PRÓLOGO
Ya en mi infancia, la historia de la Creación se concentraba para mí en la manzana prohibida. No podía entender por qué Adán y Eva tenían vedado el acceso al conocimiento. Para mí, saber y conciencia significaban siempre algo positivo, por lo que no encontraba lógico que Dios hubiera prohibido a Adán y Eva conocer la diferencia esencial entre el bien y el mal.
Mi oposición infantil se mantuvo a lo largo de los años, aunque más tarde supe de interpretaciones distintas del episodio de la Creación. Me negué intuitivamente a considerar la obediencia una virtud, la curiosidad un pecado y el desconocimiento del bien y del mal el estado ideal, dado que, para mí, la manzana del árbol de la Ciencia prometía explicar el mal y así representaba literalmente la redención, es decir, el bien.
Sé que existen incontables justificaciones teológicas para la motivación de las decisiones divinas, pero con demasiada frecuencia reconozco en ellas al niño atemorizado que intenta interpretar todas las medidas de sus padres como buenas y cariñosas a pesar de que no las entiende ni las puede entender porque los motivos de esas medidas, ocultos en la oscuridad de la infancia de los padres, son también incomprensibles para ellos. Por lo tanto, hasta hoy no he podido entender por qué Dios quería mantener a Adán y Eva ignorantes en el Paraíso y por qué los castigó con un sufrimiento tan profundo por su falta de obediencia.
Nunca anhelé un Paraíso que pusiera la obediencia y la ignorancia como condiciones de la felicidad. Creo en la fuerza del amor, lo cual no significa para mí obedecer o ser bueno. Esta fuerza está más relacionada con la lealtad hacia uno mismo, hacia su historia, sus sentimientos y sus necesidades y con el anhelo de saber que uno forma parte de todo esto. Es evidente que Dios quería hurtar a Adán y Eva esa lealtad que se profesaban. Yo parto de la idea de que sólo podemos amar si se nos permite ser lo que somos: sin subterfugios, ni máscaras, ni fachadas. Sólo podremos amar de verdad si no rechazamos el conocimiento que tenemos a nuestro alcance (como el árbol de la Ciencia en Adán y Eva), si no huimos de él y tenemos el valor de comer la manzana.
Por ello, todavía hoy me resulta difícil mostrarme tolerante cuando escucho que hay que pegar a los niños para que sean tan «buenos» como nosotros y complazcan al Señor. Así consta en los escritos de la mayoría de sectas religiosas, pero no sólo en ellos. La historia de la Creación nos ha impedido durante mucho tiempo abrir los ojos y reconocer que hemos sido engañados. Los siguientes ejemplos ilustran el precio que de vez en cuando pagamos con nuestra salud por tener vedado el conocimiento.
Hace poco recibí una carta de un desconocido que era miembro del Partido Comunista desde hacía décadas y trabajaba en la redacción de un periódico que divulga las ideas de un gran número de filósofos marxistas. Cuando, hace unos años, empezó a leer mis libros, intentó convencer a sus colegas de que la violencia y el ansia de poder se aprendía en la infancia y que el tema de la educación autoritaria en el pensamiento marxista tenía que estar relacionado con aquello. El hombre topó con el rechazo total y la enemistad, pero al mismo tiempo estaba cada vez más seguro de que se hallaba en el camino correcto. En aquella época padecía una artritis grave en las rodillas que le impedía caminar. Cuando por fin se decidió a comunicar al Partido su retirada por escrito, le invadió una intensa angustia que estaba claramente relacionada con el abandono sufrido en su infancia. Después de enviar su «carta de dimisión», los dolores de rodilla desaparecieron a las tres horas. Aquel hecho le procuró la certeza de que había conseguido dejar de perpetuar la situación de su infancia y abandonar una dependencia que al principio le dio seguridad, pero que después acabó cohibiéndole. El hombre quedó perplejo de la rápida respuesta corporal a su acción, pero también sabía que no se trataba de la típica «curación milagrosa», sino de la lógica consecuencia de la salida de su reclusión.
Es cierto que, actualmente, la medicina ya no niega que nuestro cuerpo tiene almacenada toda la información de lo experimentado en nuestra vida, pero muchas veces no sabe cómo descifrar ese bagaje. A pesar de ello, nosotros sostenemos que hay síntomas patológicos graves que pueden desaparecer si conseguimos descifrar esa información.
Veamos otro ejemplo. Un hombre que en su infancia había sufrido graves humillaciones y malos tratos físicos y que durante toda su vida idealizó a sus padres, enfermó de una grave dolencia corporal al dejar de funcionar sus defensas. Los mensajes que le enviaba su sistema cognitivo le decían que toda su infancia había sido buena y que había vivido con sus padres una época feliz de seguridad. Sin embargo, el sistema corporal le comunicaba justo lo contrario. Tomó medicamentos durante años y se sometió a distintas operaciones, hasta que, finalmente, aconsejado por una internista, decidió elaborar sus emociones con una psicoterapeuta.
Ahora ya no se podía ocultar que aquel hombre estuvo sometido en su infancia a una tiranía frente a la cual había cerrado los ojos durante sesenta años hasta que, finalmente, encontró el valor para enfrentarse a la verdad. Cuando el cuerpo sanó, parecía que era un milagro. Pero era algo muy distinto. Cuando el sistema cognitivo sostiene lo contrario de lo que está inequívocamente almacenado en las células del cuerpo, la persona se halla en constante lucha consigo misma. Entonces, en el momento en que a ambas instancias se les permita saber lo mismo, se podrán restablecer las funciones corporales normales.
Pero volvamos de nuevo a la historia de la Creación. Recuerdo que, de niña, hice que mi profesor se quedara sin argumentos porque yo no quería dejar de plantear unas preguntas que le resultaban visiblemente desagradables. Así que, por deferencia hacia él, finalmente reprimí mis cuestiones. Pero éstas han aumentado cada vez más en mi interior, y ahora querría aprovechar mi libertad como persona adulta para permitir a aquella niña que, finalmente, las exponga. Éstas eran las preguntas de la niña:
¿Por qué plantó Dios el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal en medio del jardín del Edén si no quería que los dos seres humanos que creó comieran de sus frutos? ¿Por qué los dejó caer en la tentación? ¿Por qué necesitó hacerlo si Él es el Todopoderoso que creó el mundo? ¿Por qué necesitó obligar a esas dos personas a la obediencia si Él es el Omnisciente? ¿Acaso no sabía que con el ser humano creaba un ser curioso y que Él le obligó a ser desleal con su propia naturaleza? ¿Si creó a Adán y a Eva como hombre y mujer que se complementan sexualmente, cómo podía esperar al mismo tiempo que ignoraran su sexualidad? ¿Por qué tendrían que hacerlo? ¿Y qué habría pasado si Eva no hubiera mordido la manzana? No se habrían unido sexualmente ni habrían tenido descendencia. En ese caso, ¿se habría quedado el mundo sin seres humanos? ¿Habrían vivido Adán y Eva eternamente solos, sin hijos?
¿Por qué motivo la procreación está ligada al pecado y el acto del alumbramiento lo está al dolor? ¿Cómo se entiende que, por un lado, Dios concibiera a los dos seres humanos como estériles y, por otro lado, el Génesis hable de que los pájaros se multiplican? Por lo tanto, Dios tenía ya un concepto de la descendencia. Y después se habla de que Caín se casa y engendra niños. ¿De dónde sacó a la mujer si en el mundo sólo estaban Adán, Eva, Caín y Abel? ¿Por qué rechazó Dios a Caín cuando éste se mostró celoso? ¿No fue Dios quien, precisamente, suscitó en él esa rivalidad prefiriendo claramente a Abel?
Nadie quería responderme a estas preguntas, ni en mi infancia ni después. La gente se indignaba porque yo cuestionaba la omnisciencia y la omnipotencia divinas y encontraba ilógicas y refutables las explicaciones que recibía. La mayoría de las veces me evitaban diciéndome, por ejemplo: «No tienes que tomarlo todo al pie de la letra. Sólo son símbolos». «¿Símbolos de qué?», preguntaba, pero no obtenía ninguna respuesta. O me decían: «Pero la Biblia también tiene mucho de veraz e inteligente». Yo no quería discutir eso. «¿Y por qué tengo que aceptar lo que encuentro ilógico?», pensaba la niña.
¿Qué puede emprender un niño, cualquier niño, con reacciones como éstas? Él no quiere ser rechazado ni odiado y, por lo tanto, se subordina. Eso hice yo. Pero mi necesidad de comprender no desapareció con ello. Como yo no me podía explicar los motivos de Dios, proseguí mi búsqueda para comprender al menos los motivos de la gente que se conforma tan fácilmente con sus contradicciones.
Con la mejor de las voluntades no pude encontrar nada malo en la conducta de Eva. Si Dios hubiera amado realmente a las dos personas, no hubiera querido que fueran tan ciegas. ¿Fue realmente la serpiente la que indujo a Eva a «pecar» o fue el propio Dios? Si un simple mortal me mostrara algo deseable y me dijera que no puedo fijarme en él, yo lo encontraría cruel. Pero dicho por Dios, no me podría permitir ni siquiera pensarlo y mucho menos decirlo.
Por lo tanto, me quedé sola con mis reflexiones y busqué en vano una respuesta en los libros, hasta que comprendí que la imagen transmitida de Dios había sido creada por seres humanos educados según los principios de la pedagogía negra (de los que la Biblia ofrece numerosas muestras), para los cuales el sadismo, la tentación, el castigo y el abuso de poder eran el pan de cada día de su infancia. La Biblia fue escrita por hombres. Tenemos que suponer que esos hombres no habían tenido una buena experiencia con sus padres. Por lo visto, ninguno de ellos conoció a un padre que se alegrara del afán de descubrimiento de sus hijos, que no esperara nada imposible de ellos y que no los castigara. Por ello crearon una imagen de Dios cuyos trazos sádicos no les resultaran chocantes. Su dios imaginó un escenario cruel y obsequió a Adán y Eva con el árbol de la Ciencia, pero les prohibió precisamente comer de sus frutos, es decir, crecer y convertirse en personas autónomas y con conocimiento. Quería hacerlos totalmente dependientes de él. Califico de sádico este proceder paterno porque contiene la alegría por el tormento del hijo. Por lo tanto, castigar también al hijo por las consecuencias del sadismo paterno no tiene nada que ver con el amor, sino con la pedagogía negra. Pero así fue como vieron inconscientemente los autores de la Biblia a sus supuestamente amantes padres. En la epístola a los hebreos, 12,6-8, Pablo dice claramente que el castigo nos da la seguridad de ser verdaderos hijos de Dios y no bastardos: «Pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Mas, si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos».
Hoy en día puedo pensar que las personas cuya infancia ha transcurrido en el marco del respeto, sin azotes ni humillaciones, creerán, al llegar a adultos, en un Dios distinto, en un Dios lleno de amor que guía y explica, que da una orientación. O que personas que no necesitan imágenes divinas se dejen guiar, sin embargo, por modelos que encarnan para ellas el verdadero amor.
En este libro, yo me identifico con Eva. No con la tradicional Eva infantil que, como la Caperucita del cuento, desprevenida de la tentación, cae víctima de un animal, sino con la Eva que adivinó la injusticia de su situación, que no admitió el mandamiento del «no conocerás», que quiso comprender sin reservas y con detenimiento la diferencia entre el bien y el mal y que decidió asumir la completa responsabilidad de su acto.
El presente libro habla de los conocimientos que se descubrieron ante mí después de estar lista para seguir lo que mi cuerpo me dictaba y descifrar sobre este camino los inicios de mi vida. El viaje por mi más temprana infancia hasta el principio de mi existencia me permitió descubrir una gran cantidad de mecanismos que también están activos en muchas otras personas de todo el mundo. Desgraciadamente, estos mecanismos se avistan con demasiada poca frecuencia porque el mandamiento coercitivo del «no conocerás» nos impide tal percepción.
Quiero decir que no solamente tenemos permiso para conocer, sino que también debemos conocer a toda costa qué es bueno y qué es malo para poder asumir la responsabilidad de nuestra vida y la de nuestros hijos. De esta forma podremos salir del miedo del niño inculpado y castigado, del miedo fatal al pecado de la desobediencia que ha destrozado la vida de tantas personas y que hoy todavía las encadena a su infancia. Nosotros, como adultos, podemos liberarnos de esas cadenas con la ayuda adecuada, hacernos con información vital y constatar satisfechos que ya no estamos obligados a avistar un sentido más profundo en todo aquello que nuestros educadores y profesores de religión nos explicaron desde sus propios miedos. Si abandonamos esta preocupación, experimentaremos asombrados el alivio de dejar de ser como niños que tienen que obligarse a ahondar en la más profunda lógica de lo ilógico, tal como aún hacen muchos filósofos y teólogos (Miller, 1988a) porque (por fin) nos hemos otorgado el derecho como adultos a no obviar realidades, a rechazar justificaciones ilógicas y a mantenernos fieles a nuestro conocimiento y a nuestra historia.