La Logia
Cuando se es niño, todo acuerdo, por más insignificante que parezca, es considerado muy importante, inquebrantable, irreversible. No recuerdo si teníamos los diez o aún rondábamos los años de un solo dígito, no sé, pero lo cierto es que Pablo, David, Ramón y yo, entre otros chicos decidimos crear la Logia del Timbrazo Desconocido.
Para quien no conozca esta mala costumbre aventurera de los chicos argentinos (y tal vez del mundo), tocar el timbre en una casa y salir corriendo es más que una picardía; es una tradición, una orden divina. Ver el pequeño objeto amurado al costado de una puerta de la casa o portal, saber qué produce un sonido que puede determinar la aparición de una joven y hermosa dama seguir y no tocarlo, es, casi, un sacrilegio, o peor aún: un pecado imperdonable de esos que no tienen la indulgencia de los niños que se creen adultos.
Pablo, el más espabilado tal vez de la pandilla, con medio año más que el resto y eso es una eternidad a esa edad, dijo que tocar el timbre y salir corriendo era algo que ya no lo divertía, sino que había que cambiar algunas reglas para hacer la aventura más atractiva. Pablo, estaba en un año más que nosotros en el colegio, y aprendía cosas que nosotros debíamos esperar un largo e inalcanzable año para poder verlas, pero cuando lo hacíamos, sentíamos el placer de revivir las palabras de nuestro querido y carismático líder. Claro, que nunca las historias eran exactas, sino que los profesores y maestros se esmeraban para cambiar todo, para hacerlo más frío, menos interesante. Por ejemplo, para los profesores de Historia, José de San Martín cruzó la Cordillera de Los Andes a Chile en mulas, en vez de los platos voladores como claramente nos avivó Pablo, y la primera bandera de la Patria no tenía los colores celestes y blancos del cielo, sino que él prefirió ponerle azul y amarillo como la camiseta de Boca, cuadro de fútbol, al que era aficionado.
–Porque el General Belgrano también era de Boca, señores –nos aleccionó.
Pero con todas sus fantasías, Pablo, sabía lo que decía y cuando nos contó las historias de las logias, lo hizo dándonos cada detalle que a la experiencia su joven edad podía conocer.
Un día trajo un libro de la biblioteca de su padre, pero que no reconocíamos a primera vista, y adelantó su teoría, mientras nos sentamos en corro en la puerta de su casa.
–En la historia de la Humanidad, las logias son cosa común.
–¿Qué es eso? –preguntó con desconfianza el rusito David.
Pablo nos miró estudiándonos a cada uno.
–¡Ni se imaginan que es una logia, chavales!
–No, para nada –respondió Ramón, tal vez el más avispado de todos, después de Pablo.
–Una logia es –Pablo se aseguró de hablar bajito para que nadie más que nosotros escucháramos; miró hacia todos los costados y escupió rapidito: –¡Es un pacto secreto!
Yo recuerdo que sentí un escalofrío; no sé por qué. David miraba absorto; Ramón tenía un poco más de desconfianza.
–¿Y cómo sabés vos eso? –le preguntó éste último cerrando un ojo de búho.
–Me lo mostró mi hermano, aquí en el libro dice. –Abrió el libro que traía en una página preparada con un marcador de cartón. Y sentenció determinante: –Y mi hermano está en sexto grado.
Ahí todos hicimos silencio respetuosos.
–Aquí dice: “las logias son sociedades secretas que se hacen por un fin común”.
–No entiendo –dije esta vez yo.
Pablo cerró el libro de mal humor.
–A ver… Las logias se hacen para algo. Por ejemplo… –Pensó un momento. –¡Para libertar la nación! ¡Argentina quedó libre gracias a una logia!
–¡Eso es ridículo! –dijo Ramón. –Yo conozco los nombres de todas las personas que lucharon. Yo lo tuve que estudiar en el libro de clase.
–¡Qué tiene que ver eso! –se quejó Pablo a lo que Ramón respondió ante las miradas ignorantes de David y la mía:
–Que está Belgrano, está Moreno, está San Martín, pero a Logia no lo escuché nunca.
Pablo se rió de una manera incomprensible parta todos. Cuando se calmó abrazó a nuestro amigo.
–Logia no es una persona; son muchas, como una sociedad con un pacto secreto que se tiene que jurar fidelidad.
–¡Entonces yo no puedo estar! –dijo David. –Yo soy judío.
Pablo rió burlonamente otra vez.
–¡Y eso qué tiene que ver! ¡Esto no es una religión! Es nada más que un pacto de caballeros. Nos ponemos de acuerdo en algo y hacemos una logia que nadie tiene que saber. Por ejemplo, la de la Independencia se llamaba la “Logia Lautaro”. Antes había estado la “Logia Patriótica” y acá en el libro dice también que hubo logias famosas como la de “Los Caballeros Templarios”, la “Logia de Rosacruz”, muchas, muchas otras.
–A mí me gusta la de la Rosa y la Cruz –elegí.
–¡No, mejor la de los patriotas –dijo David.
–¡Que no! –dijo ya sin paciencia Pablo. –No podemos usar otra logia; debemos crearle el nombre nosotros mismos. También ver para qué sirve. Y lo más importante…
Nuestro amigo mayor miró a cada uno de nosotros desafiante.
–Debemos iniciarnos –dijo maliciosamente.
–¿Eso qué eso? –preguntó el Rusito.
–Una prueba. Cada uno de nosotros debe pasar una prueba. Tiene que ser difícil y hay que ser valiente para hacerlo.
–¿Y qué prueba es esa? –preguntó Ramón.
–¡Eso no se sabe hasta el día misma de la prueba! Tres chicos nos reunimos en secreto y le damos la prueba al cuarto que no debe estar oyendo lo que se delibera y así se le da una prueba a cada uno.
–Yo participo de la logia secreta siempre y cuando a las seis de la tarde pueda estar en casa; mamá no me deja más tarde –advirtió David.
–Bien –dijo Pablo y estiró su mano hacia el centro de la ronda; nosotros lo imitamos y estrechamos nuestras manos. –Que sea un secreto de muerte. El que hable que se quede mudo para siempre y seco a los tres días.
Reconozco que yo era el más impresionado de todos por sus palabras, pero como todos aceptaron el compromiso, no me quedó otra que acatarlo también, aunque pensando que diría mamá si se enteraba.
–Ya está hecho el primer pacto –dijo Pablo. –Ahora falta ponerle una misión a nuestra logia secreta y un nombre.
–¿Misión? –dije. –¿Qué es una misión?
–¡Que bruto! –dijo Pablo enojado. –Una misión es como una cosa que se debe hacer. ¿Viste cuando te dan la tarea para el hogar en el cole?
–Sí –dije avergonzado.
–¡Eso! Ahí hay que hacer la tarea. La misión es hacer la tarea para que la maestra no se ponga pesada al otro día y luego le diga a nuestros padres. Entonces la misión no sólo es hacer la tarea, sino que nuestros padres no nos fastidien con sus reclamos.
–¿Y qué misión podemos tener aquí? –preguntó ahora el Rusito David. –Yo no quiero hacer más tareas para la escuela.
Pablo comenzó a reír con despropósito.
–¡Pero ustedes son más idiota de lo que yo imaginé! –Entonces nos miró uno a uno y yo comprendí que la misión a la que se refería estaba perfectamente planeada. Hizo el que pensaba por un rato y luego largó: –La misión de esta logia podría ser la de perfeccionar lo que tanto nos gusta hacer cuando salimos de aventuras.
Ramón y David se miraron sin comprender.
–¡Toque y raje[1]! –dije yo.
–Veo que estás avanzando en tu inteligencia –dijo Pablo que nos llevaba años luz en viveza; yo me sentí ancho de satisfacción. –¡Exacto! Tocar el timbre con más perfección y huir casi desapareciendo en los ojos propios de los propietarios.
–¡Qué tiene de raro tocar el timbre y correr! –protestó Ramón. –¡Todos los chicos lo hacen y por eso no van a armar una logia!
–¡Ahí está la diferencia! –dijo casi con complacencia Pablo. –Nosotros sí lo hacemos; eso ya es una diferencia. Nos convierte en los mejores jugadores de todo el mundo. En los único que tienen una logia. –Nos miró con una sonrisa maligna de niño más grande. –Pero no termina todo allí solamente. Debemos ser los mejores en serio. Pensar. Estudiar cada timbre. Saber quién vive en cada casa. Llevar registros de las personas y, bueno, muchas cosas.
Yo vi entusiasmados a casi todos. Digo casi todos, porque a Ramón no lo veía muy convencido.
–Para mí es una tontería –comentó airadamente Ramón.
–¡No! ¡Yo quiero pertenecer a una logia! –dijo David.
–¡Y yo! –repitió Pablo. –¿Y vos? –me miró y la verdad que yo tenía la duda de lo que diría mamá si se enteraba, pero también sentía deseos, o curiosidad, de ser un chico logiario.
–Yo también –dije con decisión.
–¡Pues nada! –dijo Pablo. –¡Ya somos tres de cuatro. Vos, Ramón, si querés entrás o sino te vas a tu casa a jugar con las muñecas.
El Rusito y yo nos reímos, pero lejos de avergonzarse Ramón dio una posición intermedia.
–No, no me voy a mi casa. Voy a ver de qué se trata todo esto. Si me gusta me quedo, sino me voy.
Todos, inclusive Pablo, sentimos que teníamos la obligación de demostrarle a Ramón las virtudes y beneficios de ser un chico logiario.
–Lo primero que vamos a hacer es ponerle el nombre –dijo el líder Pablo.
–¿Puede ser los Chico Rojos? –propuso David que era de Independiente[2].
–¡No! –respondió Pablo mientras abría de nuevo el libro y buscaba alguna palabra inspiradora. –Tendríamos que salir vestidos de rojo y eso nos identificaría. Además se parece a tu equipo. ¿Vos querés eso, no?
David se avergonzó.
Yo tenía la mente en blanco y Pablo no hallaba la palabrita mágica en el libro.
–Yo creo que es más sencillo –interrumpió nuestro trabajo de pensar Ramón. –¿Por qué no le ponen la Logia de los Tocadores de Timbre?
Todos nos miramos; a mí me cuadraba perfectamente el nombre pero no dije nada por miedo a la crítica.
–No está nada mal –dijo meditando Pablo, rascándose la barbilla.
–El nombre dice de qué se trata –justificó Ramón.
–¡Qué sea la Logia de los Tocadores de Timbre! –sentenció Pablo y levantó la mano votando. David y yo hicimos lo mismo con alegría. Ramón se abstuvo; él no pertenecía a la logia.
Ese día nos fuimos todos contentos a casa. Nos hubiéramos quedado toda la tarde debatiendo cuáles eran los pasos a seguir, pero el hermano mayor de pablo nos interrumpió.
–¡Necesito el libro! –dijo saliendo de repente y sacándoselo de un tirón. –Además te llama mamá para que hagas algo.
A Pablo le cambió la cara de liderazgo y se puso de pie para entrar a su casa. Todos nos despedimos y nos fuimos a cada una de sus hogares pensando en que ya éramos distintos. Antes de de retirarnos Pablo hizo la primera ley.
–¡Hey! ¡No digan nada en sus casas, eh! ¡Esto es un secreto!
Esa noche casi no quise hablar con mamá y papá por miedo a que preguntaran qué hice. Pero fue una velada como todas. Papá miró un poco de televisión, mamá me miró el cuaderno para ver si te estaba todo en orden y luego de la obligatoria ducha ¡a la cama!
Al día siguiente, creo que todos nos sentíamos diferentes. David estaba en un aula de mi mismo nivel junto con Ramón; yo estaba en el aula de enfrente y Pablo estaba en otra de un grado superior en el piso de arriba, pero todos nos encontrábamos en el patio en el recreo. Nos miramos, pero como había otros chicos, no dijimos nada y aun Ramón mantuvo fielmente nuestro secreto, ya sea porque nos apoyaba desde su distancia o porque se había olvidado del tema. Lo cierto que por la tarde, luego de hacer la tarea, nos encontramos en la plaza. Nos sentamos al pie del tobogán aprovechando la ausencia de chicos por el momento y continuamos con nuestro plan de desarrollar nuestra logia.
–Ahora viene la ceremonia de iniciación –anunció Pablo. –Nos reuniremos tres si Ramón quiere colaborar, y pensamos qué tiene que hacer el que quede fuera del grupo.
Todos nos pusimos de acuerdo. Pablo consideró que yo debía ser el primero en pasar por la prueba, que prometía ser dura. Se alejaron ellos al sector de los subibajas, mientras yo me arrojaba con gran destreza del tobogán. Más allá sentí como se reían todos.
–¡Ya está! –dijo victorioso David.
Me acerqué y se pararon en círculo alrededor mío. Fue Pablo quién dio la máxima suprema de iniciación.
–Tenés que juntar en una lata vieja un poco de agua podrida de las zanjas de la calle, agregarle tierra, un poco yerba-mate usada y algún que otro desperdicio de algún cesto de basura callejero. Y luego te lo tomás todito sin dejar una sola gota.
–¡Eso es una porquería! –me quejé con cara de asco.
–¡Para entrar en la logia tenés que demostrar que estás dispuesto a todo!
–¡Pero justo eso…! –medité sobre el asunto y estaba casi decidido a abandonar la empresa, hasta que David habló:
–Además, luego nos toca a todos nosotros –dijo. Eso me dio tranquilidad, aunque sería una inmundicia lo que me había tocado.
–Bien –acepté. –Pero sólo un poquito así –calculé una pulgada con mis dedos.
Los cuatro, ellos más entusiasmado que yo fuimos a buscar alguna lata y apareció una de judías, abollada y bastante oxidada con la tapa apenas agarrada por uno de los extremos. Pablo fue el que tomó la iniciativa de ir a la esquina, donde se juntaba agua de la bocacalle, hurgó él mismo una bolsa de basura que había en un canasto y odié por única vez la costumbre argentina de tomar mate. No lo costó hallar entonces un poco de yerba vieja y puso más inmundicias que no quise ver y hasta sospecho que escupieron dentro. Deseaba que el mal trago (hablando en todos los sentidos), pasara y por fin todos en la plaza me dieron la repugnante bebida. Yo miré el contenido de la lata antes de decidirme y la mezcla de colores, donde prevalecía el renegrido me dio mayor repulsión.
–Antes de tomarlo –dijo Pablo. –Debemos decir las palabras de iniciación.
Todos hicimos silencio. Pablo, mucho más alto que yo (en realidad él era el más alto y yo el más bajito), me hizo bajar la cabeza, mirando al suelo y puso su mano como un supremo sacerdote sobre mi hombro.
–Por intermedio de esta ceremonia sagrada, te convertís en un miembro de la Logia de los Tocadores de Timbre.
Levanté la cabeza y miré a todos expectantes con sus ojos puestos en mi sórdido acto. Negarse sería difícil, además de ser considerado un acto de cobardía por todos mis amigos. Observé una vez más la negruzca bebida y tratando de no respirar me llevé la lata con mano temblorosa a la boca y tratando de hacer el nauseabundo episodio lo más rápido posible, intenté dejar de respirar por un segundo y me llevé el asqueroso brebaje a la boca. Una mezcla de sensaciones invadió mis sentidos. Un gusto amarguísimo y áspero al tacto atacaron mis pupilas gustativas y sin poder evitarlo una fuerte náusea acometió mi ser y sin ser ya dueño de mí comencé a vomitar con fuerza hacia todos los costados sin que nadie se salvara de la venganza repulsiva de mi torturado estómago.
Todos comenzaron a reírse a pesar de lo sucedido, mientras yo seguía con la cabeza gacha, apoyado en un árbol, despidiendo aún los indicios de la inmunda bebida, el almuerzo del mediodía y tal vez algo que había quedado de días anteriores. Mientras, oía lejanamente las palabras de Pablo:
–A partir de este momento, eres considerado un miembro de la Logia de los Tocadores de Timbre.
Yo ya no oía, había comenzado a dolerme el estómago y la cabeza, y aún no se me iba ese gusto repugnante de la boca. Sin decirle nada a mis camaradas de aventuras, corrí a mi casa y mi madre debió verme un aspecto espantoso porque lo primero que hizo fue ponerme la mano en la frente.
–¡Fiebre! –dijo. –¡Y vomitaste por lo que veo!
Sin decir más me metió en la ducha para que me bajara la temperatura, me dio unas pastilla de no sé qué para el estómago y se quejó de que yo comía muchas porquerías por ahí y por eso estaba descompuesto. Yo soporté estoicamente todos los reproches sin decir mi secreto. Por la noche, después de varias veces lavarme los dientes y hacerme buches del líquido contra el mal aliento, me sentí mejor. A pesar de todo, estaba orgulloso de ser el primer nuevo miembro de la gran logia del barrio y miraba al otro día a mis compañeros en la escuela por sobre el hombro, mientras pensaba con sumo rencor la prueba para mis futuros compañeros logiarios.
A la tarde siguiente fui el primero en llegar a nuestro punto de encuentro en la plaza. Yo quería que al que le tocara la prueba ese día tomara lo mismo que yo, pero había preparado una larga lista de cosas, las que se incluían lejía, detergente y jabón en polvo para la ropa, también de esa medicina asquerosa que mamá me daba cuando tenía gripe. Pero Pablo me cortó toda inspiración.
–No se puede repetir la misma prueba. Es la ley de las logias masónicas.
–¿Maso qué? –preguntó el Rusito.
–A los que son de las logias se les dice masónicos. Está en el libro de mi hermano –explicó Pablo. –También dice que no se puede repetir la mis prueba de inicio.
Yo bufé de mal humor, pero de todas maneras me quedé para ver el sufrimiento del siguiente.
–El próximo es David –dijo Pablo.
–¿Por qué yo? –se quejó el Rusito. –¿Por qué no vos?
–Porque los mayores son los últimos en iniciarse –dijo hábilmente nuestro líder espiritual de aventuras, tal vez inventando las normas según las circunstancias. David, protestando aceptó entonces esta nueva regla. Se alejó del grupo rumbo a los columpios, mientras Pablo, yo y el intruso amigo Ramón decidimos qué hacer para nuestro desafortunado amigo.
–David es un chico muy miedoso –comenzó Pablo. –El más miedoso de todos. –¡Y yo que creía que el temeroso era yo!
–¿Entonces? –preguntó Ramón.
–Creo que la mejor idea es que antes de las seis cuando cierra el cementerio, se meta él y se pegue una vuelta por una de las tumbas.
–¡Síiiiiiiii! –dijimos alegres y malditos Ramón y yo. Era una idea estupenda, y llena de morbo y aventuras.
Llamamos al nuevo aspirante, mejor dicho a la víctima y ésta vino hasta nosotros pesadamente, casi sin deseos de acercarse a su destino.
–La decisión de la logia –dijo Pablo –es que vayas un rato antes de la seis de la tarde al cementerio.
–¡Qué! –gritó David con la sorpresa en su rostro. –¡Eso no! ¡Allí hay gente que trabaja y no nos dejarán entrar!
–¡Nada de eso! –respondió Pablo que parecía tener todo calculado. –Yo muchas veces voy a ver la bóveda de mi abuela. Te acompañamos hasta dentro y dejamos una pequeña roca en la punta del cementerio, luego regresamos los cuatro unos minutos antes de la seis, pero nosotros salimos y vos regresar a por la piedra.
–¡No, no y no! –se quejó David. –¡Eso no está bien!
–¡Entonces no entrás a la logia! –las palabras de Pablo no hicieron mella en el espíritu del Rusito.
–¡No me importa!
–¡Y quedarás ante los ojos de todo que sos una mariquita miedosa! –esas palabras sí calaron más profundamente.
–¿No puede ser cambiada la prueba? –pidió el desdichado Rusito.
–¡No se puede! –dijo Pablo con voz más tranquila. –La ley de la masonería dice que una vez se establece la prueba, no se puede cambiar. Si la cumplís, serás un miembro de la Logia, sino, quedarás afuera para siempre.
David pareció pensar un poco. O tratar de adquirir valor.
–¿Y ustedes me acompañan?
–¡Claro! Y te esperamos en la puerta. ¡No vas a tardar ni dos minutos!
Las palabras de nuestro líder parecieron convencer a David, pero no calmó su miedo. Nos acercamos al Cementerio Lomas de Zamora, a pocas calles de donde vivíamos. Quien no conoce los cementerios municipales argentinos debemos decir que constan de un gran paredón de no menos de cinco metros que rodean las varias manzanas que ocupa la última morada de nuestros mayores, a diferencia de otras ciudades europeas, y aún en América latina donde se ven las cruces desde las planicies. Este cementerio constaba de dos puertas inmensas, una hacia la esquina de las dos avenidas y otra al costado del fondo, por la que se debía salir después de las seis de la tarde. Hacia allí fuimos y cuando entramos, media hora antes del cierre, los cuidadores nos miraron con desconfianza.
–Venimos a ver a mi abuela –dijo Pablo con cara de compungido y eso que la pobre madre de su padre murió cuando nuestro amigo tenía sólo unos meses de vida.
–Está bien –dijo el guardia. –Pero miren que estamos por cerrar; no sea cosa que se los coman los aparecidos.
Esas palabras, que por supuesto dijo en broma, causaron fea impresión en todos, pero en especial en el Rusito que comenzó a cambiar el color de su cara. Aun así nos internamos por la calleja que da al paredón final del camposanto y no podía dejar de impresionarme los miles de tumbas que había allí. Por entonces, nunca había entrado a un cementerio y lo más cercano a la muerte que había estado era cuando se me murió la gata Armanda, y de eso había pasado algunos años. Ramón fue el que eligió una piedra verde que había sobre una de las tumbas; era como un cristal cuadrado y le hizo una pequeña marca con otra piedra para identificarla de las demás piedras verdes. Cuando llegamos al fondo, en la parte vieja del cementerio, luego de doblar varias veces laberínticamente para confundir a David, rodeado de cruces por doquier y de pequeños monumentos que me parecían horrendos, creo que era yo el que más temblaba y no veía la hora de estar en el exterior. Me alegré de tomar ese brebaje asqueroso y no pasar por la prueba del cementerio. Nos paramos frente a una vieja tumba abandonada que tenía una foto rancia, color ocre ya, de un anciano que parecía mirarme en forma íntima, lo que alentaba mi desconfianza a que algo inevitable ocurriría en ese mismo momento. Pablo fue terminante.
–Bien. Este es el lugar. Aquí sobre la tumba de… –escudriñó el nombre del dueño de la aterrador sepulcro, mientras se persignaba. –Santiago Rodríguez Zabaleta, que en paz descanse, quedará sellada la prueba de tu valentía.
Se encargó de poner la piedra bien lejos del alcance de toda mano, salvo que tuviera que acomodarse sobre la tumba en cuatro patas, lo que hacía más difícil la tarea. Los cuatro comenzamos a caminar hacia la salida. Ninguno se atrevió a darse vueltas y creo que hasta el propio Pablo sentía enormes deseos de estar en su casa. Al llegar a una arboleda de pinos y eucaliptos, poco antes del edificio de la capilla, donde se veía gente (viva), dejamos a nuestro desdichado amigo.
–Ha llegado el momento de ver si sos capaz de ingresar a nuestra Logia –dijo formalmente Pablo. David no respondió, pero podía verse en su cara dubitativa el temor de volver solo hasta la tumba del anciano muerto, tal vez, cincuenta años antes de que nosotros naciéramos. Giró su vista hacia el fondo de nuevo y nos miró en silencio, esperando un perdón de la prueba. Pero Pablo se encargó de darle más fuerza a su presión.
–¿Vas a ir o serás declarado mariquita miedosa por los siglos de los siglos delante de todos los chicos de la escuela?
Sin responder, David comenzó su marcha vacilante, mientras se daba vuelta a cada paso.
–Te esperaremos en la puerta, tranquilo –dijo Ramón.
Mientras veíamos alejar a nuestro desdichado amigo, salimos a la vista de los cuidadores que no repararon la falta de uno de nosotros. Minuto después se cerró la puerta; yo veía como el cielo comenzaba a oscurecerse en aquel otoño y comencé a preocuparme por la suerte de nuestro compañero de juego.
–Es tarde –dijo Pablo con una mueca burlona que no entendí.
–¿Qué? –dije.
–¡Corramos! –escupió de repente y comenzó a huir hacia a toda prisa a su casa; yo lo hice temeroso hacia la mía y Ramón no tuvo el valor suficiente de sostener que había que esperar a su compañero de aula, a nuestro querido amigo.
Esa noche me costó conciliar el sueño y veía la cara de ese Santiago Rodríguez Zabaleta por todos los rincones de la habitación. También medité mucho sobre la suerte del Rusito y de si había logrado dar con la piedra. Por eso que me dio tanto trabajo levantarme en ese viernes.
–¡Qué mala cara! –me dijo mamá. –¿No dormiste bien?
Me encogí de hombros y pensé que tal vez había invadido en mi mente durante la noche oscuras pesadillas de cementerios y aparecidos. En otra circunstancia le hubiera pedido a mamá que me eximiera de ir al cole, pero estaba tan deseoso de saber qué había pasado la tardecita anterior con nuestro pobre amigo, que decidí levantarme sin cuestiones.
Al llegar a la escuela, me costó concentrarme en las explicaciones de la maestra hasta llegar el tan ansiado recreo. Nos buscamos en el lugar de siempre. Primero apareció Pablo y luego Ramón, con cara de consternación.
–¿David? –preguntamos casi al mismo tiempo Pablo y yo.
–No vino a la escuela –respondió Ramón. –No sé qué pasó. Su madre vino a las diez y media de la noche a buscarlo porque no sabía nada de él.
En esos momentos sentí que el alma se me salía del cuerpo. Temí por la vida de mi querido amigo. Hicimos muchas conjeturas entre las que nadie se animada a decir: “¿habría salido del cementerio?”. Yo imaginaba terribles persecuciones de zombies como los que pasan en las pelis. Estar en el cole toda aquella mañana fue una tortura inmensa. Lo mismo toda la tarde hasta la hora de nuestro encuentro. Cuando yo llegué, Ramón y Pablo ya estaban hablando y al ver la ausencia de nuestro amigo, temí lo peor; las miradas de preocupación de mis otros camaradas no ayudaban tampoco.
–¿David? –pregunté sin saludar.
–Éste me está contando –dijo Pablo.
–Anoche vino la madre a buscarlo a mi casa como ya les dije; eran como las diez y media y todavía no había venido. Su madre le contó hoy a la mía.
Nos quedamos los tres sin respiración.
Y lo que había para relatar, que supimos poco después, era tan espantoso como delicado para los sentimientos de cualquier niño de esa edad.
Resultó que cuando nosotros nos despedimos de nuestro amigo, él se introdujo entre las tumbas, pero todas las vueltas que dimos al comienzo hicieron, como era de esperarse, que David se perdiera. La noche llegó tempranamente como toda noche de otoño y la desesperación de nuestro amigo hizo que entrara en pánico. Comenzó a buscar con desesperación y pronto ésta comenzó a transformarse en histeria. Aterrorizado y desmoralizado repetía los pasillos de las tumbas y los negros monumentos de la noche, que amenazaban atraparlo en cualquier momento según su atemorizada fantasía; ni siquiera ayudado por el privilegio de un pedacito de luna en aquella noche fría, oculta entre las nubes. Sólo alguna lamparita sacudiéndose por el viento y pegando contra el poste iluminaba minúsculamente, más que nada para ser un punto de referencia de los cuidadores. Buscaba la salida sin ninguna convicción y cuando pasó cerca de una de las casillas de uno de los que cuidaban que ningún profanador o raterillo se robe los bronces de las tumbas, alertó de sobremanera a un joven cuidador, en sus primeros días de trabajo, que no vio otra cosa en nuestro perdido amigo que una posible alma en pena, deambulando entre los sepulcros. Espantado también llamó por los handy portátiles a sus compañeros en la entrada del cementerio, y estos acudieron con sus linternas. Lejos de ponerse feliz, es de imaginar los sentimientos de miedo profundo que tuvo el desgraciado David al ver esas luces acercarse, como caminando sobre los muertos, corrió despavorido hacia el fondo del cementerio nuevamente, intentando atravesar la pared con su humanidad si fuera posible. Permaneció allí mucho tiempo escondido, detrás de un monumento también horrible: el monumento de la Traición, representado por un hombre de rodillas sosteniendo en lo alto la cabeza de una serpiente que se le enroscaba en todo su cuerpo a punto de picarle. Agitado, temblando de frío y de miedo, cuando sospechó finalmente que los zombies dejaron de deambular con sus resplandores, tal vez salidos de sus propios ojos vacíos, sacó fuerzas de donde no tuvo y asomó la cabeza de detrás de la espantosa efigie. Entonces, nuestro desdichado amigo, llorando en silencio, temblando e intentando que no se le escapara un gemido de horror, acurrucado contra la estatua sintió voces lejanas que no pudo precisar con certeza y casi se siento a salvo, a no ser porque le pasó por la mano tal vez una pequeña rata de las tanta que abundan en el cementerio y entonces no pudo sostener más ese penetrante grito que le salió del fondo de sus entrañas. Los cuidadores se sacudieron espantados y volvieron sobre sus pasos y cuando vieron venir al aterrorizado David hacia ellos como un toro, pisando sepulcros, pateando floreros, destrozando las hierbas, no les llevó trabajo atraparlo, aunque sí volverlo en sí cuando se desmayó de la impresión. Luego la explicación de que se había perdido; luego llevarlo a la casa y luego la reprimenda de su preocupada madre que había ido a buscarlo a la casa de Ramón minutos antes. Éste no se animó a contarle toda la historia; apenas le dijo que lo había visto entrar al cementerio poco antes de la seis, lo que preocupó aún más a su madre. Estaba histérica, apunto de hacer la denuncia, cuando tocaron a la puerta y el joven cuidador junto a su hijo, hecho una piltrafa, aparecieron pasadas las diez y cuarenta.
–¿Y ahora cómo está? –preguntó con ansiedad Pablo. Ramón se encogió de hombros y las dudas quedaron en nuestros espíritus.
Durante el fin de semana no vimos al Rusito, recién apareció el lunes en el cole. Mientras, los tres nos negamos a mencionar el tema de la logia y especulamos sobre el destino de nuestro amigo, sin animarnos a parecer por su casa, por miedo a que nos dieran la funesta noticia, o bien, que nos esperara la policía por asesinato, porque tal era el sentimiento de todos en esos días hasta que pudimos verlo sano y salvo. Bueno, todos no, Ramón insistía una y otra vez que la culpa la teníamos nosotros dos por “hacerle hacer cosas que no se hacen”, tal su expresión. El Rusito se negó a contarnos nada y fue bastante parco con nosotros; apenas hablaba un poco más con Ramón. En el último recreo nos anunció:
–Hoy a la hora de siempre en la plaza.
Yo fui con cierto temor; esperaba encontrarme con su madre, pero aun así fui con estoica hidalguía (tenía tiempo para arrepentirme y correr). Pero a la hora indicada estuvo David, solo, frente a nosotros tres mirándonos por encima de los hombros, con aire de autosuficiencia. Hizo una leve mueca irónica que pareció una sonrisa y extendió su mano cerrada.
–¡Aquí tienen! –dijo, abriendo la mano con orgullo. Allí, en su palma, descansaba la piedra verde con la marca que se le hizo para identificarla, mostrándose impune a los ojos de los incrédulos chicos de la pandilla. Desde ese día, admiré a David y desde entonces no hubo uno solo que lo tratara de miedoso o mariquita, ni siquiera el arrogante Pablo. En una de las vueltas perdido por el cementerio, había logrado hallar la tumba que buscaba y con sumo espanto se arrojó sobre ella al ver la piedra que buscaba, cuando todavía algún rayo tímido de sol permanecía sobre el cementerio.
–¿Es que todavía seguirán con eso de la logia? –se quejó Ramón.
–¡Ahora más que nunca! –respondió con firmeza David. Pablo y yo no dijimos nada. En realidad, Pablo estaba más preocupado que yo porque era el único que quedaba para la prueba, y había dado todos las reglas que nos aprendimos de memoria como para no negarse, como que los tres restante decidían la prueba de inicio, que no podía repetirse y, sobre todo, no podía negarse. Y como para que no quedaran dudas de que la prueba se realizaría, David agregó amenazante, mientras clavaba los ojos en nuestro líder: –¿O es que tienen miedo?
–¡No ha nacido el chico que logre atemorizarme! –respondió Pablo amenazante.
–Muy bien –dijo David. –Entonces nos reuniremos para ver la prueba tuya. A ver si te animás…
Pablo se fue al sector de las barras paralelas y mientras él hacía piruetas colgado de sus piernas, nosotros nos reunimos en círculo al lado del tobogán.
–¿Y ahora qué? –preguntó Ramón. –Lo del cementerio ya está.
–Tomar agua podrida tampoco puede ser –dije yo, recordando aún las arcadas que me llevó.
–La prueba de Pablo tiene que ser la más difícil de todas –anunció el Rusito, con sus ojos puestos fijos en nuestro amigo líder en las aventuras. –Él es el mayor de todos, el más listo, según dice él mismo. Vamos a ver si se anima a esta prueba.
–¿Qué prueba? –preguntó Ramón con preocupación; yo temía escuchar.
–Cerca de aquí está la estación de trenes.
–¿Y con eso? –arqueó las cejas nuestro amigo Ramón.
–Pues, una vez que el tren salga de la estación y comience a tomar carrera, que se suba a uno de los vagones de carga, los más bajitos y que baje por el otro lado.
Ramón meditó la prueba con la mano en el mentón; yo pensé que nos habíamos subido algunas veces al tren en movimiento. Hasta que el guarda nos vio y nos llevó de una oreja a la oficina de la estación y llamó a nuestros padres. No veía demasiado peligro en ello. Pero los ojos de David, ávido de venganza por lo momentos vividos decían que había más, y Ramón lo captó.
–¿En que parte de las vías?
–¡En la curva! –dijo David triunfante, sin poder disimular una mordaz sonrisa.
–¡Eso es imposible! –se quejó Ramón. –Está a más de cien metros de la estación y el tren ya toma velocidad.
–Así es –respondió con simpleza David.
–Yo voto en contra –dijo Ramón.
–Pero vos no estás en la logia –contestó sagaz el Rusito. –¿Y vos qué decís? –Me miró ahora a mí amenazante, casi empujándome a decir que sí. Yo medité sobre lo mal que la pasé por culpa de Pablo y lo peor que le fue al propio David y, sin medirle peligro y la gravedad del asunto, dije tímidamente:
–Estoy de acuerdo.
Sin hablar más ni oír las protestas de Ramón, David llamó a nuestro condenado Pablo. Este vino con paso decidido, sin demostrar preocupación o temor.
–Ya lo tenemos –anunció el Rusito.
–¡Yo me opongo! –dijo rápido Ramón.
–Pero él no cuenta. Además éste está conmigo.
Yo comencé a sospechar que lo que discutíamos era más que una votación.
–¿Y qué es? –preguntó Pablo al venir con su cara de hombre-niño valiente, desafiando con su mirada a David.
–Tenemos que ir a la curva de la estación y vos tenés que subirte al tren, en uno de los vagones de carga andando y luego tirarte del otro lado.
Se produjo un silencio. Yo esperé que Pablo se negara y estaba dispuesto a cambiar mi voto.
–Muy bien –respondió tajante sin embargo, tratando de no demostrar miedo.
–¿Estás seguro? –le pregunté.
–Es fácil –me dijo con una falsa petulancia.
Durante el trayecto de unas doce o catorce calles, que hicimos andando hasta la estación Ramón trató de convencernos de que era una locura, que podía matarse, que podía perder una pierna o un brazo. Mis sentimientos comenzaron a cambiar y yo también empecé a presionar al grupo para hacer otra prueba menos peligrosa. Pero David y el propio Pablo, tal vez por tonto orgullo, sostuvieron la prenda y finalmente nos paramos en la curva frente a la señal de la estación que daba paso libre a la formación. Más allá veíamos a la gente como esperaba el tren de las 16:05, mientras los nervios de todos aumentaban, aunque David y Pablo quisieran disimularlo.
–¡Es una locura! –dijo Ramón con la voz apagada por enésima vez.
Yo comencé a sentirme nervioso y cuando a lo lejos se veía la caja de la locomotora acercarse a la estación, me puse histérico.
–¡Cambiemos la prueba ahora! –dije. –¡Casi no hay tiempo!
Pero Pablo y David permanecieron en silencio sin prestar atención a mis palabras, con sus miradas fijas en los vagones que iban deteniéndose poco a poco en la estación de Remedios de Escalada a la vez que largaba su silbido atronador a nuestros oídos.
–Detengamos la prueba –dije por última vez.
Pero la única respuesta fue el nuevo mutismo, mientras las personas comenzaban a subirse, indiferente a lo que estaba por pasar.
Por fin, el nuevo pitido, nos anunció con oscura premonición, que el tren comenzaba a moverse. Yo lo miré esperando que en un segundo estuviera aquí, aún despacio, para que nuestro intrépido amigo pudiera atraparlo sin mayores peligros, pero el tren se movía, se acercaba muy despacio, pero me daba la sensación que esperaba tomar su máxima velocidad antes de llegar hasta nosotros, cómplice del enceguecido rencor de David.
–¡No lo hagas! –fue lo último que escuché en boca de Ramón, pero Pablo se puso tenso y en posición de saltar. El tren comenzó a tomar velocidad, aunque yo lo veía todavía lejos.
David puso sus ojos fijos en el conjunto de coches que se acercaba; Ramón miraba a Pablo suplicante y yo me había puesto mis manos cubriéndome a la vez la nariz y la boca, temiendo ver.
Por fin el tren tomó velocidad a la distancia y estaba ya sobre nosotros; Pablo, sobre el borde de la vía dio un paso atrás y, por primera vez, pude ver en David ojos de preocupación. La locomotora pasó con rapidez ante nosotros, mientras Pablo elegía el vagón adecuado, más allá de los coches de pasajeros; el conductor que adivinó la maniobra tocó largamente el silbato, pero pasó ante nosotros sin poder hacer nada, mientras David se llevó la mano a la boca y Ramón se tapó los ojos. Yo al ver el movimiento de Pablo enviándose hacia donde pasaba el tren, me di vueltas y me agaché, apretando fuerte mis puños sin querer ver más nada, esperando el sonido de los acontecimientos.
Un golpe seco, de un cuerpo que choca contra un coche de madera, el nuevo silbido desesperado del maquinista y luego la nada, acompañaron el ruido acompasado de las ruedas metálicas del tren sobre las vías eléctricas. Yo me quedé sin respiración, sin moverme, esperando que alguien me dijera que había sucedido; el tren terminaba de pasar y me daba terror levantar los ojos. Cuando lo hice, Ramón seguía con sus ojos cerrados y David había dado vuelta la cara hacia un costado. Pero Pablo no estaba. Los tres, por fin, miramos hacia la formación y no se apreciaba ninguna silueta colgada; instintivamente busqué sangre en las vías, que no vi.
Finalmente el tren desapareció de nuestra vista y nosotros nos quedamos atónitos sin comprender. Una idea era que Pablo quedó arriba del vagón de carga, luego se aferrarse del pasamanos, pero también estaba en nuestro espíritu que haya caído en el hueco entre coche y coche y que haya sido arrastrado. Nos Quedamos en silencio, casi sin respirar, cuando, allá a los lejos, muy poco perceptible, una silueta enjuta e indefinible venía acercándose a los tumbos; cayéndose y vuelto a parar venía nuestro maltrecho amigo, con raspones en todo el cuerpo, las rodillas peladas y sangrando por la boca, pero a salvo de heridas irreversibles peores. Recuerdo que corrimos hacia Pablo, lo abrazamos felices (inclusive David), lloramos de emoción y admiramos desde ese día mucho más a nuestro querido líder. Nos contó como se colgó de un parante del tren y dio su humanidad contra el vagón, que tuvo a punto de caer bajo las ruedas del tren, pero que no tuvo miedo. Una vez restablecido el equilibrio, logró subirse a las maderas que traía como carga el vagón y sin pensarlo dos veces, ya que la velocidad aumentaba segundo a segundo se arrojó hacia el otro lado, justo donde estaban los cardos, piedras y hierbas al costado de la vía.
–¡Están locos! ¡Están todos locos! –protestó con energía Ramón y se fue a su casa, dejándonos con nuestras alegrías y nuestros éxtasis por lo vivido.
Supimos por el propio Pablo, que su madre se enojó muchísimo cuando se enteró, según creo, por boca de la madre de Ramón. Estuvo una semana sin salir a jugar aunque lo veíamos un poco vendado y con tiritas sanitarias en el cole. Se había convertido en la atracción del recreo, aunque ninguno de nosotros confesamos el oscuro secreto de nuestras intenciones de logiarios. Por fin, el lunes de la semana siguiente, nos reunimos los cuatro para ver cómo seguía esa historia de pactos ocultos. Los tres que habíamos pasado la prueba nos sentimos diferentes, dispuestos a seguir avanzando con nuestra idea. Fue por eso que los tres sin excepción decidimos darle un ultimátum a nuestro amigo Ramón.
–No nos molesta que te quedes –le dijo con seriedad Pablo. –Pero hay cosas que debemos hablar que no podés escuchar si no juras como nosotros fidelidad a la Logia.
–¡Entonces me voy! –respondió Ramón. –¡Ustedes son nada más que una manga de locos!
–Como quieras –dijo fríamente Pablo; David también miraba a Ramón con altivez. A mí me dio un poco de pena verlo alejarse solo cuando siempre habíamos sido cuatro.
–Ahora podemos jurar en paz –dijo el Rusito.
–Y también debemos elegir un presidente –agregó Pablo.
–¿Presidente? –me imaginaba gobernando el país, pero no era así. Pablo explicó.
–Las logias tienen un presidente, pero son elegidos todos los años, según su valor y destreza.
–Entonces quiero que sea vos el presidente –le dije con decisión. David también quería ser él, pero democráticamente ganó el mayor de los tres amigos, compañeros masónicos.
–¿Y cómo se jura? –preguntó el Rusito.
–Pues, aquí traje un modelo. –Pablo sacó del bolsillo de su pantalón un papelito escrito con bolígrafo, copiado de algún libro de su hermano. –Primero debemos encontrar un lugar secreto donde planeemos todo lo que vamos a hacer.
–¡Ya está! –dije yo. –En el fondo de mi casa hay un tanque grandote abandonado, tiene como diez metros de alto y pertenecía a mis abuelos cuando ellos eran los dueños de la casa, antes de refaccionarla toda.
–No sé –dijo Pablo meditando. –No sé si se puede hacer en una casa…
–Al menos hasta que tengamos algo fijo –consideró David, el Rusito. –Más adelante podremos juntar plata y alquilar una casa, o mejor comprarla.
Así aceptamos todos. La fantasía de comprar una casa fue considerada como posible, lo mismo los dos metros del tanque (en vez de los diez como dije), donde nos escondíamos, que para nosotros eran como diez metros verdaderos.
Trepándonos con unos cajones superpuestos, luego de pedirle permiso a mamá, que no tenía ni idea que hacíamos, logramos entrar. Yo llevé una vela y Pablo leyó el papelito.
–¡Juráis por vuestro honor cumplir fielmente las leyes de nuestra cofradía hasta el día de vuestra muerte?
–Perdón –interrumpí yo. –¿Qué es cofradía?
–No sé –dijo Pablo. –Estaba en el libro y hay que decirlo así.
–Ah.
Entonces repitió lo del papelito y los tres pusimos nuestras manos una sobre otras una a una y dijimos como soldados al unísono:
–¡Sí, juro!
–Desde ahora –agregó Pablo. –sois caballeros de la Logia de los Tocadores de Timbres.
También mencionó la necesidad de hacernos un pequeño corte en el dedo índice de la mano izquierda (la mano del corazón) para mezclar entre los tres una gota y hacer un pacto de sangre, pero a David esto le daba impresión y cambiamos por pasar el dedo por la llama de la vela hasta que nos duela y el propio Pablo fue el que más resistió.
–Bien –dijo –ya somos caballeros logiarios. Ahora debemos ver qué hacemos.
–¡Fácil! –dijo David. –Salir a tocar el timbre.
Pablo miró casi con desprecio al Rusito.
–Si solamente pensás en tocar el timbre y salir corriendo como hace todo el mundo, entonces no podés ser un caballero de nuestra logia.
David se sintió incómodo, por lo que Pablo con voz conciliatoria continuó.
–Un verdadero caballero no toca el timbre como cualquiera, además tenemos que ser los mejores.
David asintió con la cabeza conforme; yo miré con asombro y admiración a nuestro presidente.
El primer día fue positivo, tal vez la primera vez que no corrí peligro, más allá del dedo rojo por la vela.
Al día siguiente, papá se dio cuenta que usábamos el viejo tanque como alguna vez lo hizo él y entonces decidió acostarlo y nos puso una mesita con cuatro pequeñas sillas, los que transformó la guarida perfecta en una verdadera oficina. Ni tan mal.
Pasaron varios días y no salimos a tocar el timbre como lo hacíamos sino que pusimos varias reglas. La primera y principal era que uno tenía que quedarse en la puerta anunciando la buena nueva, es decir, mientras dos intrépidos logiarios tocaban el timbre, el tercero se quedaba esperando que saliera la persona y decirle que en realidad habían sido los de la Logia de los Tocadores del Timbre que se habían instalado en el barrio. La idea me pareció estupenda para que el barrio conozca a nuestro nuevo grupo, pero lamentablemente el que fue designado para tal fin diplomático era nada más y nada menos que yo mismo.
Otra cuestión era que nunca tenían que ver el verdadero autor del timbrazo. Mientras el tercer miembro entretenía a la persona que salía, los otros corrían raudamente en busca de un escondite, sin saberse nunca el autor del hecho, como si fuera un verdadero fantasma.
La tercera y última cosa, tal vez la que mayor importancia le dimos, era la elección de la persona que debía salir. No nos interesaban viejas y tipos pesados de mal humor. Más bien queríamos príncipes y doncellas, pero Pablo nos alertó (también lo vio en uno de esos libros), que podrían aparecer brujas disfrazadas de las chicas más hermosas del barrio. Ramón, mientras tanto, lejos de echarnos de menos, como yo a él, se burlaba en cada recreo y hasta había hecho nuevos amigos en su aula.
Las primeras ocasiones que salimos como logiarios para llevar adelante nuestros planes considero que fue de gran aprendizaje, por no decir un fracaso total. Nos paramos frente a la puerta de Laurita, una chica de mi grado que me encantaba. El portal daba a la calle; David, sigiloso contempló desde la esquina y dio la orden bajando la cabeza; Pablo entonces tocó el timbre unos tres segundos y acto seguido salió despedido hacia el Rusito, mientras yo estoicamente esperaba para darle la noticia del nuevo acontecimiento del barrio. Salió su madre, una señora rolliza, con cara de pocos amigos, pero para mi incomodidad y vergüenza, salió también detrás Laurita.
–¿Sí? –dijo la mujer.
Yo me quedé duro contemplando a mi compañera; creo que me puse rojo mientras las dos esperaban una respuesta.
–¿Sí? –repitió la mujer, mientras yo tenía la boca trabada y no podía pronunciar palabra. Entonces la cara de pocos amigos de la madre de mi compañera se transformó en, diría, odio. –Si vas a molestar a los vecinos tocando el timbre vos y los sinvergüenzas de tus amigos mejor que no te pases por aquí –dijo a la vez que la propia Laurita también tomaba una expresión de enojo. Yo no dije nada y me resigné a mi destino, pero sentí un aire de alivio cuando cerraron la puerta en mi cara.
En la esquina, las cabezas de mis camaradas se asomaban curiosas para ver qué sucedía, tratando de divisar desde lejos el peligro. Yo caminé hacia ellos con paso lento.
–¿Y? –dijeron casi al unísono.
–Creo que nos hemos topado con las primeras brujas del barrio –respondí con seriedad. Ellos me estudiaron un momento y luego, para mi disgusto, comenzaron a reírse hasta el punto de llorar. Yo enojado hasta la médula me fui a casa y no salí más hasta el día siguiente.
La puerta elegida en la jornada que sigue fue la de una chica que yo no conocía, pero que Pablo estaba seguro vivía una rubia de unos quince años. Él estaba perdidamente enamorado de ella, pero yo le advertí del peligro de ser pareja de una mujer tan mayor. Hicimos lo mismo, aunque esta vez les costó más trabajo convencerme de que sea yo el que anunciara la llegada de la masonería. Toqué el timbre en una puertita baja verde, mientras esta vez los dos de mi grupo corrían hacia la esquina y casi al instante salió la propia chica rubia que había hecho referencia Pablo. Quedé impresionado. Tenía el pelo voluminoso, casi blanco y unos ojos verde agua que miraban sigilosamente. No dijo nada; se quedó observándome, esperando el motivo de mi llegada.
–Yo… –comencé a decir, y otra vez la lengua que estaba en huelga. Pero una sonrisa de ella, me dio fuerzas. –Yo vengo a anunciar la llegada al barrio de la Logia de los Tocadores de Timbre –dije entonces de un tirón.
Ella arqueó las cejas sin entender.
–¿Qué es eso? –me preguntó.
–Una cofradía –contesté.
–¿Y eso qué es? –Esa pregunta no la sabía y me encogí de hombros. De repente, una voz masculina de padre, casi de ultratumba, salió de adentro.
–¿Quién es, Norita?
–Un vendedor –dijo la rubia.
–Decile que no queremos nada.
–No queremos nada –dijo con simpleza y cerró la puerta ante mí. Esta vez yo me quedé pensando que habíamos encontrado a la princesa. Largué un suspiro rendido al amor y busqué a mis amigos.
–¿Qué pasó? –preguntó Pablo ansioso.
–¿Qué te dijo? –lo hizo a la vez David.
–Salió esa criatura del Señor y me miró con una dulzura y además… me sonrió.
–Le dijiste que somos de la Logia? –la voz de David denotaba ansiedad, pero no tuve el coraje para decirle que me confundió con un vendedor de ajos a domicilio, o vaya a saber qué cosa.
–¿Chicos? –anuncié. Mis amigos me miraron callados. –Creo que estoy enamorado.
Al otro día me negué a ser yo el ser quien anunciara la llegada de nuestra logia, así que comenzamos a turnarnos, pero los resultados eran casi los mismos, es decir, el que no gritaba, nos daba la puerta en la cara o simplemente nos veían por el mirador de la puerta y nos anunciaban que llamarían a la policía si seguíamos molestando. Con todo, puede decirse que esa parte del barrio sabían muy bien quién y quiénes eran la logia. Curiosamente, la persona que más hizo por nuestro grupo fue el propio Ramón. Él le contaba a todo el mundo que había un grupo de chicos que tocaban el timbre y que habían hecho pruebas y propagaba la noticia como reguero de pólvora. Llegué a sospechar que también pertenecía al grupo aunque en un nivel superior.
Luego de varios gritos de los vecinos y cuando una vez la mamá del Rusito lo agarró de la oreja porque le fueron con el cuento que jugaba al vulgar “toque y raje”, decidimos cambiar de táctica. Ya todos conocían los designios de nuestra organización. Por lo que comenzamos a tocar el timbre y correr sin dejar ningún emisario en la puerta. Llegamos a perfeccionarnos y era imposible que alguien lograra atraparnos, aún en las casas de la esquina, donde teníamos mucho más para correr. Pero por supuesto que todos sabían quienes eran los que anunciaban su llegada, aún no viéndonos. Y allí se dio el prodigio que todos buscaban. Otros chicos, de otras pandillas hacían también la molesta práctica de tocar el timbre y salir corriendo, pero esas veces todos en el barrio llegaron a pensar que era nuestra Logia.
Un día sucedió que David enfermó de algo grave, que mamá no quiso decirme; estuvo mucho tiempo en cama y sin ir a la escuela, por lo que decidimos con Pablo en no salir hasta que nuestro querido camarada se repusiera, pero las lluvias de enojos que venían a casa, a la de Pablo y a la del propio David, demostraron el prestigio de nuestro grupo masónico. Mamá se enojó conmigo al comienzo, pero al ver un día que no había salido de casa y que la señora esa que vino insistía una y otra vez que me había visto por la ventana, comprendió que se trataba de un extraño fenómeno.
Pero David no se mejoró, sino que un día nos llegó la triste noticia de que había fallecido, tan jovencito él. Aunque mamá no me dejó ir donde lo velaban, sí fuimos con Pablo al cementerio el día que lo enterraron; no donde habíamos hecho la aventura, sino otro destinados a los de su colectividad y ¡todo fue tan triste! Decidimos, en honor a nuestro querido David suspender la Logia por tiempo indeterminado. Ramón volvió a ser nuestro amigo, pero ya no hablábamos más de logias, de cofradías, ni de pruebas de iniciación. Tampoco hablamos nunca de David, ¡curioso! Esas cosas que tienen los chicos de no hablar de cosas feas, aunque sé que cada uno de nosotros lo guardaba en el recuerdo y en el corazón.
Los años pasaron. Pablo se mudó con su familia al barrio porteño de Pompeya y nunca más volvimos a verle. Ramón se transformó en médico y se casó con aquella chica rubia, que no es hoy tan mayor como parecía, aunque tampoco es tan guapa como solíamos creer entonces. Yo seguí la dura carrera de las letras y ya publiqué un par de libros de cuentos; también formé mi familia, aunque mi único hijo aún no está en edad de salir a la calle a tocar los timbres.
Sin embargo…
No son pocas las veces que llaman a la puerta y al salir compruebo con desazón que no hay nadie. Yo vivo en una esquina y se puede observar a la perfección hacia las dos calles, pero ni la sombra de niño o adulto que delate al culpable. Me gusta pensar que es la Logia que formamos de niños que aún sigue funcionando en nuevas generaciones. O tal vez el espíritu de David que viene a saludarme, o quizá, el de los que quedamos, que suele salirse del cuerpo cuando estamos distraídos.
La última vez que me tocaron el timbre no salí a ver y sonreí.