Introducción

El hombre se ha preguntado, probablemente desde los albores de nuestra civilización, cuál es el origen del mal y cómo puede combatirlo. Siempre hemos pensado que el desarrollo del mal se inicia en la infancia, aunque a veces también se ha considerado como una obra del diablo y, más recientemente, como una pulsión destructiva innata. Los correctivos y los azotes se han recomendado con demasiada frecuencia como medios para expulsar el mal y desarrollar un buen carácter.

Todavía hoy se sostiene con frecuencia esta opinión. Pero, aunque ya no nos creamos el cuento de viejas según el cual el diablo es quien nos deja a su hijo en la cuna y nos toca a nosotros educar severamente a esa «criatura odiosa», es cierto que tomamos en serio la existencia de genes que impulsan a la delincuencia. También se están buscando estos genes, incluso cuando tal hipótesis contradice muchos hechos. Ninguno de los impulsores de esta teoría genética ha intentado explicar, por ejemplo, por qué treinta o cuarenta años antes de la proclamación del Tercer Reich en Alemania había tantos niños que llevaran consigo esa herencia, mala según esta lógica, y estuvieran dispuestos sin el menor reparo a ejecutar, de adultos, los planes de Hitler.

La absurda opinión, presente sin embargo en casi todas las culturas, de que algunas personas nacen malas, hoy se puede refutar científicamente. Se ha demostrado, por ejemplo, que el hombre no nace con un cerebro completamente formado, como hasta hace poco todavía se creía, sino que las experiencias vividas durante los primeros días, semanas y meses determinan el modo en que se estructurará este órgano. La dedicación cariñosa es indispensable para que la persona pueda desarrollar, entre otras, la capacidad de la empatía. Si falta esa dedicación, si el niño, en su lugar, crece con malos tratos y sufre el menosprecio, perderá esa capacidad.

Naturalmente, la persona viene al mundo con una historia, la de los nueve meses situados entre la concepción y el nacimiento, y posee, por supuesto, un sello genético heredado de sus padres y su familia. Se supone que la combinación de ambos aspectos deberá ser decisiva en su temperamento, sus inclinaciones, sus dotes y sus aptitudes. Sin embargo, la formación del carácter dependerá de si al principio de su vida, e incluso ya en el seno materno, la persona recibe dedicación, protección, ternura y comprensión o bien rechazo, frialdad, incomprensión e indiferencia, cuando no crueldad. Los niños que actualmente cometen asesinatos, por ejemplo, son en muchas ocasiones hijos de madres adolescentes drogodependientes. La falta de vínculos, el desamparo y los traumas están en estos casos a la orden del día (Karr-Morse y Wiley).

En los últimos años, los neurobiólogos han descubierto que los niños traumatizados y gravemente desatendidos presentan claras lesiones en las regiones cerebrales que controlan las emociones y pueden tener afectada casi una tercera parte del cerebro. La ciencia explica este hallazgo aduciendo que los traumas graves vividos durante el período lactante provocan un aumento de la producción de hormonas de estrés que destruye tanto neuronas existentes como neuronas recién formadas, así como sus conexiones.

A mi parecer, la literatura científica todavía no ha estudiado lo suficiente el alcance que tienen estos descubrimientos en nuestra comprensión del desarrollo infantil ni el significado de las consecuencias tardías de los traumas y el abandono. A pesar de ello, las investigaciones confirman con creces lo que hace veinte años yo misma constaté por otros derroteros (es decir, mediante mi labor psicoanalítica con pacientes y la lectura de escritos pedagógicos) y describí en mi libro Por tu propio bien. En él cito textos de la pedagogía negra en los que se recomienda a toda costa una educación de la obediencia y la pulcritud desde el primer día de vida. Esto me ayudó (primero a mí y después también a muchos lectores) a comprender cómo fue posible que en el Tercer Reich hubiera hombres (como por ejemplo Eichmann) que, sin el menor escrúpulo, pudieran funcionar como máquinas de matar. Personas que se convirtieron en «ejecutores voluntarios de Hitler» tuvieron que saldar cuentas muy pronto porque nunca se les permitió reaccionar de forma adecuada frente a la violencia sufrida durante el período de lactancia y la época infantil. La «pulsión de muerte» freudiana no fue la que creó el potencial destructivo latente, sino las reacciones emocionales tan tempranamente reprimidas.

El hecho de que los crueles consejos de pedagogos como Daniel Gottlieb Moritz Schreber se publicaran en Alemania en una cuarentena de ediciones durante la segunda mitad del siglo XIX permite deducir que los azotes allí recomendados para conseguir la obediencia eran practicados de buena fe por los padres hacia sus hijos. Treinta años después, los niños que recibieron aquella educación hicieron lo mismo con sus descendientes porque no habían conocido otra cosa. Que aquellos niños nacidos entre treinta y cuarenta años antes del Holocausto y adiestrados a tan temprana edad se convirtieran más tarde en los ayudantes de Hitler es, a mi parecer, la consecuencia de su primera educación. La crueldad sufrida en su día los convirtió en seres esclavos que nunca pudieron desarrollar ningún sentimiento de empatía por el sufrimiento ajeno. Al mismo tiempo, hizo de ellos seres portantes de una bomba de relojería que esperaban inconscientemente la oportunidad adecuada para descargar en los demás una ira almacenada y nunca expresada. A aquellas personas, Hitler les ofreció el chivo expiatorio «legal» con el que desahogar con impunidad sus sentimientos precozmente reprimidos y sus necesidades de venganza.

Los descubrimientos más recientes sobre el desarrollo del cerebro humano deberían modificar en poco tiempo nuestra forma de pensar y nuestro trato con los niños de un modo radical. Pero todos sabemos lo difícil que resulta romper con las viejas costumbres. En cualquier caso, necesitamos una legislación clara y una gran labor informativa hasta que los padres jóvenes puedan liberarse del peso de la tradición y dejen de pegar a sus hijos, hasta que su mano no se les escape automáticamente porque el saber adquirido es más fuerte y rápido que esa mano.

Deseo que estas consideraciones, que he presentado con mayor profusión en mi libro El origen del odio, pongan de relieve la trascendencia que atribuyo a las experiencias del niño en sus primeros días, semanas y meses de vida. No pretendo sostener con esto que las influencias posteriores no desarrollen ningún papel. Todo lo contrario: precisamente la presencia de seres empáticos tiene una importancia decisiva para un adulto con una infancia traumática. Pero estas personas sólo podrán ser realmente empáticas si conocen las consecuencias de las privaciones tempranas y no las subestiman. Por desgracia, esta sensibilidad es difícil de encontrar, incluso entre los «expertos».

La importancia de los primeros meses para la vida del adulto ha sido soslayada durante mucho tiempo, incluso por la psicología. Yo he intentado aportar un poco de luz en este oscuro terreno concentrando mi atención en distintas biografías de dictadores como Hitler, Stalin, Ceaucescu o Mao y siendo capaz de mostrar cómo éstos trasladaron inconscientemente su situación infantil al escenario político (Miller, 1980, 1988b, 1990,1998a). Sin embargo, no es mi intención ocuparme aquí del pasado, sino referirme a nuestra práctica profesional presente porque estoy convencida de que podemos actuar con muy buenos resultados en muchos ámbitos si consideramos el factor de la infancia en todo su alcance.

¿Por qué recurrimos tan poco a esa fuente de recursos que llamamos infancia? ¿Acaso tememos los dolorosos recuerdos relacionados con ese lugar hasta ahora desconocido? Es comprensible que vacilemos porque, en cuanto intentamos tratar de comprender la situación de un niño, nuestro pasado reprimido nos puede salir al encuentro. Muchos no queremos exponernos nunca a este riesgo, no queremos volver a sentirnos como la pequeña y desvalida criatura que un día fuimos. Sin embargo, no nos imaginamos la riqueza que, precisamente, nos depara ese encuentro porque puede restituirnos la vivacidad y sensibilidad que perdimos antaño.

A continuación ilustraré la falta de interés por la fuente de recursos de la «infancia» apoyándome en seis ejemplos de sendos ámbitos en los que se supone que ocurre precisamente lo contrario. Se trata de la medicina, la psicoterapia, la política, el cumplimiento de condenas, la educación religiosa y la investigación biográfica.