Capítulo 6
En el prólogo he hablado de la historia de la Creación y me he referido a mis dificultades para aceptar a un Dios que ama y castiga y para atender a unas explicaciones que no me convencen. Ahora querría enfrentar al lector con otro aspecto de la Creación. Para mí, la manzana prohibida simboliza no solamente el conocimiento abstracto del bien y del mal, sino también, y sobre todo, el conocimiento de los orígenes de nuestra propia vida, el cual no hace comprensible de forma concreta el surgimiento del mal.
Al igual que Adán y Eva antes del pecado original, todos nacemos inocentes y, salvo contadas excepciones, todos nos enfrentamos a mandamientos, amenazas y castigos. Nuestros padres proyectan sobre nosotros los sentimientos reprimidos de su infancia traumática y, sin darse cuenta, nos hacen culpables de cosas que en su día les sucedieron a ellos. Los padres, como el psiquiatra A de la historia de Brigitte, reaccionan a menudo de forma ciega y destructiva porque se hallan en la realidad infantil sin haberlo comprendido. Tuvieron que esconderse de sus sentimientos para sobrevivir a la violencia de los golpes, las humillaciones y el desamparo y ahora se han convertido en esclavos de unas emociones que no pueden controlar porque no comprenden su sentido. Y no comprenden su sentido porque, igual que Adán y Eva en el paraíso, han dejado de ver la crueldad como amor, de seguir unos mandamientos incomprensibles y de permanecer ciegos hasta el final de sus días bajo la amenaza, muchas veces, del infierno o del purgatorio.
Por lo tanto, al niño se le prohíbe comprender la crueldad de sus padres y no puede darse cuenta de lo mucho que ello le ha torturado en los comienzos de su vida. Está obligado a creer que un niño no siente ningún dolor, que todo ha sucedido por su propio bien y que él mismo era culpable cuando tenía que sufrir. Y todo ello sólo por mantener en la sombra los actos de sus padres. Pero, como el cuerpo lo conserva todo, al llegar a adulto no puede desprenderse de este conocimiento y, aunque no sea consciente de él, domina su vida, su conducta, su manera de reaccionar a lo nuevo y, sobre todo, su relación con sus propios hijos.
El fruto prohibido no sólo simboliza el mandamiento del exterior, sino también el mandamiento interior de la economía de fuerzas del organismo joven. Un niño pequeño no podría sobrevivir a la verdad. Tiene que reprimirla por motivos puramente biológicos. Pero esta represión, este desconocimiento de la propia procedencia, tiene un efecto destructivo. Para mitigarlo necesitamos terapeutas, consejeros, maestros que no perciban las emociones del adulto como una selva virgen, sino como frutos, a veces venenosos, de una inseminación fallida cuyo efecto se puede anular con la ayuda del conocimiento para hacer sitio a plantas que no dañen a nadie. Ningún ser humano tiene la necesidad de alimentarse de plantas venenosas, pero algunos lo hacen porque no conocen nada más. No conocen nada más porque dependen de aquello a lo que están acostumbrados y para lo que han desarrollado sus estrategias de supervivencia. Si alguien nos ayuda a reconocer en el contexto de nuestra propia infancia los antiguos modelos de conducta de nuestros padres, ya no estaremos obligados a repetirlos ciegamente.
A este respecto, resulta significativa la falta de interés de los biógrafos por las primeras y determinantes influencias de la existencia humana. Con excepción de los psicohistoriadores, prácticamente ningún biógrafo se ocupa de la infancia de dirigentes políticos cuyas fatales decisiones afectan siempre a millones de personas. En los miles de libros publicados sobre las vidas de dictadores apenas se mencionan los reveladores detalles de sus infancias o bien, por falta de conocimientos psicológicos, se les resta importancia. Aquí ya habría, por este hecho, muchas cosas útiles que aprender, tal como se puede ver en el ejemplo de dos personajes importantes como Stalin y Gorbachov.
Josef Stalin era el hijo único de un alcohólico que le propinaba a diario violentas palizas y de una madre que casi nunca estaba presente ni le ofrecía protección y que también era azotada. Al igual que la madre de Hitler, la de Stalin había perdido a sus tres primeros hijos. Josef, el único que sobrevivió, nunca supo en qué momento podría venir su padre a matarlo. Sus miedos cervales reprimidos condujeron al Stalin adulto a la paranoia, a la idea maníaca de que todo el mundo quería atentar contra su vida. A causa de ello, durante la década de los treinta hizo ejecutar o deportar a campos de concentración a millones de personas. Da la impresión de que tras el dictador poderoso y venerado había, a pesar de todo, un niño desvalido luchando contra el padre amenazador. Es posible que en los pseudojuicios celebrados contra los pensadores, con frecuencia intelectualmente superiores a él, Stalin, sin saberlo, naturalmente, intentara impedir que su padre asesinara al niño desvalido. De haberlo sabido, no habrían tenido que morir millones de personas.
Muy distinto era el caso de la familia Gorbachov, donde no existía ninguna tradición de malos tratos sino, muy al contrario, de atención hacia el niño y sus necesidades. Cualquiera puede ver las consecuencias de esta educación en la conducta del Gorbachov adulto, quien, como casi ningún otro hombre de Estado vivo en la actualidad, dio muestras de unas cualidades extraordinarias: valentía, visión de los hechos y búsqueda de soluciones flexibles, aprecio por su congéneres, diálogo ágil, modestia en su vida personal y ausencia de una hipocresía que tantas veces encontramos en los discursos de los políticos más poderosos. Nunca un ansia ciega de notoriedad le impulsó a tomar decisiones absurdas y tanto sus padres como sus abuelos, quienes se ocuparon de él durante la guerra, parecieron ser personas manifiestamente capaces de ofrecer amor.
El padre, fallecido en 1976, es descrito por mucha gente como un hombre de trato amable y pacífico al que nunca se le escuchó levantar la voz a nadie. A la madre la dibujan como una mujer fuerte, sincera y serena que, a pesar de la celebridad del hijo, pasó sus últimos días en su pequeña casa de campo. Por otro lado, la infancia de Gorbachov constituye una prueba más de que, incluso en las situaciones de privación material más acuciantes, el carácter del niño permanece intacto mientras no se hiera su integridad con hipocresía, malos tratos, castigos y humillaciones psicológicas.
La suerte de Gorbachov estuvo marcada primero por el terror estalinista y más tarde por la cruel guerra, la brutal ocupación, la amarga pobreza y el duro trabajo físico. Un niño puede soportar todo esto cuando el clima emocional del hogar familiar ofrece protección y seguridad. Un ejemplo nos puede ayudar a ilustrar este clima. Al acabar la guerra, Mijail Gorbachov no pudo ir a la escuela durante tres meses porque no tenía zapatos. Cuando su padre conoció la situación (estaba herido en un hospital militar), escribió a su esposa para decirle que había que hacer algo, costara lo que costara, para que Misha pudiera ir a la escuela, puesto que le gustaba mucho estudiar. La madre vendió sus últimas ovejas por 1500 rublos y compró un par de botas militares para su hijo, mientras que el abuelo le consiguió una chaqueta de abrigo y, a petición de su nieto, otra para su amigo.
La protección y la atención hacia las necesidades del niño son algo que debería darse por sentado. Sin embargo, nuestro mundo está lleno de gente que ha crecido sin derechos ni atenciones y que, cuando es adulta, intenta obtener esta atención a toda costa utilizando la violencia (mediante el chantaje, las amenazas o las armas, entre otros medios). El hecho de que posiblemente la suerte de Gorbachov constituya una excepción indica que vivimos en una sociedad que se muestra ciega frente a las secuelas de los abusos a los niños. Miles de profesores enseñan en las universidades todo lo enseñable, pero no existe ni una sola cátedra consagrada a las consecuencias de los malos tratos infantiles porque estos malos tratos permanecen encubiertos bajo el pretexto de la educación.
Cuando hablo de la falta de interés de los biógrafos por la infancia, a menudo se me replica que el tema de la niñez se ha puesto francamente de moda en la literatura desde hace veinte años. Efectivamente, han aparecido numerosas biografías cuyos autores dedican muchas páginas a los primeros años. Además, por lo general, hoy en día ya no se glorifica ni se idealiza la infancia, sino que se describe la miseria de forma más abierta y sin tapujos. Sin embargo, en la mayoría de las autobiografías que conozco sus autores mantienen una distancia emocional con respecto al sufrimiento del niño. Una disminución de empatía y una llamativa falta de rebelión conforman la tónica general. No se analizan la injusticia, la ceguera emocional y la consiguiente crueldad del adulto, ya sea padre o profesor, sino que únicamente se describen. Frank McCourt, por ejemplo, las retrata en cada página de su brillante novela Las cenizas de Angela, pero no se rebela contra ellas. Intenta mantenerse afectuoso y tolerante y encuentra su salvación en el humor. Millones de personas de todo el mundo elogian a McCourt precisamente por su humor.
Sin embargo, ¿cómo vamos a socorrer al niño en nuestra sociedad y cambiar su situación si toleramos con risas la crueldad, la arrogancia y la estupidez peligrosa? Quizá un ejemplo extraído del libro de Frank McCourt ayude a clarificar su postura:
En la Escuela Nacional Leamy hay siete maestros y todos tienen correas de cuero, varas y bastones de endrino. Te pegan con los bastones en los hombros, en la espalda, en las piernas y, sobre todo, en las manos. Cuando te pegan en las manos se llama «palmetazo». Te pegan si llegas tarde, si tu plumilla echa borrones, si te ríes, si hablas y si no sabes las cosas.
Te pegan si no sabes por qué hizo Dios el mundo, si no sabes quién es el santo patrono de Limerick, si no te sabes el Credo, si no sabes cuántas son diecinueve y cuarenta y siete, si no sabes cuántas son cuarenta y siete menos diecinueve, si no te sabes las ciudades y los productos principales de los treinta y dos condados de Irlanda, si no encuentras a Bulgaria en el mapamundi de la pared, que está manchado de escupitajos, mocos y borrones de tinta arrojados por los alumnos iracundos que fueron expulsados para siempre.
Te pegan si no sabes decir tu nombre en irlandés, si no sabes rezar el Avemaría en irlandés, si no sabes pedir permiso para ir al retrete en irlandés.
Es útil escuchar lo que dicen los chicos mayores de los cursos superiores. Ellos te pueden informar acerca del maestro que tienes ahora, de sus gustos y sus odios.
Uno de los maestros te pega si no sabes que Eamon de Valera es el hombre más grande que ha existido jamás. Otro maestro te pega si no sabes que Michael Collins fue el hombre más grande que existió jamás.
El señor Benson odia a América y tienes que acordarte de odiar a América o te pegará.
El señor O’Dea odia a Inglaterra y tienes que acordarte de odiar a Inglaterra o te pegará.
Todos te pegan si dices alguna vez algo bueno de Oliver Cromwell.
Aunque te den seis palmetazos en cada mano con la palmeta de fresno o con el bastón de endrino con nudos, no debes llorar. Serías un mariquita. Algunos niños se pueden meter contigo y burlarse de ti en la calle, pero también ellos deben andarse con cuidado porque llegará el día en que el maestro les pegue y les dé palmetazos y entonces serán ellos los que tendrán que aguantarse las lágrimas o quedarán deshonrados para siempre. Algunos niños dicen que es mejor llorar porque eso agrada a los maestros. Si no lloras, los maestros te odian porque los has hecho parecer débiles ante la clase y se prometen a sí mismos que la próxima vez que te peguen te harán derramar lágrimas o sangre o las dos cosas.
Los chicos mayores de quinto curso nos cuentan que al señor O’Dea le gusta hacerte salir ante la clase para poderse poner a tu espalda, pellizcarte las patillas, que se llaman cossicks, tirar de ellas hacia arriba. «Arriba, arriba», dice, hasta que estás de puntillas y se te llenan los ojos de lágrimas. No quieres que los chicos de la clase te vean llorar, pero, cuando te tiran de los cossicks, se te saltan las lágrimas quieras que no y eso le gusta al maestro. El señor O’Dea es el único maestro que es capaz de sacarte las lágrimas y la vergüenza.
Es mejor no llorar porque tienes que hacer causa común con los chicos de la escuela y nunca debes dar gusto a los maestros.
Si el maestro te pega, no sirve de nada que te quejes a tu padre o a tu madre. Siempre te dicen:
—Te lo mereces. No seas crío[2].
El humor salvó la vida al niño y después le ha ayudado a escribir el libro. Los lectores le están agradecidos por ello. Muchos han pasado por algo parecido y también les hubiera gustado poder reírse de la crueldad. Dicen que reír es sano y ayuda a sobrevivir. Es cierto, pero la risa también nos puede causar ceguera.
Podemos reírnos de la prohibición de comer los frutos del árbol de la Ciencia, pero esta risa no despertará al mundo de su sueño. Tenemos que aprender a comprender la diferencia entre el bien y el mal si queremos entendernos a nosotros mismos y cambiar ciertas cosas del mundo.
Reír es sano, sin duda, pero sólo si existe un motivo para hacerlo. En cambio, reírse del propio sufrimiento es una forma de defensa del dolor que nos hace pasar ciegamente de largo junto a la fuente de recursos.
Si los biógrafos informaran con mayor detenimiento de las consecuencias de la «tan habitual educación estricta» y de la cual tanto hablan, proporcionarían al lector un valioso material para comprender nuestro mundo (Miller, 1988b).