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El código genético de los huevos de chocolate

A la misma hora, el avión procedente de Bucarest sobrevolaba la ciudad buscando un hueco donde aterrizar. Nadia miraba satisfecha a través de la ventanilla. Pocas veces había tenido tantos deseos de dejar atrás su patria y regresar al laboratorio. Había querido explorar la posibilidad de volver a trabajar algún día en su país, y huelga decir que se había equivocado. Aquella gente no estaba preparada para investigar. Le habían venido con músicas celestiales, incluso con un cargo importante en el Ministerio. Pero aquello era soñar despierto. No existía una masa crítica y era imposible crear una investigación de nivel partiendo de la nada.

Cuando entró en el vestíbulo del Instituto eran casi las diez de la mañana. Nadia lo atravesó decidida arrastrando la maleta de ruedas, que conservaba aún los adhesivos del vuelo colgando del asa. El conserje se levantó de su asiento como accionado por un resorte, soltando los periódicos que acumulaba sobre las rodillas. Pero ella ni siquiera le vio.

Sacó la llave con la que había conseguido acceso directo a las dependencias del estabulario. Había sido un golpe bajo para Orellana. El encargado, que hasta entonces era el amo absoluto del reino animal, había defendido a muerte su acceso exclusivo como única garantía de control sanitario. Pero había perdido la batalla.

Las ratas se movieron inquietas por el serrín al oír entrar a alguien. Nadia buscó entre las jaulas que colgaban de los estantes. Los hocicos rosados asomaban, curiosos, por entre las rejas. Revolvió todas las tarjetas de identificación. Su nombre no figuraba en ningún sitio ni tampoco el nombre de los ratones knockout. En el extremo de la última hilera de estantes, encontró una jaula que podía ser la suya, marcada con la indicación MF1, pero no había en ella más que cinco animales y ella había pedido veinte; tenía que existir un malentendido. Tendría que llamar y reclamar. Al salir, advirtió la presencia de tres cajas de cartón apiladas en el lugar de los desechos, que llevaban el sello inconfundible de Labsgen, los proveedores de ratones knockout, lo que demostraba que habían llegado todos. Subió decidida al laboratorio. Llamaría inmediatamente a Orellana, aunque fuese día de fiesta; era un asunto demasiado importante para esperar a un día laborable.

El pasillo del laboratorio dormía bajo una luz mortecina. La rumana se quitó la chaqueta y el pañuelo que llevaba en el cuello y puso en marcha su maquinaria laboral, luces, ordenador, impresora y gafas para mirar de cerca. Contempló con tristeza las violetas que, con el tallo inclinado, se marchitaban en el agua verdosa de una probeta. Cogió el recipiente y lo llevó hasta el cubo grande de los desperdicios del laboratorio. No le gustaba ver flores marchitas en su papelera. Le pareció ver en el fondo del cubo unos papeles de filtro arrugados y el cuello de una botella que sobresalía entre los pliegues. Era una botella de cava. Se detuvo con las flores en la mano. En cuanto daba media vuelta, el laboratorio se descontrolaba. Y la celebración era reciente porque las mujeres de la limpieza lo vaciaban todo durante la semana. Extrajo los papeles de filtro y los desplegó. Parecía que los habían utilizado para limpiar el suelo. En el cubo también encontró guantes de goma, tubos de plástico y una jeringa. Sin poder evitarlo, los ojos saltaron a la repisa de Marina. Hizo un escaneo visual por la zona. Entró en el pequeño cuartito de los estudios experimentales y pasó el dedo por la piscina: todavía estaba húmeda. Frunció las cejas. Regresó al laboratorio y se entretuvo revolviendo todos los reactivos de las repisas. Buscaba el frasco del RP-801, que no encontró. Por alguna razón tuvo el presentimiento de que Marina había vuelto a trabajar.

Orellana no contestaba al móvil y decidió enviarle un mensaje contundente: «¿Dónde están los ratones knockout? ¿Quién ha estado trabajando estos días de fiesta?». Pero en aquel momento sonó el teléfono de su despacho por la línea directa. Eran sus amigos escoceses que querían proponerle un interesante trabajo de colaboración. Se trataba de un proyecto ambicioso, con ocho países participantes y financiación medio pactada con fondos europeos. Muchos, muchos ecus. Estaban tan locos como ella, trabajando en un día de fiesta. Pero el asunto valía la pena. Afortunadamente, los ratones knockout, el cava y el RP-801 se diluyeron agradablemente en la euforia de aquel inmenso proyecto internacional, translacional, multicéntrico y multimillonario.

* * *

Gemma le insistió a Marina para que fuera a pasar el fin de semana de Pascua a la masía. Tenía que recoger la mona porque el tío era su padrino y, si querían, podrían quedarse a dormir en el granero reconvertido en casita de invitados, como cuando eran pequeñas. Tía Magda estaría encantada de preparar un par de camas y encender la chimenea para ellas solas. Marina se había excusado porque tenía que trabajar esa noche. Pero luego lo pensó mejor. Le convenía calmar la excitación que le hormigueaba por todo el cuerpo. Porque, pese a no haber descansado ni una hora, estaba más despierta que una lechuza.

El tío Jordi había preparado la parrilla para asar el cordero en la era, bajo el fresco sol de primavera. El hombre, con más paciencia que un santo, remojaba con grasa líquida los lomos del animal con una rama de romero. Cuando Marina se acercó a darle un beso, el jersey de lana, abrochado sobre la barriga, desprendía un mareante olor a ahumado. El marido de Berta opinaba con voz de experto sobre qué costado necesitaba más cocción y se agachaba a uno y otro lado, y añadía brasa donde más convenía. Las mujeres, la tía Magda y las tres chicas, les contemplaban de lejos bajo el porche.

—Estás muy callada hoy —observó la tía pellizcando la mejilla de Marina.

La debía de ver muy preocupada porque no hizo ni un intento de insistir en las bondades de formar una familia. Y hacía bien porque Marina no se lo habría permitido aquel día. Se sentía excitada y frustrada a la vez. No podía gritar, reír, comunicar a su familia que estaba loca de alegría, que tal vez había hecho un gran descubrimiento. Los tíos siempre habían mostrado un desinterés total por sus progresos y no habrían entendido nunca que se hubiera atrevido a trabajar fraudulentamente, jugándose el futuro como un malhechor cualquiera. Y Gemma... no se había atrevido a decirle nada. ¡Cómo podía explicarle aquella maraña de resultados que ni siquiera ella era capaz de desenredar!

Mientras tanto sonreía ausente, escuchando en silencio las explicaciones de Berta sobre la complejidad de las relaciones humanas en el pueblo. Lo ilustraba con la oposición que había demostrado una amiga envidiosa a la hora de organizar el campeonato de tenis el verano pasado. Permitió que su prima le explicara con todo lujo de detalles cómo había organizado los grupos, las series, las subseries, las finales y las semifinales. A continuación, las desavenencias con la amiga, que le reprochaba que el sistema estaba hecho a la medida de sus intereses. Ella le había rebatido que se había tomado la molestia de documentarse, y la otra, poco educadamente, le replicó que no hacía falta documentarse para asuntos que caían por su propio peso. Y, a partir de ahí, cómo se había desencadenado un boicot que hizo que la mitad de las jugadoras no se apuntaran al torneo. Todo esto adornado con una infinidad de detalles y reflexiones soporíferas. Culminaba el relato con una conclusión banal sobre la envidia subyacente a una falsa forma de amistad. Pero la cosa no acababa aquí, porque, viendo la buena disponibilidad de la contertuliana, que no daba muestra alguna de impaciencia, continuó con una segunda parte, en la que relataba la planificación para la próxima temporada.

—Está sonando tu móvil —la llamó la tía desde la cocina.

Marina regresó de sus cavilaciones lejanas y penetró en el vestíbulo de la casa. En el fondo del bolso, sobre la silla de piel de la entrada, el teléfono emitía luces y sonidos de queja. Le sorprendió oír a Orellana, que hablaba desde la otra punta del mundo, con un timbre agudo y preocupado.

—Un momento, Orellana.

Se apartó al banco de piedra del estanque, dándose tiempo para situarse en la parcela cerebral del trabajo. El hombre le explicaba que la Ipatescu le había enviado un mensaje reclamando frenéticamente los ratones knockout. La rumana le preguntaba directamente si alguien había estado trabajando durante aquellos días de fiesta. Él le había contestado que tal vez algún becario había confundido los animales, que lo comprobaría personalmente. ¿No los habría cogido ella por error?

—Cogí los que me dijiste, los que estaban marcados con mis iniciales.

—Los MaFo eran los tuyos; los MF1 eran los ratones knockout de la Ipatescu.

Marina intentaba recordar. Tenía la cabeza embotada por la falta de sueño.

—Estaba oscuro, pero creo que cogí los correctos.

Un silencio al otro lado del teléfono le dio a entender que Orellana no acababa de fiarse. Por eso Marina le suplicó:

—Sobre todo no digas que he estado trabajando.

Orellana la calmó. Ya se las apañaría.

Aunque la llamada la dejó preocupada, lo cierto es que durante la comida en la gran mesa de madera en medio de la era, degustando la carne de cordero asada y el vino tinto cuidadosamente seleccionado por el tío, la voz de Orellana se desvaneció como el éter en un vaso de precipitado.

Con el café llegaron las monas, entre las carreras y los chillidos emocionados de los pequeños. El tío Jordi, con la alegría de las dos copas de vino rancio que le permitieron beber en honor de la festividad, entonó una ranchera, que según la tía sería la causa de la lluvia inminente. Y señalaba, realmente, unas nubes negras que avanzaban por poniente.

Los dos niños fueron los encargados de abrir las cajas y mostrar los pasteles coronados con figuras de chocolate y un montón de plumas de colores.

—Esta cesta es para ti, Marina.

El tío le ofreció una cesta de mimbre repleta de huevos pequeños de chocolate brillante. Ella se lo agradeció con un beso sincero. El tío y la tía sonreían felices. Ver a la familia reunida era una de las cosas que les proporcionaba más placer. Y lo verbalizaban una y otra vez, como un modo de reforzar la rueda que aseguraba que la liturgia se repetiría todos los años, si la salud lo permitía. Y como si tuviera que sellar aquel tratado de fidelidad anual, la tía repartió generosas porciones de tarta que nadie pudo rechazar.

—¿No te gusta tu mona?

El ahijado de Gemma llevaba un buen rato mirando la cesta cargada de huevos, con la mano agarrada al muslo de Marina. El niño no contestaba. Era tímido como un conejito de Indias.

—¿Quieres uno?

Los ojos decían que sí. Señaló un huevo blanco pequeño, que había descubierto en un rincón de la cesta. Marina se lo dio, y el niño se lo metió entero en la boca. Las dos primas rieron al ver la cara de placer que ponía el crío, con los ojos cerrados y unos hilillos de pasta blanca deslizándose por la comisura de los labios.

—Es diferente —dijo con la boca llena.

Gemma se lo llevó para lavarle la cara.

—Es un ratón knockout, este huevo —les gritó Marina, mientras reía sola pensando en la falta de teobromina del chocolate blanco.

Cogió una tumbona y se alejó de la mesa para tomar un poco el sol. Se tumbó, perezosa, y se cubrió las piernas con el abrigo. Con los ojos entrecerrados, admiraba las sombras contrastadas de la tarde, el ciprés majestuoso que protegía el edificio de piedra y aquellas magníficas montañas al fondo. Por primera vez en aquellos últimos días el sueño de todas las horas acumuladas descendió súbitamente sobre los párpados. Oía a lo lejos cómo el tío Jordi ensartaba una retahíla de operetas mientras la tía Magda le reñía porque se servía otra copa de vino. Los cantos se fueron difuminando en el ambiente, y luego la era, la masía y el ciprés.

Y tuvo aquellos sueños reales que siempre acompañan a las horas de la siesta. Se hallaba en el bosquecillo de eucaliptus y también hacía sol. A lo lejos adivinó la figura alargada de Nadia que avanzaba decidida por el sendero. Ella se ocultó detrás del banco de piedra para verla mejor. Nadia vestía un traje tradicional de colorines y llevaba las plumas de las monas en la cabeza. En la mano balanceaba con misterio la cesta con los huevos de chocolate. No decía nada, pero Marina sabía que la buscaba. Por eso huyó a través del bosque hasta que encontró la puerta del granero. No se había fijado nunca en que estuviera tan cerca, a tan sólo unos metros del Instituto. Se escondería allí dentro. Entró en la casita, subió al piso de arriba y se deslizó debajo de la cama. Oyó cómo se abría la puerta de abajo, y el crujido de la madera de los peldaños. Le sudaban las manos sobre los tablones del suelo. Vio los pies de Nadia con las bambas Nike de Gemma penetrando en la habitación, y la cesta de los huevos que eran de chocolate blanco, todos knockout...

La despertó un trueno, y se notó la cara mojada y las pulsaciones aceleradas. Hacía rato que había empezado a llover porque la mesa estaba recogida y todo el mundo corría a guarecerse bajo el porche. Pero ella, unos metros más allá, recostada en la tumbona, no notaba la humedad que penetraba por las mallas del jersey, ni las suelas de los zapatos pegados al barro. Tan sólo oía el tambor de su corazón y un murmullo del subconsciente que le repetía al oído: son ratones knockout, son diferentes, son ratones knockout... El RP-801 sólo había sido efectivo en animales modificados genéticamente. Los ratones knockout de Nadia... Sólo en ratones knockout.

Unas manos tiraban de ella con fuerza. La obligaron a levantarse y caminar.

—¡Estás empapada! ¿Qué te ocurre?

Era Gemma, que la miraba como si estuviera diagnosticándole una esquizofrenia galopante.

—Tengo que explicarte una cosa —masculló angustiada Marina.

Se protegieron con los abrigos y cogieron bolsas y cesta para resguardarse en el granero. La chimenea ardía en la cocinilla de la estancia y, con la ayuda de la estufa eléctrica, mantenía el ambiente caldeado. Se sentaron junto al fuego. Gemma añadió un par de leños. Después deshizo una de las camas y cogió una manta para tapar a su prima. Se había quedado muy blanca y parecía que no respiraba bien.

—¿Aviso a mis padres? —le preguntó preocupada.

Marina negó con la cabeza. Gemma encontró un bote con hojas de menta seca y le preparó una infusión. Poco a poco Marina fue regresando a la vida.

—Come un poco de chocolate. —Y le ofreció la cesta de los huevos.

Marina los miraba como embrujada. Aquéllos eran de chocolate negro.

—Es fantástico.

—¿El qué? —le preguntó Gemma inquieta.

—¿Te acuerdas cuando te decía que en el Alzheimer las neuronas del cerebro se cubrían de una telaraña espesa que acababa por ahogarlas?

Gemma asintió sin demasiado convencimiento.

—No sabemos por qué afecta a unas personas y a otras no.

El resplandor del fuego le daba a su mirada un aspecto febril. Los pensamientos se le enredaban en las llamas que lamían, vibrantes, la oscuridad del hogar.

—Hay personas que tienen modificado el gen gstmf1, y les falta la enzima protectora. Es la variante que descubrió GM, en la que trabaja ahora Nadia. Estas personas tienen un riesgo muy alto de padecer Alzheimer, pero se desconoce la conexión entre este gen y la aparición de esta telaraña. Y tampoco se sabe cómo evitarla.

Fuera llovía a cántaros. El ruido del agua sobre las tejas llenaba las pausas dilatadas de la chica. Suspiró y volvió la cabeza hacia su prima.

—Estos días he repetido mis experimentos de siempre.

—Con aquella medicina...

—El RP-801. Pero sin saberlo he utilizado ratones knockout.

—¿Knock qué?

—Son ratones modificados genéticamente. Todos pertenecían a la nueva variante genética gstmf1. Eso quiere decir que ningún ratón tenía el gen protector gstmf1.

Gemma arqueó las cejas.

—¿Y?

—Pues que ha salido bien. Todos los ratones han respondido.

—¿Y esto significa que podrá darse el medicamento a los enfermos de Alzheimer?

—Sí, a los que tengan esta variante genética.

—¿Y son muchos?

—La mitad.

—¡Ostras!

—Muchos se curarán.

Se quedaron las dos en silencio. Marina, revestida de una aureola sobrenatural. Gemma, conmocionada, no paraba de comer huevos de chocolate, que habían empezado a fundirse al lado del fuego.