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JUEVES, 4 TARDE - 10 NOCHE

Me desperté muy tarde, a eso de las cuatro. Todavía quedaban cuatro horas de sol, pero las luces de la enfermería ya estaban encendidas y el cielo se veía obscuro, casi como si fuese de noche. Una lluvia oblicua caía torrencialmente de unos nubarrones negros, muy bajos, e incluso a través de las puertas y ventanas cerradas podía oír el ruido agudo, parecido en parte a un silbido y en parte al zumbido de una sirena, del viento que se colaba con la fuerza de una galerna por entre los aparejos y los mástiles.

El Campari soportaba un terrible vapuleo. Todavía navegaba de prisa, muy de prisa, demasiado tal vez para las condiciones atmosféricas reinantes y se iba abriendo paso por un mar revuelto, cuyas olas, densas y agitadas, iban a estrellarse contra la quilla por la parte de estribor. De todos modos, no eran olas gigantescas ni de un volumen desacostumbrado en una tormenta tropical. De esto estaba yo completamente seguro. Aquello ocurría porque el Campari corría a marchas forzadas por un mar enfurecido, que parecía que lo iba a partir de un momento a otro. Se balanceaba con un movimiento de espiral, un movimiento que oprime el casco de un barco con la máxima presión. Con una regularidad sorprendente el Campari se abalanzaba por estribor a un mar creciente, describiendo un arco y deslizándose por encima hacia babor al ser levantado por la ola. Entonces se precipitaba violentamente hacia adelante y resbalaba a estribor a medida que la ola que lo había alzado se desvanecía y chocaba crujiendo de una manera espantosa y frenándose convulsivamente al montarse sobre la ola inmediata. En esa colisión entre el agua y el hierro, las planchas y remaches del Campari se estremecían unos segundos a lo largo de toda su estructura. No había duda de que los astilleros de Clyde que lo había construido habían llevado a cabo un trabajo concienzudo. Pero seguramente no habían previsto que un día caería en manos de unos maníacos. Incluso el acero puede partirse.

—Doctor Marston —dije—, intente llamar a Carreras por ese teléfono.

—¡Hola! ¿Ya despierto? —dijo moviendo la cabeza—. He estado curándole hace una hora. Está en el puente y dice que permanecerá allí toda la noche, si es necesario. Y que no está dispuesto a reducir más la velocidad. La ha bajado a quince nudos.

—Ese hombre está loco. Gracias a Dios tenemos unos magníficos estabilizadores. Si no fuera por ellos, estaríamos dando volteretas.

—¿Podrán resistir mucho esta situación? —preguntó Marston.

—Me parece muy poco probable. ¿Cómo están el capitán y el sobrecargo?

—El capitán está todavía durmiendo y aún delira, pero respira con más facilidad. Y a nuestro amigo Mac Donald se lo puede preguntar usted mismo.

Me volví un poco en la cama. El sobrecargo estaba despierto y al ver que lo miraba me hizo un guiño. Marston dijo:

—Ya que los dos están despiertos, ¿no les importara, que me vaya al dispensario una hora, a echar una cabezada? Creo que podré hacerlo.

Sí podría, desde luego. Estaba exhausto y muy pálido.

—Lo llamaremos si ocurre algo.

Miré cómo se marchaba y pregunté a Mac Donald:

—¿Le ha sentado bien el sueño?

—Sí, pero me estoy aburriendo en la cama. Quería levantarme, pero el doctor se ha puesto un poco pesado…

—¿Le sorprende? Ya sabe que tiene usted la rótula fracturada y pasarán unas semanas antes de que pueda volver a andar adecuadamente.

Nunca volvería a andar como antes.

—Sí, es un inconveniente. El doctor Marston me ha estado hablando de ese tipo de Carrera y sus planes. Ese hombre está chiflado.

—Desde luego, está chiflado. Pero chiflado o no, ¿qué lo detendrá?

—El tiempo, quizás. Hace un tiempo asqueroso ahí fuera.

—El tiempo no lo detendrá. Tiene uno de esos caracteres fanáticos, de ideas fijas. Pero yo podría hacer un pequeño intento.

—¿Usted?

Mac Donald había levantado la voz, pero la bajó hasta convertirla casi en un murmullo.

—¿Usted? ¿Con el fémur hecho cisco? ¿Cómo diablos podría intentarlo?

—No tengo nada roto.

Le conté lo de la simulación de mi fractura.

—Creo que podré andar por ahí si no tengo que subir y bajar mucho.

—Ya veo… ¿Tiene algún plan?

Se lo expliqué. Debió creer que yo estaba tan loco como Carreras. Hizo todo cuanto le fue posible para disuadirme, pero finalmente aceptó lo inevitable y aún me hizo algunas sugerencias. Estábamos todavía discutiendo mi plan en voz baja cuando se abrió la puerta de la enfermería y un centinela introdujo a Susan Beresford cerrando la puerta y marchándose.

—¿Dónde ha estado usted todo el día? —le pregunté inquisitivamente.

—He visto los cañones.

Estaba pálida y cansada y parecía haber olvidado que se había enfadado conmigo por mi cooperación con Carreras.

—Ha montado uno grande en la popa y uno más pequeño en la proa, a estribor. Ahora están cubiertos con unas lonas. El resto del día lo he pasado con mamá y papá y los demás.

—¿Y cómo están nuestros pasajeros? —pregunté—. ¿Dando saltos, nerviosos, al verse enjaulados o se lo toman como una atracción más del Campari, una espléndida aventura preparada de la que podrán hablar toda su vida? Estoy seguro de que muchos de ellos se habrán sentido muy aliviados al saber que Carreras no los retiene para lograr un rescate.

—Muchos de ellos no se preocupan por esto o por aquello —dijo ella—. Están tan mareados que no pueden preocuparse de si vivirán o morirán. Yo misma me encuentro casi en ese estado, se lo aseguro.

—Ya se acostumbrará —dije duramente—. Todos ustedes se acostumbrarán… Querría que usted me hiciera un favor.

—¿Qué, John?

El sumiso murmullo de su voz, que se notaba realmente cansada, y el uso de mi nombre de pila me hicieron mirar rápidamente al sobrecargo. Parecía ocupado en examinar una parte del techo que no tenía nada que examinar.

—Haga que le den permiso para ir a su camarote. Diga que tiene que ir a buscar unas mantas, pues la noche pasada sintió mucho frío. Oculte entre las mantas el traje que usa su padre para el comedor. No el tropical, sino el obscuro. Por lo que más quiera, que no la vean. ¿Tiene usted algunos vestidos de color obscuro?

—¿Vestidos de color obscuro? —preguntó la muchacha—. ¿Por qué?

—¡Por san Pedro! —exclamé exasperado en voz baja—. Contésteme…

—Un vestido negro.

—Tráigalo también.

Me miró fijamente:

—¿No le importaría decirme para qué?

Se abrió la puerta y entró Toni Carreras, balanceándose fácilmente sobre el suelo inclinado y movible. Llevaba debajo del brazo una carta de navegación, salpicada de gotas de agua.

—Buenas noches.

Saludó con cierta jovialidad, pero estaba muy pálido.

—Cárter, le traigo un poco de trabajo, de parte de mi padre. Rumbo y posiciones del Fort Ticonderoga a las ocho de la mañana, al mediodía y a las cuatro de la tarde de hoy. Señálelos y compruebe si el Ticonderoga se encuentra en el rumbo previsto.

—¿El Fort Ticonderoga es el barco que vamos a interceptar?

—¿Cuál otro si no?

—Pero…, pero las posiciones… —dije estúpidamente—. ¿Cómo demonios las conoce usted? No me diga que el Ticonderoga está enviando su posición… ¿Están también los operadores de radio de ese barco a las órdenes de su padre?

—Mi padre piensa en todo —repuso calmosamente, Toni Carreras—. Literalmente en todo. Ya le dije que es un hombre muy inteligente. Usted sabe que vamos a ordenar al Ticonderoga que se detenga y nos haga entrega de su preciosa carga. ¿Cree usted que queremos que lancen un S.O.S. cuando les disparemos un cañonazo de aviso por encima de su chimenea? Los oficiales radiotelegrafistas del Ticonderoga sufrieron un ligero accidente antes de que el barco saliera de Inglaterra y tuvieron que ser remplazados por…, bueno…, por otros hombres más apropiados.

—¿Un ligero accidente? —preguntó Susan despacio.

Aunque mareada y reflejándose en su rostro la emoción con el color del papel, no se notaba en ella ningún temor hacia Carreras.

—¿Qué accidente?

—Un accidente que puede sucedemos fácilmente a cualquiera de nosotros, Miss Beresford.

Toni Carreras sonreía todavía, pero había algo en él que ya no le hacía aparecer encantador ni juvenil. Yo no podía observar realmente ninguna expresión en su cara; todo cuanto podía ver eran sus ojos curiosamente aplanados. Estaba más seguro que nunca de que en los ojos de Carreras había algo extraño, algo que no iba bien, y más que nunca también estaba seguro de que aquella anomalía radicaba no solamente en los ojos, sino en algún lugar más profundo de su ser.

—Nada serio, se lo aseguro.

Quería decir con ello que no habían sido asesinados más de una vez.

—Uno de los sustitutos es no solamente un radiotelegrafista, sino un experto marino. No vi razón alguna, pues, para no aprovechar la oportunidad de poder estar bien informados de la exacta posición del Ticonderoga de hora en hora.

—Su padre no deja nada al azar —admití—. Excepto que da la sensación de tener que depender de mí en este barco, como experto marino.

—No pensó…, no pudimos pensar que todos los demás oficiales de cubierta, en el Campari iban a ser tan tontos… Nosotros, mi padre y yo, no somos partidarios de matar…

Otra vez el tono inconfundible de sinceridad, pero yo ya había empezado a preguntarme si no habría alguna grieta en la campana.

—Mi padre es también un marino muy experto, pero desgraciadamente tiene las manos muy torpes. Es el único marino profesional que tenemos.

—¿El resto de sus hombres no lo son?

—¡Oh, no! Pero sirven muy bien para observar a los marinos profesionales y hacerles cumplir su cometido debidamente.

Estas noticias eran alentadoras. Si Carreras persistía en mantener aquella marcha a pesar de la tormenta todo el que no fuese un marino profesional iba a ponerse muy enfermo. Aquello podría ayudar a facilitar mi trabajo durante la noche.

—¿Qué van a hacer con nosotros cuando se hayan apoderado de ese maldito oro?

—Transbordarlos al Ticonderoga —dijo perezosamente—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—¿Sí? —me mofé—. Inmediatamente podremos notificar a todos los barcos que el Campari

—¡Notifíquenselo a quien quiera! —dijo plácidamente—. ¿Cree usted que estamos locos? Nosotros abandonaremos al Campari la misma mañana, pues otro vapor estará preparado muy cerca. Miguel Carreras piensa en todos los detalles.

No dije nada y concentré mi atención en la carta, mientras Susan pedía permiso para ir a buscar unas mantas. Carreras, sonriendo, le dijo que la acompañaría y abandonaron juntos la habitación. Cuando volvieron a los cinco minutos, yo ya había estudiado las posiciones y el rumbo en la carta y me había percatado de que el Ticonderoga se hallaba, efectivamente, en el rumbo previsto. Devolví la carta a Carreras con aquella información. Me dio las gracias y salió.

Trajeron la cena a las ocho. No era una comida como las que prestigiaban al Campari. Antoine no estaba en su mejor forma cuando las cosas se le ponían en contra. Pero, de todos modos, era un menú digno de un nabab. Susan no comió nada. Sospeché que se había mareado más de una vez, pero no hizo ninguna mención de ello. A pesar de ser hija de millonarios o no, no era una niña llorona ni se compadecía a sí misma, que era, precisamente, lo que yo suponía de la hija de los Beresford.

Yo tampoco tenía ganas de comer. Sentía en el estómago como un nudo que, desde luego, no tenía nada que ver con el violento balanceo del Campari. Pero ante la idea de que iba a necesitar todas las energías que mi cuerpo pudiera almacenar, hice una buena comida. Mac Donald comió como si no hubiera visto un manjar en una semana; Bullen seguía durmiendo bajo los efectos del sedante y se movía inquieto contra las correas de seguridad que le sujetaban a la cama respirando muy agitado y gruñendo continuamente.

A las nueve, Marston me preguntó:

—¿La hora del café, John?

—La hora del café —asentí.

Las manos de Marston no parecían muy firmes. Después de muchos años de consumir cada noche casi una botella entera de ron, sus nervios no estaban muy a propósito para estas cosas.

Susan trajo cinco tazas de café, de una en una, ya que el violento balanceo del Campari y las bruscas sacudidas que sufría al precipitarse de repente en el vacío que dejaban las olas al retirarse, hacía totalmente imposible traerlas todas a la vez. Una para ella, otra para Mac Donald, otra para Marston, una para mí y la última para el centinela, el mismo que había estado de guardia la noche pasada. Para nosotros cuatro, azúcar. Para el centinela, una cucharada de un polvo que había traído Marston del dispensario. Susan le llevó su taza.

—¿Cómo está nuestro amigo? —le pregunté cuando volvió a entrar.

—Casi tan verde como yo.

Susan intentó sonreír, pero no logró que la sonrisa aflorase a su rostro.

—Ha parecido muy contento al tomárselo.

—¿Dónde está?

—En el pasillo. Sentado en el suelo, recostado contra un rincón y con un fusil sobre las rodillas.

—¿Cuánto tarda ese mejunje en hacer su efecto, doctor?

—Si se lo bebe todo de un sorbo, unos veinte minutos. Y no me pregunte cuánto durarán los efectos. Varía tanto según las personas, que no tengo ni idea. Lo mismo puede durar media hora que tres horas. Nunca puede uno estar seguro de estas cosas.

—Usted ha hecho todo cuanto podía. Ahora no falta más que una cosa… Quíteme estos vendajes exteriores y estas condenadas varillas.

Miró nerviosamente hacia la puerta.

—Si alguien entrara…

—Ya hemos pasado por todo eso —dije, impaciente—. Aún arriesgándonos en una posibilidad y perdiéndola no estaríamos peor de lo que hemos estado antes. Quítemelos…

Marston cogió una silla, se sentó, metió la punta de sus tijeras bajo el vendaje sujetando las tablillas en su sitio y dio media docena de cortes. Los vendajes cayeron, las tablillas quedaron sueltas y entonces la puerta se abrió. Unos segundos interminables y Toni Carreras estaba al lado de mi cama. Parecía más pálido que la última vez que lo había visto.

—El buen médico cura de noche, ¿eh? —dijo irónicamente—. ¿Dificultades con su paciente, doctor?

—¿Dificultades? —dije yo con más ironía.

Tenía los ojos medio cerrados, los labios apretados y los puños fuertemente cerrados descansando sobre el cubrecama. Cárter estaba agonizando. Procuré no exagerar demasiado.

—¿Está loco su padre, Carreras? —preguntó el doctor Marston, indignado.

Cerré los ojos y me estiré profiriendo casi un alarido al echarse el Campari hacia adelante con una terrible sacudida en el agujero profundísimo que había dejado al retirarse una ola muy grande, que hizo tambalearse a todos, incluso Carreras. Aun a través de las puertas cerradas e incluso sobre la barahúnda del viento enfurecido y sobre el chapoteo persistente de la lluvia azotada por la galerna, el impacto sonó como un cañonazo y no como un cañonazo distante, precisamente.

—¿Intenta destruirnos a todos? En nombre de Dios, ¿por qué no puede reducir la marcha?

—Mr. Cárter está sufriendo unos dolores terribles —dijo el doctor Marston con calma.

Cualesquiera que fueran sus defectos como médico, era rápido de reflejos y captaba al vuelo lo que se le quería decir. Cuando uno miraba a aquellos ojos azules, firmes e inteligentes bajo la magnífica melena de cabellos blancos, era imposible no creer en él.

—Agonía, sería una expresión más adecuada. Tiene, como usted sabe, el fémur fracturado por diversos puntos.

Con sus dedos delicados tocó el vendaje manchado de sangre que había estado oculto por las tablillas y el vendaje exterior para que Carreras pudiera apreciar la gravedad de las heridas.

—Cada vez que el barco da una sacudida violenta, los extremos fracturados del hueso chocan unos contra otros. Ya puede imaginarse lo que es eso. Estoy tratando de reajustar y apretar las fracturas e inmovilizar completamente la pierna. Es una tarea muy difícil para un hombre solo en estas condiciones. ¿Le importaría echarme una mano?

En un segundo reconsideré mi opinión sobre la astucia de Marston. No había duda de que había querido alejar cualquier sospecha que pudiera tener Carreras, pero no había podido ocurrírsele nada peor. Si Carreras ofrecía su ayuda y se quedaba un rato en la enfermería, al salir encontraría roncando al centinela en el pasillo.

—Lo siento.

La música de Beethoven nunca sonó tan dulce como sonó en mis oídos la voz de Carreras diciendo estas palabras:

—No puedo esperar. El capitán Carreras está haciendo su inspección. De todos modos, para esto está aquí Miss Beresford. Si no hay otra solución empapelo en morfina.

Cinco segundos más tarde se había marchado.

Marston enarcó las cejas al mirarme.

—Menos amable que antes, ¿no le parece, John? ¿Una sombra en la simpatía que siempre le mostraba?

—Está preocupado —dije—. También tiene un poco de miedo y quizá, bendito sea Dios, el mareo ha hecho presa de él. Pero, no obstante, es muy fuerte. Susan, vaya a recoger la taza del centinela y cerciórese de que el amigo Carreras se ha ido realmente.

Susan volvió en seguida.

—Se ha marchado. El campo está libre.

Saqué las piernas por uno de los lados de la cama y me puse en pie. Un instante después me había desplomado pesadamente al suelo. No había visto los pies de hierro de la cama de Mac Donald. Cuatro cosas habían sido responsables de esto; la súbita inclinación de la cámara al caer el Campari en el vacío de una ola, la rigidez de las piernas, el agarrotamiento de mi pierna izquierda y el punzante dolor que me había cruzado el muslo tan pronto como el pie había tocado el suelo. Agarrándome a la cama del sobrecargo, me sostuve sobre mis pies y lo intenté de nuevo. Marston me tenía cogido el brazo derecho y aún necesitaba toda la ayuda que pudiera lograr. Me senté pesadamente sobre mi cama. La cara de Mac Donald no mostraba ninguna expresión. Susan parecía como si fuera a llorar de un momento a otro. Por alguna razón aquello hizo que me sintiera mejor.

Cabeceé hacia adelante como una mecedora. Me agarré a los pies de la cama y lo intenté otra vez.

Aquello no era agradable. Yo no estaba hecho de hierro. Los bandazos del Campari me hacían tambalear como un borracho, pero logré sostenerme y noté que la sensación de rigidez que había experimentado al principio empezaba a desaparecer. Incluso la debilidad de la pierna izquierda, que tanto me había asustado, podía ignorarla en cierto grado. Pero aquel dolor no podía ignorarlo. Yo no estaba hecho de hierro; tenía un sistema nervioso para transmitir el dolor igual que cualquier persona y el mío estaba funcionando hacía tiempo a todo rendimiento. Creí que podría resistir el dolor, pero cada vez que ponía el pie en el suelo, sentía como si me aplicaran al muslo un cable de alta tensión y toda la pierna se me estremecía en una convulsión ardiente que me dejaba casi sin sentido. Unos pocos pasos más así y perdería el sentido. Supuse, vagamente, que aquello tendría algo que ver con la gran cantidad de sangre que había perdido. Me senté otra vez.

—Métase otra vez en la cama —me ordenó Marston—. Esto es una locura. Va a tener que estar tendido toda la semana, por lo menos.

—¡Oh, el bueno de Toni Carreras! —dije.

Sentía que la cabeza se me iba un poco. Aquello era un hecho.

—Inteligente muchacho ese Toni. Tuvo una gran idea… Su aguja hipodérmica, doctor. Morfina para mi pierna. Empapela toda de ese mejunje. Usted ya sabe… A un jugador de fútbol con una pierna lesionada le ponen una inyección y sale corriendo otra vez.

—Ningún jugador de fútbol ha salido nunca a jugar con tres balazos en una pierna —gruñó Marston.

—No lo haga, doctor Marston —dijo Susan apresuradamente—. Por favor, no lo haga. Si no, seguramente, se matará el mismo.

—Sobrecargo, ¿qué hago? —inquirió Marston.

—Dele esa inyección, señor —repuso con calma Mac Donald—. Mr. Cárter sabe lo que tiene que hacer.

—¡Mr. Cárter sabe lo que tiene que hacer! —remedó Susan, furiosa.

Fue al lado del sobrecargo y lo miró fijamente:

—Es fácil para usted permanecer ahí echado y decir que él sabe lo que tiene que hacer. Usted no tiene que levantarse y salir para que lo maten, o para caer muerto por la pérdida de sangre.

—Desde luego que no, señorita —contestó el sobrecargo sonriendo—. No me pescará usted corriendo un riesgo semejante…

—Lo siento, Mr. Mac Donald.

Miss Beresford se sentó, abrumada, en el borde de su cama.

—Estoy avergonzada. Ya sé que si usted no estuviera tan mal… Pero, mírelo a él. No puede tenerse siquiera de pie… ¿Cómo ha de poder andar? Se matará él mismo, se lo advierto… ¡Se matará!

—Quizá. Pero no habrá hecho más que anticiparse una par de días —dijo quedamente Mac Donald—. Yo lo sé y Mr. Cárter también lo sabe. Los dos sabemos que ningún pasajero ni ningún tripulante del Campari vivirá mucho tiempo, a menos que alguien pueda hacer algo. Usted no pensará, Miss Beresford, que Mr. Cárter está haciendo todo eso por mera distracción, ¿eh?

Marston me miró con una expresión inquieta.

—Usted y el sobrecargo han estado hablando de algo de lo que yo no tengo ni idea, ¿verdad?

—Se lo diré cuando vuelva.

—Si vuelve.

Entró en el dispensario y volvió en seguida con una jeringa. Me inyectó un líquido pálido.

—Hago esto contra mis principios. Matará el dolor. Estoy seguro. Pero también le permitirá esforzar excesivamente la pierna provocando un daño irreparable.

—No será tan irreparable como la muerte. Fui cojeando hasta el dispensario. Saqué el traje de Beresford de entre la pila de mantas que Susan había ido a buscar y me vestí tan rápidamente como mi pierna me lo permitiera y los bandazos del Campari me ayudaran. Me levantaba el cuello de la chaqueta cruzándome las solapas sobre el pecho con una aguja imperdible cuando entró Susan. Con una calma anormal dijo:

—Le está muy bien. La chaqueta resulta un poco estrecha.

—Esto es mejor que exhibirse en la cubierta superior en plena noche con uniforme blanco. ¿Dónde está ese vestido negro del que me habló? —Aquí.

Tiró de la manta del fondo y lo sacó de entre sus pliegues.

—Gracias.

Miré la etiqueta: «Balenciaga». Haría una buena máscara. Cogí el dobladillo del vestido entre mis manos, la miré, vi su gesto y rasgué. Un dólar cada punto. Corté un cuadrado muy irregular, lo doblé en triángulo y me cubrí la cara por debajo de los ojos atándome los extremos por detrás de la cabeza.

Otra rasgadura y otro pedazo cuadrado de tela con la que me cubrí la frente y la cabeza, dejando sólo los ojos al descubierto. El brillo pálido de mis manos siempre tendría medio de ocultarlo.

Entonces Susan dijo:

—Así, ¿no hay nada que pueda detenerle?

—Yo no diría eso.

Sentí que aumentaba un poco el peso de la pierna izquierda y me dije que empezaba a adormecerse.

—Muchas cosas pueden detenerme. Uno cualquiera de esos cuarenta y dos hombres armados con fusiles y con metralletas, si me ve…

Susan miró lo que quedaba de su «Balenciaga».

—Rompa un pedazo para mí, ya no tiene remedio.

—¿Para usted?

La miré. Estaba tan pálida como yo.

—¿Para qué?

—Voy a ir con usted.

Señaló sus vestidos: el suéter azul marino y los pantalones.

—No fue difícil adivinar para que quería usted el traje de papá. No creerá que cambié estas ropas para nada.

—No supongo eso.

Rompí otro pedazo de tela.

—Aquí lo tiene.

—Bien.

Se quedó inmóvil con la tela en la mano.

—Igual que ése, ¿eh?

—Eso es lo que usted me ha pedido.

Me miró lentamente de arriba abajo, sacudió la cabeza y se anudó la tela. Yo empecé a cojear hacia la enfermería. Ella me siguió.

—¿Adónde va, Miss Beresford? —preguntó ásperamente Marston—. ¿Por qué lleva esa capucha?

—Va a venir conmigo —contesté—. ¿No ha oído que lo ha dicho ella?

—¿Que va a ir con usted? ¿Y usted se lo va a permitir?

Marston se mostraba horrorizado.

—Esto es ir a buscar la muerte.

—Es más que probable —asentí.

Algo, probablemente la anestesia, me estaba produciendo un efecto extraño, me sentía enormemente ligero y tranquilo.

—Pero, como ha dicho el sobrecargo, ¿qué supone morir dos días antes? De todas maneras, necesitaré alguien que pueda moverse rápidamente y con ligereza para reconocer el terreno. Déjenos una de sus linternas, doctor.

—Me opongo enérgicamente a esa barbaridad… —Déjele la linterna— interrumpió Susan. El doctor se quedó mirándola. Dudó un instante, exhaló un suspiro y se marchó. Entonces Mac Donald me hizo una seña para que me acercara.

—Siento no poder acompañarle, señor. Esto puede hacerle falta…

Me puso en la mano una navaja marinera, de hoja ancha y afilada, que se cerraba por un lado y por el otro tenía una cuchilla en forma de hoz que terminaba en una punta larga y casi tan aguda como una aguja.

—Si tiene que utilizarla, hiera con la punta teniendo la hoja cerrada en su mano. —Me acordaré de esto.

Abrí la navaja y vi que Susan me miraba con los ojos muy abiertos.

—Usted…, ¿usted es capaz de usar ese cuchillo? —Sígame, si quiere… La linterna, doctor Marston.

Me metí la linterna en el bolsillo, y con la navaja preparada en la mano pasé por la puerta del dispensario. No dejé que se cerrara tras de mí. Estaba seguro de que Susan me seguiría.

El centinela, sentado en el suelo y recostado contra la pared en un rincón del pasillo, estaba durmiendo. Tenía la carabina automática sobre las rodillas. Sentí una gran tentación, pero la vencí. Un centinela dormido atraería sobre sí unas cuantas imprecaciones y hasta tal vez unos golpes, pero un centinela dormido y sin su fusil, provocaría una alarma y se organizaría una batida en gran escala por todo el buque.

Me costó dos minutos subir la escalera hasta la cubierta «A». Los peldaños eran muy bajos, pero mi pierna, rígida y muy débil, no respondía a mis intentos de convencerme a mí mismo que el dolor me estaba desapareciendo. Además, el Campari daba unos bandazos tan violentos que una persona sana hubiera tenido que esforzarse para subir sin ser lanzado en una sacudida de aquellas por los peldaños de la escalera. El Campari, además, iba inclinado, pero con un movimiento en espiral aún más exagerado y grandes montañas de agua lanzadas al aire se rompían contra la cubierta inferior y volvían al mar deslizándose por los lados.

A unos centenares de millas del centro de un huracán —no necesitaba barómetro ni predicciones meteorológicas para saber qué estaba ocurriendo mar adentro— es la marejada creciente lo que indica la dirección del vértice, y nos estábamos aproximando a él más de la cuenta para sentirnos cómodos. La dirección del viento indicaba perfectamente el centro.

Navegábamos a unos veinte grados Este-Norte y el viento soplaba de frente. Aquello significaba que el huracán estaba al Este de nosotros, un poco al Sur; todavía a cierta distancia y recorriendo la dirección Noroeste, un rumbo más septentrional de lo corriente. El Campari y el huracán seguían más que nunca una ruta que indefectiblemente les llevaría a una colisión. Calculé que el viento soplaba con una fuerza de ocho a nueve, según la vieja escala de Beaufort. Aquello situaba a menos de cien millas al centro de la tormenta. Si Carreras mantenía el rumbo que seguíamos y a la misma velocidad las preocupaciones de todos, tanto las de él como las nuestras, terminarían pronto.

Al final de la segunda escalera me detuve unos momentos para recobrar energía y me apoyé en el brazo de Susan. Entonces, tambaleándome, me dirigí hacia el salón a unos diez metros de allí en dirección a la popa. Apenas había empezado a andar dando traspiés, cuando me detuve. Algo iba mal.

Incluso en el estado lamentable en que me encontraba, no me costó mucho averiguar la causa. En una noche normal, el Campari aparecía en el mar como un árbol de Navidad iluminado; esta noche, todas las luces de la cubierta estaban apagadas. Otro ejemplo de la cautela de Carreras para evitar riesgos, aunque esta vez sus precauciones eran innecesarias y exageradas. Desde luego, él no deseaba ser visto, pero, en una galerna como aquella, nadie podría verlo, aunque hubiera habido otro barco cercano siguiendo el mismo rumbo, lo cual era imposible, a menos que su capitán hubiese perdido el juicio. Pero aquello favorecía mis planes. Seguimos nuestra marcha sin precauciones por no hacer ruido. Con el aullido del viento, el martilleo incesante y estrepitoso de la lluvia torrencial y el ruido tremendo y repetido del chocar de las olas contra el casco, nadie podría oírnos aunque estuviera a medio metro de distancia de nosotros.

Las ventanas rotas del salón habían sido burdamente tapadas con unas tablas. Con mucho cuidado para no cortarme la yugular o sacarme un ojo con las astillas de vidrio que habían quedado, apoyé la cabeza en una de aquellas tablas y miré por una grieta.

Las cortinas estaban echadas por dentro, pero el viento las movía hacia todos lados continuamente. Un minuto me bastó para ver lo que quería, aunque lo que vi no podía servirme de nada. Los pasajeros estaban amontonados en un extremo de la habitación, algunos de ellos tendidos apretadamente en unos cuantos colchones unidos, y otros sentados con las espaldas apoyadas en el mamparo. Nunca había visto tantos millonarios mareados y con un aspecto más triste y miserable. Sus semblantes atemorizados iban desde el verde amarillento del terror a la blanca palidez de la muerte. Los pobres estaban pasando un mal rato, desde luego. Vi en un rincón algunos camareros, cocineros y oficiales maquinistas, incluyendo a Mellroy, con Cummings junto a él. Menos los marineros, todos los miembros de la tripulación libres de servicio estaban allí encerrados con los pasajeros. Carreras economizaba sus vigilantes. Sólo vi dos con el rostro ceñudo, sin afeitar, y con una metralleta cada uno.

Por un momento cruzó por mi mente la loca idea de irrumpir allí bruscamente y emprenderla a cuchilladas con ellos, pero fue solamente por un momento. Armado únicamente con una navaja y con la rapidez de movimientos de una tortuga no hubiera avanzado un metro.

Dos minutos más tarde, me hallaba frente a la cabina de radio.

Nadie nos había visto. Las cubiertas estaban totalmente desiertas. Era una noche apropiada para cubiertas desiertas.

La sala de radio estaba sumida en una absoluta obscuridad. Puse un oído junto al metal de la puerta y me tapé el otro con la mano para que el clamor de la tormenta no me impidiese oír y escuché concentrándome todo cuanto pude. Nada. Puse la mano suavemente en el pomo, le di vuelta y empujé. La puerta no se movió ni una décima de milímetro. Solté el pomo con la astuta precaución y el sumo cuidado de un hombre que sacara el Kohnoor de un cesto de cobras dormidas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Susan.

Aquello fue todo lo que pudo decir antes de que yo le tapara la boca con la mano y no con mucha delicadeza precisamente. Ya nos habíamos alejado cinco metros de aquella puerta cuando retiré mi mano de su boca.

—¿Qué es?

Su voz siseante sonaba temblorosa. No sabía sí estar asustada o enfurecida, o las dos cosas a la vez.

—La puerta estaba cerrada —musitó.

—¿Por qué no había de estarlo? No iban a estar vigilando… Esa puerta se cierra desde fuera con un candado. Ayer por la mañana pusimos uno nuevo; pero ya no está. Alguien ha cerrado por dentro con el pestillo…

No sé si me oía. El rugido del mar, el rumor de la lluvia y los silbidos del viento al azotar las jarcias, parecían ahogar mis palabras o llevárselas como si fueran hojas secas arrancadas por el vendaval…

Empujé a Susan hacia el precario refugio que nos ofrecía una manga de ventilación y sus primeras palabras demostraron que había oído y entendido casi todo lo que le había dicho:

—¿Han dejado allí un centinela por si alguien intenta forzar la puerta y entrar? ¿Acaso podría intentarlo alguien? Todos estamos bajo vigilancia y encerrados.

—Como dice Carreras, hijo, el viejo nunca deja en el aire una posibilidad.

Dudé porque no sabía qué decir. Después proseguí:

—No tengo derecho a hacer esto. Pero debo hacerlo. Estoy desesperado. Quiero que haga usted de cebo para ayudarme a sacar de ahí a ese individuo.

—¿Qué he de hacer?

—¡Buena chica! —le dije apretándole el brazo—. Llame a la puerta, tire del pestillo y asómese a la ventana. Casi seguro que él encenderá una luz o le enfocará una linterna y cuando vea que es una mujer… Se quedará sorprendido, pero no temerá nada. Querrá averiguar…

—Y entonces, usted…

—Eso es.

—Con la navaja…

El temblor de su voz era cada vez más intenso.

—Usted está muy seguro de sí mismo.

—No estoy seguro de nada. Pero si no hacemos un movimiento hasta que no tengamos certeza del éxito, valdría más que saltáramos ahora mismo por la borda. ¿Lista?

—¿Qué va a hacer usted cuando esté ahí dentro?

Estaba asustada y pensé que iban a desatársele los nervios. Yo tampoco me sentía muy seguro.

—Enviar un S.O.S. en la frecuencia de urgencia. Advertir a todos los barcos que estén a la escucha que el Campari ha sido tomado por la fuerza y que los piratas intentan interceptar un buque que transporta oro en barras en tal y tal punto… En unos horas todo el mundo en Norteamérica conocerá la situación. Eso les impulsará a obrar rápidamente.

—Sí —repitió Susan—. Eso les impulsará a obrar. Pero el primero en obrar será Carreras si se da cuenta de que el centinela no está en su puesto… ¿Dónde ha pensado usted ocultarlo?

—En el Atlántico.

Ella tembló ligeramente y repuso con voz concentrada:

—Estoy pensando que Carreras quizá le conoce a usted mejor que yo… El centinela desaparece… Ellos saben que el autor tiene que ser un miembro de la tripulación. Pronto descubrirán que el único centinela que no ha estado todo el tiempo despierto as el de la enfermería.

Calló un momento y después prosiguió con una voz tan débil que apenas podía oírla:

—Me imagino a Carreras arrancándole esos vendajes de la pierna y comprobando que su fémur no está roto… ¿Sabe usted qué sucederá entonces?

—No importa.

—Me importa a mí.

Pronunció estas palabras con calma, pero con firmeza, como si quisiera darles un significado particular.

—Otra cosa… Usted dice que en unas horas todo el mundo lo sabrá. Por consiguiente, los dos operadores que Carreras introdujo en el Ticonderoga se enterarán también inmediatamente. En seguida radiarán la noticia al Campari, a Carreras…

—Después de que yo haya terminado en la cabina de radio, ya nunca podrá nadie emitir ni recibir mensaje alguno por esos aparatos otra vez.

—Muy bien, usted los destruirá. Eso ya basta para que Carreras sepa lo que usted ha hecho. Además, usted no puede inutilizar todos los receptores de radio que hay el Campari. No puede, por ejemplo, acercarse a los que hay en el salón. Todo el mundo lo sabrá, dice usted… Eso quiere decir que el Generalísimo y su Gobierno lo sabrán también, y entonces todas las estaciones de la isla no harán otra cosa más que transmitir las noticias ininterrumpidamente. Carreras debe de estar en contacto con esas estaciones…

No dije nada. Pensé vagamente que yo debía haber perdido una gran cantidad de sangre. El cerebro de Susan trabajaba diez veces más de prisa que el mío.

Susan prosiguió:

—Usted y el sobrecargo están muy seguros de que Carreras acabará con todo el pasaje y la tripulación. Piensan ustedes que Carreras no puede permitirse tener testigo alguno porque las ventajas que les reportaría el dinero serían neutralizadas por la reacción del mundo contra ellos si se supiera lo que habían hecho. Quizás… La interrumpí.

—¡Esto es! —exclamé—. Se encontrarían la mañana siguiente en las mismas puertas de su casa con los navíos ingleses y americanos y las fuerzas aéreas. Y ese sería el fin del Generalísimo. Ni siquiera Rusia levantaría un dedo para ayudarle. Desde luego, no pueden permitir que nadie se entere. Sería su fin.

—En realidad, no permitirá que se sepa siquiera que iba a intentarlo. Por consiguiente, tan pronto como Carreras capte su S.O.S. se librará de todos los testigos para siempre, desviará la ruta, transbordará a ese otro buque que le está esperando y… eso será todo.

Me quedé inmóvil, sin decir nada. Mi cerebro estaba obtuso, cansado, y todo mi cuerpo aún más. Procuraré convencerme a mí mismo de que eran los efectos de la droga que Marston me había inyectado. Pero no era eso; yo lo sabía bien. Era el sentido del fracaso, que es el más poderoso de los narcóticos.

—Bien. Al menos habríamos salvado el oro.

—¡El oro…! ¿Qué nos importa en estas circunstancias todo el oro del mundo? ¿Qué es el oro, comparado con su vida y la mía, la de mis padres y las vidas de todas las personas el Campari? ¿Cuánto dinero dijo que transportaba el Ticonderoga?

—Ya lo oyó usted. Ciento cincuenta millones de dólares.

—¡Ciento cincuenta millones! Papá podría reunir eso en una semana y todavía le quedaría otro tanto.

—¡Afortunado mortal! —musité—. Se me va la cabeza, eso es lo que tengo.

—¿Qué?

—Nada, nada. Parecía una buena idea cuando Mac Donald y yo lo planeamos. —Lo siento.

Me cogió la mano derecha entre las suyas y la mantuvo apretada.

—Lo siento de verdad, Johnny.

—¿A qué viene esto de Johnny? —gruñí.

—Me gusta llamarlo así. Lo que es bueno para el capitán Bullen… ¡Sus manos están como el hielo…! ¡Y está temblando!

Unos dedos delicados se abrieron paso bajo mi capucha.

—¡Y su frente está ardiendo! Tiene fiebre. Estoy segura. Usted no se encuentra bien… Volvamos a la enfermería, Johnny, por favor.

—No.

—¡Por favor!

—No insista.

—¡Vamos!

Abrumado, salí del respiradero.

—¿Adónde quiere ir?

Ella se había puesto a mi lado pasando su brazo por el mío, y yo me sentí contento de colgarme en él.

—Cerdán… Nuestro misterioso amigo Cerdán. ¿Se da cuenta de que prácticamente no sabemos nada acerca de Mr. Cerdán, excepto que da la impresión de permanecer en una actitud pasiva dejando a los demás que hagan el trabajo? Carreras y Cerdán parecen ser las piezas maestras de este embrollo y quizá Carreras no es el jefe, después de todo. Pero yo lo averiguaré… Si pudiera clavar la punta de mi navaja en la garganta de alguno de esos dos pájaros o meterles el cañón de una pistola en los riñones, aún tendría yo una buena carta en este juego.

—¡Vamos, Johnny! —insistió Susan—. Vamos abajo…

—Muy bien… Me tiene usted atado… Pero estoy seguro de esto. Si yo pudiera obligar a uno de esos dos hombres a entrar delante de mí en el salón y lo amenazara de muerte si los dos centinelas no tiraban sus armas al suelo, estoy seguro de que lo harían. Con dos fusiles ametralladores y todos los hombres que hay en el salón libres para ayudarme, podría hacer algo en una noche como esta. No estoy loco, Susan, sino desesperado…

—Usted apenas puede sostenerse en pie. En su voz había una nota de desesperación. —Para eso está usted aquí, para sostenerme… Carreras está fuera de la cuestión… Debe de estar en el puente y ese es el lugar más vigilado y guardado de todo el barco, porque es el punto más importante.

Retrocedí rápidamente hacia un rincón y me agaché todo lo que pude al tiempo que un haz de luz blanco-azulada brilló de repente iluminando casi directamente la pared, encima de mi cabeza. Seguidamente el haz de luz recorrió la valla nubosa de cúmulos y de la cortina de agua de la lluvia e iluminó la cubierta desierta y encharcada del Campari. La explosión, curiosamente suave, de un trueno, se ahogó perdiéndose entre el fragor de la galerna.

—Esto nos ayuda —murmuró—. Truenos, relámpagos, una tormenta tropical, y nos dirigimos al corazón de un huracán. El rey Lear debiera haber visto esto. Nunca volvería a lamentarse de su maldito erial.

—Macbeth —dijo ella—. Fue Macbeth.

—¡Oh, diablos! —exclamé.

Se estaba volviendo tan insoportable como yo.

Cogí su brazo…, o ella el mío. No recuerdo bien.

—Vamos… Aquí estamos demasiado expuestos.

Un minuto más tarde estábamos abajo, en la cubierta «A», arrimados a un mamparo. Entonces dije:

—Esta cautela no nos llevará a ninguna parte. Voy a entrar en el pasillo central e iré directamente al camarote de Cerdán. Tendré la mano derecha en el bolsillo, simulando que llevo una pistola. Quédese a la entrada del pasillo y avíseme si viene alguien.

—Él no está —dijo Susan.

Nos encontrábamos en el extremo de estribor, entre los compartimientos, precisamente al lado del dormitorio de Cerdán.

—No está en el camarote. No hay luz… Las cortinas estarán echadas —repliqué impaciente—. El barco está completamente a obscuras. Apostaría a que Carreras no lleva encendidas ni siquiera las luces de navegación…

Nos encogimos otra vez junto al mamparo cuando otro haz de luz procedente de los negros nubarrones danzó unos instantes en la punta del mástil del Campari.

—No tardaré.

—¡Espere! —Susan me sujetó fuertemente—. Las cortinas no están echadas. Con ese relámpago he podido ver el interior del camarote… —Usted ha podido ver…

Por alguna razón baje mi voz hasta convertirla en un susurro…

—¿Había alguien dentro?

—No he podido ver todo el interior. Ha sido solamente un segundo.

Me erguí, acerqué la cara a la ventana y miré el interior. La obscuridad del camarote era absoluta… Es decir, absoluta hasta que otro relámpago iluminó una vez más todas las partes salientes del Campari.

Momentáneamente vi mi cara encapuchada y mis ojos inquisitivos reflejados en el cristal. Entonces exclamé involuntariamente.

—Por lo que he visto, algo va mal otra vez.

—¿Qué es? —requirió Susan ansiosamente—. ¿Qué es lo que va mal?

—Esto va mal.

Saqué la linterna de Marston, la dirigí hacia la ventana y al instante la luz entró a través del cristal.

La cama estaba contra el mamparo, casi exactamente debajo de la ventana. Cerdán estaba echado sobre la cama, vestido, despierto y con los ojos desmesuradamente abiertos, como hipnotizados por el haz de luz de la linterna. Su cabello blanco no estaba exactamente donde antes había estado; se había deslizado hacia atrás, descubriendo un pelo negro, de un negro azabache, con unas sorprendentes hebras de un gris acerado en mitad de la cabeza.

¿Pelo negro con unas hebras de gris acerado? ¿Dónde había visto yo alguien con una cabellera como aquella? ¿Cuándo había oído yo hablar de alguien con un pelo como aquél? De repente supe «cuándo»; no, «dónde». Ya sabía la respuesta. Apagué la luz.

—¡Cerdán!

En la voz de Susan se notaba la sorpresa, la incredulidad y una total incompresión.

—¡Cerdán…! Pero no, no… ¡Oh, Johnny!, ¿qué significa todo esto?

—Yo sé lo que significa.

Yo sabía todo lo que significaba aquello, pero no hubiera querido saberlo por nada de este mundo. Me lo temí cuando analizaba los sucesos del Campari y trataba de desentrañarlos, pero todas mis especulaciones no tenían más fuerza que la de las conjeturas o las suposiciones. Pero la hora de las suposiciones había pasado. ¡Oh, sí, Dios mío…! ¡Claro que había pasado! Ahora sabía la verdad, y era mucho peor que todo cuanto me había imaginado. Traté de contener y aun disimular mi pánico creciente y dije esforzándome en despegar los labios terriblemente secos:

—¿Ha profanado y robado alguna vez una tumba, Susan?

—¿Qué dice?

Empezó a sollozar y cuando logró de nuevo articular algunas palabras, había lagrimas en ella.

—Estamos los dos desechos, Johnny. Vámonos abajo, quiero volver a la enfermería.

—Tengo que decirle algo Susan… No estoy loco ni estoy bromeando. Y pido a Dios que la tumba no esté vacía.

La cogí del brazo para iniciar la marcha. Al hacerlo, brilló un relámpago.

Pude ver sus ojos desencajados y llenos de terror. Sabe Dios como vería ella los míos.