Capítulo 2

Desperté al cabo de una hora, tal vez, y el tren estaba parado, en un gran silencio. Dentro del vagón, ahora, no podía casi respirarse por el calor; Rosetta estaba de pie y asomada a la ventanilla, mirando no sé qué. Muchos más estaban asomados también en fila, a lo largo del vagón. Me levanté trabajosamente porque me sentía atontada y sudorosa y me asomé yo también. Hacía sol, el cielo era azul, el campo verdeaba, las colinas estaban cubiertas de viñedos; y, en lo alto de una de las colinas, justo frente al tren, había una casita blanca en llamas. De las ventanas salían rojas lenguas de fuego y nubes de humo negro, y aquellas llamas y aquel humo eran lo único que se movía alrededor, porque todo en el campo estaba inmóvil y tranquilo, un día verdaderamente perfecto, y no se veía a nadie. Luego, en el vagón, todos gritaron:

—Ahí va, ahí va.

Miré al cielo y vi un insecto negro a la altura del horizonte que casi en seguida tomó forma de avión y desapareció. Después, de repente, lo oí sobre la cabeza sobrevolar el tren, con un terrible estruendo de chatarra enloquecida, y en medio del estruendo se oía como un martilleo de máquina de coser. El estrépito duró un instante, luego se atenuó e inmediatamente después hubo una explosión muy fuerte y muy próxima y todo el mundo se tiró al suelo en el vagón, salvo yo, a quien no me dio tiempo y ni siquiera pensé en ello. Por lo que vi la casita incendiada desaparecer en una gran nube gris que en seguida empezó a extenderse sobre la colina, bajando a bufidos hacia el tren; ahora, había silencio de nuevo, la gente se ponía en pie casi incrédula de seguir con vida y, luego, todos volvieron a asomarse y a mirar. El aire, ahora, estaba lleno de un polvillo que hacía toser; después, la nube se desflecó lentamente y todos pudimos ver que la casita blanca ya no estaba. Él tren, al cabo de algunos minutos, reanudó la marcha.

Aquello fue lo más importante que ocurrió durante el viaje. Hubo muchas paradas, siempre en pleno campo, a veces de media hora o una hora, por lo que el tren, para hacer un viaje que en tiempos normales habría durado más o menos dos horas, tardó casi seis. Rosetta, que tanto miedo había pasado en Roma durante el bombardeo, esta vez, después de la voladura de la casita blanca, cuando el tren arrancó, dijo:

—En el campo me da menos miedo que en Roma. Aquí hace sol, se está al aire libre. En Roma tenía mucho miedo de que la casa me cayese encima. Aquí, si muriese, al menos vería el sol.

Entonces, uno de los que viajaban con nosotras en el pasillo, dijo:

—Yo, de muertos, he visto al sol, en Nápoles. Había dos hileras en los andenes, después del bombardeo. Parecían montones de ropa sucia. El sol lo vieron perfectamente antes de morir.

Y otro comentó burlonamente:

—¿Cómo dicen en Nápoles, en la canción? ¿O sole mio?

Pero nadie tenía verdaderas ganas de hablar y mucho menos de bromear; así que estuvimos callados durante todo el viaje.

Nosotras teníamos que apeamos en Fondi y, una vez pasada Terracina, le dije a Rosetta que se preparase. Mis padres vivían en la montaña, en un pueblecito por la parte de Vallecorsa, donde tenían una casita y un poco de tierra, y desde Fondi, por la carretera principal, en coche, era un trayecto de una hora. Pero cuando, como Dios quiso, llegamos a la altura de Monte San Biagio, que es un pueblo encaramado en una colina que domina el valle de Fondi, vi que todo el mundo se apeaba. En cuanto a los alemanes, ya habían bajado en Terracina; y en el tren sólo quedaban los italianos. Se apearon todos y nosotras dos nos quedamos en el compartimiento vacío, y yo, de pronto me sentí mejor, porque estábamos solas y hacía muy buen día y pronto llegaríamos a Fondi, desde donde iríamos a casa de mis padres. El tren estaba parado, pero no me sorprendió, pues se había parado muchas veces; por lo que le dije a Rosetta:

—Verás como en el campo te sentirás revivir: comerás, dormirás, y todo irá bien.

Seguí hablando de lo que haríamos en el campo y, mientras tanto, el tren no se movía. Serían la una o las dos, hacía mucho calor y dije:

—Vamos a comer.

Bajé la maletita donde había metido las provisiones, la abrí e hice dos bocadillos de pan y salchichón. Traía también una botellita de vino y le di un vaso a Rosetta y yo me bebí otro. Comíamos, el calor apretaba, había un gran silencio y a través de las ventanillas tan sólo se veían los plátanos que rodeaban la explanada de la estación, blancos de polvo, abrasados, con las cigarras que cantaban en el follaje como si todavía se estuviese en pleno agosto. Era el campo, el verdadero campo, donde nací y viví hasta los dieciséis años, el campo de mi terruño, con el olor a polvo calentado por el sol, a estiércol reseco y a hierba quemada.

—Ah, qué bien me encuentro —no pude por menos que exclamar estirando las piernas sobre el asiento de enfrente—, ¿no oyes qué silencio? Estoy contenta en verdad de haberme ido de Roma.

En aquel momento, la puerta del compartimiento se abrió y alguien se asomó.

Era un ferroviario, flaco y moreno, con la gorra ladeada, la chaqueta desabrochada, la barba crecida. Se asomó y dijo:

—Buen provecho.

Pero con expresión seria, casi airada. Pensé que tenía hambre, como tantos en aquellos tiempos, y le dije, indicándole el papel de estraza sobre el que estaban las rodajas de salchichón:

—¿Usted gusta?

Pero él replicó, más iracundo aún:

—¡Ni gusto ni nada! Tenéis que apearos.

—Vamos a Fondi —dije, y le enseñé los billetes.

Ni siquiera los miró. Contestó:

—Pero ¿no se han dado cuenta de que todos han bajado aquí? El tren termina aquí.

—¿No va a Fondi?

—Ni Fondi ni nada: la vía está cortada.

Al cabo de un momento, un poco más amable, añadió:

—A pie podéis llegar a Fondi en media hora. Pero tenéis que apearos, porque dentro de poco el tren sale para Roma.

Y se fue dando un portazo.

Nos quedamos de un aire, mirándonos fijamente, con los bocadillos mordisqueados en la mano. Luego, le dije a Rosetta:

—Esto empieza mal.

Rosetta, como si hubiese adivinado mis pensamientos, contestó:

—Nada de eso, mamá. Bajemos, ya encontraremos un carro, o un coche.

Yo no la escuchaba ya. Bajé las maletas, abrí la portezuela y me apeé del tren.

Bajo la marquesina de la estación no había nadie; cruzamos la sala de espera: nadie; desembocamos en la explanada: nadie. De la explanada salía una carretera recta, muy de campiña, blanca, harinosa, deslumbrante de sol, entre setos velados de polvo y los escasos árboles, también polvorientos. En un extremo de la explanada había una fuentecilla; el calor y la ansiedad me habían dejado la boca seca y fui a beber: no manaba agua. Rosetta, que se había quedado al lado de las maletas, me miraba con cara de espanto:

—Mamá, ¿qué vamos a hacer?

Yo conocía bien aquellos parajes y sabía que la carretera llevaba directamente a Fondi:

—Hija, ¿qué quieres hacer? Hay que ponerse en camino.

—¿Y las maletas?

—Las llevaremos nosotras.

No dijo nada, pero miró las maletas consternada: no comprendía cómo podríamos llevarlas. Abrí una, saqué dos toallas, e hice dos rodetes, uno para mí y otro para ella. De chica estaba acostumbrada a llevar carga sobre la cabeza, había llegado a llevar cincuenta kilos.

Mientras hacía los rodetes dije:

—Ahora, mamá te enseñará cómo hay que hacerlo.

Rosetta, reanimada, sonrió.

Me puse el rodete en la cabeza, bien calado, y le dije a Rosetta que hiciese lo mismo. Luego, me quité los zapatos y las medias y lo mismo hice hacer a Rosetta. Después, coloqué sobre mi rodete la maleta más grande y la mediana y el paquete de provisiones, por orden de tamaños, y ajusté sobre el rodete de Rosetta la maleta más pequeña. Le expliqué que debía caminar con el cuello erguido, sosteniendo con la mano, por un lado el borde de la maleta. Vi que había comprendido y se encaminaba ya con la maleta sobre la cabeza, y pensé:

«Ha nacido en Roma, pero también es campesina. Al fin y al cabo, eso se lleva en la sangre». Así, con las maletas sobre la cabeza, descalzas, andando por el borde de la carretera donde crecía un poco de hierba, nos encaminamos hacia Fondi.

Anduvimos un buen rato. La carretera estaba desierta y en los campos tampoco se veía alma viviente. A una persona de la ciudad, que no conociese aquello, podía parecerle una campiña normal; pero yo, que había sido labradora antes que ciudadana, podía ver que era una campiña abandonada. Se notaba el abandono en todas partes: las viñas hubiesen debido estar vendimiadas y, en cambio, los racimos de uva pendían entre los pámpanos amarillentos, demasiado dorados, algunos pardos y podridos, medio comidos por las avispas y los lagartos. El maíz se desplomaba a uno y otro lado, en desorden, con muchos hierbajos, y las panochas estaban maduras, casi rojas. En torno a las higueras, el suelo estaba lleno de higos, caídos de las ramas por excesiva madurez, chafados y abiertos, picoteados por los pájaros. No se veía ningún labrador y pensé que todos habrían huido. Sin embargo, hacía un buen día, caluroso y despejado, propiamente de campo. Así es la guerra, pensé: todo parece normal y, en cambio, por dentro, la carcoma de la guerra ha trabajado y los hombres tienen miedo y huyen, mientras el campo continúa, indiferente, produciendo fruta, trigo, hierba y plantas como si no pasase nada.

Llegamos a las puertas de Fondi con las piernas blancas de polvo hasta las rodillas, la garganta seca, cansadas y taciturnas.

Le dije a Rosetta:

—Ahora, iremos a una taberna, beberemos y comeremos algo y descansaremos. Luego, veremos si encontramos un coche o un carro que nos lleve a casa de los abuelos.

¡Pues ni taberna, ni automóvil, ni carro, ni nada! Al entrar en Fondi, notamos en seguida que la ciudad estaba desierta y abandonada. No pasaba ni un perro, todas las tiendas tenían los cierres echados con algún trozo de papel blanco pegado aquí y allá explicando que los dueños se habían marchado; las casas tenían las puertas atrancadas, las ventanas estaban cerradas y las gateras, tapiadas. Parecía que anduviéramos por una ciudad cuyos habitantes hubiesen muerto a resultas de una epidemia. ¡Y pensar que en Fondi, en aquella estación, la gente solía estar en la calle, mujeres, hombres, niños, entre los gatos, los perros, los asnos, los caballos y hasta las gallinas, y que todo el mundo iba a sus quehaceres o disfrutaba del buen tiempo paseando o sentada en el café, o ante las casas! Algunas callejuelas laterales nos dieron impresión de vida porque la fuerte luz del sol caía sobre el empedrado y las fachadas; pero, luego, fijándose bien, se percibían las mismas ventanas con los postigos cerrados, las mismas puertas atrancadas, y aquel sol que se extendía sobre los guijarros casi daba miedo; como daban miedo el silencio y en el silencio el ruido de nuestros pasos. De vez en cuando, me paraba, llamaba a una puerta, gritaba pero nadie abría, nadie asomaba a contestarme. Por fin, dimos con la hostería del «Gallo», con el rótulo de madera en el que estaba pintado un gallo todo descolorido y desconchado. La puerta estaba cerrada, una vieja puerta pintada de verde, con una cerradura a la antigua, de ojo grande; miré por ella y vi, al fondo de la oscuridad del local, la ventana que daba al jardín, bajo la parra verde, llena de luz, de la que pendían muchos racimos negros: podía verse también una mesa iluminada por el sol, pero nada más. Tampoco contestó nadie, el hostelero había huido junto con todos los demás.

Así era el campo: peor que Roma. Y, reflexionando en la ilusión que me había hecho de encontrar en el campo lo que faltaba en Roma, me volví hacia Rosetta y dije:

—¿Sabes lo que te digo? Que ahora descansaremos un momento y, luego volveremos a la estación y tomaremos otra vez el tren para Roma.

Así lo hubiese hecho. Pero vi que Rosetta ponía cara de espanto, seguramente pensando en los bombardeos, y me apresuré a decir:

—Pero, antes de renunciar, quiero hacer una última tentativa. Esto es Fondi. Probemos el campo. Tal vez encontremos a algún campesino que nos deje dormir una noche o dos en su casa. Después, ya veremos.

Así que descansamos un momento tras una tapia, sin hablar, porque en aquel desierto nuestras voces casi nos daban miedo, y después nos pusimos otra vez las maletas sobre los rodetes y salimos de la ciudad por la parte opuesta a la que entramos. Caminamos quizá media hora por la carretera principal, bajo el fuerte sol, en el polvo blanco y harinoso de siempre, y después, en cuanto aparecieron los primeros naranjales a ambos lados de la carretera, eché por el primer sendero que discurría entre naranjos, pensando: «A alguna parte llevará, en el campo los senderos siempre llevan a alguna parte». Los naranjos eran muy tupidos, de follaje limpio y sin polvo, y los sotos eran umbríos; después de la carretera principal, soleada y polvorienta, esto nos reanimó. De pronto, Rosetta, mientras seguíamos aquel sendero que discurría entre naranjos, preguntó:

—Mamá, ¿cuándo recogen las naranjas?

Contesté, sin pensarlo mucho:

—Empiezan a recogerlas en noviembre. Ya verás qué dulces son.

Inmediatamente después, me mordí la lengua, porque apenas estábamos a finales de setiembre y había dicho que estaríamos fuera de Roma no más de diez días, aunque en el fondo supiese que no era verdad, y ahora me había delatado. Pero ella, por fortuna, no prestó atención y continuamos avanzando por el sendero.

Por fin, al fondo de la vereda, surgió el calvero, y en el centro del calvero una casita que en tiempos debió de estar pintada de rosa y, ahora, por la humedad y los años, aparecía toda ennegrecida y desconchada. Una escalera exterior llevaba al segundo piso, donde había una azotea con una cimbra de la que colgaban muchas ristras de pimientos, de tomates y de cebollas. Frente a la casa, en la era, había gran cantidad de higos esparcidos puestos a secar al sol. Una casa de labriegos, habitada. El campesino, en efecto, salió en seguida, aun antes de que le llamásemos; comprendí que estaba escondido en algún sitio para ver quién llegaba. Era un viejo tan flaco que daba miedo, con una cabeza pequeña y descarnada, de nariz larga, picuda, ojos hundidos, frente estrecha y calva que parecía la de un milano. Dijo:

—¿Quién sois, qué queréis?

Y empuñaba una hoz, como para defenderse. Sin embargo, no me arredré, sobre todo porque iba con Rosetta y no tiene idea de la fuerza que da la presencia de una persona que es más débil que nosotros y necesita de nuestra protección. Le contesté que no queríamos nada, que éramos de Lenola, lo cual, en el fondo, era verdad, porque yo nací en una localidad poco distante de Lenola; que aquel día habíamos andado tanto que ya no nos aguantábamos y que si él nos cedía una habitación para la noche, le pagaría bien, como en el hotel. Me escuchaba, quieto en la mitad de la era, con las piernas separadas. Con sus pantalones hechos andrajos, su chaleco lleno de remiendos y su hoz parecía mismamente un espantapájaros; y creo que tan sólo captó que le pagaría bien, porque, como descubrí después, era medio bobo y, el interés aparte, no comprendía nada. Pero también el interés debía ser para él una cosa difícil de entender, porque tardó no sé cuánto tiempo en entender lo que le decía, y mientras tanto repetía:

—No tenemos habitaciones, y luego tú pagas, pero ¿con qué pagas?

No quería sacar el dinero que llevaba en la bolsa, bajo la saya, pues nunca se sabe: en tiempo de guerra todo el mundo puede volverse ladrón y asesino, y él, de ladrón y asesino ya tenía la pinta, por lo que me desgañité diciéndole que estuviese tranquilo que le pagaría. Pero él no comprendía. Y ya Rosetta me tiraba de la manga diciéndome en voz baja que era mejor que nos marcháramos cuando, por fortuna, se presentó su mujer, una mujeruca bajita y flaca, mucho más joven que él, de rostro atormentado y exaltado, de ojos brillantes. Al contrario del marido, en seguida comprendió y casi nos echó los brazos al cuello, repitiendo:

—Naturalmente, una habitación, ¿cómo no? Nosotros dormiremos en la azotea o en el henil y te daremos nuestra habitación. También hay comida, comerás con nosotros, cosas sencillas, claro, cosas de campo, comerás con nosotros.

El marido se había apartado y nos miraba, sombrío; parecía un pavo enfermo, cuando revuelven los ojos y están débiles y no quieres comer. Ella me cogió del brazo, repitiendo:

—Ven, te enseñaré la habitación. Ven, te daré mi cama, mi marido y yo dormiremos en la azotea.

Y nos hizo subir por la escalera exterior hasta el segundo piso.

Así empezó la estancia en casa de Concetta, que así se llamaba la mujer. Su marido, que se llamaba Vincenzo y era unos veinte años más viejo que ella, era parsenale, que quiere decir aparcero, de un tal Festa, comerciante, quien, como muchos otros, había huido de la ciudad y ahora vivía en una casita en la cima de uno de los montes que rodeaban el valle. Tenían dos hijos, Rosario y Giuseppe, ambos morenos, de rostro macizo y brutal, ojos pequeños y frente estrecha, que no decían nunca nada y se dejaban ver raramente: se escondían porque, cuando vino el armisticio los dos estaban bajo las armas y desertaron, no volvieron a presentarse y, ahora, temían ser detenidos por las patrullas de fascistas que andaban por ahí para requisar hombres que mandar a trabajar en Alemania. Se escondían en los naranjales, acudían a las horas de comer, lo hacían rápidamente, casi sin hablar y, luego, desaparecían: no sé dónde irían a meterse. Aunque eran amables con nosotras, sin embargo me resultaban antipáticos, sin saber por qué, y a menudo me decía que era injusta con ellos; después, de un buen día, comprendí que el instinto no me había engañado y que, en verdad, eran dos malas personas como sospeché desde un principio. Hay que tener en cuenta que a poca distancia de la casa, en los naranjales, había un gran barracón pintado de verde, con el techo de chapa. Concetta me dijo que en el barracón guardaban las naranjas a medida que las recogían y puede que fuese verdad, pero entonces no recogían las naranjas, estaban todas aún en los árboles y, sin embargo, noté que tanto los dos hijos como Vincenzo y Concetta a menudo se afanaban junto al barracón. No soy curiosa, pero al encontrarme sola con mi hija en casa de gente que no conocía y de la cual, la verdad sea dicha, no me fiaba, me entró la curiosidad, por así decirlo, por necesidad. Así que una tarde, cuando toda la familia se había ido a la barraca, fui también yo, escondiéndome detrás de los naranjos. La barraca estaba en otro calvero más pequeño y parecía una ruina: toda descolorida, con el techo hundido y las tablas que parecían estar ensambladas de milagro. En el centro del calvero estaba la carreta de Vincenzo, enganchada a un mulo y, sobre la carreta, amontonadas, vi no sé cuántas cosas: somiers, colchones, sillas, mesitas de noche, fardos. La puerta de la barraca que era bastante grande, de dos hojas, estaba abierta de par en par y los dos hijos de Concetta desataban las cuerdas que mantenían sujetos todos aquellos trastos. Vincenzo estaba apartado, medio atontado como casi siempre, sentado en un tronco, fumando en pipa; pero Concetta estaba dentro de la barraca, no la vi, pero oí su voz: «Vamos, rápido, daos prisa, que ya es tarde». Aquellos dos hijos que siempre vi callados y mohínos, como asustados, ahora parecían transformados: ágiles, diligentes, activos, enérgicos. Se me ocurrió pensar que a la gente es menester verla cuando hace las cosas que le interesan, los labriegos en el campo, los obreros en la fábrica, los comerciantes en la tienda y, en suma, digámoslo también, los ladrones junto al producto de sus robos. Porque todo aquello, somiers, sillas, mesitas de noche, colchones, era robado, en seguida lo sospeché, pero aquella misma noche me lo confirmó Concetta cuando, armándome de valor, le pregunté, así de pronto, de quién eran todos aquellos enseres que descargaron en la barraca durante el día. Los hijos, como de costumbre, no estaban, se habían largado ya; Concetta quedó como desconcertada durante un instante: pero en seguida se rehizo y dijo con aquella alegría suya, entusiasta y exaltada:

—Ah, nos has visto, hiciste mal en no acercarte, podías habernos ayudado. Que nosotros no tenemos nada que ocultar, nada en absoluto. Aquéllos son enseres de una casa de Fondi. El dueño, pobrecito, ha huido al campo y quién sabe cuándo volverá. Mejor que dejarlos en la casa para que los destroce el próximo bombardeo, hemos preferido llevárnoslos nosotros. Así, al menos, sirven a alguien. Estamos en guerra, hay que espabilarse, y todo lo que se deja, se pierde, comadre mía. Además, cuando haya terminado la guerra, el dueño se hará indemnizar por el Gobierno, seguro, y comprará cosas mejores que antes.

Digo la verdad, aquello me sentó muy mal, hasta me espanté y creo que me puse pálida, porque Rosetta levantó los ojos hacia mí, diciendo:

—Pero ¿qué te pasa, mamá?

Yo estaba espantada porque, siendo comerciante, tenía muy arraigado el sentido de la propiedad y siempre había sido honrada y había siempre pensado que lo mío es mío y lo tuyo es tuyo, no tiene que haber confusiones, y cuando las hay todo se va al traste. Y he aquí que había ido a parar en una casa de ladrones y, lo que es peor, de unos ladrones que no tenían miedo porque en aquella comarca ya no había ni leyes ni carabineros y no tan sólo no tenían miedo, sino que casi se jactaban de robar. Sin embargo, no dije nada; pero Concetta debió notar que algo pensaba, porque añadió:

—Entendámonos: eso lo cogemos porque, como si dijésemos, no es de nadie. Pero somos gente honrada, Cesira, y en seguida te lo demuestro. Golpea ahí.

Se levantó y dio con los nudillos en la pared de la cocina, a la izquierda del fogón. Me levanté yo también, golpeé y noté que sonaba a hueco. Pregunté:

—¿Qué hay detrás de esta pared?

Y Concetta, con entusiasmo, respondió:

—Hay lo de Festa, un tesoro, el ajuar de su hija, todos sus enseres; sábanas, mantas, lencerías, cubiertos de plata, vajilla, objetos de valor.

Me quedé de piedra porque no me lo esperaba. Luego, Concetta, siempre con aquel extraño entusiasmo que ponía en todo lo que hacía y decía, me explicó que Vincenzo y Filippo Festa eran, como suele decirse, san Juan, o sea, que Festa había llevado en brazos, con ocasión del bautizo, al hijo de Vincenzo y Vincenzo a la hija de Festa; por lo que, ligados por san Juan, eran como si dijésemos parientes. Y Festa confiaba en san Juan, y antes de refugiarse en las montañas, tapió todas sus cosas en la cocina de Vincenzo y le hizo jurar que se las devolvería intactas cuando se terminase la guerra y Vincenzo juró.

—Las cosas de Festa son sagradas para nosotros —concluyó diciendo Concetta con énfasis, como si hubiese hablado del Santísimo—. Me haría matar antes que tocarlas. Hace un mes que están ahí y ahí estarán mientras dure la guerra.

Yo me quedé dudosa; y tampoco me convencí cuando Vincenzo, que hasta entonces había estado siempre callado, se quitó la pipa de la boca y dijo con voz cavernosa:

—Propiamente eso: sagradas. Alemanes e italianos habrán de pasar por encima de mi cadáver antes de permitir que las toquen.

Concetta, tras las palabras de su marido, me miró con ojos brillantes y exaltados, como diciendo: «¿Lo ves, qué te parece? ¿Somos o no somos gente honrada?». Pero yo estaba como helada, y recordando haber visto a los dos hijos atareados en descargar los trastos del carro, dije para mis adentros: «A la larga, ladrones una vez, ladrones siempre».

El asunto aquél de la ladronería fue el principal motivo que empezó a hacerme pensar en dejar la casa de Concetta e irme a otro sitio. Tenía aquel dinero escondido en la bolsa, bajo la saya, que era mucho dinero, nosotras dos éramos dos mujeres solas, no teníamos a nadie que nos defendiese, ya no había leyes ni carabineros y poco costaba engañar a dos pobres mujeres como nosotras y quitarles todo cuanto tenían. Es verdad que nunca mostré la bolsa a Concetta; pero, de vez en cuando, pagaba alguna pequeña cantidad por la comida y la habitación, había dicho que estaba dispuesta a pagar y, con seguridad, ellos debían pensar que en algún sitio debía guardar mi dinero. Robaban cosas abandonadas, pero mañana podían robar también mi dinero y quizás hasta asesinarnos, quién sabe. Los dos hijos tenían cara de bandolero, el marido parecía bobo, Concetta siempre estaba como exaltada. En verdad, no podía saberse lo que podía pasar. Y aquella casa, aunque estuviese a poca distancia de Fondi, estaba como sepultada entre los naranjales, escondida y solitaria, y allí se podía incluso degollar a un cristiano sin que nadie se enterase. Era, ciertamente, un buen escondite; pero uno de esos escondites, donde pueden pasar cosas peores que al aire libre, bajo los aviones. Aquella misma noche, en la habitación, cuando estuvimos acostadas, se lo dije a Rosetta:

—Ésa es una familia de delincuentes. Tal vez no nos hagan ningún daño, pero también podrían matarnos a las dos y enterrarnos como si fuésemos estiércol bajo los naranjos.

Hablé para desahogar la inquietud; pero hice mal, porque Rosetta, que no había vuelto a recobrarse de los sustos de los bombardeos de Roma, de pronto se echó a llorar, apretándose a mí y murmurando:

—Mamá, tengo mucho miedo, ¿por qué no nos vamos de aquí en seguida?

Entonces, añadí que todo eran fantasías mías: que todo dependía de la guerra; que, en resumidas cuentas, Vincenzo, Concetta y los hijos seguramente eran buenas personas. Ella no pareció muy convencida; y, al final, dijo:

—Pero yo me iría igualmente; además, aquí se está muy mal.

Y le prometí que nos marcharíamos cuanto antes, porque, en aquello, tenía toda la razón: se estaba malísimamente.

Se estaba mal y, ahora, al recordarlo, puedo decir que, en todo aquel tiempo de la guerra que pasamos fuera de casa, nunca estuve tan mal como en casa de Concetta. Nos cedió su dormitorio, que ella ocupaba con su marido desde el día que se casaron; pero debo decir que a pesar de ser campesina como ella, en mi vida había visto una dejadez parecida. La habitación apestaba tanto, aunque las ventanas estuviesen siempre abiertas de par en par, que faltaba el aire y nos asfixiábamos. ¿A qué apestaba la habitación? A cerrado, a suciedad rancia de años, a chinches, a orina. Buscando la causa del hedor, abrí las dos mesitas de noche: había dos orinales muy altos, muy estrechos, sin asa, parecidos a dos tubos, de porcelana blanca con flores rosa; aquellos orinales no habían sido lavados nunca y por dentro tenían todos los colores y buena parte del hedor venía de allí. Los puse fuera de la puerta y Concetta por poco me pega, diciendo encolerizada que aquellos orinales los tenía de su madre, eran de familia y que no comprendía por qué no los quería en la habitación. Además, la primera noche que dormimos en aquella cama de matrimonio, con el colchón agujereado, lleno de jorobas y pelotillas, que crujía y pinchaba, cuya tela era tan delgada que parecía que se fuese a romper cada vez que nos movíamos, tuve una constante comezón, igual que Rosetta, que no encontraba sosiego y no hacía más que cambiar de postura y no dormía. Por último, encendí la vela y, con la palmatoria en la mano, examiné la cama: a la luz de la llamita, vi no una o dos, sino grupos enteros de chinches rojas, oscuras, gordas, hinchadas de nuestra sangre que habían chupado durante horas, que huían en todas direcciones, y digo la verdad, nunca había visto tantas a la vez. En Roma, quizás un par de veces llegué a descubrir una o dos, y en seguida hice rehacer el colchón y no volvieron a verse más. Pero aquí las había a miles, se ve que estaban agazapadas no sólo en el colchón, sino en la madera de la cama y, en suma, en toda la habitación. A la mañana siguiente, Rosetta y yo nos levantamos y fuimos a mirarnos en la luna del armario: teníamos el cuerpo cubierto de ampollas rojizas, las chinches nos habían picado en todas partes, parecía que tuviésemos alguna enfermedad asquerosa de la piel. Llamé a Concetta, le indiqué a Rosetta, que estaba en la cama llorando, y le dije que era una vergüenza hacernos dormir con chinches, y ella, exaltada como de costumbre, respondió:

—Tienes razón es una vergüenza, es una indecencia, ya sé que hay chinches, es un asco. Pero nosotros somos unos pobrecitos campesinos y tú una señora de ciudad: para nosotros los chinches y para ti las sábanas de seda.

Me daba la razón con entusiasmo, pero de un modo extraño, como si se mofase de mí; y, en efecto, tras haberme dado la razón, terminó de manera inesperada, diciendo que también las chinches eran animalitos de Dios y que, cuando Dios las había hecho, señal de que servían para algo. Total, dijo que en adelante dormiríamos en la cabaña donde guardaban el heno para el mulo. El heno pinchaba y tal vez también había algún insecto allí, pero eran insectos limpios, de ésos que se pasean sobre el cuerpo y quizá cosquillean, pero no chupan la sangre. Pero me di cuenta de que así no podíamos seguir mucho tiempo.

En aquella casa, todo era asqueroso. Aparte de la yacija estaba también el asunto de la comida. Concetta era desaseada, sucia, descuidada, siempre andaba apresurada, y su cocina era un lugar oscuro, donde sartenes y platos tenían mugre acumulada durante años, nunca había agua y no se lavaba nada y se guisaba con prisas y salía como salía. Concetta hacía cada día la misma comida, lo que en Ciociaria se llama minestrina: muchas rebanadas de hogaza casera, una encima de otra, hasta llenar una spasetta que es un cuenco de barro; y, después, sobre el pan, el contenido de un puchero de sopa de habichuelas. Ese plato se come frío, cuando la sopa de habichuelas ha impregnado bien todo el pan transformándolo en papilla. La minestrina nunca me ha parecido buena: pero en casa de Concetta, un poco por la suciedad, pues siempre se encontraba dentro alguna mosca o algún bicho, un poco porque ella ni siquiera sabía hacer bien ese yantar tan sencillo, me revolvía el estómago. Además, la comían a la manera de los campesinos, sin plato, metiendo todos la cuchara en la cazuela y llevándosela a la boca para luego volver a sumergirla en aquella pasta. ¿Lo creeréis? Un día le hice una observación a propósito, precisamente, de la cantidad de moscas que encontraba muertas entre el pan y las habichuelas, y ella, como una auténtica ignorante, respondió:

—Come, come. ¿Qué es una mosca, después de todo? Carne es, ni más ni menos que la ternera.

Por fin, viendo que Rosetta ya no podía más con aquellas porquerías, me acostumbré a ir de vez en cuando con Concetta fuera de la huerta, a la carretera principal. Allí estaba el mercado, entonces; ya no en la ciudad, donde, entre las alarmas aéreas y los fascistas con sus requisas ya no había ninguna seguridad. En la carretera se encontraban campesinas que vendían huevos del día, fruta, algún trocito de carne y, a veces, un poco de pescado. Todo era rabiosamente caro y, cuando alguien discutía y trataba de regatear, respondían:

—Está bien, tú te comes el dinero y yo me comeré los huevos.

Total, ellas también sabían que había carestía, que el dinero, en tiempos de carestía, no sirve de nada y me desplumaban. Pero siempre compraba algo; de modo que terminé dando de comer también a la familia de Concetta y el dinero se iba como agua, lo cual era un motivo más de inquietud.

Pensábamos irnos, pero ¿dónde? Un día dije a Concetta que ahora ya, como los ingleses no llegaban, nos convendría, por algún carro o aunque fuese a pie, ir al pueblo de mis padres, y esperar allí el fin de la guerra. Ella aprobó en seguida mi idea con entusiasmo:

—Haces bien. Sólo en casa se está cómodo. ¿Quién puede ocupar el puesto de la mamá? Haces bien, aquí nada te gusta, hay chinches, la minestrina es mala, pero en casa de tus padres las mismas chinches y la misma minestrina te parecerán un paraíso. ¿Cómo no? Mañana, Rosario os llevará en la carreta, daréis un buen paseo.

Contentas y confiadas, esperamos el día siguiente, pues Rosario tenía que regresar de no sé dónde. Volvió, pero en vez de la carreta y el mulo, nos trajo un montón de malas noticias: los alemanes requisaban a los hombres, los fascistas detenían a quien se arriesgaba a ir por las carreteras, los ingleses arrojaban bombas, los americanos se lanzaban en paracaídas; y había hambre, carestía y revolución; y, a no tardar, ingleses y alemanes librarían batalla precisamente en la zona donde estaba el pueblo de mis padres; mientras tanto, eso lo supieron en el puesto de mando alemán, el pueblo había sido desalojado y todos sus habitantes llevados a un campo de concentración cerca de Frosinone. Dijo también que, de todas formas, las carreteras no eran seguras a causa de los aviones, que volaban bajo y ametrallaban a la gente y no paraban de ametrallar hasta que la veían muerta; que los caminos de montaña tampoco eran seguros, pues estaban llenos de desertores y de bandidos que te mataban por una moneda; y que, en resumidas cuentas, a nosotras dos nos convenía esperar a los ingleses allí, en Fondi, que era cuestión de días, porque el Ejército aliado avanzaba y llegaría antes de una semana. En conclusión, dijo una cantidad de cosas falsas y de cosas ciertas, mezcladas, sin embargo, de manera que las ciertas hacían parecer ciertas también a las falsas. Era verdad que había bombardeos y ametrallamientos, pero no era verdad que iba a librarse una batalla en la zona donde estaba el pueblo de mis padres y que el pueblo hubiese sido evacuado. Pero nosotras estábamos asustadas, solas y sin otras informaciones que las suyas; y no nos apercibíamos de que nos daba todas aquellas malas noticias para retenernos en su casa y seguir sacándonos dinero. Por otra parte, los tiempos eran malos de verdad, yo tenía una hija y no podía tomar la responsabilidad de ponerme en camino, aunque sólo hubiese una probabilidad entre cien de encontrar los peligros que él nos había anunciado. Por lo que decidí aplazar hasta otro momento el viaje a mi pueblo y esperar en Fondi la llegada de los aliados.

Pero, de todos modos, se imponía que dejásemos cuanto antes la casa de Concetta, también porque, en aquel aislamiento, entre los naranjales, como he dicho ya, podía ocurrir cualquier cosa; los hijos de Concetta, con el tiempo, cada vez me daban más miedo. He dicho que eran taciturnos; pero cuando hablaban mostraban un carácter que, en verdad, no me gustaba nada. Eran capaces de decir, así, en broma:

—En Albania, durante un traslado, nos pegaron tiros y tuvimos dos heridos. Como represalia, ¿sabes qué hicimos? Como todos los hombres habían huido, detuvimos a las mujeres, las más atractivas, y nos las cepillamos a todas… Algunas lo hicieron de buena gana, marranas que sólo esperaban aquella ocasión para ponerle los cuernos al marido, otras lo hicieron a la fuerza… Fuimos tantos los que nos las cepillamos, que después no se tenían en pie y parecían propiamente como muertas.

Yo me quedaba de piedra ante aquellos relatos; pero Concetta se reía con ellos y repetía:

—Ah, son jóvenes. A los jóvenes, ya se sabe, les gustan las chicas; tienen la sangre ardiente, los jóvenes.

Peor que yo se quedaba, empero Rosetta, a quien veía palidecer y casi temblar. Hasta que un día les dije:

—Basta ya, que aquí está mi hija, no se habla de este modo delante de una chica soltera.

Hubiese preferido que protestasen, incluso me injuriasen; en cambio, no dijeron nada, se limitaron a mirar a Rosetta de arriba abajo con aquellos sus ojos de carbón, brillantes, que daban miedo, mientras la madre repetía:

—Jóvenes, ya se sabe, jóvenes de sangre ardiente. Pero tú, Cesira, no debes temer por tu hija. Mis hijos no tocarían a tu hija ni por un millón. Sois huéspedes, el huésped es sagrado. Tu hija está tan segura aquí como en una iglesia.

A mí, en cambio, entre el silencio de los hijos y la exaltación de la madre, el miedo me atormentaba cada vez más. Entretanto, me procuré, por un campesino, una navaja de bolsillo y la llevaba en la bolsa junto con el dinero. Nunca se sabe: si hubiesen intentado algo, antes habrían debido enfrentarse conmigo y yo era muy capaz de cortarles el cuello.

Pero lo que nos convenció definitivamente de marcharnos fue un hecho que ocurrió un par de semanas después de nuestra llegada. Una mañana, estábamos Rosetta y yo sentadas en la era, ocupadas en desgranar mazorcas de maíz, sólo por hacer algo, cuando he aquí que por el sendero desembocan dos hombres. En seguida comprendí quiénes eran, no tan sólo por los mosquetones que llevaban en bandolera y por las camisas negras que asomaban bajo las chaquetas, sino también por el hecho de que Rosario, uno de los hijos de Concetta, que estaba un poco más allá comiendo pan y cebolla, en cuanto les vio, desapareció corriendo entre los naranjos. Dije quedamente a Rosetta:

—Son fascistas, no digas nada, déjame a mí.

Yo, a los fascistas nuevos, los de después del 25 de julio, les conocía bien por haberles tratado en Roma: maleantes de los peores, vagabundos a quienes interesaba lucir la camisa negra ahora que la gente honrada ya no la quería; pero siempre machotes, como hay tantos en Trastévere y en Ponti. A aquellos dos, en cambio, en seguida les juzgué como dos desechos físicos, dos saldos, dos desgraciados que tenían más miedo de sus fusiles que la gente a la que querían asustar, precisamente, con los fusiles. Uno era una especie de tagarnina, calvo y de cara encogida como una castaña pilonga, con unos hombros estrechos que daban pena, ojos hundidos, nariz achatada y barba crecida; el otro era casi un enano, pero con cabezota de profesor, gafudo, serio, gordo, Concetta, que bajó inmediatamente, saludó al primero con un apodo que era toda una descripción:

—¿Qué buscas Scimmiozzo[2] por estos pagos?

Scimmiozzo, el calvo y flaco, respondió fanfarronamente, columpiándose sobre las piernas y golpeando la culata del fusil:

—Comadre Concetta, comadre Concetta, vamos a ver si nos entendemos. Ya sabe lo que buscamos. Lo sabe usted muy bien.

—Palabra de honor que no te entiendo. ¿Quieres vino? ¿Quieres pan? Pan tenemos poco, pero podemos darte una frasca de vino y también podemos darte algún higo seco. Cosas del campo, ya se sabe.

—Comadre Concetta, es usted astuta, pero esta vez ha topado con alguien más astuto que usted.

Scimmiozzo, ¿pero qué dices? ¿Astuta yo?

—Sí, astuta tú, astuto tu marido y más astutos que vosotros vuestros dos hijos juntos.

—¿Mis dos hijos? ¿Y quién les ha visto nunca a mis dos hijos? Hace mucho que no les veo. Están en Albania, mis dos hijos. Pobres hijos míos, están en Albania luchando por el rey y por Mussolini, que Dios guarde muchos años.

—Ni rey ni nada, estamos con República, Concetta.

—Pues, entonces, viva la República.

—Y tus hijos no están en Albania, están aquí.

—¿Aquí? Ojalá fuese verdad.

—Sí, están aquí y no más tarde que ayer fueron vistos haciendo estraperlo por la parte de Coccoruzzo.

—Pero ¿qué dices, Scimmiozzo? ¿Mis hijos aquí? Te lo he dicho, ojalá fuese verdad, les abrazaría, sabría que están fuera de peligro, yo que me consumo llorando cada noche y tengo más dolores que la Virgen de los siete dolores.

—Basta ya, dinos dónde están y acaba de una vez.

—¿Yo qué sé? Puedo darte vino, puedo darte higos secos, también puedo darte un poco de harina de maíz, aunque me queda poca, pero mis hijos, ¿cómo puedo dártelos, si no están aquí?

—Bueno, mientras tanto, vamos a ver ese vino.

Conque se sentaron en dos sillas, en la era. Y Concetta, muy entusiasta, como de costumbre, fue a buscar una frasca de vino y dos vasos y trajo también una cestita llena de higos secos. Scimmiozzo, que estaba a horcajadas sobre la silla, bebió el vino y, luego, dijo:

—Tus hijos son desertores. ¿Sabes lo que dice el decreto sobre los desertores? Si les atrapamos, debemos fusilarlos. Ésta es la ley.

Y ella, muy contenta, respondió:

—Tenéis razón: a los desertores hay que fusilarlos…, bribones… Hay que fusilarlos a todos. Pero mis hijos no son desertores, Scimmiozzo.

—¿Entonces qué son?

—Son soldados. Luchan por Mussolini, que Dios guarde cien años.

—Sí, haciendo estraperlo, ¿eh?

—¿Quieres más vino?

Total, que ella, cuando no podía contestar de otro modo, le invitaba a vino; y ellos dos, que habían venido sobre todo por el vino, aceptaban y bebían.

Yo y Rosetta estábamos apartadas, sentadas en los peldaños de la escalera. Scimmiozzo, mientras bebía, no hacía más que mirar a Rosetta; y no la miraba como un policía que, tal vez, quiere averiguar si hay alguien que no tiene los papeles en regla; le miraba las piernas y el pecho, precisamente como el hombre a quien una mujer que le gusta le ha encendido la sangre. Por fin, preguntó a Concetta:

—¿Quiénes son, esas dos?

Contesté yo por Concetta, apresuradamente, porque no quería que los fascistas supiesen que éramos de Roma.

—Somos dos primas de Concetta, venimos de Vallecorsa.

Y Concetta, entusiasta, remachó:

—Seguro, son dos primas mías, Cesira es hija de un tío mío, son de mi sangre, han venido a quedarse con nosotros. Ya sabe, la sangre no es agua.

Pero Scimmiozzo no parecía convencido. Se notaba que era más inteligente de lo que parecía:

—No sabía que tuvieses parientes en Vallecorsa. Siempre me habías dicho que eras de Minturno. ¿Y cómo se llama esa guapa chica?

—Se llama Rosetta —dije.

Él apuró el vaso, luego se levantó y se acercó a nosotros:

—Rosetta, me gustas. Precisamente, en el local, necesitamos una chacha que nos haga un poco de cocina y nos arregle las camas. Rosetta, ¿quieres venir con nosotros?

Al decir eso, alargó una mano y cogió a Rosetta de la barbilla. Inmediatamente, le di un manotazo en la mano y dije:

—Las manos quietas.

Me miró con los ojos muy abiertos, fingiendo sorpresa:

—Vaya, ¿qué te pasa?

—Me pasa que a mi hija no la tocas tú.

Y él, descaradamente, se descolgó el fusil del hombro y, apuntándome, soltó:

—¿Sabes con quién estás hablando? Manos arriba.

Entonces, yo, con mucha calma, como si en vez de apuntarme con el fusil lo hubiese hecho con el cazo para revolver la polenta, desvié el cañón, pero sólo un poco, y dije con desprecio:

—Ni manos arriba ni nada. ¿Crees asustarme con tu fusil? ¿Sabes para qué te sirve el fusil? Para tomar vino y comer higos secos de gorra, para eso te sirve. Hasta un ciego vería que eres un muerto de hambre.

Sorprendiéndonos a todos, él se calmó de repente y dijo, riendo, al otro:

—Por lo menos, por lo menos merecería que la fusilasen. ¿Qué te parece?

Pero el otro se encogió de hombros y farfulló algo así como:

—Son mujeres, no te confundas.

Y, entonces, Scimmiozzo bajó el fusil y dijo con énfasis:

—Por esta vez, estás perdonada, pero sabe que has rozado la muerte: quien toque a la milicia recibirá plomo.

Aquélla era una frase escrita en las paredes de Roma y también en Fondi y él la había aprendido de las paredes, el desventurado. Al cabo de un momento, añadió:

—Pero queda convenido que nos mandarás a tu hija al local, como chacha, a Coccoruzzo.

—Como no sueñes con ella… —respondí—, yo no te mandaré nada en absoluto.

Y él, volviéndose hacia Concetta, prosiguió diciendo:

—Hagamos un trueque, Concetta: nosotros dejamos de buscar a tus hijos, que están aquí y tú lo sabes, y si les buscamos en serio, les detendremos, seguro. A cambio, tú nos mandas a la primita. ¿De acuerdo, verdad?

Aquella desgraciada de Concetta, tanto más entusiasta cuanto más criminales e imposibles eran las cosas que se le proponían, contestó, ni qué decir tiene, con énfasis:

—Claro que sí, mañana por la mañana Rosetta estará en el local. La acompañaré yo, a Rosetta, podéis estar tranquilos. Rosetta irá a haceros de cocinera, de chacha, de todo lo que queráis. Claro que sí, mañana por la mañana os la llevaré.

Yo, esta vez, aunque la sangre me rebullese, por prudencia, no dije nada. Aquellos dos desgraciados se quedaron todavía un poco, bebieron otro par de vasos de vino y luego, uno con la frasca y el otro con el cesto de higos secos, se fueron por el mismo sendero por el que habían venido.

Tan pronto hubieron desaparecido, dije en seguida a Concetta:

—Oye, ¿estás loca?, a mi hija, aunque me maten, no la mando a hacer de criada con los fascistas.

No lo dije con mucha energía porque, en el fondo, confiaba en que Concetta había aceptado por la forma, para no llevar la contraria a los dos fascistas y que se fuesen contentos. Pero me quedé asombrada al ver que ella, en cambio, no estaba indignada en absoluto, como creí:

—Bueno, al fin y al cabo, a Rosetta no se la comerían. Y los fascistas, comadre mía, tienen de todo: tienen vino, tienen flores, tienen carne, tienen habichuelas. En su local, todos los días comen tallarines y ternera. Rosetta estaría allí como una reina.

—Pero ¿qué dices? ¡Estás loca!

—Yo no digo nada, digo tan sólo que estamos en guerra y lo importante, en guerra, es no provocar al más fuerte. Hoy, los más fuertes son los fascistas y hay que estar con los fascistas. Mañana, quizá sean los ingleses y, entonces, estaremos con los ingleses.

—Pero ¿no comprendes que a Rosetta la quieren quién sabe para qué? ¿No viste cómo aquel desgraciado le miraba siempre el pecho?

—¡Vete a saber! Además, un hombre u otro, eso ha de ocurrir de todos modos. ¿Quién sabe? Estamos en guerra y ya se sabe que en tiempo de guerra las mujeres no deben hilar delgado ni pretender respeto como en tiempo de paz. Pero, además, perro que ladra no muerde, comadre. A Scimmiozzo le conozco: él, más que nada, sólo piensa en llenarse la andorga.

Total, estaba más claro que el agua que ella se había tomado en serio la propuesta de Scimmiozzo: tú me das a Rosetta y yo dejo en paz a tus hijos. Yo no digo que, desde su punto de vista, hiciese mal: si Rosetta fuese a servir de criada o de algo peor con los fascistas, aquellos dos maleantes de hijos suyos podrían dormir tranquilos en su casa y nadie les buscaría ya. Pero la libertad de sus hijos quería pagarla con mi hija; y yo, que también era madre, comprendí que por amor de sus propios hijos era muy capaz de llamar el día siguiente a los fascistas y entregarles a Rosetta, por lo que no era caso de protestar siquiera, sino, sencillamente, de huir. Conque cambié de tono y dije con calma:

—Bueno, lo pensaré. Es verdad que con los fascistas Rosetta estará, como dices tú, como una reina, pero tampoco quisiera…

—Cuentos, comadre. Hay que ir con el más fuerte. Estamos en guerra.

—Bueno, esta noche decidiremos.

—Piénsalo, piénsalo. No hay prisa. Yo, a los fascistas, les conozco, diré que Rosetta irá con ellos dentro de un par de días. Aguardaremos. Pero tú, mientras tanto, hazte cuenta de que ya no te faltará nada. Tienen de todo, los fascistas, tienen aceite, tienen vino, tienen cerdo, tienen harina… En su local no se hace más que beber y comer. Engordaréis, estaréis bien.

—Seguro, seguro.

—Ha sido la Providencia, Cesira, la que ha enviado a esos fascistas, porque yo, la verdad sea dicha, ya no me sentía con fuerzas para daros alojamiento. Es verdad que pagas, pero hay carestía y, en tiempos de carestía, cuentan más las provisiones que el dinero. Además, mis hijos ya no podían llevar esa vida, siempre huyendo, como gitanos. Ahora podrán estar tranquilos, dormir en paz y trabajar. Sí, ha sido en verdad la Providencia la que nos ha enviado a esos fascistas.

En resumidas cuentas, parecía decidida a sacrificar a Rosetta. Y yo, por mi parte, estaba decidida a irme aquella misma noche. Comimos, como de costumbre, los cuatro, nosotras dos, Concetta y Vincenzo, porque los hijos estaban en Fondi; y, en cuanto volvimos a la cabaña del heno, le dije en seguida a Rosetta:

—No vayas a creer que estoy de acuerdo con Concetta. He fingido porque con gente como ésa nunca se sabe. Ahora, hacemos las maletas y, a las primeras luces del alba, nos vamos.

—Pero ¿a dónde vamos, mamá? —preguntó ella con voz llorosa.

—Nos vamos de esta casa de delincuentes. Nos vamos. Iremos a donde podamos.

—¿Pero, a dónde?

Yo había pensado ya muchas veces en aquella fuga y tenía mis ideas. Dije:

—A casa de los abuelos no es posible ir porque el pueblo ha sido evacuado y quién sabe dónde habrán ido a parar. Primero, iremos a casa de Tommasino: es un buen hombre y le pediremos consejo. Varias veces me ha dicho que su hermano está en la montaña y bien, con toda la familia. Podrá darme alguna indicación. No tengas miedo, está mamá que te quiere mucho y tenemos dinero, que es el mejor amigo y el único de fiar. Bien encontraremos un lugar a donde ir.

Total, que la tranquilicé; un poco porque ella también conocía a Tommasino, el hermanastro de Festa, propietario de la finca que cultivaba Vincenzo. Aquel Tommasino era un comerciante que, pese a morirse de miedo, no pudo decidirse a reunirse en la montaña con sus parientes y todo por mor del estraperlo, porque traficaba y vendía un poco de todo. Habitaba en la casita del llano, junto a la falda de la montaña; y ganaba mucho, aunque con peligro de la vida, continuando con sus tráficos bajo los bombardeos y ametrallamientos, entre los abusos de poder de los fascistas y las requisas de los alemanes. Pero ya se sabe que por el dinero los hombres viles se tornan valientes. Tommasino era uno de ésos.

Conque, a la luz de una vela, metimos de nuevo en la maleta lo poco que habíamos sacado de ella, desde nuestra llegada; y luego, vestidas como estábamos, nos tumbamos en el heno y dormimos quizá cuatro horas. Rosetta, la verdad, de buena gana habría dormido más, era joven y tenía el sueño pesado, de suerte que, aunque viniese la banda del pueblo a tocar junto a sus oídos, no la despertaría. Pero yo, menos joven que ella, tenía el sueño ligero y, desde que andábamos huyendo, con las preocupaciones y el nerviosismo, dormía poco. Por lo que cuando empezaron a cantar los gallos, de noche todavía, pero próxima ya el alba y los gallos lo saben, primero muy bajo, en el fondo de la llanura, luego más cercanos y por fin al lado mismo, en el gallinero de Vincenzo, me levanté del heno y empecé a zarandear a Rosetta. Digo empecé porque ella no quería despertarse, pese a repetir, en su duermevela, con voz plañidera: «¿Qué pasa, qué pasa?», como si se hubiese olvidado de que estábamos en Fondi, en casa de Concetta, y hubiese creído que todavía estuviésemos en Roma, en nuestra casa, donde nunca nos levantábamos antes de las siete. Por fin, se despertó del todo, quejándose sin embargo; y yo le dije:

—¿Acaso preferirías dormir hasta mediodía y ser despertada por un hombre con camisa negra?

Antes de salir de la cabaña, me asomé un poco a la puerta y miré hacia la era: en el suelo se vislumbraban, desparramados, los higos puestos a secar, una silla en la que Concetta había dejado olvidado un cestito lleno de maíz y la pared rosa desconchada y ahumada de la casa, pero no había nadie. Entonces, puse las maletas sobre mi rodete y el de Rosetta, como hicimos cuando llegamos a la estación de Monte San Biagio, luego salimos de la cabaña y, rápidamente, ganamos el sendero del naranjal.

Sabía a dónde iba y, una vez fuera de los naranjales, en la carretera general, tomé la dirección de las montañas que se encuentran al norte de la llanura de Fondi. Apenas amanecía y me acordé de aquel otro amanecer en que huí de Roma, y pensé: «Quién sabe cuántas albas como ésta veré aún, antes de volver a casa». El aire era gris y traidor sobre toda la campiña; el cielo era de un blanco incierto, con alguna estrella amarilla aquí y allá, como si no fuese a despuntar el día, sino una segunda noche, menos oscura que la primera; el rocío bañaba los árboles, tristes e inmóviles, y mis pies descalzos sentían el frío de los guijos de la carretera. Había un silencio aterido, pero que ya no era nocturno, poblado de secos crujidos, aleteos y pisadas: poco a poco, el campo despertaba. Yo caminaba delante de Rosetta y contemplaba las montañas que se alzaban en torno hacia el cielo; montañas desnudas, peladas, con apenas alguna mancha parda aquí y allá, que parecían desiertas. Pero yo soy montañesa y sabía que, una vez arriba en aquellas montañas, encontraríamos sembrados, bosques, matorrales, cabañas, casitas, campesinos y gente huida. Pensaba que en aquellas montañas iban a pasar muchas cosas y me auguraba que serían cosas buenas, al lado de buenas personas, no de delincuentes como Concetta y su familia. Y, sobre todo, que tuviésemos que quedarnos poco tiempo, que los ingleses no tardasen en llegar y que yo pudiese volver a Roma, al piso y a la tienda. Mientras tanto, el sol había salido, pero sólo un vislumbre, detrás del borde de los montes; las cimas y el cielo, en torno, comenzaban a teñirse de rosa. Ya no había estrellas en el cielo, que se había vuelto azul pálido; luego, el sol brilló de golpe, claro como el oro, al fondo de los olivares, entre las ramas grises; sus rayos se alargaron sobre la carretera y, aunque todavía fuesen inciertos, en seguida me pareció que el guijo, bajo mis pies, ya no era tan frío. Contenta por aquel sol, le dije a Rosetta:

—¿Quién diría que hay guerra? En el campo nunca se pensaría que hay guerra.

Rosetta no tuvo tiempo siquiera de contestarme, porque un avión apareció por la parte del mar a una velocidad increíble: primero oí el ruido de sus motores que iba aumentando y, luego, vi que se nos echaba encima, desde el cielo, en picado. Apenas si me dio tiempo a agarrar de un brazo a Rosetta y saltar con ella de la cuneta a un maizal donde caímos de bruces entre las panochas; después el avión, volando bajo sobre la carretera y como recorriéndola, pasó con un estruendo enloquecedor, rabioso y malvado, como si precisamente se las hubiese con nosotras, llegó hasta el lejano recodo de la carretera, dio la vuelta, se elevó de golpe como encabritado por encima de una hilera de chopos y, luego, se alejó volando a lo largo de los montes, a media ladera, y parecía una mosca que se apartase del sol. Yo estaba de bruces, abrazada a Rosetta, pero miraba a la carretera donde se había quedado la maleta pequeña que Rosetta dejó caer cuando la agarré del brazo. Entonces vi, en el momento en que el avión pasaba sobre la carretera, como muchas nubecitas de polvo que se elevaban del guijo, huyendo en dirección de los montes, junto con el avión. Cuando el estrépito se hubo apagado del todo, salí del sembrado, fui a ver y noté que la maleta estaba agujereada en varios sitios y que en la carretera había muchos proyectiles de cobre, largos como mi dedo meñique. Así que no cabía duda: aquel avión nos había apuntado a nosotras, puesto que en la carretera sólo estábamos nosotras. Pensé: «Así te mueras tú», y me entró un odio feroz contra la guerra. Aquel aviador no nos conocía, quizás era un buen chico de la edad de Rosetta y tan sólo porque se estaba en guerra había intentado matarnos, así, como para pasar el rato, como un cazador que yendo de paseo con el perro por el monte tira a bulto sobre un árbol pensando: «Algo mataré, aunque sea un gorrión». Sí, éramos verdaderamente dos gorriones, nosotras, tomadas como blanco por un cazador desocupado que, luego, si los pájaros caen muertos, los deja donde están porque no le sirven de nada.

—Mamá —dijo Rosetta al cabo de un rato, mientras caminábamos—, decías que en el campo no había la guerra y, en cambio, ése ha intentado matarnos.

—Hija mía, me había equivocado —respondí—. La guerra está en todas partes, tanto en el campo como en la ciudad.