Capítulo 4
En mi opinión, el terreno donde el desconocimiento del factor infancia llama poderosamente la atención es el del cumplimiento de condenas. Es cierto que los establecimientos penitenciarios actuales ya no se asemejan a las tétricas cárceles de siglos pasados, pero hay algo que ha cambiado muy poco: raras veces se plantea la pregunta acerca de los motivos que llevan al individuo a convertirse en criminal y de lo que puede hacer para no volver a tropezar con la misma piedra. Para que el preso pueda responder a estas preguntas, habría que alentarlo a reflexionar y escribir sobre su infancia y compartir estos contenidos con otras personas en un grupo estructurado.
En El origen del odio hablo de un programa de este tipo aplicado en Canadá (Miller, 1998a). Gracias a estos grupos, varios padres que habían abusado sexualmente de sus hijas pudieron comprender el sufrimiento que les causaron. El factor decisivo fue que pudieron hablar de su propia infancia con otras personas en las cuales aprendieron a confiar. Aquellos padres comprendieron que habían transmitido sus vivencias sin darse cuenta.
Estamos acostumbrados a ocultar las penurias de nuestra infancia y ello suele dar como resultado el acto de ira ciega. Sin embargo, hablar libera al preso de esta ceguera, le abre el acceso a la conciencia y lo protege de la acción. Por desgracia, programas como el de Canadá no son más que excepciones. Son contados los responsables que tienen claro que en los reclusos hay bombas de relojería emocionales en marcha que deben ser desactivadas y que esto es completamente posible con un poco más de conocimiento de la cuestión. Sin embargo, la oposición de la administración a esta clase de trabajos y conocimientos es muy fuerte.
El novelista francés Emmanuel Carrère publicó en el año 2000 un libro insólito, El adversario, donde se relata la historia real de un hombre, dotado por encima de la media, que veinte años atrás había estudiado medicina, pero que no se presentó al examen de segundo curso y, debido a ello, no pudo proseguir los estudios. A partir de entonces hizo creer a su familia que continuaba yendo a la universidad y que consiguió finalmente su título. El «doctor Romand» se casó, tuvo dos hijos y explicó a su mujer y a sus amistades que participaba en investigaciones de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra. Jean-Claude Román estuvo yendo supuestamente a aquellas oficinas durante dieciocho años, pero en realidad pasaba el tiempo en distintas cafeterías leyendo periódicos y hojeando catálogos turísticos. De vez en cuando decía que se iba de viaje a dar una conferencia y se alojaba algunos días en hoteles. Era bueno con su mujer y sus hijos, un niño y una niña, a los que llevaba a menudo a la escuela y para quienes ejercía de padre modelo.
Tanto los padres como los suegros le confiaron grandes sumas de dinero para que las invirtiera en Suiza a un elevado interés, pero él las utilizó para mantener a su familia. Un día que estaba a solas en casa con su suegro, éste le dijo que quería recuperar el dinero para comprarse un Mercedes y el viejo cayó escaleras abajo, por un presunto tropiezo, y se mató. Al final, cuando una amiga le reclamó una parte de la suma invertida, el «doctor Romand» se inquietó y decidió matar a su familia y suicidarse. Tras dar muerte a los hijos, la mujer y los padres y prender fuego a la vivienda, los bomberos consiguieron rescatarlo de las llamas. Actualmente se halla en la cárcel, condenado a cadena perpetua. Por lo visto, algunas personas que cuidan de él se sienten muy impresionadas por sus «cualidades personales».
El autor dice, con razón, que no se sabe quién es en realidad Jean-Claude Romand y que es como si hubiera estado programando durante dieciocho años el papel del «doctor Romand» y ahora estuviera interpretando el de un «Romand criminal» que desconcierta a los otros por su «bondad».
Resulta muy significativo que la infancia de esta persona, que supuestamente alberga la clave de su extraña conducta, sólo esté tratada brevemente en esta biografía novelada. Lo único que explica es que la familia Romand se sentía orgullosa de no tolerar la mentira. La sinceridad era la principal virtud de su declarado sistema de valores. Sin embargo, este ideal se contradecía en la práctica: el joven Jean-Claude vivía cotidianamente la situación de no poder escuchar nunca la verdad en todas las cosas que eran importantes para él. Su madre tuvo dos malos partos o abortos provocados que lo inquietaban, pero ella nunca habló con él sobre aquello. No se le permitía preguntar. Se esperaba de él que siempre se aviniera al ideario familiar y lo hizo a la perfección. Creció como un joven formal y un estudiante modélico, nunca ocasionó problemas, cumplió con las expectativas de sus padres, pero apenas sabía quién era él realmente porque todo lo que su verdadero yo expresaba estaba prohibido. Por lo tanto, en aquella época ya se podía calificar su conducta, si hubiera sido una actitud consciente, como una permanente mentira. Sin embargo, tengo la impresión de que el único estado normal para él era el de una profunda enajenación interior. No conocía ni tenía ningún tipo de posibilidad para comparar. Por ello, no debía ser consciente de que estaba interpretando continuamente un papel. Todavía no.
Cuando decidió simular el oficio de médico entró un elemento nuevo en su vida: el engaño consciente. Invirtió todos sus esfuerzos y aptitudes en dar a los demás gato por liebre, hacerles creer algo, hacerse querer por ellos y robarles dinero de manera que no lo notaran. Todo su pensamiento consciente se volcó en este fin. Los verdaderos sentimientos y necesidades seguían sin poder ser experimentados. La soledad de los primeros años continuó en el sistema creado por su complicada mentira.
La tragedia de las personas a las que no se ha permitido articularse de niños consiste en que, sin saberlo, llevan una doble vida. Tal como he explicado en El drama del niño dotado, estas personas han erigido un falso yo y no saben que sus necesidades y sentimientos reprimidos tienen otro yo que las recluye como en una cárcel porque nunca se han encontrado con nadie que les haya ayudado a darse cuenta de su penuria, a percibir su reclusión como tal, a abandonarla y a articular los sentimientos y las verdaderas necesidades.
El «doctor Romand» es un ejemplo espectacular de ello: la verdad reprimida durante más de cuarenta años se abrió paso repentinamente con un crimen atroz. Pero hay infinidad de ejemplos de desarrollos parecidos que contienen rasgos menos llamativos y que, a pesar de ello, destrozan la vida de otras personas, unas veces lentamente y otras más deprisa. Siempre es el mismo objetivo determinante de conservar la mentira de la vida propia para que, al final, le dispensen la atención o la admiración que de niño tan dolorosamente había echado de menos. Antes se consideraba a estas personas psicópatas, después sociópatas y, actualmente, se habla de personalidades narcisistas o perversas. Siempre se trata de un vaciado del mundo, interior y de un bloqueo del acceso a los verdaderos sentimientos.
Estas personas pueden tener una capacidad de adaptación enorme e incluso pueden resultar ser presos modelo, tal como ilustra el ejemplo del «doctor Romand». Pero, como él, tampoco saben quiénes son en realidad y siguen interpretando un papel que es precisamente el que se espera de ellas. Primero, el «doctor Romand» era un padre y marido cariñoso, amigo fiel, hijo y yerno admirado. Después mató a toda su familia y, al poco tiempo, se convirtió en un recluso bien considerado por todos. ¿Quién es él en realidad? Nadie lo sabe, y él probablemente menos. Para ello tendría que haber inspeccionado su vacío, pero durante toda su vida ha evitado declaradamente esta visión.
El cumplimiento de condenas no se preocupa por estas cuestiones. Las traslada a los psicólogos y psiquiatras, quienes no creen que ayudar a las personas a descubrir su propio yo a través del enfrentamiento con su infancia sea tarea suya, sino que intentan más bien fortalecer la capacidad de adaptación, hecho que consideran un signo de buena salud.
Una vez oí a un joven director de un centro penitenciario, algo vanidoso, decir por televisión que, en su presidio, los padres incestuosos aprendían en terapias de grupo a querer a sus hijos e hijas y así se liberaban del impulso de querer abusar de ellos. Todo aquello sonaba muy bien. Al acabar el programa, llamé a aquel hombre y le pregunté si muchos de los padres también fueron sexualmente explotados en su infancia. Me confirmó que «con mucha frecuencia» así había sido, pero que no había que revolver en el pasado, sino contemplar cómo ahora, hoy, de adultos, percibían su responsabilidad para con sus hijos y que eso lo aprendían en los grupos de terapia. Estaba convencido de ello. Yo le repliqué que, en mi opinión, esta actitud responsable sólo es posible cuando los hombres han descubierto y deplorado lo que les ha sucedido a ellos en su infancia. Él conocía mi nombre de oídas. Yo quería enviarle por fax un texto de cinco páginas que había escrito sobre el tema y le pregunté si estaba de acuerdo. Rechazó mi propuesta. Me dijo que la falta de tiempo no le permitía hacer lecturas adicionales y que ya trasladaría la cuestión al psicólogo y al psiquiatra.
Aquel hombre se mostraba particularmente progresista por televisión, pero no tenía interés en saber por qué motivos los padres destrozan la vida de sus hijas. Para él se trataba de un problema práctico que se debía solucionar como el resto de problemas de la administración carcelaria.
Lejos de sorprender, su respuesta y su falta de interés se ajustan a la tónica general. Pero en este caso hay mucho más en juego. El director elude totalmente el hecho de que, cuestiones psicológicas aparte, aquí hay también un tema socioeconómico. Es decir, si finalmente el recluso es capaz de reconocer que en su infancia también abusaron de él y que ello le ha dejado una serie de sentimientos, es muy probable que su impulso de repetir el mismo crimen pueda borrarse de forma efectiva con el tiempo. Hace poco leí por casualidad en el periódico que de 200 criminales en serie investigados en Estados Unidos, todos, sin excepción, reincidieron tras su puesta en libertad. «A pesar de las terapias», según decía el artículo. No nos sorprende. Si las causas de los asesinatos ocultas en la infancia siguen sin tratarse en las «terapias», continuarán impulsando a las personas a la destrucción. ¿Por qué tenemos que pensar que las cárceles han cambiado? Si aceptamos que una terapia abierta y una incitación a la elaboración de los traumas infantiles pueden reducir considerablemente el tiempo de condena, no tendremos que gastar dinero del fisco para mantener la ceguera de la gente y restringir a las cárceles sus posibilidades de decisión. La parte disociada, renegada y reprimida de la personalidad se puede integrar. Por lo tanto, ya no es necesario predicar a estas personas más responsabilidad y amor porque los percibirán por sí mismas.