Capítulo 17

Traducido por Majurca20

 

Lo sé, cariño, Ni siquiera yo puedo creerlo. ¡Pronto!

 

Mientras Leah estaba parada frente a Sebastian el día de su boda, era difícil no pensar en su primera boda. Había sido hace un poco más de dos años que ella se había parado frente a una multitud en la iglesia de San Miguel, comprometiéndose a amar y obedecer a su marido hasta que la muerte debiera separarlos.

Leah miró a Sebastian. Aunque sus manos sostenían las de ella, él miraba al sacerdote, con expresión solemne. ¿Estaba recordando su boda con Angela? Qué extraño era, darse cuenta que ella una vez creyó que Ian y ella envejecerían juntos, que tendrían hijos y nietos. Y aquí estaba, ni siquiera tres años después, casándose con su mejor amigo. Un hombre a quien ella conocía un poco más de lo que conocía a Ian en aquel entonces.

Él estaba vestido con una chaqueta ceniza oscuro y pantalones, su chaleco con hilos plateados, su pañuelo negro. Su cabello había sido peinado hacia atrás, dándole a sus ojos una mayor intensidad.

No, no era tan atractivo como Ian, ni tampoco tan encantador, pero por alguna razón ella se sentía segura mientras él sostenía sus manos. Y a pesar de que debería saberlo mejor, el hecho de que él no le mintiera diciendo que la amaba la hacía confiar en él. Seguro que se arrepentiría más tarde, pero por ahora era un sentimiento increíble mirar al hombre cuyo anillo pronto estaría usando y darse cuenta que el merecía su confianza.

El sacerdote empezó a recitar los votos y Sebastian fijó su mirada en ella, su expresión inescrutable. Ella quiso, pero no pudo apartar la mirada. El momento se sentía irreal, tener que rendirse a otro matrimonio tan pronto.

Entonces fue su turno, y todo en lo que pudo pensar mientras miraba sus ojos, era que él la deseaba.

De pronto, la seguridad de sus manos se había ido, el calor reconfortante transformado en un calor abrasador que casi quemaba su piel. Sintió sus dedos temblar con la urgencia de retirarlos, lejos de su agarre.

Tal vez él lo sintió, porque aumentó el apretón, manteniéndola en su lugar.

Su voz tembló.

—Yo le tomo, Sebastian Edward Thomas Madinger, para ser… mi esposo —las últimas palabras en susurros. Él apretó sus manos, y ella bajó la mirada.

Que largas eran sus manos, no se había dado cuenta hasta ahora. Envueltas en guantes gris oscuro, cubrían completamente las de ella, sus palmas casi el doble que las de ella, las puntas de sus dedos rozaban el borde de sus guantes a la altura de las muñecas.

Leah inspiró profundamente y siguió recitando sus votos. Al intercambiar anillos, el sacerdote los declaró casados. Sebastian se aproximó a ella y Leah se tensó; a pesar de haber discutido esto antes, de cómo debían dar una gran demostración para convencer a su audiencia de que lo suyo era realmente un tórrido romance, y a pesar de que había tratado de prepararse durante el mes anterior, aún no estaba lista.

Cerró los ojos mientras esperaba que los labios de él se encontraran con los suyos. Y entonces lo hicieron, cálidos y firmes y rápidos. Su mirada voló a su rostro mientras el regresaba a su sitio, pero él ya había volteado hacia sus invitados, le acomodó la mano en el pliegue de su brazo.

—Gracias —susurró, pero no creyó que él la escuchara. O si lo hizo, la ignoró. En cambio la llevó por las escaleras, en medio de la iglesia, al carruaje que los llevaría al desayuno de bodas en su casa. Una vez que la ayudó a entrar al vehículo y se sentó frente a ella, se percató de cuan íntimo podía ser un carruaje. Más íntimo de lo que parecía antes. Miró por la ventana.

 

 

 

Una vez que el carruaje inició su marcha hacia la casa, Sebastian miró a Leah. No podía dejarse de sentir como un mirón mientras la estudiaba, el saberla ahora su esposa parecía demasiado descabellado para ser real.

Estaba indescriptiblemente hermosa en su vestido de novia, un gris claro que le recordaba el brillo de una perla. A pesar de que no era negro como sus ropas de luto, él hubiera preferido que decidiese llevar otro color en su lugar. Azul tal vez. Algo vibrante y alegre, algo que la alejara de su vida con Ian.

El vestido acentuaba su figura esbelta, sin hacerla lucir excesiva por los metros de tela. Como anhelaba posar sus manos sobre la curva de su cintura, para ver si realmente podrían encajar como parecía. El corpiño cubría el pecho, así que sólo un rastro de su suave piel era perceptible, lo hacía parecer un misterio en espera de ser descubierto. Y a pesar de que él hubiera elegido un color diferente para vestirla, el tono complementaba su piel clara, haciéndola parecer etérea y no frágil.

Cuando pensó que lo ignoraría durante todo el trayecto a casa, ella se volvió hacia él y le dijo: —No me besó.

Él levantó la ceja. —Sí, lo hice.

Las mejillas de ella se ruborizaron un poco, pero le sostuvo la mirada. —Fue diferente a lo que habíamos discutido. Yo esperaba…más.

Por un momento, Sebastian se permitió la fantasía de inclinarse hasta el otro lado del carruaje y tomar su boca como había soñado hacer desde la primera vez que aceptó su propuesta. Sin su permiso, sus ojos bajaron hacia sus labios, y sintió que su corazón comenzaba a latirle con fuerza en el pecho.

—Dígame, Lady Wriothesly, ¿es esa una propuesta?

Podría haber sido un momento seductor, si el sonido de su nuevo título no los hubiera sorprendido a ambos.

Lady Wriothesly. El nombre que ya no pertenecía a Angela, sino a Leah.

Esta vez, Sebastian fue el primero en apartar la mirada. Pero oyó repetir las palabras que le había dicho dentro de la iglesia.

—Gracias.

—No me crea un buen hombre por no besarla como habíamos planeado. Simplemente me pareció que se iba a desmayar si hacía algo más.

—No me habría desmayado —protestó ella, sonando tan parecida a la Leah que había conocido en la fiesta en su casa que él sonrió. La miró.

—Se puso completamente pálida, incluso sus labios. Sus manos temblaban en las mías.

Ella levantó la barbilla, desafiante.

—¿Y usted no estaba nervioso en absoluto?

—No. —Bueno, sólo en la medida en que había temido que ella se diera la vuelta y saliera de la iglesia. Después de que sus manos empezaran a temblar, se había asegurado de mantener un fuerte agarre sobre ella.

Su boca se curvó hacia abajo. —Se me ocurre que me olvidé de tomar en cuenta sus defectos antes de acceder a casarme con usted.

—Ah, pero ahora es demasiado tarde, Lady Wriothesly —dijo de nuevo, a propósito, probando el sonido de su nombre en su lengua. De alguna manera, se sentía… perfecto.

Ella lo miró fijamente por un momento, y luego miró hacia sus manos enguantadas, entrelazadas sobre el regazo.

—¿Qué hará si los rumores sobre Ian y Angela no se disipan ahora que nos hemos casamos?

—Lo harán. Me resulta difícil creer que las malas lenguas continúen en esa línea cuando hemos demostrado como cierta su primera especulación acerca de nosotros.

—¿Pero si no lo hacen? —presionó.

—No lo sé —espetó, inmediatamente se arrepintió de su tono—. No lo sé —dijo de nuevo, esta vez más suave—. Los ignoraremos, supongo. Después de todo, no hay pruebas que confirmen que tenían un amorío.

—Las cartas. —Sebastian negó con la cabeza.

—Usted tiene las de Angela, y aunque busqué las de Ian en la alcoba de ella, no pude encontrar ninguna.

Leah no dijo nada por un momento. Luego levantó la mirada.

—¿Saldremos a Hampshire después del desayuno, o pasaremos la noche aquí y saldremos por la mañana? —Ella hacía tantas preguntas. Y Dios lo ayude, nunca sabía cuál era la respuesta correcta.

—¿Tiene alguna preferencia?

—Yo... No. Pero si pasamos la noche en la ciudad, me gustaría saber que no me voy a quedar en la alcoba de ella.

Él se había pasado el último mes preparándose para la boda una vez que ella aceptó su propuesta. Esto incluyó finalmente aventurarse en la alcoba de Angela, en busca de cualquier carta de Ian, clasificando cosas que pensaba Henry podría querer más adelante. Había instruido a las doncellas para que empacaran todo lo demás y se repartieran sus ropas a su antojo. La habitación había sido pintada, comprado muebles nuevos, y ventilado hasta que ya no se pudo oler cualquier rastro de lavanda y vainilla.

—No se preocupe —dijo a Leah—. Planifiqué su estancia en una de las otras habitaciones, la alcoba de invitados más grande.

—Oh. Gracias. Es muy amable de su parte.

Sebastian sonrió.

—Así que ya ve, algunos de mis defectos están compensados por mis mejores atributos.

Leah inclinó la cabeza y le devolvió la sonrisa.

—Eso, milord, queda todavía por verse.

El carruaje llegó poco después a su casa de la ciudad, y entraron a una fiesta donde todas las personas que alguna vez habían susurrado sobre un supuesto amorío ahora celebraban su matrimonio.

Sebastian era consciente, por supuesto, que todos los rumores aún no habían sido silenciados. Muchos de los invitados les enviaron miradas maliciosas durante el desayuno, probablemente confirmando unos a otros sus sospechas iniciales. Pero eso era lo que esperaba, y como debía ser.

Para apoyar la idea, se aseguró de permanecer al lado de Leah tanto como fuera posible. Aunque nunca la tocó, se inclinaba hacia ella y murmuraba en su oído. Dijo cosas para hacerla sonrojar a sabiendas de que sus sugerencias podrían nunca llegar a pasar. Lo que le ganó miradas reprobadoras de ella, que le agradaban en extremo, mientras sus ojos parecían brillar más y se reía como disculpa a su vergüenza. Cuando su madre y hermana se acercaron a ellos para felicitarlos, ella se sonrojó aún más. Para el momento en que la recepción terminó, Sebastian estaba seguro de que la mayoría, si no todos sus invitados, creía que la pareja de recién casados estaba vergonzosamente enamorada. O al menos, gloriosamente lujuriosa.

Mientras los invitados se retiraban cuatro horas más tarde, Lord y Lady Elliot se acercaron, los últimos en salir. Lady Elliot portaba una sonrisa de satisfacción.

—Lord Wriothesly. Lady Wriothesly.

—Cómo me alegro de que pudieran venir a la boda —dijo Leah calurosamente.

Sebastian la miró, pero su expresión parecía sincera.

—Por supuesto. No me la habría perdido. —Lady Elliot se detuvo a mirar a su marido—. Incluso si está cerca la temporada de caza de zorros.

Ella se acercó más a Leah, y aunque fingió bajar la voz, Sebastian aún podía oír cada palabra que decía.

—¿Recuerda la fiesta en su casa cuando le pregunté si se imaginaba a Lord Wriothesly como su blanco?

Leah asintió. Sebastian levantó una ceja.

—Veo que yo tenía razón —dijo Lady Elliot, mirando a Sebastian desde debajo de sus pestañas—. No hay mucha diferencia entre la ira y la pasión. ¿Cierto, milord? —le preguntó a su marido, dándole un codazo en el costado.

Sebastian siguió la mirada del hombre a una bandeja cercana con tartas de manzana. Lord Elliot la miró, sacado de su ensueño.

—No, querida, no en absoluto. La ira y la pasión son cosas muy buenas.

Lady Elliot suspiró y dirigió a Leah y Sebastian una mirada exasperada, luego sonrió con cariño a su marido.

—Vamos, milord, y dejemos a los recién casados solos.

Mientras se retiraban de la sala de banquetes, Sebastian se volvió a Leah. —Blanco de práctica ¿eso era yo?

Ella se encogió de hombros. —En ese momento parecía el único uso que podría hacer de usted.

—Mmm. Tal vez no debería permitir que pase mucho tiempo con Henry cuando lleguemos a Hampshire.

Los labios de ella se curvaron en una sonrisa pícara antes de darse la vuelta.

—¿Adónde va?

—Arriba —respondió ella—. Creo que voy a leer el resto del día.

—La biblioteca está al final de la sala —dijo él.

—Traje mis libros.

Sebastian la vio pasear por el pasillo y girar hacia la escalera, se dio cuenta que pretendía ejercer su independencia inmediatamente. Deseó que ella hubiera preferido quedarse y hablar con él.

 

 

 

Leah intentó leer. Pero cada vez que comenzaba una oración, el recuerdo de Sebastian susurrando palabras inapropiadas en su oído volvía, y no podía concentrarse en el significado, la construcción de la oración, por no hablar de la ortografía de la palabra siguiente. El texto era nada más que líneas negras y puntos, el recuerdo de su voz mucho más real, como si estuviera allí en su alcoba con ella.

Trató de tomar una siesta. Convencida de que si su mente podía quedarse dormida, al menos entonces podría escapar de él. Pero tan pronto como yació en el colchón, comenzó a recordar sus palabras acerca de cómo él iba a colocarla en su cama, como iba a desnudarla y cubrirla con sábanas de satén, cómo iba a disfrutar viéndola moverse debajo de él.

A pesar de que sabía que él había dicho tales cosas sólo para beneficio de sus invitados, para provocar su sonrojo, que ayudaría a consolidar la creencia de su supuesto romance, aun así eso no ayudaba.

No pasaron más de dos minutos hasta que saltó de la cama, con la respiración pesada, el corazón acelerado, y se fue a la ventana. Apretó la palma de la mano contra el vidrio, luego la frente. Luego la mejilla.

Poco a poco, con el tiempo, pudo sentir el rubor en su piel comenzar a desvanecerse.

¿Quién era este hombre con el que se había casado? Cuando creyó que era un caballeroso Conde, desafió sus expectativas y le mostró otro hombre, uno no tan refinado, que insistía en despertar las pasiones que ella buscaba mantener enterradas. Sí, ella sabía que se sentía atraída por él, y él había dejado claro que la deseaba, pero pensar que tenía tanto poder sobre ella, que podía decir sólo unas pocas palabras y dejarla anhelando, luego desesperada por escapar por miedo a que sucumbiera a él por necesidad…

Leah se sentó en el sofá frente a la chimenea, con el libro una vez más. Comenzó a leer en voz alta, tratando de forzar su mente a concentrarse en las palabras que salían de sus labios.

Esa noche sería su noche de bodas.

Aunque ambos sabían que no habría consumación, no pudo evitar pensar en Sebastian tumbado en la cama esa noche, sólo a unos pocos pasos por el pasillo. ¿Estaría pensando en ella? ¿Estaría imaginando todas esas cosas que había dicho?

Él la deseaba.

De todas las palabras de amor que Ian había murmurado a su oído, ninguna había sido tan poderosa como la declaración de Sebastian.

Leah cambió a la página siguiente del libro entre sus dedos, la vio temblar mientras la giraba. Una cosa era cierta: nunca debía hacerle saber lo mucho que sus palabras la afectaban. Si continuaba hablándole de aquella manera, ella no estaba segura de poder resistirse de nuevo a él.

 

 

 

Sebastian se resignó al hecho de cenar solo esa noche.

No había visto a Leah toda la tarde, y no llegó al saloncito antes de que se sirviera la comida para que pudiera escoltarla al interior del comedor.

Se sentó a la mesa, solo, como había hecho casi todas las comidas desde la muerte de Angela. Un sirviente colocó un plato de sopa delante de él. Sebastian recogió su cuchara, sin importarle no poder identificar la mayoría de su contenido. Estaba caliente y estaba buena. Era lo único que importaba.

Entonces la puerta del comedor se abrió y Leah entró.

—Me disculpo por llegar tarde —respiró, sonriendo mientras el mayordomo le acomodaba el asiento.

Sebastian observó. Ya no vestía negro, o siquiera el gris que había llevado como vestido de bodas por la mañana. En cambio, llevaba un vestido de noche azul oscuro. Finalmente libre de Ian. Finalmente suya.

—Disculpada —dijo, y se comió otra cucharada de sopa—. ¿Es de su nuevo guardarropa?

—Sí.

No dijo nada más, también empezó a comer la sopa, y Sebastian alternaba entre mirar que su propia cuchara llegara a su boca y mirarla furtivamente.

—¿Le gusta? —preguntó ella un minuto después—. Debo admitir que se siente un poco extraño llevar algo no tan lúgubre. Casi me siento culpable. Tal vez si hubiera esperado un poco más, entonces podría haberme acostumbrado al papel de viuda.

—Es hermoso —dijo, deseando poder decir más, odiando el hecho de que existiera tanta incertidumbre entre ellos ahora que eran más que simplemente el mejor amigo de Ian y la esposa de Ian.

Pero ella ya no era la esposa de Ian. No, ella era suya.

—Dígame, milady, ¿qué desea una mujer casada independiente hacer con su tiempo? ¿Tiene planes específicos para cuando lleguemos a Hampshire?

Ella le sonrió sobre la mesa. —No lo sé. Creo que eso es parte de la libertad, no saber lo que depara el futuro, pero darse cuenta de que existen muchas posibilidades para poder aprovecharlas.

—¿Qué quiere decir?

—Por ejemplo, cuando era más joven y vivía con mis padres, Madre tenía cada minuto del día planeado para nosotras, a la hora exacta. Vestirse. Desayunar. Lecciones con el tutor, sólo los cursos variaban de día a día. Almorzar. Práctica con el pianoforte. Canto. Baile. Bordado. Reuniones por la tarde.

—Pero sin duda que debe haber cambiado después de casada.

—Podría, supongo. Y se alteraron las actividades concretas. Pero el patrón de planear mi día hasta el último detalle se había vuelto tan arraigado que parecía más fácil continuarlo. Después que me enteré de Angela, incluso me programé cada noche para incluir… —Se interrumpió y miró la sopa.

El agarre de Sebastian se tensó sobre la cuchara, y apretó la mandíbula. Si tenía que ver con Ian por la noche, sólo podía ser una cosa a la que se refería.

—No tiene que decírmelo si lo prefiere, pero me gustaría escuchar lo que tiene que decir cuando esté lista.

Ella asintió, mirando hacia él brevemente, y luego siguió comiendo.

—En cuanto a la rutina —dijo Sebastian—, la única persona que tiene una rutina regular es Henry, y eso es sólo por las mañanas y las noches. Por las tardes, él y yo generalmente pasamos tiempo juntos.

—¿Qué hacen? —preguntó. Sonaba distraída, preguntando más por cortesía que interés. Aun así, si eso la ayudaba a acostumbrarse mejor una vez que llegaran a la finca en Hampshire, entonces Sebastian le diría todo. Sonrió.

—Jugamos con los bloques. Nos vamos de picnic y paseos. Se sienta en su poni.

—¿Tiene un poni ya?

—Sí, para acostumbrarse. Si realmente quiere montar, va conmigo.

—¿Ya habla?

Sebastian frunció el ceño, dándose cuenta de que la última vez que ella lo había visto fue antes del accidente de carruaje, cuando sólo poseía unas pocas palabras en su vocabulario, y la mayoría no eran claras.

—Unas pocas frases, nada demasiado complejo. Digamos que sabe cómo salirse con la suya.

—Usted lo consiente —dijo ella, su tono indulgente.

—Tal vez. —Sebastian dejó la cuchara a un lado. Pronto, un sirviente vino a retirar el tazón—. Supongo que me resulta difícil ser demasiado duro con él ahora.

Se obligó a permanecer quieto mientras ella lo estudiaba, preguntándose lo que veía cuando lo miraba. ¿Un hombre fuerte o un hombre demasiado sentimental?

Después de un momento, ella también dejó la cuchara y dijo: —Yo creo que los tres nos llevaremos de maravilla. —Luego añadió—: Mientras usted pueda mantenerse al día con las aventuras mías y de Henry.

—¿Aventuras?

—Oh, sí. Ya tengo bastantes planeadas.

—Pensé que dijo…

Ella lo interrumpió con un gesto. —Eso era en lo que respecta a mí. He estado pensando todo el mes la mejor manera en que Henry y yo podríamos llevarnos bien.

Ella se inclinó hacia delante, la mesa presionando contra su corpiño y revelando la curva de su pecho.

Sebastian miró hacia otro lado, luego hacia adelante, luego de nuevo en otra dirección, se aclaró la garganta. Hizo una seña al mayordomo, y el siguiente plato fue traído.

—Por supuesto que no tengo hermanos —continuó—, por lo que podría necesitar su ayuda en algunas cosas, pero siempre he querido aprender a trepar a los árboles.

—Es demasiado peligroso. —Las palabras se derramaron de la boca de Sebastian antes de que pudiera pensar en ellas.

La mirada de ella se estrechó. —Creo que nuestro acuerdo era que yo podría hacer lo que quisiera.

Su primera noche juntos, y ya habían comenzado a discutir.

—En primer lugar —respondió él—, Henry es mi hijo, y si es demasiado joven para montar en poni, es sin duda demasiado joven para empezar a trepar a los árboles.

—Bien dicho, milord. Pero yo aún quiero subir a los árboles.

El tema de la conversación podría haber sido cómico, si Sebastian no pensara que ella lo hacía sólo para demostrar su punto. Aun así, aunque iba a tratar de contenerse de darle órdenes tanto como fuese posible, no podía imaginar ningún tipo de relación en la que él no tratara de mantener a su esposa lejos de cualquier daño.

—Sus faldas son también un peligro. Si se enredan, o quedan atrapadas en una rama…

—Como ya he dicho, voy a necesitar su ayuda para algunas cosas. Encontrar un par de pantalones es la primera tarea.

Sebastian dio golpecitos con los dedos sobre la mesa.

—Si le doy un par de pantalones para que se ponga, ¿estará de acuerdo en que la acompañe, en esta, y cualquier otra actividad peligrosa que tenga en mente?

—Pero usted tendrá que sufrir de mi compañía, milord.

—Estoy sufriendo de ella ahora, ¿no?

Ella se echó a reír, y Sebastian no pudo evitar preguntarse si de alguna manera había superado una prueba. Era lo mismo que antes, en la fiesta; cuanto más pensaba que la entendía, más se daba cuenta que había un misterio más profundo debajo.

Ansiaba preguntarle sobre su horario de la noche con Ian que había mencionado antes, saber todos los secretos que ella se esforzaba tanto por mantenerle ocultos. Pero en cambio, le sonrió y trató de pensar en otro tema más fácil de conversación. Entonces se dio cuenta de que más allá de los temas de Henry, Ian y Angela, no había mucho que tuvieran en común. Esta esposa que deseaba, por la cual sentía la necesidad de protegerla, seguía siendo poco más que una desconocida para él.

 

 

 

Leah se removió en su asiento y empujó la chuleta de ternera en su plato.

—¿Por qué me mira así? —preguntó.

Su boca se curvó hacia arriba en un lado, pero el intento de una sonrisa no hizo nada para ocultar la franca intensidad de sus ojos. Él la miraba como si fuera un rompecabezas y estuviera tratando de averiguar la mejor manera de resolverla. Ella podría decirle que no había nada por resolver; era simple, llana. Lo único que quería era tener la oportunidad de seguir sus propios deseos, e incluso esos eran en su mayoría ordinarios.

—Estaba pensando en cómo se vería en un par de pantalones —respondió.

—Muy parecido a un muchacho, me imagino.

—No. —Su mirada cayó de su rostro a su corpiño, y a continuación, de regreso a su rostro—. De alguna manera, dudo que jamás pudiera parecerse a un muchacho.

Leah luchó por no sonrojarse. Se inclinó hacia adelante, levantó su vaso y bebió un trago de jerez. Tal vez no debería haber bajado, después de todo. Pero le había parecido mal la idea de quedarse en su habitación toda la noche, casi como si lo estuviera ignorando.

A decir verdad, se sentía tan curiosa acerca de su nuevo marido al igual que él parecía estar sobre ella. Esa curiosidad comenzaba con su relación con Henry y el tiempo que pasaba con él cuando otros padres habrían simplemente consignado a Henry con la nodriza durante todo el día. Pero también encontró, mientras observaba a través de la mesa, que su mirada se desviaba a otros aspectos más masculinos de él. La gran anchura de sus hombros, el formidable muro de su pecho, era casi incomprensible cómo él se sentaba en su silla y de alguna manera lograba no parecer como si fuera un gigante sentado en el banco de un enano.

Leah tragó más jerez, decidida a mantener sus ojos en el plato por el resto de la comida. Si nada más revelaba la rareza de su situación, esto lo hacía: el silencio que descendía sobre ellos, la constatación de que no sabía qué decirle ahora que habían hablado de Henry. Al parecer, él tampoco sabía qué decir, porque permaneció en silencio, mirándola, asumió. Ella no levantó la vista, pero podía sentir su mirada sobre ella, sonrojando sus mejillas.

Nunca había sido así con Ian. Él había sido hablador, pero no de una manera en la que dominaba la conversación. Hacía observaciones sobre el tiempo, los últimos on dit[4] de la sociedad, sus propios miedos, cualquier cosa para ponerle la situación fácil a la otra persona. Hacía preguntas, obteniendo información que el otro probablemente nunca habría dicho a nadie más. Tenía una manera de hacer que uno se sintiera como la única persona en la habitación, sin importar si había un centenar de otras personas presentes o simplemente un lacayo esperando en el aparador.

En un primer momento, Leah había agradecido que Ian fuera conversador, ya que ella era más de escuchar y observar que de participar. Y cuando él se concentraba en ella, se había sentido como la mujer más bella del mundo. Después de un tiempo, sin embargo, ella vio su encanto por lo que era: un intento de congraciarse con las otras personas, para que se sintieran caritativos hacia él. Por encima de todo, Ian siempre quiso ser querido.

Al parecer, ese no era el caso con Sebastian… su nuevo marido. Se involucraba en una conversación bastante bien, por supuesto, pero a él no parecía importarle que un silencio incómodo hubiera surgido entre ellos.

Leah levantó la vista y se encontró con sus ojos. Por la forma en que la miraba, se preguntó si él utilizaba el silencio a su favor, al igual que Ian había usado las palabras al suyo. Porque aunque no hablaba, el mensaje en sus ojos repetía lo que había dicho antes, intimidante y excitante al mismo tiempo, sin una palabra dicha: la deseaba.

Ella no lo entendía, pero tampoco podía negarlo. Y aunque creía que cumpliría su promesa de no tratar de consumar su matrimonio a menos que ella se lo pidiera, ¿cuán pronto comenzaría a irritarse por su acuerdo? ¿Cuándo se resentiría con ella por negarse? Mejor ser clara ahora y repetir sus requerimientos, a que él se aferrara a la esperanza equivocada de que un día ella podría dudar y acudir a él.

—¿Sería posible que los sirvientes se retirasen por un momento? —preguntó.

Él hizo un gesto, y pronto estaban solos en el comedor.

—Me gustaría hacerle una petición, milord —dijo ella.

—Sebastian —le corrigió.

—Sebastian, entonces. —A pesar de que lo había dicho en voz alta antes, no había sido su marido entonces. Se sentía diferente ahora, pesado y grueso en su lengua, casi exótico.

—¿Sí?

—Sebastian —repitió ella, simplemente para poder decir su nombre otra vez—. Como dije, quiero hacerle una petición.

—¿Sí? Adelante. —Él sonrió, como divertido por su rodeo.

—Me gustaría ampliar mi condición anterior de matrimonio sólo de nombre para incluir que no podrá mirarme o hablarme como lo ha hecho hoy. Es… —Desarmante, aterrador—. Ofensivo.

Sebastian se apoyó en el respaldo, su mirada hermética.

—Me disculpo si le he ofendido, milady. —Ella abrió la boca, hizo una pausa, y luego la volvió a cerrar—. No, por favor —le dijo—. Dígame lo que estaba a punto de decir.

—Si le llamo Sebastian, ¿no debe dirigirse a mí como Leah?

—No estoy seguro —dijo, y aunque su tono era suficientemente educado, había un matiz de emoción que no pudo identificar—. Estamos casados, sin embargo, parece que usted preferiría que permanezcamos como desconocidos. ¿No deberíamos tratarnos como tales, también?

—Todo lo que pido…

Él plantó las manos sobre la mesa y se puso de pie.

—Yo sé lo que pide, y voy a respetarlo. Usted estuvo de acuerdo con el matrimonio. Cada uno de nosotros mantendremos nuestra parte del trato. Sin embargo, me gustaría pedirle perdón por adelantado, milady. Voy a tratar de controlar mis palabras y la forma en que la miro, pero no sé si seré capaz de controlar mis pensamientos. ¿Le ofende si admito fantasear acerca de desnudarla, incluso aquí en esta mesa, y besarla por todo el cuerpo?

Leah se puso de pie, levantando la barbilla aunque el color se apoderaba de sus mejillas.

—¿Ahora se burla de mí?

—No, no me burlo de usted —dijo, con una sonrisa sardónica para sí en sus labios—. Me burlo de mí mismo. Yo amaba a mi esposa, más de lo que nunca he amado a nadie. Ella me traicionó. Ella murió. Debería estar furioso con los cielos, maldiciendo su nombre, revolcándome todavía en la miseria en la que usted me encontró. En su lugar, es usted en quien no puedo dejar de pensar, usted que atormenta mis sueños, usted que de alguna manera ha conseguido borrar el rostro de ella de mi memoria. Por todo lo que es correcto, debería despreciarla, no sólo por eso, sino también por su comportamiento que arriesgó tanto a Henry, y sin embargo me casé con usted.

Hizo una pausa y ella observó cómo él se recomponía, dejando caer los brazos a los costados y enderezándose en toda su altura. Él la miró fijamente, con los ojos entornados, ninguna emoción traicionaba sus profundidades.

—Me casé con usted —repitió, con un tono apagado, cansado. Luego, inclinando un poco la cabeza, se giró y la dejó allí de pie sola.