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MARTES, 9.30 NOCHE - 10.15 NOCHE
Susan Beresford era, sin duda, una belleza. Un rostro perfectamente ovalado, pómulos salientes, cabellos de un rojizo brillante, finas cejas de dos tonalidades obscuras y los ojos más verdes que se hayan visto jamás. Tenía a todos los oficiales del buque encaramándose por las paredes de puro embobados. A todos, menos a Cárter. Un gesto permanente de fría diversión no me parece suficientemente atractivo para hacerme querer a la persona que lo emplea constantemente.
Y menos en aquel momento en que yo me sentía agraviado en este aspecto. Resultaba patente que ella no era fría ni divertida. Dos leves motas rojas de ira, acaso una manifestación de temor, aparecían en sus bronceadas mejillas y si la expresión de su cara no había indicado ya la reacción malhumorada del que se ha sentado sobre un guijarro molesto pronto podría apreciarse que se convertía en esto sin necesidad de medir el leve fruncimiento de su boca. Dejé el visón en su lugar y cerré la puerta del armario.
—No debiera usted sobresaltar a la gente de esta manera —dije en tono de reproche—. Debiera usted haber llamado a la puerta.
—¿Qué yo debía haber llamado?
Sus labios se apretaron. Aún no mostraban el gesto divertido.
—¿Qué iba usted a hacer con ese abrigo?
—Nada. Yo nunca llevo visón, Miss Beresford. No me cae bien.
Sonreí, pero ella permanecía seria.
—Puedo darle una explicación.
—Así lo espero.
Se encontraba, junto a la puerta y parecía como si tuviera intención de salir.
—De todos modos, creo que será mejor que se lo explique a mi padre.
—Decídase usted —dije tranquilamente—. Pero de prisa, por favor. Lo que estoy haciendo es muy urgente. Use ese teléfono. ¿O quiere usted que lo haga yo?
—Deje el teléfono —dijo airadamente.
Suspiró, cerró la puerta y se recostó en ella. Tuve que admitir que cualquier puerta, incluso las costosamente encristaladas del Campari, parecían mucho más puertas con Susan Beresford recostada en ellas. Movió la cabeza y me miró de abajo arriba, con aquellos inquietantes ojos verdes.
—Puedo imaginarme muchas cosas, Mr. Cárter, pero una de las que no soy capaz de comprender es ver a nuestro competente primer oficial huyendo a alguna isla desierta en un bote salvavidas, con mi visón escondido en la escota de popa.
«Ya vuelve a la normalidad», pensé con cierta pena.
—Además, ¿por qué tenía que hacerlo? En esos cajones sin cerradura debe de haber más de cincuenta mil dólares en joyas.
—No me he dado cuenta —admití—. No estaba mirando los cajones. Ando buscando a un hombre que debe encontrarse inconsciente, enfermo o algo peor. Benson no cabría en ninguno de los cajones que he visto.
—¿Benson? ¿Nuestro mayordomo? ¿Ese hombre tan fino, tan amable?
Dio dos pasos hacia mí y me sentí inconscientemente complacido al ver reflejado en sus ojos un repentino interés.
—¿Ha desaparecido?
Le conté todo cuanto yo sabía. No empleé mucho tiempo. Cuando acabé, comentó:
—¡Bien, bien…! Créame, ¿para qué molestarse por nada? Ha podido ir a dar un paseo por las cubiertas, a sentarse en algún lugar tranquilo, a meditar fumando un cigarrillo… ¡Quién sabe! Y lo primero que se le ocurre a usted, es entrar a saco en los camarotes…
—Usted no conoce a Benson, Miss Beresford. Nunca abandonó los compartimientos de los pasajeros antes de las once de la noche. No podríamos estar más preocupados si el oficial de vigilancia hubiera desaparecido del puente o el timonel hubiera abandonado el timón. Discúlpeme un momento.
Abrí la puerta del camarote a fin de localizar el punto de donde procedían unas voces que se oían y vi a White y a otro camarero que venían del fondo del pasillo. Los ojos de White se iluminaron cuando me vio, pero se nublaron inmediatamente con una expresión de reproche al ver a Miss Beresford que salía detrás de mí. El sentido de White que tenía de las conveniencias y del decoro estaba sufriendo unos golpes muy rudos aquella noche.
—Andaba buscándolo, señor —dijo en tono reprensivo—. Mr. Cummings me ha enviado aquí arriba. Me temo que abajo no hemos tenido suerte. Mr. Cummings ha ido ahora a nuestros compartimientos. Se quedó rígido un momento. Después volvió a reflejarse en su rostro una viva ansiedad y se desvaneció el aire de reprobación.
—¿Qué debo hacer ahora, señor?
—Nada. Nada personalmente. Usted está de servicio hasta que encontremos al mayordomo. Y como usted sabe, los pasajeros son lo primero de todo. Así, pues, destaque a tres camareros para que estén dentro de diez minutos a la entrada de la parte delantera de los compartimientos de la «A». Uno para registrar desde los camarotes de los oficiales; otro, desde los camarotes a la popa, y el tercero, las galerías, los pasillos, las despensas y los almacenes. Pero espere que yo dé la orden. Miss Beresford, ¿me permite usar su teléfono, por favor?
No esperé que me concediera el permiso. Descolgué el auricular y pedí a la centralilla que me pusieran con el camarote del sobrecargo. Estuve de suerte. Estaba «en casa».
—¿Mac Donald? Aquí el primer oficial. Siento mucho tener que llamarle ahora, Archie, pero hay novedades. Benson ha desaparecido.
—¿El mayordomo, señor?
Había algo infinitamente reconfortante en aquella voz grave y tranquila, que en veinte años de recorrer todos los mares no había perdido ni una sola fracción de su peculiar acento escocés, y en la ausencia total de sorpresa o excitación en el tono. Mac Donald nunca se sorprendía ni se excitaba. Era algo más que mi brazo derecho. En la parte de cubierta era el hombre más importante del buque. Y el más indispensable.
—Así, ya habrá registrado los camarotes de los pasajeros y de los camareros…
—Sí, pero nada. Tome algunos hombres, estén o no de servicio, eso no importa, y vayan por las principales cubiertas. Muchos miembros de la tripulación suelen estar allí a estas horas de la noche. Pregunte si alguien vio a Benson o vio o se oyó algo extraño. Es posible que se haya puesto enfermo o que se haya caído y se haya lastimado gravemente. En fin, por lo que sabemos, no está a bordo.
—¿Y si no tenemos suerte? ¿Otro maldito registro como el anterior?
—Me temo que sí. ¿Puede usted estar listo en diez minutos y venir aquí?
—Eso no tiene ninguna dificultad, señor.
Colgué. Llamé al jefe de la sala de máquinas y le ordené que destacara tres hombres a los compartimientos de pasajeros. Después llamé a Tommy Wilson, el segundo oficial, y finalmente hice que me pasaran la comunicación al camarote del capitán Bullen.
Mientras esperaba, Miss Beresford me sonrió de nuevo, con aquella sonrisa dulce, mucho más maliciosa a mí entender, que aquella otra de divertida ironía…
—¡Vaya, vaya…! Somos eficientes, ¿eh? Telefoneando aquí, telefoneando allá, dando instrucciones y transmitiendo órdenes… El general Cárter planeando su campaña. Este es para mí un nuevo primer oficial.
—Un ajetreo que temo sea innecesario —dije a modo de excusa—. Sobre todo, tratándose de un camarero. Pero tiene una esposa y tres hijas para las cuales el sol sale y se pone con él.
Susan se sonrojó hasta la raíz de sus rojizos cabellos y creí, por un momento, que iba a perder su serenidad habitual y darme una bofetada. Pero giró sobre sus talones y andando sobre la mullida alfombra se dirigió hacia el otro lado de la habitación y se puso a mirar por la ventana hacia la obscuridad del exterior.
Nunca me había imaginado, antes de esto, que una espalda pudiera expresar tanta emoción.
El capitán Bullen estaba al teléfono. Su voz sonaba tan gruñona y brusca como de costumbre, pero la metálica impersonalidad del teléfono no lograba disimular su preocupación.
—¿Ha habido suerte, Mr.?
—No, señor. Tengo un grupo de registro preparado. ¿Puedo empezar dentro de cinco minutos?
Hubo una pausa y después dijo:
—No hay otro remedio, supongo. ¿Cuánto tiempo le llevará eso?
—Veinte minutos o media hora.
—Espero que lo hará tan rápidamente como pueda.
—No creo que Benson ande ocultándose de nosotros, señor. Tanto si está enfermo como si se ha herido o tiene alguna razón urgente para abandonar los compartimientos de los pasajeros, espero encontrarlo dondequiera que esté.
Profirió un gruñido y dijo:
—¿No puedo hacer nada para ayudarles?
Fue una frase mitad pregunta y mitad afirmación.
—No, señor.
El espectáculo que ofrecería el capitán registrando la parte superior de la cubierta o husmeando bajo las lonas de los botes salvavidas, no contribuía ciertamente a incrementar la confianza de los pasajeros en el Campari.
—Entonces, adelante Mr. Si me necesita, estaré en la antesala del departamento de radiotelegrafía. Procuraré distraer a los pasajeros mientras usted procura aclarar este asunto.
Aquello era una prueba de que estaba verdaderamente preocupado, pues antes se hubiera metido en una jaula de tigres de Bengala, que mezclarse socialmente con los pasajeros.
—Muy bien, señor.
Colgué. Susan Beresford había vuelto a cruzar el camarote y se encontraba cerca, de pie, extrayendo un cigarrillo de un estuche-tabaquera de jade, de unos treinta centímetros de altura. La tabaquera me pareció vagamente irritante, como me lo parecía todo cuanto se refería a Miss Beresford y como me lo pareció la forma confiada y altiva como que esperaba que se lo encendiera. Me preguntaba cuándo habría sido la última vez que Miss Beresford se habría visto obligada a encenderse ella misma sus cigarrillos. Tal vez hacía años y no debía haber un hombre a cien metros de distancia. Le encendí el cigarrillo y, echando negligentemente una bocanada de humo, me dijo:
—¿Una expedición de registro? Es interesante. Puede contar conmigo.
—Lo siento, Miss Beresford…
Debo aclarar que en mi tono no había tal sentimiento.
—El buque es un asunto de la Compañía. Al capitán no le gustaría.
—Ni a su primer oficial, ¿no es eso? No se moleste en contestar.
Me miró atentamente.
—Pero también podría suceder que yo no quisiera colaborar… ¿Qué diría usted si descuelgo ese teléfono y cuento a mis padres que le sorprendí a usted registrando nuestros efectos personales?
—Me gustaría, señorita. Conozco a sus padres. Me gustaría ver cómo le dan una zurra por comportarse como una chiquilla mal criada cuando la vida de un hombre está en peligro.
Aquella noche, el color de sus prominentes mejillas se encendía y se apagaba como una luz neón. Ahora estaba de nuevo encendido y durante unos momentos su compostura y el dominio de sí misma no fueron como ella hubiera deseado hacer creer. Apagó el cigarrillo aplastándolo con dos dedos contra el cenicero y dijo:
—¿Y qué pasaría si diera cuenta de su insolencia?
—Simplemente, no pierda el tiempo aquí hablando de esto. El teléfono está a su lado. —No se movió. Entonces proseguí—: Francamente señorita, su conducta me pone enfermo. Utiliza la influencia de su padre y su privilegiada posición como pasajera del Campari para divertirse a menudo con miembros de la tripulación que no están en situación de responderle adecuadamente. Han de aguantarse y tener paciencia porque no son como usted. La mayoría de ellos no tienen dinero en el Banco, en absoluto, pero sí tienen familias a las que alimentar y madres a las que cuidar y por eso saben que han de continuar sonriendo a Miss Beresford cuando ella hace bromas a su costa o cuando los coloca en situaciones embarazosas y provoca en ellos un sentimiento de ira, porque si no lo hacen así Miss Beresford procurará que se los quiten de delante y se quedarán sin trabajo.
—Continúe, por favor —dijo ella. Se había puesto sumamente rígida.— Esto es todo. El abuso del poder, incluso en pequeña proporción, es siempre despreciable. Y cuando alguien se rebela como hago yo, usted lo conmina con el despido, que es lo que va contenido implícitamente en su amenaza. Y esto es más que despreciable, es una cobardía.
Me volví y me dirigí hacia la puerta. Iría a ver primero a Benson y después le anunciaría a Bullen mi cese. De todos modos, estaba cansado del Campari.
—Mr. Cárter…
—Diga.
Me volví, pero sin soltar la mano del pomo de la puerta. El mecanismo del color de sus mejillas estaba funcionando intensamente. Esta vez había aparecido una pálida tonalidad debajo del bronceado de su piel. Se adelantó dos pasos hacia mí; me puso una mano en el brazo.
—Lo siento mucho, muchísimo —dijo con voz débil—. No tenía idea de lo que me ha dicho. Me gusta divertirme, pero no hacer daño… Creía…, bueno, creía que mi carácter era inofensivo y que nadie lo tenía en cuenta. Y nunca pensé en poner en peligro el empleo de nadie.
Me eché a reír.
—¿No me cree usted?
Todavía la misma voz débil; todavía su mano en mi brazo.
—Desde luego, la creo —dije en un tono poco persuasivo.
Entonces la miré a los ojos, lo cual fue un gran error y una acción peligrosa, pues noté por primera vez que aquellos grandes ojos verdes tenían la facultad de derretir y disolver la resistencia de cualquier hombre. Y la mía ya se estaba resquebrajando.
—Sí, la creo —repetí.
Y esta vez lo dije poniendo de manifiesto una convicción que me sorprendió a mí mismo.
—Por favor, olvide mi rudeza, Miss Beresford, pero debo darme prisa.
—¿Puedo ir con usted? Por favor.
—¡Hum! —gruñí—. Al diablo con todo… Venga. Lo dije irritado, tratando de apartar mis ojos de los de ella y de recobrarme enteramente.
—Venga, si éste es su gusto —repetí.
Al final del pasillo, precisamente un poco más allá de la entrada de la suite de Cerdán, tropecé con Carreras senior. Iba fumando un puro y tenía aquel aspecto de satisfacción que caracterizaba invariablemente a los pasajeros cuando Antoine había acabado con ellos.
—¡Ah! ¿Está usted aquí, Mr. Cárter? —dijo—. Me preguntaba por qué no había vuelto usted a nuestra mesa. ¿Qué sucede, si se puede saber? Debe de haber por lo menos una docena de la tripulación, agrupados fuera de la entrada del compartimiento. Yo creía que las ordenanzas prohibían…
—Están esperándome a mí, señor… Benson, el mayordomo que probablemente usted no ha tenido la oportunidad de conocer desde que llegó a bordo, ha desaparecido. Este es un grupo de investigación.
—¿Ha desaparecido?
Hizo un gesto de asombro alzando sus cejas grises.
—Pero ¡qué demonios…! Bueno, usted, desde luego, no tendrá ni idea de lo que le ha sucedido, pues, de lo contrario, no hubiera organizado esta búsqueda. ¿Puedo ayudarle en algo?
Dudé un momento pensando en Miss Beresford, que ya había logrado introducirse en el asunto, y me percaté en seguida de que ya no me quedaba medio alguno de impedir a ningún pasajero que participase en todo aquello si ése era su deseo.
—Muchas gracias, Mr. Carreras. Usted no da la sensación de ser un hombre que eche muchas cosas en falta.
—Procedemos del mismo molde, Mr. Cárter.
Ignoré esta observación crítica y me apresuré a salir. Hacía una noche clara, sin nubes, con un cielo cubierto de estrellas y soplaba un viento tibio y suave del Sur. Una sombra se perfiló junto a un cercano y obscuro mamparo, y Archie Mac Donald, el sobrecargo, vino hacia mí. A pesar de su pesada solidez, tenía los pies tan ligeros como un bailarín.
—¿Ha habido suerte, sobrecargo? —pregunté.
—Nadie vio nada…, nadie oyó nada. Y en la cubierta, entre las ocho y las nueve de esta noche, había una docena de personas, por lo menos.
—¿Está ahí, Mr. Wilson? Bien. Mr. Wilson, tome algunos hombres de la dotación de la sala de máquinas y tres marineros. La cubierta principal y abajo. Y ya debiera usted saber dónde mirar.
Después me dirigí a Mac Donald:
—Mac Donald, usted y yo registraremos las cubiertas superiores. Usted a babor y yo a estribor. Dos marineros y un cadete. Media hora. Después, otra vez aquí.
Envié un hombre a mirar los botes. ¿Por qué Benson había de meterse en un bote? No me lo podía imaginar, aunque los botes salvavidas siempre ejercen una extraña atracción sobre todos aquellos que quieren ocultarse. Pero tampoco podía adivinar la razón de que deseara esconderse. Envié otro a comprobar la superestructura superior hacia la popa, por la parte trasera del puente.
Ayudado por el señor Carreras, inicié la inspección de la cubierta de los botes y de las cabinas de cartas de navegación, banderas y radar. Rusty, nuestro cadete más joven, se dirigió hacia la popa con Miss Beresford, que había adivinado que yo no estaba en muy buena disposición de soportar su compañía. Pero Rusty, sí. Lo estaba siempre. Fuera cual fuera el comportamiento de Susan Beresford o lo que la joven dijera de él, no establecía la más ligera diferencia. Él era su esclavo y no le importaba que lo supiera todo el mundo. Si ella le pidiera que se tirase de cabeza a una caldera por una de las chimeneas, aunque sólo fuera por satisfacer un capricho, él lo consideraría un honor y lo liaría sin vacilar.
Podía imaginármelo ahora inspeccionando las cubiertas superiores con Susan Beresford a su lado y con su rostro del mismo color que su rojizo y flameante cabello.
Al salir de la cabina de radar, casi me di de narices con él. Estaba jadeante, como si hubiera venido corriendo un gran trecho, y pude ver que me había equivocado acerca del color de su cara. A la media luz de la cubierta, parecía gris, como un periódico viejo.
—En la cabina de radio, señor.
Casi tartamudeó las palabras a la vez que me cogía del brazo, cosa que en circunstancias normales nunca se hubiera atrevido a hacer.
—Venga en seguida, señor. Por favor.
Yo ya estaba corriendo.
—¿Lo encontró?
—No, señor. Es Mr. Brownell.
Brownell era nuestro jefe de radiotelegrafistas.
Llegué a la cabina en diez segundos, rocé impetuosamente a Susan Beresford, que se encontraba de pie junto al umbral con el rostro blanco como la cera, crucé la puerta y me detuve.
Brownell había girado el reóstato del panel que había sobre su cabeza hasta dejar la habitación en una semioscuridad, costumbre muy extendida entre los radiotelegrafistas cuando estaban de guardia por la noche. Estaba encorvado sobre la mesa y la cabeza le descansaba sobre el antebrazo derecho. Por esta causa lo único que podía distinguir eran sus hombros, su pelo negro y la calva circular que tenía en la parte occipital y que había sido la constante preocupación de su vida. Su mano izquierda estaba extendida, con los dedos rozando el teléfono. La aguja del telégrafo transmitía constantemente. Le separé el antebrazo derecho un poco hacia delante y la aguja dejó de funcionar.
Le tomé el pulso de la muñeca izquierda, cuya mano estaba extendida, y se lo tomé también en el cuello. Me volví hacia Susan Beresford, que todavía estaba de pie en el marco de la puerta, y le pregunté:
—¿Tiene usted un espejo?
Hizo una seña afirmativa con la cabeza y se puso a buscar por su bolso. En seguida me tendió la mano con una carterita abierta, en la que se veía brillar un espejo.
Giré el reóstato hasta que la habitación se iluminó completamente, cambié ligeramente de posición la cabeza de Brownell y le apliqué el espejo cerca de la boca y la nariz por espacio de unos diez segundos. Lo retiré en seguida, lo observé y se lo devolví a Miss Beresford.
—Algo le ha sucedido, desde luego —dije.
Mi voz era firme, ilógicamente.
—Está muerto, o, al menos, así me lo parece. Rusty, busca en seguida al doctor Marston. A estas horas suele estar en el vestíbulo de la cabina telegráfica. Si el capitán está allí, díselo también. Pero ni una sola palabra a nadie más.
Desapareció Rusty y una nueva figura surgió ocupando su lugar en el umbral: Carreras. Se detuvo, con un pie en el marco de la puerta y exclamó:
—¡Dios mío…! ¡Benson!
—No, Brownell, el oficial radiotelegrafista. Creo que está muerto.
Por si el capitán no se hallaba en la antesala de la cabina telegráfica, alcancé del panel de aparatos un teléfono que tenía la indicación «Camarote del capitán» y esperé que me contestara mientras miraba al cadáver inclinado sobre la mesa. De mediana edad, alegre, su único e inofensivo defecto había sido una desusada vanidad acerca de su apariencia personal, que, en cierta ocasión, le había llevado incluso hasta el extremo de comprarse un tupé para disimular la coronilla calva que tenía en la cabeza. La opinión pública del buque le había obligado a desistir de su uso. Brownell era uno de los oficiales más populares y sinceramente apreciados del barco. ¿Era? Había sido. Oí el chasquido peculiar de un teléfono al descolgarse.
—¿El capitán? Aquí Cárter. ¿Podría usted bajar a la cabina de radio? En seguida, por favor.
—¿Benson?
—Brownell, señor. Creo que está muerto.
Hubo una pausa y se oyó un crujido. Colgué y descolgué otro teléfono que conectaba directamente con los camarotes de los oficiales radiotelegrafistas. Teníamos tres oficiales radiotelegrafistas y el que hacía la guardia de las doce de la noche a las cuatro de la madrugada; generalmente, se iba a su camarote en vez de cenar en el comedor.
Una voz contestó:
—Aquí, Peters.
—Soy el primer oficial. Siento molestarle, pero ha de venir en seguida a la cabina de radio.
—¿Qué sucede?
—Cuando esté aquí lo sabrá.
La luz que iluminaba la habitación parecía excesivamente brillante para una estancia donde había un cadáver. Giré el reóstato y la luz blanca fue convirtiéndose en un tenue resplandor amarillento. Rusty apareció en el umbral. Parecía que le había desaparecido la palidez del rostro, pero esto podía ser debido a que la suave luz de la cabina se la disimulaba.
—Ahora vendrá el cirujano, señor. Está recogiendo sus instrumentos en el dispensario.
—Gracias. Vaya a buscar al sobrecargo, Y no es necesario que se mate corriendo, Rusty. Ya no hay mucha prisa.
Salió y Miss Beresford dijo en voz baja:
—¿Qué sucede? ¿Qué le ha pasado?
—Usted no debiera estar aquí, Miss Beresford.
—¿Qué le ha pasado? —repitió.
—Eso lo dirá el cirujano. Me da la impresión de que ha muerto donde está sentado. Un ataque cardíaco, una trombosis coronaria, algo de eso.
Ella temblaba. No contestó. Los cadáveres no eran nada nuevo para mí, pero el ligero escalofrío en mi cuello y espina dorsal me hizo sentir como un temblor convulsivo. El viento tibio que soplaba en aquel momento parecía más frío, mucho más frío que el que corría diez minutos antes.
El doctor Marston apareció. Sin apresuramiento, sin prisa. Era un hombre tranquilo y comedido, con paso mesurado y lento. Con su magnífica melena de pelo blanco, su bigote canoso y recortado, su complexión de trazos singularmente suaves para un hombre tan entrado en años, ojos azules y agudos, con una mirada firme y penetrante, el doctor Marston era un médico en el que se confiaba instintivamente.
Pero era extraño lo que sucedía con el doctor Marston, pues daba la sensación de que se apoderaba del instinto del paciente y lo encerraba en un lugar seguro haciendo que el enfermo se sintiera mejorado en seguida. Pero, aun admitiendo esta beneficiosa influencia del doctor Marston, cuando la cosa era grave ya era otra cosa, pues poner una vida en sus manos era algo así como jugársela a los dados con muchas posibilidades de perderla. Aquellos ojos azules y penetrantes no se habían iluminado, precisamente, en el Lancet, ni habían hecho ningún intento de seguir los últimos procedimientos médicos desde unos cuantos años antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero tampoco habían tenido necesidad de hacerlo. Él y Lord Dexter eran amigos desde la infancia y habían ido juntos a la escuela primaria, al grado medio y a la Universidad, por lo que tendría seguro su empleo mientras pudiera tener en la mano un estetoscopio. Y para hacerle justicia, tratando a damas viejas hipocondríacas y ricas, no tenía rival en los siete mares.
—¡Bien, John! —exclamó.
Con excepción del capitán Bullen, se dirigía a todos los oficiales del barco llamándolos por su nombre de pila, exactamente como se dirigiría un maestro de escuela a uno de sus alumnos más prometedores, pero al que también había que vigilar.
—¿Qué sucede? ¿Ha tenido un mareo el bello Brownell?
—Algo peor, doctor. Ha muerto.
—¡Dios mío! ¿Brownell? Déjeme ver…, déjeme ver. Un poco más de luz, John, por favor.
Depositó su cartera encima de la mesa, extrajo de ella el estetoscopio, exploró a Brownell aquí y allá, le tomó el pulso y finalmente se irguió suspirando.
—En la mitad de su vida, John…, y no ha sido hace poco. La temperatura es alta aquí pero yo diría que hace más de una hora que murió…
Ahora podía ver perfilada en la puerta la obscura figura del capitán Bullen, en tensa espera y escuchando sin decir nada.
—¿Un ataque al corazón, doctor? —aventuré.
Después de todo, no era tan incompetente, sino atrasado en un cuarto de siglo.
—Déjame ver, déjame ver —repitió.
Volvió la cabeza de Brownell y la observó acercándose mucho. Tenía que mirar de cerca. Ignoraba que todo el mundo en el barco sabía que, a pesar de sus ojos penetrantes, era más miope que un topo y no quería llevar lentes.
—¡Ah, mire esto! La lengua, los labios, los ojos, todos los síntomas. No lo dudo. No lo dudo en absoluto. Hemorragia cerebral. Masiva. Y a su edad…, ¿cómo es posible? ¿Qué edad tenía, John?
—Cuarenta y siete, cuarenta y ocho… Algo así.
—¡Cuarenta y siete! ¡Sólo cuarenta y siete! Movió la cabeza.
—Cada vez les sorprende más jóvenes… La intensidad y la presión de la vida moderna.
—¿Y esa mano extendida, doctor? —pregunté—. Parece que esté tratando de alcanzar el teléfono. ¿Usted cree…?
—Justamente confirma mi diagnóstico. La sintió venir y trató de pedir ayuda, pero fue demasiado repentina, excesivamente masiva. ¡Pobre bello Brownell!
Se volvió y vio al capitán de pie en la puerta.
—¿Está usted aquí, capitán? Mal asunto, ¿eh…? Mal asunto.
—Sí, un mal asunto —repitió el capitán.
Después de una pequeña pausa, añadió:
—Miss Beresford, usted no debe estar aquí. Está usted temblando y helada. Váyase en seguida a su camarote.
Cuando el capitán Bullen hablaba en aquel tono, los millones de Beresford parecían no significar nada.
—Más tarde el doctor Marston le proporcionará un sedante.
—Y tal vez Mr. Carreras será tan amable… —sugerí.
—Desde luego —contestó en seguida el joven—. Será un honor para mí acompañar a la señorita hasta su camarote.
Se inclinó ligeramente y le ofreció el brazo. Ella pareció más que satisfecha de colgarse en él y desaparecieron.
Cinco minutos más tarde habíase restablecido la normalidad en la cabina de radio. Peters había ocupado el lugar del muerto, el doctor Marston había vuelto a su ocupación favorita, mezclándose con nuestros millonarios en una competición no declarada de beber sin descanso; el capitán me había dado sus instrucciones y yo se las había pasado al sobrecargo, y el cadáver de Brownell, envuelto en una saca especial, había sido trasladado a la carpintería.
Permanecí unos minutos en la cabina de radio hablando con Peters, que estaba sumamente agitado, y miré casualmente el último radiograma que se había recibido. Todos los radiomensajes eran escritos a medida que se recibían, por duplicado, remitiéndose el original al puente y archivándose la copia de papel carbón con los demás recibidos durante el día.
Leí el que se encontraba encima de la mesa, pero no decía nada importante: era un simple aviso del empeoramiento del tiempo por la parte más alejada del sudeste de Cuba, que podría o no convertirse en un huracán. Rutina, y, además, excesivamente lejos de nosotros para preocuparnos. Arranqué la primera hoja en blanco del bloque de impresos de telegrama que estaba junto al cadáver de Brownell.
—¿Puedo llevarme esto?
—Desde luego. Hay mucho en el almacén.
Todavía estaba demasiado nervioso para sentir curiosidad del por qué quería aquello. Dejé a Peters y salí. Me puse a pasear, pensativo, por la cubierta algún tiempo, y me dirigí después al camarote del capitán, al que debía informar, según las instrucciones recibidas, cuando terminara.
El capitán estaba sentado en su sitio habitual, a la mesa de trabajo, y tenía a un lado, en el sofá, a Cummings y al jefe de máquinas. La presencia de Mellroy, un pequeño pero robusto galés, con la expresión del rostro y el cabello al estilo de un fraile capuchino, significaba un consejo de guerra.
Las tribulaciones del capitán habían llegado a su grado máximo.
El prestigio de Mellroy no se cimentaba exclusivamente en su competencia con las máquinas, sino que tras aquella cara de ciruela, con una mueca permanente de risa, se alojaba el cerebro más astuto probablemente del Campari, incluyendo el de Mr. Julius Beresford, que debió de haber sido verdaderamente sagaz y taimado para lograr reunir sus trescientos millones de dólares.
—Siéntese, Mr., siéntese —gruñó Bullen.
El «Mr.» no significaba que en aquel momento me tuviera en su lista negra. Era, simplemente, otra muestra de profunda preocupación.
—¿Todavía sin señales de Benson?
—No. Ninguna señal.
—¡Maldito viaje!
Bullen empujó hacia mí una bandeja que había sobre la mesa con una botella de whisky y algunos vasos; una generosa liberalidad desusada en él y que constituía una prueba más de sus inquietudes.
—Sírvase usted mismo, Mr.
—Gracias, señor.
Me llené el vaso pródigamente. Una oportunidad como aquélla no se presentaba muy a menudo.
—¿Qué vamos a hacer con Brownell? —pregunté.
—¿Qué demonios quiere usted decir con «qué vamos a hacer con Brownell»? No tiene parientes a quienes notificar su muerte, por lo que no necesitamos el consentimiento de nadie para nada. La oficina central ya ha sido informada. Funerales en el mar, al amanecer, antes de que los pasajeros se levanten y anden por ahí. No hemos de estropearles su condenado viaje, supongo.
—¿No sería mejor llevar el cadáver a Nassau, señor?
—¿Nassau?
Me miró sorprendido por encima de los aros de sus gafas. Después se las quitó y las depositó lentamente sobre la mesa.
—No creo que porque haya muerto un hombre vaya usted ahora a perder el juicio, ¿eh?
—Nassau, o algún otro territorio británico… O Miami… Algún lugar donde podamos encontrar autoridades competentes, técnicos o policía para investigar ciertas cosas.
—¿Qué cosas, Johnny? —preguntó Mellroy.
Tenía la cabeza abultada por un lado, como una lechuza gorda y bien rellena.
—Sí…, ¿qué cosas?
El tono de Bullen era completamente distinto del de Mellroy.
—Porque los grupos de registro no han encontrado ni rastro de Benson, usted ya…
—He suspendido la búsqueda, señor.
Bullen echó atrás su sillón hasta que sus manos descansaron en el borde de la mesa, con los brazos extendidos en toda su amplitud.
—Usted ha suspendido la búsqueda —dijo suavemente—. ¿Quién demonios le ha autorizado a usted a tomar esa determinación?
—Nadie, señor. Pero yo…
—¿Por qué lo ha hecho, Johnny? —intervino otra vez Mellroy muy inquieto.
—Porque nunca encontraremos a Benson. Vivo, al menos. Benson está muerto. Lo han matado.
Nadie dijo una palabra ni se oyó nada durante diez segundos. El ruido del viento que soplaba por entre los cables y los mástiles por encima del camarote parecía anormalmente fuerte. El capitán dijo, de pronto, ásperamente:
—¿Lo han matado? ¿Benson muerto…? ¿Se encuentra usted bien, Mr.? ¿Qué quiere decir con «lo han matado»?
—Que lo han asesinado. Esto es lo que quiero decir.
—¿Asesinado…? ¿Asesinado…?
Mellroy, inquieto, cambió de postura en su asiento.
—¿Lo ha visto usted? ¿Tiene alguna prueba? ¿Cómo puede usted asegurar que ha sido asesinado?
—Yo no lo he visto. Y tampoco tengo ninguna prueba. Ni siquiera la más mínima evidencia.
Dirigí una mirada al contador, que estaba sentado en el sofá retorciéndose nerviosamente las manos y con la mirada fija en mí, y recordé que era amigo íntimo de Benson desde hacía más de veinte años.
—Pero tengo pruebas de que Brownell ha sido asesinado esta noche. Y puedo, además, relacionar los dos asesinatos de una manera racional.
Se produjo un silencio aún más prolongado que el anterior.
—¡Está usted loco! —estalló finalmente Bullen con desabrida convicción.
—Así, pues, ahora resulta que Brownell también ha sido asesinado. ¡Está usted loco, Mr.! Está fuera de sus casillas, no sabe lo que dice. ¿No ha oído usted lo que ha dicho el doctor Marston? Hemorragia cerebral masiva. Es un médico de hace cuarenta años… Él no sabría…
—¿Y qué, si me da una oportunidad, señor? —interrumpí.
Mi voz sonó tan áspera como la suya cuando seguí hablando:
—Ya sé que es médico. Y también sé que no tiene buena vista. Pero yo sí la tengo. Yo he visto lo que a él le ha pasado inadvertido. He visto una tiznadura obscura en la parte posterior del cuello de la camisa de Brownell. ¿Cuándo se ha visto a Brownell llevando alguna vez una camisa con una mancha? Por algo le llamaban el Bello Brownell. Alguien le golpeó el cuello con un objeto contundente y con mucha fuerza. Tenía también, debajo de la oreja izquierda, una ligera decoloración; pude apreciarla cuando estaba recostado sobre la mesa de la cabina de radio. Después, cuando el sobrecargo y yo lo trasladamos a la carpintería, lo examinamos allí los dos. Descubrimos otra raspadura semejante debajo de la oreja derecha y un poco de arena en el cuello. Alguien lo ha golpeado con un saco de arena y, una vez inconsciente, le ha oprimido las arterias carótidas hasta que ha muerto. Vayan y compruébenlo ustedes mismos.
—Yo, no —murmuró Mellroy.
Se podía apreciar fácilmente que hasta su compostura monolítica se había alterado.
—Yo, no. Lo creo. Sería fácil discutir esos argumentos, pero yo los creo… No obstante, todavía no puedo aceptar todo eso.
—¡Pero, maldita sea, Primero! —rugió Bullen apretando los puños—. El doctor ha dicho…
—Yo no soy médico —interrumpió Mellroy—. Pero puedo imaginarme que los síntomas son muy parecidos en ambos casos. Apenas puedo culpar al doctor Marston.
Bullen ignoró a Mellroy y me favoreció a mí con su mirada tensa.
—Mire, Mr., usted ha cambiado la chaqueta. Cuando llegué a la cabina de radio, usted parecía asentir a lo que decía el doctor Marston. Incluso sugirió usted que podía tratarse de un ataque al corazón… Usted no mostró signo alguno de…
—Miss Beresford y Mr. Carreras estaban allí —interrumpí—. No quise que empezaran a pensar por su cuenta. Si se extendía por el barco, y eso hubiera sucedido en seguida, la idea de que pudiera tratarse de un asesinato, entonces, quienquiera que fuese el responsable, podría sentirse forzado a actuar de nuevo y, además, hacerlo rápidamente para neutralizar cualquier medida que nosotros pudiéramos adoptar. Ignoro la forma en que hubiera reaccionado, pero a juzgar como lo ha hecho hasta la fecha, se hubiera comportado, sin duda, de una manera desagradable.
—¿Miss Beresford? ¿Mr. Carreras?
Bullen había dejado de apretar los puños, pero se notaba claramente que su inquietud no cesaba.
—Miss Beresford está al margen de toda sospecha, pero ¿podemos decir lo mismo de Carreras…? ¿Y su hijo? Han llegado hoy a bordo, y en las más extrañas circunstancias. Podría relacionarse…
—No. Lo he comprobado. Carreras, padre e hijo, han estado los dos en el comedor y después en la sala del telégrafo casi dos horas, hasta poco antes de que encontrásemos al pobre Brownell. Están completamente descartados.
—Parece todo muy claro —asintió Mellroy.
—Capitán, ya es hora de que nos descubramos ante Mr. Cárter. Él ha estado moviéndose utilizando la cabeza, mientras nosotros lo único que hacemos es cogernos los dedos.
—¿Y Benson? —preguntó el capitán, que no parecía dispuesto a renunciar a sus ideas—. ¿Qué me dice de Benson? ¿Cómo lo relaciona usted?
—De este modo.
Puse sobre su mesa, delante de él, la hoja en blanco del impreso de telegrama.
—Comprobé el último radiomensaje que se recibió y que fue enviado al puente. Informe rutinario sobre el tiempo. Hora, 20.07. Pero, más tarde, se escribió otro mensaje en la hoja que estaba encima de ésta, en el mismo bloque. El original y una copia con papel carbón. Los trazos dejados por la presión del lápiz resultan indescifrables para nosotros, pero para gente especializada, con un equipo policíaco moderno, sería un juego de niños. No obstante, hay algo que se puede descifrar, y es la impresión de los dos últimos números sobre la hora. Obsérvelo usted mismo. Está clarísimo: 33. Significa 20.33. O sea que, en aquel momento, se recibió un mensaje. Y era, al parecer, un cable tan urgente que Brownell, en vez de esperar a que fuese recogido por el rutinario enviado del puente, quiso transmitirlo en seguida por teléfono. Esta es la razón de que su mano estuviera extendida junto al teléfono cuando lo encontramos, y no porque se sintiese repentinamente enfermo. Por consiguiente, lo mataron. Él que lo mató, se vio obligado a hacerlo. Dejar inconsciente a Brownell y robarle el cable no hubiera solucionado nada, pues tan pronto hubiera vuelto en sí, habría recordado el texto y lo habría enviado al puente inmediatamente. Debía de ser —añadí con aire pensativo— un mensaje de una gran importancia.
—¿Y Benson? ¿Qué hay de Benson? —repitió, impaciente, Bullen.
—Benson fue víctima de un hábito de toda su vida. Hawie, aquí presente nos ha contado cómo Benson solía salir a fumar un cigarrillo invariablemente entre las ocho y media y las ocho treinta y cinco de la noche, mientras los pasajeros estaban en el comedor. La cabina de radio está situada inmediatamente encima de donde él acostumbraba a dar su paseo diario y se recibió el mensaje y Brownell fue muerto precisamente durante esos cinco minutos. Benson debió de ver o de oír algo extraño y subió a investigar. Tal vez sorprendió al asesino in fraganti. Y por ello, Benson tenía que morir también.
—Pero ¿por qué? —gritó el capitán, que todavía no podía creer todo aquello.
—¿Por qué…? ¿Por qué lo mataron? Todo esto parece cosa de locos. ¿Por qué aquel mensaje era tan desesperadamente importante? ¿Qué diablos decía?
—Esta es la razón por la que debemos dirigirnos a toda prisa a Nassau, señor, para averiguarlo.
Bullen me miró sin ninguna expresión en sus ojos, miró su vaso de whisky y prefirió, evidentemente, su bebida a mí o a las malas noticias que yo le daba, pues vació el vaso de un trago.
Mellroy no tocó el suyo. Permaneció pensativo, con la vista fija en su vaso todo un minuto. Después dijo:
—Ha pensado en todo, Johnny. Pero no ha pensado en una cosa. El radiotelegrafista de guardia. Peters, ¿no es él…? ¿Cómo podemos saber que ese cable no se recibirá otra vez? Es posible que se tratara de un mensaje que requiera la comprobación de su recepción, algo así como un acuse de recibo. Si es así y, naturalmente, no se ha verificado la debida recepción, es casi seguro que volverán a repetirlo. Entonces ¿qué garantía tenemos de que a Peters no le va a ocurrir lo mismo que a Brownell?
—El sobrecargo es la garantía. Está sentado en la obscuridad, a menos de diez metros de la cabina de radio, con una enorme barra de hierro sobre las rodillas y una furia escocesa con ansias de matar en el corazón. Usted ya conoce a Mac Donald. ¡Dios asista al que intente darse un paseíto hasta la cabina de radio!
Bullen apuró otro trago de whisky, sonrió con expresión de cansancio y se miró en la bocamanga el ancho galón dorado de comodoro.
—Mr. Cárter, creo que usted y yo debiéramos cambiar de uniformes.
Aquél era, sin duda, el mayor elogio que había salido nunca de sus labios.
—¿Cree usted que le gustaría este lado de mi mesa?
—Me servirá perfectamente, señor, sobre todo si usted toma a su cargo la tarea de entretener a los pasajeros.
—En tal caso, dejaremos las cosas como están.
Se perfiló en su rostro otra breve sonrisa, que se desvaneció casi sin aparecer.
—¿Quién está en el puente? Jamieson, ¿no es eso? Será mejor que se haga usted cargo, Primero.
—Más tarde, señor. Con su permiso. Queda todavía por investigar lo más importante. Pero, la verdad, no sé cómo empezar.
—No me diga usted que aún hay algo más —dijo Bullen con gravedad.
—He estado algún tiempo pensando en todo esto —dije—. Se recibió un mensaje a través de nuestro equipo de radio, un mensaje tan peligroso para alguien que debía ser interceptado a toda costa. Pero ¿cómo podía saber ese alguien que se estaba recibiendo aquel mensaje? El único camino por el que el cable entró en el Campari fue a través de los auriculares que Brownell tenía pegados a sus oídos. Sin embargo, alguien más estaba recibiendo el radio en el mismo instante que Brownell. Y tan pronto como Brownell acabó de transcribir el cable en su cuaderno de impresos, intento coger el teléfono para comunicar con el puente y antes de que pudiera descolgar el aparato murió. Tiene que haber a bordo del Campari otra estación receptora sintonizada a la misma frecuencia de onda, y no puede estar a más de un salto o unos pasos de la cabina de radio, puesto que el misterioso escucha llegó en menos de diez segundos. El primer problema a resolver es encontrar ese receptor.
Bullen me miró. Mellroy también me miró. Después se miraron ellos. Entonces Mellroy objetó:
—Pero el oficial radiotelegrafista cambia constantemente de frecuencias. ¿Cómo podía ese alguien saber qué frecuencia usaba en aquel preciso momento?
—¿Cómo puede uno saberlo todo? —repliqué.
Señalé con la cabeza el impreso en blanco que había sobre la mesa.
—Hasta que logremos descifrar eso…
—El mensaje.
Bullen dirigió su vista hacia el impreso y, bruscamente, tomó una decisión.
—A Nassau. Velocidad máxima, Mellroy, pero vaya aumentando despacio durante media hora, para que nadie note el cambio de marcha. Primero, al puente. Ahora veamos nuestra posición.
Sacó cartas, reglas y compases mientras yo me dedicaba a señalar las cifras. Me hizo una indicación con la cabeza y dijo:
—Marque el rumbo más corto posible.
No costó mucho.
—047 de aquí a aquí, señor, 220 millas, aproximadamente. Después, 350.
—¿Llegada?
—¿Velocidad máxima?
—Desde luego.
—Un poco antes de las doce de la noche de mañana.
Cogió un cuaderno de notas y escribió durante un minuto. Después leyó en voz alta:
—«Autoridades del puerto, Nassau. Campari, posición tal y cual, llegada 23.30 mañana miércoles. Avisen policía, inmediata investigación. Un hombre asesinado a bordo, otro desaparecido. Urgente. Bullen, capitán».
Tendió el brazo para coger el teléfono. Con un movimiento rápido puse mi mano encima de la suya, impidiéndole descolgar el aparato.
—El que disponga de esa estación receptora podrá controlar con la misma facilidad lo que se reciba del exterior como lo que se radie desde el barco. Si enviáramos ese cable sabrían que vamos tras ellos, y sólo Dios sabe qué sucedería entonces.
Bullen me miró fijamente, y después a Mellroy y al contador, el cual no había dicho una sola palabra desde que yo había llegado al camarote. Después volvió la mirada hacia mí. Sin decir palabra, rompió la nota en pedazos pequeños y los echó a la papelera.