16
El proyecto

Miquel Tena movía el pie, inquieto, por debajo de la mesa en el despacho de la facultad. Recibía la visita más inusual desde que había llegado a Girona.

—Sospechamos una contaminación de mercurio.

—¿De mercurio?

—Mire. Compramos una partida de lubrificante con aloe vera en Mozambique. —Bajó los ojos—. Ya sabe cómo son estas cosas... Para ahorrarte cuatro perras luego lo pagas caro.

Miquel, estupefacto, observaba al visitante que confesaba sin inmutarse la compra fraudulenta. El señor Buscarons, gerente de Suministros y Productos Sanitarios, era un hombre delgado con poco cabello y las cejas muy juntas. Después de plantarle una tarjeta ante los ojos, esparció sobre la mesa un montón de prospectos de sus productos. Bajó el tono de voz, mientras le imploraba ayuda.

—Querríamos que nos hiciera una valoración para identificar las partidas contaminadas.

Ante la mirada de estupor de Miquel añadió:

—Nos han dicho que es usted un experto. Que se dedica a la investigación química y que puede hacer análisis de muestras.

Aquella gente confundía la gimnasia con la magnesia. Él era un investigador en neuroquímica molecular y no había trabajado nunca en metales pesados y menos aún en condones contaminados.

—Si pactamos un presupuesto, le adelantaríamos la mitad en el momento mismo del contrato. Para nosotros es una situación de emergencia, que querríamos resolver cuanto antes mejor. —Y añadió con semblante luctuoso—: Y con la mayor discreción posible.

El pie de Miquel no paraba de bailar, y la mente rebobinaba pensamientos a la velocidad de la luz. Suministros y Productos Sanitarios era una empresa solvente que en aquellos momentos precisaba asesoramiento. Pagarían bien y rápido. Podía medir el mercurio con absorción atómica con generación de hidruros en los servicios cientificotécnicos. Inconscientemente tamborileó con los dedos sobre la carta que acababa de recibir de la Dirección General de Investigación, que desestimaba la concesión de una ayuda para infraestructuras. La había guardado en el montón de denegaciones de proyectos, que iba creciendo los últimos meses, convocatoria tras convocatoria. Lo cierto era que estaba pasando un mal momento. Cuando llegó a Girona heredó un laboratorio viejo, con un utillaje obsoleto y sin aparatos para trabajar. Al marchar del Instituto había tenido que dejar el dinero de su proyecto, y de momento no se vislumbraban posibilidades de financiación. Y lo peor es que sabía, por encima de todo, que mientras Guillem Miras estuviese en la Agencia de Evaluación, las cosas seguirían así. Se la había jugado el día que se levantó en la junta del Instituto para oponerse al fichaje de GM. Argumentó que no era un científico de categoría, que era un bluf, y que el Instituto se merecía otra cosa. No fue consciente de que a los políticos les deslumbraban los nombres mediáticos, y de que el contrato se firmaría con la aprobación de la gente del Instituto o sin ella. El rumor incómodo que se oyó en la sala le advirtió de que la estaba pifiando y de que todo aquello más pronto o más tarde llegaría a los oídos del Supremo. Por esto, cuando surgió la posibilidad de empezar de nuevo en Girona, no lo pensó dos veces. Si se hubiera quedado, le habrían anulado. Pero ahora se daba cuenta de que los tentáculos del poder llegaban a todas partes.

En aquellos momentos no tenía dinero y, además, estaba solo. Los otros dos profesores de la asignatura eran asociados con dedicación parcial, que aparecían por la facultad únicamente para dar las clases. Le trataban con una falsa deferencia porque, en el fondo, les pesaba que un profesor de una universidad poderosa hubiera conquistado su pequeño reino. También había un técnico de laboratorio, un hombre joven, más hábil en salirse por la tangente que en técnicas moleculares, y que tenía que compartir con cuatro laboratorios más. Se sentía dejado de la mano de Dios.

El señor Buscarons había empezado a recoger los prospectos sanitarios con un cuidado enternecedor, y Miquel se animó repentinamente. No era tan descabellado. Al fin y al cabo con aquel estudio no haría ciencia, pero ganaría dinero, dinero que podría utilizar luego para sus proyectos. Era una forma de prostitución científica. Y con preservativos, segura.

—De acuerdo, le enviaré un presupuesto.

Al señor Buscarons se le iluminó el rostro y respiró hondo. Se puso de pie y le estrechó la mano con fuerza, como el náufrago que se agarra al brazo salvador, a la orilla del río. Al despedirse, el directivo le comentó que le gustaría visitar los laboratorios, porque debía querer comprobar la consistencia de la tabla de rescate. Miquel le respondió, contundente, que era imposible, que estaban ocupados con las prácticas de los alumnos. Entonces sonó el teléfono, como una sirena liberadora.

—No se preocupe por mí, recuerdo la salida —se despidió el visitante. Y desapareció con un andar de pájaro esperanzado de conservar la vida.

* * *

La llamada era de Marina que, con un deje de ansiedad en la voz, le preguntaba si podía ir a verle. Estaba en Girona. Había pasado el fin de semana en casa de sus tíos en el Montseny, y tenía que decirle una cosa urgente que prefería no adelantar por teléfono.

—¿Te va bien que vaya?

Miquel respondió que estaba a punto de salir, que tenía que hacer unas gestiones en el ayuntamiento. Lo cierto era que no tenía ninguna visita, pero no quería que la joven descubriera el laboratorio criando moho. Se citaron en un café de una placita del barrio del Call. Hacía meses que no se veían, y le costó reconocer a una Marina delgada, pálida y nerviosa. Le habían llegado versiones controvertidas sobre sus desavenencias con Miras y su destierro al hospital. Tal vez era de esto de lo que quería hablar.

Aunque hacía fresco, la becaria prefirió sentarse fuera, en una mesa de mimbre bajo los plátanos en los que apuntaban tímidos brotes tiernos. Todavía no le daba el sol y los adoquines estaban húmedos. Miquel se subió la cremallera del jersey grueso.

—El RP-801 funciona —le anunció en voz baja Marina en cuanto se sentó.

Tena la miró incrédulo. La becaria se atropellaba explicándole un embrollo de ideas mezcladas con ratones robados de la Ipatescu. La calmó.

—Empieza por el principio.

Poniendo freno a la lengua, le explicó los experimentos que se había atrevido a hacer a escondidas, y cómo los ratones knockout sin gstmj1, cuando eran tratados con el fármaco, mejoraban espectacularmente el proceso de aprendizaje.

Cogió una servilleta de papel y empezó a trazar garabatos desenfrenados. La enzima del gen gstmf1 podía ser una molécula crítica en el mantenimiento de las neuronas, sobre todo cuando empezaban a envejecer, y ambos sabían que la mitad de los enfermos no la tenían activada porque sufrían una mutación en el gen que la codificaba. Este subgrupo de pacientes habría desarrollado, tal vez, una forma molecular de Alzheimer diferente, que requeriría también un tratamiento diferente.

Miquel sorbía el café caliente con los ojos pegados a las flechas que, sobre la servilleta, conectaban cadenas neuronales, genes y proteínas. Estaba más claro que el agua. Ahora se explicaba por qué el RP funcionaba en unos ratones y en otros no, ya que dependía de la dotación genética de cada animal. Los resultados contradictorios les habían confundido y decepcionado. Además, en el ratón, la frecuencia del alelo mutado era muy inferior a la del hombre, y sólo de vez en cuando se encontraban con un animal gstmf1 mutado que respondía positivamente al RP.

—¿Qué relación puede tener el RP-801 con la deficiencia del gstmf1? —se preguntó indeciso.

El RP-801 era una molécula que actuaba de diversas maneras. Mostraba una actividad antioxidante potente, pero a la vez inducía apoptosis en células malignas, incrementaba los procesos metabólicos de detoxificación, y se conocía también una actividad antiinflamatoria. La suma de todos estos mecanismos le otorgaba un perfil farmacológico de «protección de amplio espectro».

—Pero una respuesta tan rápida sugiere un mecanismo de acción directa sobre el cerebro —siguió pensando en voz alta.

—Un mecanismo nuevo —suspiró Marina con el rostro iluminado—. Y, además, que tenga relación con la deficiencia de gstmf1.

—Es posible que no hallemos relación con el gen. A veces la asociación puede venir de otro gen desconocido que se herede conjuntamente con el gstmf1.

Miquel se quitó las gafas y se frotó los ojos. Marina aguardaba, expectante, la conclusión.

—Pinta bien, sí señor.

Una paloma alzó el vuelo, y su aleteo sonó como una ovación a las palabras del sénior. El hombre se contenía. Empezaba a abrir los labios, pero no quería sonreír aún. Miraba a Marina con una mezcla de admiración y confusión. Cómo había cambiado en tan poco tiempo. Había perdido la espontaneidad de la becaria que dejó en el Instituto, pero había ganado en reflexión y madurez. Unos minutos antes había dudado de la validez de unos experimentos llevados a cabo a toda prisa, de noche, a media luz y con unos animales de origen dudoso. Pero bien mirado todo aquello tenía lógica. Miquel notaba inquietud en las piernas. Era demasiado importante todo aquello.

—Vamos a caminar un rato —dijo mientras se ponía de pie y hurgaba en los bolsillos buscando algunas monedas para los cafés.

Enfilaron la calle de la Claveria, empañada aún por la neblina matinal.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —musitó la becaria entre el sonido húmedo de los pasos sobre el empedrado.

Esta era la segunda parte de la cuestión. Miquel le había ocultado que no tenía un duro y que en su laboratorio no había ni clavos en las paredes. La joven no podía haber caído en peores manos.

En un escaparate encaramado en las escaleras de la calle dels Banys se exponían las fotografías de la procesión del Viernes Santo. Las tallas, con la piel reluciente, mostraban entre cirios y flores el rostro desfigurado por el dolor. Aquel proyecto sería para ellos una responsabilidad tan pesada como una cruz que tuvieran que arrastrar por las calles empinadas del vía crucis.

—Hemos de ingeniar un plan de trabajo. —Hinchó el pecho y alzó la vista hacia el azul del cielo que se enmarcaba entre los bajos de los balcones y la esparraguera flotante.

Había que establecer dos líneas de trabajo en dos etapas. La primera era la experimental, utilizando cultivo celular y modelos de aprendizaje con ratones que completarían con estudios bioquímicos e histológicos.

—Lo más urgente es repetir los experimentos con los ratones knockout. —Arrastró las palabras con el dolor de lo imposible. Cada animal costaba una fortuna, que acabaría con los escasos fondos que tenía en la facultad. Afortunadamente, podía confiar en el dinero de los preservativos.

—¿Tienes estabularlo preparado? —preguntó Marina, sin saber que estaba hurgando dolorosamente en la impotencia de su amigo.

—No para líneas de ratones knockout. Tendremos que comprarlos criados. Si a la Ipatescu se los fabrican, seguro que a nosotros también nos los podrán hacer.

—¿Y laboratorio experimental?

—Lo estamos montando estos días —mintió con toda la naturalidad posible. Y hacía un repaso mental del coste del tanque, los compartimentos, los cuatro reactivos de fungible. Todo aquello no valía gran cosa. Con el primer pago de los condones podrían empezar.

—¿Con vídeo incluido?

—¡Por supuesto!

Por esto no había que preocuparse. Llevaría el vídeo de casa, y con el ordenador del despacho se apañarían.

—Y con esta primera fase...

—Con esto podemos sacar una publicación rápida en una revista de primera línea, que nos asegurará la paternidad del descubrimiento y, además, nos proporcionará la pasta para poder continuar.

Marina miraba al suelo moviendo los labios imperceptiblemente, como si estuviera calculando. Al final replicó con un deje de contrariedad:

—Pasarán unos cuantos meses. Entre que conseguimos los ratones, hacemos los experimentos y nos aceptan la publicación, nos saldrán telarañas.

—Sí, pero con una aceptación así puedes ir a cualquier sitio. Todo el mundo querrá colaborar con nosotros, las instituciones se pelearán para concedernos financiación.

—¿Y ya se podrá dar a los enfermos?

—No. Luego viene la segunda fase, los ensayos clínicos con humanos, que sólo podríamos coordinar a distancia. Habrá que contactar con la industria farmacéutica y mover todo el papeleo legal.

Subían los peldaños de piedra de las escaleras de la catedral. Las campanas lanzaron su lamento oxidado por las piedras de la ciudad, anunciando que eran ya las nueve y media de la mañana. Desde hacía rato algo atormentaba a Miquel por dentro.

—¿Crees que alguien del Instituto puede sospechar algo?

—No dejé ninguna pista —subrayó convencida.

Miquel le propuso a Marina quedarse en Girona. Que se excusara en el hospital alegando un problema familiar grave o que cogiera vacaciones o...

—Pienso renunciar a la beca —le cortó rotundamente Marina.

—¿Estás segura?

Tenía fe ciega en el RP-801 y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.

—Si no puedes pagarme, ya me las apañaré.

No podía pagarle. Y era imposible encontrar una beca en tan poco tiempo. Y él, con su sueldo, iba muy justo. Prácticamente no podía ni ahorrar los cuatro duros que guardaba en un sobre para el coche nuevo, que no se trataba de un lujo, sino de una necesidad. Estaba pagando continuamente reparaciones de la tartana que utilizaban como vehículo familiar. Aquel rincón era sagrado e intocable, se afirmaba con convencimiento. Al menos hasta que Catalina encontrara trabajo en Girona. No podía conseguir un sueldo para Marina, sólo podía ofrecerse a hospedarla en su casa. Tenían un piso grande, con una habitación vacía. Catalina no protestaría. Bien, es posible que pusiera mala cara, porque ya tenía suficiente trabajo con los niños. Pero él le explicaría que se trataba de un descubrimiento vital, que les cambiaría la vida y la de medio mundo. Seguro que la convencería.

—Y tendríamos que buscar a alguien de confianza para que nos ayude —insinuó Marina, que ya se veía que estaba preocupada por los plazos.

—Sí, por supuesto.

Otra persona... Pondría a los niños a dormir juntos y ganaría una habitación. Y como el piso tenía dos baños, reservaría el grande para la familia, y el otro para los becarios.

—¡Andreu! —exclamó Marina—. Es de confianza.

* * *

No resultó difícil localizarlo. En realidad, el muchacho había escrito algunos correos a Miquel para pedirle trabajo, y, como si le hubiesen ofrecido una plaza retribuida y eterna, se plantó en Girona en veinticuatro horas. Marina le abrazó emocionada. No hizo falta dar explicaciones. Ya tendrían tiempo para hablar. Volvían a estar juntos, y eso era lo importante, se decían, felices como dos chiquillos que se reencuentran en la escuela después de las vacaciones de verano.

Marina envió una carta oficial al Instituto renunciando a la beca, e hizo una breve llamada telefónica a Francesc, pero no le explicó las verdaderas razones del cambio.

Se instalaron en casa de Miquel con la inquietud de quien comienza una aventura. La primera noche nadie pudo pegar ojo. Antes, sin embargo, Miquel tuvo que confesarles la realidad de su situación económica. No tenía infraestructura de laboratorio, ni tanques, ni compartimentos, ni vídeo, ni aparatos para la analítica. Tampoco tenía dinero. Le habían rechazado todos los proyectos y, por tanto, no existía ni siquiera la posibilidad de una próxima financiación. Marina y Andreu apenas sabían nada acerca del coste de la investigación, y al principio la situación les pareció desesperada. Pero Miquel les expuso que los gastos que suponía aquel estudio podían ser sufragados por el trabajo del mercurio. Les aseguró que esos fondos serían suficientes, al menos para una buena parte del proyecto. Podrían comprar aparatos, ratones y fungible, aunque indudablemente surgiría la necesidad de realizar pruebas complementarias, que quedaban fuera del presupuesto. Marina quiso aportar unos ahorros, pero Miquel se opuso. No dio ninguna explicación, pero las palabras que decía, y más aún las que no decía, daban a entender que ya estaban haciendo demasiado. Era muy cierto: trabajarían sin compensación económica y, además, tenían que seguir haciendo frente a los gastos personales, como el alquiler del piso de Marina, o el coche en el caso de Andreu. Pero en aquellos momentos cobrar o no cobrar era para ellos un hecho irrelevante, y no dudaron en aceptar las condiciones del proyecto.

La primera norma que establecieron fue la prudencia. Estaban obligados a ser muy cautelosos para que nadie, en la facultad, supiera en qué trabajaban. En consecuencia, tuvieron que montar una estrategia para protegerse de posibles filtraciones. Se reunieron un día entero a puerta cerrada para diseñarla.

—Mirad. —Miquel hizo una pausa para crear ambiente de suspense—. Tenemos dos proyectos.

Cogió dos borradores de pizarra: uno lo puso sobre la mesa del laboratorio y el otro, en un cajón.

—El borrador que está a la vista será el proyecto de los preservativos, y el subterráneo del cajón, será el del RP-801 para el Alzheimer. ¿Me seguís?

Los otros movieron la cabeza en señal de asentimiento.

—Tendremos que hacer creer a todo el mundo que el RP-801 lo estudiamos como posible conservante del caucho y del lubrificante del preservativo. —Y enarbolaba el borrador convencido—. Pasaremos el proyecto por la comisión de la facultad y le daremos un número de registro en la fundación.

—¿Y exactamente qué estudiaremos de este proyecto a la vista?

—Nada, ni una palabra.

Los dos becarios se miraron de reojo.

—Por el amor de Dios, chicos. No es nada del otro mundo mentir un poco. Mucha gente lo hace a diario, e incluso les premian por esto. Hasta los niños saben que una mentira de vez en cuando es buena.

Se volvió de espaldas y escribió en la pizarra con mayúsculas: «Efecto antioxidante del RP-801 en la conservación a largo plazo del caucho y del lubrificante».

—Lo venderemos como una nueva aplicación industrial del RP. Nos ayudará a justificar los cultivos celulares del proyecto real. —Viendo la expresión de los becarios, les animó—: Resultará fácil, una vez nos hayamos acostumbrado a soltar trolas.

—¿Y no se dará cuenta el personal de los laboratorios contiguos?

—Por desgracia, en la universidad reina una magnífica indiferencia hacia la investigación del vecino. Podríamos estar fabricando un arma biológica y ni se enterarían.

—Y con el proyecto del cajón, ¿qué haremos?

—En la primera fase repetiremos los estudios de aprendizaje con los ratones knockout, realizaremos pruebas bioquímicas y microscópicas en el cerebro, y añadiremos estudios en cultivos celulares para ver si podemos averiguar cómo actúa el RP. Después podremos ir más allá, según cómo vayamos de pasta, claro.

—¿Sin pasar por el comité de ética?

—Más adelante. —Y viendo que ambos bajaban los ojos, añadió—: No os preocupéis, es un aplazamiento temporal.

A continuación apuntó toda una serie de medidas que tenían que seguir escrupulosamente. La primera se refería a cómo justificar las pruebas de aprendizaje en el tanque y la administración del fármaco. Fingirían que eran prácticas con ratones para los alumnos del curso siguiente. Figuraría que eran experimentos complejos que requerían un diseño cuidadoso y semanas de rodaje. Afortunadamente, la apariencia fenotípica de los ratones knockout era igual a la de los normales. En el estabulario no advertirían que, a medida que utilizaran los animales de las prácticas, los irían sustituyendo por los ratones knockout comprados. Miquel ya había contactado con Labsgen, que era la empresa que estaba criando los gstmf1 para Nadia. Era la única unidad de reproducción que podía producir ratones modificados y no puso ningún inconveniente en servirlos. El encargado pidió nombres y centro, pero Miquel quiso conservar el anonimato, por miedo a que Nadia pudiera atar cabos.

—Si pagamos bien y al contado, cerrarán el pico.

—Y podemos bajar en mi coche de vez en cuando a recogerlos —se ofreció Andreu.

En la base de datos con los resultados sólo se mencionarían ratones A (controles) y ratones B (tratados con RP-801) sin ninguna referencia al fármaco ni a ningún tratamiento en particular. Los archivos pasarían la noche en casa de Miquel, en un cedé, junto a las cintas de vídeo. El RP-801 también lo guardarían bajo llave en casa de Miquel. Prepararían tubos pequeños anónimos, con el fármaco ya pesado, para trabajar todos los días. Andreu prepararía además tubos falsos con sal de cocina, marcados con el nombre de RP-801. Miquel se ofreció a memorizar la fórmula del RP. Era un farmacólogo de la escuela clásica, y no le suponía ninguna dificultad archivarla en la memoria. Marina y Andreu, médico y biólogo de formación, se veían incapaces de recordar una estructura química compleja, y sugirieron guardar la fórmula en casa, además de contar con el escondite biológico de la memoria de Miquel.

—También tendremos que ocultar la contaminación de mercurio —refunfuñaba el sénior mientras se rascaba la coronilla—. ¡Esto es complicado de cojones!

La empresa de los preservativos les había pedido la máxima discreción. No sería difícil, ya que la cuantificación del mercurio no se llevaría a cabo en la facultad, sino en los servicios cientificotécnicos, que estaban físicamente alejados del centro, y no existía ninguna vinculación con el personal.

Al acabar la lista de la pizarra, Miquel se volvió y permaneció unos minutos en silencio.

—Pocas veces en la historia la investigación puede cambiar el curso de la humanidad —dijo solemnemente. Después sacó con parsimonia del cajón el borrador oculto—. Lo que tenemos delante no es un estudio de poca monta. Muy probablemente será el mejor proyecto de nuestras vidas. Podremos curar una de las enfermedades más jodidas del hombre: la que no permite morir con dignidad.

Hizo una pausa mientras se pasaba la muñeca por la frente, porque tenía los dedos manchados de tiza.

—Hemos trabajado mucho en la vida y nos merecemos este golpe de suerte, ¡hostia! Vosotros dos, jóvenes y con futuro, y yo, que soy un viejo puteado.

Arrojó la tiza con puntería a la caja de cartón.

—Y, para terminar, tres prohibiciones. —Les miró fijamente y desplegó el dedo pulgar de una mano para enumerar la primera—. Prohibido confiar en nadie.

—¿Ni familia ni amigos?

—Ni religiosos ni seglares. Nadie. —Y desplegó el dedo índice—. Prohibido trabajar más de ocho horas. No quiero que por agotamiento caigáis por las escaleras y os perdáis la fiesta. ¿Entendido?

—Entendido.

—Y la última, prohibido desinflarse, salga lo que salga, ¿correcto?

—Correcto.

—Os habéis portado magníficamente, chicos —dijo al tiempo que guardaba el borrador real al lado del ficticio—. ¿Tenéis el precio de los ratones? ¿Dónde estaba la lista? En la carpeta, de acuerdo.

Se despidió con la mano y salió del laboratorio hablando solo, mientras se frotaba las manos para limpiarse la tiza.

Y así quedaron las cosas. Miquel hizo público el proyecto oficial, y todo el mundo se lo tragó. A los pocos días llegaron dos palés de cajas de preservativos de Suministros y Productos Sanitarios, ante la carcajada general del personal administrativo y docente de la facultad. Los estudiantes, que a través de misteriosos conductos se enteraban de todo lo que podía ser provocativo o tendencioso, les pusieron diversos motes de raíz erótica, y hasta pornográfica. Pero ellos hacían oídos sordos. Entre los palés de condones, en el almacén, Miquel seleccionaba la serie para estudiar; Marina y Andreu, en el laboratorio, cogían muestras, y nadie sabía si era para trabajar con el RP-801 en cultivos celulares o para llevarlas en secreto a los servicios cientificotécnicos para analizar el mercurio.

Lo más importante, la financiación, llegó puntualmente a través de una transferencia a las cuentas de la fundación de la facultad. Hicieron mejoras en el departamento gracias a una ayuda del decanato, que sufragó la instalación de agua y corriente eléctrica, necesarias para los aparatos del laboratorio experimental, y las obras estuvieron terminadas la misma semana en que llegó el tanque.

Cuando Andreu y Marina fueron a Labsgen a recoger los ratones, nadie les pidió explicaciones. Pagaron con un montoncito de billetes y regresaron al coche, cargados con los animales. Marina aprovechó el viaje para recoger el viejo portátil de su casa. Aquella máquina artrítica todavía podía trabajar. Además, Gemma les cedió sine die la cámara de vídeo nueva. Su prima estaba orgullosa de poder colaborar en un proyecto tan importante. En realidad, era la única seglar en el mundo que sabía mínimamente de qué iba la cosa.

Miquel negoció en los servicios cientificotécnicos el mejor precio para el análisis del mercurio. Si lo hacían a última hora del día, el equipo estaba libre, y Andreu podría ayudar al técnico y aprender a manejarlo. Los estudios microscópicos de los cerebros también se harían fuera de la facultad, en el hospital. La ventaja era que Miquel conocía bien a los patólogos y sabía que contaba con su voto de silencio.

De un modo u otro salieron adelante. Se convirtieron en una familia. Se despertaban todas las mañanas en el mismo piso, trabajaban en el mismo laboratorio, comían y cenaban juntos. El trabajo experimental era muy gratificante. Incluso Miquel, que hacía años que no tocaba un animal, se arremangaba y ayudaba en los entrenamientos de los ratones los días que Marina y Andreu tenían más trabajo con los cultivos celulares. Puesto que los resultados reproducían fielmente los obtenidos fraudulentamente en el Instituto, y los estudios in vitro confirmaban la potencia del fármaco, Miquel decidió incluir un grupo de ratones transgénicos como modelo de Alzheimer. Cada vez querían saber más cosas del RP, y estaban decididos a llegar hasta el final. Sin embargo sabían que iban con una mano delante y otra detrás y que una simple ventolera los podía echar por tierra.

Las partidas de preservativos más recientes salieron con niveles de mercurio hasta las orejas. La estrategia de los análisis consistía en ir retrocediendo en el tiempo hasta encontrar los niveles mínimos habituales, es decir, hasta que pudieran identificar el día que se había introducido el lubrificante fraudulento. Afortunadamente, tuvieron que analizar muchas muestras, suficientes para asegurar la financiación de la primera parte del proyecto.

No obstante, por el momento, les faltaba tiempo para pensar en temas económicos. Trabajaban con entusiasmo, casi con fanatismo, como si fuesen adictos a una droga fatal. Les costaba mucho dejar el laboratorio y aparcar los experimentos a las cinco de la tarde.

Marina calmaba la ansiedad con visitas a pueblecitos de la costa que solía efectuar al anochecer, mientras Andreu se encerraba en los servicios cientificotécnicos y Miquel hacía vida de familia. Cada vez que veía un viejecito sentado a la puerta de casa acudían a su mente recuerdos de la sala, de Beneta, de Francesc y de Primi. No se había despedido de nadie. Todo había sido tan rápido... Le encantaría poder escaparse un día y explicarles lo que había descubierto. Seguramente no se lo creerían.

* * *

Pero cuando llevaban varias semanas trabajando la situación dio un vuelco. El espectrofotómetro viejo que utilizaban para hacer las determinaciones bioquímicas dejó de funcionar. La pieza de recambio tardaría un mes en llegar. Avanzaron por otro camino, pero el equipo se desinfló. Miraban a su alrededor recelosos, preocupados por la existencia de un boicot. A Miquel le constaba que los profesores asociados los miraban de reojo, y que pasaban a menudo junto al ordenador haciendo preguntas indiscretas. Tampoco Ramón, el técnico, estaba libre de sospechas. Marina lo pilló mirando los tubos marcados un día que le correspondía trabajar en el otro extremo del pasillo. Incluso los estudiantes, que al principio hacían burla con los preservativos, mostraban ahora curiosidad y, con la excusa de cualquier duda del temario, aparecían en los momentos más inoportunos; Andreu los echaba sin más contemplaciones.

Una mañana, Marina encontró las libretas revueltas y los reactivos cambiados de lugar. Perdió los estribos y abroncó al técnico, quien le juró por san Narcís y san Feliu, patrón y ex patrón de la ciudad, que no había tocado nada. Sin embargo, Marina no las tenía todas consigo.

—Revuelven las cosas por la noche, estoy segura.

—Es imposible que alguien sepa algo.

Andreu pretendía calmarla, pero ella se rebelaba como una rata antes de ser pinchada.

—Nos pueden haber oído —le recriminaba, como si él fuera el culpable.

Andreu no quería admitirlo, y esto aumentaba aún más el mal humor de su compañera.

Miquel era, de los tres, el que controlaba mejor los nervios.

—Puede que hayan sido las mujeres de la limpieza.

No se atrevieron a pedir explicaciones a la administración de la facultad para no despertar sospechas. Pero lo que sí hicieron fue hablar con el encargado de la limpieza, al que rogaron que mantuviera escrupulosamente el desorden organizado del laboratorio. A partir de aquel día, la desorganización fue respetada, pero habían entrado ya en una espiral de desconfianzas que no podían detener. La histeria se extendió como una mancha de aceite por el suelo de los laboratorios y les hacía resbalar. No vivían. Tenían miedo hasta de las moscas. Fue entonces cuando Marina comenzó a tener pesadillas.