La broma

 

 

 Aquí estoy.

Debo admitir que el hombre es un conjunto de voluntades racionales e irracionales, donde las primeras no siempre suelen controlar a las segundas en muchos casos. Por eso llegué a donde llegué. Y por eso mismo como comenzó exactamente la broma no lo sé. Tal vez fue un viejo rencor a Robinson; o mi enjuiciable costumbre a hacer bromas imbéciles y de mal gusto. O... no sé.

   Mi última pelea con Robinson fue, precisamente, la reiteración de pronunciar este nombre que mi ex amigo usaba como mote impuesto en los días finales del bachiller. Su nombre verdadero era Daniel Delfoe, exactamente igual que aquel legendario escritor inglés de la novela de aventuras Robinson Crusoe. Pero como si esto fuera poco, Daniel era adicto a las ciencias ocultas y solía vestirse de manera extraña, más bien informalmente, rallando con lo desalineado. No obstante, como si fuera necesario decirlo, era una muy buena persona. Pero el hecho de vestirse de tal manera, provocó en mí la idea de que se parecía al personaje abandonado por la suerte en la isla desierta y con el característico ingenio de bromista, comencé a llamar a mi amigo, en presencia de todos, con el triste y grosero mote de “Robinson”. Esto provocaba grandes carcajadas entre mis compañeros, lo que me alentaba a seguir con aquella burla, y una vergüenza violenta en Daniel. Pero una vez arrojada la idea, ésta ya no pudo volverse atrás, y cada vez que Daniel aparecía con su aire de “raro” en su manera de vestirse, alguno de mis compañeros advertía que venía “Robinson” con sorna y todos a reír. Un día, como represalia a tantas brutalidades a su espíritu me entregó un paquete y me dice lleno de ansiedad:

   –Un presente.

   Sin esperar a que lo abriera entre todos mis compañeros, se va sin decir más. Abro el paquete y no era otra cosa que una soga. Todos comenzamos a reírnos con ganas ante tal ridícula broma.

   Con el tiempo, fui avergonzándome de mi ocurrencia, en definitiva broma de chaval inmaduro que busca llamar la atención entre sus amigos tan inmaduros como uno. Pero lo cierto es que, no me hablé más con Robinson... digo, con Daniel.

    Sólo un día, años después de terminados los días de la adolescencia y la escuela, nos encontramos por casualidad en el autobús y cuando lo fui a saludar, me dio vuelta la cara sin mayores miramientos, lo que me hizo recapacitar sobre años de dolor y vergüenza atribuidos a mi cruel chanza. Él vivía con sus padres en la avenida Uriarte, la que divide la ciudad de Bánfield de Julio Cortázar con la de Remedios de Escalada del primer tren del presidente Roca, en una esquina muy bella con un inmenso mural en la pared exterior que reflejaba un sistema solar, de tipo astrológico, muestra de su interés por lo esotérico. Y a pesar de que el buen tino aconseja poner unas barretas de hierro o cemento para en caso de accidente de coches no se lastime la casa y en especial el conductor del vehículo, Robinson hacía caso omiso  a esto y dejaba ver su pintura de los planetas en toda su plenitud.

   Yo vivía siete calles más arriba, hacia el Cementerio, por la misma Avenida Uriarte, justo enfrente de una tía de mi ex amigo, la señora Olga, una mujer muy atenta y agradable. Aun así, nunca lo vi venir, tal vez –pensé– para no encontrarse conmigo. Así, durante algunos años no supe nada de él.

   Yo me sentía molesto con Daniel, porque una broma nos había separado, pero consideré que no era tan grave para que lo tomara tan así. Después de todo era una broma de adolescentes. El día del agravio, es decir, el día que no me saludó en el autobús. Decidí seguir mi destino y no darle más vueltas a aquel asunto de chavales. La vida me dio la profesión de contador público. Supe por su tía entonces, que Robinson había estudiado la poco prestigiosa carrera de Parapsicología; también que dos años atrás había muerto su madre y un año anterior su padre, ambos de sendas enfermedades incurables. Entonces allí decidió investigar también el Espiritismo. Mi antiguo compañero había quedado absolutamente solo. Esto me provocó mayor estima y compasión por Robinson a pesar de su rechazo. Su tía me comentó que no quiso venirse a vivir con ella y que el muchacho estaba cada vez más huraño con esa carrera “extraña” (tal fue la palabra que usó su tía). En ese momento pensé que lo mejor era ir a verle. Sin más. Dejar el orgullo de lado y sólo decirle “aquí estoy para lo que necesites”.

   Pero no fue fácil romper ese hielo del primer reencuentro, por lo que no me animé a ir de inmediato. Pero un día pasó algo fortuito a la vez trágico precisamente en su esquina. Cruzo su casa con mi nuevo coche y veo un tumulto en su casa. Me detuve y vi que se había producido un grave accidente. Un chico, alcoholizado, irrumpió a gran velocidad con su moto y se estrelló contra la pared de la pintura, perdiendo la vida instantáneamente. Una desgracia. El accidente se había producido una hora antes y el chico ya estaba en la morgue de la ciudad. Sólo pude ver el gran manchón de sangre en el dibujo destruido, y hasta se vio parte del interior de la habitación de Robinson por la fuerza del impacto. Entonces vi a Daniel, ahora más Robinson que nunca. Tenía una larga barba y una túnica negra que le daba un aspecto insociable y deslucido. Me acerqué para saludarlo y le extendí mi mano, pero él me miró a los ojos, luego echó una mirada despectiva a mi mano y se dio vuelta sin pronunciar palabra, dejándome con el brazo extendido sin más.

   El resentimiento con el que me subí al coche fue indescriptible. ¡Quién se creía qué era! Durante varios días recapacité sobre este hecho y llegué a la conclusión que Robinson estaba loco. No merecía la pena seguir dándole vueltas al asunto. Dejando de lado el tema (pero no olvidándolo), pasaba cada día por la puerta de su casa, camino obligatorio para ir a Buenos Aires a mi trabajo. Vi que a los pocos días su pared, la que alguna vez tuvo el sistema planetario, estaba reparada. También vi al propio Robinson retocando con mucha paciencia la pintura y dejándola más reluciente que nunca, agregándole unas estrellas y unos símbolos extraños. Así lució la calle durante unos días. Sin embargo, poco después, cuando pasé en mi  viaje habitual hacia Capital, vi que el propio Robinson rasqueteaba con violencia la pintura y revoque haciéndola desaparecer. Días posteriores unos albañiles reconstruyeran todo como antes. Si esto era extraño, mucho más fue lo que vino a los pocos días. Unos obreros tiraron abajo la pared completa con picos a los tres o cuatro días de terminada la nueva pintura. Me detuve a unos metros al pasar y observar ese extraño espectáculo; allí mismo vi al propio Robinson dando instrucciones, gritando. "¡Aquí, aquí!”. A los días, dos paredes en forma de un codo, pero hacia dentro de su casa quedó de manera poco arquitectónica pintadas de un gris pálido sin ningún dibujo y afeando aún más su casa, que no era precisamente la belleza del barrio.

   Poco después, supe por su tía, que el motivo de aquella extraña faena estaba dada porque en la pared reparada se había filtrado la sangre del desgraciado muchacho estampado contra la casa. Que Robinson había intentado por varias vías luchar con las filtraciones, pero que éstas volvieron una y otra vez. Si tenemos en cuenta lo húmeda que es Buenos Aires y que la mayoría de las casas tienen problemas de este tipo, nada hay que comentar; pero en el caso de un obsesionado parapsicólogo, donde una de sus materias primas son las almas en pena y la superchería, es casi lógico que se desespere por tirar la pared abajo cuando una mancha de sangre florece. Me contó también su tía Olga que uno de los intentos de hacer desaparecer la sangre fue llevar uno de esos médium a su casa y juntos intentar comunicarse con el chico muerto, sin ningún resultado, como era de suponer.

   Pasaron dos años del accidente y Robinson decidió tirar la pared abajo definitivamente, cortando en diagonal el rincón de su cuarto, dejando en su lugar un pequeño jardín a la vista, dando por terminado así el tema de las filtraciones de sangre.

   Pensé que Robinson estaba más loco de lo que parecía a simple vista.

   Un día pasé habitualmente con el coche y lo vi de pie mirando hacia ningún lado, esperando que pasara el tráfico y cruzar la avenida. En un acto instintivo detuve mi coche y le pregunté:

   –¿Te puedo llevar a algún sitio?

   Robinson se agachó para ver de quién venía ese favor por la ventanilla y mostró su barba más larga que nunca y sus ojos sin expresión; al reconocerme, dio un fuerte golpe en el techo del coche y se fue reproduciendo insultos al viento, lo que motivó en mí una fuerte cólera contra ese loco, contra la situación y contra mí mismo por la ocurrencia de querer acercarme a un loco.

   –¡Ya está bien! –grité al aire.

   Y como se vio intenté acercarme por varios caminos al viejo colega, pero su resentimiento hacia mí era tan fuerte que no se diluyeron en con el paso de los años, sino al contrario, parecieron intensificarse. Pero esta vez sucedió también en mí un sentimiento de rencor hacia Robinson que una vez fue mi amigo y mi compañero del bachiller. Pasaba todos los días por su casa, y no podía mirar de soslayo la esquina que otrora fuera el rincón más pintoresco del barrio, sin que mi animosidad fuera en aumento, aun sin ver nunca al oscuro personaje. Un día pusieron un semáforo precisamente en esa esquina de mis pesares, y como es lógico muchas veces estuve obligado a detenerme. Observaba su casa, cada vez más deteriorada, pero nada del rencoroso muchacho huraño. Hasta que un día, justo cuando estaba detenido con el semáforo en rojo, salió con su barba más larga que nunca, con un abrigo negro a pesar del día primaveral, el cabello largo y una figura bastante... diría yo, siniestra. Pero me pareció verlo triste; se me ocurrió que tenía pocas personas por la que miraban por él, aunque tampoco permitía que se le acercaran demasiado así. Imaginé incluso que tendría mal olor. Lo miré mientras pasaba, y sus ojos fríos chocaron con los míos hasta que el semáforo puso nuevamente la luz en verde y debí seguir mi camino. Sentí empero sus ojos de pez en mi nuca. Luego de recorrer cien metros con mi coche miré por el espejo retrovisor y ya no estaba aquella figura lúgubre. Lejos de mostrar compasión por él esa vez, se me ocurrió el deseo infrenable de hacerle otra broma. Una broma, que más que de diversión, fuera de venganza por tantos desprecios realizados contra mi persona.

   Repito: el hombre es un conjunto de voluntades no todas comprensibles para el resto de las personas, ni tampoco para uno mismo. Lo cierto, entre estas voluntades irracionales, es que sentí un enorme y maquiavélico deseo de jugarle una gran broma, la peor broma de su vida.

  Ese día me levanté con todo delicadamente planeado. Le enviaría a Robinson una carta anónima hablándole de aquel ya olvidado accidente del muchacho de la moto. Ya no brotaba la sangre seca por las paredes y la humedad no causaba esos inquietantes estragos. Ya nadie recordaba tampoco aquel lejano accidente. Salvo yo. Nada haría sospechar entonces en mi persona. Medité mucho el texto antes de enviárselo y finalmente escribí:

 

Estimado Desconocido: tengo el deber de informarle que algo malo ronda cerca de usted. No sé su nombre, ni conozco su persona; sólo le digo que se debe cuidar. Por ahora no puedo darme a conocer, pero por mis profundos estudios de espiritismo puedo decirle que alguien ronda detrás de su persona y está muy disgustado. Pronto sabrá de mí.

 

   No puse ni fecha, ni lugar, ni firmé la carta. La envié desde un correo de Buenos Aires y a los pocos días veía como Robinson revisaba su buzón en forma puntual diariamente. Disfruté en silencio de mi broma. Muchas veces solía pasar en mi tiempo libre con el coche y llegué ver al desdichado, sentado en un banco en el jardín junto al buzón.

   Al pasar varios días y no ver ya a Robinson, pensé que era el momento de una segunda carta.

 

Como le dije: un alma en pena gravita por su casa y por su persona. Veo un aura detenida en el tiempo que clama justicia, precisamente donde comienza su jardín. Alguien parece haber muerto allí. Intentaré comunicarme con el aura y luego le informaré.

 

   Esta vez lo veía correr cada mañana a buscar cartas. Alguna vez lo vi discutir con el cartero pidiéndole que buscara bien en el fondo de su bolso, obligándole a mostrarle el interior para cerciorarse que efectivamente no había carta para él. El cartero llegó a temerle. Esto provocaba en mí una sonrisa,  pero como no debía detenerme con el coche para que no sospechara no podía disfrutar a pleno de mi ingenio y de su obsesión. Su tía me contó que un extraño le enviaba una carta, que no sabía de qué era, pero que tenía sin dormir a su sobrino. Que muchas veces se levantaba cuando aún no era de día y se quedaba sentado en la fresca al lado del buzón, para lo que primero dibujaba con tiza blanca un círculo a su alrededor para que no entrara dentro malos espíritus.

   –Si esto continúa así, Daniel terminará muy mal –me dijo.

   Dejé pasar tres semanas y por fin envié una nueva carta donde sólo ponía:

 

Hablé con un hombre joven. Murió en un accidente allí mismo donde están las flores. Está muy disgustado con Ud.

 

   Imaginé la angustia de Robinson. Llegué a pensar que ya estaba bien con la broma en represalia por tantos apremios causados en mi orgullo. Sin embargo, esta vez no sucedió lo esperado. No sé si se dio cuenta de que algo extraño sucedía, pero me enteré que hizo un par de sesiones de espiritismo invocando al desdichado muerto y nada más. Nunca más lo vi correr detrás del cartero, ni siquiera acudir al buzón en busca de una nueva esquela. Hasta lo vi cortarse su fea barba y vestirse más alineado. Incluso su tía me dijo que lo veía más relajado y tranquilo. Me sentí decepcionado; sentí que la broma ya no tenía gracia y debía actuar de inmediato.

   Fue entonces que decidí mandar otra carta hace tres días.

 

Querido Desconocido: te mando una nueva carta para contarte exactamente lo que sucedió. Fue hace pocos años, un joven motociclista, perdió el control de su moto, se subió a la acera y su vehículo y cuerpo fue a dar contra la pared de tu casa. Si hubieran estado las barretas de contención, el joven estaría  entre nosotros ahora. Pero su egoísmo de no querer tapar un dibujo esotérico provocó esa muerte innecesaria. Por más que haya cambiado las paredes para que no se exprese con su sangre, él está aquí y no se irá hasta que su odio se vea aliviado con un acto de justicia. Usted, y solamente usted, desconocido, podrá hacer que esta alma en pena se vea aliviada de su sufrimiento. Pronto le diré cómo.

 

   Ese pronto no llegó nunca. Al día siguiente de recibida la carta, pasé como es habitual por su casa y vi muchísima gente frente a su puerta. No pude evitar detenerme. Como un zombi ingresé, como muchos curiosos, al interior de la casa. Creo que presentí el final. Robinson aún estaba colgado en su cuarto.

   Unos vecinos subieron en una pequeña escalera y bajaron el cuerpo del pobre desgraciado que había puesto fin a su vida por propia voluntad. Observé un pequeño papel en el piso que sólo ponía:

 

Lo hice por mi propia voluntad porque no pude soportar la muerte de aquel muchacho que murió por mi culpa.

 

   La noticia me heló la sangre. Me llevé la mano a la boca horrorizado. Me limpié un sudor frío que acudió a mi rostro, pero bajé las manos de inmediato para que nadie sospechara de mi culpa. Un miedo incontable a ser descubierto se apoderó de mí. ¡Yo era el asesino de aquel muchacho! Sentí una mano en el hombro que me hizo saltar violentamente. Era la tía de Robinson. Me miró e intentó sonreírme desde su tristeza.

   –¿Ya se enteró?

   –Sí, sí –balbuceé. –De casualidad. Pasaba por aquí.

  –¡Pobre Daniel!

   –¿Usted también pasaba por aquí? Porque parece que fue reciente.

   –No se imagina cómo me enteré. –Sus ojos denotaban sorpresa. –Sentí una frenada de motocicleta muy brusca y cuando salí un joven con la cabeza ensangrentada sobre una moto me dice: “Daniel está muerto”.

   Comencé a sentir náuseas.

   –Salí corriendo a hablar con el muchacho, pero no me va a creer, desapareció. No pude ver si dobló en la esquina, si fue hacia la derecha o la izquierda o simplemente se volatilizó en el aire. ¿Parece increíble, verdad? ¡Pues es como lo oye! Además...

   No pude oír más. Me temblaban las piernas; un frío intenso corría por mi espina dorsal. La mujer dejó de hablarme y comenzó a observarme con aire preocupada. Fue a tocarme la cara porque me puse pálido, pero saqué su mano con violencia y comencé a correr hacia la calle. Escapé del lugar sin querer oír más. Todo allí me daba remordimiento y sobre todo... un terror indescriptible. Como pude me metí dentro del coche y con estremecimiento conduje a casa y estacioné el vehículo torpemente en la puerta. Corrí hacia dentro y con una desesperación sobrehumana cerré las puertas y ventanas con llaves y cerrojos, corté el teléfono, encendí todas las luces, a pesar de que era de día. Y esperé...

   La noche tardó en llegar y contemplé el oscuro crepúsculo por un ventiluz, aferrándome a un último rayo de sol. Pronto comenzó a soplar una leve ventisca que se transformó en un viento insoportable. Me senté en una silla observando fijo hacia el exterior por el único ventiluz que había, ya que puertas y ventanas estaban cerradas. Los ruidos naturales de la calle cesaron y el silencio se apoderó del escenario.

   De repente, un ruido lejano de una motocicleta comenzó a acercarse. Tratando de no desmayarme de la impresión agudicé mis sentidos y de donde pude me paré y me acerqué tembloroso a una de las ventanas cerradas para oír mejor. La frenada me heló la sangre. Sin ver la escena supe de qué se trataba. Pronto un golpeteo en la puerta como de alguien que quiere abrir me sacudió mis fibras más íntimas. Haciendo un esfuerzo sobre humano, abrí la puerta de repente y allí me encontré frente a la escena. Dos siluetas estaban paradas ahí en medio de la noche. Una con el rostro desfigurado sangrando y la otra figura pude distinguir a un hombre desañineado, con un abrigo negro desarreglado con una soga al cuello. Tieso de terror cerré los ojos instintivamente esperando un ataque que no ocurrió. El momento fatal e inaudito de la muerte debió esperar un poco más. Abrí los ojos y me encontraba solo, frente a la oscuridad, frente al silencio. No pude evitar un vómito que me dobló en dos.

   Sí, el hombre es un conjunto de voluntades raciones e irracionales, pero éstas nos mueven indefectiblemente hacia nuestra fatalidad. Y aquí estoy. Esperando mi destino final. Miro una vez más afuera y la nada invade mis ojos. Sin embargo, algo hay en el ambiente. Aquí está el rencor de Robinson por tantos años de cruel sufrimiento, por tantas bromas sin sentido. Luego de terminar de escribir esto para quien quiera leerlo y entender los motivos de porqué hago lo que hago, voy a buscar la soga que una vez me regaló Robinson y ya mismo me dispongo a pagar mis deudas.

 

El caserón de la calle Belgrano
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