EL viejo cementerio
La primera vez que fui a España creo que fue allá por el ’88 cuando contaba no más de diez años. Fui con papá. Su padre (mi abuelo) era asturiano, hermano del padre de su primo José. Y aunque se escribieron durante años, nunca se habían visto. Ya iban siendo hora.
El preparativo fue extraordinario, mis padres haciendo números aquí y allá llegaron a la conclusión que viajaríamos sólo mi padre y yo, para abaratar costos. Partimos en Lan Chile San Pablo, de ahí a Montevideo, pasamos por Frankfurt, Londres y finalmente Barajas, antes de subirnos a otro aparato volador que nos dejara finalmente en el aeropuerto de Oviedo. Vuelo de bajo coste que le dicen. Ya había comenzado a creer que España estaba en el cielo. Pero luego de recorrer medio planeta, culminamos nuestro viaje en el pueblo asturiano que vio nacer a mi abuelo. No exactamente donde se erigen los espectaculares Picos de Europa, no. Ni en el Parque Nacional de Covadonga, ni las costas sobre el Cantábrico, ni la antiquísima Catedral de San Salvador de Oviedo, no, nada de eso, sino en una aldea recóndita cuyo nombre no viene al caso, pero que pueden representar todos los pueblos de los inmigrantes españoles.
En ese preciso lugar conocí al pequeño Tolín, mejor dicho Antolín Aguado Fernández, mi primo. Un chico de mi misma edad que venía de descendencia de su abuelo José, hermano menor de mi abuelo Francisco Aguado Cangas, del que heredé entre otras cosas su nombre. Mientras el tío-abuelo José había peleado en la Guerra Civil, mi abuelo eligió irse a Argentina donde formó una fructífera familia.
Con Tolín, empero, nos sentimos verdaderos hermanos a pesar de las diferencias culturales y las distancias. Tolín, un chico aventurero, me mostró cada rincón de ese pequeño rincón de Asturias y hasta me enseñó el duro arte de andar en burro, algunas palabras “na asturianu” y el bañarnos en uno de los afluentes al sur del Río Nalón. Yo, a cambio, le hablé de cuando conocí en persona a Maradona y de cómo se prepara un buen mate, cosa que fracasé en ambas gracias, pues a Tolín el fútbol no le interesaba y el mate casi lo hizo vomitar. Gustos, que le dicen. Solíamos andar en burro por todas partes. Tolín conocía un sendero que nos llevaba directamente de bajada hacia el río y hasta se metía por lugares ocultos que nunca él mismo se había aventurado a ir antes.
Pero como hermanos que nos creíamos también tuvimos nuestras diferencias.
–¿Sabías que mi abuelo participó en la batalla de Oviedo junto al comandante Ros? –me dijo una vez, ensanchándose de orgullo.
–¿Y ese quién es? –respondí, teniendo en cuenta que la única batalla que yo había oído era la de Las Malvinas. Y la de las pelis en la tele, claro. Tolín me miró como quien ve a un extraterrestre. Se ve que esa batalla fue parte de una tradición familiar.
–¿De verdad que no conoces al Comandante Ros, el defensor de la ciudad de Oviedo en la Guerra Civil? –me interrogó abriendo grande los ojos como margaritas. –La batalla de Oviedo es la batalla más famosa del mundo. Inclusive más que las de Napoleón, de Bolívar y de Sandokán.
–Ah –respondí, buscando yo también algo que contar de mi abuelo. Pero Tolín se me adelantó.
–Tu abuelo huyó a Sudamérica cuando empezó la guerra.
La palabra “huyó” penetró en mis oídos como un puñal en el corazón. Yo sabía mucho sobre el abuelo Francisco, que había trabajado duro para salir adelante como para tirarlo por la borda en una conversación.
–Mi abuelo no huyó nada.
–¡Cómo que no! ¡Se fue en un barco! –me gritó.
Entonces se me ocurrió una mentira, una burda mentira que ni él ni yo creímos al comienzo, pero que yo la sentía como un escudo contra tanta cruel deshonra.
Le dije pues que mi abuelo había sido espía en la guerra, que se fue en barco en tercera clase para que el enemigo creyera que no volvería, pero en realidad retornó una noche en un submarino japonés para estudiar al enemigo, disfrazado de turista australiano. Tolín me miró entre incredulidad y sonrisa, pero tuvo la amabilidad de no contradecirme.
–Pero murió en Argentina –preguntó casi afirmando.
–De eso nada –mentí sólo por orgullo. –Mi abuelo vino muchas veces a Oviedo y murió en estas tierras. Dicen que fusilados por las fuerzas enemigas cuando descubrieron que estaba planeando un ataque sorpresa.
Mi primo se me quedó mirando un rato. No dijo nada. Ahora mi abuelo ya no era un traidor sino que lo había elevado al rango de héroe nacional.
–Yo creí que en Argentina… –dijo por fin.
–No. Sucede que pocas personas saben de la tumba del abuelo. Imagináte, ¡un espía!
–Pues sí –dijo Tolín y ya no se habló más del tema.
La discusión pasó y Tolín y yo continuamos con nuestras aventuras compartidas. Un día nuestros pasos nos llevaron por un sendero ignoto, y creo que él también se sorprendió del hallazgo. Ese día, alentados por el magnífico sol, habíamos decidido ir andando, cosechando moras silvestres y arrojando piedritas en la vera del río cuando de repente nos encontramos en un pequeño y antiguo cementerio. No tendría más de diez tumbas, quizás un poco más, por lo que parecía más bien un cementerio improvisado. Estaban dispuestas por mitades enfrentadas, algunas con formas de media luna en la parte superior, otras con cruces al estilo católico, todas con musgos verdosos, en total abandono, como si nunca aquella gente hubiese tenido seres queridos que lo recordaran. Una de las fosas, la que debió ser la más rica del grupo en su época, estaba ahuecada, como vacía, convertida en montículos de piedra; otra tenía la cruz arrojada sobre sí misma, vencida por el tiempo. Alguna, ya casi sin cruz existente, apenas dejaba ver alguna huella que allí existió alguna vez una sepultura con un ser humano dentro.
–¿Y esto? –me preguntó Tolín como si el asturiano fuera yo y él el turista.
–Pues… –No supe que contestar. Nos acercamos a las únicas hileras de tumbas, recorriendo el pequeño camino del medio que las unía.
–Parecen muy antiguas –observó Tolín. –Tal vez siglos.
–Tal vez –repetí absorto, pero cuando me acerqué vi entre las cruces mal trechas de cemento y piedra algunas inscripciones ilegibles, borradas por el tiempo y en una de ellas, la única que podía leerse el nombre, sólo el nombre, de “Francisco Ag..” y nada más. No tardé más de un segundo en darme cuenta que esa tumba me serviría para mis propósitos de reivindicar la memoria del abuelo.
–Pues sí –dije con solemnidad. –Esta es la tumba de mi abuelo.
Tolín se me acercó con la boca abierta, atónito.
–Entonces es verdad –dijo mientras observaba el sepulcro de mi sucedáneo abuelo y acarició la tumba como si se tratara de un ser querido.
–Claro, ¡vámonos! –respondí apurado para no tener que dar más explicaciones.
–No, espera. Si es tu abuelo al menos deberíamos ponerle unas flores.
–Es que…
–Aunque sean silvestres. Aquí hay muchas margaritas pequeñas.
–Vale –respondí resignado, mientras escudriñaba todas las tumbas con aprensión. El pequeño cementerio había comenzado a inquietarme. Tolín comenzó presuroso a cortar unas florecillas y unas bolitas rojas de unos arbustos que él llamaba acebos; yo también colecté algunas flores, pero estar en el medio de aquellos sepulcros donde alguna vez enterraron personas de verdad, vaya a saber en qué circunstancias, me dio escalofrío. Mi primo trajo un ramillete importante que juntó con mis cuatro o cinco ramitas puso al pie de aquel desconocido.
–Francisco Aguado Cangas descansa en paz –dijo al aire con solemnidad mientras se persignaba. Yo hice lo mismo; luego agregó: –Ahora sí esto parece la tumba de un abuelo.
Observé la única fosa florida en el medio de la aquella desolación y estuve a punto de protestar cuando me di cuenta que donde yo mismo estaba de pie, había otra lápida enterrada. Entonces salté como si tuviera un resorte en las piernas y me puso a un costado. Pronto comprendí que allí también había otro sepulcro hundido. Y más allá otro. Y otro más. Muchos más de lo que consideramos al principio. El antiguo cementerio estaba lleno de tumbas alrededor de donde nosotros estábamos mirando. Más allá, inclusive, había una vieja pared de piedra recostada, vencida, entre la hierba mala y nos dio la pauta de que se trata de uno de los límites del viejo y desvencijado cementerio.
–Oíme, Tolín –le dije. –Tal vez deberíamos irnos. No me gusta esto.
–Oye, que son sólo muertos –respondió el primo.
Pero una vez colocadas las flores, ya no teníamos nada que hacer. Volvimos corriendo. Yo, asustado por lo que habíamos dejado atrás; él ávido de contarle a su padre el gran hallazgo arqueológico-familiar.
–¡Encontramos la tumba del abuelo de Francisco! –dijo entusiasmado.
–¡No digas chorradas! –respondió el tío José.
–¡Qué sí, papá! ¡Sobre el margen del río! Es un cementerio oculto que nadie conoce. Un cementerio de espías.
El tío José miró con aire de chanza a su hijo.
–¡Qué dices! ¡Ese es el cementerio de los fusilados! –aclaró. –El mismo pueblo enterró a sus muertos cuando la guerra. Otros tuvieron peor suerte y… –El tío José miró el racimo de ojos que le observaban, sobre todo de niños y cerró tajante: –No deberíais ir para allí a molestar a los muertos.
Yo tragué saliva; el primo me miró y salió en silencio fuera de la casa. Lo seguí.
–Todo era cierto –dijo consternado con la voz grave. –El abuelo Francisco fue fusilado.
–Claro –respondí, aunque me dio angustia seguir con la comedia.
–Entonces deberíamos poner un cartel que indique el nombre exacto de la tumba –dijo Tolín y entonces supe que la cosa continuaría.
Yo no tenía deseos de continuar con esta farsa, pero por el otro lado no quería inventar excusas y que sospechara que el abuelo, sí, en realidad se había ido a Argentina, murió allí y nunca más apareció por su Asturias. Al día siguiente, apenas desayunamos, salimos con los burros que había en el corral rumbo al viejo cementerio. Él llevaba una bolsa con algunas cosas que me dijo eran necesarias. Un dintel para marcar el nombre borrado del supuesto abuelo, un jarrón para poner las flores de una manera más “presentable” y una serie de pequeños objetos que no supe al comienzo qué significado tenían. Nos montamos a los burros y Tolín me dijo a los gritos para que lo escuchara mientras trotábamos:
–Los muertos tienen que descansar en paz tranquilos. Pero para eso tienen que tener todo lo necesario: flores, fotos, algunos objetos personales…
Llegamos rápidamente y atamos los burros a un castaño que había a unos quinientos metros del camposanto improvisado para que los animales no pisaran alguna sepultura no vista por nosotros. Caminamos en silencio hacia la vieja necrópolis. Allí estaban todas las tumbas como las habíamos dejado el día anterior, como hace muchos años, pero con una de ellas con flores silvestres blancas y amarillas. Tolín sacó un pequeño jarrón de bronce con el brillo ya perdido.
–Toma y trae agua del río –me pidió. Yo fui unos pasos más allá y cuando regresé él ya tenía las flores en sus manos dispuesto a ponerlas en el agua. Luego tomó la bolsa y comenzó a hurgar en ella.
–Mira –me dijo el primo y sacó unos pequeños objetos que no tenía la menor idea qué eran.
–¿Y eso?
–Objetos personales de mi abuelo. Una garrafa de barro que dicen perteneció al abuelo José. Un botón de una vieja camisa de cuando era peque y dos tonterías más.
–Pero se supone que está mi abuelo; no el tuyo ahí –dije y señalé casi con repulsión aquella lejana tumba en distancia y sentimientos.
–Sí, pero mi abuelo era hermano de tu abuelo. Tal vez algunas cosas las tocó o las usó, como este botón –me explicó Tolín. –Él sabrá reconocer cuáles son suyas y cuáles no.
Sus últimas palabras provocaron un escalofrío en mí.
–Y mira… –sacó unas viejas fotos ya ocres por el inevitable paso del tiempo.
–¿Quiénes son?
–Nuestros abuelos. Fíjate ésta.
Había un hombre de bigotes largos y estirados hacia los costados con sombrero gris (al menos así se veía), ojos vivos y apoyado sobre una escopeta. A su lado había dos pequeños, uno de unos diez años, como nosotros, y otro más pequeño que no pasaría los cinco. Seguramente era una jornada de aprendizaje de caza; a su lado un viejo perro blanco y no pude dejar de pensar que ya serían cenizas hacía muchas décadas.
–El peque es mi abuelo –dijo Tolín con devoción y le dio un beso a la fotografía.
–¿Y ese era su padre?
–Sí, nuestro bisabuelo. ¡Qué fuerte! –respondió y se quedó mirando la estampa antigua. –Murió cuando ellos eran niños todavía. Tal vez fue su última foto. Y ese peque mayor era tu abuelo.
Me entregó la imagen y me la quedé mirando sorprendido y extasiado. Tolín sacó otra imagen antigua.
–Esta otra son los dos hermanos solos.
Me entregó la fotografía y había un niño no muy mayor que el peque de la anterior, a punto de llorar mirando hacia un costado, tal vez a su madre, esperando que lo recogiera de esa mesa incómoda donde se retrataban los pequeños; el otro, mi tío abuelo, estaba apoyado, casi caído sobre su hermano mientras la mano de alguien, tal vez una abuela, intentaba detener su caída en el medio del “clic” del fotógrafo.
–Mira esta otra –dijo y me entregó la última foto. Era un chico joven, más bien adolescente, si bien la fotografía era tan ocre como las otras, se le notaba en las mejillas un leve color rojo, a la manera como completaban artificialmente las antiguas fotos. Le encontré un leve parecido a mi padre. Y tal vez a mí mismo.
–Es tu abuelo –dijo Tolín mientras me miraba observar la foto. –Poco antes de que se fuera.
–Y que volviera –respondí como si sus palabras me lastimaran aún.
–Claro, antes de que volviera también, Francisco.
Entregué todas las fotos a mi primo y las volvió a observar.
–Yo creo que esta foto donde está solo estaría bien para dejar.
–Sí –asentí. Hubiera preferido llevármela conmigo, pero decidí seguir la historia esa de que aquel desconocido “Francisco Ag…” era mi abuelo. Tolín me entregó la foto para que yo la acomodara en la tumba desconocida.
–Ya está. Ahora sí descansará en paz –dijo satisfecho. Un viento fuerte que amenazaba lluvia interrumpió nuestro encuentro con el “abuelo” y por suerte el cincel no pudo ser usado para firmar mi cobardía de confesarle la verdad. Regresamos a casa.
Pero llegó el día de la partida. La noche anterior, mientras preparaba las maletas mi primo me dijo:
–No debes preocuparte. Yo le llevaré flores casi todos los días.
–Vale.
–También le traeré agua del río. Después de todo, el abuelo Francisco es mi abuelo también. Vamos, mi tío abuelo, que es casi lo mismo.
No respondí.
No tardé nada en dormirme y ya estaba soñando en estar con mamá en Buenos Aires cuando un estruendo me despertó. Sobresaltado abrí grandes los ojos y miré por la ventana. Un resplandor iluminó la habitación; Tolín dormía profundamente. Me di cuenta que la lluvia era inminente, a pesar del campo estrellado que habíamos dejado horas antes. Puse la cabeza nuevamente sobre la almohada para tratar de dormirme cuando de repente un pensamiento acudió a mí. ¡La foto! Me senté de golpe otra vez en la cama y me di cuenta que la foto del abuelo se empaparía, tal vez se la llevaría el viento o quedaría mutilada para siempre pues la pequeña piedra que la cubría no alcanzaría para protegerla. Entonces me vestí y sin decirle nada a nadie, busqué una pequeña bolsa de plástico para recubrir la imagen y salí con uno de los burros procurando no hacer ruido.
No tardé casi nada, mientras los rayos parecían pasar de un lado al otro por la pradera asturiana; conocía ya perfectamente el camino, aunque esta vez el burro lo até apenas unos metros del viejo cementerio. Ya había comenzado a llover y pronto estaba tan empapado como el campo todo. Me acerqué a paso presuroso hasta la tumba del abuelo y ahí estaba la foto, mojada, pero bien. La guardé en la bolsa de plástico transparente y busqué una piedra más extensa que la sostuviera, acomodé un poco las flores y regresé lo más de prisa que pude a la casa. Allí, nadie había notado mi ausencia, pero cuando entré a la casa me topé con la tía Pili que alertada por el trote del burro se levantó a ver. Nos encontramos en el comedor de la casa. Me miró con aire de preocupación.
–¿Adónde ha s ido? –me preguntó por lo bajo.
Me encogí de hombres sin animarme a decirle nada.
–¿Al cementerio de los fusilados? –preguntó entonces.
–La foto. Iba a estropearse –respondí. Ella se mordió el labio inferior.
–Ven, pescarás un resfrío si no te secas. –Entonces me llevó al baño y con una toalla me secó pacientemente. Luego me dio otro pijama, me regaló un beso en la mejilla y me acompañó hasta el cuarto.
Al día siguiente partimos. El encuentro con mamá fue tan emocionante como la despedida de Asturias con lágrimas. Pronto los días se fueron sucediendo y con ello las actividades cotidianas nos fueron ganando, aunque el recuerdo de la familia cerca del río Nalón estaba muy presente en cada conversación, en cada recuerdo.
El tío José escribía de vez en cuando y dentro venía unas líneas esperadas del primo Tolín, que yo respondía con alegría. Le contaba sobre Argentina, la lluvia y la estrella aquella que descubrí en medio del cielo, no tan luminoso de mi ciudad. Él me contaba, sin excepción sobre los arreglos de la tumba del abuelo Francisco.
“–¿Sabes? –me escribió en una de sus cartas. –Se me ha ocurrido pintar de blanco la tumba, pero papá me dijo que las tumbas no se pintan. Entonces la hemos pulido y ha quedado muy bien. Ya no parece una tumba antigua. También le hemos cincelado por fin el nombre completo. Ahora puede leerse Francisco Aguado Caldas con todas las letras.”
Yo suspiré.
En otra me escribió:
“–Papá le ha hecho una pequeña bóveda al costado para poner la foto y que esté libre de las inclemencias del tiempo. Tiene cristal y todo y ya nadie diría que se trata de un viejo cementerio, a no ser por las fosas de sus compañeros”.
Y otra:
“–Ayer hemos ido con papá y mamá a rendir un pequeño homenaje al abuelo Francisco. Mamá llevó al párroco del pueblo que dijo unas palabras. Te hubiera gustado estar aquí”.
–¿Papá? –le pregunté a mi padre que estaba leyendo el periódico en un sillón junto a la ventana. –¿Hace cuánto qué murió el abuelo?
–¿Mi papá? Pues… –Hizo que pensaba y largó una fecha que tenía bien aprendida en su cerebro: –En 1969.
Sin embargo, su respuesta tardía despertó lúgubres sospechas en mí.
–¿De qué murió?
–Estaba fuerte como un roble, cuando de repente comenzó a sentirse mal y se desplomó. Un ataque al corazón.
–Repentinamente… –pensé en voz alta. –¿Y lo enterraron en…?
Mi padre me miró ya con recelo, como si hubiera tocado el dedo en la llaga, como si escondiera algo.
–¡Qué clase de preguntas estás haciendo, Freancisco!
–¿Es un secreto? –pregunté maliciosamente.
–¡Cómo va a ser un secreto! Todo el mundo sabe que el abuelo está en el cementerio del barrio.
Mi padre me miró extrañado, pero me animé a hacerle la última pregunta:
–¿Papá, por qué el abuelo huyó de su pueblo en la Guerra Civil en vez de quedarse con su familia a luchar?
–¡Qué decís! –se quejó papá. –El abuelo se vino por el ’31 y la guerra comenzó en el ’36. Además, sucede que era el mayor de los hermanos y tuvo que salir a buscarse la vida. Fue quien mandaba dinero para que su familia viviera un poco mejor. Eran años muy duros para España, sobre todo después de la Guerra Civil que hizo tanto daño a todos. Pero papá, cuando la guerra, ya estaba casado y con hijos. Sólo él sabe lo que sufrió no poder ir...
Luego mi padre se quedó con la mirada perdida, tal vez recordando viejas conversaciones con su padre.
Pero sus palabras no me trajeron tranquilidad y por eso le envié una carta urgente al primo.
“Hola Tolín:
Te escribo con premura. He descubierto otros secretos del abuelo Francisco. Ya sabes que era espía. Debes cuidar ahora más que nunca su tumba. Parece ser que dentro de su trabajo hubo impostores que se hicieron pasar por él. Hasta hay una persona que vino en su lugar y ocupa su lugar en tumba en Argentina con su nombre. No sé, todo es muy extraño. Hasta papá cree que es su padre.
Dales saludos a los tíos. Un abrazo para vos.
Francisco”.
Sobre una historia que fue real, es decir un accidente en moto que acabó la vida con un joven, saqué este relato que termina siendo una broma pesada, mejor dicho una historia donde el terror te calará los huesos. Lleno de ocultismo y burlas, un muchacho se burla de un compañero del instituto por considerarlo un desastre. Pero este esotérico compañero, al que la burla general le llama “Robinson”, por parecerse al náufrago inglés que vivió en una isla desierta, buscará la venganza.