era panadero, hombre diminuto y muy moreno, tuerto de un ojo que parecía más pequeño y que siempre parpadeaba como si tuviese una broza dentro. Un día, no sé cómo, cuatro o cinco refugiados entre los cuales se encontraba Antonio estaban hablando, sentados en los pedruscos de la macera, de la guerra y de lo que pasa en las guerras; Rosetta y yo escuchábamos. Aquel Antonio había estado en la guerra de Libia cuando tenía veinte años y le gustaba hablar de ella porque aquella guerra había sido importante para él y porque, entre otras cosas, perdió el ojo entonces. Así que, no sé cómo, le oímos decir, Rosetta y yo, en un momento determinado:

—Habían matado a tres de los nuestros…, pero matado es decir poco…, les habían sacado los ojos, cortado la lengua, arrancado las uñas… Entonces, decidimos hacer un escarmiento… Por la mañana temprano, fuimos a una de las aldeas y les matamos a todos, hombres, mujeres y niños… A las niñas, hijas de zorra, les ensartamos el coño con la bayoneta y las arrojamos al motón… Así les quitamos las ganas de cometer otras atrocidades.

Alguien, entonces, tosió un poco porque estábamos nosotras delante y Antonio quizá no se había fijado, pues nos encontrábamos de pie detrás de un árbol. Oí a Antonio disculparse diciendo:

—Bueno, en la guerra pasa eso y más.

Corrí detrás de Rosetta, que se había alejado apresuradamente. Caminaba con la cabeza baja y, por fin, se detuvo y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas y el semblante demudado. Le pregunté qué le pasaba y ella respondió:

—¿Has oído lo que ha dicho Antonio?

No encontré nada mejor que repetir a mi vez:

—En la guerra, desgraciadamente, pasa eso y más, hija mía.

Ella calló un momento y, luego, dijo como hablando consigo misma:

—Yo, sin embargo, siempre preferiría estar entre los muertos que entre los que matan.

Después de aquel día, cada vez nos apartamos más del grupo de refugiados, porque Rosetta no quería de ninguna manera estar al lado de Antonio y hablarle.

Sin embargo, también con Michele, Rosetta estaba de acuerdo hasta cierto punto; sobre el capítulo de la religión, en cambio, no estaba de acuerdo en absoluto. Michele tenía dos enemigos: los fascistas, como he dicho ya e, inmediatamente después, los curas; y no se entendía bien si odiaba más a unos que a los otros y, a menudo, él, en broma, decía que fascistas y curas eran iguales, con la única diferencia que los fascistas habían transformado la sotana, recortándola, en una camisa negra, en tanto que los curas la llevaban entera, hasta los pies. A mí, sus furores contra la religión, o mejor dicho, contra los curas, no me daban ni frío ni calor: siempre he pensado que en esas cosas cada cual se corta el traje a su medida; soy religiosa, sí, pero no hasta el punto de querer imponer mi religión a los otros. Además, me daba cuenta de que Michele, con todo y su aspereza, en el fondo no tenía maldad; a veces, se me ocurría pensar que hablaba mal de los curas no tanto porque les odiase en cuanto a curas, sino porque le desagradaba que no fuesen verdaderos sacerdotes y no se comportasen siempre como sacerdotes. Total, que quizá también era religioso; pero de una religiosidad desilusionada; a menudo, son precisamente las personas como Michele, que hubiesen podido ser más religiosas que otras, las que atacan, a causa de la decepción, con mayor severidad a los curas. Pero Rosetta era, en cambio, diferente de mí; ella creía en la religión y hubiese querido que los demás también fuesen creyentes; y no podía soportar que se hablase mal de los curas, aunque fuese, como en el caso de Michele, de buena fe y sin verdadera maldad. Así, ya desde el principio, cuando él se salió con su primer arrebato contra los curas, le advirtió en redondo:

—Si quieres seguir viéndonos, debes dejar de hablar así.

Yo me figuraba que él insistiría o le daría una rabieta, como a veces le ocurría cuando se le llevaba la contraria. En cambio, ante mi asombro, no protestó, no dijo nada: se limitó a observar al cabo de un momento:

—Hace unos años, yo también era como tú… Es más, pensaba seriamente en hacerme cura… Después, sin embargo, me pasó.

Me quedé estupefacta ante aquella confesión tan inesperada: nunca hubiese pensado que él había podido abrigar una intención parecida.

—¿En serio que querías ser sacerdote? —pregunté.

—Seguro… Puedes preguntárselo a mi padre, si no lo crees.

—¿Y por qué renunciaste, luego?

—Pues porque era un chiquillo, me di cuenta de que no tenía vocación. O, mejor dicho —añadió sonriendo—, me di cuenta de que la tenía y de que, precisamente por eso, no debía hacerme cura.

Rosetta, esa vez no dijo nada y no se volvió a hablar más del asunto.

Entretanto, sin embargo, las cosas cambiaban lentamente, y no para mejorar. Después de tantos rumores contradictorios, llegó, por fin, una noticia precisa: una división alemana estaba acampada en la llanura de Fondi; y, mientras tanto, el frente se había estabilizado en el río Garellano. Eso quería decir que los ingleses ya no avanzaban y que los alemanes, por su lado, se disponían a pasar el invierno con nosotros. Quienes subían del valle nos decían que los alemanes estaban en todas partes, la mayoría escondidos en los naranjales, con sus carros armados y sus tiendas salpicadas de manchas verdes, azules y amarillas, camufladas, como decían. Pero seguían siendo rumores; nadie había visto nunca a los alemanes, quiero decir ninguno de los que estaban allí, porque hasta entonces ningún alemán había subido hasta Sant’Eufemia. Luego, ocurrió algo que nos puso en contacto con los alemanes y nos hizo comprender qué clase de gente era. Lo cuento porque a partir de entonces puede decirse que las cosas cambiaron; y, en cierto modo, fue entonces cuando la guerra llegó allá arriba por primera vez, para no irse nunca más.

Entre los refugiados que jugaban a cartas con Filippo, había un sastre llamado Severino, el más joven de todos, un hombre bajito y enjuto, de cara amarilla y bigotito negro y un ojo que siempre parecía hacer guiños, lo cual le venía de su oficio, porque mientras cosía, acurrucado sobre una silla, en su obrador, tenía siempre un ojo entornado y el otro no. Severino había huido de Fondi como todos los otros, a los primeros bombardeos, y se alojaba en una casa poco distante de las nuestras, con su niña y su mujer, bajita y modesta como él. Severino era el más inquieto de todos los que estaban allí porque, durante la guerra, había invertido todo su dinero en determinada cantidad de tejidos ingleses e italianos y los había escondido en lugar seguro, pero no tan seguro para que él no se preocupase constantemente por el destino de su pequeño patrimonio. Severino, sin embargo, pasaba de la ansiedad a la esperanza, si en vez de pensar en el presente, con los alemanes y los fascistas y la guerra y los bombardeos, pensaba en el futuro. A quienquiera que le escuchase, Severino exponía un plan que, según él, tan pronto terminase la guerra, le haría rico. El plan consistía en explotar el tiempo, quizá seis meses, quizás un año, que mediaría entre el fin de la guerra y la vuelta a la normalidad. Durante aquellos seis meses, aquel año, faltaría de todo, porque no habría transportes, intercambios ni comercios, e Italia estaría ocupada por los militares y el negocio sería difícil por no decir imposible. Entonces, durante aquellos seis meses o aquel año, Severino cargaría sus telas en un camión, correría a Roma y allí, pieza por pieza, con los precios por las nubes a causa de la carestía, se haría rico vendiendo al por menor los tejidos que había comprado al por mayor. Era un plan atinado, como se vio después, y demostraba que Severino, quizás el único entre todos los que estaban allí, había comprendido bien el mecanismo de los precios destinados a subir a medida que faltaba género y que alemanes, aliados e italianos imprimían billetes de Banco sin resguardo. Era un plan atinado, repito, pero, por desgracia, los planes atinados son siempre los que no prosperan, sobre todo en tiempo de guerra.

En fin, una mañana de aquéllas, un chiquillo que había sido aprendiz de Severino llegó muy jadeante de la llanura, el cual, aun antes de llegar a la macera, desde abajo, gritó al sastre, quien, muy nervioso, ya le esperaba en el borde del murete:

—Severino, te lo han robado todo… Han encontrado el escondite y te han robado las telas.

Yo estaba cerca de Severino y ante aquellas palabras le vi tambalearse como si alguien, a traición, le hubiese dado con un palo en la cabeza. El chico, mientras tanto, había llegado a la macera. Severino le agarró por los hombros, y con la respiración anhelante y los ojos desorbitados balbució:

—No puede ser… ¿Qué dices? ¿Las telas? ¿Mis telas? ¿Robadas? No puede ser… ¿Quién las ha robado?

—¡Yo qué sé! —respondía el chico.

Todos los refugiados habían acudido y le rodeaban, mientras él hacía gestos de loco y revolvía los ojos y se daba palmadas en la frente y se mesaba los cabellos. Filippo intentó calmarle diciendo:

—No te asustes… Tal vez se trate sólo de un rumor.

—Ni rumor ni nada —replicó el chico ingenuamente—, lo he visto con mis propios ojos, la pared derribada y el escondrijo vacío.

Severino, al oír esto, hizo un gesto de desesperación y alzó las manos como si amenazase al cielo; después, echó a correr sendero abajo y desapareció. Todos nos quedamos muy afectados por aquel suceso: quería decir que la guerra continuaba y hasta empeoraba, que ya no había conciencia y que si, ahora, robaban, pronto quizá matarían. Alguien le dijo a Filippo, que de todos era quien más se agitaba comentando el suceso y censuraba a Severino por no haber tornado bastantes precauciones:

—Tú que has depositado tus enseres en casa del aparcero, vigila que no te pase lo mismo.

Recordé las palabras de Concetta y de Vincenzo y pensé que aquel refugiado tenía razón: aquella pared podía ser derribada también en cualquier momento. Pero Filippo meneó la cabeza con seguridad, confiado:

—Soy san Juan con el aparcero… Bauticé a su hijo y él bautizó a mi hija… ¿No sabes que san Juan no quiere engaños?

Entonces pensé, al oír aquellas palabras de Filippo, que ya se puede ser listo, como creía serlo él, pero que siempre hay un momento en nuestra vida en que somos tontos; pues me parecía que creer en san Juan en el caso de Concetta y de Vincenzo era cabalmente una tontería, tal vez simpática, pero a pesar de todo una tontería. No dije nada, empero, para no ponerle receloso. Tanto más cuanto que alguien lo había intentado ya sin resultado.

Aquella misma tarde, Severino volvió del valle, cubierto de polvo hasta las cejas, triste y descompuesto. Dijo que había ido a la ciudad y que había encontrado la pared derrumbada y el escondrijo vacío; dijo que se lo habían llevado todo y que estaba arruinado; dijo que podían haber sido tanto los alemanes como los italianos, pero él creía que habían sido los italianos, es más, por lo que pudo comprender interrogando a las pocas personas que quedaban en la ciudad, los fascistas. Después de haber dicho esas cosas, se quedó silencioso, encogido en una silla frente a la puerta de la casa de Filippo, más amarillo y sombrío que de costumbre, abrazado al respaldo y mirando con su ojo normal hacia Fondi, donde le habían robado el género, mientras que con el otro ojo, como solía, parecía hacer un guiño de inteligencia, y aquello quizás era lo más triste, porque el ojo se guiña por alegría y él, en cambio, poco faltaba para que se matase de desesperación. De vez en cuando, meneaba la cabeza y repetía en voz baja:

—Mis telas… Ya no tengo nada… Se me lo han llevado todo.

Y, luego, se pasaba la mano por la frente, como si acabase de entenderlo. Por último dijo:

—Me he vuelto viejo en un solo día.

Y se fue hacia su casita, sin aceptar la invitación de quedarse a cenar con Filippo, quien trataba de consolarse y calmarle.

El día siguiente se vio que seguía pensando en sus telas y meditaba sobre el modo de recuperarlas. Estaba seguro de que se las habían robado gente del pueblo; estaba casi seguro de que habían sido los fascistas o, mejor dicho, los que ahora se llamaban fascistas y que antes de la caída del fascismo eran conocidos en el valle como vagabundos y menesterosos. Aquellos vagabundos, apenas volvió el fascismo, se alistaron inmediatamente en la milicia con el único propósito de comer y pasarlo bien a costa de la población que, por causa de la guerra y de la huida de todas las autoridades, había quedado completamente abandonada a merced de ellos. Ahora, Severino estaba muy decidido a recobrar sus telas y se iba todos los días al valle y volvía al anochecer, cansado, lleno de polvo y con las manos vacías, pero más decidido que nunca. Aquella decisión se veía hasta en su actitud: siempre callado, con los ojos brillantes, como absorto, con un nervio que no paraba de saltarle bajo la piel tirante de la mandíbula. Cuando alguien le preguntaba qué iba a hacer todos los días en Fondi, se limitaba a responder: «Voy de caza», dando a significar con ello que iba a la caza de sus telas y de quienes se las habían robado. Poco a poco, por las conversaciones que Severino sostenía con Filippo, logré comprender que aquellos fascistas que, según él, le habían robado las telas, se habían atrincherado en un caserío situado en la localidad llamada del Uomo Morto. Eran una docena y habían transportado a aquella casa gran cantidad de víveres extorsionados a los campesinos, y allí comían y bebían y se lo pasaban en grande, servidos en todo punto por algunas pelanduscas suyas que antes habían sido sirvientas y obreras. Por la noche, aquellos fascistas salían de la casa e iban a la ciudad, donde visitaban una por una las casas abandonadas por los refugiados, robaban todo lo que quedaba en ellas y golpeaban uno tras otro muros y pavimentos para ver si había algún escondrijo. Aquellos fascistas iban armados de metralletas, bombas y puñales y se sentían seguros, porque en todo el valle, como ya he dicho, ya no había ni carabineros, que hacía tiempo que o habían huido o habían sido detenidos por los alemanes, ni Policía ni autoridad alguna. Se había quedado, es cierto, un guardia municipal. Pero era un pobre hombre cargado de familia, que iba de un caserío a otro andrajoso y hambriento, encareciendo a los campesinos a que, por el amor de Dios, le diesen un cacho de pan y un huevo. Ya no había ley, en suma, y la Policía militar alemana, que se distinguía de los demás soldados porque llevaban en el pecho una especie de collar, La campesina eran los únicos que hacían respetar la ley; pero era la ley de ellos, no la nuestra, de nosotros los italianos, y era ley, por así decirlo, para nosotros, una ley que parecía haber sido hecha para requisar hombres, robar víveres y cometer toda suerte de desmanes. Para daros una idea de lo que sucedía en aquellos tiempos, basta decir que un campesino de una localidad no muy distante de Sant’Eufemia, una mañana, por no sé qué motivo, acuchilló a su sobrino, un muchacho de dieciocho años, y luego le dejó morir desangrado en la viña. Aquello ocurrió a las diez de la mañana. A las cinco del mismo día, el asesino fue al matadero clandestino a comprar medio kilo de carne. El delito era conocido ya, todo el mundo lo sabía, pero nadie se atrevió a decirle nada: era asunto suyo y, además, todos tenían un poco de miedo. Tan sólo una mujer observó:

—Pero ¿qué tienes en el corazón? Has matado a tu sobrino y vienes tan tranquilo a comprar carne.

Y él respondió:

—Toca a quien toca… Nadie me detendrá porque hoy no existe ley y cada cual se la hace como le parece.

Y tenía razón, porque no le detuvieron y él sepultó a su sobrino bajo una higuera y continuó yendo por ahí sin ser molestado.

Severino, pues, se metió en la cabeza el tomarse la justicia por su mano, en vista de que ya no había justicia pública. No sé lo que combinaría en sus excursiones a Fondi; mas he aquí que, una mañana, llega un niño campesino con un palmo de lengua fuera por el esfuerzo de subir corriendo la cuesta y grita que Severino se venía arriba con los alemanes, que tenía a los alemanes de su parte y que los alemanes le harían recuperar las telas porque se había puesto de acuerdo con ellos. Todos los refugiados salieron de las casitas, nosotras dos también, y seríamos una veintena los que estábamos en aquella macera, vigilando el sendero por el que había de aparecer Severino con los alemanes. Entretanto, todos decían que Severino había sido inteligente y sensato, que entonces era verdad que la autoridad, ahora, estaba en manos de los alemanes, que los alemanes no eran vagabundos y delincuentes como los fascistas, y que no sólo le harían recuperar las telas, sino que también castigarían a los fascistas. Filippo era el que más se manifestaba a favor de los alemanes:

—Son gente seria que todo lo hace en serio, la guerra, la paz y el negocio… Severino ha hecho bien en recurrir a ellos… Los alemanes no son como nosotros los italianos, anárquicos e indisciplinados… Tienen disciplina y, en tiempo de guerra, robar es un acto contrario a la disciplina. Estoy seguro de que harán recuperar la tela a Severino y castigarán a esos delincuentes de fascistas… Inteligente de Severino, que ha ido derecho al punto esencial de la cuestión: ¿quién tiene la autoridad hoy en Italia? Los alemanes. Entonces, es menester dirigirse a los alemanes.

Filippo pensaba en voz alta, pavoneándose y alisándose el bigote. Era claro que pensaba en sus enseres escondidos en casa del aparcero; y que estaba contento de que Severino recuperase sus telas y de que los ladrones fuesen castigados, porque él también tenía bienes escondidos y, a su vez, temía ser despojado.

Mientras tanto, mirábamos hacia el sendero y, por fin, apareció Severino, pero en vez de los alemanes que habíamos imaginado que acudirían con él con una patrulla armada, sólo había un alemán, soldado raso por añadidura, ni siquiera de la Policía militar. Cuando llegaron a la macera, Severino, orgulloso y contento, nos lo presentó llamándole Hans, que, en total, en alemán quiere decir Giovanni; y todos le rodearon con las manos tendidas, pero Hans no estrechó manos, se limitó a saludar militarmente, con un taconazo, llevándose la mano al gorro, como para poner una distancia entre él y los refugiados. Aquel Hans era un hombre bajito, rubiales, de caderas como las de una mujer, cara blanca y un poco hinchada. Tenía dos o tres grandes cicatrices que le cruzaban la mejilla y a alguien que le preguntó dónde se las hicieron, le respondió lacónicamente: «Stalingrado». Por culpa de aquellas heridas, su rostro, fofo y no del todo redondo, sino como magullado, parecía propiamente uno de esos melocotones o manzanas caídos del árbol al suelo que, al caer, se quedan chafados y luego, cuando vas a partirlos, ves que por dentro están medio podridos. Tenía los ojos azules, pero no bonitos, sino de un azul desvaído, inexpresivo, demasiado claro, como de vidrio. Severino, mientras tanto, muy orgulloso, nos explicaba que había trabado amistad con Hans porque, por casualidad, Hans, en su país, en tiempo de paz, también era sastre. Así que, entre sastres, se habían comprendido bien. Él le contó lo del hurto y Hans le prometió hacerle recuperar las telas, precisamente porque era sastre y porque podía comprender mejor que cualquier otro la preocupación de Severino. Total, que no era uno de la Policía, no había muchos alemanes, sino uno solo, y además no era una cosa oficial, sino privada, entre amigos del mismo oficio, sastres ambos. Pero el alemán llevaba uniforme, con la metralleta en bandolera, y se comportaba como soldado alemán que era; por lo cual todos rivalizaron en darle coba. Quien le preguntaba cuánto duraría la guerra, quien le pedía noticias de Rusia donde él había estado, quien quería saber si los ingleses presentarían batalla, quien se informaba de si, en cambio, los que presentarían batalla serían los alemanes. Hans, a medida que la gente le hacía preguntas, se hinchaba de importancia, como un globo flojo cuando se sopla dentro. Dijo que la guerra ya no duraría mucho porque los alemanes poseían armas secretas, dijo que los rusos se batían bien, pero que los alemanes se batían mejor, dijo que los alemanes pronto presentarían batalla a los ingleses y les rechazarían hasta el mar. Total, que infundía respeto; y Filippo, al final, quiso invitarle a almorzar con Severino en su casita.

Yo también asistí al almuerzo. Ya había comido, pero tenía curiosidad por ver a aquel alemán, el primero que había puesto los pies allá arriba. Fui cuando ya estaban en la fruta. Se encontraba presente toda la familia de Filippo, salvo Michele, porque odiaba a los alemanes y poco antes, mientras Hans hablaba dándose importancia de la gran victoria que pronto lograrían los alemanes sobre los ingleses, le miraba sombrío y amenazador, como si hubiese querido echarse encima de él y liarse a puñetazos. Ahora, gracias también al vino que había bebido, el alemán se había entregado a las confidencias. No paraba de darle palmadas en el hombro a Severino, repitiendo que ambos eran sastres e íntimos amigos y que él haría que Severino recuperase las telas. Luego, se sacó del bolsillo la cartera y de la cartera una fotografía en la que se veía una mujer alta y gorda, dos veces como él, con semblante bonachón, y dijo que era su esposa. Luego, nos pusimos de nuevo a hablar de la guerra y Hans volvió a decir:

—Nosotros hacer ofensiva y arrojar al mar ingleses.

Filippo, que se esforzaba en darle coba y granjearse su simpatía, abundó entonces:

—Cómo no, seguro… Les arrojaremos al mar a todos…, como asesinos que son.

Pero el alemán respondió:

—No, asesinos no, al contrario, valientes soldados.

Y Filippo añadió en seguida:

—Son valientes soldados, cierto, ya sabemos que son valientes soldados.

Pero el alemán dijo:

—Tú admirar soldados ingleses… Tú traidor.

Y Filippo, asustado, rectificó:

—Pero ¿quién les admira? Si acabo de decir que son unos asesinos…

Pero el alemán no estaba contento:

—Asesinos no, valientes soldados… Pero los traidores como tú, que admiran a los ingleses, kaput.

E hizo el ademán de cortar el cuello. Total, que no le sentaba bien nada y nunca estaba contento y todos nos asustamos porque, de repente, pareció volverse malvado. Luego, le dijo a Severino:

—¿Tú por qué no en el frente? Nosotros alemanes luchamos y vosotros italianos estar aquí… Tú al frente.

Severino se asustó y contestó:

—He sido declarado inútil…, enfermo de pecho.

Y se golpeó el pecho y era verdad, había estado muy enfermo y hasta se decía que sólo tenía un pulmón.

El alemán, sin embargo, malévolamente, le asió de un brazo, diciendo:

—Entonces, tú venir en seguida conmigo, al frente.

E hizo ademán de levantarse y llevárselo consigo. Severino se había puesto pálido y hacía esfuerzos por sonreír sin conseguirlo y todos estaban consternados y a mí me entró un miedo tal que el corazón me saltaba en el pecho. El alemán tiraba del brazo a Severino y él trataba de resistir agarrándose a Filippo, quien también parecía espantado. Luego, de repente, el alemán soltó la carcajada y dijo:

—Tú recuperar telas y hacerte rico… Yo ir al frente a hacer la guerra y morir.

Y, sin dejar de reír, se puso de nuevo a darle palmadas en el hombro. A mí toda la escena me había causado un efecto extraño: como si me encontrase no delante de un hombre, sino de una fiera que ora ronronea y ora enseña los dientes y no se sabe qué intenciones tiene y no se sabe cómo tratarla. Me parecía que Severino se hacía ilusiones como ésos, precisamente, que dicen: «Ese animal me conoce…, a mí nunca me morderá». Y, como se verá, no me equivocaba.

Después de aquella escena, el alemán se volvió amable, bebió más vino y dio unas palmadas en el hombro a Severino, no sé cuantas veces, de manera que a Severino se le pasó el miedo y un momento en que el alemán estaba distraído, le dijo a Filippo:

—Hoy mismo recuperaré mis telas…, ya lo verás.

En efecto, al cabo de un rato, el alemán se levantó de la mesa y se ciñó el cinto que se había quitado al sentarse, haciéndonos notar, jocosamente, que debido a la gran comilona, había tenido que ceñírselo un agujero menos que antes. Luego, le dijo a Severino:

—Nosotros ir abajo, después tú volver aquí con tus telas.

Severino se levantó, el alemán saludó militarmente dando un taconazo y luego se fue, muy tieso, con Severino, bajando por el sendero que, a través de las macere, llevaba al valle. Filippo, que había salido con los otros para verles marchar, dijo al final, expresando el sentir de todos:

—Severino se fía de ese alemán… Pero yo, en su lugar, no me fiaría mucho.

Esperamos a Severino toda la tarde y parte de la noche, pero él no regresó. El día siguiente, fuimos a la casita que habitaba Severino con su familia y encontramos a la mujer que lloraba en la oscuridad, con la niña en el regazo. Con ella estaba una vieja campesina que hilaba lana con huso y rueca y, de vez en cuando, repetía, estirando el hilo:

—No llores, esposa… Severino volverá y lo arreglará todo.

Pero la mujer meneaba la cabeza y respondía:

—Presiento que no volverá nunca más… Lo presentí una hora después, apenas se fue.

Tratamos de consolarla, pero ella no hacía más que llorar y decía que toda la culpa era suya porque Severino había hecho todo aquello por ella y por la niña para que estuviesen bien y se hiciesen ricas y ella, en cambio, hubiese debido retenerle e impedir que comprase aquellas malditas telas. No podía decirse nada, por desgracia, porque Severino no volvía y eso era un hecho consumado y todas las buenas palabras del mundo no valen nada frente a un hecho consumado. Sin embargo, estuvimos con ella, todo el día, ora diciendo una cosa, ora otra, haciendo, en suma, todas las suposiciones posibles sobre aquella desaparición de Severino; pero ella seguía llorando y repitiendo que él no volvería nunca más. El día siguiente, que era el segundo de la desaparición de Severino, fuimos a la casita, pero ya no la encontramos ni a ella ni a la niña: al amanecer, había tomado en brazos a la niña y bajó al valle para averiguar qué había sucedido.

Después, durante algunos días, no supimos ya nada ni de Severino ni de su mujer. Por fin, Filippo, que a su manera quería mucho a Severino, decidió averiguar lo ocurrido y mandó llamar a Nicola, un viejo labrador que ya no trabajaba en los campos y solía pasarse el día con los niños, de arriba abajo por la macera. Le dijo que quería que fuese a informarse sobre Severino y le dijo también que debía personarse en la localidad del Uomo Morto, donde, los fascistas, que habían robado las telas estaban atrincherados. El viejo, al principio, no quería ir; pero, luego, Filippo le prometió trescientas liras y el viejo, que por dinero se habría metido hasta en un horno encendido, se fue sin más a preparar su asno. Dijo que volvería el día siguiente, que dormiría en casa de unos parientes suyos, campesinos como él, y puso en la alforja una hogaza y un poco de queso. Le despedimos cuando se marchó, cabalgando muy tieso, con el sombrero negro calado, la pipa en la boca y las piernas estiradas, una aquí y la otra allá, con las albarcas y las calzas blancas. Filippo le recomendó que de entre aquellos fascistas se dirigiese a un tal Tonto, que era el menos malo de todos, y el viejo dijo que así lo haría y se fue.

Transcurrió aquel día y transcurrió la mitad del día siguiente y luego, al anochecer, he aquí que en la macera aparece el borrico llevado del ronzal por el viejo y montado precisamente por Tonto. Llegaron a donde nosotros estábamos y Tonto descabalgó: era un hombre de cara morena y flaca, barba crecida, ojos melancólicos y hundidos, y la nariz tan larga que se le juntaba con la boca. Todos le rodearon. Tonto parecía cohibido y callaba. El viejo Nicola sujetó el asno del ronzal y dijo:

—El alemán se ha quedado con las telas y ha mandado a Severino a trabajar en las fortificaciones, al frente, eso es lo que ha pasado.

Tras haber farfullado estas palabras, se alejó para dar de comer a su animal.

Nos quedamos todos aterrorizados. Tonto estaba apartado, sin saber qué decir; y Filippo, encolerizado, le dijo:

—¿Y tú qué has venido a hacer aquí?

Tonto se acercó y, muy humildemente, dijo:

—Filippo, no debéis juzgarme mal… He venido para haceros un favor. Para explicaros lo ocurrido, a fin de que no creáis que hemos sido nosotros.

Todos le miraban con antipatía, pero todos querían saber lo ocurrido y, por fin, Filippo, aunque a regañadientes, le invitó a beber un poco de vino en su casita. Tonto aceptó, echó a andar hacia la casita y todos nosotros le seguimos, como en procesión. En la estancia, Tonto se sentó sobre un saco de habichuelas y Filippo le sirvió vino, permaneciendo de pie delante de él, y todos nosotros nos agrupamos junto al umbral, de pie también. Tonto bebió con calma y luego, dijo:

—Es inútil negarlo: las telas nos las llevamos nosotros… En estos tiempos, Filippo, cada cual para sí y Dios para todos… Severino creía haber escondido bien las telas y, en cambio, éramos muchos los que sabíamos dónde estaban, y entonces pensamos: si no somos nosotros, serán los alemanes, un chivatazo se da pronto, vale más que nos las llevemos nosotros. Además, ¿qué se le va a hacer, Filippo? —juntó las manos y nos miró—, también nosotros tenemos familia y, en estos tiempos, todos hemos de pensar ante todo en la familia y después en lo demás. No digo que hayamos obrado bien, digo que lo hemos hecho por necesidad. Usted, Filippo, es comerciante, Severino es sastre y nosotros…, nosotros nos las apañamos como podemos… Pero Severino hizo mal recurriendo a los alemanes, que nada tenían que ver en el asunto. Qué demonios, Filippo, si Severino no se hubiese portado mal, tal vez podíamos haber llegado a un acuerdo vendiendo las telas y partiendo las ganancias… O bien le habríamos hecho un regalo… Total, que entre paisanos nos hubiésemos puesto de acuerdo… En cambio, Severino se ha portado mal y ha pasado lo que ha pasado. Vino aquel desgraciado de alemán, Severino nos dijo un montón de palabras feas y, luego, el alemán nos apuntó con la metralleta, dijo que debía practicar un registro y nosotros, que en cierto sentido dependemos de los alemanes, no pudimos oponernos. Así es que salieron las telas y el alemán las cargó en el camión con el cual había venido y se fue con Severino quien, al irse, gritó:

»—Por fin hay justicia en este mundo.

»Sí, menuda justicia. ¿Sabes lo que hizo el alemán? A los pocos kilómetros, encontró otro camión lleno de italianos requisados para ser mandados a trabajar en las fortificaciones del frente. Entonces, paró su camión y, con la ametralladora, hizo bajar a Severino y le hizo subir al camión de los requisados. Por lo cual Severino, en vez de recuperar las telas, ha sido mandado al frente; y el alemán, que también es sastre, no tardará en mandar las telas a Alemania, donde con ellas abrirá una sastrería a las costillas de Severino y de todos nosotros. Ahora, digo yo, Filippo: ¿por qué hacer intervenir a los alemanes? Entre dos litigantes, un tercero se aprovecha: esto es lo que ha pasado y juro que es la verdad».

Filippo y todos nosotros, tras las palabras de Tonto, nos quedamos callados; además porque, entre las muchas cosas que Tonto dijera, había el detalle de la redada de la cual, es cierto, habíamos oído hablar, pero nunca tan clara y tranquilamente, como de algo normal. Por fin, Filippo se armó de valor y preguntó qué eran aquellas requisas. Tonto respondió con indiferencia:

—Los alemanes andan por ahí en camión y se llevan consigo a todos los hombres útiles para trabajar y los envían al frente por la parte de Cassino de Gaeta, para fortificar las líneas.

—¿Y cómo les tratan?

Tonto se encogió de hombros:

—Pues, mucho trabajo, barracones y poca comida. Ya se sabe cómo tratan los alemanes a los que no son alemanes.

Volvimos a quedarnos silenciosos; pero Filippo insistió:

—Pero se llevan a los hombres que están en el llano… A los refugiados en las montañas no se los llevan, ¿verdad?

Tonto volvió a encogerse de hombros:

—No os fiéis de los alemanes… Hacen como con las alcachofas: se comen las hojas una por una… Ahora, les toca a los del llano; después, les tocará a los que están en la montaña.

Ahora ya nadie pensaba en Severino, todos tenían miedo y cada cual pensaba en sí mismo. Filippo preguntó:

—Pero ¿cómo sabes esas cosas?

Tonto contestó:

—Yo esas cosas las sé porque trato con los alemanes todos los días… Hacedme caso…, o ingresáis en la milicia como nosotros, o bien os aconsejo que os escondáis bien…, pero lo que se dice bien…, de lo contrario, los alemanes os cascarán a uno después de otro.

Luego, añadió algunas explicaciones: los alemanes, en primer lugar, rastreaban la llanura y se llevaban consigo a los hombres útiles para el trabajo; luego, pasaban a las montañas y operaban de la manera siguiente: por la mañana temprano, todavía entre dos luces, una compañía de soldados subía a la cima de una montaña y después, cuando llegaba el momento de la redada, hacia el mediodía, bajaba al valle desparramándose por toda la anchura del monte, de modo que todos los que estaban, pongamos por caso, a media ladera como nosotros, quedaban apresados como pececillos en una gran red.

—Se las saben todas —observó entonces alguien con voz empavorecida.

Tonto se había franqueado ya, volvía casi a su habitual petulancia. Intentó, incluso, el truco de la recomendación con Filippo, quien sabía que tenía más dinero que los demás.

—Pero si nosotros dos nos ponemos de acuerdo, puedo decirle unas buenas palabras para tu hijo al capitán alemán, a quien conozco bien.

Quizá Filippo, que estaba aterrado de veras, hubiese aceptado discutir el asunto con Tonto. Pero inesperadamente, Michele se acercó y dijo con dureza a Tonto:

—Pero, bueno, ¿qué aguardas para irte?

Todos enmudecieron, sorprendidos, pues Tonto iba armado de bombas y fusil y Michele, en cambio, estaba desarmado. Pero Tonto, no sé por qué, se quedó avasallado por aquel tono. Dijo, reacio:

—Bueno, si es así, apañaos vosotros… Yo me voy.

Luego, se levantó y salió de la casita. Todos le siguieron: y Michele, antes de que se perdiese de vista, le gritó desde lo alto de la macera:

—Y en vez de andar por ahí ofreciendo tus servicios, piensa en tus asuntos… Un día de éstos los alemanes te quitarán el fusil y te mandarán a trabajar como Severino.

Tonto se volvió y le hizo un conjuro con los dedos en forma de cuerno. No volvimos a verle nunca más.

Cuando Tonto se hubo marchado, nos encaminamos con Michele hacia nuestra casucha. Rosetta y yo comentábamos el suceso, compadeciendo al pobre Severino, que primero perdió sus telas y luego, además, la libertad. Michele que, muy sombrío, callaba con la cabeza gacha, de pronto se irguió y dijo:

—Le está bien empleado.

Yo protesté:

—Pero ¿cómo puedes decir eso? El pobrecito está arruinado, y ahora hasta puede que se juegue el pellejo.

De momento no contestó, pero luego gritó:

—Hasta que no lo pierdan todo, no comprenderán nada… Deben perderlo todo y sufrir y llorar lágrimas de sangre… Sólo entonces serán prudentes.

—Pero Severino no lo hizo en absoluto por interés —objeté—. Lo hizo por la familia.

Se echó a reír, feamente en verdad:

—¡La familia! La gran justificación de todas las cobardías, en este país. Pues bien, tanto peor para la familia.

Michele, ahora que sale a colación, tenía de veras un carácter curioso. Dos días después de la desaparición de Severino, hablando de naderías con él, se nos ocurrió decir que ahora que era invierno y anochecía pronto, no se sabía en verdad qué hacer, Michele dijo entonces que, si queríamos, él se sentía capaz de leernos algo en voz alta. Aceptamos contentas, aunque no estuviésemos acostumbradas a los libros, como creo haber dado a entender ya: pero en aquella situación hasta los libros podían ser una distracción. Yo además, creyendo que quería leernos alguna novela, recuerdo que le dije:

—¿Qué será? ¿Una historia de amor?

Sonriendo contestó:

—Muy bien, has acertado, precisamente una historia de amor.

Quedó decidido, pues, que Michele nos leería en voz alta después de la cena, que siempre tenía lugar en la cabaña, a aquella hora, precisamente, de la noche en que no sabíamos qué hacer. Recuerdo muy bien aquella escena porque se me quedó grabada en la memoria, no sé porqué, quizá porque Michele, en aquella ocasión, reveló un aspecto de su carácter que yo no conocía. Me parece estar viendo a la familia de Paride y a nosotras dos sentadas en torno del fuego medio apagado, en troncos y banquetas, casi a oscuras, con un candil de aceite colgado detrás de Michele para que tuviese luz para leer. La cabaña era propiamente tenebrosa; del techo de ramas secas pendían negras cenefas de hollín que, al menor soplo, oscilaban, ligeras; al fondo de la cabaña, casi sumida en la oscuridad, estaba sentada la madre de Paride, quien parecía la bruja de Benevento, tan vieja y arrugada era, hilando siempre lana con el huso y la rueca. Rosetta y yo estábamos contentas de la lectura; pero Paride y su familia no tanto, porque tras haber trabajado todo el día, por la noche se caían de sueño y solían acostarse pronto. Los niños ya dormían, en el regazo de sus madres.

Michele dijo antes de empezar, sacándose un librito de bolsillo:

—Cesira quería una historia de amor y voy a leer precisamente una historia de amor.

Una de las mujeres, más por cortesía que porque tuviese verdadera curiosidad, preguntó si se trataba de un hecho real o bien inventado; y él respondió que quizás había sido inventado; pero era como si hubiese sucedido realmente. Mientras tanto, había abierto el librito y se ajustaba las gafas sobre la nariz; por último, nos anunció que iba a leernos algunos episodios de la vida de Jesús, en el Evangelio. Nos sentó un poco mal a todos, porque habíamos esperado una verdadera novela; además, todo lo que es religión parece un poco aburrido, quizá porque las cosas de la religión las hacemos más bien por deber que por gusto. Paride, interpretando el sentir común, observó que todos nosotros conocíamos la vida de Jesús y que, por lo tanto, la lectura no nos revelaría ninguna novedad; Rosetta, en cambio, no dijo nada; más tarde, sin embargo, cuando estuvimos solas en nuestro cuartucho, observó:

—Si no cree en Jesús, ¿por qué no le deja en paz? —como sorprendida, pero sin hostilidad, porque Michele le era simpático, aunque, como todos allá arriba, no le comprendiese demasiado.

Michele, pues, se limitó a responder a las palabras de Paride, sonriendo: «¿Estás seguro de ello?», y luego anunció que leería el episodio de Lázaro, añadiendo: «¿Lo recordáis?». Ahora bien, todos habíamos oído hablar de Lázaro pero a la pregunta de Michele nos dimos cuenta de que verdaderamente no sabíamos quién fue ni qué hizo. Quizá Rosetta lo sabía, pero también esta vez se calló.

—¿Lo veis? —dijo Michele con un tono tranquilo de triunfo muy suyo en la voz—. Decíais conocer la vida de Jesús y resulta que ni siquiera sabéis quién era Lázaro… Y, sin embargo, ese episodio está pintado como tantos otros en los cuadros de la Pasión que hay en las iglesias…, hasta en la iglesia de Fondi.

Paride, pensando quizá que en aquellas palabras había un reproche para él, observó:

—Pero ¿no sabes que para ir a misa, abajo, en el valle, hay que perder una jornada? Nosotros tenemos que trabajar y no podemos perder ninguna jornada, aunque sea para ir a misa.

Michele no dijo nada y empezó a leer.

Como estoy segura de que el episodio de Lázaro es conocido por todos los que lean estos recuerdos míos, no lo transcribiré aquí, además porque Michele lo leyó sin añadirle nada; quienes no lo conozcan pueden leerlo en el Evangelio. Me limitaré a observar que a medida que Michele iba leyendo, alrededor suyo los rostros de los campesinos expresaban cada vez más, si no propiamente aburrimiento, por lo menos indiferencia y decepción. En efecto, habían esperado una historia de amor; y, en cambio, Michele les leía una historia de un milagro en el cual, por añadidura, al menos por lo que me pareció comprender, ellos no creían, como por lo demás tampoco lo creía el mismo Michele. Pero la diferencia entre Michele y ellos era que, mientras ellos se aburrían, tanto que dos de las mujeres se habían puesto a charlar entre sí, riendo quedamente, y la tercera no hacía más que bostezar y el propio Paride, que parecía el más atento de todos, mostraba, inclinándose hacia delante, un rostro totalmente obtuso e insensible, la diferencia, digo era, que Michele, a medida que leía, parecía, en cambio, conmoverse por aquel milagro en el que no creía. Hasta el punto de que, cuando llegó a la frase: Y Jesús dijo: yo soy la resurrección y la vida, se interrumpió un momento y todos pudimos ver que se había interrumpido porque ya no podía seguir adelante porque lloraba. Comprendí que lloraba a causa de lo que estaba leyendo y que, como quedó claro luego, aludía en cierto modo a nuestra situación presente; pero una de las mujeres, que se aburría, estaba tan lejos de pensar que fuese el episodio de Lázaro lo que le llenaba los ojos de lágrimas, que observó, solícita:

—¿Te molesta el humo, Michele? Aquí hay mucho humo… Ah, ya se sabe, estamos en una cabaña.

Para comprender esta frase es menester recordar, en efecto, que, como creo haber señalado, el humo del brasero no salía por la abertura de una chimenea que no existía, sino, muy despacio, a través de las ramas apretadas y secas del techo, y no antes de haber quedado estancado largo rato en la cabaña. Por eso, a menudo solía ocurrir que todos los que estaban en la cabaña llorasen y, con ellos, llorasen también los dos perros y la gata con sus gatitos. Aquella mujer quería disculparse del humo con Michele, por cortesía, pero él, de pronto, se secó las lágrimas y estalló, gritando de manera imprevista:

—Ni humo ni cabaña… No volveré a leeros más porque no comprendéis… Es inútil tratar de hacer comprender a quien nunca podrá comprender. Entretanto, empero, acordaos de esto: cada uno de vosotros es Lázaro… y leyendo la historia de Lázaro he hablado de vosotros, de todos vosotros… De ti, Paride, de ti Luisa, de ti Cesira, de ti Rosetta y hasta de mí mismo y de mi padre y de ese bribón de Tonto y de Severino con sus telas y de los refugiados que están aquí y de los alemanes y de los fascistas que están en el valle, en suma, de todos… Todos estáis muertos, todos estamos muertos y creemos estar viviendo… Mientras creamos que vivimos porque tenemos nuestras aficiones, nuestros miedos, nuestros negociejos, nuestras familias, nuestros hijos, estaremos muertos… Tan sólo el día en que nos demos cuenta de que estamos muertos, pero bien muertos, putrefactos, descompuestos y de que apestamos a cadaverina a la legua, tan sólo entonces empezaremos a estar un poquitín vivos… Buenas noches.

Dichas estas palabras, se levantó derribando el candil de aceite que se apagó y salió de la cabaña dando un portazo. Nos quedamos todos a oscuras, estupefactos. Luego, por fin, Paride, a copia de moverse a tientas, logró dar con el candil y volver a encenderlo. Pero nadie tenía ganas de comentar aquel arrebato de Michele; sólo Paride, con el aire apurado y socarrón del campesino que cree sabérselas todas dijo:

—Ah, Michele tiene la palabra fácil… Es hijo de señores, no es campesino.

Creo que las mujeres también pensaban lo mismo: todo aquello eran cosas de señores que no labran la tierra y no se ganan la vida con el sudor de su frente. Total, que nos dimos las buenas noches y nos fuimos a la cama. Michele, el día siguiente, fingió no acordarse del alboroto, pero La campesina tampoco volvió a proponernos leer en voz alta.

En aquella ocasión, sin embargo, confirmé la reflexión que me había hecho el día que Michele nos dijo que de chiquillo había pensado seriamente en hacerse cura. En realidad, como pensé, pese a todos sus discursos contra la religión, Michele se parecía más a los sacerdotes que a los hombres comunes, como Filippo y los demás refugiados. Aquel arrebato, por ejemplo, que tuvo al darse cuenta, mientras leía el episodio de Lázaro, de que los campesinos no lo comprendían, no lo escuchaban y se aburrían, igual hubiese podido tenerlo, cambiando un poco las palabras, cualquier cura rural durante el sermón dominical, al darse cuenta, mientras se afanaba desde el púlpito, de que los feligreses, sentados en la iglesia, estaban distraídos y no le prestaban atención. Era el arrebato, en suma, de un sacerdote que consideraba a todos los demás como pecadores a quienes instruir y hacer volver al buen camino, no de un hombre que se considera semejante a los demás hombres.

Para terminar acerca del carácter de Michele, quiero contar otro pequeño sucedido que confirma todo cuanto he dicho al respecto. Como he señalado ya, él nunca hablaba de mujeres y de amor y no parecía haber tenido experiencia alguna en ese terreno. Pero menos por falta de ocasión que, como se comprenderá por lo que voy a relatar, porque precisamente en ese capítulo era diferente de los jóvenes de su edad. El pequeño sucedido es el siguiente: Rosetta, cada mañana, había tomado la costumbre, nada más saltar de la cama, de quitarse toda la ropa y lavarse desnuda. O, mejor dicho, yo salía de la casita, metía el cubo en el fondo del pozo, lo subía lleno de agua y, luego, se lo alargaba; y ella se vertía la mitad en la cabeza, luego se enjabonaba todo el cuerpo y, después, se echaba encima la otra mitad. Era muy limpia, Rosetta; lo primero que quiso hacerme comprar a los campesinos, en cuanto llegamos a Sant’Eufemia, fue el jabón que ellos hacían en casa; continuó lavándose así incluso en pleno invierno, cuando hacía un frío verdaderamente de montaña, el agua del pozo estaba helada por la mañana, el cubo casi rebotaba sobre el hielo antes de romperlo y la cuerda me cortaba las manos, y cuando aquel chorro de agua me caía sobre la cabeza, las pocas veces que quise imitar a Rosetta, me cortaba el aliento y me dejaba un minuto con la boca abierta, casi desmayada. Así, pues, una mañana de aquéllas, Rosetta se había lavado según el acostumbrado sistema del cubo de agua sobre la cabeza y ya estaba frotándose enérgicamente con una toalla, de pie junto a la cama, sobre una tabla para no ensuciarse los pies con el barro del suelo. Rosetta tenía un cuerpo robusto que uno no se hubiese nunca imaginado viendo su cara dulce y delicada, de ojos grandes, nariz un poco larga y boca carnosa plegada sobre la barbilla que la hacía semejar un poco a una ovejita. Tenía el pecho no propiamente grande, pero sí desarrollado, de mujer formada que ya ha sido madre, hinchado y blanco como si hubiese estado lleno de leche, con los pezones oscuros vueltos hacia arriba como para buscar la boca de un bebé que ella hubiese traído al mundo. El vientre, en cambio, lo tenía de doncella, terso, llano, casi ahuecado, por lo que el vello, entre sus muslos fuertes y realzados, sobresalía, rizado y tupido, como un hermoso acerico. Por detrás, además, era verdaderamente hermosa, parecía una estatua, de ésas de mármol blanco que se ven en los parques públicos de Roma: los hombros llenos y redondos, la espalda alargada y, bajo la espalda un lomo profundo, como de potranca, que daba arranque al culo blanco, redondo y musculoso, tan hermoso y terso que daba ganas de comérselo a besos, como cuando ella tenía dos años. En fin, siempre he pensado que un hombre que sea un hombre, al ver a mi Rosetta desnuda, de pie, frotándose con un trapo la espalda y que a cada estregón hacía temblar un poco su hermoso pecho firme y alto, ese hombre, digo, debería, por lo menos, turbarse y ponerse colorado o pálido, según el temperamento. Y esto porque se puede estar pensando en otras cosas, pero el momento en que una mujer se muestra desnuda, todos los pensamientos escapan volando como los gorrioncitos de un árbol cuando se les dispara una perdigonada; y sólo queda la turbación del varón que se encuentra ante la mujer. Ahora bien, Michele, no sé cómo, una de aquellas mañanas, cuando Rosetta estaba, como he dicho, secándose desnuda en un rincón del cuartito, vino a vernos y empujó la puerta, sin llamar. Yo estaba junto al umbral y podía haberle advertido diciéndole:

—No, no entres, Rosetta está lavándose.

En cambio, lo confieso, casi no me desagradó que entrase así de improviso, y es que una madre siempre está orgullosa de su hija y, en aquel momento, más fuerte que la sorpresa y quizá que la reprobación, fue mi vanidad de madre. Pensé: «La verá desnuda… No hay ningún mal en eso, tanto más cuanto que no lo ha hecho a posta… Así verá lo guapa que es mi Rosetta». Con esta idea en la cabeza, me quedé callada; y él, engañado por mi silencio, abrió la puerta de par en par, viniendo a encontrarse precisamente frente a Rosetta, quien trataba, pero en vano, de cubrirse con la toalla. Yo le observaba; y vi que se quedaba un momento inseguro y casi enojado viendo a Rosetta desnuda; luego, se volvió hacia mí y dijo atropelladamente que le disculpase, que quizás había venido demasiado temprano, pero que de todos modos quería decirnos la gran novedad que acababa de saber por un mozalbete de Pontecorvo que recorría la montaña para vender tabaco: los rusos habían lanzado una gran ofensiva contra los alemanes y éstos se retiraban por todo el frente. Luego, añadió que tenía cosas que hacer y que nos vería más tarde y se fue. Aquel mismo día, pude hablarle a solas y le dije, sonriendo:

—Tú, Michele, en verdad que no eres como los demás chicos de tu edad.

Se puso sombrío y preguntó:

—¿Por qué lo dices?

—Has tenido ante los ojos a una hermosa muchacha como Rosetta, desnuda, y no has pensado más que en los rusos y en los alemanes y en la guerra, y, por así decirlo, ni siquiera la has mirado.

Aquello le sentó mal, casi se encolerizó y dijo:

—¿Qué tonterías son ésas? Me asombra que tú, que eres su madre, hables de ese modo.

Entonces, le dije:

—Hasta el jorobado es guapo para su mamá, ¿no lo sabías, Michele? Además, ¿qué tiene eso que ver? Yo no te había dicho ni muchos menos que vinieses esta mañana y entrases sin llamar. Pero, una vez dentro, quizá me habría dado rabia que hubieses mirado a Rosetta con demasiada insistencia, pero, en el fondo, precisamente porque soy su madre, no me habría desagradado del todo. En cambio, nada: ni siquiera la has mirado.

Sonrió, de una manera forzada, sin embargo, y luego dijo:

—Esas cosas no existen para mí.

Y aquélla fue la primera y última vez que hablé con él de esas cosas.