7
Amarillo by Morning
A Marina le sorprendió encontrarlos en el jardín. En esta ocasión era Toni el que se sentaba en el banco de piedra y consolaba a Andreu. Ambos con los abrigos sobre las batas blancas para protegerse del frío, y ambos llorando sus penas, porque Toni también figuraba en la lista de posibles no renovables. Le pareció que la miraban dolidos. Toni se levantó con pesar y, tras dar unas palmaditas en el hombro a su compañero, se dirigió al hospital, adonde Marina le había enviado hacía ya un buen rato. La becaria se sentó en su lugar. Se subió las solapas de la chaqueta hasta la nariz y ocultó las manos en los bolsillos, dispuesta a aguantar el chaparrón en silencio.
—¿Ya has visto el famoso «plan de calidad de becarios»? Me tienen cogido. Pretenden que escriba la tesis y que publique no sé cuántos artículos en un año. —Andreu escupía una humareda blanquecina que se diluía en el aire—. ¡Están locos!
—Puedes intentarlo —soltó Marina.
—Imposible. No vale la pena. ¿No ves que no quieren renovarme la beca? —sentenció con firmeza Andreu.
—¿Qué dice tu sénior?
—Palmero dice que me ponga a trabajar día y noche. Está acojonado. —Los dientes le castañeteaban de rabia y de frío. Finalmente la miró a los ojos—. ¿No te das cuenta de que son unos impresentables?
Marina levantó los ojos al cielo evitando su mirada.
—¿Has visto lo que han hecho con la pobre Assia? ¿Y con Toni? ¡Hala, a casa, que aquí no ha pasado nada! Con su fantástica lista de útiles e inútiles. Inútiles para su causa, para su prestigio personal.
Marina llevaba rato mirando fijamente el edificio del Instituto, intentando borrar una especie de remordimiento latente. Al posar la vista en el balcón del primer piso, captó un ligero movimiento de la cortina.
—Algo de razón sí tienen. Assia avanzaba muy lentamente. Tenía muchas dificultades con la lengua y...
—¡Qué dices! ¿Y los Yumbos y compañía qué? ¿Acaso no tienen dificultades con la lengua, si no hablan ni jota de nada que no sea inglés?
Marina se mordió los labios. ¿Cómo podía decirle, sin ofenderle, que el inglés era el idioma de la ciencia?
—Van a su bola —insistió Andreu—. Lo único que les interesa es producir. ¿Te han enseñado algo?
—...
—Lo has hecho todo tú sola. Ellos no forman, no enseñan, sólo explotan.
—Te estás pasando.
—Compran gente ya hecha. Los chicos americanos, por ejemplo, que ya saben lo que tienen que hacer.
En esto llevaba razón. La transmisión de conocimiento en cadena, de una generación a otra, la maestría del día a día, como hacía Miquel, ya no existía. No perdían el tiempo en la poyata del becario.
—Y estoy seguro de que su objetivo no es avanzar en el conocimiento, sino tan sólo producir artículos y hacer currículum, y, si pueden copiar y repetir lo que hacen los otros, mejor.
—No es eso... —se angustiaba la becaria, que recordaba la conversación con Frankenstein.
—Tú porque estás cegada en tus laureles y no te das cuenta de nada.
De repente Andreu calló y ocultó de nuevo la nariz y las manos en el abrigo, como una tortuga. Marina estaba segura de que hablaba dolido contra ella, porque se había pasado al bando de los opresores.
Le cogió del brazo.
—Dispones de un año entero. De momento ve a Madrid y presenta tus resultados. Vamos, no llores como un chiquillo.
Andreu emitió un sonido gutural entre las solapas.
—¿Es un póster o una comunicación oral?
—Oral.
—¿Te han seleccionado para una presentación oral?
Nuevo sonido gutural.
—¿Te das cuenta de que no todo son malas noticias?
Le animó diciéndole que la comunicación sería un primer contraste de opiniones y le ayudaría a escribir el primer artículo. Uno o dos, porque el trabajo daba para bastante. Y luego, en un par de meses, los tendría colocados en buenas revistas. Y tendría que ponerse de nuevo a revisar resultados, para un par más. Con unas cuantas publicaciones, ya podría presentar la tesis. Serían unos meses duros, pero al final lo conseguiría. Para acabar, quiso recurrir a las mismas argucias que utilizaba Andreu con ella.
—¿Cómo era aquella frase de Tagore? Si la adversidad es grande, el hombre es más grande que la adversidad.
Andreu levantó los ojos y miró de nuevo los de ella. Quería saber si le estaba tomando el pelo. Marina siguió insistiendo.
—¿No eres tú el que siempre dice que la ciencia está por encima del bien y del mal? ¿Y que al final los justos pasarán por encima de los pecadores?
El muchacho suspiró. Le dolía admitir que aquellos planes no eran tan descabellados.
* * *
Marina estaba acostada en la cama de hierro con la mirada perdida en las molduras del techo y escuchaba con atención el zumbido del ascensor que se filtraba por la ventana del pasillo. Por las sacudidas de la maquinaria intentaba adivinar en qué piso se había detenido. Era un entretenimiento que practicaba a menudo para aliviar los momentos de inquietud. Pese a la parada ruidosa en el quinto y el porrazo de la puerta metálica en el sexto, no pudo impedir que se le presentara la sombra de Andreu, ni que a continuación los remordimientos de conciencia la martirizaran sin piedad. Su amigo estaba pasando un mal momento y tendría muchas dificultades para cumplir los objetivos que le habían fijado. Ella, en cambio, tenía el viento a favor. Acababa de enviar dos artículos que había escrito Guillem y que serían publicados por la vía rápida en una de las revistas de mayor prestigio. Porque no había duda de que serían admitidos, viniendo de Guillem Miras. Y ahora se iba al simposio a triunfar, a presentar sus trabajos preliminares frente a científicos extranjeros especializados. Esto le producía cierta angustia porque no conocía el tema a fondo. Hacía apenas unos meses que trabajaba en él. Pero Guillem había insistido hasta llegar casi a la orden directa. Esto la había obligado a estudiar muchísimo y a prepararse exclusivamente en aquella línea. Habían sido unos días intensos, pero al menos ahora tenía cierta seguridad. Guillem confiaba en ella totalmente. Estaría allí, en primera fila, mirándola con aquellos ojos que la hacían sentir una científica con futuro, brillante, inteligente, su mano derecha... Y además, como premio, la había puesto de moderadora de la mesa redonda sobre demencia. ¡Todo un honor! Tendría que coordinar las ponencias de los grandes Dementes. Se relacionaría con la crème de la crème de la demencia senil.
Se levantó y cogió la maleta de ruedas que estaba encima del armario, intentando concentrarse en la ropa que se tenía que llevar. Como siempre, Gemma le había prestado algunos conjuntos de vestir. De cintura hacia abajo, tenían una talla similar. Podía aprovechar todos los pantalones, como esos anchos y negros de terciopelo, algo bajos de talle, que quedaban elegantes. De cintura hacia arriba no eran tan iguales, pero corriendo un poco los botones podía aprovechar aquella camisa blanca de seda, tan fina, que le caía ajustada sobre las caderas. Aquél era el conjunto para el día de la comunicación oral, y el traje oscuro, más serio, para el día de la mesa redonda. Zapatos, pijama, ropa interior, el colgante con la aguamarina... Y la parte científica en la cremallera superior: la comunicación escrita, con el cedé y algunos trabajos de los ponentes de la mesa redonda.
El hotel Palace era el lugar donde se celebraba el X Simposio Internacional de Neurociencias. Era un hotel de cuatro estrellas que albergaría a los ponentes principales de la reunión y, como moderadora de una sesión, el Instituto se haría cargo de los gastos. Marina pasaba a formar parte de la élite de los invitados. Todo un lujo para una becaria sin trabajo fijo. Y es que GM era un hombre de palabra. Le había prometido el cielo, y lo pisaría al día siguiente en Madrid.
Con un suspiro cogió un libro de tapas de cartón, algo gastadas, que dormía sobre la mesita de mármol. Lo besó.
—No creas que me olvido de ti.
Poesías del mar y de la mar era un compendio de poemas anónimos, sencillos, con un toque de ingenuidad, que su padre había encontrado por casualidad en las exploraciones semanales que hacía en los tenderetes de los libreros de viejo. Cuando era pequeña, en vez de un cuento, le leía todas las noches una de aquellas poesías, cuando ya la tenía en la cama entre la manta y la almohada, dispuesta a escucharlo todo.
—La de la barca, papá —le pedía ansiosa.
Y su padre, con una voz que modulaba de acuerdo con los versos, le recitaba «La barca vieja», o bien «Viento de levante». Más tarde, ya de mayor, la lectura se reservaba para después de cenar, y ambos, en aquellos balancines viejos de la biblioteca, se mecían al son de las olas de cada verso, los mismos balancines que ahora dormían quietos en la oscuridad de la sala. Cuando el padre murió, no quiso cambiar ningún mueble para preservar aquellos recuerdos. Ni los balancines, ni las butacas de cretona, ni el piano de su madre, ni tampoco la cama de hierro forjado.
Aquellas noches cerraba los ojos y percibía el balanceo de la barca, el olor a brea, la aspereza de la sal, el calor del sol. Lo respiraba todo, a pesar de que detrás del ventanal reinara el más crudo invierno. Nunca había protestado, aunque a veces sufría por las amigas que la esperaban en la calle para salir. Pero como decía su padre, después del alimento del cuerpo, eran indispensables las vitaminas para el alma.
Cuando el doctor Fontcuberta murió, el libro pasó a la categoría de objetos sagrados. Marina lo tenía siempre junto a la cama, con una fotografía de él en la barca, bajo la luz candente del verano. Lo leía antes de dormir, como cuando era pequeña, para relajarse y fabricar sueños de color azul. Sin querer, lo abrió por los versos de «La ola rebelde»:
Yo soy el mar profundo, infinito,
tú, la ola frágil, revoltosa,
te curvas sobre mí,
resbalas por mi espalda,
fragante, espumosa.
Vuelve a mí, ola fugitiva,
sin el mar no eres nada,
sin mí no estás viva:
tan sólo agua salada
que se rompe allá, en la orilla.
Por unos segundos recordó el día que terminó la carrera. La única persona con gafas oscuras en el acto del paraninfo. Tenía conjuntivitis, dijo. Pero le traicionaba la nariz roja y un silencio obstinado. No soltó palabra hasta que, al llegar a casa, en el portal, le cogió las manos.
—Mi niña ya es médico. —La voz le salió ronca.
Marina le vio tembloroso, encorvado, con la ropa holgada. De repente se había convertido en un viejo. Le cogió del brazo y le ayudó a entrar en la portería. A partir de aquel día, era ella la que leía los versos después de la cena, y él el que cerraba los ojos en la mecedora, con un cojín detrás de la cabeza.
Debía existir la transmisión de pensamiento, porque el pasado llamó a la puerta en forma de una Angelina sonriente. La portera llevaba en las manos, sujeta con unos agarradores, una olla que debía quemar, y encima, a modo de tapadera, una fuente envuelta en papel de aluminio.
—Caldo de gallina y croquetas recién hechas —anunció sonriente.
—Me irá de maravilla —mintió Marina. Cómo le iba a decir que se marchaba y que tendría que congelarlo todo.
Angelina ya se dirigía decidida hacia la cocina y le preguntó observándola de reojo:
—¿Te encuentras bien, niña?
—Atareada —le respondió cogiéndole la carga de las manos nudosas.
—Ni que lo digas. —Y, sin pensarlo dos veces, empezó a ordenar la cocina y a lavar cuatro platos. Y no paraba de hablar. Era como si la lengua siguiera el movimiento enérgico de los brazos—. Cuando tus padres eran jóvenes, esta cocina se llenaba de sol toda la tarde. Llegaba casi hasta el aparador. —Cogió la bayeta y la pasó por el mármol—. Todavía no habían construido el edificio de enfrente y daba gusto. ¡Qué vista! Podía ver los terrados mientras cocinaba. Incluso el campanario de la Concepción.
Escurría la bayeta en la pila, una y otra vez, para volver a pasarla por la mesa de madera, el aparador, la nevera...
—Tu madre era un ángel, tan buena, tan fina. Delicada como un lirio. —Se calló un instante interrumpiendo sus movimientos desenfrenados. Miró a través de la ventana—. Por eso Dios se la llevó con él, porque era más del cielo que de la tierra.
A Angelina le gustaba hablar de su madre y, en cambio, casi nunca mencionaba a su padre. Seguramente se había obligado a preservar el recuerdo de aquella mujer que Marina nunca llegó a conocer. Cuando era pequeña, le explicaba cómo se arreglaba, los vestidos que se ponía, y la alegría que tuvo cuando supo que, pese a ser una mujer de cierta edad, estaba embarazada. Seguro que era feliz, dondequiera que estuviese. Y lo decía clavando la mirada en el techo de la cocina. ¡Cómo no iba a estar orgullosa de ver a su hija tan guapa y tan buena! Esta historia, explicada durante toda su infancia, le había dibujado una madre de ficción, que la observaba desde los rincones, detrás de una cortina, desde una grieta del techo. Estaba en todas partes. La vigilaba para que no se hurgara la nariz, para que no metiera el dedo en la nata de los domingos, para que estudiara. Incluso ahora, ya mayor, notaba su presencia atenta. En cambio, su padre no siempre estaba disponible, como tampoco lo había estado cuando vivía. Tal vez ambos se hallaban en departamentos celestiales con competencias diferenciadas.
—Vamos, déjalo ya. —Marina le quitó la bayeta de las manos y la abrazó por detrás—. Si no está tan limpio, no pasa nada.
Y cogiéndola por los hombros la acompañó hasta el recibidor.
—Gracias por la cena. —Y dándole un beso en la frente no la dejó ni protestar.
* * *
Al cabo de un par de horas cogió uno de los vuelos nocturnos, aunque había dicho a todo el mundo que viajaría al día siguiente. De este modo podría repasar la comunicación, escondida en el hotel. No encontró a ningún conocido entre los pasajeros y, mientras se ajustaba el cinturón, se prometió un vuelo tranquilo. No obstante, a veces el azar se ríe burlón de nuestras premoniciones particulares, y se presenta en forma de viajero que avanza decidido por el estrecho espacio del pasillo, con la tarjeta de embarque en la mano. Era Nelly Foster, la famosa neuróloga americana, que casualmente había cogido el mismo vuelo que ella. Se detuvo en su fila y la saludó.
—¿Quieres sentarte aquí? —le ofreció Marina, deseando tener la larga conversación prometida sobre su padre.
La otra no se hizo rogar. El pasaje estaba ya completo, y seguro que nadie reclamaría el asiento. De manera que mientras colocaba la maleta en el compartimento superior, haciendo sitio aquí y allá, Marina pudo admirar la concisión de sus movimientos. Era una mujer expeditiva y, como pudo comprobar a continuación, una narradora enérgica. Durante el trayecto le explicó su vida. Cómo su madre, después de doctorarse en el departamento del doctor Fontcuberta, se fue a Estados Unidos para hacer el posdoctorado. Allí se casó con su padre, James Foster, que era un empresario de máquinas de autoservicio. Habían vivido una vida acomodada en Nueva York. Ella también había querido ser médico y había estudiado en Los Ángeles, donde conoció a Guillem. La colonia española —siempre conservó cierto sentimiento de patria, pese a ser americana de nacimiento— se reunía a menudo, compartían festividades, especialidades culinarias y noticias del país, tanto políticas como futbolísticas.
El relato fue interrumpido por la distribución de las bandejas con la cena que se servía a bordo. Durante el frugal refrigerio, Nelly la aturdió hablándole de lo avanzado que era su país, del nivel altísimo de la investigación, de la abundante oferta de trabajo y de los laboratorios de investigación que cotizaban en bolsa.
Marina ardía en deseos de sacar el tema de su padre.
—Mi madre ha conservado muchos recuerdos que te gustará ver. Tengo fotografías, notas, incluso libretas de laboratorio... —Nelly se quedó callada, como si mirara al otro lado del pasillo—. Me lo dio todo. Tiene ya muchos años y está delicada.
La doctora Xifré padecía un cáncer avanzado. James Foster había muerto hacía unos años, y su esposa había caído en una depresión que, según Nelly, le había desencadenado la enfermedad maligna.
—Te lo daré. Quiero que lo tengas tú.
A Marina le sorprendió tanta generosidad, pero Nelly no era mujer de sentimentalismos, sino de acción, del día a día, de las que no guardan muebles viejos ni poesías del mar, como ella. Con la euforia de las confidencias, estuvo tentada de explicarle lo del nombre de chica espejo, pero se contuvo. No podía admitir que había estado espiándoles, a ella y a GM, en el restaurante chino.
Antes de aterrizar, ya se consideraban medio amigas. Nelly se sentía halagada por el interés que despertaba en la becaria, y Marina, por su parte, estaba deslumbrada por el mundo científico que le dibujaba su compañera. No podía ni sospechar que tan sólo un año después, también en un avión, durante la noche más larga de su vida, se le revelarían todos los secretos de la neuróloga.
* * *
Cuando llegaron a Madrid, Nelly no tenía ganas de encerrarse en la habitación y propuso a Marina tomar una copa en el bar del hotel.
—Sólo un rato, estoy muerta —cedió la becaria, sin confesar que tenía que prepararse la comunicación para el día siguiente.
Apenas se veía movimiento en el vestíbulo porque hacía horas que había terminado el acto inaugural. El bar se hallaba situado en un ala de la planta baja. Era un espacio enmoquetado con una luz tenue y sofás de terciopelo dispuestos en torno a mesas diminutas. Unos pocos huéspedes conversaban relajadamente, acomodados entre cojines mullidos.
En un rincón de la sala, un piano de media cola, de madera reluciente, descansaba sobre un entarimado de parquet. En el extremo opuesto se extendía la barra, sobre la que pendía una estantería repleta de botellas. El barman, preciso y elegante, preparaba todo tipo de cócteles, mezclando aguardientes, jarabes y sodas variadas. Nelly pidió un par de combinados sin alcohol, elaborados a base de miel, bautizados con el sugestivo nombre de «leche de abeja» y que, según ella, causaban furor en su país. Se trataba de una mezcla muy saludable, rica en antioxidantes e isoflavonas, que a Marina le pareció bastante insípida. Cuando Nelly se disponía a explicarle los proyectos de investigación que realizaban en la clínica Mayo, apareció de pronto por la puerta de cristal Francesc Ribalta, Frankenstein en persona. De entrada Marina creyó ver una aparición. Sin americana, y con una chaqueta polar de cremallera, parecía más un excursionista de paseo por el monte que un congresista serio. Además, le resultaba chocante verle en Madrid, en el hotel y en el bar. Pero evidentemente era un neurólogo, y el simposio de neurociencias ofrecía muchas sesiones clínicas que debían resultar interesantes incluso para un médico antisistema como él. Marina se acurrucó entre los cojines para pasar inadvertida, pero Francesc la descubrió al instante.
—Doctora Fontcuberta, hoy te han puesto falta en la inauguración.
Se reía de ella, como siempre, y eso que no llevaba el perfume de orquídeas salvajes. Marina replicó que acababa de llegar, en un intento de evitar que la conversación se alargara en exceso, porque Frankenstein estaba fuera de lugar en la charla de alto nivel que había iniciado con Nelly. No obstante, inesperadamente, la americana se levantó, se presentó y le hizo un sitio a su lado. A los pocos minutos, la neuróloga hablaba animadamente con el médico sin currículum. Primero reconocieron sus similitudes profesionales, después hablaron de la universidad donde habían estudiado, de cómo se habían especializado, y finalmente surgió un amigo en común, un tal Carles Domínguez, posdoc en Los Ángeles, que dio lugar a más de media hora de anécdotas. Y allí estaban, pidiendo dos caipiriñas —Marina la rehusó— que ambos defendieron como su bebida predilecta. Se miraban como si compartieran un espacio atmosférico en aquel sofá que nadie más podía ver. Pero Marina tenía ojos y, estupefacta, siguió atentamente la evolución de la relación. Nelly se concentraba en el recién llegado, como si se tratara del premiado Howard Hugues o del ministro de Sanidad. Por primera vez la veía reír con ganas. Hablaban de música, de compositores americanos, de cantantes folk y country. Entonces se dio cuenta de que la neuróloga le tenía cogido del brazo y se sorprendió de los avances. Nelly debía de tener unos treinta y cinco años, y Frankenstein unos cuantos más. Ambos tenían una plaza fija como adjuntos de neurología, no tenían que preocuparse por el futuro. Acudían al congreso a pasar el rato. Podían permitirse el lujo de descubrir afinidades, de envolverse con las miradas, de dedicarse al juego de las seducciones.
De pronto Frankenstein se levantó, se dirigió directamente al piano y, sin pedir permiso a nadie, levantó la tapa y recorrió el teclado con unas escalas. El barman, sorprendido, levantó la vista de las copas que estaba preparando. Los huéspedes enmudecieron y, como obedeciendo una orden misteriosa, aguardaron inmóviles la música anunciada por el calentamiento de los dedos. Frankenstein, algo envarado, arrancó unos acordes, sin levantar los ojos del teclado. Se trataba de una balada country, tan dulce, que cautivó por igual a todos los oyentes.
—¡Oh! Amarillo by Morning —murmuró emocionada Nelly.
Todo el mundo sonreía, y algunos seguían el ritmo con un ligero movimiento de la cabeza. El médico pulsaba las teclas con una pasión desconocida para Marina. Inclinado sobre el teclado, se movía con una danza contenida, como si el piano y él formasen un solo cuerpo. En la punta de los dedos le latían las notas precisas, cada una con su propia fuerza, con su emoción. Marina se dejó arrastrar por la melodía y se adentró en otra dimensión. Aquella música disolvía el mundo terrenal, la comunicación del día siguiente, el currículum y la promoción. Fue un instante de liberación, como si se elevara hacia todo lo esencial de la vida, que hacía tiempo tenía escondido. Por unos instantes comprendió la filosofía de Frankenstein.
Nelly se levantó y, como seducida por una especie de encantamiento, se acercó al piano. Como en las mejores películas de Billy Wilder, se apoyó en la superficie y tarareó el clásico americano.
Al acabar los últimos acordes, el público aplaudió, «Bravo, maestro», y Nelly, que ya se había apropiado de él, le abrazó por detrás.
Marina, que desde el sofá de terciopelo y con la «leche de abeja» en la mano seguía con atención la representación, decidió de mala gana subir a la habitación a preparar la ponencia. De mala gana porque, llegados a este punto, hubiera preferido no perderse ya nada.