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MARTES, 8 TARDE - 9.30 NOCHE
A las ocho, el cargamento, las cajas y los ataúdes estaban seguramente igual que a las cinco, pero en la carga viva se había operado un cambio profundo y evidente que iba desde un hondo y manifiesto descontento hasta algo muy parecido a un sentimiento de alivio.
Desde luego, había motivos para ello. En el caso del capitán Bullen, que me había llamado dos veces «Johnny, hijo mío» mientras me mandaba abajo a cenar, era debido a que se veía ya lejos del puerto de Caraccio, que él se complacía en calificar de pestilente, a hallarse de nuevo en el mar, a verse otra vez en el puente y a haber encontrado una razón excelente para mandarme abajo, mientras él permanecía en su puesto, evitándose así la tortura de tener que cenar con los pasajeros.
En el caso de la tripulación era porque el capitán Bullen se mostraba otra vez en forma, en parte por un sentido de justicia y en parte para compensar a la oficina central de las indignidades que habían acumulado contra él al bonificar a todos el importe de muchas más horas extraordinarias a las que en realidad tenían derecho por su trabajo fuera del servicio durante los últimos tres días.
Y en el caso de los oficiales y del pasaje era simplemente porque existen ciertas leyes fundamentales y definidas de la naturaleza humana y una de ellas era que resultaba imposible sentirse deprimido mucho tiempo a bordo del Campari.
Como buque que no hace escalas regulares, con pasaje y capacidad de carga limitados, pues las bodegas frecuentemente distan mucho de estar llenas, el Campari podría ser clasificado acertadamente como un buque fletado para viajes irregulares y ciertamente ésta era la clasificación que aparecía en los folletos de viajes de la «Blue Mail». Pero como explicaban los folletos, remarcándolo con el cuidado y la delicadeza adecuados a la presumible refinada sensibilidad de la acomodada clientela a que iban dirigidos, el Campari no era un buque corriente para viajes convencionales. Era, como decía el material de propaganda, un buque sencillo, tranquilo, sin ninguna pretensión y exactamente con estas palabras: «un vapor de tamaño medio, para carga y pasaje, en el que puede encontrarse el más lujoso acomodo y la cocina más selecta de cualquier otro barco del mundo en el momento actual».
Lo único que contenía a las grandes Compañías, desde la «Cunard White Star» para abajo, de emprender una acción judicial contra la «Blue Mail» por tan absurda afirmación es el simple hecho de que esta afirmación era completamente cierta.
Fue el presidente de la «Blue Mail», Lord Dexter, que indudablemente había guardado para sí toda su inteligencia sin permitir que pasara ni una minúscula parte de ella a su hijo, nuestro vulgar cuarto oficial, el que había pensado en ello. Desde el momento en que todos sus competidores se esforzaban ahora denodadamente en ser admitidos en el acta, no cabía duda que había sido un golpe de puro genio.
Había empezado de la manera más sencilla a principios del año cincuenta, con un viejo vapor, el Brandywine. (Por algún extraño antojo, explicable sólo en el canapé de un psicoanalista, Lord Dexter había elegido nombres de vinos espirituosos para sus buques).
El Brandywine había sido uno de los vapores de la «Blue Mail» que hacían la ruta regular entre Nueva York y varias posesiones británicas en las Indias Occidentales, y observando Lord Dexter a los lujosos trasatlánticos que cubrían la línea regular entre Nueva York y el Caribe y no viendo razón alguna que le impidiera meter la nariz en aquel lucrativo mercado de dólares, hizo construir algunos camarotes de lujo en el Brandywine y los anunció en unos pocos, pero muy selectos, periódicos y revistas americanos, resaltando claramente que sólo estaba interesado en conquistar viajeros de muy elevada posición. Entre los atractivos que ofrecía se contaba la falta absoluta de orquestas, bailes, conciertos, bailes de disfraces y fiestas. Únicamente un genio podía haber extraído tan deseables y espléndidamente pregonadas virtudes de elementos que no tenía de ningún modo. La parte positiva de lo que brindaba era el romance y el misterio de un buque de ruta convencional que se hacía a la mar con rumbo a lugares desconocidos. Esto no introdujo alteraciones en las hojas regulares de ruta. Lo único que significaba era que el capitán mantenía en secreto los nombres de los puertos de escala hasta poco antes de llegar a ellos y los recursos y la comodidad de un puesto telegráfico que permanecía en contacto permanente con las Bolsas de Nueva York, Londres y París.
El éxito inicial del proyecto fue fantástico. Hablando en lenguaje bolsístico, la emisión fue suscrita por entero un centenar de veces. Esto resultó intolerable para Lord Dexter, pues era obvio que estaba atrayendo demasiada gente que no eran propiamente personas relevantes, sino aspirantes a serlo, que se encontraban en los peldaños bajos de la parte media de la escala, que todavía no habían sobrepasado sus primeros millones, personas con las cuales las personalidades eximias no tenían interés alguno en asociarse.
Lord Dexter dobló los precios. Esto no hizo cambiar las cosas. Entonces los triplicó e hizo el lisonjero descubrimiento de que hay muchas personas en el mundo que pagarían literalmente cualquier cosa, no sólo por ser diferentes y exclusivas, sino por hacerse notar como exclusivas y diferentes.
Lord Dexter demoró entonces la terminación de su último buque, el Campari, y mandó diseñar e instalar en él una docena de suites de los camarotes más lujosos que todo lo visto hasta entonces, después de lo cual lo envió a Nueva York en la confianza de que en poco tiempo amortizaría las doscientas cincuenta mil libras que le había costado de más la construcción de aquellos camarotes, Como de costumbre, su confianza no se vio defraudada.
Hubo imitadores, desde luego, pero también se podrían intentar imitar el palacio de Buckingham, el Gran Cañón del Colorado o el diamante Cullinan. Lord Dexter los dejó a todos en el punto de partida. Él había encontrado su fórmula y se ciñó a ella apasionadamente: confort, utilidad, quietud, buena comida y mejor compañía. Por lo que al confort se refiere, había que ver el lujo fabuloso de los camarotes para creerlo. La utilidad, en cuanto a la inmensa mayoría de los pasajeros varones concernía, se encontraba esencialmente en la yuxtaposición del gabinete telegráfico del Campari, de los indicadores eléctricos de cotizaciones de Bolsa y de uno de los más soberbiamente surtidos bares del mundo. La quietud era lograda por un avanzado grado de aislamiento, tanto en los camarotes como en la sala de máquinas, imitando las instalaciones del yate real Britania. Las órdenes se transmitían en voz baja y la tripulación de la cubierta y las camareras llevaban invariablemente sandalias con suela de goma. Y se habían eliminado las orquestinas, las fiestas, los juegos y los bailes que en otros buques de pasajeros se consideraban esenciales para solaz y distracción de los pasajeros. La magnífica cocina había sido organizada contratando, con el señuelo de altísimos sueldos y a costa de trabajosas negociaciones, a los chefs de una de las más importantes embajadas de Londres y de uno de los mejores hoteles de París. Estos maestros del arte culinario trabajaban relevándose y los resultados paradisíacos de sus esfuerzos por superarse el uno al otro constituían las envidiosas hablillas de todo el Atlántico.
Otros propietarios de buques pueden haber tenido éxito imitando alguno o todos estos detalles, pero lo más probable es que lo hayan conseguido en un grado infinitamente menor. Lord Dexter no era un armador corriente. Era, como se ha dicho, un genio y lo demostraba con su insistencia en tener a bordo, sobre todas las cosas, la gente adecuada. El Campari no hizo nunca un viaje sin que figurara en su lista de pasajeros un personaje que pudiera calificarse desde notable hasta mundialmente famoso. Para estos personajes se reservaba una suite especial. Políticos ilustres, ministros, relevantes estrella del teatro y de la pantalla, autores o artistas singulares, si eran limpios y utilizaban diariamente la navaja de afeitar, y los grados más bajos de la nobleza inglesa viajaban en esta suite a precios considerablemente reducidos. Los reyes, los expresidentes, los ex primeros ministros y los aristócratas de duque para arriba viajaban gratis. Se decía que si todos los pares británicos que figuraban en las listas del Campari esperando turno pudieran ser acomodados simultáneamente, la Cámara de los Lores habría tenido que cerrar sus puertas. No es necesario señalar que no había ninguna filantropía en la hospitalidad que ofrecía Lord Dexter. Se limitaba simplemente a aumentar los precios a los acomodados ocupantes de las once suites restantes, los cuales habrían pagado una fortuna por el privilegio de viajar en tan estrecho contacto con tan eximia compañía.
Después de unos años de estos viajes nuestros pasajeros eran casi los mismos. Muchos de ellos lo repetían hasta tres veces en un mismo año, lo que indicaba la cuantía del saldo de sus cuentas corrientes. En el presente, la lista de pasajeros del Campari se había convertido en el Club más exclusivo del mundo. Era tan excesivamente acentuado el rigor de la selección que Lord Dexter había destilado los elementos acumulados del snobismo financiero y social y encontró en su más pura quintaesencia una inagotable provisión de oro.
Me ajusté la servilleta y eché una ojeada a aquella circulante mina de oro. Quinientos millones de dólares en las patas o en el terciopelo gris de los asientos de los sillones en aquel comedor opulento, con aire acondicionado. Tal vez se acercara más a los mil millones. El viejo Beresford aportaría seguramente una buena parte de ellos.
Julius Beresford, presidente y principal accionista de la «Mart-McCormick Min In Federation», estaba sentado donde solía sentarse casi siempre, no sólo ahora, sino en media docena de viajes anteriores, a la derecha de la parte superior de la mesa del capitán y cerca del mismo capitán Bullen. Se sentaba allí, en el sitio más codiciado del buque que, no porque lo pretendiera con todo el peso de su gran influencia, sino porque el propio capitán Bullen había insistido en ello. Hay excepciones en toda regla y Julius Beresford era la excepción de la regla de Bullen, que aseguraba que no había pasajero al que se pudiera soportar todo el tiempo que duraba el crucero. Beresford, un hombre alto, delgado, relajado, con empenachadas cejas negras, una franja de cabello gris en forma de herradura bordeando la tostada calva de su cabeza y vivos ojos castaños centelleando en su bronceada y correosa cara venía al barco solamente por la paz, la comodidad y la comida. La compañía de los grandes lo dejaba frío —detalle sumamente apreciado por el capitán Bullen, que compartía totalmente sus sentimientos—. Beresford, sentado en un lugar diagonalmente a mi mesa, sorprendió mi mirada. —Buenas noches, Mr. Cárter. Al contrario de su hija, él no me hacía sentir la impresión de que me estaba concediendo un condado cada vez que me hablaba.
—Estupendo estar de nuevo en el mar, ¿no? ¿Dónde está nuestro capitán esta noche?
—Me temo que trabajando, Mr. Beresford. Precisamente me ha encargado que presente sus disculpas. No ha podido abandonar el puente.
—¿En el puente?
Mrs. Beresford, sentada en el lado opuesto a su esposo, se volvió para mirarme.
—Yo creía que a estas horas estaba usted habitualmente de guardia, Mr. Cárter.
—Lo estoy.
Le sonreí. Yo tenía una clase especial de sonrisa para Mrs. Beresford, de la misma manera que guardaba una clase especial de mirada para el joven Dexter. Rolliza, enjoyada, excesivamente vestida, con los cabellos teñidos de rubio, pero todavía bella a sus cincuenta años, Mrs. Beresford hablaba siempre con buen humor, con sonrisas y con jovialidad. A la acibarada observación de que es fácil comportarse así cuando se tienen trescientos millones de dólares en el Banco, puedo contestar que, después de algunos años de tratar con millonarios, el cociente miserable y mezquino de nuestra opulencia se incrementa en razón directa con el oro que tenemos en el Banco. Este era su primer viaje, pero Mrs. Beresford era ya mi pasajera favorita. Proseguí:
—Hay por esta zona tantas cadenas de islotes, arrecifes y bancos de coral que el capitán Bullen prefiere comprobar la navegación por sí mismo.
No añadí, como podía haberlo hecho, que si hubiera sido la medianoche y todos los pasajeros hubieran estado durmiendo en sus camas, el capitán Bullen también habría estado en la suya muy tranquilamente, sin ninguna preocupación acerca de la competencia de su primer oficial.
—Pero yo creía que un primer oficial estaba totalmente calificado para gobernar un buque…
Miss Beresford me miró otra vez con sus ojos verde claro y momentáneamente inocentes y sonriendo dulcemente prosiguió:
—En caso de que le ocurriera algo al capitán quiero decir… Usted debe de tener un certificado de aptitud, ¿no es así?
—Lo tengo. También tengo permiso de conducir, pero no me pescarán ustedes conduciendo un autobús por Manhattan en las horas punta.
El viejo Beresford hizo un guiño festivo. Su esposa volvió a sonreír. Miss Beresford me observó inclinándose para examinar su vaso en el que se reflejaba el brillo rojizo de sus cabellos, cortados en un estilo ahuecado y pomposo que daba la sensación de haber sido realizado con un rastrillo de jardín y una podadera, pero que probablemente había costado una fortuna. No obstante, el hombre que se encontraba a su lado no estaba dispuesto, al parecer, a dar por terminada la cosa tan fácilmente. Dejó el tenedor junto al plato, alzó su cabeza morena hasta que me vio más o menos bien a través de su nariz aquilina y arrastrando las palabras con una voz atiplada dijo:
—Yo no creo que sea buena esta comparación, primer oficial.
Con este «primer oficial» quería situarme en mi lugar. El duque de Hartwell consumía una gran parte de su tiempo a bordo del Campari indicando a la gente, de una manera u otra, el sitio que le correspondía, lo cual constituía una falta de agradecimiento por su parte si se tenía en cuenta que todo era gratis para él.
El duque de Hartwell no tenía personalmente nada contra mí, si no era que pretendía públicamente a Miss Beresford. Incluso las sumas considerables de dinero que conseguía engatusando a las clases bajas que visitaban su mansión ducal, a dos y seis chelines por visitante, no lograban aliviarle de la carga aplastante de sus deudas, por lo que una alianza con Miss Beresford resolvería sus dificultades para siempre.
Las cosas se iban complicando para el infortunado duque por el hecho de que mientras su intelecto se inclinaba hacia Miss Beresford, sus atenciones y sus miradas eran en su mayor parte para los encantos extravagantemente opulentos y para la innegable belleza de la rubia platino y multidivorciada artista de cine que estaba sentada al otro lado de él.
—No, desde luego no creo que sea buena, señor —reconocí.
El capitán Bullen rehuía dirigirse a él con el tratamiento de «su gracia» y que me condenen si yo no estaba dispuesto a hacer lo mismo.
—Pero es lo mejor que se me ha ocurrido, ante el apuro del momento —concluí.
Hizo una inclinación de cabeza como de aprobación y volvió a atacar su aperitivo. El viejo Beresford lo miró especulativamente; Mrs. Beresford medio sonriendo; Miss Harcourt, la artista cinematográfica, con admiración, y Miss Beresford siguió ofreciéndonos una exhibición ininterrumpida de su deslumbrante peinado.
Fuera de las horas de servicio hay pocas cosas que hacer en el mar, pero observar los acontecimientos que se producían en la mesa del capitán constituía verdaderamente un pasatiempo muy entretenido. Lo que prometía ser más divertido de todo era el considerable interés que en la mesa del capitán se estaban tomando todos por el joven sentado en mi propia mesa. Era uno de los pasajeros que se nos habían unido en Caraccio.
Toni Carreras —adiviné sin dificultad que se trataba del hijo de Miguel Carreras— era, sin ninguna clase de duda, el hombre más extraordinariamente bello que había entrado nunca por la puerta del comedor del Campari. En cierto modo, esto no podría haber significado mucho, puesto que reunir el dinero suficiente para embarcar en el Campari, aunque sólo fuera para un fin de semana, costaba muchos años y, por lo tanto, los hombres jóvenes estaban en minoría en todo tiempo, pero, sin embargo, su impacto era innegable. Incluso mirándolo muy de cerca no se apreciaba en él esa debilidad esos rasgos afeminados que suelen constituir una característica general muy frecuente en los rostros de muchos hombres bellos. Parecía una encarnación latina de Errol Flynn, más joven, más duro, más fuerte y más soportable. El único fallo si se puede llamar así, estaba en sus ojos. Daban la sensación de haber en ellos algo defectuoso, aunque muy ligeramente, como si tuviera las pupilas levemente abultadas. Es posible que fueran las luces de la mesa, pues los ojos no tenían ningún defecto. Su mirada era perfecta y la estaba empleando para contemplar en la mesa del capitán a Miss Beresford o a Miss Harcourt, no podría asegurar a cual de las dos. No parecía pertenecer a esa clase de hombres que pierden el tiempo observando a ninguna de las otras personas de la mesa. Los platos se sucedían. Antoine estaba aquella noche de servicio en la cocina y casi podía captarse, materializada, la feliz y bienaventurada quietud que descendía sobre los comensales. Las camareras goanesas, calzadas con sandalias de terciopelo, andaban silenciosamente sobre la mullida alfombra persa, de color gris obscuro. Los manjares aparecían y se desvanecían como en un sueño y siempre surgía en el preciso momento un brazo con el vino adecuado. Pero nunca para mí. Yo bebía agua de seltz. Estaba en mi contrato.
Apareció el café. Este era el momento en que yo tenía que ganarme el sueldo. Cuando Antoine estaba de servicio y en la plenitud de su forma, charlar en la mesa era un sacrilegio, una profanación. Una sagrada quietud de apreciación, casi un éxtasis, era la actitud correcta. Este arrobamiento, este silencio estático debía durar unos cuarenta minutos, que era más o menos lo que se tardaba en consumir el menú. Pero no se lograba; nunca se logró. Todavía no se ha encontrado un hombre o una mujer rica que no se mezclara en seguida en una conversación, principalmente para hablar de ellos mismos o de sus ocupaciones favoritas. El primer blanco de sus observadores era, invariablemente, el oficial que se sentaba en la presidencia de la mesa. Miré a nuestro alrededor preguntándome quién abriría el fuego. ¿Miss Harrbride? Su nombre original centroeuropeo era impronunciable. Flaca, sesentona y correosa como las barbas de una ballena, había ganado una fortuna con la preparación de un cosmético de elevadísimo precio y de una absoluta inutilidad, que ella, inteligentemente, no utilizaba nunca. ¿Mr. Greenstreet, su esposo, un hombre anónimo y gris con una cara hundida y grisácea que se había casado con ella por alguna razón que sólo el cielo sabe, puesto que era un hombre acaudalado y en su sano juicio? ¿Toni Carreras? ¿Su padre, Miguel Carreras? Debiera de haber habido un sexto comensal en mi mesa, en sustitución de los tres de la familia Curtis. Estos, junto con los Harrison, habían sido llamados urgentemente desde Kingston… El anciano que había venido a bordo en su silla de ruedas comía al parecer, en su camarote, atendido por sus enfermeras. Cuatro hombres y una mujer. Una mesa bastante desequilibrada…
El señor Miguel Carreras fue el primero en hablar.
—Los precios del Campari, Mr. Cárter, son exorbitantes —dijo con calma y soplando apreciativamente su cigarro puro—. «Atraco en alta mar» sería la definición más adecuada. Pero, por otra parte, la cocina es como se anuncia. Tienen ustedes un chef con un arte divino. Quizá no sea pagar demasiado por el goce anticipado de un mundo mejor.
Esto me hizo pensar que el señor Carreras era un hombre muy acaudalado y al mismo tiempo un gato viejo.
Los hombres ricos nunca suelen mencionar el dinero para que no se piense que no tienen mucho. Otros muchos hombre opulentos, por el contrario, para los cuales el dinero no tiene importancia, no se imponen esas inhibiciones. Los pasajeros del Campari se lamentaban de los precios todo el tiempo. Pero volvían.
—Indudablemente, señor. «Divino» es la expresión justa. Viajeros experimentados que han estado en los mejores hoteles de ambas orillas del Atlántico aseguran que Antoine no tiene igual en Europa ni en América. Excepto, quizás, Henriques.
—¿Henriques?
—El otro chef que alterna con Antoine. Mañana estará él de servicio.
—¿No hay una cierta inmodestia, Mr. Cárter, en esas pretensiones a priori del Campari?
No había en sus palabras ningún significado ofensivo y menos con aquella sonrisa.
—No lo creo así, señor. Pero las próximas veinticuatro horas hablarán por sí mismas… Y Henriques mejor que yo.
—¡Touché!
Sonrió otra vez y se acercó para coger la botella de «Remy Martin». Los camareros se habían esfumado después de servir el café.
—¿Y los precios?
—Son terribles —acepté.
Dije aquello dirigiéndome a todos los pasajeros y pareció complacerles. Después añadí:
—Nosotros ofrecemos lo que ningún otro buque del mundo ofrece, aunque los precios son todavía escandalosos. Por lo menos, una docena de personas de las que se encuentran en este momento en este comedor me han dicho lo mismo y muchos de ellos hacen ya su tercer viaje en el Campari.
—Usted ha expuesto sus argumentos, Mr. Cárter.
Era Toni Carreras. Hablaba con la voz que podía haberse esperado de él. Despacio, controlada, con un timbre resonante y profundo. Después dirigiéndose a su padre preguntó:
—¿Recuerdas la lista de los que esperaban turno en las oficinas de la «Blue Mail»?
—Ciertamente. Nosotros figurábamos muy al final de la lista… ¡Y qué lista…! La mitad de los millonarios del Centro y Sur América. Supongo que debemos considerarnos muy afortunados, Mr. Cárter, por ser los únicos que hemos podido venir después de la partida de nuestros predecesores en Jamaica. Pero no olvide que para tomar el barco tuvimos que hacer una carrera de seiscientos kilómetros por carretera y por aire desde la capital a Caraccio. ¡Y qué carreteras…!
Estaba visto que el señor Carreras no compartía el terror que el agente de Caraccio sentía hacia el Gobierno revolucionario. Me preguntaba cómo un hombre de indudable ascendencia aristocrática como el señor Carreras había sido capaz de salvaguardar su riqueza en las mismas narices de las fuerzas de la revolución, las cuales lo habían revuelto y barrido todo acabando totalmente con el viejo orden, y por qué, si el dinero andaba en la isla tan desesperadamente escaso, se le había permitido convertir en dólares grandes sumas en moneda del país para pagar este crucero de placer, o cómo y por qué había podido incluso abandonar la isla.
Pero me guardé mis preguntas para mí y dije:
—Todavía se encuentra muy lejos del record, señor Carreras. En el último viaje tuvimos una familia de Santiago y dos señores procedentes de Beirut que hablan volado desde Nueva York especialmente para el crucero.
—Y todos no pueden estar equivocados, ¿eh…? No se preocupe, Mr. Cárter. Yo solamente intento divertirme. ¿Puede usted darnos alguna idea aproximada de nuestro itinerario?
—Este es uno de los atractivos, señor. No establecer un itinerario. Nuestra ruta depende principalmente del destino de la carga que vamos recogiendo. Lo único cierto es que vamos a Nueva York. Muchos de los pasajeros embarcaron allí y a los pasajeros les gusta volver al punto de partida.
Él sabía esto, de todos modos. Sabía que teníamos ataúdes consignados para Nueva York.
—Podemos hacer escala en Nassau. Depende de lo que opine el capitán. La Compañía concede al capitán una gran autonomía para ajustar la ruta a las necesidades de los pasajeros y a los boletines meteorológicos. Esta es la época de los huracanes, señor Carreras, y estamos muy cerca de ellos. Si las informaciones sobre el tiempo son malas, el capitán Bullen deseará todo el espacio de mar que pueda y dará a Nassau un adiós desde lejos. Una de las atracciones del Campari, entre otras, es que hacemos todo lo posible por evitar a los pasajeros que se mareen, a menos que sea absolutamente necesario.
—Son ustedes considerados, muy considerados —murmuró Carreras mirándome con aire especulativo—. Pero ¿no haremos una o dos escalas en la costa este? Me pareció oírlo.
—No tengo idea, señor. Normalmente, sí, pero también depende del capitán, y como se comporte el capitán depende de un tal doctor Slingsby Caroline.
—Todavía no lo han detenido —comentó Miss Harrbride con su áspera y desagradable voz.
Indignada con todo el fiero patriotismo de un americano de la primera generación, miró a los que estábamos alrededor de la mesa y nos hizo partícipes a todos de su ira.
—¡Es increíble, francamente increíble! Todavía no lo creo. ¡Un americano de la treceava generación!
Yo podía imaginarme lo inconcebiblemente remotas que debían resultar para Miss Harrbride trece generaciones de antepasados americanos. Seguramente hubiera cambiado el millón de dólares de su imperio de los cosméticos por un par de ellas.
—He leído todo lo que se refiere a él —prosiguió Miss Harrbride—, hace dos días en el «Tribune». ¿Sabían ustedes que los Slingsby llegaron al Potomac en 1662, justamente cinco años después de Washington? ¡Trescientos años! ¡Imagínense…! Americanos durante trescientos años y ahora un renegado, un traidor…
—No se lo tome así, Miss Harrbride —dije animándola—. Cuando llegó el momento de escabullirse con la plata de la familia, el doctor Caroline no empezó siquiera a estar al nivel de mis compatriotas. El último inglés que desertó al mundo comunista, tenía un antepasado en el libro del Juicio Final. Treinta sólidas generaciones. No obstante, renegó de todo en cuanto alguien se quitó el sombrero en su presencia.
—¡Puah! —exclamó Miss Harrbride.
—Nosotros oímos algo acerca de ese «genio».
Toni Carreras, como su padre, se había educado en algún colegio británico, pero era mucho menos formal en su actitud con respecto al idioma inglés.
—Slingsby Caroline… Esto tiene muy poco sentido para mí. ¿Qué va a hacer él con esa arma? El «Torcedor» lo llaman, ¿no es eso? Incluso en el caso de que logre salir del país, ¿quién se lo va a comprar? Me parece que, dada la importancia de los ingenios nucleares, eso podría considerarse como un juguete. Seguramente no se va a alterar el equilibrio mundial quienquiera que sea el que consiga ese artefacto.
—Toni tiene razón —aprobó Miguel Carreras—. ¿Quién lo va a comprar? Además, ya no hay nada secreto en lo que se refiere a la fabricación de armas nucleares. Si un país posee medios suficientes y recursos técnicos, y únicamente hay cuatro países en el mundo que los tengan, puede fabricar un arma nuclear en cualquier momento. Si no los tiene, todos los planos y esquemas de prototipos o modelos ya probados que existan en el mundo le son absolutamente inútiles.
—El doctor Caroline lo va a pasar muy divertido ofreciendo por ahí su «Torcedor» —concluyó Toni Carreras—. Especialmente porque, según todas las descripciones, no puede llevar el «Torcedor» en un estuche. Pero ¿qué tiene que ver ese individuo con nosotros, Mr. Cárter?
—Mientras ande suelto, todos los buques que abandonen la parte este recibirán a bordo una especie de horda que lo revolverá todo hasta asegurarse de que ni él ni el «Torcedor» están en el buque. Esto hace que el despacho de buques de carga y pasaje se efectúe muy lentamente, lo que ocasiona una gran pérdida de dinero para los estibadores, y así se han declarado ya en huelga y como ya se han cruzado palabras muy desagradables entre ambas partes, lo más probable es que sigan holgando cuando atrapen al doctor Caroline. Si lo atrapan…
—¡Traidor! —exclamó Miss Harrbride—. ¡Trece generaciones!
—Así, pues, evitaremos la costa este, ¿eh? —preguntó Carreras señor—. Por lo menos, mientras tanto.
—Tanto tiempo como sea preciso, señor. Pero Nueva York es obligado, aunque no sé cuándo llegaremos. Exactamente como dice el folleto. Pero si todavía continúa la huelga, tal vez vayamos a St. Lawrence primero. Depende.
—Romance, misterio y aventura —sonrió Carreras—. Exactamente como dice el folleto.
Miró por encima de mis hombros.
—Parece una visita para usted, Mr. Cárter.
Me volví en mi asiento. Efectivamente era un visitante para mí. Rusty Williams. Rusty, llamado así por el mechón de cabellos rojizos y flameantes, avanzaba hacia mí, todo blanco y planchado y con la gorra de uniforme rígidamente sujeta bajo su brazo izquierdo. Tenía dieciséis años; era nuestro cadete más joven, desesperadamente tímido y muy impresionable. A los cadetes no se les permitía normalmente estar en el comedor y los ojos de Rusty giraban inquietos conforme se posaban en las damas jóvenes sentadas a la mesa del capitán. Pero logró controlarlos y volverlos hacia mí cuando hizo alto a mi lado con un perceptible chasquido de sus talones. Permaneció en silencio.
—¿Qué pasa, Rusty?
Las viejas ordenanzas decían que a los cadetes se les debía llamar por los apellidos, pero todo el mundo se dirigía a Rusty por el nombre. Parecía imposible no hacerlo así.
—Saludos del capitán, que desearía verlo en el puente, Mr. Cárter.
—Iré inmediatamente.
Rusty se volvió y pude apreciar el brillo de los ojos de Susan Beresford, un brillo que generalmente anunciaba algún trastorno a mis expensas. Esta vez seguramente sería motivado por alguna invectiva acerca de mi indispensabilidad o contra el aturrullado capitán que hacía llamar a su fiel servidor cuando se veía perdido, y aunque no la creía capaz de decir todo eso delante de un cadete, no hubiera arriesgado un penique en ello, así es que me levanté apresuradamente y dije:
—Discúlpeme, miss Harrbride… Dispénsenme ustedes, señores.
Seguí rápidamente a Rusty hacia la puerta introduciéndome por el pasillo de estribor. Rusty estaba esperándome allí.
—El capitán está en su camarote, señor. Quiere verlo allí.
—¿Qué? Usted me dijo…
—Sí, señor. Él me ordenó que se lo dijera así. Mr. Jamieson está en el puente.
George Jamieson era nuestro tercer oficial.
—Y el capitán Bullen está en su camarote, con Mr. Cummings.
Hice un gesto de sorpresa y me dirigí al camarote del capitán. Recordé que Cummings no estaba en su mesa acostumbrada cuando salí del comedor, aunque, ciertamente, lo había visto al principio de la comida. Los departamentos del capitán se encontraban inmediatamente debajo del puente, por lo que llegué allí en diez segundos. Golpeé la puerta con los nudillos, oí un gruñido procedente del interior y penetré en el cuarto.
La «Blue Mail» trataba muy bien a su comodoro. Incluso al capitán Bullen, que amaba la vida sibarítica, nunca se le había oído lamentarse de no ser tratado adecuadamente. Tenía una suite de tres habitaciones y un cuarto de baño, al gusto y estilo de un millonario, y su camarote de día, en el que ahora me encontraba, era un exponente rotundo del lujo y confort del resto de la suite. Una mullida alfombra rojo-granate, en la que se hundían los pies, cortinajes de un carmesí obscuro, relumbrante artesonado de sicómoro y pulido roble, un tapizado suave en las sillas y sofás… El capitán Bullen me dirigió una mirada cuando me vio entrar. No mostraba ninguno de los signos característicos de un hombre que está disfrutando de las comodidades de su hogar.
—¿Va algo mal, señor? —pregunté.
—Siéntese.
Señaló una silla y suspiró.
—Sí. Hay algo que va muy mal. Benson, Piernas de plátano, ha desaparecido. White me lo ha comunicado hace diez minutos.
Benson, Piernas de plátano, sonaba como el nombre de un antropoide domesticado o por lo menos, como el de un luchador, profesional en los cuadriláteros de las pequeñas ciudades. Sin embargo, correspondía a nuestro suave, pulido y siempre acicaladísimo mayordomo, Frederick Benson. Benson gozaba la bien ganada reputación de ser un hombre muy amante de la disciplina, y fue uno de sus subordinados, el que, resentido por haber sido objeto de una severa y bien merecida admonición, se dio cuenta de la negligente abertura entre las rodillas de Benson y lo rebautizó apenas el mayordomo volvió la espalda. El nombre tuvo éxito, precisamente por su incongruencia y por ser absolutamente inapropiado. White era el ayudante del mayordomo.
No dije nada. Bullen no quería a nadie y menos aún a sus oficiales y se quejaba siempre con frases incoherentes, sin un significado preciso, o con fatuas y repetidas exclamaciones. En su lugar, miré al hombre que estaba sentado a la mesa, frente al capitán: Howard Cummings.
Cummings, el contador, era un irlandés pequeño, regordete, amable e infinitamente astuto. En el buque era el hombre más importante después del capitán. Nadie ponía esto en duda aunque el propio Cummings no mostrase señal alguna de que fuera así. En un barco de pasajeros, un buen contador vale lo que su peso en oro y Cummings era una perla de un valor inapreciable. En tres años no había habido fricciones ni molestias entre los pasajeros y, desde luego, no se había recibido ninguna reclamación. Howard Cummings era un genio en la mediación, el compromiso, el apaciguamiento de sentimientos airados, y las relaciones entre las personas.
El capitán Bullen se hubiera dejado cortar la mano derecha antes de permitir que le quitaran a Cummings de la tripulación del barco.
Miré a Cummings por tres razones: Él sabía todo cuanto sucedía en el Campari, desde las secretas pujas bolsísticas que tenían lugar en la cabina telegráfica hasta las preocupaciones del corazón del más joven de los fogoneros en la sala de calderas. Era el hombre finalmente responsable de todos los camareros del buque. Y por último, era amigo personal e íntimo de Piernas de plátano.
Habían estado embarcados juntos diez años en un gran trasatlántico, el uno como jefe contador y el otro como jefe de camareros, y había sido una de las jugadas maestras de aquel creador de señuelos, Lord Dexter, atraerse a aquellos dos hombres, arrancarlos de su barco y emplearlos en el Campari.
Cummings observó mi mirada y movió la cabeza.
—Lo siento, Johnny. Yo estoy tan a obscuras como usted mismo. Le vi después de cenar, a eso de las ocho menos diez, cuando me estaba tomando un vaso de cerveza con algunos pasajeros que habían venido a pagar.
Cummings bebía siempre de una botella especial de whisky, llena sólo de cerveza negra.
—White acaba de estar aquí. Ha dicho que vio a Benson en la suite número seis, preparándola para la noche, a eso de las ocho veinte, hace media hora… No, casi cuarenta minutos.
Esperaba verlo poco después, pues en los dos últimos años, cuando el tiempo era bueno, se reunían los dos, Benson y White, en la cubierta para fumar un cigarrillo mientras los pasajeros estaban cenando.
—¿Lo hacían regularmente a la misma hora? —inquirí.
—Regularmente, cerca de las ocho treinta. Nunca más tarde de las ocho treinta y cinco.
—Pero no esta noche. A las ocho cuarenta White fue a buscarlo a su camarote. No había ni rastro de él. Distribuyó en su búsqueda a media docena de camareros y todavía no se ha encontrado nada. Me envió un aviso y yo vine a ver al capitán.
«Y el capitán ordenó que me llamaran a mí», pensé yo. «Envía a buscar al viejo y fiel Cárter cuando tiene entre manos un trabajo sucio».
Miré a Bullen.
—¿Un registro, señor?
—Eso es, Mr. ¡Otro engorro…! Una maldita complicación detrás de la otra. Hágalo silenciosamente, si puede.
—Desde luego, señor. ¿Puedo disponer de Wilson, el sobrecargo, algunos camareros y del cuerpo de marinería?
—Puede disponer de Lord Dexter y su consejo de directores hasta que encuentre a Benson —gruñó Bullen.
—Bien, señor.
Me dirigí a Cummings:
—¿No padecía Benson alguna enfermedad? ¿Algo que le originase vértigos, desvanecimientos, ataques cardíacos o cosa por el estilo?
—Pies planos. Esto era todo —sonrió Cummings, aunque sin ninguna gana de sonreír.
—Pasó su revisión médica el mes pasado con el doctor Marston. Ciento por ciento. Los pies planos constituyen un defecto más que una enfermedad.
Me volví al capitán Bullen.
—¿Podría disponer de veinte minutos, media hora quizá, para echar antes un vistazo con Mr. Cummings? Hace una noche tranquila y sin viento. No se ha oído ninguna voz ni gritos de socorro, y como en las cubiertas bajas siempre hay por la noche algunos miembros de la tripulación, seguramente se hubiera oído cualquier ruido de esta naturaleza. Tampoco es probable que estuviera enfermo. Lo más probable es, y apuesto cien contra uno, que se encuentre en alguna dificultad que requiera inmediata ayuda. Si esta ayuda la ha necesitado, ya no podemos serle ahora de mucha utilidad, así es que no creo que haya ningún inconveniente en esperar otros veinte minutos antes de dar la alarma.
—Nadie va a dar la voz de alarma, Mr. Este barco es el Campari.
Sí, señor. Pero tanto si lo radia a través del sistema Tannoy como si lo susurra en un obscuro rincón, no habrá diferencia. Si Benson ha desaparecido y sigue sin aparecer, se sabrá en todo el barco a medianoche. O tal vez antes.
—John es un optimista —refunfuñó Bullen.
—Muy bien, Johnny… Usted también, Hawie… Vean lo que pueden averiguar.
—¿Tenemos su autorización para mirar en cualquier sitio, señor? —pregunté.
—Justificadamente, desde luego.
—¿En todas partes? —insistí—. O estoy perdiendo el tiempo. Usted ya sabe, señor.
—¡Dios mío! ¡Y sólo ha pasado un par de días desde lo de Jamaica! ¿Recuerda cómo reaccionaron los pasajeros contra la armada americana y los aduaneros por haber entrado en sus camarotes? ¡El consejo de administración se va a alegrar de todo esto…!
Parecía abrumado.
—… Supongo que se está refiriendo a los compartimientos de los pasajeros…
—Lo haremos sin ruido, señor. Todavía están en el comedor. Y Hawie puede solucionar cualquier conflicto que se presente.
—Veinte minutos, entonces. Me encontrarán en el puente. No den ningún tropezón, si pueden evitarlo.
Salimos y bajamos a la cubierta «A», torcimos a la izquierda y nos introdujimos por el pasillo central de treinta metros de longitud, entre las suites de camarotes sobre la cubierta «A». No había más que seis, tres a cada lado. White se encontraba a la mitad del corredor paseando nerviosamente. Le hice una seña y se acercó a nosotros apresuradamente. Delgado, de carácter desabrido, con una expresión dolorida permanente, originada sin duda por el sufrimiento que le ocasionaban dos incapacidades gemelas producidas por una dispepsia crónica y una supersensibilidad.
—¿Ha traído las llaves, White? —pregunté.
—Sí, señor.
—Estupendo.
Señalé con la cabeza la primera puerta a mi derecha, la suite número uno en la parte de babor.
—¿Quiere abrir?
White miró a Cummings. Era una cosa establecida en el mar que los oficiales de cubierta nunca entraban en los compartimentos de los pasajeros del Campari excepto por invitación de los propios pasajeros y en este caso incluso con el permiso del contador y del mayordomo. Pero introducirse en los camarotes a espaldas de los pasajeros…
—Ya oyó al primer oficial.
Me pregunté cuándo había oído antes una nota tan áspera en la voz de Hawie y me contesté que nunca. Él y Piernas de plátano eran antiguos y buenos amigos.
—¡Abra!
White abrió la puerta y entré rápidamente seguido del contador. No hubo necesidad de abrir el interruptor, pues las luces estaban encendidas. Pedir a los pasajeros del Campari que se acordaran de apagar las luces hubiera sido una pérdida de tiempo y una ofensa teniendo en cuenta los precios que pagaban. No había literas en las suites de camarotes del Campari. Aparatos anunciadores de cuatro postes con un tablero a los lados, que aparecían o desaparecían mecánicamente, estaban distribuidos por todo el barco. SI se iba a presentar mal tiempo, se elevaban rápidamente, tal era el moderno sistema de indicación meteorológica. La altura permitía al capitán Bullen, cambiando de latitud, evitar el mal tiempo y la eficiencia de nuestros estabilizadores «Denny-Brown» hacían innecesarios aquellos tableros. El mareo no estaba permitido a bordo del Campari.
La suite estaba compuesta de un camarote dormirtorio, una antesala y un cuarto de baño, y más allá de la antesala, otro camarote. Todas las mirillas de cristal daban a la parte de babor. Pasamos por todos los camarotes en un minuto, mirando debajo de las camas, examinando armarios, mesillas, cortinajes, husmeándolo todo. No vimos nada. Salimos.
De nuevo fuera en el pasillo, señalé la suite de enfrente. La número dos.
—Ahora ésta —dije a White.
—Lo siento, señor. No puedo hacerlo. Es la del Inválido y sus enfermeras, señor. Se les sirvió la comida en tres bandejas especiales cuando… Déjeme pensar… Sí, señor, a eso de las seis quince de esta tarde y Mr. Carreras, el caballero que vino hoy a bordo, dio instrucciones de que no fueran molestados hasta mañana… Instrucciones muy estrictas, señor.
—¿Carreras?
Miré al contador.
—¿Qué tiene que ver él con todo esto, Mr. Cummings?
—¿No lo ha oído? Parece que Mr. Carreras, el padre, es el socio principal de una de las mayores firmas jurídicas del país, «Cerdán y Carreras». Mr. Cerdán, fundador de la firma, es el señor anciano de este camarote. Parece que ha estado medio paralítico de las piernas estos últimos ocho años. Su hijo y su esposa… Cerdán júnior era el socio de Carreras más próximo en importancia… lo había tenido a su cargo todo ese tiempo y me parece que el viejo había sido para ellos una preocupación constante. Por esto Carreras se ofreció a traerlo con él, principalmente para proporcionar a la madre y al hijo un descanso. Carreras, naturalmente, se siente responsable del viejo y por esto dio a Benson esas instrucciones.
—A mí no me da la sensación de que sea un hombre que esté a las puertas de la muerte —dije—. No vamos a hacerle ningún daño, sino simplemente hacerle unas cuantas preguntas. O a las enfermeras.
White abrió la boca para protestar otra vez, pero yo lo aparté bruscamente y llamé dando unos golpecitos en la puerta.
Nadie contestó. Esperé unos treinta segundos y llamé de nuevo, entonces más fuerte. White, a mi lado, estaba rígido, con aire ultrajado y de desaprobación. Yo hice como si no lo viera y ya estaba levantando el brazo para descargar sobre la madera un verdadero mazazo cuando percibí un movimiento y se abrió la puerta hacia adentro.
Era la más baja de las dos enfermeras, la regordeta, la que había acudido a abrir. Llevaba en la cabeza un gorro anticuado de algodón, sujeto con chitas y se aguantaba con una mano una ligera bata de lana que sólo le dejaba al descubierto las puntas de las zapatillas. El camarote, tras de ella, estaba tenuemente iluminado, pero pude ver que contenía un par de camas, unas de las cuales estaba en cierto desorden. La mano libre con la que se restregaba los ojos, aclaraba el resto de la historia.
—Mis sinceras disculpas, señorita —dije—. No tenía la menor idea de que estuviera en la cama. Soy el primer oficial de este barco y este caballero es Mr. Cummings, el contador. Nuestro jefe de camareros ha desaparecido y queríamos saber si ustedes habían visto o habían oído algo que pudiera ayudarnos.
—¿Desaparecido…?
Se sujetó la bata apretándola más.
—¿Quieren ustedes decir…, quieren decir que no está en el barco?
—Digamos simplemente que no lo encontramos. ¿Puede usted ayudarnos en algo?
—No lo sé. He estado durmiendo. Ya ve —explicó—, hacemos turnos de tres horas para estar junto a la cama del señor Cerdán. Es necesario vigilarlo continuamente. Estaba intentando dormir un poco antes de que me llegara el turno de relevar a Miss Werner.
—Lo siento —repetí—. Entonces, ¿no puede usted decirnos nada?
—Me temo que no.
—Quizá su amiga Miss Werner pueda decirnos algo…
—¿Miss Werner? —repuso entornando los ojos.
—Pero el señor Cerdán no puede ser…
—Por favor… Esto puede ser muy serio. Un miembro de la tripulación ha desaparecido y cualquier demora no aumentará la posibilidad de encontrarlo.
—Bien.
Como todas las enfermeras competentes, sabía hasta dónde podía llegar y cuándo tenía que tomar una determinación.
—Pero debo rogarles que lo hagan muy silenciosamente para no molestar al señor Cerdán.
No dijo nada acerca de la posibilidad de que el señor Cerdán nos molestase a nosotros, pero podía habernos avisado. Cuando atravesamos la puerta abierta de su camarote, lo vimos sentado en la cama. Había un libro sobre la manta, delante de él, y una luz brillante encima de su cabeza iluminaba un gorro de dormir, rojo, con una borla colgante, dejando su cara en una opaca obscuridad, aunque no lo suficiente profunda como para ocultar el brillo hostil de sus ojos bajo unas cejas hirsutas y rectas como una vara.
El brillo hostil era un rasgo permanente en su cara, como lo era la larga nariz en forma de pico que se proyectaba sobre un exuberante y revuelto bigote.
La enfermera que nos había abierto se dispuso a presentarnos, pero Cerdán, con un perentorio ademán, le ordenó silencio. «Imperioso», pensé. Era la expresión más adecuada para definir al viejo. Y no contaba el mal genio y unos clarísimos y categóricos malos modales.
—Espero que pueda explicarme esta ultrajante incorrección, señor —dijo.
Su voz fue tan glacial que hubiera hecho temblar a un oso polar.
—Irrumpir en mis habitaciones privadas sin más razón que su capricho es un ultraje —prosiguió.
Volvió entonces sus ojos penetrantes hacia Cummings.
—Usted mismo… Usted había recibido órdenes concretas… ¡Maldita sea…! El más estricto retiro, descanso absoluto… ¡Explíquese usted, señor!
—No puedo expresarle cuanto lo siento, Mr. Cerdán —repuso Cummings suavemente—. Sólo las más excepcionales circunstancias…
—¡Idioteces!
Fuera cual fuera la razón de que aquel viejo avechucho siguiera viviendo, no era, indudablemente, la de tener amigos, pues el último debió de perderlo antes de abandonar la lactancia.
—¡Amanda, llame por teléfono al capitán…! ¡En seguida!
La alta y delgada enfermera sentada en una silla de alto respaldo, al lado de la cama, se dispuso a recoger su labor de media, un suéter casi terminado de color azul pálido, que descansaba sobre sus rodillas, pero yo le indiqué con un gesto que no se moviera.
—No hay necesidad de llamar al capitán, Miss Werner. Está enterado de todo esto. Él nos envió aquí. Sólo tenemos que hacerles unas preguntas a usted y a Mr. Cerdán…
—Y yo sólo tengo que hacerle a usted un requerimiento, señor.
Su voz rechinó en falsete por la excitación, la rabia y la edad, o por las tres cosas a la vez.
—¡Salga de aquí y váyase al diablo!
Pensé hacer una aspiración profunda para calmarme a mí mismo, pero incluso aquellos dos o tres segundos de demora seguramente hubieran precipitado otra explosión. Así, pues, inmediatamente dije muy de prisa:
—Muy bien, señor. Pero antes, me gustaría saber si usted o Miss Werner han oído algún ruido extraño o desacostumbrado en el transcurso de la última hora o han visto algo insólito que les haya sorprendido. Nuestro mayordomo ha desaparecido. Y no hemos encontrado nada que pueda explicarnos su desaparición.
—¿Desaparecido? ¡Bah! —refunfuñó Cerdán—. Dormido o borracho, con toda seguridad.
Y como redondeando su juicio, añadió:
—O las dos cosas.
—No es de esa clase de hombres —dijo Cummings tranquilamente—. ¿Puede usted ayudarnos?
—Lo siento, señor.
Miss Werner, la enfermera, tenía una voz tenue y susurrante.
—No oímos ni vimos nada —dijo—. Nada que pueda significar una ayuda. Pero si podemos hacer algo…
—Usted no tiene que hacer nada —interrumpió Cerdán ásperamente—, excepto su trabajo. No podemos ayudarles, caballeros. Buenas noches.
En el pasillo aspiré una profunda bocanada de aire, pues me parecía haber estado reteniendo la respiración los dos últimos minutos, y me dirigí a Cummings.
—No se ni me importa lo que pague por su suite este viejo lechuzo —dije agriamente—. Pero sea lo que fuere, todavía paga menos de la cuenta.
—Ahora comprendo por qué la señora Cerdán y su hijo estaban deseando quitárselo de encima una temporada —repuso Gummings.
Viniendo del normalmente imperturbable y diplomático contador esto era el límite más lejano de una sincera condenación. Miró su reloj.
—No tendremos tiempo de ir a otra parte. Y dentro de quince o veinte minutos los pasajeros estarán de vuelta en sus camarotes. ¿Qué le parece si usted acaba aquí y yo voy abajo con White?
—Bien… Diez minutos.
Tomé las llaves de White y proseguí con las restantes suites de camarotes, mientras Cummings se dirigía a las de la cubierta de abajo.
Diez minutos más tarde, después de haber salido completamente en blanco de tres de las cuatro suites que quedaban, me encontré en la última de ellas, la grande de la parte de babor, en la popa, perteneciente a Julius Beresford y su familia.
Registraba el camarote de Beresford y su esposa, no sólo por Benson, sino por cualquier signo de que él pudiera haber estado allí, también sin resultado. Y lo mismo en la sala de estar y en el cuarto de baño. Entré en el segundo camarote, el de la hija de Beresford. Nada detrás de los muebles, nada detrás de las cortinas. Me introduje en el mamparo de popa e hice girar las puertas de rodillo que convertían aquella parte del camarote en un gran armario.
«Miss Susan Beresford —pensé— sabe cuidar sus vestidos». En aquel armario habría unos sesenta o setenta colgadores y no creo equivocarme si digo que el vestido más barato que pendía de cualquiera de ellos no costaba por lo menos doscientos o trescientos dólares. Me abrí camino a través de los «Balenciaga», «Dior» y «Givenchy» mirando arriba y abajo. Nada.
Cerré las puertas de rodillo y miré un pequeño armario de un rincón. Estaba lleno de pieles, abrigos, capas y estolas. No comprendí la razón de llevar aquel cargamento invernal en un crucero por el Caribe. Deslicé mi mano por una piel particularmente fina y la estaba apartando a un lado para mirar el fondo del armario cuando oí el crujido suave producido por una cerradura al abrirse y una voz que decía:
—Es un visón precioso, ¿no es así, Mr. Cárter? Debe de valer el importe de dos años de su sueldo.