Capítulo 11

Traducido por Ivetee

 

No me lo pidas de nuevo. No puedo dejarlo. Soy su madre.

 

Al parecer era demasiado esperar que al entrar Leah al salón la mañana siguiente se encontrara con la noticia de que Sebastian se había ido, que hubiera partido de Linley Park al amanecer. En lugar de eso, él se encontraba ahí, hablando con el señor Meyer y los otros caballeros junto a las ventanas, su espalda hacia la puerta, sus piernas imposiblemente más largas y sus hombros más anchos de lo que recordaba. Ella había pasado toda la noche tratando de sacarlo de su mente, sin lograrlo. No sólo su presencia física era abrumadora, sino el recuerdo de su beso estaba aún vívido, el placer que él le dio aún estaba enredado con el miedo a intentarlo, de perderse a sí misma en él, como lo había hecho con Ian.

Invocando una sonrisa de sus reservas, Leah caminó hacia las damas sentadas en medio del salón.

—Buenos días.

—Buenos días —respondió la señorita Pettigrew—. ¿Se siente usted bien? No la vimos en el desayuno.

No, ella no se había presentado al desayuno en los últimos días, no desde que Sebastian llegó. Él la hacía sentir nudos en el estómago y mantenía su mente tan ocupada que le impedía dormir hasta los primeros rayos de sol. Si veía a su madre nuevamente y Adelaide le dijera algo sobre su peso, sería a Sebastian a quien culparía.

—Oh, estoy bien, pero gracias por su preocupación. Hay algunos detalles concernientes a la cena del viernes que necesitan mi atención. —Dirigiendo su sonrisa a Lady Elliot, la señora Thompson y la señora Meyer, les preguntó—: ¿Estamos listas para las actividades del día de hoy?

Lady Elliot se puso de pie, su vestido de un naranja rojizo, hacía resaltar el tenue rubor que se esparció sobre las mejillas. Que lejos de darle una apariencia juvenil, el color hacía resaltar la estructura esquelética de su cara, y la textura apergaminada de su piel.

—De hecho lo estamos, señora George. Permítame acompañarla para reunir a los caballeros. He tenido la intención de hablarle sobre el primer esposo de mi prima Anne. Él me recuerda tanto a su Ian.

Permitiendo que Lady Elliot entrelazara su brazo con ella, Leah fingió poner atención mientras se acercaban a los caballeros. Ella fingía, porque en realidad no podía apartar su mirada de Sebastian.

Él estaba ahora de perfil hacia ella, por lo menos una cabeza más alto que los demás hombres. Su postura más confiada comparada con la de ellos, su cintura más angosta, su nariz recta y su boca más delgada la parte superior y más amplia la inferior, que no podía ser definida de otra manera más que malhumorada.

Una boca para ser besada. Una boca que ella había besado.

Sebastian respondió una pregunta del Barón Cooper-Giles, girando su cabeza hacia ella. Leah recordó alguna vez haberlo comparado con una montaña, pero había estado equivocada; él parecía un jaguar, su oscuro cabello y ojos verdes fascinantes que no deberían haber provocado nada más que una mirada pasiva de ella.

—Querida.

La mirada de Leah volvió a Lady Elliot. Los ojos de la mujer mayor tenían una advertencia.

—Trate que su atracción no sea tan obvia.

El corazón de Leah se cayó a lo profundo de su estómago y latió ahí, ensordecedor y pesado.

—Discúlpeme, Lady Elliot. Creo que malentendí lo que usted…

—Estoy de acuerdo en que Lord Wriothesly tiene muy buen aspecto, pero es impropio de usted admirarlo como si fuera un faisán acomodado en su mejor porcelana china.

Leah tragó saliva.

—Lord Wriothesly era el mejor amigo de mi esposo. Le aseguro, milady, a pesar de que lo tengo en el mejor de los aprecios, no lo estimo en la manera en que usted sugiere.

Estaban a punto de llegar a los caballeros al final del salón, pero Lady Elliot jaló su brazo y siguieron caminando alrededor del perímetro, y llegaron de nuevo con las damas.

—Sé que no nos conocemos muy bien —dijo Lady Elliot después de un momento, con la voz baja—. Y usted parece tener el coraje necesario para arriesgarse a la censura de la alta sociedad al ofrecer esta fiesta. Pero si me lo permite, señora George, le aconsejo no generar un mayor escándalo y evite reunirse nuevamente con Lord Wriothesly de noche en el jardín.

Leah palideció como muerta; podía sentirlo, la sangre abandonando su cara, las náuseas que alcanzaban el punto de vomitar. Era una reacción de pena, de vergüenza, inmediata e instintiva.

—Usted vio.

Las palabras raspaban su garganta mientras hablaba, bajo y ronco.

Lady Elliot estrechó su brazo alrededor del de Leah, como si temiera que Leah se desmayara.

—Sí, y también la vi huir, tal como debe ser. Y de no ser por los ronquidos de Howard, probablemente no habría presenciado nada. Disfruto del cotilleo, señora George, y nada me gustaría más que ser la vocera de su pequeño tête-à-tête con todas mis amigas. Pero usted me agrada. Así que tome esto como advertencia, querida, a pesar de que admiro su valentía, no puedo asegurar que seré capaz de contenerme la próxima vez.

Su tono era amigable, para nada malicioso, pero Leah la entendió perfectamente. Lady Elliot hacía lo que le placía, del tipo que utilizaba su influencia para convertir debutantes en solteronas, si la ofendían; quien transformaba chicas anodinas en bellezas simplemente por diversión.

Ella le recordaba a su madre, sólo que Lady Elliot era más directa en sus amenazas y más gentil con sus palabras. Leah no tenía deseos de influir sobre nadie, pero al igual que Lady Elliot, ella haría lo que quisiera.

Ya no tenía ningún motivo para que le preocupara el hecho de apenarse o avergonzarse por sus acciones.

—Agradezco su preocupación, milady. Por favor permítame asegurarle nuevamente que no tengo interés en el Conde. Pero si lo tuviera, y si de hecho quisiera reunirme con él en rincones oscuros, no tendría arrepentimientos. Soy una viuda, una reputación no me es muy útil ahora.

Lady Elliot rio, el sonido tanto divertido como incrédulo.

—Una mujer debe siempre conservar su reputación, es lo único que tenemos.

—Perdóneme, milady, pero no estoy de acuerdo. Yo renunciaría a mi reputación si alguna vez fuera un obstáculo a mi independencia o felicidad.

Lady Elliot alzó las cejas mientras se acercaban nuevamente a los caballeros.

—Entonces renuncie a ella, querida. Pero por favor, dígame antes de hacerlo, para poder ser la primera en informar a las demás.

 

 

 

El problema con decirte a ti mismo que no quieres algo, descubrió Sebastian, es que llegas a desearlo mucho más. Después de pasar la noche tratando de convencerse de permanecer alejado de Leah, se dio cuenta cuando la vio al siguiente día, de que cada frase y afirmación en la que se decía que ella no le interesaba, no eran nada más que mentiras.

Quizá si Leah hiciera el esfuerzo de evitarlo, podría haber elevado su simpatía lo suficiente para dejarla en paz…quizá, pero ella nunca le dio la oportunidad de hacer eso.

Ella no lo evitaba, al contrario, lo trataba con la misma cortesía con que trataba a todos los demás invitados. Ella hablaba con él, reía con él, hasta lo desafiaba a él y su caballo a competencias de saltos, mientras el grupo montaba a través de los terrenos de Linley Park esa tarde. Para resumir, ella fingía que la noche anterior, el beso que compartieron, y su retirada, nunca sucedieron.

Y quizá por esa razón, porque ella parecía intentar olvidarlo todo, Sebastian no podía.

Esa noche, al alboroto de la cena, Sebastian ofreció su brazo a Leah. Al ser el noble de mayor rango entre los invitados, él tenía el placer de escoltarla en las comidas.

Si no la hubiera estado estudiando tan de cerca, no lo habría notado, pero estaba ahí, apareció por un instante en su cara, antes de restablecer su expresión de eterna alegría y educación: alarma.

No miedo, exactamente. Y no preocupación, sino algo intermedio.

—Buenas noches —dijo él. Ese día era la primera vez que le hablaba, en relativa soledad, los demás detrás de ellos ahogaban sus palabras para nadie más que ella.

Ella lo miró y le dedicó una sonrisa que parecía estar impresa en sus labios más que otra cosa, rápida en aparecer y desaparecer.

—Buenas noches, milord. —Sus mejillas se ruborizaron, era la primera vez que la veía así. El color en su pálida piel la hacía parecer más joven, más inocente, demasiado joven para estar utilizando el atuendo de una viuda.

Antes de que él pudiera decir algo, ella comenzó a caminar, su paso lo condujo hacia la escalera y descendieron al comedor. Sebastian mantuvo sus pasos lentos, alargando su tiempo juntos… disfrutando el darse cuenta de que a pesar que ella fingiera otra cosa, de hecho le resultaba difícil hacer como si no la hubiera afectado el beso de la noche anterior.

—Estoy en espera de los tableaux vivants esta noche —dijo él, e hizo una pausa—. En realidad, quizá debería solicitar que la escena de Julio Cesar sólo incluya cuchillos de papel. He visto al señor Dunlop con un rifle antes, y si su puntería con un cuchillo es igual de mala, tengo motivos para temer por mi vida.

A pesar de que le dio la oportunidad de responder algo, de asentir con la cabeza, o quizá agregar un insignificante mmm, Leah no respondió.

La presión de su mano enguantada sobre el brazo de él era ligera, parecía un susurro. Ella le había pedido que no la volviera a tocar. Como debía de molestarle eso, tener que tocarlo frente a los demás debido a lo que mandaban las costumbres sociales.

Sebastian inclinó el mentón, y giró su cabeza ligeramente, su altura le concedía ventaja para poder acercarse a su oído y hablarle. —Comienzo a pensar que me está ignorando, Leah —murmuró.

Ella retrocedió; tensando los hombros, su brazo tembló ligeramente sobre el de él.

Oh, si tan sólo ella supiera lo mucho que su pequeña respuesta lo animaba. Era muy interesante que ella no respondiera al hombre que él aparentaba ser en público, el caballeroso Conde que agradaba a todos, quien se había ganado la más preciada belleza de Londres, con su galantería y naturaleza considerada.

No, Leah George prefería su lado más oscuro. El hombre que incitaba y provocaba, la voz baja que indicaba pasión y placer y romper las reglas.

—¿Le molesta que la llame por su nombre cristiano? —Él le preguntó, mirándola de perfil, en busca de alguna señal de cualquier reacción. Otra, aparte de la respiración rápida, aunque nada pareció cambiar.

—Como usted lo desee, milord.

—Ah, ella habla.

—Tengo uso de todas mis facultades, eso incluye el uso de mi lengua.

—Sí, recuerdo muy bien el uso de su lengua la noche anterior. Pero qué malvado de su parte recordármelo, señora George.

Él escuchó su respiración acelerada, y ella se permitió mirarlo, frunciendo los labios.

Su boca, de la cual sólo tuvo una probada antes que ella se negara.

— Si no hubiera huido tan rápido anoche, habría disfrutado aprendiendo más sobre su lengua y sus usos.

Esta vez ella le dio su completa atención, los listones de su sombrero de viuda golpearon sus mejillas y sus hombros se encuadraron indignados.

—Soy una viuda, milord. ¿Debo recordarle que mi esposo falleció hace cuatro meses?

Detrás de ellos, los demás guardaron silencio al escuchar la risa de Sebastian. Pero él no pudo evitarlo. Ella lucía tan santurrona, sus mejillas ardiendo, sus ojos soltando chispas, casi como si ella misma creyera sus palabras. Pronto los demás comenzaron a hablar otra vez y Sebastian, incapaz de quitar la sonrisa burlona de su boca, alzó una ceja, mientras la guiaba por los últimos escalones.

—Me disculpo, madame. Es obvio que su ropa y aspecto representan un respetuoso recordatorio de su estado. Sólo puedo solicitar su perdón, y defenderme haciendo notar la viuda tan bonita que es usted.

—Deje de burlarse de mí. —Las palabras fueron bajas, y se sonrojó aún más—. Deje de actuar como si esto no fuera nada más que simple diversión para usted.

—Si el propósito de esto no es la diversión, esta farsa creada en tributo a la memoria de Ian, su coqueteo con el escándalo, entonces dígame, ¿Cuál es?

Ella volvió a mirarlo, esos grandes ojos ambarinos. Inteligentes, hipnotizantes, fascinantes. —Es una elección.

—¿Una elección?

—Una prueba para mí.

Llegaron al comedor, y Sebastian nuevamente disminuyó sus pasos, tratando de prolongar su conversación en voz baja. Porque al llegar a la mesa, no tendrían privacidad alguna en la presencia de Lord y Lady Elliot y el Barón Cooper-Giles.

—¿Y a qué clase de prueba se refiere? —le preguntó, sus labios acercándose a su oído.

Aunque no la tocó, estaba tentado a rozar sus labios en su suave oreja. Para generar otra reacción, ya fuera que huyera de él como la noche anterior… o difícilmente, se inclinara hacia él. Pero al mismo tiempo para probarse a él mismo, esta atracción hacia ella, ese magnetismo entre ellos, que generaba una tentación física y algo más. Un encuentro de sus mentes, esa afinidad que los dos estaban reacios a admitir.

Sin embargo ella continuó avanzando, y él se vio forzado a escoltarla a su silla.

—Espero disfrute del menú de esta noche, milord —dijo alegremente, alzando la voz para que los demás la escucharan.

Ésta era la Leah que ella quería que él conociera, la Leah que fingía ser ante los demás, pero él había visto algo más, y no estaba dispuesto a conformarse con la imagen que ofrecía. Aún lo sorprendía que, al igual que los demás, ella lo hubiera engañado, haciéndolo creer que no era nada más que una mujer anodina, que sólo había florecido bajo la influencia de Ian.

Ocuparon sus lugares en la mesa, Leah al lado de la cabecera de la mesa, otro tributo a Ian, y Sebastian frente a ella. Él la observó conversar con Lord y Lady Elliot.

Durante la convivencia había empezado a mostrar a los demás un poco de ella, pero no mucho, ellos se habían podido percatar de su ternura e ingenio, pero sólo él había catado su fuerza y vulnerabilidad. Era un sentimiento interesante, el saber que guardabas los secretos de alguien y que ese alguien guardaba los tuyos, no solo que ambos sabían del amorío que Ian tuvo con Angela, sino el entendimiento total que se tenían entre ellos y estaba oculto para el resto del mundo. Era como si él supiera de Leah mucho más de lo que jamás imaginó saber de su propia esposa. Y a pesar de que le gustara o no, ella conocía más de él de lo que nunca creyó dejaría que nadie supiera.

Sus estados de ánimo: su enojo, su tristeza, sus ofensas y maldiciones cuando lo atenazaba la desesperación. Y ahora ella sabía, a pesar de él, que la deseaba.

Un lacayo se acercó para verter más vino en la copa de Leah, y ella se recargó en el asiento con las manos en el regazo. Cometió el error de mirar al frente y encontrarse con la mirada fija de Sebastian. Levantando su copa, brindó con ella en silencio antes de acercar la copa a sus labios. Él siguió mirándola sobre la copa, mientras el mayordomo se retiraba, y estuvo muy contento de haberla estudiado tan cuidadosamente, porque fue en ese momento cuando todo cambió.

Él lo vio en sus ojos, ya no escondido, ni enterrado, ya no rechazado por miedo. Estaba ahí, claramente, aun cuando ella debería esconderlo de él, una verdad admitida por el anhelo desnudo en sus ojos.

Leah George también lo deseaba.

 

 

 

Después de la cena, Leah se levantó de su silla y habló a sus invitados: —Si me disculpan, me reuniré con ustedes en un momento en el salón.

—¿Pasa algo? —le preguntó Lady Elliot, su mirada pasando de Leah a Sebastian.

—No, sólo un pequeño inconveniente doméstico —le aseguró Leah, sonriendo mientras todos salían, incluyendo Sebastian.

Un momento, sólo necesitaba un momento para recomponerse antes de regresar al salón y aguantar ser desnudada por la mirada de Sebastian.

Cualquier diversión que estuviera teniendo por la fiesta se había desvanecido, ahora sólo quería que él se fuera. Ya no podía soportar estar cerca de él. Las cosas que se comunicaban aun sin hablar, la manera en que su cuerpo parecía inclinarse hacia él cuando estaba cerca, la manera en que su pulso se aceleraba, a pesar de sus intentos de permanecer calmada e impasible.

Leah le pidió a Herrod que llamara a la señora Kemble, al sonido de pasos acercándose por el pasillo, Leah dejó el comedor para encontrarla.

Sebastian estaba ahí, recargado en la pared, con los brazos cruzados, esperándola.

Con el corazón latiendo fuertemente en sus oídos, Leah se dirigió a la señora Kemble.

—Recordé algo que quería que cambiáramos en el menú de la cena —dijo—. En lugar de codorniz, pida al chef que cocine pato en salsa de pasas.

—Sí, madame.

La señora Kemble escribió la nota en ese pequeño libro que siempre cargaba con ella a todas partes, tan parte de ella como el juego de llaves que cargaba en la cintura.

Leah se movió un poco, hasta que estuvo completamente de espaldas a Sebastian, y no podía verlo por el rabillo del ojo. Aun así, no importaba, ya que su cuerpo estaba aturdido con su presencia, consciente de su mirada sobre ella. Otra ola de calor invadió su cuerpo.

—Oh, y otra cosa. De postre, agregue tarta de zarzamora.

—¿Algo más, madame?

Leah se movía de un pie a otro, quizá si cambiaba todo el menú, tendría suficiente tiempo, para que él desistiera de esperarla y se fuera.

—No, eso sería todo.

—Muy bien, le informaré al chef los cambios inmediatamente, gracias madame.

Con una reverencia, la señora Kemble se dio media vuelta y se fue, con su cuaderno bajo el brazo.

Respirando profundo, Leah se giró y encaró a Sebastian, a pesar de que estaba tentada a pasar frente a él sin decirle una sola palabra, dejó que la educación a la que estaba acostumbrada tomara el control, y le dirigió una de sus sonrisas más encantadoras.

—¿Los invitados se han impacientado? ¿Lo han enviado a buscarme?

Él ignoró las preguntas y caminó hacia ella, a un paso de distancia. —Quería hablar con usted en privado.

Leah levantó las cejas y comenzó a caminar, dejando un espacio entre ellos más cómodo. —Quizá en otro momento, los demás están esperando, y estoy segura que la noche será larga. Debe cambiarse a su disfraz de Julio Cesar ¿o no?

Oh Dios, ahora la imagen de Sebastian vestido en nada más que una toga, atormentaba su mente.

—Usted está tratando de evitarme. —Sus pasos se igualaron a los de ella, haciendo imposible su intento de mantener la distancia entre ellos.

—Estoy decepcionado, Leah. Lo hizo muy bien más temprano. —Su voz se hizo más profunda, tentándola.

Ella siguió mirando al frente, ¿Qué no había dejado claro la noche anterior que ella no lo deseaba? —Al contrario, milord. Estaré encantada de hablar con usted en el salón, pero me rehúso a ser descortés con los de…

Él la tomó del brazo y la giró hacia él, al pie de las escaleras.

—Permítame disculparme por el error de anoche, no tiene ningún motivo para temerme, Leah.

Ella volteó hacia arriba, hacia las voces que podía escuchar que provenían del salón, y después hacia él.

—No le tengo miedo —respondió, viéndolo a los ojos, retándolo a repetirlo.

—¿Entonces por qué huyó?

—Por favor quite su mano de mi brazo.

Él miró hacia abajo, donde sus dedos estaban alrededor de su muñeca. En lugar de soltarla, convirtió su apretón en una caricia, apartando la manga de su vestido de viuda para tocar su piel.

Leah se soltó, tratado de ignorar el fuego que se esparcía de su muñeca a su pecho, y entre sus muslos. —Maldito sea, Sebastian —respiró, giró y comenzó a subir las escaleras, su espalda recta y sus pasos elegantes y firmes. Una partida digna, pero ambos sabían que estaba huyendo nuevamente.

A la mitad de la escalera, la voz de Sebastian sonó, más bajita, pero aún lo suficientemente fuerte para hacer temblar su cuerpo.

—Le mentí ayer, señora George.

Apretando su falda con más fuerza, Leah continuó subiendo.

—No la besé porque quisiera venganza por Ian o Angela.

Leah se tropezó, casi perdiendo el equilibrio cuando su zapatilla se atoró con el borde de su vestido. Se sujetó al pasamanos, y mantuvo los ojos en el piso de arriba, en el paisaje que la bisabuela de Ian había pintado de Linley Park, en las sillas con el grabado de rosas que estaban debajo de la pintura.

Su voz la seguía, insistente. Desafiante.

—La besé porque lo deseaba, porque la deseaba a usted.

Sus piernas temblaron, y corrió hasta arriba, su respiración agitada mientras se dirigía al salón.

—Leah.

Ella volteó abajo al escuchar su nombre, lo suficiente para ver sus ojos, para ver el deseo claramente escrito en su cara. Luego, con un jadeo bajo, huyó de Sebastian y del reflejo de su propio deseo.