El hombre de arriba

 

 

Ix caminó por la tierra irregular y divisó a los lejos a uno de los terrícolas. Era extraño, aunque podría asegurar que se trataba de lo que los estudios llamaban “humano”. Tenía unos objetos en la mano y enseguida Ix supo que se trataban de una de esas herramientas rústicas, muy rústicas, que solían usarse hace milenios. Ajustando su aparato traductor se acercó al individuo de esa especie, ¡tan parecida a la suya!, y levantó su mano en señal de amistad.

Manolo dejó de arreglar el arado cuando vio venir a aquel tipo con ropas tan extrañas. ¡A quién se le ocurre vestirse de plateado con el sol que hay!, pensó, ¡pero con estas modas nuevas!

–Buenos días, buen hombre –dijo en un acento neutro de esa región de la Tierra.

Manolo levantó los ojos, miró de arriba abajo a aquel tipo y saludó con la cabeza. ¡Ya estaba hasta los cojones que le quisieran venderle algo! ¿Acaso no veía que estaba trabajando?

–Acabo de llegar a la Tierra. Mi nombre es Ix y vengo en son de paz –dijo el extraterrestre y lanzó una de sus mejores sonrisas al labriego. Manolo pensó:

Todos dicen lo mismo y después antes de que te des cuentas te venden una cuenta de teléfono móvil.

–Vengo de arriba, del cosmos. ¿Podría indicarme el camino a la O.N.U.?

–¿Omu? –creyó entender  Manolo.

–O.N.U.

–¿Olu?

–O.N.U. Organización de las Naciones Unidas.

–…

–Los que mandan en este planeta.

¿Los que mandan? Entonces Manolo señaló con su brazo hacia el costado. Seguro buscaba el ayuntamiento, aunque el Pepe no vendría hasta las diez. ¡Ya se sabe cómo le gusta dormir al alcalde! ¡Más los lunes! Manolo vio alejarse al extraño que sacaba un aparato de luces muy coloridas. ¡Lo dicho! ¡Un móvil!, pensó, mientras Alcira, al nieta se le acercó.

–¿Quén foi, avó?

–Un portugués –respondió Manolo y siguió con el arado.

Ix se acercó a las casas bajas donde le había indicado el amable terrícola. Después de todo, se dijo, esas gentes no eran tan hostiles como había pensado.

Allí había más edificaciones, casi todas de piedras y no se notaba un mínimo indicio que le dijera que habían evolucionado. También halló otros seres que lo observaban con curiosidad. En la puerta de un edificio que indicaba con un cartel y que Ix pudo traducir en su máquina de mano como “Ayuntamiento” el pequeño grupo de hombres y mujeres miraron sorprendidos al visitante que se acercaba con ropas tan extravagantes. Pero ya se sabe que cómo son los de la ciudad, siempre les gusta andar a la moda y ¡vaya saber cuál era la novedad por París en estos tiempos tan locos!

Solo la pequeña Sira, que se leía todas las revistas que su pai le traía de Celanova no reconoció ese traje como ninguno de los visto, le preguntó a su madre por lo bajo:

–¿Hoy es carnaval, nai? –. Y Francisca, la madre, frunció la boca y se encogió de hombros.

–Buenos días, mujer –le dijo Ix. Francisca apretó a su hija contra sí. –¿Aquí es la O.N.U.?

Francisca no respondió, pero fue el Abel quien se le acercó al ver la inminencia del peligro.

–¿A quién busca? –le preguntó en tono agresivo, pero sin exagerar, no sea que venga de parte de…

–¿Usted es el que manda?

El Abel tragó saliva. Tampoco era forma de hablarle así, despectivamente, haciéndole sentir que era sólo un pinche. Que si le preguntaba a cualquiera iba a ver que hacía más cosas siendo secretario que el propio Pepe.

–El señor alcalde está en asuntos muy importantes –dijo. –Tendrá que esperarle. Debe estar por llegar de unas reuniones que tiene con el… –no quiso terminar la frase, no sea que aquel hombre viniera precisamente de parte de…

–¿Quién es? –le preguntó Hilario por lo bajo, mientras Ix se ponía a un costado a esperar al que manda.

El Abel se encogió de hombros, pero calculó que ese lo mínimo, de A Coruña.

Ix manipuló una y otra vez su aparato traductor para mejorar su lenguaje, mientras por el camino mejorado venía un hombre en una extraña navecilla, nunca vista por Ix, casi no hacía ruido y tenía dos ruedas y pedales.

El alcalde se bajó de la bicicleta y no dejó de observar al hombre de traje plateado.

–¿Y éste? –le dijo por lo bajo mientras se desmontaba a su secretario, el Abel.

–Te busca.

El Pepe ató la bici a un árbol con cadenas, y si bien es verdad que en un pueblo chico no hay ladrones, todavía no apareció la que le desapareció la semana pasada en la puerta del bar. Y eso que le había puesto el señor del Ayuntamiento.

–¿Sí? –le dijo acercándose al extraño.

–¿Usted es el que manda?

–Bueno, es una forma de decir –dijo Pepe, el alcalde.

Ix sonrió. Yo vengo de arriba.

Entonces Pepe comprendió la importancia de la visita.

–¿De la capital? –se animó a preguntar.

Ix sonrió divertido por la ocurrencia.

–No, de más arriba.

¡Madrid!, se dijo Pepe y se puso lívido.

–Pero sin anunciarse, señor –se excusó y trató de limpiarse los ojos para despejarse. –Normalmente se dan cita o me llaman por teléfono.

Ix no entendió el concepto.

–¿Quién es usted, señor? –se animó a preguntar.

–Ix –respondió sonriendo Ix.

Pepe agudizó su oído, pero por más que era capaz de oír el aleteo de una mosca, no entendió la rara expresión de los labrios del visitante.

–Perdón, ¿me repite su nombre?

–Ix –volvió a decir el hombre de arriba con la misma sonrisa inmutable de siempre.

–A ver, tú, Abel, ¿le entendiste a éste?

Abel arqueó sus labios. Sacó un papel y un boli y se lo entregó al visitante.

–Si el señor es tan amable de escribirlo… –pidió.

Ix sabía que entre los terrícolas, aún existía la antiquísima forma de la escritura. Sacó su máquina lectora de culturas y dibujó en el papel la letra I y la x para conformidad de los funcionarios terrestres.

El Pepe fue el primero en ver los signos. Luego contempló al visitante con extrañeza. Le dio el papel al Abel, a ver si era capaz de descifrar la escritura.

–Pa´mi que es número romano –dijo el Abel. Miró y remiró el papel. –Sí, es número de esos romanos que hay por ahí. Yo creo que es el 9. ¡O el 11! No, no. El 11 tiene la equis pa´ allá y ésta la tiene pa´cá. Para mí es el 9.

Entonces Pepe comprendió la gravedad del asunto. El Nº9 estaba ante sus ojos. Lo que no comprendió fue el Nº de 9 de qué? El Nº 9 de alguna Logia ultrasecreta como esas que había cientos. El Nº 9 del gobierno nacional. El Nº9 del Deportivo Ourense, que dicho sea de paso no le metía un gol ni al arco iris y el Ourense había bajado de categoría. ¡Otra vez! Pero aquel extraño hombre no tenía pinta de futbolista. En realidad no tenía pinta de nada que él conociere. Pero estaba ahí, ante sus ojos, vestido con un traje estrafalario. Tal vez para pedirle explicaciones sobre la fiesta de cuando asumió, pero el Pepe juró y rejuró al que quisiera escucharle que no sabía nada de esas chicas del “strip tape”, al menos antes de ir. O qué hizo con el decreto de excepción de plantar pinos en las zonas de los castañares. O cuando fue la denuncia de que un jabalí le comió la huerta a la Ignacia, y cuando fueron a por él, él se antepuso por eso de la protección de animales. Y que si luego lo hizo asado era para que no sufriera más, pobre animalito. Ya se sabe lo duro que son los jueves con estas aves de rapiña. Ya vería que respondería a todo eso.

–Pase por aquí, señor… Nº9 –le pidió.

–Muchas gracias –dijo Ix con la sonrisa habitual. Entró a una de esas viviendas originales de piedras que tenían en el lugar, analizándolo todo con un pequeño sensor de mano. Se sentó a una tabla de madera sobre unas patas que allí llamaban silla y ese Abel se sentó a un costado mirándolo con curiosidad. Las demás gentes se quedaron afuera, aunque no le perdieron ojo hasta el instante que entró.

–Siéntese, por favor –dijo el alcalde. –¿Quiere beber algo?

Ix no entendió al comienzo, pero después llegó a la conclusión que beber era una de las antiguas formas fisiológicas que tenían los humanos de calmar la sed y equilibrar el organismo. También era una forma social de intercomunicarse.

–Sí –dijo y al alcalde le tomó de sorpresa la respuesta tan tajante.

–¿Qué quiere?

Allí Ix volvió a dudar. ¿Qué se bebía en ese planeta que no fuera ese líquido transparente que había visto en lagos, ríos y fuentes?

–Lo mejor que tenga –dijo.

Pepe miró a Abel y dijo entonces:

–Trae el Napoleón.

“¿Napoleón”, pensó Ix. El nombre le sonaba, entonces buscó en su aparato múltiple y supo “Napoleón, Bonaparte, emperador de Francia”. ¿Es que esta gente pagana se bebía a los emperadores? Él no sería quien rompiera la tradición si es que eso hacía feliz a los terrícolas.

Ix se quedó en silencio esperando el líquido; el alcalde mientras observaba sin perder de detalle a ese extraño hombre, clavado en el asiento como una estaca, esperando que se sirviera decir algo.

–Aquí está –dijo Abel, puso el vaso ante Ix y se sentó a su lado.

Ix observó ese brebaje. Ni siquiera era incoloro como el que había visto, más bien tenía un color amarillento u ocre. Lo cogió y lo observó un momento, calculando de qué río podría ser, o del Emperador machacado, luego lo bebió despacio, saboreándolo y buscando el resto del desdichado hombre, pero no, la primera impresión que le dio fue que le picaba el paladar bastante. Demasiado, mejor dicho. Reconoció cebadas y otras hierbas en el contenido. Nada de muertos. Cuando lo acabó miró y sonrió nuevamente al alcalde.

–Usted dirá –dijo Pepe dejando escapar un suspiro.

Ix sacó el traductor automático y aunque entendió cada palabra no comprendió el significado.

–¿Qué diré? –preguntó, mientras un ardor había comenzado a aparecerle en la boca del estómago y un leve mareo le incomodó un instante.

–Pues… –Pepe miró a Abel sin comprender. –Usted dirá a qué habrá venido, señor… 9.

–Ah, eso sí. He venido en son de paz –dijo.

Pepe encontró significado enseguida a esas enigmáticas palabras: no hablaría entonces del dichoso decreto ni de la fiesta. Lo dejaría pasar como un manto de piedad que le arrojaba sobre la cara.

–Muy bien, muy bien –respondió más relajado.

–Mi gente y yo queremos instalarnos en su tierra –dijo entonces Ix.

En ese preciso instante, en un microsegundo, Pepe entendió todo. El Nº9 no era otro que aquella familia del que le había hablado una vez Ramón, aquel concejal del partido contrario que le dijo que tenía unos primos que querían comprarle el granero para montar un chiringuito de no sabía qué.

–Ahora entiendo –dijo Pepe sonriendo. –Usted quiere instalarse en el pueblo, ¿es verdad?

Pueblo. Planeta. Mundo. Al fin y al cabo, todo responde a lo mismo.

–Eso es. Mi gente y yo.

–Pero yo ya le dije a… su gente… que eso es imposible. No tenemos lugar aquí para montar nada.

Ix miró con extrañeza al representante de la O.N.U. Después de todo, no fue el mejor para convencer al funcionario de las mejoras que tenía para el mundo, como la energía no contaminable, la producción alimentaria sin riesgos de extinción de las especies y tantas otras cosas que podría mejorar el hábitat. Pero bueno…

–Aunque ya tengo su respuesta –insitió Ix –quisiera hacerle saber que los beneficios que su tierra obtendrá por venirnos nosotros aquí, será muy convenientes para vosotros.

–Sí, sí, ya sé –respondió el alcalde mientras se incorporaba. –Todos los que han venido a instalarse dijeron lo mismo. Pero créame, no necesitamos nada. Además, eso del soborno… Si me disculpa… –y de repente Pepe se puso de pie.

Ix entendió que tenía que marcharse.

–Agradezco su amabilidad… –dijo mientras se incorporaba y sintió las piernas pesadas.

–¡Que acento más extraño! –dijo el Abel cuando Ix salió.

–Sí. Acento y ropaje –rió el Pepe. –¡Número 9! ¡Este menos del 40 no baja!

–Yo creo que era argentino –concluyó el Abel.

Al salir Ix las paredes le parecieron moverse. Los humanos que estaban en la puerta, aún permanecían esperando que saliera ese funcionario de vaya a saber dónde era y parecían balancearse ante sus ojos.

Sin hablar con nadie, y trastabillando salió por el mismo camino del que había venido. Fuera de la aldea, con decepción buscó la balandra voladora en la que había llegado, pero antes, a lo lejos vio venir a alguien montado en una navecilla como la de aquel Pepe.

–Oiga usted –le dijo el extraño. La navecilla traía las letras inconfundibles de “propiedad del Ayuntamiento”.

Ix lo esperó con la sonrisa de siempre, pero sin alegría.

–¿Quién es usted? –le preguntó el extraño.

–Vengo de arriba –respondió Ix.

Entonces el chico sacó una navaja y dijo con la voz más amenazante que pudo, mientras le observaba ese extraño aparato en la mano y esa ropa que parecía tener hilos de plata:

–¡Esto es un atraco!

“Atraco”, midió Ix en su traductor. Atraco o Asalto. Era el que hacía Atila con los hunos en los campos del Asia y oriente europeo. “Tomar por asalto”. “A salto pelado”. “Asalto, robo, hurto, despojo, atraco, latrocinio, abuso, rapiña, depredación, choriceada…”.

 

           

Ninguno de sus compañeros en la nave entendieron por qué Ix volvió borracho y en pelotas, pero lo cierto es que no regresaron nunca más a ese extraño planeta. Tal vez algún otro mundo de alguna galaxia lejana estaría dispuesto a compartir sus avanzados conocimientos.

 

 

           

El caserón de la calle Belgrano
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