Capítulo 5
Tras la visita de Tonto y sus amenazadoras previsiones de redadas, empezaron las lluvias. Durante todo el mes de octubre había hecho un tiempo buenísimo, con el cielo sereno y el aire fresco, limpio y sin viento. Con un tiempo así, en aquellas jornadas sin fin que estábamos viviendo, por lo menos había la distracción de dar algún paseo o bien, sencillamente, estar al aire libre contemplando el panorama de Fondi. Pero, una mañana de aquéllas, la atmósfera cambió de repente: cuando nos levantábamos, notamos que hacía calor y, al mirar, después, por la parte de la marina, vimos que estaba toda oscurecida por negros nubarrones suspendidos sobre el mar gris como sobre una olla en ebullición. No había pasado aún la mañana cuando aquellas nubes ya invadían todo el cielo, empujadas por un viento flojo, húmedo, que también venía del mar. Los refugiados, que entendían de eso porque habían nacido por aquellas partes, nos dijeron que aquellas nubes indicaban lluvia y que la lluvia duraría hasta que, al siroco que precisamente venía del mar, no se opusiese la tramontana que venía de las montañas. Y así fue, en efecto: hacia mediodía, comenzaron a caer las primeras gotas y nosotras nos guarecimos en la casita, esperando que terminase. Sí, sí, terminar: llovió todo aquel día y toda la noche y, luego, el día siguiente, la marina estaba más sucia que nunca, el cielo no era más que un solo ovillo de nubes oscuras, las montañas estaban encapuchadas de nubes y del valle subían, con las rachas de viento húmedo, más nubes hinchadas de lluvia. Tras una breve interrupción volvió a llover y, a partir de entonces, durante no sé cuántos días más, puede que durante un mes y pico, llovió continuamente, día y noche.
Para quien habita en la ciudad, la lluvia no significa nada. Si sale, camina por la acera o por el asfalto, bajo un paraguas; si está en casa, pisa pavimentos de madera o de mármol. Pero allá arriba, en Sant’Eufemia, en la macera, entre las cabañas, la lluvia era un verdadero castigo de Dios. Estábamos todo el día en la casita, en aquel cuartucho oscuro de techo inclinado, con la puerta abierta porque no había ventanas, y contemplábamos la lluvia que caía y formaba delante de la puerta como un velo húmedo y humeante. Yo me sentaba en la cama y Rosetta en la silla que logré obtener de Paride pagándole un tanto de alquiler. Contemplábamos la lluvia idiotizadas y no hablábamos; y si lo hacíamos era de la lluvia y de sus inconvenientes. Salir ni siquiera nos pasaba por la cabeza: dejábamos la casa solamente en caso de necesidad, es decir, para hacer leña o bien alejarnos para satisfacer las necesidades naturales. Y en este punto, aunque el tema no sea muy simpático, debo decir que quien no ha hecho esa vida y está en la ciudad, donde cada vivienda tiene su retrete y, a veces, hasta cuarto de baño, no puede saber lo que es vivir en un lugar donde no hay letrinas. Las dos, por lo menos dos o tres veces al día, debíamos ir a la macera y allí, detrás de un seto, levantarnos la falda y agachamos, propiamente como las bestias. Papel higiénico no había, naturalmente, como tampoco periódicos o cosas parecidas; por lo que habíamos tomado la costumbre de arrancar hojas de una higuera que había allí fuera, junto a la casita, y limpiarnos con ellas. Con la lluvia, naturalmente, todo eso se hizo mucho más difícil y más desagradable: andar por los campos hundiéndose hasta el tobillo en el fango y luego, bajo la lluvia que caía, levantarse la falda y sentir el agua que golpea, fría y molesta, sobre las posaderas desguarnecidas y, luego, restregarse con la hoja de higuera mojada y viscosa, son cosas que no desearía a nadie, ni siquiera a mi peor enemigo. Añadiré que la lluvia molestaba no sólo fuera de la casita, sino también dentro: en la casita, dado que no tenía pavimento, había tanto barro que, por la mañana, para salir de la cama teníamos que brincar de piedra en piedra, puestas adrede, como ranas, pues de lo contrario se caminaba con los pies en el fango hasta que se ponían de color chocolate. Total, que la lluvia penetraba por todas partes con una humedad indecible; e hiciéramos lo que hiciéramos, hasta el menor movimiento, descubríamos en seguida que estábamos salpicadas de fango, que teníamos fango en el refajo, en las piernas, en todas partes. Fango en la tierra y lluvia en el cielo; Paride y su familia estaban acostumbrados a ello y se consolaban diciendo que aquella lluvia era una cosa normal y necesaria, que todos los años volvía y no había más remedio que esperar a que terminase. Pero para nosotras dos era un verdadero tormento, peor que cualquier otra cosa de las que habíamos experimentado hasta entonces.
El efecto peor de aquella lluvia fue que, por fin, nos enteramos de que los ingleses, a causa del mal tiempo, se habían detenido en el Garellano y ya no hablaban de avanzar. Naturalmente, apenas los ingleses renunciaron a avanzar, los alemanes, según nos enteramos, decidieron no seguir replegándose y atrincherarse donde estaban. No entiendo nada de guerras y de batallas; sé tan sólo que una de aquellas mañanas de lluvia, muy jadeante, llegó un campesino que traía una gran hoja de papel impreso: era un bando que los alemanes habían hecho fijar en todas las localidades habitadas. Michele lo leyó y nos explicó su contenido: el mando alemán había decidido hacer desalojar toda la zona entre el mar y la montaña, incluida la localidad donde nos encontrábamos y que, en efecto, figuraba en el bando. Para cada localidad estaba indicado el día que había de tener lugar la evacuación. La gente no debía llevarse consigo maletas o sacos, sino tan sólo un poco de comida. Debía, en suma, abandonar casas, cabañas, ganado, aperos, muebles y todos sus otros bienes, cargar con los hijos e irse, a través de las montañas, por aquellos caminos de herradura impracticables, bajo la lluvia, cada vez más atrás, hacia Roma. Naturalmente, aquellos desgraciados, hijos de zorra, de alemanes amenazaban con las habituales penas a quienes no obedecieran: detención, confiscación, deportación, fusilamiento. Nuestra comarca debía quedar completamente desalojada a los dos días. En cuatro días toda la zona tenía que quedar despejada a fin de que alemanes e ingleses pudiesen tener más sitio para matarse con toda comodidad.
Filippo y los demás refugiados, así como los campesinos, .ya se habían acostumbrado a considerar a los alemanes como única autoridad existente en Italia; por lo cual su primera reacción fue menos de rebeldía que de entregarse a la desesperación: la autoridad alemana quería algo imposible, pero era la autoridad y no había otra: era menester, pues, obedecer o bien…, o bien no sabían tampoco qué podía hacerse. Los refugiados que ya habían abandonado sus casas de Fondi y sabían lo que significaba huir, ante la perspectiva de escapar de nuevo por los caminos de herradura, con aquel frío, con la lluvia que no paraba de caer desde por la mañana hasta la noche, con aquel barro que imposibilitaba andar no ya hasta Roma, sino tan sólo hasta el extremo de la macera, sin dirección, sin guía y sin un lugar preciso a donde ir, se entregaron abiertamente a la desesperación. Las mujeres lloraban, los hombres blasfemaban y decían palabrotas o bien estaban acobardados y callados. Los campesinos como Paride y las otras familias como la suya, gente toda ella que había penado durante toda su vida para construir con sus manos las macere, en cultivarlas, en levantar casitas y cabañas, más que desesperados estaban estupefactos: casi no lo creían. Alguno repetía una y otra vez:
—¿Y a dónde iremos?
Otro quería que volviesen a leerle el bando, palabra por palabra; quien decía, después de que se lo hubiesen leído de nuevo:
—Pero si no puede ser, es imposible.
Pobrecitos, no comprendían que para los alemanes lo imposible no existía, tanto más por cuanto se trataba de cosas que hacer a costa ajena. La cuñada de Paride, Anita, que tenía el marido en Rusia y tres hijos pequeños, expresó el sentir común declarando de pronto, sin énfasis, al contrario, con calma:
—Yo, antes que irme, mato primero a mis hijos y luego me mato a mí.
Y comprendí que ella lo decía no por desesperación, sino porque se daba cuenta de que marcharse, con tres hijos pequeños, en pleno invierno, a través de caminos de herradura, significaba condenarles a muerte, y entonces era mejor matarles en seguida: se acababa antes.
El único que no perdió la cabeza en aquella ocasión fue Michele; lo cual, creo, se debía al hecho de que él nunca había reconocido la autoridad de los alemanes, considerándolos, como decía a menudo, como bandidos, salteadores de caminos y maleantes que, provisionalmente, eran los más fuertes porque poseían las armas y se valían de ellas. Tras haber leído la proclama del mando alemán, se limitó a decir, con una carcajada sarcástica:
—Quien decía que ingleses y alemanes son lo mismo, que tanto valen unos como otros, que dé un paso al frente.
Nadie rechistó; y menos que ninguno Filippo, su padre, al que iban dirigidas aquellas palabras. Estábamos todos reunidos en la cabaña, en torno a la fogata, por la noche, y Paride dijo:
—Tú nos tomas el pelo, pero eso para nosotros significa la muerte… Aquí tenemos las casas, aquí el ganado, aquí el sustento, aquí todo lo nuestro… Si nos marchamos, ¿qué será de todo eso?
Michele, como me parece haber dado a entender, era un tipo curioso, bueno, pero al mismo tiempo duro, generoso, si se quiere, pero también cruel. Se echó a reír de nuevo y dijo:
—Pues que lo perderéis todo y, además, quizá moriréis… ¿Qué tiene de extraño? Acaso no lo han perdido todo, no han muerto los polacos, los franceses, los checoslovacos y, en resumidas cuentas, todos aquéllos que se han encontrado bajo la ocupación alemana… Ahora nos toca a los italianos… Mientras las cosas iban mal dadas para los demás, nadie encontraba nada que objetar… Ahora nos toca a nosotros, pero… hoy a mí, mañana a ti.
Todos quedaron consternados al oír aquellas palabras, y más que nadie Filippo, quien, se le notaba, tenía tanto canguelo que ya casi no entendía nada. Dijo:
—Tú siempre estás de broma…, pero éste no es el momento de bromear.
—Pero ¿a ti que más te da? —respondió Michele—. ¿No habías dicho que para ti alemanes e ingleses eran lo mismo?
—Pero, en fin, ¿qué debemos hacer? —dijo Filippo.
Y por primera vez vi que toda su sabiduría basada en el «aquí nadie es tonto» no valía una higa, no sólo para nosotros, sino tampoco para él. Michele se encogió de hombros:
—¿No son los amos los alemanes? Ve donde están los alemanes y pregúntales a ellos lo que debes hacer. Ellos, sin embargo, te dirán que hagas lo que está escrito en ese papel.
Paride, entonces, tuvo una frase un poco como la de Anita refiriéndose a sus hijos:
—Yo cojo la escopeta y al primer alemán que vea, lo mato… Luego, me matarán a mí, qué se le va hacer… Pero, al menos, no me iré solo al otro mundo.
Michele se echó a reír y dijo:
—Bravo, ahora empiezas a razonar.
Nos quedamos todos inseguros, mientras Michele seguía riéndose burlonamente y los otros contemplaban atontados la lumbre que se iba apagando. Por fin, Michele se puso serio y dijo de pronto:
—¿Queréis saber lo que debéis hacer? —Todos le miraron, esperanzados, y Michele prosiguió, diciendo—: No tenéis que hacer nada, eso es todo. Haced como si no hubieseis visto nunca ese bando. Quedaos donde estáis, seguid haciendo la vida de costumbre, ignorad a los alemanes y sus proclamas y sus amenazas. Si quieren de veras desalojar la zona tienen que hacerlo no con trozos de papel, que no valen nada, sino con la fuerza. También los ingleses tienen fuerza; pero, por causa del mal tiempo, no pueden usar de ella y se han detenido. Como también los alemanes. Si vosotros no os movéis, se lo pensarán dos veces antes de mandar soldados aquí, por esos caminos de herradura. Y aunque viniesen, tendrían que sacaros en volandas. Haceos el sordo, en suma. Luego, veremos. ¿No sabéis que alemanes y fascistas han hecho proclamas en todas partes, siempre con la pena de muerte para quien no obedeciera? Yo mismo estaba bajo las armas el 25 de julio y deserté. Luego, ellos hicieron una proclama ordenando que nos reintegrásemos a nuestras unidades. Yo, en vez de unirme a mi sección, me vine aquí. Haced, pues, lo que yo, y no os mováis.
Era la cosa más sencilla y más atinada que podía pensarse en aquella apurada situación; pero nadie había pensado en ella porque, como he dicho, todos consideraban a los alemanes como la autoridad y todos tenían necesidad de una autoridad, la que fuese, además de que cuando una cosa está impresa en un papel a todo el mundo le parece que es una cosa a la cual no se le pueden hacer objeciones. Total, que todos se fueron aquella noche a la cama casi tranquilizados, con más confianza de la que tenían cuando se levantaron por la mañana; y el día siguiente, como por milagro, nadie volvió a hablar de los alemanes y del bando de evacuación. Fue como si todos se hubiesen dado la consigna de no hablar de aquello, de hacer como si no hubiese existido nunca. Pasaron algunos días y, luego, se vio que Michele había tenido razón, porque nadie se hizo ver ni en Sant’Eufemia ni, según nuestras noticias, en otras localidades; y es de creer que los alemanes cambiaron de propósito y renunciaron al desalojamiento, porque no volvió a hablarse nunca más de proclamas.
¿Cuántos días llovió? Yo digo que por lo menos cuarenta días, como cuando el Diluvio Universal. Ahora, además de llover, también hacía frío, porque ya estábamos en invierno, y aquel ventarrón que venía del mar, a rachas cargadas de humedad y de niebla también era helado, y el agua que las nubes volcaban cada día sobre la montaña iba mezclada con nieve y hielo y pinchaba la cara como si hubiese estado llena de alfileres. Para calentarnos en el cuartito, sólo teníamos un brasero lleno de cisco que nos poníamos pegado a las rodillas; las más de las veces, sin embargo, o estábamos en la cama, acurrucadas una junto a la otra, o bien en la cabaña, a oscuras, junto al fuego que siempre estaba encendido. Solía llover toda la mañana; luego, hacia mediodía, había como una escampada, pero insuficiente, con todos aquellos nubarrones desflecados y desgarrados que estaban suspendidos en el cielo como para recobrar alientos, y la marina más sucia y más neblinosa que nunca; después, por la tarde, empezaba a llover de nuevo y llovía hasta que se ponía el sol y, luego, durante toda la noche. Nosotras dos estábamos siempre con Michele y él hablaba y nosotras le escuchábamos. ¿De qué hablaba? De todo un poco, le gustaba hablar, tenía el tono del profesor o del predicador y, muchas veces, se lo dije:
—Lástima que no te hicieras cura de veras, Michele… Vaya sermones habrías hecho los domingos.
Con esto no quiero decir que fuese charlatán; siempre decía algo que interesaba en tanto que los charlatanes aburren y llega un momento en que ya no se les escucha; él, en cambio, se hacía escuchar siempre y, alguna vez, hasta dejaba mi labor de punto para oír mejor uno de aquellos razonamientos suyos. Cuando hablaba no se daba cuenta de nada, ni de que el tiempo pasaba ni de que la lámpara se apagaba, ni que Rosetta y yo queríamos estar solas por algún motivo particular. Proseguía, enfervorizado, monótono y lleno de buena fe, y cuando yo le interrumpía, diciendo: «Bueno, ahora hay que irse a dormir», o bien: «Bueno, es hora de comer», siempre se quedaba dolido, desconcertado y ponía una cara amarga, como si quisiese decir:
—Eso es lo que me pasa por hablar con mujeres tontas y casquivanas como éstas: gastar saliva en balde.
Durante aquellos cuarenta días de lluvia no sucedió nada notable de no ser un suceso que quiero relatar y que afectó a Filippo y a su aparcero Vincenzo. Una de aquellas mañanas que lloviznaba, como de costumbre, y el cielo era todo él una procesión de nubes oscuras que subían sin tregua de la olla de la marina, Rosetta y yo asistíamos al sacrificio de una cabra que Filippo había comprado a Paride y se proponía revender luego al por menor, tras haberse quedado con su parte. La cabra, blanquinegra, estaba atada a una estaca y los refugiados, a falta de otra ocupación mejor la contemplaban calculando su peso y la carne que se sacaría de ella, una vez desollada. Rosetta, mientras estábamos allí de pie bajo la lluvia fina, con los zapatos en el barro, me dijo en voz baja:
—Mamá, esa pobre cabra me da compasión… Ahora, está viva, pero dentro de poco la matarán… Si de mí dependiese, no la mataría.
—¿Y qué comerías entonces? —le dije yo.
—Pan y verdura —contestó—. ¿Qué necesidad hay de comer carne? También yo soy de carne y esta carne mía, después de todo, no es muy diferente de la carne de esa cabra… ¿Qué culpa tiene ella de ser un animal que no puede razonar y defenderse?
Refiero con detalle las palabras de Rosetta sobre todo para dar una idea de cómo razonaba y pensaba aún en aquel tiempo en plena guerra y con la carestía. Acaso parezcan un poco ingenuas y hasta necias, pero testimoniaban, como he señalado ya, aquella especie de perfección muy suya por la cual no se le podía atribuir ningún defecto, propiamente como a una santa y que, tal vez, provenía de la inexperiencia, pero, en suma, era sincera y de corazón bondadoso. Después, como ya he indicado, me di cuenta de que aquella perfección era frágil y casi artificial, como la de una flor crecida en un invernadero, que cuando es trasladada al aire libre en seguida se marchita y muere; pero, en aquel momento, yo no podía por menos que enternecerme y pensar que tenía una hija buena y gentil y que no había hecho nada para merecérmela.
Entretanto, el matarife, un tal Ignazio, de quien podía creerse todo menos que fuese matarife, un tipo melancólico y desaliñado, con un mechón de pelo cano que le caía sobre la frente, patillas pobladas y ojos azules hundidos, se había quitado la chaqueta y estaba en chaleco. Sobre una mesita, al lado de la estaca donde estaba atada la cabra, le habían puesto un par de cuchillos y una palangana; igual que en los hospitales cuando se hace una operación. Ignazio cogió uno de los cuchillos, probó el filo en la palma de la mano, luego se acercó a la cabra y la agarró por los cuernos echándole la cabeza hacia atrás. La cabra revolvía los ojos, que parecía que iban a salírsele de la cabeza, y, como si hubiera comprendido emitía un balido que era propiamente un lamento, como diciendo: «No me matéis, piedad».
Pero Ignazio se mordió con los dientes el labio inferior y de un solo golpe le clavó el cuchillo en la garganta, hasta el mango, sin dejar de sujetarla por los cuernos. Filippo, que le hacía de ayudante, fue rápido en poner la palangana bajo la garganta de la cabra; de la herida manó, como de una fuente, sangre negra y espesa, caliente, que humeaba en el aire. La cabra se estremeció, luego entornó los ojos, que ya se le habían empañado, como si, a medida que la sangre se derramaba en la palangana, la vida se hubiese ido y con la vida también la mirada; por fin dobló las rodillas y se abandonó, hubiérase dicho que todavía confiada, entre las manos de quien la había degollado. Rosetta se había alejado bajo la lluvia que seguía cayendo y yo hubiese querido reunirme con ella, pero era menester que me quedase, porque la carne escaseaba y no quería dejarme perder aquélla; además, Filippo me había prometido las tripas, que tan buenas son asadas a la parrilla, con un fuego de leña o de carbón de encina. Ignazio, mientras tanto, había agarrado a la cabra de las patas traseras y, arrastrándola por el barro, fue a colgarla de dos estacas, un poco más allá, con la cabeza abajo y las patas separadas. Todos nos reagrupamos para ver cómo trabajaba Ignazio.
Antes que nada asió una de las patas delanteras e hizo un corte en la pezuña, como quien hace un corte a una mano en la muñeca. Después, escogió una varita delgada, pero dura, y la introdujo entre la piel lanuda y la carne de la pezuña: el pellejo de la cabra está pegado a la carne apenas con filamentos y cuesta poco desprenderla, como un papel mal encolado. Una vez introducida la varita, la revolvió para hacer un agujero, después la tiró, se puso la pezuña en la boca, como si se tratase de un silbato y sopló con fuerza hasta que se le hincharon las venas del cuello y se le pusieron moradas las mejillas. Soplando y soplando, la cabra empezó a inflarse a medida que el aliento de Ignazio penetraba y circulaba entre la piel y la carne. Ignazio siguió soplando hasta que la cabra se balanceó entre las dos estacas, hinchada como un odre, casi el doble de grande que antes. Entonces, él soltó la pezuña, se enjugó la boca sucia de sangre y, con el cuchillo, sajó el pellejo a todo lo largo del vientre, de la ingle hasta el cuello. Luego, con las manos, se puso a despegar la piel de la carne. Era, en verdad, una cosa extraña ver como el pellejo se desprendía fácilmente, igual que un guante de la mano, a medida que él estiraba y como con el cuchillo iba cortando los filamentos que todavía quedaban pegados. En fin, poco a poco, quitó toda la piel, que luego tiró al suelo, peluda y sanguinolenta, como si fuese un vestido usado; y, ahora, la cabra estaba desnuda, por así decirlo, toda roja, con alguna mancha blanca y azulenca aquí y allá. Seguía lloviznando, pero nadie se había movido; Ignazio agarró otra vez el cuchillo, abrió el vientre de la cabra, a todo lo largo, metió las manos dentro y me gritó de pronto:
—Cesira, pon el brazo.
Me acerqué y él sacó toda la masa de los intestinos, desenvolviéndolos uno por uno, con orden, como si hubiese sido una madeja. De vez en cuando, los cortaba y me los ponía en el brazo. Todavía estaban calientes y apestaban lo suyo y me ensuciaban de mierda. Ignazio repetía, mientras tanto, como para sus adentros:
—Esto es un manjar de reyes, es decir, tratándose de vosotras, mujeres, de reinas… Limpiadlos y asadlos a fuego lento.
En aquel momento, se oyó una voz:
—¡Filippo! ¡Filippo!
Nos volvimos todos; y hete aquí que se asoma a la macera primero la cabeza, luego los hombros y por último toda la persona de Vincenzo, el aparcero de Filippo, en cuya casa estuvimos antes de subir a Sant’Eufemia. Más parecido que nunca a un pajarraco desplumado, con su nariz ganchuda y sus ojos hundidos, jadeante, empapado de barro y de lluvia, aun antes de haber llegado a la macera se puso a gritar desde abajo:
—Filippo, Filippo, ha ocurrido una desgracia…, ha ocurrido una desgracia…
Filippo que, como todos nosotros, estaba contemplando a Ignazio, en seguida fue a su encuentro, con los ojos desorbitados:
—¿Qué ha pasado, habla, qué ha pasado?
Pero el otro, que era astuto, fingía estar sofocado por la subida y se oprimía el pecho con la mano, repitiendo con voz cavernosa:
—Una gran desgracia.
Todos habíamos dejado plantado ya a Ignazio con su cabra y estábamos apiñados en torno de Filippo y su aparcero; mientras, la ventana de la casita de Filippo, que estaba un poco más arriba, se había abierto y dos mujeres estaban asomadas, la esposa y la hija de Filippo. El aparcero, por fin, dijo:
—Ha ocurrido que han venido los alemanes y los fascistas, han golpeado en las paredes, han encontrado el escondrijo y han echado abajo la tapia.
Filippo le interrumpió con un alarido:
—Y han robado mis cosas.
—Claro —dijo el otro, animado, no sé por qué, quizá porque ya había dado la noticia—, lo han robado todo, no han dejado nada, nada de nada.
Lo dijo en voz alta, de modo que la mujer y la hija de Filippo, asomadas a la ventana, lo oyeron; y, acto seguido, en efecto, empezaron a lamentarse a gritos, agitando los brazos y balanceándose en el alféizar de la ventana. Pero Filippo no perdió el tiempo en más explicaciones.
—No es verdad, no es verdad —se puso a vociferar—. ¡Tú eres quien me lo ha robado, tú eres el ladrón y el alemán y el fascista…! ¡Tú y esa bruja de tu mujer y esos delincuentes de tus hijos! Todo el mundo os conoce. Sois una banda de delincuentes, no respetáis siquiera el san Juan.
Gritaba como un obseso; de repente, atrapó de la mesita uno de los cuchillos de Ignazio, agarró a Vincenzo por el cuello e hizo ademán de clavárselo. Afortunadamente, los refugiados se le echaron encima con presteza y le sujetaron entre cuatro por los brazos, mientras él embestía con el pecho y la frente, soltando espumarajos, y gritaba:
—Dejadme, que lo mato, dejadme, quiero matarle.
Mientras tanto, las dos mujeres se agitaban en la ventana y chillaban:
—Estamos arruinadas. Estamos arruinadas.
Y la lluvia arreciaba, empapándonos a todos.
Pero Michele, que había estado contemplado la escena casi, hubiérase dicho, con satisfacción, como si se alegrase de que su hermana hubiese perdido el ajuar y su madre los enseres de la casa, se acercó de improviso a Vincenzo, quien seguía protestando: «Pero ¿quién ha robado? Han sido los alemanes, han sido los fascistas, nosotros no tenemos nada que ver con eso», y, como si lo supiese ya, le metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un estuche y dijo tranquilamente:
—He aquí quien ha robado. Tú eres quien ha robado… Este anillo es de mi hermana.
Abrió el estuche y mostró una sortija que tenía un brillante que, según supe después, le había regalado Filippo a su hija el día de su cumpleaños. En cuanto Filippo vio el anillo, soltó un alarido y, desasiéndose de un tirón de los que le sujetaban, se abalanzó sobre Vincenzo, con el cuchillo en alto. Pero el aparcero fue más rápido que él; se escabulló a su vez de entre los muchos que le rodeaban y echó a correr macera abajo. Filippo, seguramente, hubiese querido perseguirle, pero en seguida comprendió que no podía: él era bajito y barrigón, el aparcero flaco y alto, con piernas de avestruz. Así que cogió una piedra del suelo y la arrojó a Vincenzo, gritando:
—Ladrón, ladrón.
Pero si él no se movió, los refugiados sí se movieron, no tanto porque les importasen los bienes de Filippo, sino porque, cuando estalla una reyerta, todo el mundo se acalora y quisiera repartir leña. Así, pues, vi a dos o tres de aquellos jovenzuelos correr macera abajo, casi volando detrás del viejo Vincenzo, quien, a su vez, corría como una liebre. Por fin le alcanzaron, le agarraron por los brazos y le obligaron a volver atrás. Filippo, que había seguido tirando pedruscos como para matar a un hombre, ahora, agotado y jadeante, aguardaba al borde de la macera a que le trajesen el aparcero; y empuñaba el cuchillo de Ignazio, rojo aún de sangre de cabra. Entonces, Michele se acercó a su padre y le dijo:
—Te aconsejo que te metas en casa.
—Es que yo le mato.
—Tú te metes en casa.
—Pero yo quiero matarle, debo matarle.
—Dame el cuchillo y vuélvete a casa.
Con gran asombro de mi parte, ante la calma de su hijo, Filippo se calmó también: dejó el cuchillo encima de la mesa y se alejó hacia su casita, desde la cual, ahora, llegaban gritos y gemidos como desde un purgatorio. Por lo cual, en medio de la macera, no quedó, bajo la lluvia que seguía cayendo, más que la pobre cabra descuartizada, colgada de las dos estacas.
Mientras tanto, Vincenzo y los mozalbetes que le habían alcanzado llegaron a la macera; y los campesinos y refugiados se agruparon en seguida alrededor de ellos, preguntando a Vincenzo qué había ocurrido, más bien con curiosidad, según noté, que con reprobación. Vincenzo no se hizo rogar:
—Yo no hubiese querido —dijo con su voz de ogro—, ninguno de nosotros hubiese querido…, demonios, el san Juan… él bautizó a mi hijo, yo bauticé a su hija… la sangre no es agua ¿verdad? Hubiese preferido, os lo juro, cortarme una mano antes que robar… Así me parta un rayo si esto no es verdad.
—Te creemos, Vincenzo, te creemos…, pero, entonces, ¿qué pasó que robaste?
—Una voz… Dentro de mí, durante días y días, oí una voz que repetía: «Coge un martillo y rompe la pared…, coge un martillo y rompe la pared…», una voz que no me dejaba en paz noche y día.
—Entonces, Vincenzo, cogiste el martillo y rompiste la pared, ¿no es así?
—Verdaderamente así es.
Todos los refugiados y campesinos soltaron una gran carcajada y luego, tras unas cuantas preguntas más, le dejaron y volvieron junto a Ignazio y su cabra. Vincenzo, sin embargo, no se marchó en seguida. Empezó a dar vueltas por la localidad, de una cabaña a otra, de una casa a otra, y en todas partes pedía de beber; luego, repetía la historia de la voz y hacía reír a todo el mundo, pero, en cambio, él no se reía, estaba como atontado, parecía un pajarraco enfermo y no comprendía por qué se reía la gente. Por último, al anochecer, se fue muy mohíno, como si el robado hubiese sido él y no Filippo.
Michele, aquella misma noche, vino a la cabaña, donde yo estaba asando las tripas de la cabra, al lado de Paride y su familia, y dijo, a guisa de comentario:
—Mi padre no es malo… Pero por cuatro sábanas y un poco de oro estaba dispuesto a matar a un hombre… En cambio, todos nosotros, por una idea, no seríamos capaces de matar a una gallina.
Paride, contemplando el fuego, dijo despacio:
—Michele, ¿no sabes que para los hombres cuentan más los bienes que las ideas? Fíjate, por ejemplo, en el cura: si en confesión le dices que has robado, él, muy suavemente, te manda por penitencia que reces alguna oración a san José y, después, al final, te absuelve. Pero si vas a la parroquia y le robas a él, qué sé yo, un cubierto de plata, verás cómo chilla. En seguida, en vez de absolverte, mandará llamar al sargento de carabineros y te hará detener… A este paso, o sea, si un cura que es un cura se comporta de ese modo, figúrate nosotros, que no somos curas.
Aquello fue lo único notable que sucedió durante la lluvia. En cuanto al resto, lo de siempre: charlas sobre la guerra y el tiempo, sobre lo que haríamos cuando llegasen los ingleses y después; y, sobre todo, largos sueños, de doce, catorce horas, siempre durmiendo y despertando de vez en cuando para luego, tras haber escuchado un poco el ruido de la lluvia que batía sobre las tejas y gorgoteaba por el canalón, ponernos a dormir de nuevo más profundamente que nunca, abrazadas una a otra, en aquella cama de tablas mal ajustadas con el jergón lleno de hojas de maíz que a menudo se abría bajo nosotras y amenazaba con hacernos caer al suelo. La familia de Filippo y, por lo general, todos los refugiados, sólo tenían una ocupación: comer. Puede decirse que no hacían más que banquetear de la mañana a la noche, nadando en la abundancia. Decían que era menester comer, porque era la única manera de ahuyentar la melancolía; decían que los víveres era mejor consumirlos porque, con la llegada de los ingleses, vendría la abundancia, los precios bajarían y aquella comida nadie la querría ya. Pero yo pensaba dentro de mí:
«Fiarse está bien, pero no fiarse es mejor».
También estaba convencida de que vendrían los ingleses; pero ¿cuándo? Bastaba que por motivos suyos tardasen un mes o dos más y todos nos moriríamos de hambre. Por lo cual, mientras todos los demás se daban atracones, yo, en nuestra casita, implanté el racionamiento. Comíamos una sola vez al día, sobre las siete: un puchero lleno de habichuelas y un poco de carne, las más de las veces de cabra, un pedazo de pan, siempre la misma cantidad, y unos cuantos higos secos. Algunas veces, hacía polenta; otras, en vez de las habichuelas, ponía garbanzos o almortas y, en vez de cabra, vaca. Por la mañana, en cambio, cortaba para Rosetta y para mí una rebanada de pan y con el pan comíamos una cebolla cruda. O bien no comíamos nada de pan y engullíamos unas cuantas algarrobas que suelen darse a los caballos, pero que, en tiempo de guerra, resultan buenas también para los cristianos. Rosetta, a menudo, se quejaba de tener hambre, claro, era joven, y entonces le aconsejaba que durmiese porque lo sabía bien, dormir es como comer: se gastan pocas energías y se acumulan fuerzas. Total, que me administraba como los campesinos, quienes, a diferencia de los refugiados, eran prudentes, hasta avaros, y pesaban la comida con la balanza de orfebre. Ellos, cierto es, estaban avezados a la carestía y sabían por instinto que, con alemanes o con ingleses, nunca tendrían bastante para saciar el hambre, porque carecían siempre de dinero y la cosecha nunca sería suficiente para compensar. Así, en cierto sentido, me sentía más campesina que refugiada; y no podía por menos que tener antipatía a los refugiados, en su mayoría comerciantes, que habían hecho el dinero a costillas ajenas y contaban, tan pronto llegasen los ingleses, con volver a hacerlo del mismo modo. Alguno dirá que, al fin y al cabo, también yo era tendera; es verdad, pero había nacido campesina y al contacto con los campesinos y con la tierra me sentía campesina de nuevo, como en los tiempos que, de muchacha, dejé el pueblo para ir a casarme a Roma.
En fin, así fuimos tirando casi cuarenta días; después, a fines de diciembre, una buena mañana, nos levantamos, como de costumbre, y vimos que el viento había cambiado. El cielo era de un azul duro, luminoso, profundo, rosado aún por la aurora, con muchas nubecitas rojas y grises que se iban, las últimas nubes después de tanta lluvia. Abajo, por la parte de Ponza, por primera vez después de tanto tiempo, se veía brillar el mar, de un azul oscuro, casi negro. La llanura de Fondi, ahora ya invernal, más gris que verde, humeaba en la niebla matutina, propiamente como cuando se espera una hermosa jornada de sol, seca y esplendorosa. Y de los montes soplaba la tramontana, gélida, seca, cortante, que hacía entrechocar y resonar las ramas desnudas del árbol que había junto a la casita. El barro, cuando salí de casa, estaba duro, costroso, punzante bajo los pies, y brillaba aquí y allá como si hubiese estado mezclado con esquirlas de vidrio: durante la noche había helado. Aquel cambio de tiempo devolvió la confianza a los refugiados, que salieron de las casitas, en la mañana helada, y empezaron a abrazarse y felicitarse mutuamente: ahora, con el buen tiempo, los ingleses efectuarían un gran avance y todo terminaría.
Los ingleses llegaron, en efecto, puntualmente, pero no como se lo esperaban los refugiados. Sobre las once de aquella misma primera mañana de buen tiempo, estábamos todos en la macera tomando el sol, como lagartos ateridos, cuando, de pronto, oímos un fragor lejano que, a medida que se acercaba, se hacía cada vez más vasto y majestuoso y parecía llenar el cielo. Todos los refugiados, tras un momento de incertidumbre, comprendieron; y con ellos comprendí yo también, pues aquel fragor lo había oído varias veces en Roma, tanto de noche como de día:
—Los ingleses, los aviones, llegan aviones ingleses.
Y he aquí, en efecto, asomar por detrás de una montaña, en el cielo luminoso y límpido, un primer grupo de cuatro aviones. Eran blancos y hermosos, brillaban al sol, parecían, arriba en el cielo, esos alfileres de filigrana de plata que se hacen en Venecia. Inmediatamente después, aparecieron otros cuatro y, luego, cuatro más, doce en total. Volaban recto como si hubiesen seguido un hilo invisible; el fragor, ahora, llenaba el cielo; y, digo la verdad, aunque aquel fragor me recordase muchas horas malas pasadas en Roma, también me exalté un poco oyéndolo, porque en aquel fragor me parecía oír como una voz terrible, pero buena para nosotros italianos, que ordeñaba a fascistas y alemanes que se marchasen. Por lo cual también yo, con el corazón en suspenso y henchido de esperanza, les contemplé mientras se dirigían, rectos y seguros, hacia la ciudad de Fondi, que se extendía en el valle con sus casitas blancas recogidas entre los naranjales verde oscuro. Y, luego, he aquí que el cielo, en torno a los aviones, empezó a puntearse de nubecitas blancas y, en seguida después, se pusieron a retumbar los disparos secos y presurosos de los antiaéreos alemanes. Habían no sé cuántos cañones antiaéreos que disparaban desde todas las partes del valle. Había que oír a los refugiados:
—Pobrecitos, disparan… Pero disparan inútilmente… Sí, ya podéis disparar, que ni un rasguño les haréis.
En efecto, aquellos cañonazos no parecían alcanzar a los aviones que, mientras tanto, seguían avanzando por el cielo. Después, oímos un estallido más fuerte, más sobrecogedor, y vimos la nubecita blanca no ya en el aire, sino en el suelo, entre las casas y los huertos de Fondi. Los aviones empezaban a soltar sus bombas.
Lo que aconteció tras aquella primera explosión no se me borrará de la memoria, aunque sólo sea porque nunca vi a tanta gente pasar de la alegría al dolor en tan breve tiempo. Las bombas, ahora, caían tupidas, una después de otra, en la ciudad sobre la cual las nubes blancas se multiplicaban rápidamente, una junto a la otra y todos aquellos refugiados, que un momento antes estaban tan contentos, empezaron a dar alaridos allí, en la macera, llorando y lamentándose en voz alta, lo mismo que la hija de la mujer de Filippo cuando Vincenzo notificó que los alemanes habían robado el ajuar. Todos gritaban y corrían de un lado a otro y agitaban los brazos como si hubiesen querido detener a los aviones:
—La casa, mi casa, asesinos. Nos destruyen las casas, pobres de nosotros, las casas, las casas, las casas.
Y, mientras tanto, las bombas seguían cayendo como frutas maduras de un árbol cuando se lo sacude; y los antiaéreos no paraban de disparar, apretada y rabiosamente, con un estruendo que aturdía y que no tan sólo cubría el cielo, sino que hasta parecía hacer retemblar la tierra. Los aviones fueron hasta el extremo del valle, por la parte de la costa y, una vez allí, donde el mar rebrillaba al sol, viraron y volvieron atrás, soltando más bombas, mientras los refugiados, que habían callado unos momentos, creyendo que se iban, se ponían de nuevo a dar alaridos y a llorar más fuerte que antes. Pero justo cuando la escuadrilla, inflexible y segura, parecía que de veras iba a marcharse por donde había venido, he aquí que el segundo avión del último grupo lanzó una gran llamarada roja, semejante a un chal ondeante en el cielo azul. La defensa antiaérea había hecho blanco, el avión se rezagó y el chal de fuego ondeaba en torno del aparato blanco, cada vez más grande y cada vez más rojo. Había que oír a los refugiados, entonces:
—Valientes alemanes, zumbad a esos asesinos, derribadlos.
Rosetta, de pronto, gritó:
—Mira, mamá, qué bonito, los paracaidistas.
En efecto, mientras el avión alcanzado se alejaba en llamas hacia la costa, vi abrirse en el cielo, una tras otra, las sombrillas blancas de los paracaídas; cada uno tenía una cosita negra que colgaba abajo y se movía según el viento: un aviador. Se abrieron así siete u ocho que descendían muy despacio, y los antiaéreos ya no disparaban; el avión tocado, tambaleándose y perdiendo altura, desapareció detrás de una colina y, poco después, se oyó una explosión muy fuerte y, luego ya, nada más. Volvía a reinar el silencio, con apenas un eco metálico en lontananza, por la parte donde había desaparecido la escuadrilla; sólo se oían los llantos y los gritos de los refugiados, allí en la macera; y los paracaídas argénteos seguían descendiendo lentamente; y todo el valle de Fondi estaba cubierto de un humo gris enrojecido aquí y allá por las llamas de los incendios.
Así es que los ingleses vinieron, cierto, pero para destruir las casas de los refugiados y también en aquella ocasión la extraña dureza de corazón de Michele se confirmó de manera inesperada para mí. La misma noche, mientras hablábamos, en la cabaña, de los bombardeos, dijo de repente:
—¿Sabéis qué decían esos refugiados que ahora gimotean por sus casas, cuando los periódicos, mientras los llamados «picadores» nuestros habían, como se decía, «coventrizado» no sé qué ciudad enemiga? Decían, les he oído con estos oídos míos: bueno, si los bombardean, señal de que se lo merecen.
—¿Pero no te dan pena todos esos pobrecitos que ahora se han quedado sin casa y se ven obligados a huir por los campos, desnudos y ateridos como gitanos? —pregunté.
—Sí, me dan pena, pero no más que los otros que perdieron sus casas antes que ellos. Y te digo, Cesira: hoy para mí, mañana para ti. Ellos aplaudieron cuando les bombardeaban las casas a los ingleses, a los franceses, a los rusos y ahora son bombardeados a su vez. ¿No es esto justo? Tú Rosetta, que crees en Dios, ¿no ves en eso el dedo de Dios?
Rosetta no dijo nada, como solía hacer cuando él hablaba de religión, y la conversación terminó allí.
Total, que después de aquel primer bombardeo, todos los refugiados se fueron precipitadamente al valle para ver qué había sido de sus casas y casi todos volvieron con la buena noticia de que las casas, en su mayor parte, se habían salvado y que, en conclusión, las ruinas no eran tan terribles como había parecido a primera vista. Hubo, es verdad, un par de muertos: un mendigo viejo que dormía en una casa ya arruinada de las afueras; y, parece imposible, aquel fascista llamado Scimmiozzo que nos amenazó cuando nos alojábamos en casa de Concetta. Scimmiozzo murió exactamente como había vivido: aquella mañana, aprovechando el buen tiempo, había ido a Fondi y descerrajado la puerta metálica de una mercería. La bomba derrumbó la casa sobre su cabeza y le hallaron rodeado de cintas, con la mano agarrada todavía al género robado. Dije a Rosetta:
—Bueno, mientras muera gente como ésa, bendita sea la guerra.
Pero ella me sorprendió con su cara bañada de lágrimas y al decirme:
—Mamá, no digas eso… También él era un pobrecito.
Y, por la noche, quiso rezar por él también, en sufragio de su alma más negra que la camisa negra que llevaba cuando la bomba le mató.
Olvidaba decir que, en aquellos días, hubo otro muerto: Tommasino, sé perfectamente cómo y por qué murió, pues estaba con él cuando le ocurrió lo que le causó la muerte. A pesar de la lluvia, el frío y el barro, él había seguido comerciando todo el tiempo. Compraba a los campesinos, a los alemanes y a los fascistas y revendía a los refugiados. La comida escaseaba ya, pero él se las espabilaba igualmente con sal, tabaco, naranjas, huevos. Había subido los precios, naturalmente, y me consta que ganaba mucho. Todo el día andaba recorriendo el valle, desdeñando el peligro, no porque fuese valiente, sino porque el dinero le importaba más que la piel; siempre con la barba crecida, siempre con los pantalones arremangados y rotos, siempre con los zapatos embarrados, parecía, en verdad, el judío errante. Hacía tiempo que a su familia la había alojado en casa de unos campesinos que estaba más arriba aún que la casita de Paride; a quien le preguntaba por qué no se reunía con su familia, le contestaba:
—Tengo el negocio, quiero hacer negocio hasta el último momento.
Quería decir hasta el último momento de la guerra y no sabía, en cambio, que habría negociado hasta el último momento de su vida.
En fin, un día, junté ocho huevos en una cestita y bajé con Rosetta con la intención de trocarlos por un pan de munición con los alemanes que acampaban en los naranjales, en el valle. Por casualidad, Tommasino estaba en Sant’Eufemia en visita de negocios y se brindó a acompañarnos. Era el quinto día de buen tiempo después del primer bombardeo, cuando bajamos. Tommasino, como de costumbre, iba delante, y bajaba por los pedruscos y baches del camino de herradura sin decir palabra, absorto en sus cálculos, y nosotras le seguíamos, sin hablarnos tampoco. El camino de herradura rodeaba en zigzag la ladera del monte de la izquierda y, luego, en un punto determinado, un peñasco que cortaba el paso discurría por una meseta para luego descender hacia el monte de la derecha. Aquella meseta era un lugar extraño: había muchas rocas peladas y erectas, de forma curiosa, semejantes a panes de azúcar, de un color gris como la piel de los elefantes, todas horadadas de grutas grandes y pequeñas; y, entre las peñas, había muchas chumberas, con sus hojas verdes y carnosas que parecían golillas infladas y llenas de púas. El sendero serpenteaba entre las chumberas y las rocas, a lo largo de un arroyo que daba gozo de ver, con el agua clara como un cristal sobre un lecho de musgo verde. Ahora bien, cuando llegábamos a la meseta, y Tommasino nos precedía en unos treinta metros, oímos el fragor de una escuadrilla de aviones. No hicimos caso; ya se había vuelto una cosa normal y las más de las veces seguíamos adelante; las montañas podía estarse seguro de que no las bombardearían, porque no valía la pena malgastar bombas, que costaban dinero, en los pedruscos de las macere. Por eso, me limité a decirle a Rosetta, tranquilamente:
—Mira, la aviación.
En efecto, en el cielo luminoso, se veía la escuadrilla, blanca como plata, dispuesta en tres filas, y en cabeza un solo avión que parecía hacer de guía. Después, mientras estaba mirando, vi un banderín rojo descolgarse del avión que iba en cabeza y, no sé cómo, recordé que Michele me había dicho que aquélla era la señal para arrojar las bombas. Apenas tuve tiempo de pensarlo, cuando empezaron a llover bombas, o mejor dicho, no vimos a éstas, tan rápidamente caían, sino que oímos casi en seguida su estallido violentísimo y muy próximo, mientras todo el terreno en torno a nosotros se movía como si hubiese un terremoto. En realidad, no se movía el terreno, sino la gran cantidad de guijarros arrancados del suelo y, sobre todo, según advertí después, de esquirlas de hierro puntiagudas y retorcidas, todas tan largas por lo menos, como mi dedo meñique, que, con una sola que nos hubiese dado en el cuerpo, nos hubiese matado en el acto. Alrededor de nosotros, mientras tanto, se había levantado una polvareda acre que hacía toser y, en medio de aquella nube opaca de polvo, yo casi no veía ya nada y, presa de un miedo terrible. Llamaba a Rosetta. La polvareda se aclaró un poco, y, en el suelo había muchas de aquellas esquirlas de hierro y un estrago de higos chumbos reventados y chafados y luego, de pronto, oí la voz de Rosetta que me decía:
—Estoy aquí, mamá.
Nunca he creído en milagros, pero digo la verdad, al contemplar todas aquellas astillas metálicas que habían bailado en torno a nosotros en el momento de la explosión, pensé, mientras abrazaba feliz a mi Rosetta sana y salva, que había sido propiamente un milagro que no nos hubiesen matado. La abracé, la besé y le palpaba la cara y el cuerpo, como incrédula de que no estuviese herida luego, busqué a Tommasino, quien, como he dicho, iba unos treinta pasos delante de nosotras. No le vi, ni cerca ni lejos, en la meseta cuajada de higos chumbos triturados; pero oí su voz que se lamentaba:
—Dios mío, Virgen mía, Dios mío, Virgen mía…
Pensé que estaba herido y, entonces, tuve remordimientos por mi alegría de haber encontrado a Rosetta sana y salva. No me era muy simpático, pero también él era un cristiano, al fin y al cabo, y nos había ayudado, aunque fuese por interés. Por lo cual, segura de encontrarle tendido en el suelo y ensangrentado, me dirigí hacia el lugar de donde oía venir su voz. Era una pequeña gruta poco profunda, casi una cavidad en una de aquellas peñas, donde él estaba acurrucado como un caracol en la concha, con las manos a la cabeza y quejándose en voz alta. Sin embargo, en seguida noté que no tenía ni siquiera un rasguño, sólo miedo. Le dije:
—Tommasino, ya pasó… ¿Qué haces en este hoyo? Demos gracias a Dios, estamos todos sanos y salvos.
No me contestó, pero siguió murmurando:
—Dios mío, Virgen mía…
Insistí, sorprendida:
—Tommasino, muévete, vámonos o llegaremos tarde.
—Yo no me muevo de aquí.
—Pero bueno, ¿quieres quedarte aquí?
—Yo no voy allá abajo… Ahora mismo subo a la montaña, lo más arriba que pueda, y me meto en cualquier gruta profunda, bajo tierra, y no me muevo más… Para mí se acabó.
—Pero Tommasino, ¿y el negocio?
—Al diablo el negocio.
Al oírle mandar al diablo el negocio por el cual hasta entonces había arrostrado tantos peligros, comprendí que hablaba en serio y que era inútil insistir. Sin embargo, dije:
—Pero al menos acompáñanos hoy… Además, puedes estar seguro de que los aviones no volverán.
—Id vosotras…, yo no me muevo de aquí.
Y, luego, se puso a temblar de nuevo y a encomendarse a la Virgen. Entonces, me despedí de él y proseguí por el camino de herradura en dirección al valle.
Fuimos al valle y allí, en la linde de los naranjales, encontramos un carro armado alemán completamente cubierto de ramas de naranjo y una tienda camuflada, o sea, pintada de azul, verde y marrón, y a seis o siete alemanes que hacían el rancho, mientras uno, sentado bajo un naranjo, tocaba el acordeón. Todos eran jóvenes, con las cabezas rapadas y las caras pálidas, hinchadas y cubiertas de chirlos y de cicatrices: habían estado en Rusia antes de venir a Fondi y allá, según nos dijeron, la guerra era cien veces peor que en Italia. Yo les conocía, por haber hecho ya aquel trueque del pan con los huevos otra vez. Desde lejos, levanté, mostrándola, la cestita de huevos; el del acordeón dejó de tocar inmediatamente, se metió en la tienda y volvió a salir con un chusco de a kilo. Nos acercamos; y él, sin mirarnos la cara, manteniendo el pan apartado como si temiese que se lo arrebatara, quitó las hojas que tapaban los huevos y los contó, en alemán, del primero al octavo. No conforme todavía, cogió uno, se lo llevó al oído y lo sacudió para ver si era del día. Entonces, le dije:
—Son de hoy, tranquilízate, no temas, hemos arriesgado la vida para traerlos aquí: hoy deberíais darnos dos panes en vez de uno.
No lo comprendió y puso una expresión interrogativa. Entonces, le indiqué el cielo y, luego, hice un gesto como haciendo alusión a las bombas cuando caen, y dije: «Pum, pum», para describir la explosión. Comprendió por fin y dijo una frase en la que figuraba la palabra kaput, que ellos dicen siempre y que, como me explicó un día Michele, quería decir en italiano algo así como «muerto matado». Comprendí que hablaba del avión derribado y respondí:
—Por cada uno que derribéis, vendrán cien… En vuestro lugar, yo dejaría la guerra y me volvería a Alemania… Sería mejor para todos, para vosotros y para nosotros.
Esta vez no dijo nada porque tampoco había comprendido, pero me tendió el pan y se quedó con los huevos, haciendo un gesto como para decir: «Vuelve y repetiremos este trueque». Conque nos despedimos de él y nos fuimos, por el camino de herradura, hacia Sant’Eufemia.
Tommasino, aquel mismo día, huyó montaña arriba, hacia la localidad que está encima de Sant’Eufemia, donde tenía la familia. A la mañana siguiente, mandó a un labriego con dos mulos a recoger en el valle todos sus enseres, incluidos colchones y somiers, e hizo que se lo subiesen todo a la montaña. Pero la casita donde estaba su familia no le pareció suficientemente segura; por lo que, algunos días después, se trasladó con mujer e hijos a una gruta que estaba bajo la cumbre del monte. Era una gruta espaciosa y profunda, cuya entrada no podía verse desde fuera porque estaba tapada por los árboles y los zarzales. Sobre la gruta se alzaba una peña enorme, gris, muy alta, en forma de pan de azúcar, que se veía muy bien incluso desde el valle, tan grande era; el techo de la gruta tendría un espesor de varias decenas de metros de roca maciza. Se metió, pues, con su familia en aquella gruta que, en tiempos pasados, fue un refugio para los salteadores de caminos. Tal vez creeréis que allí ya se sentía a resguardo de las bombas y que el miedo se la había pasado. Pero él había tenido un miedo tan grande que, por así decirlo, lo tenía metido en la sangre, como una fiebre; y ahora, con toda la gruta y el peñasco que la protegía, no hacía más que temblar todo el día, de la cabeza a los pies, apoyándose ora aquí ora allí, con la cabeza y los hombros envueltos en una manta. No hacía más que repetir: «Me encuentro mal, me encuentro mal», con voz débil y quejumbrosa, y ya no comía ni dormía, en fin, que desmejoraba a ojos vistas, derritiéndose como una vela, cada día un poco más. Le visité uno de aquellos días y le encontré tan flaco y abatido que daba pena verle, tembloroso, apoyado en la entrada de la gruta, muy arrebujado en su manta; y recuerdo que, al no darme cuenta de que estaba enfermo de veras, le tomé un poco el pelo diciéndole:
—Pero, Tommasino, ¿de qué tienes miedo? Esta gruta es a prueba de bomba. ¿De qué tienes miedo? ¿Quizá de que las bombas se paseen por este bosque como serpientes y, al final, se metan por la entrada de la gruta y vengan a buscarte en tu cama?
Me miraba como si no me comprendiese y repetía:
—Me encuentro mal, me encuentro mal.
Total, que al cabo de algunos días nos enteramos de que había muerto. Se había muerto de miedo, pues no había sido herido ni estaba enfermo: le había matado tan sólo la impresión de aquellas bombas. Yo no fui al entierro porque me daba tristeza y de cosas tristes había ya muchas. Fue su familia y Filippo con la suya; y al muerto no le metieron en un ataúd porque no había tablas ni carpintero, sino que le sujetaron entre dos troncos de árbol; y el sepulturero, un tipo larguirucho y rubio que también era refugiado y ahora hacía un poco de estraperlo recorriendo las montañas con su caballo negro, ató a Tommasino al lomo del caballo y, lentamente, por el camino de herradura, le llevó al cementerio de abajo. Luego, me dijeron que no habían logrado encontrar ningún cura porque todos habían huido, así que él, pobrecito, hubo de conformarse con las oraciones de los parientes; que el entierro fue interrumpido tres veces por las alarmas aéreas; que, sobre la tumba, a falta de otra cosa, pusieron una cruz hecha con dos tablitas arrancadas de una caja de municiones. Posteriormente, supe que Tommasino había dejado a su mujer mucho dinero, pero ninguna provisión: comerciando y negociando, lo había vendido todo, hasta el último kilo de harina, y los últimos cien gramos de sal; por lo cual la viuda se encontró con el dinero, pero sin nada que comer y, para ir tirando, se vio obligada a comprar por el doble lo que su marido había vendido por la mitad y creo que, al final de la guerra, de todo el dinero que Tommasino le había dejado, no le quedaba casi nada, también por la devaluación de la moneda. ¿Queréis saber lo que dijo Michele cuando murió su tío?
—Lo siento porque era una buena persona. Pero ha muerto como mañana podría morir mucha gente como él: corriendo detrás del dinero y haciéndose la ilusión de que sólo existe el dinero; y luego, de improviso, quedándose helada de miedo al ver lo que hay detrás del dinero.