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JUEVES, 10 NOCHE - MEDIANOCHE
Entre la obscuridad, mi pierna herida, aquel relámpago intermitente, el violento balanceo del Campari entre las tremendas olas y la necesidad de caminar con las máximas precauciones, empleamos quince minutos largos en llegar a la bodega número cuatro desde el extremo de popa de la sobrecubierta. Cuando llegamos, quitamos la lona, corrimos un par de barras de la trampa y miramos hacia abajo escudriñando el interior de la bodega. Y no estaba seguro de alegrarme de haber llegado.
Entre las cosas que me había proporcionado había una lámpara eléctrica que cogí del almacén del sobrecargo en nuestro camino hacia allí, y aunque era muy pequeña daba la suficiente luz para permitirme ver que el suelo de la bodega era un caos. Yo lo había asegurado todo al salir de Caraccio para una travesía por un mar más o menos normal, pero no para un huracán, por la sencilla razón de que cuando el tiempo era malo, el Campari, invariablemente, alteraba su rumbo y tomaba otra dirección.
Pero Carreras nos había metido de lleno en una dirección errónea y no se había preocupado de asegurar la bodega por si empeoraba el tiempo. Debía de haberse olvidado, pues la bodega número cuatro representaba una amenaza para las vidas de todas las personas del Campari, incluidas las de Carreras y sus secuaces.
Por lo menos media docena de cajas pesadas, cada una de las cuales pesaba algunas toneladas, habían roto sus amarras y estaban yendo de un lado para otro de la bodega siguiendo los vaivenes violentos del Campari, estrellándose una y otra vez contra la carga sujeta de la parte de popa o contra el mamparo de proa. Desde luego, esto no le estaba haciendo ningún bien al mamparo y cuando el movimiento del Campari cambiara al acercarse al centro del huracán, de un movimiento de balancín de popa a proa y de proa a popa por el movimiento de sacacorchos, el peso muerto masivo de aquellas cajas iría a chocar contra los costados del barco. Planchas abolladas, remaches rotos y al final una brecha que no podría ser reparada. Sería sólo cuestión de tiempo.
Para empeorar las cosas, los hombres de Carreras no se habían preocupado de retirar las tapas rotas de las cajas de madera en las que habían traído a bordo sus cañones. También resbalaban por el piso de la bodega a cada movimiento del barco, siendo continuamente aplastadas, reduciéndose progresivamente su medida al ser aprisionadas de continuo entre las cajas y los mamparos, las vigas y la carga bien sujeta.
Y no era la parte menos terrorífica de esta perspectiva el estrépito de cajas reforzadas con cintas metálicas al resbalar sobre unas cubiertas de acero y que, produciendo un rechinamiento que hacían estremecer, concluía aquel ruido no de una manera inesperada, sino en una colisión que hacía temblar toda la bodega cuando las cajas encontraban un obstáculo en su camino. Cada uno de los ruidos producidos en aquella bodega vacía y cavernosa aumentaba diez veces en volumen. Desde luego, aquella bodega no era el lugar que yo hubiera escogido para dormir la siesta.
Di a Susan la lámpara eléctrica después de alumbrar una escalera vertical de acero que conducía al fondo de la bodega.
—Vaya abajo —le dije—. Y por lo que más quiera cuélguese de esa escalera. Al final hay un soporte de unos noventa centímetros. Póngase detrás. Allí estará segura.
Observé cómo bajaba lentamente y tapé la trampa intentando poner dos de sus barras en su sitio, sobre mi cabeza, tarea difícil con una sola mano, y las dejé como pude. Era un riesgo que tenía que correr, pues solamente podían asegurarse desde arriba. Y lo mismo la lona; sólo podía ponerse cubriendo la trampa por la parte exterior, como es lógico. Nada podía hacer, pues, para evitarlo. Si alguien estaba lo suficiente loco para pasear por la cubierta en una noche como aquella, era posible que en la total obscuridad que reinaba no notara las puntas sueltas de la lona, o si se daban cuenta pasaran de largo sin hacer caso. A lo más, las asegurarían. Si alguien era lo bastante curioso como para asegurar en su sitio también una de las barras de la trampa… Bueno, no sacaba nada con preocuparme de eso…
Bajé por la escotilla, lentamente, con mucha fatiga y sintiendo agudos dolores. Marston tenía de sus anestesias una opinión más elevada que la mía. Me reuní con Susan en el suelo, detrás del soporte. En aquel lugar el ruido se redoblaba y la visión de aquellas enormes cajas chocando fuertemente en la bodega era realmente terrorífica. Susan dijo:
—¿Dónde están los ataúdes?
Todo lo que yo le había dicho era que quería examinar unos ataúdes. No me había atrevido a explicarle lo que podíamos encontrar en ellos.
—Están embalados en unas cajas de madera al otro lado de la bodega.
—¡Al otro lado…!
Volvió la cabeza, levantó la lámpara y miró aquel torbellino de tablas y de cajas que lo arrollaban todo al abrirse paso en su loco resbalar de un lado para otro.
—¡Al otro lado! Nos matará una caja antes de que hayamos recorrido la mitad del camino.
—Probablemente. Pero no veo otro modo de hacerlo. Alumbre un minuto, ¿quiere?
—¿Usted? ¡Si no puede andar ni siquiera cojeando…! ¡Oh, no!
Antes de que pudiera detenerla ya estaba sobre el soporte y medio corriendo y vacilando corrió por la bodega tambaleándose y dando traspiés, según el Campari se hundía o se alzaba sobre las olas. Tropezaba con las astillas y las tablas rotas, pero siempre lograba mantener el equilibrio y arqueándose a un lado o a otro, esquivaba el acoso de las cajas que no estaban quietas ni un momento. Era muy ágil y, además, rápida de reflejos, pero estaba exhausta y mareada por el esfuerzo realizado durante las últimas horas para resistir de pie el furioso traqueteo del Campari. Nunca llegaría al otro lado… Pero llegó, y pude verla en el lado opuesto iluminando la bodega a su alrededor con la lámpara. Mi admiración por su presencia de espíritu era sólo igualada por la exasperación que me producía lo que estaba haciendo. ¿Qué iba a hacer ella con aquellos ataúdes cuando los encontrara? ¿Traérmelos debajo del brazo a través de la bodega?
Los ataúdes no estaban allí. Después de haber mirado en todas partes, movió la cabeza en un gesto negativo. Entonces la vi volver y me oí a mí mismo profiriendo gritos de aviso. Pero mis voces se me atascaban en la garganta y solamente salían unos susurros que Susan no podía oír.
Una caja encarnada, lanzada por una repentina inclinación del Campari al sumergirse en un vacío excepcional, alcanzó a Susan derribándola al suelo y arrastrándola hacia adelante con toda la fuerza de su masa enorme como si estuviera impulsada por una diabólica decisión de aplastarla contra el mamparo. Cerré los ojos aterrorizado, incapaz de presenciar aquellos postreros instantes que precedieron al horroroso choque del cuerpo, la pared y la caja… Y entonces, en el último segundo antes de la fatal colisión, antes de que Susan muriera aplastada, el Campari se enderezó. La caja se detuvo a menos de un metro del mamparo y Susan se quedó allí, inmóvil, entre la caja y la pared.
Yo debía de estar a cinco metros de ella, por lo menos, pero no tengo memoria de haber cubierto esa distancia desde el soporte de la escalera adonde ella estaba tendida, otra vez junto al soporte, pero debí hacerlo, porque los dos nos encontramos en el punto de seguridad y ella estaba aferrada a mí como si yo fuera la última oportunidad que le quedara en el mundo.
—¡Susan!
Mi voz era ronca, una voz que parecía salir de varias gargantas.
—Susan, ¿está herida?
Se apartó. Por algún milagro incomprensible todavía mantenía la lámpara en su mano derecha. En aquel momento la tenía detrás de mi cuello, de mi espalda o no sé dónde, pero el haz de luz reflejado por el costado del buque dio claridad para ver…
Su embozo se había hecho jirones; la cara le sangraba por todas partes, llena de rasguños y arañazos; los cabellos ofrecían el desorden más completo; tenía las ropas empapadas y el corazón le palpitaba como el de un pájaro cautivo. Por alguna razón incongruente cruzó por mi mente la imagen de una joven que solamente dos días antes, en Caraccio, se me había acercado fría, con su pose habitual, con aquella característica sonrisa maliciosa, a preguntarme algo de unos combinados. Pero la visión se desvaneció en seguida. La incongruencia era manifiesta…
—¡Susan! —murmuré, ansioso—. ¿Está usted herida?
—No.
Exhaló un profundo suspiro, que más bien parecía un estremecimiento.
—Estaba demasiado asustada para moverme. Esto es todo.
Aflojó un poco su abrazo, me miró con unos ojos enormes que destacaban aún más en la palidez de su rostro y entonces hundió su cara en mi hombro. Creí que iba a estrangularme.
No duró mucho, por fortuna. Sentí que el abrazo se deshacía lentamente, vi que el haz de luz de la lámpara se movía nerviosamente y oí que decía en un tono anormalmente tranquilo:
—Ahí están.
Me volví en redondo y, efectivamente, allí estaban a menos de tres metros. Tres ataúdes —Carreras ya los había sacado de los embalajes— fuertemente sujetos entre el soporte y el mamparo, almohadillados con lonas para que no sufrieran daño alguno. Como decía Toni Carreras, su padre no dejaba ningún detalle suelto. Unos ataúdes obscuros y brillantes con unos bordados de pasamanería negra y unas asas de metal dorado. Uno de ellos tenía en la tapa una placa de cobre o de latón, no lo sé.
—Esto me evita algunas molestias.
Mi voz se había vuelto casi normal. Cogí el martillo y el cortafríos que me había procurado en el almacén del sobrecargo y los dejé caer.
—Este destornillador será todo cuanto necesite. En dos de esos ataúdes encontraremos lo que es normal encontrar dentro de un ataúd. Deme la lámpara y quédese aquí. Lo haré tan rápidamente como pueda.
—Lo hará más de prisa si yo le sostengo la lámpara —dijo Susan.
Su voz conjugaba con la mía en firmeza, pero el pulso le iba como una ametralladora.
—De prisa, por favor.
Yo no estaba en disposición de discutir. Cogí uno de los ataúdes por el extremo inferior y lo atraje hacia mí a fin de tener sitio para trabajar. Estaban apilados. Deslicé mi mano por debajo para levantarlo y mis dedos tropezaron repentinamente, con un agujero en el fondo. Después otro. Y un tercero. Un ataúd forrado de plomo y con unos agujeros. Aquello era curioso. Era lo menos que se podía decir.
Cuando separé suficientemente al ataúd empecé a trabajar con el destornillador. Los tornillos eran de metal y muy gruesos, pero el destornillador que cogí del almacén de Mac Donald podía enfrentarse con ellos perfectamente. Mientras atacaba los tornillos, se me ocurrió que si el narcótico que el doctor Marston había preparado para el centinela era tan efectivo como la anestesia que me había inyectado a mí, el centinela estaría despertándose en aquellos momentos, si es que no se había despertado ya.
En unos instantes tuve destapado aquel ataúd. Debajo de la tapa no había el forro de satén o de seda que cabía esperar, sino una manta vieja y sucia. En el país del Generalísimo, quizá las costumbres en materia de ataúdes eran diferentes de las nuestras.
Tiré de la manta y me cercioré de que tenía razón. Sus costumbres eran diferentes en ciertas ocasiones. El cadáver, en este caso, era unos cuantos bloques de amatol. Cada bloque llevaba claramente marcado este nombre, por lo que no cabía duda acerca de ello. Cada bloque tenía fulminante, una caja pequeña de detonadores y otra caja cuadrada y compacta con unos cables que salían de ella. Un ingenio de relojería, seguramente.
Susan estaba mirando por encima de mis hombros.
—¿Qué es amatol?
—Un fuerte explosivo a base de trilita. Esto es suficiente para volar el Campari.
No preguntó nada más. Volví a colocar la manta, atornillé al tapa y me puse a abrir el segundo ataúd. Este también tenía agujeros en la parte de abajo, probablemente para evitar la exudación del explosivo. Quité la tapa, observé el contenido y volví a taparlo. El número dos era un duplicado del número uno. Entonces empecé con el tercero. El que tenía la placa. Este sería. La placa tenía forma de corazón y en ella había grabada con una simplicidad impresionante esta leyenda: «Richard Hoskins - Senador». Simplemente esto. No decía de dónde era senador, pero impresionaba. Era suficientemente impresionante para asegurar su transporte a los Estados Unidos. Quité la tapa con cuidado, con suavidad y con un respeto más reverente que si el propio Richard Hoskins estuviera dentro, aunque yo sabía que no estaba.
Lo que había dentro estaba cubierto con una felpa. La retiré cautelosamente y Susan acercó el farol. Allí estaba, muy bien colocado entre mantas y algodones, un cilindro de aluminio pulimentado de casi dos metros de longitud por treinta centímetros de diámetro, con una cápsula blanquecina de piroceras en forma de visera. Allí, ante mis ojos y al alcance de mi mano, había algo terrible, algo inconcebiblemente diabólico. Pero quizás ese sentido de lo diabólico estaba en los conceptos de mi propia mente.
—¿Qué es esto?
Susan hablaba tan bajo que tuvo que acercarse más y repetir la pregunta:
—Oh, Johnny, ¿qué demonios es eso?
—El «Torcedor».
—¿Qué?
—El «Torcedor».
—¡Oh, Dios mío! ¿No es ese ingenio atómico que fue robado en Carolina del Sur…? El «Torcedor»…
Susan se puso de pie, vacilante. Se apartó unos pasos y sin dejar de retroceder repitió:
—El «Torcedor»…
—No la morderá —dije.
Sin embargo, no estaba muy seguro de ello.
—La equivalencia de cinco mil toneladas de T.N.T. Esto está garantizado para volatizar cualquier buque del mundo. Y esto es lo que intenta hacer Carreras.
—Yo no comprendo…
Es posible que quisiera decir que no había oído bien las palabras que yo acababa de pronunciar, porque nuestra conversación era ahogada continuamente por el rechinar del metal y el crujido de las cajas al chocar unas con otras, pero también podía querer decir que no había comprendido su significado.
—¿Usted cree que cuando consiga el oro del Ticonderoga y lo transporte al barco que tiene preparado va a volar el Campari con…, con esto?
—No tiene ningún barco preparado. Nunca lo ha tenido. Cuando haya cargado a bordo el oro, el bondadoso y humanitario Miguel Carreras libertará a todos los pasajeros y a la tripulación del Campari y les permitirá alejarse en el Fort Ticonderoga. Como una prueba más de su generosidad y buen corazón, rogará al Ticonderoga que transborden también al senador Hoskins y sus dos ilustres compañeros para que sean enterrados en su tierra natal. El capitán del Ticonderoga nunca se negaría a acceder a un ruego semejante y si pusiera algún reparo Carreras se encargaría amablemente de hacerle entrar en razón. ¿Ve esto?
Señalé un panel que había cerca de la cola del «Torcedor».
—¡No lo toque!
Si se puede imaginar a alguien gritando en un susurro, eso es lo que hizo Susan.
—No lo tocaría ni por todo el oro del Ticonderoga —le aseguré.
—Tengo miedo incluso de mirar ese maldito artefacto. De todos modos, ese panel debe ser un mecanismo de relojería que será preparado antes de que el ataúd sea transbordado. Una vez en el Ticonderoga pondremos alegremente proa a Norfolk en busca de la armada, el ejército, las fuerzas aéreas, el F.B.I. y lo que ustedes tengan, pues los operadores de radio compinches de Carreras se asegurarán de que no quede en el Ticonderoga ningún transmisor útil y nosotros no tendremos medio alguno de enviar un mensaje. Media hora o una hora después de abandonar el Campari, por lo menos una hora, pues Carreras querrá encontrarse a muchas millas de la explosión de un ingenio nuclear, el Ticonderoga se convertirá en humo.
—Él nunca hará esto.
El énfasis de aquella voz no infundía ninguna convicción.
—Tendría que ser un demonio…
—Desde luego, lo es —asentí—. Y no diga tonterías especulando si lo haría o no. ¿Por qué cree usted que robaron el «Torcedor» y simularon que el doctor Slingsby Caroline había huido con él? Desde el primer momento sólo les animó el propósito en enviar al Fort Ticonderoga al reino que ha de venir, de tal manera, que no hubiera posibilidad de ningún retorno. Todo se cifraba en la destrucción de ese buque y de todas las personas que hubiera a bordo incluyendo la tripulación y los pasajeros del Campari. Es posible que los dos impostores que Carreras envió al Ticonderoga pudieran haber pasado algunos explosivos a bordo, pero hubiese sido absolutamente imposible pasar los suficientes para asegurar una completa destrucción. En la última guerra, centenares de toneladas de altos explosivos almacenados en el polvorín de un crucero británico hicieron explosión y aún quedaron supervivientes. Carreras no podía hundirlo a cañonazos. Un par de disparos de calibre medio y las cubiertas del Campari quedarían tan retorcidas que los dos cañones montados en ellas no servirían para nada. Y aunque lo consiguiera, quedarían supervivientes. Pero con el «Torcedor» no habría ninguna posibilidad de supervivencia, absolutamente ninguna.
—¿Fueron los hombres de Carreras —preguntó Susan lentamente— quienes mataron a los centinelas de ese establecimiento atómico?
—¿Quién había de matarlos si no ellos? Y obligaron al doctor Caroline a que les condujera hasta fuera del edificio llevándose el «Torcedor». Al cabo de una hora, seguramente, ya estarían en ruta, por el aire, hacia su isla, pero alguien condujo a Savannah el camión en el que habían sacado el ingenio, sin duda para hacer recaer todas las sospechas sobre el Campari, que ellos sabían que había de salir para Savannah aquella misma mañana. No lo sé exactamente pero debió ser porque, sabiendo Carreras que el Campari andaba por el Caribe, era lógico que fuera registrado en el primer puerto en que hiciera escala dándosele con ello una oportunidad para introducir a bordo al falso agente de la «Marconi».
Mientras hablaba, había estado estudiando dos diales circulares insertas en el panel del «Torcedor». Entonces volví la felpa a su sitio y la extendí sobre el ingenio con todo el amoroso cuidado y la suavidad de un padre cubriendo coa mantas al más pequeño de sus hijos cuando lo acuesta en su cama. Después coloqué la tapa del ataúd y empecé a atornillar los tornillos. Susan me observaba en silencio. Al cabo de un rato dijo:
—Mr. Cerdán y el doctor Caroline son la misma persona… Tiene que ser la misma persona. Ahora lo recuerdo. Cuando desapareció el ingenio se dijo que solamente había una o dos personas que supieron cómo se armaba el «Torcedor».
—Él era para sus planes tan importante como el «Torcedor». Sin él, el artefacto no le servía de nada. Me parece que el pobre doctor Caroline ha de haber tenido una travesía muy desagradable. No sólo fue raptado y se vio forzado a hacer lo que le ordenaban, sino que fue golpeado también por nosotros, los únicos que podíamos salvarlo. Siempre bajo la vigilancia de aquellos dos criminales disfrazados de enfermeras. La primera vez que lo vi me echó de su camarote; pero lo hizo porque sabía que su enfermera, sentada a su lado con su bolsa de costura sobre las rodillas tenía una metralleta en aquella bolsa.
—Pero ¿por qué la silla de ruedas? ¿Era necesario disimular tanto?
—Desde luego, era necesario. No podían permitir que se mezclara con los pasajeros, que se comunicara con nadie. Además, así disimulaba su estatura. Y esto también les obligaba a mantener una vigilancia permanente sobre los mensajes que se recibían por radio en el Campari. Asistió a la fiesta que dio su padre de usted, porque se lo exigieron sus secuestradores. Aquello favorecía los planes de Carreras, pues tenían decidido dar el golpe aquella misma noche y le convenía tener cerca a las dos enfermeras armadas para que le ayudaran en cualquier eventualidad. ¡Pobre doctor Caroline! Aquella zambullida que intentó hacer desde su silla de ruedas cuando le mostré los auriculares, no la hizo, ni mucho menos, con intención de lanzarse a mí. Quiso abalanzarse sobre la enfermera de la metralleta, pero el capitán Bullen no lo entendió así y lo puso fuera de combate.
Apreté el último de los tornillos y dije:
—No diga una palabra de todo esto cuando estemos de vuelta en la enfermería. El viejo no para de hablar en sueños. Ni siquiera a sus padres. Vamos… El centinela puede despertarse en cualquier momento.
—¿Va usted a dejar eso ahí? Me miró con expresión de sorpresa y de incredulidad.
—Debe usted librarse de eso… ¡Debe hacerlo! —¿Cómo? ¿Llevándolo a hombros por esa escalera vertical? Pesa ciento veinte quilos incluyendo el ataúd. ¿Y qué sucederá si nos lo llevamos? Carreras se daría cuenta en unas horas. Que averigüe o no quién lo hizo desaparecer, no tiene importancia. Lo que importa es que él sabrá que ya no dispone del «Torcedor» para librarse de los molestos testigos del Campari. ¿Qué hará entonces? Yo creo que ni un solo miembro de la tripulación y ni uno solo de los pasajeros viviría más de unas horas. Se vería obligado entonces a matarnos a todos, ni pensar ya en transbordarnos al Ticonderoga. En cuanto a este barco, tendría que abordarlo, asesinar a toda su tripulación y volar el casco bajo su línea de flotación con el amatol de esos ataúdes. Eso podría costarle mucho tiempo y complicar las cosas peligrosamente, y quizá todos sus planes se vendrían abajo. Pero tendría que hacerlo. La cuestión es que, librándonos del «Torcedor», no salvaríamos ninguna vida. Por el contrario supondría ciertamente la muerte de todos nosotros.
—¿Qué vamos a hacer?
Su voz era trémula, insegura. Su rostro era una mancha pálida en la semioscuridad.
—¡Oh, Johnny…! ¿Qué vamos a hacer?
—Yo me vuelvo a la cama… Sólo el cielo sabe cómo necesito descansar. Y allí perderé el tiempo pensando en cómo salvar al doctor Caroline.
—¿El doctor Caroline…? ¿Por qué el doctor Caroline?
—Porque él será el primero en dar el gran salto, según están las cosas. Mucho antes que todos nosotros, porque es el hombre que armará el «Torcedor»… ¿Cree usted que lo van a transbordar al Ticonderoga y dejar que informe al capitán que el ataúd que llevan a los Estados Unidos no contiene los restos del senador Hoskins, sino una bomba atómica ya armada y con un aparato de relojería en marcha?
—¿Cómo va a acabar todo esto? Su voz denotaba el pánico que se había apoderado de ella, un pánico desatado, casi histérico.
—No puedo creerlo… Es como una negra pesadilla.
Susan cogió con las manos crispadas las solapas de mi chaqueta y apoyó su cabeza en mi pecho. Su voz era cada vez más apagada.
—¡Oh, Johnny! ¿Cómo va a acabar todo esto? —Es una escena enternecedora, realmente enternecedora— dijo una voz burlona a mis espaldas. —Esto va a acabar aquí… Y ahora mismo.
Me volví en redondo, o, al menos, intenté hacerlo, pero no pude.
Con las manos de Susan sujetándome las solapas, el dolor que sentía en la pierna y el violento balanceo del Campari, aquella vuelta brusca y repentina me hizo perder el equilibrio y caí tambaleándome contra el costado del barco.
Una luz potente se encendió de pronto cegándome casi totalmente. En la silueta negra que se perfilaba contra la luz, pude ver el cañón romo de una automática.
—¡De pie, Cárter!
En el acto reconocí aquella voz. Era la voz de Toni Carreras. No sonaba amable y halagadora, sino fría, dura, rencorosa, maligna. El auténtico Toni Carreras aparecía por fin.
—Quiero verlo caer cuando esta bala le agujeree la piel… ¡El inteligente Cárter! ¿Es que se lo había creído que era inteligente? ¡De pie, he dicho! ¿O quiere morir ahí, tendido en el suelo? Elija.
La pistola se alzó un poco. Carreras era uno de esos tipos que no pierden el tiempo. No creía en los discursos de despedida. Disparaba y después decía adiós. No cabía la menor duda de que era digno hijo de su padre. Mi pierna herida había quedado debajo de mí y no podía levantarme. Miré en el haz luminoso de la linterna al negro cañón de la pistola. Contuve la respiración y contraje todo mi cuerpo.
—¡No dispare! —gritó Susan—. No lo mate, o moriremos todos.
El rayo de luz de la linterna se agitó un poco, pero en seguida volvió a enfocarme. La pistola no se había movido nada. Susan dio dos pasos hacia mí, pero él la detuvo sin dejar por un momento de apuntarme.
—¡Apártese, señorita!
Nunca había oído una voz con un acento tan concentrado de rencor. No cabe duda que había juzgado mal al joven Carreras. Las palabras de Susan ni siquiera habían conmovido una sola fibra de su ser, tan implacable era su intención. Yo apenas podía respirar y mi boca estaba más seca que un horno.
—¡El «Torcedor»!
La voz de Susan era urgente, imperiosa, desesperada.
—¡Él ha armado el «Torcedor»!
—¿Qué? ¿Qué está usted diciendo?
Esta vez había dado en el blanco.
—¿El «Torcedor» armado?
Nunca había sabido lo importante que era para la voz la lubricación de la garganta. Dije algo que pareció un graznido.
—¡Armado, Carreras, armado!
La repetición no fue para añadir un poco de énfasis a las palabras de Susan, sino porque no podía pensar nada, no se me ocurría qué decir. No sabía cómo salir de aquella situación, cómo aprovechar la gracia de aquellos segundos de vida que Susan había obtenido para mí. Alargué la mano que me impulsaba hacia arriba, la que me tenía cogida la negra sombra que había tras de mí, como si fuera a sostenerme contra la inclinación del Campari. Mis dedos se concentraron en el mango del martillo que había dejado caer antes de abrir los ataúdes. Me pregunté escépticamente qué podía hacer con aquel martillo. La linterna y la pistola me enfocaban con más fijeza que nunca.
—Usted está engañándonos, Cárter.
La confianza había vuelto a ella.
—Dios sabe cómo ha llegado usted a enterarse de esto, pero está mintiendo. Usted no sabe armarlo.
Esta… ésta era la manera. Hacer que siguiera hablando. Exactamente, hacer que siguiera hablando.
—Yo, no. Pero el doctor Slingsby Caroline sí sabe.
Aquello lo descompuso. La linterna volvió a moverse. Pero no se movió lo suficiente.
—¿Cómo se ha enterado usted de la existencia del doctor Caroline? —preguntó gritando—. ¿Cómo…?
—He hablado con él esta noche —dije con calma.
—¡Hablado con él! Pero se necesita una llave para armar eso. Y la única llave que existe la tiene mi padre…
—El doctor Caroline tiene una de recambio en la bolsa del tabaco. Nunca se les ha ocurrido mirar allí, ¿eh?
—Está usted mintiendo —repitió maquinalmente.
Acabó de perder el dominio de sus nervios y se puso a gritar:
—¡Digo que está usted mintiendo, Cárter! Los he visto a ustedes esta noche. Los he visto abandonar la enfermería. ¿Me cree usted tan estúpido como para no sospechar nada cuando vi que el centinela se bebía el café que le hizo llevar el bondadoso Cárter? Cerré con llave y los seguí a la cabina de radio, y después abajo, al camarote de Caroline. Pero ustedes no entraron y los perdí de vista unos minutos. Pero ustedes no entraron.
—¿Por qué no nos interceptó usted?
—Porque quería saber a dónde iban. Y ahora ya lo sé.
—Así, pues, él fue la persona que creímos ver —dije a Susan.
El acento de convicción que había en mi voz me sorprendió incluso a mí mismo.
—Notamos algo en la obscuridad y nos marchamos corriendo. Pero volvimos, Carreras… Volvimos al camarote del doctor Caroline. Y no perdimos el tiempo hablando con él, pues se nos había ocurrido una idea mucho mejor. Miss Beresford no ha sido muy veraz. Yo no he armado el «Torcedor». Ha sido el propio doctor Caroline quien lo ha armado.
Sonreí y aparté mis ojos del haz de luz de la linterna dirigiéndolos hacia atrás, a la derecha de Carreras.
—¡Dígaselo usted mismo, doctor! Carreras dio media vuelta profiriendo un juramento rabioso y se volvió de nuevo con la rapidez del rayo. Su cerebro fue más rápido y su reacción más rápida todavía y así se libró de caer en la trampa que yo le tendía. Todo cuanto habíamos logrado con aquella estratagema era un segundo de tiempo. Y en aquel breve instante yo no había tenido tiempo ni siquiera de asegurar mi mano en el mango del martillo. Después de aquello, él me mataría.
Pero no pudo apuntarme con su pistola. Susan había estado esperando la oportunidad que yo preparaba tan desesperadamente y dejando caer la lámpara al suelo se lanzó sobre Carreras en el instante mismo en que éste se volvía. Le cogió el brazo en cuya mano tenía la pistola y forcejeó con toda la intensidad de la desesperación, volcando sobre él todo el peso de su cuerpo en un intento supremo de hacerle bajar el brazo. Yo me incliné convulsivamente hacia delante y arrojé el martillo contra la cabeza de Carreras con toda la fuerza, todo el odio y todo el furor que había acumulado en mí.
El vio mi acción y con la mano izquierda, en la que tenía aún la linterna, golpeó violentamente la nuca de Susan. Inclinó la cabeza hacia un lado y, en una reacción instintiva, se protegió la cara con el otro brazo.
El martillo fue a darle con tremenda fuerza debajo del codo izquierdo. La linterna salió disparada por el aire y la bodega quedó sumida en una absoluta obscuridad. No sé adonde fue a parar el martillo. Una pesada caja rechinó en aquel instante impulsada por un bandazo y se deslizó sobre el suelo. No oí dónde fue a caer el martillo.
La caja se detuvo. En el silencio momentáneo que se produjo pude percibir una respiración violenta y alterada. Tardé un poco en ponerme de pie. Mi pierna izquierda estaba prácticamente inutilizada, pero puede ser que aquella lentitud estuviese solamente en mi imaginación. El miedo, cuando es muy grande, produce el efecto curioso de alargar el tiempo. Y yo tenía miedo. Tenía miedo por Susan. Carreras no existía para mí en aquel momento, excepto en lo que suponía una amenaza para Susan. Él era un hombre robusto, fuerte, poderoso. Podría romper el cuello de Susan con una sola mano; podría matarla de un solo golpe.
Oí gritar a Susan. Un grito motivado por el terror. Un momento de silencio y un ruido seco, como de un cuerpo que cae, y un lamento de agonía, también de Susan. Después otra vez el ¡silencio!
Los dos habían desaparecido. Cuando llegué al lugar donde habían estado luchando, ya no estaban allí. Durante un segundo me quedé inmóvil, ansioso y agitado en aquella impenetrable obscuridad. Entonces, tanteando en las tinieblas, toqué el soporte por su parte superior. En seguida comprendí lo que había ocurrido. En su lucha sobre aquel lugar de pesadilla habían chocado con el soporte, rodando por encima y cayendo al suelo de la bodega. Antes de haber tenido tiempo de pensar, ya estaba sobre el soporte. Antes, incluso, de saber qué iba a hacer. En la mano tenía el cuchillo del sobrecargo con la hoja abierta en forma de hoz, con la punta afilada como una navaja.
Tropecé al caer un peso sobre mi pierna izquierda, caí de rodillas y toqué una cabeza con cabello. Cabello largo. Susan. Me aparté y precisamente me levantaba cuando Carreras se echó sobre mí. Vino contra mí. No retrocedió para no llegar a las manos en aquella obscuridad. Esto quería decir que había perdido la pistola.
Caímos al suelo, juntos, en un abrazo salvaje, arañándonos, mordiéndonos, golpeándonos. Una vez, dos, media docena de veces me cogió por el pecho, la cintura y el cuello con unas llaves terribles de antebrazo y con unos golpes secos como martillazos, que amenazaban estrangularme o romperme las costillas. Pero no los sentía, en realidad. Él era un hombre fuerte, terriblemente fuerte, pero incluso con toda su fuerza y aunque no hubiera tenido su brazo izquierdo paralizado e inútil, aquella noche no habría podido escapar de mi terrible ira.
Di un grito rabioso al tiempo que la hoja de la navaja de Mac Donald se hundía en el vientre de Carreras, de un golpe seco y violento. Carreras se retorció en una convulsión brusca y profirió un grito de agonía. Extraje el cuchillo de un tirón y volví a clavarlo furiosamente en aquel cuerpo que se estremecía angustiosamente. Lo clavé otra vez y otra. Después del cuarto golpe, no gritó más.
Carreras tardó en morir. Había cesado de golpearme, pero su brazo derecho me rodeaba con fuerza el cuello y a cada cuchillada que le daba la estranguladora presión del cuello aumentaba. Toda la fuerza convulsiva de un hombre en la agonía tuve que soportarla precisamente en el lugar exacto donde yo había sido tan brutalmente golpeado con la bolsa de arena. Sentí dolor, un dolor penetrante, como si una lanza de hierro al rojo vivo me atravesara la espalda y la cabeza. Creí que el cuello se me iba a partir. Golpeé otra vez y hundí la navaja hasta sentir en mi mano el contacto viscoso y caliente de la sangre que brotaba casi como un surtidor. El cuchillo se me cayó de la mano.
Cuando recobré el sentido, la sangre saltaba estrepitosamente en mis oídos. La cabeza parecía que me iba a estallar de un momento a otro y los pulmones se me ensanchaban fatigosamente buscando el aire que no quería entrar en ellos. Tuve la sensación de estar ahogándome lenta e irremediablemente.
Entonces, casi inconscientemente, encontré la razón. Estaba asfixiándome realmente. El brazo del muerto, por alguna rara contracción muscular, estaba cerrado rígidamente, como una tenaza mortal, alrededor de mi cuello. No pude desprenderme en seguida de aquella tenaza. Casi me costó un minuto deshacer aquel abrazo macabro. Cogí con las dos manos la muñeca de aquel brazo y logré, con un esfuerzo desesperado, liberar mi cuello. Durante unos segundos más permanecí tendido en el suelo con el corazón palpitando aceleradamente y abriendo angustiosamente la boca en busca de aire, mientras sentía unos fuertes mareos y una voz lejana e insistente me decía desde un remoto rincón de mi cerebro: «Debes levantarte… Debes levantarte…».
Y entonces supe por qué. Estaba tendido en el suelo y aquellas enormes cajas estaban todavía deslizándose y estrellándose contra todo lo que encontraban a su paso, a cada bandazo del Campari. Y Susan también estaba tendida en el suelo.
Me puse de rodillas, busqué en mis bolsillos la linterna de Marston y pulsé el interruptor. Todavía funcionaba. El rayo de luz se proyectó sobre Carreras y sólo tuve tiempo de observar que tenía la camisa por la parte del estómago totalmente empapada de sangre. No pude evitar verlo antes de desviar, mareado y con náuseas, el foco de mi linterna.
Susan estaba tendida, casi junto al soporte, medio de costado y medio de espalda. Tenía los ojos abiertos, fijos y brillantes por el terror y el dolor, pero abiertos.
—Ya ha acabado…
Apenas pude reconocer mi propia voz.
—Ya ha acabado todo.
Ella hizo un gesto afirmativo e intentó sonreír.
—Usted no puede estar aquí —le dije—. Pase al otro lado del soporte, de prisa.
Me puse de pie, la cogí por debajo de los brazos y la levanté. La llevé fácilmente, con ligereza. Entonces profirió un grito de dolor y se me abandonó. Yo ya la tenía sujeta antes de que pudiera caer y agarrándome a la escalera la elevé sobre el soporte y la deposité suavemente al otro lado.
A la luz de mi linterna la vi tendida sobre un costado, con los brazos extendidos. El brazo izquierdo, entre la muñeca y el codo, se veía retorcido formando un ángulo imposible. Roto, no había duda. Cuando ella y Carreras habían rodado sobre el soporte de la escalera ella debió de caer debajo. El brazo izquierdo había tenido que soportar el peso de los dos cuerpos y así se había producido aquella fractura. Y yo no podía hacer nada. Volví a mirar a Carreras.
No podía dejarlo allí. Era indudable que no podía dejarlo allí. Cuando Miguel Carreras se diera cuenta de que su hijo no aparecía, haría registrar el Campari hasta el último rincón. Tenía que librarme de él, pero no podía ocultarlo en aquella bodega. Sólo había un lugar donde lo podía ocultar totalmente, sin temor alguno a que fuera encontrado el cadáver de Toni Carreras: el mar.
Toni Carreras debía de pesar por lo menos ochenta y cinco kilos y la escalera vertical de acero tendría una altura de nueve metros. Yo estaba débil por la pérdida de sangre y exhausto por la lucha con Carreras, con sólo una pierna útil, así que no podía dejar de pensar en ello. Si me veía en la impotencia absoluta de realizar lo que forzosamente tenía que llevar a cabo, mi derrota estaba ya decidida antes de haber empezado aquel descabellado plan.
Lo acerqué a la escalera, lo apoyé en ella, sentado en el suelo, le pasé las manos por debajo de los hombros y tiré de él levantándolo centímetro a centímetro hasta que los hombros y la oscilante cabeza estuvieron a mi nivel. Me agaché rápidamente, lo cogí en un abrazo de bombero y empecé a subir la escalera.
Por primera vez aquella noche, el balanceo del Campari se alió con mis propósitos. Cuando el buque se precipitó en el vacío de una ola inclinándose pronunciadamente hacia estribor, la escalera se inclinó hacia delante unos quince grados y pude deslizarme casi sin esfuerzo sobre los peldaños antes de que el Campari volviera a enderezarse y, por tanto, volviese a su vertical. Cuando la escalera recuperó su posición normal; me quedé quieto sujetando a Carreras y esperando el próximo movimiento para repetir la operación. Dos veces se me deslizó el cadáver hacia abajo y dos veces tuve que reconquistar el terreno perdido. Apenas utilizaba la pierna izquierda. La pierna derecha y los dos brazos eran los que soportaban el peso y realizaban el esfuerzo, pero sobre todo eran mis hombros los que sostenían aquellos ochenta y cinco kilos de carne muerta. Algunas veces sentía terribles punzadas como si los músculos se me desgarraran, pero era más agudo todavía el dolor de la pierna, y así continué subiendo hasta llegar arriba. Media docena más de travesaños y hubiera tenido que dejarlo caer, pues nunca creí que pudiera llegar hasta la escotilla. Impulsé el cadáver por el borde de la escotilla y lo deposité en la cubierta. Después pasé yo y me tendí materialmente en el suelo. Esperé hasta que mi pulso acelerado bajó su ritmo a menos de las cien pulsaciones. Después del olor a petróleo y el aire enrarecido de la bodega, la lluvia lanzada oblicuamente por la galerna era extraordinariamente agradable.
Saqué otra vez la linterna, aunque las posibilidades de que hubiera alguien por allí a aquellas horas y con aquel tiempo eran muy remotas, la encendí y registré los bolsillos de Carreras hasta que encontré una llave con una placa en la que se leía: «Enfermería». Entonces lo cogí por las solapas de la americana y lo arrastré hasta la barandilla.
Un minuto más tarde me hallaba otra vez en el fondo de la bodega. Encontré la pistola de Toni Carreras y me la guardé en el bolsillo. Miré a Susan. Estaba todavía inconsciente, que era la mejor manera de que podía estar si tenía que subirla por aquella escalera. Y tenía que hacerlo. Con un brazo roto no podría haber subido ella sola y si yo esperaba hasta que volviera en sí hubiera sentido unos dolores horrorosos durante todo el camino y no hubiera conservado el conocimiento durante mucho rato.
Después de haber transportado el peso muerto de Carreras, la tarea de subir a Susan Beresford a la cubierta me pareció sencilla. Deposité a la muchacha suavemente en la mojada cubierta, coloqué las barras en su sitio y volví a atar por las puntas la lona que cubría la escotilla. Estaba acabando cuando oí que se movía.
—No se mueva —dije rápidamente. En la cubierta superior tuve otra vez que levantar la voz hasta casi gritar para hacerme oír sobre el estrépito de la tormenta.
—Se ha roto el antebrazo.
—Sí.
Ella se había dado cuenta. Estaba claro, demasiado claro.
—¿Y Toni Carreras? ¿Dónde lo ha dejado usted?
—Todo ha terminado. Ya le dije que todo ha terminado.
—¿Dónde está?
—Cayó por la borda.
—¿Por la borda?
El temblor volvió a su voz y yo preferí esto a aquella calma que me parecía anormal.
—¿Cómo?
—Lo herí con un cuchillo no sé cuántas veces —dije, abrumado.
—¿Quiere decir que él logró llegar por sí mismo a la escalera, subió por ella y se arrojó al mar?
—Lo siento, Susan. Yo no debiera… No me siento enteramente dueño de mí mismo. Vamos. Ya es hora de que el viejo Marston vea ese brazo.
Hice descansar su brazo roto en su mano derecha, la ayudé a ponerse de pie y la cogí por el brazo sano para sostenerla por aquella oscilante cubierta. El ciego conducía al ciego.
Cuando llegamos a la proa de la cubierta inferior, la hice sentar en el relativo refugio que ofrecía la escalera y yo fui al almacén del sobrecargo. En unos segundos encontré lo que deseaba: dos ovillos de cuerda de nailon, que guardé en una bolsa de lona, y un trozo corto, más grueso, de cuerda. Cerré la puerta, dejé la bolsa junto a Susan y me dirigí por las cubiertas resbaladizas y traidoras a la parte de babor. Allí até la manilla a uno de los barraganetes de la barandilla. Medité antes de anudar la cuerda de nailon y decidí que sí. La idea era de Mac Donald, que había expresado su confianza de que con el tiempo de perros que hacía nadie notaría una cosa tan pequeña como un nudo alrededor de la base de un barraganete. Y aun en el caso de que se notara, los hombres de Carreras no eran marineros de suficiente experiencia para que aquello les causara extrañeza y trataran de averiguar qué era tirando hacia sí de la cuerda. Nadie que se asomara a la barandilla y viera los nudos sentiría la menor curiosidad. Hice, pues, el nudo alrededor del barraganete asegurándolo todo lo que pude, pues iba a depender de él la vida de alguien que significaba mucho para mí: yo mismo.
Diez minutos más tarde estábamos de vuelta en la enfermería. No teníamos que preocuparnos por el centinela. Con la cabeza baja, descansando con la barbilla sobre su pecho, estaba muy lejos, en otro mundo, y no mostraba deseos evidentes de volver al nuestro. Pensé qué sentiría cuando volviera en sí. ¿Sospecharía que había sido narcotizado o lo atribuiría a una combinación de mareo y fatiga? Me estaba preocupando tontamente, pues podía estar seguro de que cuando se despertara tendría cuidado en no hablar a nadie de su sueño. Miguel Carreras me parecía un hombre de esos que saben en seguida lo que tienen que hacer con los centinelas que se duermen estando de servicio.
Saqué la llave que había encontrado en el bolsillo de Toni Carreras y abrí la puerta. Marston se hallaba junto a su pupitre y el sobrecargo y Bullen, estaban sentados en sus camas. Era la primera vez que veía a Bullen consciente desde que lo habían herido. Estaba pálido y ojeroso y era evidente que estaba sufriendo grandes dolores, pero no daba la impresión de ser un hombre que estuviera a las puertas de la muerte. No era fácil matar a un hombre como Bullen.
Me dirigió una mirada que casi parecía una llama, de tan brillante como era.
—Bien, Mr., ¿dónde demonios ha estado?
En cualquier otro momento estas palabras hubieran sonado ásperas, pero su herida del pulmón le había suavizado la voz hasta convertirla en un ronco susurro. Si yo hubiera tenido fuerzas le habría hecho un guiño, pero no me sentí capaz. Todavía había esperanza para el viejo.
—Un minuto, señor. Doctor Marston, Miss Beresford tiene…
Se acercó a nosotros y me miró atentamente con sus ojos miopes.
—Yo diría, John, que usted necesita una atención más inmediata.
—¿Yo…? Estoy perfectamente.
—¡Oh, sí! Usted está muy bien, pero he de verlo.
Cogió a Susan por su brazo sano y la llevó hacia el dispensario. Cuando llegaba a la puerta volvió la cabeza y me dijo:
—¿Se ha mirado usted en algún espejo?
Me miré en un espejo y comprendí su alarma. Los «Balenciaga» no estaban hechos a prueba de sangre. Toda la parte izquierda de la cabeza, la cara y el cuello estaban empapados de la sangre que se había filtrado a través de la capucha y la máscara que me había hecho con el vestido de Susan. Además, era una sangre ya cuajada y endurecida que ni siquiera la lluvia había podido disolver. La lluvia, en todo caso, la hacía parecer más alarmante de lo que era en realidad. Toda procedía de la camisa de Toni Carreras, cuando lo subí por la escalera de la bodega número cuatro.
—Yo la lavaré —les dije a Bullen y al sobrecargo—. No es mía. Es de Carreras.
—¿De Carreras?
Bullen le miró y después miró a Mac Donald. A pesar de la evidencia que tenía ante los ojos, se podía ver claramente que estaba pensando que yo me había vuelto loco.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que he dicho. Esta sangre es de Toni Carreras.
Me senté pesadamente en una silla y me miré la ropa empapada de agua. Quizás el capitán Bullen no estuviera tan equivocado. Yo sentía unos incontenibles deseos de reír. Sabía que era una histeria creciente motivada por la debilidad, por el total agotamiento, por la fiebre, por las excesivas emociones de aquella noche y por el esfuerzo físico que me había visto obligado a realizar para soportar todo aquello.
—Lo he matado en la bodega número cuatro.
—Usted está loco —dijo Bullen sencillamente—. Usted no sabe lo que está diciendo.
—¿Que no lo sé? —Lo miré fijamente y dije:
—Pregúnteselo a Susan Beresford.
—Mr. Cárter está diciendo la verdad, señor —afirmó Mac Donald.
Y mirándome inquisitivamente, me preguntó:
—Mi navaja, señor, ¿la ha traído usted? Hice un gesto afirmativo con la cabeza, me levanté fatigosamente de la silla, crucé tambaleante la habitación hasta la cama de Mac Donald y le entregué el cuchillo. No había tenido oportunidad de limpiarlo. El sobrecargo no dijo nada, se limitó a alargar la mano enseñándolo a Bullen. Este lo contempló en silencio unos instantes.
—Lo siento, hijo mío —dijo al final con voz ronca—. Lo siento de veras, pero hemos estado horriblemente preocupados.
Hice un guiño. En el estado en que me hallaba representaba un esfuerzo incluso hacer aquello.
—Yo también lo he estado, señor…
—Mr. Cárter nos lo contará más tarde, señor —sugirió Mac Donald—. Debe lavarse en seguida y quitarse esas ropas mojadas y meterse en la cama. Si alguien entrase…
—Es verdad, sobrecargo.
Podía observarse que hablar mucho lo agotaba, pero aún me recomendó:
—Es mejor que se dé prisa, hijo mío.
—Sí.
Miré vagamente la bolsa que había traído conmigo.
—He traído las cuerdas, Archie.
—Démelas, señor.
Cogió la bolsa, sacó los dos ovillos, separó la funda de su almohada, introdujo en ella los dos ovillos y volvió a enfundar la almohada.
—Este es un buen sitio para esconderlos, señor. De todos modos, si lo registran todo los encontrarán. Ahora hágame el favor de tirar esta bolsa por la ventana…
Hice lo que me indicó Mac Donald. Me lavé, me sequé lo mejor que pude y me metí en la cama en el momento en que Marston entraba en la enfermería.
—Se pondrá bien, John. Simple fractura. Bien vendada y metida entre sábanas, se quedará dormida en un minuto. Sedantes, ya sabe…
Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
—Buen trabajo el suyo esta noche, doctor. Ahí fuera está durmiendo todavía el centinela, y yo aún no he sentido nada en la pierna.
Esto era una mentira a medias, pero no había razón para herir innecesariamente sus sentimientos. Miré mi pierna.
—Las astillas…
—Las dejaré bien sujetas.
Me hizo una cura medio matándome de dolor.
Mientras manipulaba mi pierna les relaté todo lo ocurrido. Más bien una parte de lo sucedido. Les expliqué que el encuentro con Toni Carreras había sido a consecuencia de mi intento de inutilizar el cañón de la cubierta de popa. Hubiera sido una equivocación hablarles del «Torcedor» teniendo en cuenta la propensión de Bullen a hablar sin cesar durante el sueño.
Al final de mi relato, después de un pesado silencio, Bullen, desesperadamente, empezó a lamentarse:
—¡Ha terminado! ¡Ya no hay nada que hacer! ¡Y todos esos sufrimientos y todo ese trabajo para nada! ¡Todo para acabar así…!
No habíamos acabado. No acabaríamos hasta que Miguel Carreras o yo cayéramos. Si yo fuera jugador, hubiera apostado hasta el último céntimo por Carreras.
Pero esto no se lo dije a ellos. Me limité a explicarles el plan que me había hecho. Un plan casi impracticable, que consistía en tomar el puente por sorpresa y a tiro de pistola. Sin embargo, este plan no era ni la mitad de descabellado que el que me estaba dando vueltas por la cabeza. Al único que pensaba explicárselo más tarde era a Mac Donald. Tampoco se lo podía confiar al capitán, pues había muchas posibilidades de que lo explicara en medio de uno de los muchos adormecimientos provocados por el exceso de sedantes. No hubiera querido siquiera mencionar a Toni Carreras, pero tenía que explicar de alguna manera la sangre de mi cara y de mis ropas.
Cuando acabé, Bullen dijo lentamente en un susurro ronco:
—Todavía soy el capitán del barco y no permitiré eso… ¡Por Dios, Mr.! Mire el tiempo y contemple su estado. No permitiré que destruya su vida. No puedo permitirlo.
—Gracias, señor. Sé lo que quiere decir, pero tiene que permitirlo. Debe usted permitírmelo. Porque si usted no…
—¿Y si alguien entra en la enfermería mientras usted no está aquí? —preguntó desesperadamente.
Era de creer que aceptaría lo inevitable.
—Queda esto.
Saqué una pistola y la eché sobre la cama del sobrecargo.
—Era de Toni Carreras. Todavía hay siete balas en el cargador.
—Gracias, señor —dijo Mac Donald con calma—. Procuraré aprovechar esas balas.
—¿Y usted? —gruñó Bullen—. ¿Qué hará usted?
—Déjeme otra vez su navaja, Archie —dije.