Capítulo 5
Escuelas religiosas de distintas confesiones cultivan la crueldad en una medida inimaginable y justifican cualquier forma de sadismo en el nombre de su dios o de sus profetas, incluso si éstos no se han pronunciado nunca a favor de la tortura. Las feministas, por ejemplo, han descubierto que es imposible deducir de los suras del Corán la brutal costumbre de practicar la ablación en las mujeres. Este ritual pretendidamente religioso se fundamenta únicamente en una reivindicación de poder masculina y en el hecho de que las madres y las abuelas mutiladas se empeñan en infligir a sus hijas y nietas el sufrimiento que en su día ellas padecieron y negaron, con el resultado de que, actualmente, hay infinidad de mujeres a quienes extirparon el clítoris a la edad de 10 años y en su mayoría están de acuerdo con esta costumbre (Miller, 1998a).
En la república islámica de Comores, situada en África oriental, el gobierno tiene previsto implantar la prohibición de los castigos para defender, tal como explica en su carta a la Comisión de los Derechos del Niño de la ONU, el derecho a vivir una infancia sin torturas (véase el informe de la Comisión de la ONU para los Derecho del Niño del 12 de agosto de 2000). En esta carta, al contrario que en otros boletines de tono más bien sosegador, se describen con sorprendente franqueza una serie de prácticas de las escuelas coránicas que muestran hasta qué punto se utiliza la religión como pretexto para el sadismo de los profesores. A la menor falta, los niños son cruelmente fustigados y humillados con procedimientos que rebasan nuestra capacidad de imaginación. Tras los azotes, son introducidos en un barril lleno de ortigas o bien se les unta el cuerpo con una sustancia dulce y se les deja a pleno sol para que los insectos se posen sobre su piel. Después acosan al niño por las calles para que pregone la falta cometida y se avergüence de ella.
A diferencia de los adultos que sobreviven a torturas, los niños humillados no explican el mal que les han ocasionado, puesto que la vergüenza se lo impide. Es posible que su memoria consciente consiga incluso olvidar ese martirio y, con toda seguridad, reprimirá el suplicio. Sin embargo, la memoria de su cuerpo ha conservado todos los detalles y su conducta de adulto se encargará después de demostrarlos. Como a los niños les han hecho creer que las despiadadas prácticas punitivas eran justas y derivadas de la voluntad divina, después podrán vengarse sin reparos. Dentro de veinte años, algunos de estos niños darán clases en escuelas coránicas e infligirán el mismo mal a sus alumnos y a sus propios hijos. Además, disfrutarán del respeto de su pueblo y serán considerados hombres devotos que se toman en serio su deber.
El sadismo surge, por lo tanto, bajo el pretexto de la devoción y de la religión. Los profesores mencionados no han nacido sádicos. El placer por la crueldad lo aprendieron en la escuela o quizás antes, en sus casas, y siempre bajo el mismo pretexto: «Es por tu propio bien». Así, provistos de esta errónea información desde la infancia, estos profesores —salvo contadas excepciones— hacen todo lo posible para que sus alumnos tengan que soportar el mismo destino.
Los cristianos, por su parte, no tienen ningún derecho a escandalizarse de las escuelas islámicas mientras sus colegios privados sigan contemplando el castigo corporal de los niños como parte importante de los deberes religiosos. En el verano de 2000, el gobierno de Sudáfrica se topó con una fuerte resistencia cuando introdujo la prohibición de castigos en las escuelas. El 17 de agosto de 2000 hizo público a través de Internet un escrito de casi 200 grupos cristianos que reclamaban para sus más de 14 000 alumnos una reglamentación excepcional en virtud de la cual sus educadores «pudieran ejercer sus deberes religiosos». En ese documento también se hablaba abiertamente del «derecho de padres y educadores a castigar a los niños». Tales argumentos pseudoreligiosos esconden los verdaderos motivos de la lucha por el poder de unos profesores que únicamente se proponen vengar en los alumnos las humillaciones, conscientes o inconscientes, que en su día padecieron. Estos maestros provocan por fuerza la confusión y la traumatización de los niños, quienes a su vez se servirán más adelante de la hipocresía para tapar sus propios motivos.
No nos corresponde a nosotros ponernos por encima de África y decir que hemos contribuido a la ruptura gracias a nuestras nuevas leyes sobre la educación infantil sin violencia porque no ha sido así. Sin embargo, sí hemos dado un paso importante hacia la supresión de los bloqueos mentales. Un niño alemán aprenderá supuestamente pronto, como mínimo en la escuela, que pegar a los niños es destructivo y perjudicial y también llegará a saber el motivo, siempre que su profesor no sea víctima de los bloqueos mentales. De esta forma, con el tiempo, el niño será inmune a la información falsa.
Recibo constantemente cartas de personas desde distintas partes del mundo que me explican la gran cantidad de castigos corporales y de otro tipo que han padecido en los internados católicos. Por otro lado, dondequiera que voy escucho que, actualmente, muchas cosas no andan tan mal como antes y que, desde hace algún tiempo, la Iglesia ya no se pronuncia a favor de los malos tratos físicos. Confiada por estas afirmaciones, me dirigí por carta al papa Juan Pablo II con el fin de rogarle que hiciera un llamamiento a los padres y madres jóvenes para prevenirles de las trágicas consecuencias de los azotes a los niños.
Lo hice convencida de que con este saber es más fácil dispensar amor a los propios hijos y aprender de ellos que, por ignorancia, convertirlos desde que nacen en pequeños pacientes a los que hay que someter a tratamiento médico y psicológico porque no se entienden sus síntomas. Argüí que, como el Papa llega con su palabra a muchos millones de personas y disfruta de una elevada autoridad, su postura inequívoca contra los malos tratos a los niños podría conseguir cambios fundamentales de conducta.
Con la esperanza puesta en que los nuevos descubrimientos psicológicos y neurológicos despertarían su interés y participación y sabiendo que tales conocimientos todavía están poco extendidos, me esforcé por describirlos con la mayor concisión posible. Intenté asegurarme por distintos cauces de que la carta, redactada en varios idiomas, fuera entregada al Santo Padre en persona, pero la respuesta que obtuve por escrito me hizo albergar dudas al respecto. No había ningún punto en aquel comunicado que permitiera deducir que el Papa había recibido mi información.
La secretaría del Vaticano me informó de que mi carta del 14 de octubre había llegado en perfectas condiciones al correo (!) del Santo Padre y que éste la leería con sumo interés.
Me dijeron que sabían apreciar en su justa medida la atención que yo dispensaba a las víctimas infantiles de la violencia, que la Iglesia siempre se había preocupado por la educación de la juventud y que no dejaría de recordar que hay que acompañar a niños y jóvenes en su camino, con paciencia y delicadeza, para ayudarles a madurar física, psíquica, moral y espiritualmente. La secretaría del Vaticano añadió que apenas hacía poco tiempo que la Iglesia había canonizado a un excelente y sincero abogado de la juventud, el padre Marcelino de Champagnat, fundador de la orden de los hermanos maristas, para proclamar su enorme simpatía por los jóvenes.
El comunicado concluía diciendo que Su Santidad me había encomendado a los cuidados de la Virgen María y que me concedía con mucho gusto, a mí y a todos mis allegados, su bendición pontificia.
Por lo visto, las personas que debían trasladar mi escrito y eran responsables de la censura podían hacer muy poco con su contenido. También es posible que mis datos hicieran despertar en ellas recuerdos dolorosos y atormentados de su propia educación que les impulsaran a retirar totalmente de la mesa mi petición. Esto no sólo ocurre en el Vaticano, sino también en el resto de despachos intermedios de la Iglesia en Francia, Suiza, Polonia y Estados Unidos. Así que recibí este insustancial escrito de respuesta que considero una carta protocolaria y que no tiene nada que ver con mi petición. El posterior intento de ganarme al cardenal Jean-Marie Lustiger para mi propósito también fracasó. A mi pregunta de cómo podía proporcionar a la Iglesia los nuevos conocimientos sobre las peligrosas consecuencias de la violencia en la educación, obtuve una respuesta evasiva de su secretario. Me comunicó que las más elevadas autoridades eclesiásticas no se podían pronunciar «acerca de todos los problemas» y que nos correspondía a nosotros, los legos, exponer nuestro punto de vista. En mi réplica escribí, entre otras cosas, lo siguiente: «¿Debo inferir de Vuestra respuesta que la caridad predicada por la Iglesia topa con sus límites en el caso del sufrimiento del niño golpeado o desamparado?». Toda esta correspondencia se puede consultar a través de Internet en mi página web.
Nunca esperé que la palabra pontificia cambiara la conducta de los padres, pero precisamente la transmisión de la información a través de la institución que durante tanto tiempo ha abogado por los castigos corporales habría podido ejercer una enorme influencia sobre el pensamiento de muchos creyentes. Con una sola frase, el Papa habría podido romper el círculo vicioso de la violencia, siempre que su entorno lo hubiera deseado realmente. Por regla general, pasa mucho tiempo hasta que los descubrimientos científicos llegan también a las personas que han ido poco o nada a la escuela, que repiten pura y simplemente lo que sus padres les infligieron, es decir, a las personas que pegan a sus hijos cuando se encolerizan y que continúan llamando a esto educación, incluso cuando el niño muere como consecuencia de los malos tratos. Esta predisposición espiritual, tolerada como algo normal en todo el mundo, es la que se habría podido modificar radicalmente con una sola frase del Papa. Sin embargo, tal corrección no se efectúa. Mientras tanto, en las alturas reina el silencio.
Desconozco el motivo por el que mis argumentos no llegaron al Santo Padre. A partir de la lectura de su biografía supe que el Papa había sentido, con toda seguridad, el amor de su madre y, posteriormente, tras la temprana muerte de ésta, también la esmerada atención de su padre. Sin embargo, resulta del todo improbable que durante su infancia pudiera escapar de la entonces tan extendida opinión de que sólo una educación estricta hace del niño un hombre de bien. Como es sabido, esta opinión subsiste con frecuencia a lo largo de toda una vida a través del amor a los padres y cuestionarla puede evocar temores infantiles. Sin embargo, confío en que el Papa es capaz de hacer frente a este desafío sise da cuenta de todo lo que está en juego. Si percibe que tiene el poder de revelar a los padres de hoy que con la autoridad ejercida de forma imperativa se genera más violencia, también tendrá el deseo de encaminarlos en favor de los hijos. Este deseo podría ser todavía mayor si el Papa se diera cuenta de que unas pocas palabras podrían preservar a millones de niños de los malos tratos a los que se ven sometidos a diario en el nombre de la educación.
No basta con un hombre del siglo XIX, Marcelino de Champagnat, canonizado por su supuesto amor hacia los niños, para cumplir con el enorme deber de evitar la violencia en nuestro tiempo. A pesar de ello, éste fue el único ejemplo que me dio el Vaticano cuando les pedí que intercedieran en favor de sus súbditos desprotegidos.
Olivier Maurel pasó por una experiencia similar cuando intentó presentar a los obispos franceses el problema del castigo corporal infantil. Reproduzco a continuación una traducción de la carta que envió a la Conferencia episcopal:
Excelentísimo señor:
Me permito dirigirme a usted porque estoy trabajando en un libro sobre los castigos corporales infligidos a menores. Los resultados de numerosos estudios realizados actualmente apuntan a que el castigo físico, incluido el cachete considerado inofensivo, tiene graves consecuencias en los niños. El comité de la ONU para los «Derechos Humanos de la Infancia» tiene en cuenta esta realidad y, desde hace una década, realiza ininterrumpidamente consultas a los países que han suscrito la convención de los Derechos Humanos para la Infancia. Cada cinco años, estos países están obligados a presentar un informe sobre la contemplación de los derechos de los niños, principalmente en cuanto al uso de violencia física en la familia, las escuelas y el cumplimiento de condenas. Tanto los informes como los protocolos del comité de la ONU para los «Derechos Humanos de la Infancia» con sede en Ginebra y los comentarios del comité dirigidos a cada uno de los países se pueden consultar en la página web http://www.unhcr.ch/. Todos estos textos muestran, a veces de forma alarmante, que hay niños por todo el mundo que, en mayor o menor medida, son víctimas de una verdadera «xenofobia», tal como se dice en uno de los informes.
Me gustaría que su excelencia me explicara cuáles son las medidas que toma la Iglesia a este respecto. Las indicaciones del Evangelio acerca de nuestra deuda de respeto y protección hacia los niños no pueden ser más claras. En cambio, ¿cómo se pueden equiparar con una realidad educativa donde la humillación del niño es la tónica general? En Francia, según los datos de los que dispongo, un 80% de los padres utiliza la violencia física como método educativo. Tengo la impresión de que la Iglesia guarda silencio absoluto frente a este hecho. Seguro que a veces lamenta los malos tratos graves, pero lo que la sociedad califica como tales sólo son los casos aislados cuyos autores llaman la atención por su especial crueldad y son perseguidos por la justicia. De hecho, la diferencia que existe entre «maltrato infantil», «educación de los padres» y «disciplina» es puramente artificial. La realidad es que en todo el mundo hay niños expuestos a palizas en el nombre del derecho educador de los padres.
Como en el continente africano los malos tratos físicos están especialmente extendidos y son muy crueles y allí la Iglesia católica está sólidamente representada, he intentado pedir información al responsable de la revista Missions africaines. He aquí la respuesta que obtuve del padre Claude Rémond: «Desgraciadamente, carezco de fuentes fiables para poder decir si la Iglesia sensibiliza o no a los padres sobre el problema de la violencia educativa». Me dio amablemente la dirección de una religiosa en Togo que se ocupaba de los niños de la calle. En su respuesta a mis preguntas, esta mujer me confirmó que, por un lado, en el entendimiento de la gente del lugar «no cabe una educación sin palizas» y, por el otro, añadió que no tenía la impresión de que la Iglesia estuviera tomando medidas, puesto que a veces se podía ver en las parroquias a adultos que, armados con un garrote, mantenían el orden entre los grupos de niños.
¿Dónde se encuentra, entonces, la Iglesia católica? ¿Ha divulgado algún tipo de explicación concreta sobre este problema? El Papa y los obispos aluden con frecuencia a la violencia en general, pero, por lo que yo sé, nunca se refieren al hecho de que los niños experimentan su primer contacto con la violencia: golpes en la cara, la cabeza, la espalda o el trasero, a través de las personas a las que más quieren, sus padres. Y ello a pesar de que actualmente se sabe que los niños no aprenden de las palabras, sino de nuestros actos. Si los adultos son crueles sólo es porque ellos mismos han experimentado la violencia de personas a las que tenían por modelos. Desde su más temprana infancia han aprendido que los conflictos sólo se pueden arreglar, aparentemente, a través de la violencia. Por lo tanto, ¿de qué sirve condenar públicamente la violencia si nunca se abordan sus causas?
Le agradecería profundamente que me comunicara si ha habido algún tipo de declaración de la Iglesia, del Papa o de los obispos acerca de este problema. Y si usted mismo tampoco conociera ninguna respuesta al respecto, le pediría que me dijera a quién tengo que dirigir mi pregunta.
Reciba, excelentísimo señor, mi más distinguida consideración.
OLIVIER MAUREL
Maurel me envió una copia de esta carta con el siguiente anexo:
La secretaría de la Conferencia episcopal francesa se limitó a enviarme como respuesta una lista de siete organizaciones religiosas que, por lo visto, tratan estas cuestiones. Escribí a todas ellas y sólo recibí una única contestación en la que se me comunicaba que la organización correspondiente se ocupaba sólo de las torturas ejercidas por los Estados.
Este silencio generalizado es muy inquietante. Es de suponer que, si no fuera la primera vez que los destinatarios recibían información acerca de los nuevos conocimientos, lo habrían manifestado en una carta. Pero si, en cambio, era la primera vez que se enfrentaban con el tema, resulta difícil comprender por qué motivo esta información no despertó en ellos el más mínimo interés. ¿Puede ser que les dé completamente igual la felicidad de las siguientes generaciones? Sin embargo, hablan frecuentemente de la violencia y buscan medios para poder erradicarla. No cabe duda de que están en contra del odio y la violencia. En ese caso, ¿por qué motivo no quieren saber de dónde viene el odio y cómo se desarrolla? ¿Por qué ignoran esta fuente de recursos que les mostramos?
¿Cómo se puede combatir con éxito un mal si nos negamos a mirar y a reconocer que se reproduce a diario? Desde el temor infantil a tratar un tema doloroso no se puede estar en disposición de ver qué posibilidades tenemos actualmente como adultos para actuar contra una desgracia tan dolorosa. Tenemos numerosos medios a nuestra disposición para evitar la pura escenificación de la miseria, pero para poderlos aplicar correctamente hemos de abrir los ojos.
¿Una visión de esta índole y una toma de partido inequívoca de la Iglesia en contra de las palizas a los niños menoscabaría el poder de esta institución? Cabe pensar que sí porque el poder actual de la Iglesia se basa en el sometimiento de los creyentes a sus mandamientos autoritarios. Su entramado de poder se desmoronaría si hubiera creyentes seguros de sí mismos que empezaran a cuestionar las estructuras eclesiásticas. Sin embargo, la no observancia de las leyes psíquicas internas difícilmente mantendrá fuera de peligro estas estructuras otro milenio más.
¿Y por qué necesita la Iglesia el poder? ¿Acaso no está edificada sobre el mensaje del amor, el cual excluye por sí mismo la idea de poder? Entonces, ¿por qué confía tan poco en la fuerza del amor y se aferra tanto a su poder y exige obediencia? Millones de personas ni siquiera se plantean estas preguntas porque buscan cobijo en la religión y piensan que ésta excluye la visión adulta. Apenas pueden imaginar, debido a sus experiencias infantiles, que Dios sea capaz de amar a un adulto.
Como Adán y Eva, estas personas tuvieron que pagar por el amor de sus padres con obediencia absoluta, confianza ciega, renuncia al conocimiento y al pensamiento propios, es decir, con la entrega de su verdadero yo. Aceptan la postura autoritaria de la Iglesia porque sólo la conocen bien desde la propia infancia: nosotros sabemos mejor que tú lo que necesitas; si quieres ser amado, deberás obedecer; no te puedes permitir preguntarnos porque no te debemos ninguna respuesta.
Parece que el espíritu de la historia de la Creación sea el que siempre guíe a los creyentes. Rezan en días festivos, se rinden con la mayor de las sumisiones a los mandamientos de la autoridad eclesiástica y no plantean preguntas. De niños lo han ido olvidando. Pero hoy como ayer existe el peligro de poner su obediencia y su minoría de edad al servicio de otro poder, esta vez extremadamente destructivo.
Los diarios del comandante de Auschwitz Rudolf Hoss, que fue un joven dócil y formal, muestran los peligros que acechan en una educación de esta índole (Miller, 1980). Las personas que en su infancia siempre han tenido que «seguir los deseos y las órdenes de los adultos» y «dar por sentados» sus principios, se someten actualmente sin escrúpulos a las más abstrusas ideologías de determinadas sectas religiosas, grupos neonazis o comunidades fundamentalistas y aniquilan, bajo mandato, como siempre, la vida y la dignidad humanas sin dejar el más mínimo rastro de reflexión personal. No saben que están imitando el anterior desmantelamiento de su propia dignidad. Y no lo saben porque no se les permitió vivir conscientemente su anterior humillación, dado que estaban instruidas exclusivamente para la obediencia. Las personas que han tenido que vivir su infancia y su juventud con el puño cerrado en el bolsillo, lo utilizan casi automáticamente cuando se les da permiso para hacerlo.
¿Hasta cuándo deberá repetirse ese mismo espectáculo para que la Iglesia y los gobernantes en general se den cuenta de la otra cara de la obediencia? ¿Hasta que sean capaces de aprobar abiertamente una educación en la que se fomente la mayoría de edad y la capacidad de crítica de los niños, es decir, una educación en la que el niño librepensador se pueda sentir amado y cobijado en su casa? Un niño así no tendrá después la necesidad de poner bombas, incendiar hogares o lanzar piedras y cumplir por ello una condena en prisión.
Igual que Olivier Maurel, yo también he enviado numerosas cartas a muchos políticos del más alto nivel, ministros, Primeros ministros y presidentes de gobierno, sobre todo a aquellos que en sus discursos demuestran inquietud por la creciente violencia entre los jóvenes. Mi intención era la de informarles sobre las causas de esta actitud y mostrarles que estamos completamente preparados para emprender acciones contra esta escalada de la violencia, pero sólo si comprendemos sus orígenes. Sin embargo, el resultado ha sido el mismo que con la administración del Vaticano y que el de Olivier Maurel con la Conferencia episcopal. Únicamente he recibido una respuesta del Ministerio de la Familia de un Estado importante, cuyo secretario me agradecía mi interés por la «educación de los padres», pasando por alto completamente que yo le había escrito sobre la «violencia en la educación de los padres».
Ya no pasa desapercibido que la gran mayoría de dirigentes de la Iglesia y el Estado tienen un miedo evidente a admitir el tema de la educación violenta, ya sea por temor a disgustar a su electorado o por el antiguo horror infantil al castigo de los padres, en el caso de tomar claramente partido por el niño. Pero se equivocan al creer que, si así lo hicieran, se quedarían sin poder. Al contrario, su propia historia los apoyaría si se decidieran a abrirse a ella y obrar conscientemente de forma constructiva.
El silencio evasivo, la abstención, no querer saber, omitir la información disponible: éstas son formas inocentes de pasividad. Pero, en el fondo son decisiones fatales, aunque sean inconscientes. Son decisiones que favorecen la capacidad destructiva de la juventud porque se aferran a la tradición de la obediencia ciega, con todas sus peligrosas consecuencias.
Naturalmente, mis experiencias con las autoridades de la Iglesia no excluyen que haya algunos sacerdotes que demuestren un gran interés y una profunda comprensión por los nuevos conocimientos psicológicos. Es cierto que son casos excepcionales, pero esto puede cambiar gracias a su labor. Entre ellos se encuentra, sin duda, Donald Capps, quien, a pesar de ejercer su cátedra en el seminario teológico pastoral de Princeton, no ceja en el empeño de rebuscar en esa fuente de recursos que llamamos «infancia» y de hacer interesantes descubrimientos acerca, por ejemplo, de la paternidad de San Agustín.