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VIERNES, 9 MAÑANA - SÁBADO, 1 TARDE

Aquella noche dormí profundamente, tan profundamente casi como Toni Carreras. No tomé sedantes ni píldoras para dormir. El agotamiento actuó como la droga más poderosa.

El despertar, la mañana siguiente, fue como una lenta ascensión de las profundidades de un pozo sin fondo. Yo iba subiendo en la obscuridad, pero, como sucede en los sueños, ni subía ni había obscuridad. Una bestia enorme me tenía entre sus fauces y estaba intentando desgarrar mis entrañas y acabar con mi vida. Un tigre, tal vez; pero no un tigre normal. Un tigre con unos dientes como sables. Un tigre de una especie que se extinguió en la superficie de la tierra hace un millón de años. Seguí, pues, subiendo en la obscuridad y el tigre de los dientes como sables siguió desgarrándome entre sus fauces como un foxterrier destroza a un ratón. Yo sabía que mi única esperanza era llegar a la luz de arriba, pero no podía ver ninguna luz. Entonces, de repente, aparecía la luz. Yo tenía los ojos abiertos y Miguel Carreras estaba inclinado sobre mí, zarandeándome con no muy buenos modales.

Yo hubiera preferido que fuese el tigre de dientes de sable.

Marston estaba al otro lado de la cama y cuando vio que me había despertado me cogió por los sobacos y me ayudó a sentarme. Hice todo lo que pude para no pesarle mucho, pero no estaba en lo que hacía y no pensaba más que en morderme los labios y cerrar los ojos para que Carreras no se diera cuenta de lo horrible que era para mí todo movimiento. Marston protestaba.

—Mr. Carreras, no debe ser molestado. No se debe molestarle ni moverle en absoluto. Está sufriendo mucho. Tiene unos dolores muy fuertes y repito que una operación es esencial lo más pronto posible.

Era ya demasiado tarde para que pudiera considerarse a Marston como un actor nato. Yo no tenía duda alguna de que debía de haberlo sido. Lo que el arte dramático y la Medicina hubieran ganado es algo incalculable.

Me restregué los ojos para espabilarme y sonreí plácidamente.

—¿Por qué no me lo dice de una vez, doctor? Amputación, ¿verdad?

Me miró gravemente y se fue sin decir una palabra. Yo miré a Bullen y a Mac Donald. Los dos estaban despiertos y miraban hacia otra dirección. Entonces miré a Carreras.

A primera vista parecía exactamente el mismo de dos días atrás. Pero sólo a primera vista. Una segunda y más detenida inspección descubría la diferencia: una ligera palidez bajo la tez tostada por el sol, un enrojecimiento de los ojos y una rigidez en su cara que no tenía antes.

Llevaba una carta debajo del brazo izquierdo y un pedazo de papel en la mano.

—¡Bien! —dije sarcásticamente—. ¿Cómo está el intrépido pirata esta mañana?

—Mi hijo ha muerto —contestó con voz cavernosa.

Yo no esperaba que lo dijera así, tan pronto, pero la inesperada declaración me produjo una reacción que en aquel momento consideré adecuada, la reacción que él tal vez esperaba de mí. Lo miré con los ojos ligeramente entornados y dije:

—¿Qué?

—Ha muerto —repitió.

Por muchos que fueran los defectos de Miguel Carreras, tenía indudablemente los sentimientos normales de un padre. La gran intensidad del esfuerzo que estaba realizando para contener y ahogar su dolor demostraba hasta qué punto le había afectado aquella desgracia. Por un momento tuve lástima de él. Sólo un momento. Se me aparecieron los rostros de Wilson, Jamieson, Benson, Brownell y Dexter y dejé de sentir lástima.

—¿Muerto? —repetí.

Perplejidad y confusión podían esperarse de mí, pero no disgusto.

—¿Su hijo muerto…? ¿Cómo ha podido morir? ¿De qué ha muerto?

Casi por su propio impulso, sin que yo pusiera nada de mí parte, mi mano se movió instintivamente tratando de alcanzar la navaja que yo tenía debajo de la almohada. Hubiera dado lo mismo que él la hubiese visto, pues cinco minutos en el esterilizador del dispensario habían bastado para hacer desaparecer de ella hasta la última huella de sangre.

—No lo sé —dijo, casi en un sollozo.

Inclinó la cabeza y me convencí, confortado, de que no sospechaba de mí lo más mínimo.

—No lo sé —repitió como un eco.

—Doctor Marston —dije—. Seguramente usted sabrá algo…

—No hemos podido encontrarlo. Ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

Era el capitán Bullen que aportaba su contribución a la comedia que estábamos representando. Su voz era más fuerte y un poco menos ronca que la noche anterior.

—¿Desaparecido? Un hombre no puede desaparecer de un buque como éste, Mr. Carreras.

—Hemos estado más de dos horas registrando el barco. Mi hijo no está a bordo del Campari. ¿Cuándo lo vio usted por última vez, Mr. Cárter?

No reaccioné ante esta pregunta con un sobresalto comprometedor, con miradas nerviosas y desviadas ni con un gesto sospechoso. Me pregunté a mí mismo cuál hubiera sido su reacción si yo le hubiera contestado: «Cuando lo arrojé por la barandilla del Campari la noche pasada». En vez de esto fruncí los labios y dije:

—Anoche, después de cenar, cuando estuvo aquí… No estuvo mucho tiempo y dijo algo así: «El capitán Carreras realiza su inspección», y salió.

—Esto es exacto. Lo había enviado yo a dar una vuelta… ¿Qué aspecto tenía?

—Desde luego, no me pareció normal. Tenía la cara de un color verdoso. Parecía mareado.

—Mi hijo era muy poco marinero —asintió Carreras—. Es posible que estuviera mareado…

—Dice usted que estaba dando una vuelta de inspección. —Interrumpí—. ¿Era por todo el barco? ¿Incluso las cubiertas?

—Sí.

—¿Había hecho tender los cables de seguridad a la proa y a la popa?

—No… No lo creí necesario.

—Entonces —dije enfáticamente—, ahí tiene usted una posible respuesta, la más probable. Si no están los cables, no hay dónde poder sujetarse. Se siente uno mareado, resbala, da el barco un bandazo fuerte…

Dejé la frase sin terminar.

—Es posible, pero no lo creo. Toni tenía un sentido excepcional del equilibrio.

—El equilibrio no sirve de nada cuando se resbala en una cubierta mojada.

—Desde luego… Pero no he desechado la posibilidad de una agresión.

—¿Una agresión?

Lo miré fijamente y di gracias a Dios de que el don de la telepatía fuese tan limitado.

—Con toda la tripulación y los pasajeros encerrados bajo llave y con vigilancia, ¿cómo puede ser posible eso que usted dice…? A menos —añadí, pensativo— que haya alguna oveja negra en su rebaño.

—Todavía no he terminado mi investigación.

Su voz era fría, metálica. A pesar de la pena que lo abrumaba, Miguel Carreras no perdía de vista su objetivo. Ningún revés acabaría con este hombre.

Por mucho que llorara a su hijo, su dolor no alteraría lo más mínimo su inquebrantable determinación de llevar a cabo sus planes tal como los tenía proyectados. Lo ocurrido no evitaría que realizase su propósito de ponernos a todos en órbita el día siguiente. Podría haber en él algún destello de humanidad, pero la característica principal del carácter de Carreras era un fanatismo ciego que él disimulaba cuidadosamente con sus modales cultivados y mundanos.

—La carta…

Me la entregó, con un papel en el que había una lista de posiciones.

—Dígame si el Fort Ticonderoga sigue su rumbo y si mantiene la marcha precisa. Más tarde podremos calcular el momento de nuestro contacto… cuando fijemos nuestra posición esta mañana, si es que la fijamos.

—Usted la fijará —aseguró Bullen ásperamente—. Suele decirse que el diablo protege a los suyos. Carreras, y hasta ahora no le ha faltado su apoyo. Está usted quejándose del huracán y tendremos claros en el cielo a eso del mediodía. Al atardecer volverá a llover, pero antes aclarará.

—¿Está usted seguro, capitán Bullen? ¿Está usted bien seguro de que nos vamos alejando del huracán?

—Desde luego. Para ser más exacto: el huracán se está alejando de nosotros.

El viejo Bullen era una autoridad en la materia y podía predecir un huracán con sólo mirar a la pluma de un sombrero.

—Ni el viento ni el mar se han calmado, pero lo que importa es la dirección del viento. Ahora viene del Noroeste, lo que significa que el huracán se halla ahora por aquel lado. Nos ha adelantado por el Este, por la parte de estribor, durante la noche, moviéndose hacia el Norte y repentinamente ha girado hacia el Noroeste. Muy a menudo, cuando un huracán alcanza los límites septentrionales de su latitud y choca con vientos procedentes del Oeste, puede permanecer estacionario en su punto de curvatura durante doce o veinticuatro horas, lo que significa que habría que atravesarlo. Pero ha tenido usted suerte. Se ha curvado y se ha dirigido hacia el Este, casi sin pausa.

Bullen se tendió otra vez, agotado. Aquellas pocas palabras hablan sido demasiado para él.

—¿Puede usted asegurar todo eso estando en la cama? —preguntó Carreras.

Bullen le dirigió la mirada con que el comodoro hubiera fulminado a un cadete que se hubiera atrevido a dudar de sus conocimientos y no le contestó.

—¿Tiende el tiempo a mejorar? —insistió Carreras.

—Eso es indudable.

Carreras inclinó la cabeza. Llegar a tiempo a la cita y poder transbordar el oro habían sido sus mayores preocupaciones, pero las dos se habían desvanecido. Se volvió bruscamente y salió de la enfermería.

Bullen se aclaró la garganta y dijo formalmente, con un susurro:

—Enhorabuena, Mr. Cárter. Es usted el embustero más hábil que he conocido.

Mac Donald me guiñó un ojo.

Pasaron el mediodía y la tarde. Apareció intermitentemente el sol, como Bullen había pronosticado, y desapareció más tarde, también según sus pronósticos. El mar se había calmado, aunque no mucho. Desde luego, no lo suficiente para aliviar el sufrimiento de los pasajeros. El viento se mantenía fuera del Noroeste. Bullen volvió a dormir bajo los efectos de los sedantes. Una vez más cayó en aquel incesante e incoherente parloteo, pero ni una sola vez, afortunadamente para todos nosotros, nombró a Toni Carreras. Mac Donald y yo hablamos y dormimos. Pero antes de dormirnos le expliqué lo que me proponía hacer aquella noche… si lograba llegar a la cubierta superior.

Apenas vi a Susan aquel día. Vino después del desayuno con el brazo enyesado y en cabestrillo. No había peligro de que esto provocara ninguna sospecha, incluso en una mente como la de Carreras. La historia preparada era que se había quedado dormida en una silla y había sido lanzada de ella durante la tormenta, fracturándose la muñeca en la caída. Estos accidentes eran tan comunes cuando el mar estaba agitado que a nadie se le hubiera ocurrido ponerlo en duda. A eso de las diez de la mañana solicité permiso para que se le permitiera unirse a sus padres en el salón y permanecer allí todo el día.

Quince minutos después del mediodía volvió a aparecer Carreras. Si sus investigaciones acerca de la posible agresión a su hijo habían hecho algún progreso no lo dejó entrever. No hizo mención alguna de ello. Ni siquiera se refirió al asunto. Traía la inevitable carta, dos esta vez, y la posición del Campari al mediodía. Pareció que se las había arreglado para fijar una buena posición por el sol.

—Nuestra posición y nuestra velocidad; su posición y su velocidad y nuestros respectivos rumbos. ¿Tomaremos contacto en el punto marcado con la «x»?

—Supongo que ya lo habrá comprobado usted mismo…

—Así es.

—No tomaremos contacto —dije después de unos minutos—. A la velocidad que llevamos llegaríamos a la cita entre las once y las once y media…, digamos a medianoche. Cinco horas antes de lo previsto.

—Gracias, Mr. Cárter. Coincide exactamente con mis conclusiones. Las cinco horas de espera para tomar contacto con el Ticonderoga no se nos harán largas.

Sentí un escalofrío, algo así como una sensación de vacío en el pecho y aunque la idea de una paralización del corazón no sería fisiológicamente exacta, expresaría perfectamente lo que pasó por mí en aquellos instantes. Esto destruiría completamente la más mínima posibilidad de éxito que tuviera mi plan. Disimulé lo mejor que pude la consternación que se adueñó de mí.

—¿Se proyecta llegar allí a medianoche y esperar por los alrededores hasta que la mosca caiga en la tela de araña? —pregunté fingiendo cierta indiferencia—. Me parece bien. Después de todo, es usted quien toma las decisiones.

—¿Qué quiere decir? —preguntó en tono inquisitivo.

—Nada de importancia —dije como quien no quiere la cosa—. Se me había ocurrido que quizá desearía usted que sus hombres se encontraran en la plenitud de sus facultades físicas para transbordar el oro cuando interceptemos al Ticonderoga

—¿Y bien?

—Pues que todavía vamos a tener un mar muy agitado durante doce horas. Cuando nos detengamos en el punto de contacto, el Campari reposará en medio de unas olas muy nerviosas y en el lenguaje elegante de nuestra época podemos decir que sus hombres van a echar las tripas. No sé cuántos individuos de esa tripulación de bisoños que tiene usted por ahí se marearon anoche, pero le apuesto lo que quiera a que esta noche se marearán el doble. Y no confíe en nuestros estabilizadores, pues su eficacia depende de la velocidad del barco.

—Un punto bien observado —asintió calmosamente—. Reduciré la velocidad para llegar allí a las cuatro de la mañana.

Me miró con una fijeza que me pareció sospechosa.

—Es notable su amable cooperación pictórica de sugerencias amistosas. Y es más curiosa si tengo en cuenta la opinión que me he formado de su carácter.

—Lo que usted dice sólo pone de manifiesto que su opinión es equivocada. Un poco de sentido común y un mucho de instinto de conservación explican eso que usted llama amable cooperación. Quiero llegar a un hospital lo más pronto posible. La perspectiva de andar toda la vida con una sola pierna no es muy atractiva. Cuanto más pronto vea a los pasajeros, a la tripulación y a mí mismo transbordados al Ticonderoga, más feliz me sentiré. Sólo los tontos dan patadas a las piedras. Distingo un fait accompli cuando veo uno. Porque usted nos va a transbordar al Ticonderoga, ¿no es así, Carreras?

—Ya no me será de ninguna utilidad ningún miembro de la tripulación del Campari, y mucho menos los pasajeros.

Sonrió ligeramente.

—El capitán Teach y Barbanegra no son mis ideales, Cárter. Me gustaría ser recordado como un pirata humano. Le doy mi palabra de que todos ustedes serán transbordados y sin daño alguno.

La última frase tenía un tono de sinceridad porque era sincera. Era verdad, desde luego, pero no toda la verdad. A Carreras se le olvidó decir que media hora más tarde nos borrarían de la existencia.

A eso de las siete de la tarde volvió Susan Beresford y se marchó Marston, debidamente vigilado, para proporcionar medicamentos y unas palabras de consuelo a los pasajeros que estaban en el salón, muchos de ellos, muy comprensiblemente después de veinticuatro horas ininterrumpidas de tormenta, en un estado lamentable.

Susan estaba pálida y parecía cansada, sin duda por las emociones y los sufrimientos físicos de la pasada noche y también a causa del dolor de su brazo roto, pero tuve que admitir, por primera vez, que era muy hermosa. Nunca me había dado cuenta de que el pelo pardo-rojizo y los ojos verdes eran una combinación que no podía conjugarse, pero posiblemente eso era debido a que no había visto nunca una muchacha pelirroja con ojos verdes.

Estaba tensa, nerviosa e inquieta como un gato asustado.

Se acercó nuevamente a mi cama. Bullen se hallaba todavía bajo los efectos de un sedante y Mac Donald dormía.

Se sentó en una silla y después de preguntarle cómo estaba y cómo se encontraban los pasajeros y de preguntarme ella por mi estado y de contestarle yo y ella no creerme, me dijo de repente:

—Johnny, si todo va bien, ¿embarcará usted en otro buque?

—No comprendo.

—Bien —dijo con impaciencia—. Si el Campari es destruido y nosotros logramos escapar o nos salvamos de alguna forma, ¿volverá usted a embarcarse?

—Ya veo… Supongo que sí. La «Blue Mail» tiene muchos buques y es de suponer que seguiré siendo primer oficial.

—¿Le gustará volver al mar?

Esta conversación era imprudente, pero sólo era un susurro en la obscuridad.

—No creo volver al mar, en cierto modo.

—¿Cediendo?

—Concediendo, qué es muy distinto. No quiero pasarme el resto de mi vida amoldándome a los caprichos de pasajeros acaudalados. No me refiero a la familia Beresford, padre, madre e hija.

Sonrió siguiendo la mágica rutina de derretir el verde de sus ojos. Era una sonrisa que podría tener unas consecuencias muy serias en la constitución de un hombre enfermo como yo. Desvié la vista y proseguí:

—Me considero un buen mecánico y tengo un poco de dinero. Hay un pequeño garaje en Kent del que puedo hacerme cargo en el momento que quiera. Y Archie Mac Donald es un mecánico extraordinario. Los dos haríamos un buen equipo…

—¿Ya se lo ha propuesto?

—¿Qué ocasión he tenido? —exclamé, irritado—. Solamente lo he pensado.

—Ustedes son muy buenos amigos, ¿no es cierto?

—¿Muy buenos? ¿Qué quiere decir con todo esto?

—Nada. Es una cosa que se me ha ocurrido. Al sobrecargo, que nunca volverá a andar bien, nadie querrá emplearlo en el mar. Probablemente tampoco podrá conseguir un empleo conveniente en tierra… Y, de repente, el primer oficial Cárter se siente cansado del mar y decide…

—No es así precisamente —interrumpí—. Usted no me ha entendido.

—Probablemente —asintió—. Yo no soy muy inteligente. Pero usted no tiene que preocuparse por él, de todos modos. Papá me ha dicho esta tarde que tiene un empleo para él.

—¡Oh!

Arriesgué una posibilidad y la miré otra vez fijamente.

—¿Qué clase de empleo es?

—En un almacén.

—¿En un almacén?

Pronuncié estas palabras en un tono sarcástico, pero aunque me hubiera sentido diez veces más defraudado no hubiese sido capaz de tomar aquello en serio ni hubiera podido compartir su creencia de que había algún porvenir en aquel empleo.

—No veo nada malo en esta idea, pero no me hago a la idea de ver a Archie Mac Donald en un almacén, esto es todo. Y menos aún en América.

—¿Quiere escucharme? —me dijo con dulzura.

—Estoy escuchando.

—¿Ha oído usted que papá está construyendo una gran refinería en el norte de Escocia? Almacén de tanques y un puerto propio para cargar y descargar Dios sabe cuántos petroleros…

—Bien, ¿y qué?

—Ese es el lugar. Depósitos para la descarga y varias refinerías. Millones y millones de dólares en depósitos, según dice papá, con no sé cuántos hombres para cuidar de ellos. Y su amigo al frente del personal, con una casa de ensueño…

—Esta es una proposición distinta… Me parece una oferta maravillosa, Susan. Es usted muy buena.

—¡Oh, yo no! —protestó la joven—. Ha sido papá.

—Míreme. Diga eso sin sonrojarse.

Me miró y se sonrojó. Aquellos ojos verdes me producían un efecto devastador. Pensé de nuevo en mi integridad física y desvié la vista, y entonces oí a Susan que decía:

—Papá desearía que fuese usted el director de ese nuevo puerto petrolero. Y así, usted y el sobrecargo trabajarían juntos. ¿No le gustaría?

Me volví lentamente, la miré y le pregunté hablando despacio:

—¿Era ése el empleo a que se refería cuando me preguntó si quería trabajar para él?

—Desde luego… Y usted ni siquiera le dio una oportunidad para que se lo explicara. Pero no crea que se ha dado por vencido. Realmente no ha hecho más que empezar. Usted no conoce a mi padre. Y le aseguro que yo no tengo nada que ver en ninguno de los dos casos.

Yo no la creí.

—No puedo expresarle lo agradecido que le estoy. Es una oportunidad tentadora, lo sé y lo admito. Si vuelve a ver a su padre esta noche dele las gracias de mi parte. Mi agradecimiento es muy profundo, se lo aseguro.

Sus ojos brillaban. Nunca había visto hasta aquel momento los ojos de una mujer bonita brillando de aquel modo por mí.

—Entonces usted…

—Dígale que no.

Es estúpido tener orgullo, pero a mí aún me queda un poco. Yo no había querido que el tono de mi voz fuera tan áspero. Salió así, simplemente.

—Sea cual fuere el empleo que consiga, lo encontraré por mí mismo. No se lo deberé a una mujer.

Después de haber pronunciado estas palabras pensé con cierta acritud que mi negativa pudiera haber sido expuesta de una manera más gentil.

Sus facciones se contrajeron y con una voz apagada dijo:

—¡Oh, Johnny!

Entonces se volvió, hundió su cara entre la almohada y las sábanas y sus hombros se agitaron convulsivamente entre sollozos, como si su corazón fuera a saltar.

Yo me sentía violento, embarazado. Alargué el brazo y le acaricié suavemente la cabeza.

—Lo siento mucho, Susan —dije—. Pero no he aceptado…

—No es eso…, no es eso…

Movió su cabeza en la almohada. Su voz era aún más apagada que antes.

—Fue todo para hacerlo creer…, para hacerme la ilusión de que se llevaría a cabo. No, no es eso. Todo lo que he dicho es cierto, pero, por un momento, me he imaginado que no estábamos aquí. Estábamos muy lejos del Campari y no teníamos nada que ver con el barco… ¿Tú comprendes?

Aquello era inevitable. Tenía que ocurrir. Estrujé sus cabellos acariciándola.

—Sí, Susan, comprendo.

No tenía ni siquiera idea de lo que estaba diciendo.

—Era como un sueño —prosiguió ella—. Era en el futuro y estábamos lejos, muy lejos de este espantoso barco. Y entonces tú rompiste el encanto y nos encontramos otra vez en el Campari. Y nadie, excepto nosotros, sabe el fin que nos espera. Mamá, papá, todos creen que sus vidas serán respetadas como les ha dicho Carreras… Volvió a sollozar y dijo:

—¡Oh, cariño! Nos estamos engañando mutuamente. Todo ha terminado. Cuarenta hombres armados patrullan por el barco. Yo los he visto. Hay centinelas por todas partes. Ahí fuera, en esa puerta, hay dos. Y todas las puertas están cerradas. No hay esperanza, ninguna esperanza. Mamá, papá, tú y yo, todos nosotros, mañana a esta hora habremos terminado. Ya no hay milagros.

—No ha acabado todo, Susan.

Yo no sería nunca comerciante. Si encontrara un hombre muriéndose de sed en el Sahara, no sería capaz de convencerle de que lo que necesitaba era agua.

Nunca está todo perdido…

Oí el crujido de los muelles y vi a Mac Donald que se incorporaba apoyándose en un codo y dando muestras de sorpresa y confusión. Los sollozos de Susan debieron de despertarle.

—No pasa nada, Archie —dije—. Está un poco alterada, eso es todo.

—Lo siento —murmuró Susan.

Se irguió y volvió su cara llena de lágrimas hacia el sobrecargo. Su respiración era entrecortada como sucede siempre después de haber llorado.

—Lo siento de veras. Le he despertado. Pero no nos queda ninguna esperanza. ¿Hay alguna, Mr. Mac Donald?

—Archie será suficiente —dijo el sobrecargo con gravedad.

—Bien, Archie.

Miss Beresford intentó sonreírle a través de las lágrimas.

—Soy terriblemente cobarde.

—¿Y se ha pasado usted todo el día con sus padres y no les ha dicho lo que sabía? ¿Qué clase de cobardía es esa, señorita? —repuso Mac Donald con un ligero tono de reproche.

—Usted no contesta a lo que le he preguntado —le acusó ella medio lloriqueando.

—Yo soy un escocés de la parte Oeste, Miss Beresford —repuso Mac Donald, lentamente—. Poseo la herencia de mis ascendientes. Una negra herencia, a veces, que no quisiera tener, pero la tengo. Yo puedo ver lo que va a suceder mañana o pasado mañana. No siempre, ni a menudo, pero a veces puedo. Usted no verá el segundo que va a venir, pero vendrá. Yo he visto muchas veces lo que iba a suceder, en estos últimos años, y Mr. Cárter, aquí presenté, le dirá a usted que nunca me he equivocado ni una sola vez.

Esta era la primera vez que yo oía una cosa semejante. Mac Donald era un embustero tan grande como yo.

—Todo acabará bien.

—¿Cree usted eso? ¿Lo cree usted realmente?

Había un leve destello de esperanza en su voz, en sus ojos. El lento y medido discurso de Mac Donald y la firmeza roqueña de sus ojos obscuros irradiaban una confianza, una seguridad y una certeza inconmovibles, que impresionaban enormemente. Pensé que aquel hombre hubiera sido un gran comerciante.

—Yo no creo, Miss Beresford, que acabe mal —repuso con su grave sonrisa—. Yo lo sé. Nuestras tribulaciones están a punto de terminar. Haga lo que hago yo… Ponga toda su fe en Mr. Cárter.

Incluso a mí me había convencido. Yo también sabía que todo iba a terminar bien, hasta que recordé que todo aquello dependía de mí. Le di a Susan un pañuelo y le dije:

—Ve y cuéntale a Archie lo del empleo.

—No irás a confiar tu vida a eso

En la cara de Susan se reflejaba un profundo terror y su voz era trémula cuando vio cómo me ataba a la cintura una de las cuerdas.

—¡Pero si eso es más delgado que mi dedo meñique! —exclamó.

No podía reprocharle aquella observación. Aquella delgada cuerda de tres hebras, no más gruesa que una cuerda normal de tender ropa, no podía inspirar confianza a nadie. Ni siquiera a mí, a pesar, de conocer sus propiedades, me hacía sentirme seguro.

—Es nailon, señorita —explicó Mac Donald, en un tono convincente—. La auténtica cuerda que los alpinistas usan en el Himalaya… Y no irá usted a creer que confíen su vida a algo de lo que no estén absolutamente seguros. Podría usted colgar el motor de un automóvil del extremo de esa cuerda y tampoco se rompería.

Susan lo miró con una mirada que quería decir claramente: «Usted habla así porque no es su vida lo que va a estar pendiente de esa cuerda», pero sé mordió los labios y no dijo nada.

Era exactamente medianoche. Si había comprendido bien el dial instalado en el «Torcedor», el tiempo máximo que podía demorarse la explosión, una vez armado, era seis horas. Suponiendo que Carreras tomara contacto a la hora prevista, las cinco de la mañana, pasaría por lo menos otra hora antes de que amaneciera. Por lo tanto, el «Torcedor» no sería armado hasta después de medianoche.

Todo estaba preparado. La enfermería había sido cerrada cautelosamente desde dentro con la llave que encontré en un bolsillo de Toni Carreras a fin de que ninguno de los centinelas pudieran irrumpir de repente interrumpiendo nuestros manejos. Y en el caso de que sospecharan algo y forzaran la puerta, Mac Donald tenía una pistola.

Mac Donald estaba sentado en la cabecera de mi cama, junto a la ventana. Entre Marston y yo lo habíamos trasladado allí desde su cama. Su pierna izquierda estaba inútil, lo mismo que la mía, y el doctor Marston le había puesto una inyección para calmar el dolor. A mí me había administrado una dosis doble que la noche anterior. Mac Donald no tendría que utilizar su pierna aquella noche, sino sus hombros y sus brazos, y los hombros y los brazos del sobrecargo estaban en perfecto estado. Eran, además, los más fuertes del Campari. Yo tenía la sensación de que iba a necesitar toda su fortaleza aquella noche. Solamente Mac Donald conocía el plan que me proponía llevar a cabo. Únicamente Mac Donald sabía que yo intentaba volver sobre mis pasos de la noche anterior. Los otros creían en mi plan suicida de atacar el puente y estaban convencidos de que aunque tuviera éxito mi camino de vuelta sería por la puerta de la enfermería. El ambiente era cualquier cosa menos festivo.

Bullen estaba despierto, tendido boca arriba. Permanecía silencioso y ceñudo.

Yo iba vestido con el mismo traje negro de la noche anterior. Todavía estaba húmedo y con muchas manchas de sangre. No llevaba zapatos. Tenía la navaja en el bolsillo, la cara tapada con la máscara y la capucha sobre la cabeza. Me dolía la pierna, sentí lo que se siente después de un prolongado ataque de gripe y la fiebre todavía arde en la sangre, pero me sentía tan dispuesto a llevar a cabo mi empresa como si me encontrara muy bien.

—Las luces —dije a Marston.

Un interruptor crujió y la enfermería quedó obscura como una tumba. Corrí las cortinas, abrí la ventana y la aseguré con la aldaba. Asomé la cabeza.

Estaba lloviendo con fuerza. Un ramalazo de agua fría, impulsada por el viento del Noroeste, fue a caer sobre la cama. El cielo estaba negro, sin ninguna estrella. El Campari todavía se balanceaba un poco y daba algunos bandazos, pero aquello no era nada comparado con lo ocurrido la noche anterior. Llevaba una marcha de unos doce nudos. Miré hacia los costados. No había nadie. Me incliné hacia fuera todo cuanto me era posible y miré a popa y a proa. Si aquella noche había en el Campari alguna luz encendida, yo no pude verla. Me aparté de la ventana hacia el interior de la enfermería, recogí un ovillo de cuerda de nailon, comprobé que era el que había atado a la parte superior del somier de hierro y lo lancé fuera, a la lluvia y a la obscuridad. Hice una última comprobación de la cuerda, arrollada a mi cintura —era la que el sobrecargo sujetaba entre sus manos— y dije:

—Voy.

Como discurso de despedida tal vez podría haber sido mejorado, pero aquello fue lo único que se me ocurrió decir en aquel momento. Y creo que era suficiente.

Entonces el capitán Bullen me miró afectuosamente.

—Buena suerte, hijo mío.

Habría dicho muchas cosas más si hubiera sabido lo que yo me proponía hacer realmente. Marston no dijo nada, o no lo oí. Susan permaneció silenciosa.

Pasé por la ventana contorsionándome y procurando no hacerme más daño en la pierna herida y me encontré totalmente fuera, suspendido del marco por los codos. No lo veía, pero podía sentir al sobrecargo junto a la ventana, preparado para sostener la cuerda atada a mi cintura.

—Archie —dije tenuemente—, dígame otra vez la buenaventura. Aquella que dice que todo va a acabar bien.

—Estará usted aquí de vuelta antes de que nos enteremos de que se ha ido —dijo jovialmente—. Procure venir a devolverme mi navaja.

Tanteé en la obscuridad buscando la cuerda atada al somier. La sujeté con las dos manos, desprendí los codos de la ventana y me dejé caer rápidamente mientras Mac Donald sujetaba la cuerda con seguridad. Cinco segundos después me encontraba en el agua.

El agua estaba realmente fría y me paralizó la respiración. Después de la agradable temperatura de la enfermería, el contraste de la inmediata y brusca transición a una temperatura mucho más fría fue literalmente paralizador. Involuntaria y momentáneamente, solté la cuerda. Sentí pánico al darme cuenta de lo que había hecho y busqué desesperadamente el cable hasta que lo cogí otra vez. El sobrecargo estaba haciendo arriba un buen trabajo. El aumento repentino del peso en la cuerda al soltarme de la otra de seguridad debió de haberle hecho sacar medio cuerpo fuera de la ventana.

El frío no era lo peor. Si se puede resistir la impresión inicial, se tolera el frío hasta cierto grado, acostumbrado, aunque no reconciliado con él. A lo que no se puede acostumbrar uno es a los sorbos da agua salada que se tragan involuntariamente a cada momento. Y aquello era lo que me estaba sucediendo a mí.

Ya sabía que ser remolcado al costado de un buque que navega a doce nudos no podía ser una cosa muy agradable, pero nunca me había imaginado que fuera como lo que estaba yo pasando. El factor que no había tenido en cuenta eran las olas. Unas veces me sentía arrastrado con la cara hacia abajo, como planeando por el costado de una ola; de pronto, al deslizarse la ola por debajo de mí, era elevado como un corcho casi fuera del agua, por encima de la cresta, para sentirme impulsado después hacia delante y caer absorbido por el vacío producido por la ola. Estos amarajes eran violentos, sobre todo cuando al caer chocaba contra otra ola que avanzaba impetuosa. La colisión me dejaba sin respiración y me paralizaba la sangre en las venas. Después de unos segundos sin respirar, el cuerpo me exigía imperativamente aire, un aire que necesitaba cada vez más. Pero con la cabeza hundida en las olas, en vez de aire, tragaba agua. Y en grandes cantidades. Era como si me inyectaran agua a presión por la garganta. Yo aparecía y desaparecía entre las olas, retorciéndome, coleando, resistiendo los tirones de la cuerda atada a mi cintura, exactamente igual que un pez cogido al que se trata de izar a la superficie desde una lancha rápida que navega a gran velocidad. Lenta, pero indefectiblemente, me estaba ahogando. Había sido derrotado antes de empezar. Sabía que tenía que volver y enseguida. Estaba ahogándome en el mar. Tenía la nariz y el estómago llenos de agua; la garganta me ardía por la sal que había tragado y que debía haberme llegado hasta los pulmones.

Habíamos establecido un sistema de señales y me decidí a tirar furiosamente de la cuerda que llevaba atada a la cintura, colgándome de la otra cuerda con la mano izquierda. Di media docena de tirones, lentamente al principio, con un cierto orden, pero al no obtener respuesta, empecé a tirar desesperadamente. Nadie respondió. Era yo remolcado por encima y debajo del agua de una manera tan irregular, con una serie de tirones en los que la cuerda se tensaba y se aflojaba alternativamente, que seguramente Mac Donald no tendría medio de distinguir unos tirones de otros.

Procuré tensarme hacia atrás, suspendido de la mano izquierda, a fin de llevar floja la cuerda de la cintura, pero la presión del agua al abrirse paso el Campari en aquel mar tormentoso, me lo impidió otra vez. Cuando conseguí por fin aflojar la tensión de la cuerda de la cintura, necesité toda la fuerza de las dos manos para colgarme de la cuerda de seguridad sin ser barrido por las olas. Con toda la desesperación que sentía intenté avanzar unos centímetros, pero no pude. Y sabía que no podría permanecer colgado mucho más tiempo.

La salvación se produjo por una rara casualidad, no por mi esfuerzo. Una ola particularmente grande me hizo dar una voltereta hasta quedar completamente de espaldas, y en esta postura sentí el próximo vacío y recibí el choque de la ola siguiente.

Siguió la inevitable expulsión de aire de mis pulmones y la también inevitable inspiración en busca de aire fresco. ¡Y esta vez sentí que podía respirar! Tendido boca arriba, medio fuera del agua colgado de la cuerda de seguridad y con la cabeza arqueada hacia delante casi hasta el pecho, la cara estaba fuera del agua. ¡Podía respirar!

No perdí ni un minuto. Poco a poco me fui deslizando por la cuerda de seguridad tan rápidamente como Mac Donald iba soltando la cuerda que yo tenía arrollada a la cintura. Todavía tragaba un poco de agua, pero no en cantidad para inquietarme.

Después de unos segundos, con la mano izquierda empecé a explorar el costado del buque tanteando las planchas del cascó en busca de la cuerda que había tendido la noche pasada por el lado de la cubierta posterior. La cuerda de seguridad se deslizaba ahora en mi mano derecha y, a pesar de que estaba mojada, me quemaba la piel de la palma de la mano, aunque apenas me daba cuenta de ello. Tenía que encontrar la manilla que había dejado enganchada al barraganete, pues si no la encontraba caería el telón. No sólo se frustarían allí mis esperanzas de llevar a cabo mi plan, sino que sería el fin de mi vida; Mac Donald y yo teníamos que actuar en el supuesto de que la cuerda estuviera allí y él no intentaría elevarme hasta que recibiera claramente la señal establecida al efecto. ¡Y yo había descubierto que, estando en el agua, era absolutamente imposible hacer aquella señal! Si la manilla no estaba allí yo permanecería en el agua, colgado de aquella cuerda de nailon, hasta que me ahogara. No tardaría mucho. El agua salada que había tragado, la violenta agitación de las olas, los golpes que había recibido al ser lanzado contra las paredes de hierro del Campari y la pérdida de sangre de mi pierna herida eran factores que se habían conjuntado para lograr mi total agotamiento. La debilidad que sentía iba haciéndose cada vez más peligrosa.

Con la mano izquierda rocé la manilla. Lleno de ansiedad, me agarré a ella, igual que se agarraría un náufrago a la última tabla que quedara flotando en toda la superficie del océano.

Entrelazando la cuerda de seguridad con la otra arrollada a mi cintura, me sujeté con las brazos a la manilla impulsándome hacia arriba hasta que me encontré totalmente fuera del agua. Pasé la pierna sana por la cuerda y me colgué de ella respirando ansiosamente como un perro exhausto, temblando violentamente y sufriendo un mareo repentino al vomitar bruscamente el agua que había almacenado en el estómago. Después de esto me sentí mejor, pero más débil que nunca. Empecé a subir. No tenía que subir más que unos seis metros, pero no había aún recorrido medio metro cuando empecé a arrepentirme de no haber atado la manilla la noche anterior, siguiendo mis primeros impulsos. La manilla estaba empapada y resbaladiza y me veía obligado a apretar las manos con todas mis fuerzas para poder sujetarme y avanzar lentamente. Y ya me quedaba muy poca fuerza en las manos. Los músculos de los antebrazos me dolían y se resistían a sostenerme, agotados por el esfuerzo que tenían que hacer al estar yo suspendido tanto rato de la cuerda de seguridad. Tenía los brazos tan doloridos que me parecía que no podía moverlos ni siquiera cuando conseguía elevarme unos centímetros o cuando mis manos se asían desesperadamente a la cuerda para no deslizarse hacia abajo cuando todo el peso de mi cuerpo pendía de ellas. No podía avanzar más de diez centímetros en cada impulso.

No podría llegar. La razón, el instinto, la lógica, el sentido común, todo me decía que no lo conseguiría: Pero llegué. El último metro fue una horrible pesadilla. Avanzaba diez centímetros y retrocedía doce; volvía a auparme en un esfuerzo desesperado y caía otro poco hacia la negrura rugiente del mar; otro angustioso esfuerzo y acortaba la distancia para volver a resbalar un poco; y así, izándome en el aire con una infinita desesperación, me fui acercando a la meta. Medio metro antes de llegar al final, me detuve. Sabía que sólo aquella distancia era la que me separaba de la seguridad, pero trepar unos centímetros más por aquella cuerda era algo que nunca podría yo hacer. Temblándome los brazos como si fueran de azogue por el terrible esfuerzo y ardiéndome las manos de dolor, me aupé con un supremo esfuerzo hasta el nivel de mis manos atenazadas a la cuerda. Incluso en aquella obscuridad casi absoluta pude ver el blanco reluciente de los nudillos de mis dedos, angustiosamente crispador alrededor de la cuerda. Me mantuve así, suspendido en el vacío, durante unos segundos. Con un impulso violento y desesperado, levanté mi brazo derecho con la mano tendida. Si no alcanzaba la brazada del imbornal… Pero no podía fallar. No me quedaban más fuerzas. No podría volver a hacer aquel esfuerzo.

No fallé. Mis dedos se agarraron como garfios a la brazola y se cerraron con fuerza. En seguida, la otra mano acudió para ayudar a la primera. Después de unos instantes pude soltar una mano en busca de la barra más baja de la barandilla. Tuve que hacer varios intentos desesperados y volver a asirme varias veces a la brazola del imbornal para no caer al mar. Finalmente encontré la barra, me cogí a ella con las dos manos, impulsé mi cuerpo impulsivamente hacia la derecha hasta que pude poner el pie de la pierna sana en la brazola, alcancé la barra próxima, seguí hasta el pasamanos de la barra superior y, medio arrastrándome y medio resbalando, pasé por la parte superior de la barandilla y me dejé caer pesadamente sobre la cubierta.

Nunca he sabido cuánto tiempo permanecí allí, temblando violentamente, jadeante por el aire que mis torturados pulmones reclamaban ansiosos y procurando que la niebla roja que tenía ante mis ojos no me envolviera completamente. Tanto pudieron ser dos minutos como pudieron ser veinte. Pero en algún momento me sentí terriblemente enfermo. Y entonces, lentamente, muy lentamente, el dolor fue cesando, la respiración se fue haciendo regular y la niebla roja que me tapaba los ojos se aclaró. Sin embargo, seguía temblando.

Con las manos entumecidas, torpes y temblorosas, me desaté las cuerdas de la cintura; las até al barraganete encima de la manilla; tiré de la cuerda de seguridad atrayéndola hacia la cubierta hasta que estuvo casi tensa y tiré de ella tres veces. Pasaron unos instantes y en seguida percibí los tres tirones de contestación. Ya sabían que yo lo había conseguido.

Pensé que mi comunicación les causaría mayor alivio que el que yo sentía.

Me senté por espacio de unos cinco minutos hasta que recobré un poco de energía. Después me levanté trabajosamente y por la cubierta me dirigí cautelosamente hacia la bodega número cuatro. La lona todavía estaba sujeta por la punta que daba a la parte delantera de estribor. Aquello quería decir que no había nadie abajo. En realidad, tampoco había esperado que hubiera alguien.

Miré a mi alrededor y quedé inmóvil aguantando la lluvia impetuosa que caía a torrentes sobre mi máscara y mis ropas empapadas. A menos de quince metros a la derecha de la popa, acababa de ver encenderse y apagarse una luz en la obscuridad. Pasaron diez segundos y apareció otra vez la luz. Había oído hablar de unos cigarrillos impermeables, pero no creo que lo fueran para toda aquella agua. De todos modos, había alguien fumando. De esto no había duda.

Como caminando sobre la hierba, pero haciendo menos ruido todavía, me dirigí hacia aquella luz. Aún estaba temblando. Dos veces me detuve para orientarme hacia aquel cigarrillo encendido y finalmente me detuve a menos de medio metro de él. Mi cerebro apenas funcionaba. De lo contrario, nunca me hubiera atrevido a cometer una imprudencia semejante. Una pequeña desviación del foco de una linterna y todo habría terminado. Pero nadie encendió una linterna.

El destello rojo volvió a aparecer y entonces pude darme cuenta de que el fumador no estaba a la intemperie, sino que se encontraba en la entrada en forma de V invertida de una especie de tienda formada por una gran lona que cubría algún objeto de grandes proporciones. Era el cañón, desde luego; el cañón que Carreras había instalado en la cubierta de popa cubriéndolo con una lona para protegerlo de la lluvia y para ocultarlo a la vista de los barcos que pudieran pasar cerca de nosotros durante el día.

Oí unas voces. No era el fumador, sino otros dos individuos agazapados debajo de la lona. Así, pues, eran tres los individuos que vigilaban el cañón. Pero ¿por qué tantos centinelas? ¿Hacían falta tres, en realidad? En seguida tuve la solución.

No había hablado inútilmente Carreras cuando se refirió a la agresión que creía que podía haber sufrido su hijo. Él lo sospechaba, pero su fría mente había llegado a la conclusión de qué ni la tripulación ni los pasajeros del Campari podían haber sido los autores. Si su hijo había muerto violentamente sólo uno de sus hombres podía ser el culpable. El renegado que había matado a su hijo no se conformaría con eso, sino que seguramente intentaría hacer fracasar sus planes. Por esto ponía tres hombres juntos de centinelas. De este modo se vigilarían los unos a los otros.

Agachándome para no ser visto me retiré cautelosamente en dirección al almacén del sobrecargo. Tanteé en la obscuridad y encontré lo que buscaba: una especie de barra de hierro como de medio metro de longitud con una punta afilada en uno de los extremos. Seguí mi camino con aquella barra en una mano y la navaja en la otra.

El camarote del doctor Caroline estaba a obscuras. Yo estaba seguro de que las ventanas estarían abiertas, pero no saqué la linterna del bolsillo. Susan había dicho que aquella noche los hombres de Carreras andaban patrullando por las cubiertas y no valía la pena afrontar aquel peligro. Si el doctor Caroline no estaba ya en la bodega número cuatro, era muy posible que se encontrara en su cama, pero sólidamente atado de pies y manos.

Subí a la cubierta próxima y encorvándome cuanto pude me dirigí a la cabina de radio. Mi pulso y mi respiración habían vuelto ya casi a la normalidad, había dejado de temblar y podía sentir cómo las energías volvían lentamente a los hombros y a los brazos. Aparte del persistente dolor del cuello, que me habían golpeado los piratas y Toni Carreras con una bolsa de arena, el único dolor que sentía era una punzada muy fuerte en el muslo izquierdo porque el agua salada había penetrado en las heridas abiertas. Sin la anestesia hubiera estado bailando una danza guerrera… sobre una sola pierna, claro.

La cabina de radio aparecía a obscuras. Apliqué el oído a la puerta par cerciorarme de que no había nadie, y ya iba a poner con cuidado la mano en el pomo cuando estuve a punto de sufrir un ataque al corazón. El timbre del teléfono acababa de sonar a menos de medio metro de mí. La impresión me dejó rígido. Durante unos segundos, la mujer de Lot no hubiera podido competir conmigo incluso convertida en estatua de sal. Silenciosamente y con extremas precauciones crucé después la cubierta y me oculté debajo de uno de los botes salvavidas.

Oí que alguien hablaba por teléfono. Después se encendió la luz de la cabina, se abrió la puerta y salió un hombre. Antes de que apagara la luz, pude ver dos cosas: cómo se sacaba una llave del bolsillo derecho del pantalón y quién era. Se trataba del «experto» que con la metralleta había matado a Tommy Wilson y nos había herido a todos nosotros. Si tenía que verme obligado a arreglar cuentas con alguien aquella noche esperaba ardientemente que fuera con aquel individuo.

Cerró la puerta, dio vuelta a la llave y bajó por la escalera hacia la cubierta «A». Lo seguí hasta donde empezaba la escalera y me quedé allí. Al pie de la escalera había otro hombre con una linterna encendida en la mano. Estaba junto al camarote del doctor Caroline, y con el reflejo de la luz proyectada contra el mamparo pude ver que era el propio Carreras. Había otros individuos con él, pero no pude distinguir sus rostros, aunque estaba seguro de que uno de ellos era el doctor Caroline. Se reunieron con el operador de radio y los cuatro se dirigieron hacia la popa. Ni por un momento pensé en seguirles. Sabía adonde iban.

Diez minutos. Aquél era el detalle que las noticias de la radio habían mencionado acerca de la desaparición del «Torcedor». Sólo había uno o dos hombres que supieran armar el «Torcedor», y eso no podía hacerse en menos de diez minutos. Pensé vagamente si Caroline sabía que únicamente le quedaban diez minutos de vida. Y aquél era todo el tiempo de que yo disponía para hacer todo lo que tenía que hacer. No era mucho.

Fui bajando poco a poco por la escalera mientras la lámpara oscilante de Carreras estaba todavía a la vista. Cuando llevaba recorridas tres cuartas partes de la escalera y no me faltaban más que tres peldaños para llegar al pie, me quedé inmóvil. Dos hombres —en aquella lluvia torrencial las negras formas de sus siluetas apenas se veían, pero yo sabía que eran dos hombres por el murmullo de sus voces— se acercaban al pie de la escalera.

Llevaban armas. Estaban obligados a ir armados con la inevitable metralleta que, al parecer, era el arma preferida por los secuaces del Generalísimo.

Ya estaban a pie de la escalera. Sentí un vivo dolor en las manos, causado por la tensión de mis dedos al apretar la barra de hierro y la navaja. De repente, aquellos dos sujetos torcieron hacia la derecha al pie mismo de la escalera. Podía tocarlos con la mano y podía verlos casi con la suficiente claridad para observar que ambos llevaban barba. Si yo no hubiera llevado la máscara y la capucha, ellos hubieran visto indefectiblemente el brillo pálido de mi cara. Que no se hubieran dado cuenta de mi silueta inmóvil en el tercer escalón era algo que escapaba a mi comprensión. Lo único que se me ocurre es que para evitar la fuerte lluvia anduvieran con la cabeza inclinada hacia el suelo.

Unos segundos después, me encontraba en el pasillo central de los camarotes de la cubierta «A». No había asomado la cabeza por la puerta de aquel pasillo para explorar si el terreno estaba libre porque después de lo que acababa de pasar ya nada me importaba. Entré decididamente y comprobé que estaba vacío.

La primera puerta a la derecha, la que había frente a la del camarote de Caroline, era la de entrada a la suite de Carreras. Intenté abrirla. Estaba cerrada. Seguí por el pasillo hasta donde Benson, el jefe de los camareros asesinado, tenía su cubículo. Confiaba en que la alfombra absorbería totalmente el agua que se desprendía de mis ropas. White, el sucesor de Benson, se hubiera puesto enfermo si hubiese visto el daño que estaba haciendo a aquella alfombra.

La llave maestra de las suites de los pasajeros estaba en el cajón secreto del cubículo. La cogí, volví a la suite de Carreras, abrí la puerta, entré y cerré tras de mí silenciosamente.

Las luces estaban encendidas en toda la suite. Probablemente, Carreras no se había molestado en apagarlas cuando salió. Recorrí los camarotes abriendo las puertas con el pie. Nada. Tuve un susto cuando entré en el dormitorio de Carreras y vi una figura desastrada, con un capuchón, destilando agua, con una barra en una mano y un cuchillo en la otra, con la mirada extraviada y con un hilillo de sangre junto al ojo izquierdo. Era yo, que me veía en un espejo. No me había dado cuenta de que me había herido en la sien. Supuse que fue en alguno de los golpes que me di contra el casco del Campari. Carreras había dicho que tenía un plano completo del Fort Ticonderoga. Me quedaban nueve minutos. Quizá menos. ¿Dónde estaría aquel plano? Registré las mesas, los armarios, los pupitres… Nada. Siete minutos.

¿Dónde lo tendrá, Dios mío? Piensa, Cárter… ¡Por todos los cielos, piensa! Es posible que Caroline esté montando el «Torcedor» más de prisa que lo hubiera hecho otro… ¿Cómo se sabía, como dijo la radio, que costaba diez minutos armarlo? Si el «Torcedor» era un secreto, y hasta que fue robado había constituido un secreto tan celosamente guardado que nadie conocía su existencia, ¿cómo podía saberse que para armarlo se necesitaban diez minutos? Tal vez todo lo que hacía falta era dar una vuelta a la derecha, dos a la izquierda, abrir un conmutador arriba… Tal vez Caroline estaba ya terminando, tal vez…

Deseché estos pensamientos y los eché violentamente de mi cerebro. Por allí podían venir el pánico y la derrota. Me quedé inmóvil en un esfuerzo de voluntad y me puse a pensar con calma. Había mirado en todos los sitios donde podía estar el plano. Pero ¿debía haber registrado aquellos lugares tan lógicos? Después de todo, ya había registrado aquella suite cuando buscaba una radio y no había encontrado nada anormal. Lo tendría escondido, desde luego, en algún sitio poco asequible. Carreras habría pensado en la posibilidad de que alguien lo viera, como, por ejemplo, alguna de las camareras al hacer la limpieza diaria del camarote, antes de que sus hombres tomaran el barco.

Ya no había camareras, pero seguramente él no se había preocupado de sacarlo de su escondite. ¿Dónde podría ocultarlo que nadie lo encontrara?

Aquello descartaba los muebles que había registrado perdiendo un tiempo precioso. También había que descartar la cama, las mantas, los colchones… ¡Ah, la alfombra! El sitio ideal para ocultar una hoja de papel.

Me abalancé sobre la alfombra del dormitorio. Las alfombras del Campari estaban aseguradas en el suelo por medio de unos cierres a presión que permiten retirarlas rápidamente. Cogí la punta de la alfombra del lado de la puerta, desabroché de un tirón una docena de cierres y allí estaba, a unos cuarenta centímetros del borde. Era una gran hoja de papel de hilo, plegada en cuatro dobleces con la inscripción: Fort Ticonderoga. Muy secreto. Me quedaban cinco minutos para salir de allí.

Grabé en mi memoria el lugar exacto de la alfombra donde estaba el plano. Lo desdoblé suavemente. Unos diagramas del Ticonderoga con unos planos completos de la forma como estaba almacenada la carga. Pero lo que me interesaba a mí era la carga de la cubierta. El plano mostraba cajas apiladas en las dos cubiertas, la anterior y la posterior, y veinte de aquellas cajas apiladas en la cubierta de proa estaban marcadas con una cruz roja. El rojo para el oro.

Con una letra cuidada y pequeña Carreras había escrito a uno de sus lados: «Todas las cajas de la cubierta son del mismo tamaño. El oro se halla en cajas impermeabilizadas, forradas de acero y con una capa interior de miraguano para flotar libremente en caso de naufragio o hundimiento. Cada caja está preparada para producir una gran mancha amarilla al contacto con el agua. Las cajas del oro no se distinguen de la carga general. Todas las cajas llevan la inscripción Harmsworth & Holden Electrical Engineering Company. Se indica que contienen generadores y turbinas. La carga de la cubierta de proa va consignada a Nashville Tennesse y dice únicamente: Generadores. La carga de la cubierta de popa va consignada a Oak Ridge Tennesse y dice Turbinas. Así están marcadas las cajas. Delante hay veinte cajas sólo el oro de la cubierta de proa».

No me di prisa. El tiempo era muy corto, pero no me di prisa. Estudié el plano, que correspondía exactamente a las observaciones de Carreras, y leí las observaciones hasta que me aseguré de que no olvidaría ni una sola palabra de ellas. Doblé el plano y lo volví a dejar exactamente en el mismo lugar en que lo había encontrado. Presioné los cierres de la alfombra, atravesé sigilosamente los camarotes en una última comprobación de que no dejaba rastro alguno de mi visita, cerré al puerta y salí al pasillo.

La lluvia torrencial seguía cayendo oblicuamente y martilleaba con un sonido metálico los mamparos de los apartamentos. En el supuesto de que los hombres de Carreras que andaban patrullando se hubieran refugiado en la parte cubierta de estribor de los apartamentos, yo me mantuve en el lado opuesto, mientras me apresuraba hacia la popa. Con las suelas cubiertas por los calcetines que me había puesto sobre los zapatos y llevando aquella máscara y aquel traje negro nadie podría verme ni oírme, si no estaba a menos de medio metro de distancia. Nadie me vio ni oyó ni yo vi ni oí a nadie. No intenté mirar ni oír, ni tomar precaución alguna. Llegué a la bodega número cuatro a los dos minutos de abandonar el camarote de Carreras.

No necesité darme prisa. Carreras no se había preocupado de reponer en su sitio la lona que había tenido que retirar para sacar las barras de la trampa, y así pude mirar directamente hacia el fondo de la bodega.

Abajo había cuatro hombres, dos de los cuales llevaban unas potentes linternas eléctricas. Eran Carreras, con una pistola en la mano, y el doctor Slingsby Caroline, que tenía todavía pegada en la cabeza aquella ridícula peluca blanca, inclinado sobre el «Torcedor». No pude ver lo que estaba haciendo.

Parecía una estampa del novecientos, de salteadores de tumbas en pleno trabajo. La negrura de la bodega, los ataúdes, las linternas y la sensación de aprensión, apresuramiento y absorbente concentración de los personajes daban a la escena un aire conspiratorio, diabólico. Todos los elementos estaban allí, especialmente el factor tensión, una tensión eléctrica que casi se podía palpar a través de la obscuridad de la noche. Pero no era una tensión producida por el temor de que aquello que allí se estaba perpetrando fuese descubierto, sino por la posibilidad de que en cualquier momento la cosa fuese mal. Si costó diez minutos armar el «Torcedor», aunque era evidente que había llevado más tiempo, debía de tratarse de una manipulación difícil y complicada. La mente del doctor Caroline no debía de estar en situación de enfrentarse con problemas difíciles. Estaría nervioso y probablemente muy asustado. Sus manos trémulas, inseguras, manipulaban seguramente con herramientas inadecuadas, en una plataforma inestable y a la luz de unos linternas que se movían continuamente, y aunque no estuviera lo suficientemente desesperado o fuese lo bastante osado para cometer deliberadamente un error, me parecía como también debía parecérselo a los que estaban en la bodega, que había muchas posibilidades de que la mano le resbalara.

Instintivamente me eché hacia atrás hasta que la brazola de la escotilla quedó entre mí y la escena de abajo. Ya no podía ver el «Torcedor» y esto me daba la sensación de estar seguro si aquello volaba.

Me puse de pie y di cautelosamente dos vueltas a la escotilla, la segunda más amplia que la primera, pero Carreras no tenía a nadie por allí de patrulla. Exceptuando los centinelas del cañón, la cubierta de popa estaba completamente desierta. Volví a la esquina delantera de la escotilla que daba a babor y me puse a esperar.

Confié en no tener que esperar mucho. El agua del mar me había helado y aquella lluvia, fuerte y persistente, me calaba hasta los huesos. Sentía continuos escalofríos y temblaba violentamente, pero no podía hacer nada para contener aquel temblor. La fiebre iba invadiendo mi ser, y todo yo ardía. Quizá tuviera algo que ver con mi temblor la idea de la posibilidad de que resbalase la mano del doctor Caroline… Fuese lo que fuese, me consideraría afortunado si la única consecuencia de todo aquello era una pulmonía.

Cinco minutos después volví a atisbar sigilosamente el fondo de la bodega. Todavía estaban en la misma situación. Me levanté, estiré los brazos y las piernas y me puse a andar suavemente de un lado para otro a fin de evitar el entumecimiento que se estaba apoderando de todo mi cuerpo, especialmente las piernas. Si las cosas sucedían como esperaba, no podía permitirme de ningún modo el más mínimo entumecimiento.

Si las cosas iban como esperaba… Volví a mirar, por tercera vez, el fondo de la bodega y en esta ocasión me quedé en aquella posición encorvada, inmóvil. El doctor Caroline había terminado. Bajo la metralleta y la mirada vigilante del operador de radio, estaba atornillando la tapa del ataúd, mientras Carreras y el otro individuo tenían ya levantada la tapa del ataúd más próximo y estaba inclinados sobre él, probablemente preparando el explosivo convencional que contenía. Era probable que fuese una reserva para el caso de mal funcionamiento del «Torcedor», o quizá para la eventualidad de que fallara el mecanismo de relojería del «Torcedor», que estaba diseñado para que hiciera explosión por detonación simpática; Yo no lo sabía ni podía adivinarlo. Y, en realidad, no me preocupaba lo más mínimo. Había llegado el momento crucial.

El momento crucial para el doctor Caroline. Yo sabía, como tampoco podía dejar de saberlo él, que Carreras no podía permitirse el lujo de dejarlo con vida. Ya había hecho todo lo que necesitaban. Ya no les era de ninguna utilidad. Podría morir, pues, en cualquier momento. Si decidían aplicarle el cañón de una pistola en la nuca y asesinarlo allí mismo y en aquel instante, yo no podría hacer absolutamente nada para evitarlo, ni intentaría nada, desde luego. Tendría que permanecer allí quieto, silencioso, sin protestar, viéndole morir. Si yo dejaba morir al doctor Caroline sin hacer nada para salvarlo, únicamente moriría él, pero si intentaba salvarlo y fallaba, pues con una navaja y una barra de hierro contra dos fusiles ametralladores y unas pistolas no podía dominar la situación, no sólo Caroline, sino todos los pasajeros y los miembros de la tripulación del Campari, morirían también. ¿Lo matarían allí, donde estaba, o lo llevarían a la cubierta superior?

Era lógico suponer que lo matarían en la cubierta superior. Carreras utilizaría el Campari unos días más y no desearía tener un cadáver en la bodega para tener que subirlo después cuando lo más fácil y cómodo era hacerlo subir por su propio pie y liquidarlo en la cubierta superior. Si yo hubiera sido Carreras, esto es lo que habría pensado.

Y aquello fue lo que él pensó. El doctor Caroline apretó el último tornillo, dejó el destornillador y se irguió. Pude ver su cara un momento. Estaba pálido, tenía una expresión de fatiga y pestañeaba incesantemente. El operador de radio llamó.

—Señor Carreras…

Carreras se volvió, miró al que había hablado, después a Caroline e hizo un gesto con la cabeza.

—Llévalo a su camarote, Carlos. Después, ven a decirme cómo ha ido…

Me eché hacia atrás, sigilosamente, al ver el foco de una linterna. Carlos ya estaba subiendo la escalera. «Después ven aquí a decirme cómo ha ido». ¡Dios mío, no había pensado en aquella posibilidad!

Por un momento me aterré. Con las manos crispadas oprimía convulsivamente mis precarias armas, irresoluto, paralizado de acción y pensamiento. Sin ninguna justificación cruzó repentinamente por mi cerebro la idea de que podría acabar sin provocar sospechas, con el presunto verdugo del doctor Caroline. Si Carlos, el operador de radio, tenía instrucciones de acabar con el confiado Caroline en el camino hacía el camarote y después trasladar el cadáver a la cabina de radio, yo podría salirle al paso y pasarían horas antes de que Carreras empezase a sospechar. Pero lo que en realidad le acababa de decir era: «Llévalo a la cubierta superior, tíralo por la borda y vuelve a informarme cuando lo hayas hecho».

Pude ver la lluvia que se reflejaba como una cortina oblicua en el haz de luz de la linterna de Carlos a medida que éste subía la escalera. Cuando llegó arriba yo ya estaba tendido en el suelo, al otro lado de la brazola de la escotilla.

Cautelosamente miré por encima de la brazola. Carlos, estaba de pie en la cubierta; alumbrando con su linterna la escalera de la bodega. Vi aparecer la blanca cabeza de Caroline y vi a Carlos retroceder unos pasos. Entonces, Caroline se hallaba también en la cubierta. Su alta y encorvada figura destacaba a la luz de la lámpara. Levantóse el cuello para intentar protegerse del frío azote de la abundante lluvia.

Oí, sin entender lo que decía, la voz bronca, imperativa de Carlos, y los dos empezaron a andar diagonalmente. Caroline delante y Carlos detrás, en dirección a la escalera que conducía a la cubierta «B».

Me puse de pie y permanecí inmóvil. ¿Conducía Carlos realmente al doctor Caroline a su camarote? Podía ser…

No acabé este pensamiento. Me puse a correr detrás de ellos, tan de prisa como me permitía la rigidez de mi pierna. Desde luego, Carlos conducía a Caroline hacia la escalera. Si hubiera marchado directamente hacia la barandilla. Caroline se habría dado cuenta de lo que le esperaba y posiblemente se hubiera vuelto rabiosamente contra Carlos con la furia y la desesperación del hombre que sabe que va a morir.

Cinco segundos, solamente cinco segundos habían transcurrido desde que empecé a correr hasta que los alcancé. Cinco segundos era muy poco tiempo para pensar en el riesgo suicida que corría, demasiado poco para pensar qué hubiera sucedido si Carlos hubiese enfocado su linterna a su alrededor, si alguno de los centinelas del cañón hubiera tenido la ocurrencia de observar aquella pequeña comitiva o si Carreras o su ayudante hubieran decidido salir de la bodega para ver cómo se resolvía el problema de acabar con Caroline. Muy poco tiempo para pensar qué iba a hacer cuando volviera a ver a Carlos.

No tuve tiempo de pensar. Me encontraba solamente a menos de un metro de distancia en la penumbra, detrás del haz de luz de la linterna, cuando vi que Carlos volvía su fusil ametrallador y lo cogía por el cañón levantándolo por encima de su cabeza. Ya tenía el arma a punto de dejarla caer sobre la cabeza del doctor cuando mi barra de hierro le dio de pleno en la nuca, impulsada con toda la fuerza de mis brazos y toda la furia de mi cólera. Oí crujir algo, cogí el fusil antes de que cayera al suelo y pesqué la linterna en el aire. Fallé. La linterna cayó al suelo haciendo un ruido suave y apagado, dio un par de vueltas y se quedó quieta, con su haz de luz proyectado sobre la borda del barco. Carlos cayó pesadamente hacia adelante, arrolló al doctor Caroline y los dos rodaron por los peldaños más bajos de la escalera.

—¡Quieto! —ordené rápidamente en voz baja—. ¡No se mueva, si quiere seguir viviendo!

Me agaché para coger la linterna y busqué nerviosamente el conmutador. No pude encontrarlo y apliqué el foco contra mi americana para matar el haz de luz. Finalmente localicé el conmutador y la apagué.

—¿Pero quién es usted?

—¡Quieto! ¡Ni una palabra!

Encontré el gatillo del arma automática y me quedé inmóvil mirando en la obscuridad hacia la popa, en dirección del cañón y de la bodega, tratando de ver en la sombra y aguzando el oído como si mi vida dependiera de ello. En realidad, era así. Esperé diez segundos. Tenía que marcharme. No podía esperar allí otros diez segundos. Treinta segundos le hubieran bastado a Carlos para matar al doctor Caroline. Unos segundos más y Carreras empezaría a preocuparse por lo que podría haberle sucedido a su fiel secuaz.

Busqué en la obscuridad las manos del doctor Caroline y le di el fusil y la lámpara diciéndole en voz baja:

—Sostenga esto.

—¿Qué es esto? —preguntó Caroline en un susurro agonizante.

—Ese individuo iba a destrozarle la cabeza. Ahora cállese porque el peligro no ha pasado, Soy Cárter, el primer oficial.

Arrastré el cuerpo inerte de Carlos fuera de la escalera, donde había quedado, y empezó a registrar sus bolsillos tan apresuradamente como podía hacerlo a tiendas en aquella obscuridad absoluta. La llave de la cabina de radio. Yo le había visto sacársela del bolsillo derecho del pantalón. Pero no estaba allí. Ni en el de la izquierda tampoco. Los segundos volaban. Desesperadamente rasgué los bolsillos de la blusa de tipo militar que llevaba. La encontré en el segundo bolsillo. Había perdido, por lo menos, veinte segundos.

—¿Está muerto? —cuchicheó Caroline.

—¿Le preocupa? Quédese aquí.

Me guardé la llave en un bolsillo seguro, agarré al secuaz de Carreras por el cuello de la blusa y empecé a arrastrarlo por la mojada cubierta. Había menos de tres metros hasta la barandilla. Una vez allí, lo sujeté por los hombros, lo levanté de cara a la barandilla y lo dejé encorvado sobre el pasamano. Después lo agarré por las piernas, las levanté por encima de mi cabeza y el cuerpo empezó a deslizarse cabeza abajo por la parte exterior del costado del barco.

El chapoteo producido por la caída del cuerpo en el agua pudo haberse oído a más de diez metros. Sin embargo, ninguno de los individuos que estaban debajo de la lona lo oyó.

Volví corriendo al lugar donde había dejado al doctor Caroline. Todavía estaba sentado en los primeros peldaños de la escalera. Es posible que estuviera obedeciendo la orden que yo le había dado, pero probablemente se sentía demasiado asustado para moverse.

—En seguida, deme su peluca —le dije.

—¿Qué?

Mi segunda suposición era la acertada. Estaba aterrado.

—¡Su peluca!

No es cosa fácil gritar cuchicheando, pero casi lo hice.

—¿Mi peluca? Pero si está pegada…

Me incliné hacia él, introduje los dedos en aquella barda circunstancial y tiré. Estaba perfectamente encolada. La mueca de dolor y la resistencia que ofreció la peluca me demostraron que Caroline había dicho la verdad. La peluca parecía cosida al cráneo. Pero no era el momento de perder el tiempo en consideraciones.

Le tapé la boca con la mano izquierda y tiré salvajemente con la derecha. Una lapa del tamaño de un plato sopero no hubiera ofrecido más resistencia que aquella peluca, pero por fin se desprendió. No sé el dolor que sintió el doctor Caroline. Sólo sé que me costó un gran esfuerzo y que sus dientes casi me atravesaron la palma de la mano.

El fusil estaba todavía en sus manos. Se lo arrebaté, me volví y permanecí inmóvil. Por segunda vez en un minuto pude ver la cortina de agua de la lluvia a través del haz vertical de luz de una linterna. Aquello sólo podía significar que alguien estaba subiendo por la escalera.

Llegué a la borda del buque en tres grandes zancadas, dejé la peluca en el imbornal, deposité el fusil encima, volví corriendo a la escalera, hice ponerse de pie a doctor Caroline y lo empujé hacia el almacén del sobrecargo, que estaba a menos de tres metros de la escalera hacia el interior. La puerta estaba todavía medio cerrada, cuando apareció Carreras sobre la brazola, pero su linterna no estaba enfocada en nuestra dirección. Cerré la puerta sin hacer ruido dejando sólo una estrecha abertura por donde poder seguir observando.

Carreras iba seguido muy de cerca por otro individuo que también llevaba una linterna. Los dos se encaminaron directamente hacia el costado del barco y se acercaron a la barandilla. Vi proyectarse la luz de la linterna de Carreras en la barandilla y después en el imbornal. Entonces oí una exclamación de Carreras al mismo tiempo que se inclinaba sobre el imbornal. Un momento después se levantó con la peluca y el fusil en la mano. Le oí decir unas palabras que repitió varias veces. Después se dirigió a su compañero, pero lo hizo en español y no pude entender una palabra. Examinó la parte interna de la peluca, señalando algo con el foco de la linterna, movió la cabeza con un gesto que podía haber sido de sentimiento, pero que probablemente era de exasperada irritación, tiró la peluca por la borda y volvió a la bodega sin abandonar el fusil ametrallador. Su compañero lo siguió.

—Nuestro amigo no parece muy contento —murmuré.

—¡Es un demonio!

La voz del doctor Caroline temblaba. Empezaba a darse cuenta de lo providencial de su salvación, de lo cerca que había estado de la muerte.

—Ya lo ha oído. Ha muerto uno de sus hombres y lo único que se le ha ocurrido ha sido llamarlo idiota, echándose a reír cuando el otro le ha sugerido que se registrara el barco para buscarlo.

—¿Entiende usted el español?

—Bastante bien. Dijo algo así como: «Parece que ese idiota ha obligado a Caroline a venir hasta aquí para que se diera cuenta de lo que le esperaba». Cree que yo me revolví contra su compinche, me agarré a su fusil, y en la lucha, antes de que los dos cayéramos por la borda, me arrancó la peluca. Había algunos mechones pegados en la parte interna de la peluca.

—Lo siento, doctor Caroline.

—¡Buen Dios, sentir eso! Usted ha salvado la vida de todos. La mía, seguro…

El doctor Caroline era un hombre de nervios resistentes. Se iba recobrando rápidamente del susto. Confié en que sus nervios fueran realmente fuertes, pues iba a necesitarlos para resistir los acontecimientos que iban a sucederse en las próximas horas.

—Han sido esos mechones de pelo lo que le han convencido de que ha acabado conmigo…

No dije nada y prosiguió:

—Por favor, ¿quiere decirme exactamente qué es lo que sucede?

Durante los cinco minutos siguientes, mientras yo vigilaba por aquella abertura de la puerta, el doctor Caroline me abrumó a preguntas que yo contesté tan rápidamente como pude. Poseía un cerebro inteligente e incisivo, lo cual me sorprendió vagamente, aunque después pensé que era una reacción estúpida por mi parte. No se escoge a un cualquiera para dirigir un Instituto dedicado al estudio de una nueva arma atómica. Supongo que lo cómico de su nombre y la breve visión que había tenido de él la noche anterior —un hombre atado de pies y manos en su cama y mirando la luz de una linterna con los ojos enormemente abiertos parece cualquier cosa menos una gran personalidad— había impreso en mí, inconscientemente, una idea errónea de su valía. Al final de aquellos cinco minutos, sabía él tanto de los pasados acontecimientos como yo mismo. Lo que ignoraba era qué iba a ocurrir, pues no tuve valor para contárselo. Me estaba contando unos detalles de su rapto cuando aparecieron Carreras y su acompañante.

Pusieron las barras en su sitio, ataron la lona y se alejaron en dirección a la proa del buque. Supuse que aquello quería decir que el fulminante de las otras dos bombas auxiliares de relojería había sido colocado. Quité el envoltorio de goma de la linterna, miré a mi alrededor, recogí unas herramientas y apagué la luz.

—Bien —dije a Caroline—. Vamos.

—¿Dónde?

No le atraía la idea de ir a ninguna parte y después de lo que había pasado yo no podía reprochárselo.

—Tenemos que volver corriendo a la bodega… Es posible que no lleguemos a tiempo.

Dos minutos más tarde, con las barras y la lona colocadas en su sitio de la mejor manera posible, por encima de nuestras cabezas, estábamos en el fondo de la bodega.

No necesitaba haberme molestado en traer herramientas, pues Carreras había dejado las suyas descuidadamente diseminadas por el suelo. No se había preocupado de recogerlas porque nunca tendría que volver a utilizarlas.

Di la linterna al doctor Caroline para que la sostuviera, cogí un destornillador y me puse a trabajar en la tapa del ataúd.

—¿Qué se propone hacer? —me preguntó el doctor Caroline, cada vez más nervioso.

—Ya puede ver lo que estoy haciendo.

—¡Por Dios, tenga cuidado! ¡Ese aparato está armado!

—Sí, ya lo sé. ¿A qué hora sonará ese «despertador»?

—A las siete. Pero no es seguro… Es muy inestable… ¡Buen Dios, Cárter, yo lo sé!

Apoyó su mano temblorosa en mi brazo. Tenía la cara contraída en una expresión de viva ansiedad.

—El estudio del proyectil no estaba terminado cuando lo robaron. El mecanismo de percusión solamente se encontraba en estado experimental. Las pruebas demostraron que el muelle de retención en un conmutador de vibración era demasiado débil. El «Torcedor» es absolutamente seguro, normalmente, pero este conmutador de vibración entra en circuito cuando está armado.

—¿Y entonces?

—Un empujón, un golpe, la más ligera caída, cualquier cosa, podría vencer la tensión del muelle estableciendo un cortocircuito y haciendo funcionar el mecanismo de percusión… Quince segundos más tarde estallaría la bomba.

No lo había notado hasta entonces, pero hacía mucho más calor en la bodega que en la cubierta. Levanté una manga empapada con el propósito poco inteligente de secarme el sudor de la frente.

—¿Le ha dicho eso a Carreras?

El calor afectaba también mi voz, pues sonaba como un graznido áspero y fatigoso.

—Se lo dije, pero no me escuchó. Creo que Carreras está un poco loco, y hasta más de un poco. Parece estar totalmente dispuesto a correr ese riesgo. Y tiene al «Torcedor» cuidadosamente envuelto en algodón en rama y unas mantas a fin de evitar cualquier posibilidad de un golpe brusco.

Lo miré unos momentos sin verlo realmente y continué mi tarea empezando a destornillar el segundo tornillo. Parecía estar mucho más apretado que el anterior, pero quizás era debido a que yo no imprimía al destornillador tanta fuerza ni tanta precisión como antes. No obstante, en tres minutos tuve todos los tornillos fuera. Levanté la tapa otra vez, la puse a un lado, retiré con mucho cuidado un par de mantas y apareció ante nuestra vista el «Torcedor». Realmente parecía un artefacto diabólico.

Me erguí y cogí la linterna de las manos de Caroline y le pregunté:

—Está armado, ¿verdad?

—Desde luego.

—Ahí están sus herramientas… Desarme su condenado trasto.

Caroline me miró. Su cara perdió repentinamente toda su expresión.

—¿Para eso hemos venido?

—¿Para qué, pues, habíamos de venir? Ande, dese prisa.

—No puedo.

—¿Que no puede?

Lo cogí por un brazo con no mucha delicadeza.

—Mire, amigo. Usted ha armado ese maldito artefacto. Ahora desármelo, eso es todo.

—Imposible.

En su voz había un tono que me sorprendió:

—Una vez armado se cierra el mecanismo y queda en posición… Se necesita una llave… Y esa llave la tiene Carreras en su poder.