Capítulo 15
Traducido por Majurca20
Ella disimula bien. Cuan feliz parecía esta noche a tu lado. Y, sí, si debes saberlo, cuan celosa estaba yo de verlos juntos.
Como solía hacer cada domingo después de regresar a Hampshire, Sebastian se sentó en el banco de la primera fila de la iglesia a escuchar el sermón del vicario. Hoy era acerca del adulterio. Nada que quisiera oír particularmente, pero ya habían estado repasando los Diez Mandamientos las semanas anteriores. El vicario Peters había estado bastante emocionado con lo de tomar el nombre de Dios en vano, pero hoy el tema del adulterio parecía emocionarlo al punto del enrojecimiento.
Su voz se hizo más fuerte con cada palabra, por lo que Sebastian terminó encogiéndose hacia atrás en su asiento. Era incluso difícil perderse en sus pensamientos con la voz del hombre retumbando en cada rincón de la iglesia.
Sebastian se enderezó en la banca. Si Henry estuviera aquí, no dudaría en cubrirse los oídos en el acto. Pero después de traer al niño a la iglesia unas semanas atrás, Sebastian había aprendido su lección. Henry no le temía ni al vicario Peters, ni a Sebastian, ni a Dios, pues cada intento de mantenerlo quieto y callado había fracasado. No, él estaba en casa. Bendita y pacífica casa, con la nodriza asistiéndolo.
—Y esa es la razón por la que el Señor nos ordena ser fieles. Pues así como somos fieles a nuestros conyugues, él espera que seamos fieles a él. ¿Acaso no fue él fiel en la cruz? ¿No fue…?
Sebastian se estremeció, agachó la cabeza para evitar un nuevo asalto a sus oídos. Afortunadamente, el sermón terminó pronto, y los rituales finales señalaban que era hora de retirarse.
Al levantarse, tomó un respiro y se preparó para recibir a sus compañeros feligreses. Una vez que los rumores comenzaron con respecto a un amorío con Leah, hizo todo lo posible en ser amable y educado, sin tener en cuenta las miradas curiosas y susurros maliciosos.
—Señor Powell —saludó—. Señora Powell. Un placer encontrarlos tan bien esta mañana de Domingo...
El señor Powell hizo un saludo inconsecuente similar en respuesta, y Sebastian estaba por darse la vuelta hacia la familia Byars cuando vio a la señora Powell sacudir la cabeza, con lágrimas en los ojos.
—¿Señora Powell?
—Oh, Lord Wriothesly —dijo, acercándose pero sin tocarlo, su mano flotando por encima de su brazo—. Lo estaba observando en su banca. Cuánto debe haberlo herido el sermón de hoy. Si hubiera algo que el Señor Powell o yo podamos hacer… —Sebastian inclinó la cabeza, mirándola con desconcierto.
—Discúlpeme, Señora Powell, no creo… —Ella echó un vistazo a su marido, quien hizo una breve inclinación de cabeza, y ella se acercó más, poniéndose de puntillas y susurró fuerte.
—Todos hemos oído la noticia de Lady Wriothesly y el señor George. Que ellos… estaban juntos.
Sebastian se puso rígido.
—Sin duda no pueden ser noticias recientes que mi esposa y mi amigo estaban juntos en el accidente de carruaje que los mató a ambos. —Él la miró fijamente, su mandíbula firme—. Eso es lo que está insinuando, ¿no es así?
Los ojos de la mujer se agrandaron. —Yo…
—Martha —dijo el señor Powell tomando más atención a la advertencia de Sebastian de lo que su esposa parecía dispuesta a hacer, porque ella siguió hablando.
—Pero… si esto no es cierto, milord… lo que, por supuesto ahora me doy cuenta, no puede ser cierto. Es vergonzoso cuán rápido este tipo de rumores se puede esparcir. ¿No estaba el señor Peters hablando del demonio de los chismes hace poco? —Ella sonrió, una curva vacilante en sus labios, y volvió a enderezarse. Sacudió la cabeza con pesar—. Pero es mejor que lo sepa, milord, así estará preparado si alguien lo menciona.
—Gracias, señora Powell. Que afortunado en oírlo primero de usted.
La señora Powell asintió lentamente. Parecía querer agregar algo, pero su marido la cogió del codo y empezó a guiarla lejos.
—Que tenga un buen día, Lord Wriothesly —dijo.
—Y usted también. Buen día.
Maldita sea. ¿Cómo diablos se había iniciado el rumor? ¿Cómo podría no haberse enterado antes?
Ahora estaba claro por qué el vicario Peters lo había mirado continuamente durante su sermón, no a causa de los rumores de un amorío con Leah, sino porque él, también, debió haber oído los rumores acerca de Angela e Ian.
—Lord Wriothesly. ¿Cómo está el pequeño Henry? —preguntó la señora Harrell, tirando de sus dos niñas rubias detrás de ella.
—Muy bien, gracias. —Sebastian miró a las pequeñas, sus nombres escapaban de su mente. Todo se escapaba, excepto el recuerdo de Henry y la amenaza hacia él si el rumor acerca de Angela e Ian crecía y mutaba en algo aún más oscuro. Gracias a Dios que no había traído a Henry, o los feligreses podrían haber visto al chico rubio sentado al lado de Sebastian y comenzado a preguntarse por las diferencias en su apariencia.
La señora Harrell estaba diciendo algo, pero Sebastian no llegó a escuchar.
—Mis disculpas, señora Harrell, pero debo retirarme. Henry no se está sintiendo bien, y aunque su nodriza lo está cuidando, prometí verlo apenas el servicio terminara.
—Oh, creí escucharlo decir que él estaba bien.
Sebastian había empezado a alejarse, pero se detuvo a mirar tras sus pasos.
—Él está, quise decir, mejor que antes.
—Bueno, entonces. —La señora Harrell sonrió educadamente, aunque arrugó la frente en confusión—. Por favor, envíele nuestros mejores deseos. Estaremos orando por él.
—Gracias. Sí, por supuesto que lo haré.
Maldita sea. Sebastian se abrió paso entre la multitud de feligreses mientras se dirigía hacia las puertas, devolviendo varios saludos con un asentimiento y una sonrisa. Maldita sea. ¿Hasta dónde se había extendido el rumor ahora? Seguramente James le habría alertado si hubiera oído algo en Londres.
Al atravesar las puertas, Sebastian miró la cola de gente esperando para despedirse del vicario. Maldiciendo por lo bajo, dio un paso al lado y los rebasó.
—Lord Wriothesly —escuchó que el vicario lo llamaba.
Sebastian se detuvo y se dio la vuelta, apretando los dientes.
—Mis disculpas, vicario, pero tengo que volver a casa. Henry está enfermo hoy.
Miró el cielo de un gris normal. En cualquier momento, Dios le enviaría un rayo por mentir a un clérigo. Tal vez dos rayos, ya que también había mentido a la señora Harrell dentro de la iglesia.
Sebastian se dirigió un poco a la izquierda, fuera de la sombra del alero, despejando el camino desde los cielos a donde él se encontraba. Por otra parte, podría ser una bendición que Dios lo matara frente a la iglesia, frente a decenas de testigos. Esa noticia, al menos, podría desviar la atención lejos de Ian y Angela.
El vicario Peters arrugó la frente. —Entiendo —dijo. Pero su expresión rebeló más que preocupación; también había lástima en lo profundo de su mirada. Él también creía el rumor acerca de Ian y Angela.
Sebastian asintió y se alejó, maldiciendo entre dientes. Sólo había una persona culpable de esto.
Leah George.
Sebastian se quedó mirando el boceto que había comenzado en el jardín perenne en Linley Park. Los detalles que lo rodeaban ya habían sido rellenados y pintados, pero el rostro aún faltaba completarse. Durante los últimos dos meses había dibujado el arco delgado de sus cejas, la firmeza de la barbilla, la pendiente recta de la nariz. Pero sus ojos y labios permanecían invisibles, su mente incapaz, o tal vez sin deseo de ponerlas en el lienzo.
Al trabajar en su retrato era el único momento en que se permitía pensar en ella. Momentos a altas horas de la noche, cuando Henry estaba en la cama e incluso todos los sirvientes se habían ido a dormir eran los únicos en los que permitía a sus dudas salir a la superficie, permitía que sus persistentes pensamientos de Angela desaparecieran mientras se imaginaba hablando con Leah, sonriéndole a Leah... besando a Leah.
A pesar de que no sabía cómo los rumores habían saltado de su supuesto amorío al amorío entre Ian y Angela, sabía que Leah estaba atada a esa especulación. Nadie más sabía que él no había dispuesto que Ian escoltara a Angela a Hampshire; sólo James sabía la verdad, porque Sebastian le había contado.
Y aunque él había estado bastante seguro que los rumores acerca de Leah y él morirían —y lo habían hecho, en su mayor parte— no tenía idea de cuánto tiempo tomaría, o qué daños conllevaría, antes de que el rumor sobre Ian y Angela siguiera su curso.
Sebastian se acercó al retrato inacabado, sus dedos cerca de la tenue línea de la mejilla de Leah. Poco a poco, alejó el brazo y dejó que colgara de nuevo a su lado.
Había varias cosas que podía hacer. Podía ignorar los rumores, como había hecho con aquellos acerca de Leah. También podía negar el amorío entre Ian y Angela. Pero ninguna de las dos detendría los rumores inmediatamente. Y cada día que pasara, había una posibilidad de que la próxima versión de los rumores se volviera una especulación acerca de la paternidad de Henry.
Antes incluso de tomar en cuenta la tercera idea en su totalidad, Sebastian se preguntó si en realidad era algo válido que ayudaría a detener los rumores, o si se le ocurrió sólo porque lo quería como excusa.
Pero no… ¿por qué iba a querer ir a verla, después de haberse esforzado tanto para olvidarla? Cuando ella había dejado claro más de una vez que sus atenciones no eran bienvenidas. Cuando, a pesar de que también había tratado de olvidar a Angela, todavía estaba herido por su traición.
Sin embargo, de las tres ideas, fue esta última la que le atrajo más.
Sebastian se sentó y estudió el retrato, su mente le trajo con facilidad los extraordinarios ojos castaños de Leah George y la boca decadente.
Mañana, dejaría Hampshire y la encontraría.
Leah sonrió a la costurera que le mostró la organza. Ni siquiera sabía su nombre, lo que lamentaba ahora. Seguramente habría sido mejor que la llamara por algo distinto a “Señorita” en su búsqueda de empleo.
—Buenas tardes —dijo alegremente, consciente de que la asistente probablemente creía que ella estaba allí por otro vestido, ya que llevaba un vestido de tarde de popelina verde; nada tan servicial como el atuendo de un trabajador.
Tal vez debería haber dado la vuelta y llamado a la puerta trasera. Tragando, Leah puso sus manos sobre el mostrador, y luego las bajó hasta la cintura.
—No estoy segura de si me recuerda —comenzó.
—Por supuesto, señora George. Recordamos a todos nuestros clientes. —La costurera sonrió cortésmente—. ¿En qué puedo ayudarle?
—En realidad, he venido a buscar trabajo. —Listo, lo dijo.
La sonrisa en el rostro de la asistente permaneció en su lugar, aunque sus cejas se juntaron. —Le ruego me disculpe…
—Coso bastante bien. De hecho, un buen número de mis bordados han sido admirados por la propia reina.
—¿Está buscando un trabajo, señora George?
Leah suspiró, sonriendo de nuevo. Una sonrisa amable, no la sonrisa educada que ocultaba todos sus dientes.
—Sí. Me gustaría unirme a su pequeña tienda como costurera.
Tan pronto como las palabras se escaparon de su boca, la asistente entrecerró los ojos perdiendo parte de su amabilidad. ¡Oh, no! ¿Había parecido condescendencia? ¿Pequeña tienda?
—He admirado mucho su trabajo en el pasado, y creo que, con un poco de instrucción, puedo aprender a hacer hermosos vestidos.
La costurera se la quedó mirando.
—Y otras cosas, por supuesto. No tiene por qué limitarse a los vestidos. Yo podría hacer camisones y capas. Los que no serían tan difíciles, ¿verdad?
—¿Quiere ser una costurera?
—Sí. —Leah miró alrededor de la tienda, los montones de libros, los montones desordenados de tela. Todo había parecido tan limpio antes, cuando había venido a comprar un vestido, pero ahora que realmente miraba, podía ver cómo otra mano podría ayudar a organizar mejor el frente. Y si el frente estaba un poco desordenado, no podía imaginar lo que la parte posterior de la tienda debía de ser, en donde hacían todo el trabajo—. O podría limpiar —sugirió—. Mantener las cosas ordenadas. Trabajos menores antes de mejorar y convertirme en una costurera.
La asistente se cruzó de brazos.
—Lo siento, señora George, pero no necesito otra costurera.
Leah pasó el peso a su otro pie.
—Tal vez si pudiera hablar con la modista...
—Ella está ocupada con un cliente.
—Oh, ya veo. Mmm. —Leah dio unos golpecitos con los dedos sobre su falda.
—Buen día, señora George. —Y así, la estaba despidiendo.
Leah intentó tragar saliva, pero un trozo de orgullo se atracó en su garganta. Con un intento de sonrisa, se volvió hacia la puerta.
—Gracias, señorita… —Se detuvo y miró a la ayudante— Discúlpeme. ¿Cuál es su nombre?
—Elaine. Mi nombre es Elaine.
Leah asintió y volvió a sonreír. —Gracias, Elaine. Buenos días a usted también.
El hedor del estiércol la dejó sin aliento mientras abría la puerta. Extraño, pero sus sentidos nunca habían estado tan abrumados por Londres antes, cuando tenía más dinero y un futuro seguro. Ahora había un mendigo cada pocos metros, sus apariciones sólo distinguibles por las extremidades que les faltaban.
Los sonidos eran más fuertes, también: los empujones de los arneses de caballos, los pregones de los vendedores. Mientras Leah se alejaba de la tienda, se tropezó con un hombre borracho que se interpuso en su camino, las estrechas rendijas de sus ojos se centraron en su corpiño. Su aliento apestaba a licor, su ropa a orina. Sin embargo, él no dijo nada, cruzó la calle sin prestar atención a dónde iba.
Cuando un carruaje que se aproximaba casi lo aplastó, Leah se estremeció, con los brazos estirados como si pudiera llegar a él y salvarlo.
¿Cómo había estado tan ciega antes? Nada había cambiado en ella, excepto su posición en la vida. Todavía llevaba la ropa de una dama; todavía se movía y hablaba con dignidad. Nada en ella era diferente...
Sólo que ahora no tenía a nadie que la esperara, nadie que viera por su seguridad. Su mundo que anteriormente había sido uno de riqueza y privilegio, ahora estaba sumido junto con los otros menos afortunados de la ciudad.
Al acecho del lodo que arruinaría sus faldas, Leah mantuvo la cabeza baja mientras caminaba hacia su próximo destino: la sombrerería donde una vez había comprado sus sombreros. Sin embargo, había andado sólo unos pocos pasos, cuando chocó con alguien. Una mujer que, en comparación con las otras personas apiñadas en la zona, olía más dulce que un valle de margaritas.
—¡Señora George!
Leah levantó la cabeza. —Señorita Pettigrew. —Por fin, una cara amable—. ¿Cómo está?
—Estoy bien, gracias. —La otra mujer la tomó del brazo y se hicieron a un lado para permitir que un hombre de negocios pasara—. Me siento de maravilla, de hecho. La señora Thompson renunció al puesto de acompañante hace dos días.
—Oh. ¿En serio? —El corazón de Leah saltó de esperanza.
—Sí. Al parecer, ella y Padre tuvieron una discusión después de regresar de Linley Park. Después que padre oyó hablar de... —La señorita Pettigrew arrugó la nariz.
—¿De mí? —Leah terminó la frase, su tono seco.
—Bueno, sí. Usted. Después de que Padre se enteró de lo que usted hizo la noche de la cena, me dijo que no podía entender cómo en primer lugar una verdadera dama podría haber aconsejado a la joven a su cargo asistir a una fiesta organizada por una viuda reciente. Discutieron. Padre amenazó. Pensé que la señora Thompson tenía la intención de quedarse. Lo intentó, Dios lo sabe, aunque recé cada noche para que se fuera.
Leah sonrió mientras la señorita Pettigrew parloteaba. La tímida, linda jovencita que había sido tan insegura de sí misma en Wiltshire, se había transformado de repente en una caja parlante encantadora y vengativa.
—Por supuesto, Padre me acusó de comportarme deliberadamente mal cuando serví el té sobre el regazo de la señora Thompson en lugar de en su taza de té. ¡Pero ella no se quemó! Yo no habría llegado tan lejos.
—Señorita Pettigrew —Leah la reprendió—. Siempre sospeché que tenía un lado travieso. —La señorita Pettigrew se encogió de hombros, su boca se curvó con picardía.
—Sí, bueno, ahora Padre me ha hecho volver a Londres para que pueda encontrarme otra acompañante. Y estoy tan feliz, señora George. He visto a Will ya dos veces la semana pasada.
—¿Will?
—El empleado del banco. ¿Recuerda? —Ah, sí. El objeto del afecto de la señorita Pettigrew.
—¿Su padre ya contrató a otra acompañante para usted? —preguntó, levantando una oración silenciosa.
—No, todavía no. —La señorita Pettigrew entrelazó su brazo con el de Leah y tiró de ella—. Hay entrevistas hoy y mañana, pero espero que durante un tiempo no encuentre una que le guste. Prefiero quedarme en Londres con la oportunidad de ver a Will, que ser enviada al campo para comenzar la gira de fiestas de nuevo. —Leah respiró hondo y cruzó los dedos a su lado.
—Sé que su padre estaba molesto por la fiesta…
—Oh, sí. Estaba furioso. Dijo que yo nunca atraparía a un Lord decente si se me asociaba con tal escándalo.
—Pero fue sólo un vestido —Leah protestó, aunque lo sabía mejor. Era mucho más que un vestido, había sido una condena a la sociedad educada.
—Era un vestido escandaloso. Pero era muy hermoso —dijo la señorita Pettigrew.
Leah le dirigió una débil sonrisa.
—Gracias. —Hizo una pausa, y luego añadió—. No creo que él alguna vez me consideraría para el puesto de acompañante.
La señorita Pettigrew se detuvo y se volvió, estrechando la mano libre de Leah.
—¡Oh, señora George, sería maravilloso! —Pero entonces frunció el ceño, soltándola—. Pero no, me temo que nunca la contrataría. De hecho, lo más probable es que lance una diatriba sólo con verla, y usted tendría que estar allí durante media hora mientras despotrica sobre jóvenes damas impresionables; a pesar de que somos prácticamente de la misma edad.
—Ya veo. —Leah volteó abajo cuando su pie se hundió en algo suave y cálido. Suspiró. Por supuesto.
Una pila de estiércol.
—Pero conozco a alguien que pudiera estar interesada en contar con usted como acompañante —sugirió la señorita Pettigrew un momento después.
Con qué facilidad crecieron sus esperanzas. Incluso con estiércol en su zapato.
—¿Ah, sí?
—Sí. Es viuda también, por lo que es menos probable que sea tan estricta. Su nombre es señora Campbell. La conozco desde que era una niña. Ella es una de las mejores amigas de mi madre. Su esposo tenía algunas fábricas textiles en Birmingham.
—¿Y usted cree que necesita una acompañante?
—Oh, no para hacer de chaperona, por supuesto. Sólo para evitar que esté demasiado sola.
—¿Le importaría presentarnos, entonces? —La Señorita Pettigrew le apretó el brazo.
—Señora George, será un placer.
El mayordomo de los Hartwell escoltó a Sebastian por las escaleras hacia el salón. Por los rumores abundantes sobre Leah, Sebastian sabía que el Vizconde Rennell la había obligado a abandonar Linley Park y se había desasociado de ella completamente, obligándola a vivir con su familia.
La señora Hartwell y la hermana de Leah ya estaban sentadas en el salón cuando entró.
—El Conde de Wriothesly —anunció el mayordomo, y ambas damas Hartwell se pusieron de pie con una reverencia.
La mirada de Sebastian recorrió la habitación, pero no encontró a Leah. Avanzó y se inclinó sobre la mano de la madre, luego la hermana. —Señora Hartwell. Señorita Beatrice.
—¡Qué placer es tenerlo de visita, Lord Wriothesly! —dijo la señora Hartwell, sonriendo. Era la misma sonrisa amable que había visto usar a Leah cuando estaba nerviosa o mintiendo. Nada en absoluto como la sonrisa amplia y desinhibida a la que se había acostumbrado.
—Me alegro de volver a verle —dijo Sebastian, siguiendo la orden de sentarse. Él y los Hartwell nunca habían tenido mucha interacción, a pesar de que se movían en los mismos círculos sociales. Si no fuera por la afiliación de Ian con ellos a través de Leah, él probablemente no los habría reconocido más que como a otros de los cientos de parientes lejanos de la aristocracia.
En ese momento, una doncella entró con el servicio de té. Sebastian observó y esperó pacientemente a que la señora Hartwell sirviera el té. —No creo haber tenido la oportunidad de decirle a usted, milord, pero tiene nuestro más sentido pésame por la pérdida de su esposa.
Sebastian inclinó la cabeza. —Gracias —dijo, y agregó—: Ninguno —cuando ella hizo un gesto a los recipientes de crema y azúcar.
La señora Hartwell asintió hacia la hermana de Leah, que estaba sentada tranquila y callada en el sofá junto a ella. —La temporada pasada fue la primera de mi querida Beatrice. ¿Sabía, milord, que ya ha tenido dos ofertas de matrimonio?
—De hecho, no lo sabía —respondió Sebastian, su mano tamborileando su muslo. La detuvo.
—Como sabrán, yo estuve en la fiesta de campo en Linley Park.
Los labios de la señora Hartwell se adelgazaron.
—Debo pedir disculpas por el comportamiento de mi hija mayor, milord. El luto parece haberla cambiado más de lo que quisiera.
—Me preguntaba si la señora George se unirá a nosotros. Me gustaría hablar con ella, para asegurarme de que está bien. Como ustedes saben, Ian fue uno de mis amigos más cercanos. Aunque su comportamiento sin duda ha parecido extraño, siento el deber de ver…
La taza de té de la señora Hartwell cayó contra su platito.
—Me temo que mi hija ya no está en esta residencia, milord.
Sebastian hizo una pausa, mirándola fijamente. Si a Leah ya no se le concedía la hospitalidad de los Rennell, y no estaba en casa de su familia...
—¿Le importaría decirme a dónde se ha ido?
La señora Hartwell inclinó la cabeza y se sirvió otras dos cucharadas de azúcar en el té. Aunque los agitó vigorosamente, los granos blancos se arremolinaron en la parte superior del líquido.
—Me temo que no puedo.
Sebastian frunció el ceño.
—Si pudiera hacerlo, señora Hartwell, ella… —Pensó en las cartas—. Ella tiene algo que creo me pertenece.
La cabeza de la señora Hartwell se alzó de golpe.
—No me diga que Leah le robó a usted.
—No, no en absoluto. Ella tiene algo que estaba en posesión de Ian, algo que ella una vez se ofreció a darme y me negué. Además de asegurarme de que ella está bien, me gustaría recuperarlo ahora.
La señora Hartwell levantó la taza de té hasta los labios y bebió, con los ojos bajos.
—Me temo, milord —dijo ella, levantando la vista para mirarlo a los ojos—, no es una cuestión de rechazar su solicitud. Yo no sé a dónde ha ido mi hija.
—¿No lo sabe?
—No. Como usted sabe, ella ha estado actuando muy extraño últimamente. No vio a bien decirme su destino cuando se fue.
Sebastian entrecerró los ojos. Había algo en la forma en que lo dijo que le hizo creer que la madre de Leah tenía que ver con su desaparición.
—Ya veo —dijo. Dejando su taza, se puso de pie y se inclinó—. Pido disculpas por marcharme tan pronto, pero me tengo que ir.
Tanto la señora Hartwell como la señorita Beatrice se levantaron.
—Nos encantaría que se quedara a cenar —dijo la madre de Leah—. Y después, Beatrice podría tocar una melodía para usted. Ella realmente es bastante buena en el pianoforte.
—Gracias, pero no puedo quedarme. —Con un gesto rápido, se volvió y abandonó el salón. Bajó las escaleras y se dirigió hacia la puerta cuando escuchó un golpeteo de pasos detrás de él.
—¡Lord Wriothesly! —Se detuvo y se volvió para encontrar a la hermana de Leah corriendo hacia él. Ella se detuvo a un metro de distancia, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes—. Leah está en Londres —medio susurró, dio un vistazo por encima del hombro—. Se escapó después de que Madre amenazó con obligarla a casarse con el carnicero del pueblo.
—En Londres —interrumpió Sebastian—. ¿Con quién se está quedando? ¿Una amiga? ¿Una prima? ¿Dónde está?
La señorita Beatrice sacudió la cabeza.
—Ella está trabajando.
—¿Trabajando? —Por supuesto. No tenía el apoyo de su familia ni de otros; era una paria social.
Su hermana se inclinó hacia delante. —Ella es acompañante de la señora Campbell. Pasea a su perro, una pequeña spaniel llamada Minnie, y…
—¿Cómo sabe eso? ¿Mantiene correspondencia con usted? —Sebastian hizo un gesto hacia el lacayo cercano. Se puso el sombrero y abrigo.
—Sí. Madre sabe, pero no va a admitir que su hija tiene que trabajar. A veces parece que prefiere asumir que está muerta, en realidad. No, no quise decir eso…
—Ella me mintió. —La señorita Beatrice comenzó a cabecear, pero se detuvo, sonrojándose.
—Estoy segura de que Madre nunca lo engañaría a propósito, milord.
—¿Dijo señora Campbell?
Ella vaciló. —Sí.
—Gracias, señorita Beatrice. Buenos días.
—Buen día, milord.
Leah amaba sus días libres. No que se encontrara totalmente libre los domingos. Aún estaba requerida a asistir a misa con la señora Campbell en la mañana, y aún tenía que llevar a Minnie a su caminata en la mañana cuando la spaniel tenía que “hacer su deber” como la señora Campbell solía llamarlo, y otra vez en la tarde, antes de ponerse el sol.
Había sido extraño al principio, salir sin acompañante o doncella que la escoltara, pero las caminatas con Minnie pronto se convirtieron en la parte favorita del día de Leah. Cuando estaba sola esperando al perro era el grado más alto de independencia que tenía. Pero ahora la caminata matutina ya estaba hecha, el servicio de misa terminado una hora atrás y había consultado a la señora Campbell si requería algo más por el resto del día.
Tarareando, Leah se cambió de su vestido negro de iglesia más bonito a uno más cómodo para caminar. Suspiró, pensando en lo bonito que sería ir a dar un paseo en el parque. La mayoría de las hojas se habían desprendido y había una brisa fresca, pero el sol estaba alto y brillante, proporcionando suficiente calor como para convertirlo en un hermoso día de otoño. Aunque ella y la señora Campbell se llevaban bastante bien, había una línea muy fina entre ellas como señora y acompañante. A pesar de mirar con nostalgia hacia las caballerizas, Leah se imaginó que pasaría un tiempo antes de que se atreviera a preguntar si podía tomar prestado uno de los caballos.
En cambio, hoy había planeado ir de compras, algo que sentía que no había hecho en mucho tiempo. Le habían pagado su primer salario, y ella se moría de ganas de unirse a la gran masa de gente que se dirigía a las tiendas durante las tardes de domingo.
—¿Leah? ¿Está lista? —Christine, doncella de la señora Campbell, golpeó la puerta y la abrió.
La mayoría de las doncellas tenían que compartir pequeñas alcobas, agobiantes, pero Leah, Christine, y la señora Beesley tenían sus propias habitaciones, aunque estas también eran pequeñas y estrechas.
Empujando un alfiler en su sombrero negro para mantenerlo en su lugar, Leah puso el velo sobre su rostro y se volvió. —Me siento de ánimos de comprar algo ridículamente frívolo hoy.
Christine, que provenía de una familia de clase media en Yorkshire, le dirigió una mirada de incredulidad.
—¿Algo frívolo? ¿Usted?
—Y no negro.
—Será mejor que sea para su ropa interior, entonces, o la señora Campbell tendrá un ataque.
—Sí, lo sé. —A pesar de que la señora Campbell llamó a Leah amiga una vez que la señorita Pettigrew las presentó, dejó claro que había oído los rumores sobre el comportamiento de Leah y esperaba que actuara con toda propiedad como su acompañante. A pesar de que había nacido de clase baja, la señora Campbell actuaba como las mujeres de la aristocracia. Mantenía a Leah a distancia y nunca la incluía en las conversaciones más allá del tema de Minnie. Nunca hablaban de sus vidas anteriores, de sus difuntos maridos, o de su viudez. Si no fuera por Christine, Leah habría estado más sola que cuando Ian estaba vivo.
—Tal vez un nuevo pañuelo —dijo Leah. No podía permitirse una nueva camisola.
Cerrando la puerta detrás de ella, caminó junto a Christine mientras bajaban por la escalera de servicio.
Las únicas veces que utilizaba la puerta principal de la casa era cuando se encontraba en compañía de la señora Campbell.
—Quiero comprar la bufanda hoy —dijo Christine mientras atravesaban la cocina.
—¿La azul con la puntilla que me mostró la última vez?
Christine asintió y sostuvo la puerta abierta para ella. Caminaron a lo largo de un costado de la casa, hacia la acera en el frente.
Leah dirigió a Christine una mirada astuta.
—También está el sombrero. Estoy segura de que Robert lo agradecerá cuando usted vaya a caminar más tarde.
Christine se sonrojó ante la mención del sirviente principal.
—Es sólo un amigo. Como le he dicho antes. Cien veces.
Comenzaron a caminar por la calle, lejos de la casa. Un carruaje pasaba.
—Y es la razón por la que se está sonrojando, por supuesto. —Christine apartó la mirada con intención.
—Si me sonrojo, es sólo porque le gusta burlarse de mí. —Oyeron que el cochero del carruaje llamaba a los caballos para detenerse. Leah miró por encima del hombro, aunque no podía distinguir el blasón en el costado—. ¿Overton otra vez? —preguntó.
Christine negó con la cabeza. —No, la señora Thompson terminó con él. Trahern, lo más probable. —Leah arqueó una ceja y se volvió.
—¿Trahern? Pensé que ella lo despreciaba.
—Tal vez sea así, pero es bastante agradable a la vista. Y no hay necesidad de hablar cuando están en la cama.
—Christine Farrell. Cuán engañosa es esa apariencia inocente. —Christine se rio en voz baja.
—Silencio, ahora. Me he esforzado mucho por…
—¿Leah? —La voz de un hombre la llamó—. ¿Señora George?
Una voz que se había vuelto tan familiar como una vez lo fue la de Ian. Una voz que, en verdad, nunca creyó volver a escuchar. Leah se detuvo a medio paso, su mirada fija en la calle delante.
Christine no fue tan discreta. Miró hacia atrás de nuevo.
—Leah —susurró—. Es el hombre del carruaje. No Trahern. Él la está mirando.
—Sí, lo sé —respondió ella, sin saber si quería darse la vuelta—. Lord Wriothesly.
—¿Lo conoce, entonces?
—E… era amigo de mi marido.
—Oh. Bueno, él se está acercando.
Leah tragó saliva. De hecho, podía oír sus pasos, tan seguros y estables, con propósito. Sólo que ella no tenía idea de por qué la buscaría, no después de que él le dijo que nunca volvería a reconocerla.
—Buenos días —dijo él.
Christine se dio la vuelta para enfrentarse a él, inclinándose en una reverencia baja. —Milord.
—Y buenos días a usted, señora George. No me equivoco, ¿o sí? ¿Es usted?
Leah se volvió lentamente hacia él, levantando la barbilla junto con su orgullo. No se molestó en hacer una reverencia.
—¿Qué desea? —Christine sofocó un grito ahogado.
Leah no sabía qué esperar de Sebastian; quería hacerlo enojar, o verlo hacer un espectáculo de arrogancia delante de la gente. Cualquier cosa que le impidiera darse cuenta de la vulnerabilidad que había aparecido en ella al escuchar su voz, el placer que casi la dejó sin aliento al verlo de nuevo.
Ah, pero cómo quería ahogarse en su mirada, enterrarse contra él mientras sus ojos verdes recorrían su rostro. Era atractivo, terriblemente, más alto de lo que recordaba y muy bien vestido. El talle ajustado de sus pantalones grises y chaqueta, la tela de seda de su chaleco azul marino, todo servía para recordarle las actuales diferencias en sus estatus. Todavía era un Lord, un Conde, pero ella ya no era una dama.
Leah desvió la mirada. Seguramente él no sería capaz de ver que una vez había sido débil. Que una vez había paseado a Minnie hasta el parque frente a su casa de Londres y se quedó mirándola durante lo que parecieron horas. Sabiendo que él no estaría allí, pero deseándolo de todas maneras.
—Señora George.
Ella no podía dejar de mirarlo. Quería que la tratara con frialdad, para darle una razón mayor a las que había creado para sacarlo de su mente. Pero él tenía que llevarle la contraria, en vez de fruncir el ceño, sonrió.
—Me gustaría hablar con usted por un momento. —Con un gesto cortés a Christine, añadió—: en privado. —Leah se cruzó de brazos.
—Puede hablar ahora. Pero por favor, que sea corto. Nos dirigimos a las tiendas.
Inclinó la cabeza, con la boca todavía curvada en los extremos.
—Como desee. —Luego dio un paso hacia adelante, tomó una de sus manos, la miró a los ojos y dijo—: Señora George, ¿me haría el honor de ser mi esposa?