Capítulo 10

Traducido por Yann Mardy Bum

 

 

Leo todos los días el soneto de Romeo y Julieta que me diste. Me temo que el papel ahora está manchado por mis lágrimas. Siempre seré tuya, también, “en la noche más larga, o en el día más corto,” “en el cielo, en la tierra, o bien en el infierno.”

 

Ella seguía mirando el cielo mientras él se acercaba. Por alguna razón, a Sebastian esto le resultó molesto.

Aunque se encontraban en medio de la campiña, ella había salido a mitad de la noche, sólo con una lámpara y probablemente ningún arma, además del telescopio de cobre pesado que tenía cerca. Él podría haber sido cualquiera.

Se detuvo lejos del banco, justo enfrente de ella, y esperó a que lo reconociera.

Leah bajó la cabeza, asintió, y señaló hacia un rosal cercano. —Podría oler a rosas de nuevo —le advirtió. Cuando él no respondió, ella volvió la mirada hacia el cielo y dijo—: Encontré a Orión. Y a Hydra. Casiopea. Aries.

—Sé por qué decidió ser anfitriona de una fiesta.

—¿Lo sabe? ¿Y qué conclusión ha sacado?

Sebastian se quedó en silencio, embelesado por la pálida piel de su cuello y el movimiento de sus labios cuando miró hacia arriba, como si estuviera esperando un beso que cayera del cielo.

Ella encontró su mirada y le ofreció una media sonrisa. —¿Decidió que me sentía sola, milord? ¿Es por eso que está aquí?

Sebastian se sentó a su lado.

—¿Por qué está aquí? —repitió ella. Notó que ella se alejaba, lo más lejos que pudo en la esquina de la banca.

—¿Se siente sola? —contraatacó él. La idea de presenciar a Leah dejar caer su armadura invisible tenía algo que le hizo no querer ir tan rápido. La frustración de un momento antes se desplomó en su presencia. Quería hacerla hablar, poco a poco; no iba a acusarla ni obligarla a contarle, porque de pronto deseaba la confianza de Leah tanto como buscaba entenderla.

—No por el momento, pero gracias. —Su voz era distante, cortés, lo más educada que había sido alguna vez al hablar con él.

No hizo caso a la indirecta y se quedó. —No podía dormir —dijo él. Volviéndose hacia ella, puso su espalda contra el brazo del banco y estudió su perfil. Luego inclinó la cabeza hacia el cielo—. ¿Dice que encontró a Casiopea?

El brazo de ella se elevó en su campo de visión, un dedo esbelto guío su mirada. —Allí, a la izquierda —dijo ella.

—Ah. Ahora la veo.

Permanecieron juntos por mucho tiempo, buscando en silencio las estrellas. Sebastian esperó, escuchando las hojas de los rosales moverse ligeramente bajo el tenue viento. Él encontró las constelaciones Hydra y Orión, y estaba buscando Aries cuando ella por fin habló.

—El noveno día de abril del año pasado. Fue entonces cuando los encontré juntos —lo dijo poco a poco, recalcando cada sílaba, casi como si estuviera recitando las palabras.

—Nunca me contó qué sucedió —dijo Sebastian, volviendo la mirada hacia ella. Hizo una pausa—. No importa. No quiero saber.

La mano de ella se extendió hacia el telescopio, y empezó a trazar sus dedos sobre las patas cabriole. Arriba y abajo. Arriba y abajo. —A veces desearía no haber sabido la verdad hasta el accidente de carruaje, como usted. Me hubiera gustado también estar enojada. Entonces probablemente habría sido capaz de llorar su muerte. Pero gasté la mayor parte de mis lágrimas hace un año, en las primeras semanas de abril.

Ella suspiró, un sonido desolado, un contraste desgarrador a su intento incondicional de mantener la voz desprovista de cualquier emoción.

—Leah… —él comenzó, en tono de disculpa. No tenía derecho a causarle este dolor, sin importar lo mucho que todo en ella lo sacudía con un deseo visceral de hacerla revelar sus secretos más profundos.

Ella lo desestimó agitando una mano. —Sí, me sentí sola. No podía llorar delante de nadie… hubieran hecho preguntas. Y me mantuve alejada de Ian... tanto como pude.

—¿Lo enfrentó?

Ella sacudió la cabeza. —Los encontré juntos. Ambos me vieron. No tenía sentido una confrontación. —Sus dedos se detuvieron en el telescopio—. No quería que nadie lo supiera. Ni mi familia… especialmente mi madre, que creía que había hecho la pareja perfecta para mí. Ni los amigos o conocidos que tenía, que eran en su mayoría sus amigos y conocidos, en cualquier caso. Todos me envidiaban, creyendo que era la mujer más afortunada al casarme con el Ian George. Y usted…

Respiró hondo, levantó la mano y jugueteó con el objetivo. Sebastian observó su mano, delgada y pequeña, sorprendentemente elegante.

—Tal vez debería haberle dicho, pero estaba avergonzada. En ese entonces, fue fácil culparme a mí misma. Debo haber hecho algo mal, pensé. Era aburrida, demasiado simple, o… —Ella lo miró de reojo desde debajo de sus pestañas, luego volvió a alejar la mirada, cruzando las manos en su regazo— como usted ha sugerido, no lograba satisfacerlo en nuestras… relaciones maritales.

Sebastian aclaró su garganta, deseando en silencio que ella continuara. Además de la culpa restante de haber dicho tal cosa, comenzaba a encontrar difícil pensar en Ian y Leah como amantes. De hecho, era más fácil imaginar a Ian y a Angela juntos, mucho tiempo había pasado torturándose a sí mismo con su propia imaginación. Pero Ian y Leah… eran tan diferentes. Ella era oscura mientras él era rubio, era pequeña mientras él era alto, reservada mientras él era abierto. ¿Cómo podría alguien imaginar alguna vez que se pertenecían?

—A pesar de que estaba rodeada de gente: sirvientes, Ian, la sociedad entera de Londres… estaba completamente sola. No tenía a nadie en quien confiar, nadie con quien hablar de lo horrible que fue. Luego Ian trató de hablar conmigo al respecto, y se hizo aún peor. Él me obligó a tener una conversación, cuando yo no quería nada más que estar sola, fingir que él nunca me importó.

Ella se quedó en silencio, abrió la boca, luego la cerró de nuevo.

—Dígame —instó Sebastian, pensando que quizás Ian la había amenazado, gritado o golpeado. Después de todo, si no conocía a Ian lo suficiente como para darse cuenta de que iba a traicionarlo con Angela, entonces era posible que fuera capaz de algo aún peor.

Sebastian sintió el impulso repentino de examinar a Leah él mismo y buscar hematomas, aunque debían haber desaparecido ya.

Pero se negó a contestar. —No, no hay necesidad de contarle todo.

—Al menos dígame si la lastimó.

Ella giró la cabeza hacia él, con los ojos muy abiertos. —No. Ian nunca... No, nada de eso.

Sebastian tragó saliva, y suspiró profundamente.

Ella empezó a hablar de nuevo, esta vez más rápido, con un tono casi alegre. —Durante un año nunca hablé una palabra del amorío con nadie. Hasta el accidente, y luego ahí estaba usted. Pero, por supuesto, usted no quería hablar de ello, quería esconderlo de todo el mundo.

—Seguramente entiende mis razones.

—Lo hago —dijo ella—. No lo culpo. Después de todo, yo no quería que nadie lo supiera, debido a mi propia vergüenza.

—No estoy avergonzado, Leah. Yo…

Ella se volvió hacia él, y le cubrió la boca con la mano. —¿Me dejaría terminar?

Su mano era suave y cálida sobre sus labios, la esencia a jabón más tenue. Sebastian sintió la tentación de cerrar los ojos, mantener su mano contra la de ella, y besar su palma. En cambio, asintió en silencio, y ella apartó el brazo.

—Estaba a punto de decir que no quería estar sola nunca más. No después del accidente de carruaje. Sé que aún está enojado, pero me he pasado el último año y más de mi vida siendo miserable debido a ellos. Tiene razón cuando dice que podría subirme a un bote o hacer cualquier otra cosa que desee, pero no quiero. Y si la única manera en que puedo ser feliz y no estar sola es fingir que todavía estoy enamorada de Ian y llevar a cabo alguna farsa de celebración en su memoria, entonces que así sea.

Inclinó la cabeza hacia arriba otra vez, hacia las estrellas, su boca se abrió para respirar. Su pecho subía y bajaba rápidamente, y podía ver el pulso rápido de los latidos de su corazón en su cuello, visible por la luz que emitía la lámpara a sus pies.

—¿Y logró lo que quería? —preguntó él.

Ella giró la cabeza hacia él en silencio, como pregunta tácita.

—Ahora que es la anfitriona de una fiesta, ¿todavía se siente sola?

Sus pestañas bajaron, evitando su mirada, y él pensó que ese único movimiento iba a ser su respuesta. Se preparó para preguntar de nuevo. Pero entonces ella alzó los ojos hacia él, y sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa burlona. —No cuando estoy con usted.

No había nada atractivo o seductor en su tono; de hecho, sonaba más como una admisión renuente, como si ella no quisiera que él fuera quien aliviara su soledad. Sin embargo, a pesar de todo, Sebastian se encontró inclinándose más cerca de ella, incapaz de mantener la distancia, con su mano llegando a acariciar su cabello suelto.

Dios, era suave. Como agua corriendo a través de sus dedos, increíblemente fino y sedoso. Se lo apartó del rostro, luego lo miró caer como una cascada sobre su mejilla y garganta.

Ella hizo un sonido, algo silencioso y vacilante, como si le rogara. ¿Detenerse o continuar?

Sebastian la miró a los ojos y encontró su mirada cautelosa, preocupada. Pero entonces sus pestañas cayeron, sus párpados se cerraron. Era todo el permiso que necesitaba.

Él sostuvo su mano contra el costado de su rostro, sintiendo el borde delicado de su mandíbula debajo de la palma. Durante un largo rato permaneció inmóvil, absorbiendo el calor de su mejilla, en contraste con la frialdad de su cuello, deleitándose con la exuberante textura de su piel. Luego el pulgar cruzó la esquina de su boca, y tan pronto como él rozó el atrevido y abundante bulto de su labio superior, pudo sentir su sangre comenzar a acelerarse por el deseo. Incapaz de detenerse, él jugueteó con su boca. Frotó la yema del pulgar sobre ella hasta que sus labios se separaron, acarició su labio inferior, y presionó su pulgar contra la caliente punta de terciopelo rosa de su lengua. Y cuando ella movió la lengua contra el borde de su pulgar—no una, sino dos pequeñas lamidas, dubitativas—con los ojos todavía cerrados y las manos entrelazadas con fuerza en su regazo, Sebastian no pudo hacer nada más que sacar su pulgar y esperar a que sus ojos se abrieran, esperar a que ella lo aceptara y admitiera querer más.

Después de un momento, sus pestañas se levantaron finalmente. Sebastian le sostuvo la mirada mientras se inclinaba hacia adelante, con su mano ladeando suavemente su barbilla, y la besó.

 

 

 

Leah se tensó en cuanto los labios de Sebastian tocaron los suyos. Un beso… eso era más que una simple caricia, más que el juego experimental de la lengua con la mano. Sabía que él quería besarla cuando abrió los ojos y se encontró con los suyos brillantes y ardientes, las verdes profundidades traicionaban sus intenciones. Y le permitió inclinarse sobre ella, pensando—erróneamente—que es lo que ella quería.

Su boca se movió sobre los de ella, lentamente al principio; luego empezó a tratar de incitar sus labios a abrirse. Pellizcó las comisuras de su boca, tirando de su labio inferior con los dientes, usando la lengua como un medio de persuasión.

Y fue demasiado. Aunque lo intentara, no podía regresarle el beso. Se quedó allí sentada, con los ojos abiertos, esperando a que todo terminara. Al igual que había hecho una y otra vez, noche tras noche, con Ian.

Pero él siguió besándola, y sus dedos comenzaron a acariciar el costado de su cuello, y oh Dios, se sentía bien, pero ahora se ahogaba en su abrazo, incapaz de escapar.

Leah lo empujó y se tambaleó para ponerse de pie, derribando la lámpara por el pánico. La luz se apagó, dejándolos a solas con la noche y las sombras creadas por la luna y las estrellas sobre ellos.

Ella giró hacia él, con los brazos y piernas temblando. —No vuelva a tocarme.

Podía verlo inclinarse hacia adelante, con las manos sobre sus rodillas. —Leah…

Tragando saliva, se inclinó para recuperar la lámpara, sus dedos buscaron a tientas en el suelo el mango de hierro. Le tomó un momento, un buen número de momentos de silencio agonizantes mientras sus uñas raspaban el suelo y las rocas, pero pronto lo agarró y se enderezó, abrazando la lámpara contra sí.

Sus pies la instaron a dar media vuelta y huir, pero no pudo. Lo miró a través de la oscuridad, incapaz de ver su expresión. —¿Por qué me ha besado? —preguntó, su voz era poco más que un susurro. No me diga que me quiere; no me diga que me desea. Por favor, no me mienta.

Esperó un largo tiempo. Él no habló.

—¿Fue por venganza?

—No estoy seguro a qué se refiere. —Ahora su voz era fría y distante. De nuevo, no eran nada más que conocidos, su único punto en común el amorío de sus cónyuges.

—Usted está enfadado con Ian y Angela —dijo despacio—. ¿Quiso usted tomar venganza usándome? ¿Traicionándolos como ellos traicionaron…?

—Suficiente, señora George.

—Dígame —insistió ella, sintiéndose bastante tonta por quedarse cuando estaba claro que él quería que se fuera. Cuando ella deseaba tanto irse—. Usted preguntó por qué celebré la fiesta, por qué me sentía sola. Y se lo dije. ¿No merezco saber por qué me besó? —vaciló, luego repitió—. ¿Fue por venganza, milord?

Él se recostó contra el respaldo de la banca y cruzó el tobillo sobre la rodilla; las sombras se fusionaban, dando forma, separándose.

—Sí —dijo él finalmente, con voz baja y despreocupada—. Lo hice porque estaba furioso. La besé por venganza.

Leah asintió y se acercó hacia el telescopio, se lo colocó debajo del otro brazo. —No vuelva a tocarme.

—Ya dijo eso.

—Pero ¿usted entiende…?

—Sí, la oí perfectamente. No tema, señora George, no volveré a cometer este error.

—Gracias —Leah se movió al sendero del jardín—. Buenas noches, Lord Wriothesly —dijo, y volvió rápidamente de camino a su casa, con el telescopio balanceándose torpemente contra su pierna y enredándose con su falda a cada paso.