8
Madrid

Ester pensó que había adelgazado. Los muslos relucientes que sobresalían de entre la espuma le parecían más lisos, más rebajados. Cerró los ojos y se hundió en la bañera hasta que el agua le mojó la barbilla. Había gastado las dos botellitas de espuma que había sobre el mármol para poder flotar, ligera, entre burbujas de jabón en su habitación del hotel Palace. Cerró los ojos para dejar que el vaho penetrara hasta la última neurona de su cerebro. Aquella noche, más que nunca, necesitaba suspenderse en aquella nube sensual y relajar su sistema nervioso.

Había tenido uno de esos días que hacen que la presión arterial ascienda descontroladamente por los conductos del cuerpo. Por poco pierde el avión debido a una parada técnica del metro. Tuvo que correr como alma que lleva el diablo, arrastrando la maleta roja de ruedas y la funda de plástico del póster, para llegar a tiempo al mostrador de facturación. Y para colmo, Nadia la había dejado plantada a última hora. Dijo que no podría ir hasta el día siguiente o el otro; como siempre, mostraba un desprecio absoluto por los actos sociales. En cambio ella suspiraba por aquella especie de excursión de fin de curso, que había planificado hasta el último detalle.

Dibujó con el dedo un corazón en la baldosa húmeda de la pared de la bañera, y luego otro, un poco más pequeño, al lado. Con un trazo insinuante, marcó una flecha que los atravesaba por el centro. Guillem era el corazón más grande que goteaba ampuloso sobre la cerámica mojada.

Aquella tarde el director del Instituto había inaugurado el simposio con una ponencia estelar, tan brillante y tan elegante que había dejado a Ester prácticamente sin respiración. Había explicado lo que estaban haciendo con tal convicción y energía que parecía estar hablando de otra cosa. ¡Cómo había podido existir la humanidad sin tener noticia de las placas amiloides y los neurofilamentos! Hablaba de ello con familiaridad, como el que charla de los parientes, de la tía APP, del tío Tau, como si, con las diapositivas de los resultados, enseñara el álbum de fotos de las vacaciones. Le recordaba con aquella camisa ancha y oscura, que le hacía más delgado, dirigiéndose hacia la oscuridad del público con una desenvoltura que la había dejado boquiabierta. ¡Y qué voz! Suave, profunda, con un castellano exótico con muchas eses, un poco americano, y añadiéndole expresiones típicamente anglosajonas. Y, para concluir la presentación, aquella frase tan culta y sugerente de san Isidoro de Sevilla: «Debemos vivir como si tuviésemos que morir mañana y estudiar como si tuviésemos que vivir siempre». La había anotado puntualmente, tal vez algún día podría utilizarla.

Suspiró. ¿Cómo sonaría un honey al oído, acompañado de un gesto tierno apartándole los rizos mojados, pegados a las mejillas? Después vendría un beso húmedo en el cuello entre los regueros del suavizante. Sintió un estremecimiento en la espalda. GM siempre era muy amable con ella. Había notado cómo desviaba la mirada de sus pechos cuando se ponía una camisa un poco ceñida. O el escaneado de arriba abajo cuando se cruzaba con él en el pasillo. No fallaba. El problema radicaba en que su amabilidad no era específica, y tenía un temor constante a que Marina le llevara la delantera en sus preferencias. Ahora, con el cuento de los buenos resultados, su compañera era objeto de muchas atenciones. Ya le habría gustado a ella presentar una comunicación entre gladiolos rojos y la inmensa mesa reluciente con carteles y micrófonos.

Borró con la mano el dibujo mojado de la baldosa y escribió una G y una E. Guillem y Ester. Cuánto le habría gustado que GM le propusiera abandonar la genética y pasarse a la transcriptómica. No habría dudado ni un segundo. En realidad, ya le había declarado que haría lo que él le pidiera. Pero GM le había contestado que ella era su puntal en los estudios de genética de riesgo. Era completamente cierto: la genética era su vida.

Aquella tarde en el simposio había visto de cerca a su héroe genético, Schilling, despeinado, cerúleo, delgado como un palillo.

—¿Sabes quién es? —le avanzó Reina dándole un codazo.

El pulso se le había acelerado. Tenía todos sus artículos, había seguido paso a paso su trayectoria. Su nombre resonaba en sus oídos como la musiquilla del telediario. Y no se lo había imaginado así. Su héroe de Harvard, tan de carne y hueso, tan descarnado y deshuesado. Y se había quedado clavada en el suelo, como bajo una ducha de agua fría en medio del hormiguero del simposio.

—Y el que habla con él, el de los pantalones de cuadros, es John Wicklow, el de Chicago, el enemigo de GM —siguió Reina en su papel de guía turístico.

Wicklow era un hombre de bastante más edad, con las mejillas y la nariz enrojecidas y el cabello peinado con una raya exageradamente desplazada a un lado para ocultar una calvicie evidente. Se reía a placer, echando hacia atrás su cuerpo pesado, mientras Schilling le sujetaba del brazo, temiendo tal vez un desequilibrio accidental. De pronto, el de Harvard se volvió, como si hubiese advertido la vigilancia de Ester, y la observó durante unos minutos. Era feo, pero la mirada había sido intensa, como un calambre. Ella habría querido presentarse, pero se contuvo. Le vería más tarde, en la cena, en un ambiente más distendido, y con Guillem de por medio. Una presentación a través de Guillem suponía una garantía de calidad. Y las relaciones internacionales habían de tratarse como preciadas reliquias.

Ester salió de la bañera dejando un rastro de agua sobre las baldosas del baño, como debían de hacerlo las sirenas al salir del mar. Sí, había adelgazado, pensó con satisfacción mientras contemplaba el perfil de su cuerpo de ninfa robusta en el espejo empañado del baño. Había engordado unos kilos cuando tuvo que dejar de fumar para entrar a trabajar en el Instituto. Pero ahora por fin empezaba a recuperarse. Hacía ya unas semanas que notaba cómo el vientre descendía liso sobre el pubis. Y afortunadamente el pecho no le había disminuido. Ahora podría ligar a porrillo, que ya tocaba. Con tanta ciencia y aumento de peso, hacía meses que no tenía un hombre a menos de un palmo de distancia.

La joven se ciñó la toalla de terciopelo en torno al pecho y sacudió la cabeza inclinando hacia delante la cascada de rizos húmedos, mientras pensaba que su ex héroe de genética no era físicamente un adonis, pero que se transformaba cuando hablaba de ciencia. Aquella tarde, en la sesión, arriba en el escenario, no parecía tan desgarbado ni tan desnutrido. Y las gafas pasadas de moda y el humor inglés que exhibía le otorgaban un aire intelectual muy atractivo. Tal vez había descubierto a su alma gemela al otro lado del Atlántico, cargado de manduca en la cabeza y padeciendo mucha sed en el cuerpo. Lo tomaría en consideración. Si GM fallaba, tal vez haría un intento con aquel cerebro de Harvard. Y vete a saber si una noche loca acabaría con la firma de un contrato posdoctoral en Estados Unidos.

Esparció la documentación sobre la colcha brillante. Guardó el vale para la cena en el bolso que había comprado expresamente para el congreso. Era de color granate, de terciopelo y lentejuelas. Podía quedar elegante, pero además podía llevarlo de manera informal, como si fuera un poco hippy.

Dio una ojeada al programa y al folleto turístico de Madrid. Cogió la tarjeta plastificada de la identificación: Ester Cruïlles. Instituto de Neurociencias, Universidad de Cataluña. Desgraciadamente, eso era todo. ¿Cómo iba a saber la gente que ella era la que hacía las PCR a Nadia, y que después llenaba las tablas de resultados para que Guillem diera su conformidad?

Deslizó por la cabeza el vestido nuevo de crep color burdeos. Era un tejido suave y elástico que se le ceñía al cuerpo para caer luego en vuelo por la parte de abajo. Dio la vuelta a la falda con un impulso. La hacía más rubia.

Se acercó al espejo del lavabo y esparció el maquillaje por las mejillas. Luego añadió pequeños montículos pastosos sobre el maldito acné de las mandíbulas. Rodeó los ojos con inquietantes sombras oscuras y se pintó los labios con fruición. «I admire you», pronunció sensualmente contemplando el aspecto de la boca al pronunciar aquellas palabras. Las repitió entrecerrando los ojos. Así se lo diría a aquel cerebro de Harvard cuando GM se lo presentara. Y tal vez Guillem se pondría celoso.

Escogió unas botas de ante con un tacón de palmo, que daban un aire más informal al vestido burdeos. Se subió la cremallera lateral del calzado muy lentamente. El gesto era tan voluptuoso que no pudo evitar imaginarse a GM haciendo el gesto contrario. Bajaba el engranaje metálico y le dejaba al descubierto la pantorrilla tensada dentro de la media de seda negra. Todo era posible. Intuía que los congresos de hotel podían dar muchas facilidades. Había memorizado el número de la habitación de GM, la 302. Lo recordaba porque aquella mañana lo había oído cuando preguntaba en recepción si tenía algún mensaje. Era importante tener a mano aquel dato, porque nunca se sabía lo que podía ocurrir. Podía tramar un encuentro casual en el pasillo, en el momento preciso en que él entrara en la habitación. Intercambiarían cuatro palabras, fíjate qué coincidencia, ya es hora de retirarse, qué bien va el congreso, y ella soltaría alguna indirecta como que estaba nerviosa por la presentación del póster, con un gesto inocente, pero con una risa coqueta. Y seguro que GM captaría la indirecta y la invitaría a entrar. Adoptaría un aire paternal y le diría: pues vamos a repasarlo todo para que te tranquilices, y ella le sonreiría agradecida. ¿A tu habitación? Sí, a mi habitación, podemos tomar algo y hablar tranquilamente. Y ella se haría de rogar tan sólo dos segundos y entraría directa como un rayo. Sí, señor. A repasar lo que haga falta. A hacer genética de la buena. Sólo había que estar atenta cuando GM subiera a la habitación.

De pronto notó un movimiento de tripas. La excitación le provocaba aquella desazón de hambre. Impulsivamente abrió la pequeña nevera de la habitación. No había tenido tiempo de comer y de momento sobrevivía a base de los cortados y cafés que repartían en el congreso. No, no iba a coger nada, se limitaría a mirar lo que había en el interior: chocolate suizo, bolsitas de cacahuetes y bebidas.

* * *

Dos pisos más abajo, Guillem se pasaba el hilo dental en el lavabo de su habitación. Deslizaba con parsimonia la fibra entre el esmalte de delante hacia atrás, de atrás hacia delante. Primero los premolares, después los caninos y, para acabar, los incisivos.

Aquella noche confiaba encontrar a Marina relajada después de haber acabado la presentación. Lo había hecho bastante bien teniendo en cuenta las exageradas dimensiones de la sala y la categoría del público. Y se había defendido dignamente en inglés a la hora del debate. Claro que nadie se había atrevido a atacarla de verdad. Todo el mundo sabía que él estaba detrás y las preguntas habían sido de pura cortesía. La única intervención dura había sido la de Wicklow, que era un pelmazo. Había destacado que los resultados eran calcados a los publicados por los de Amsterdam y que además no creía que los errores en las proteínas fueran la causa sino la consecuencia de la enfermedad. Le había obligado a levantarse y a enfrentársele directamente. No había querido entrar en el tema de causas y consecuencias, sino únicamente en las diferencias abismales de calidad respecto al trabajo holandés. Que lo importante no era quién publicaba antes sino quién lo hacía mejor.

Hizo enjuagues con el colutorio de color rosa intenso. Luego se peinó hacia atrás y se perfumó a diestro y siniestro con el perfume de madera que siempre le daba buenos resultados. Sólo faltaba la moderación de la mesa. Sería la excusa para llevar a Marina aquella noche a la habitación y entregarle la documentación que le había preparado. Entró en el dormitorio y sacó el dossier de la cartera. Colocó sobre la mesa los papeles con las presentaciones de los ponentes con un párrafo biográfico para cada uno y las líneas de investigación resumidas. Además, le había regalado, y solamente para ella porque se lo merecía —o se lo merecería aquella noche—, un par de comentarios sobre cada tema, para animar al público a participar.

Se hallaba tan absorto en estos pensamientos que el timbre del teléfono le sobresaltó. Era Bel que, con la excusa de consultarle el cambio de pintura para la biblioteca de gris metálico a gris otoño, le sometía al control vespertino.

—¿Me llamarás luego? —preguntó con un hilo de voz.

—No sé si podré. Los japoneses quieren concretar detalles del congreso, el del mes próximo.

—Llámame desde el móvil —pidió ella, ávida de marido.

Guillem estaba acostumbrado al regateo de llamadas y sabía que eran una terapia preventiva para males posteriores. Bel necesitaba oír su voz, y él lo solucionaba con cuatro explicaciones sobre el lugar donde se hallaba y la gente con la que estaba. Pocos detalles y mucha paciencia. Al terminar se despedían hasta la próxima llamada.

—De acuerdo, hasta luego, amor.

Ordenó las hojas sobre la mesa. Se alejó para echar una mirada crítica. Lo pensó mejor. Regresó a la mesa y escondió el dossier en la cartera. No quería ir tan rápido. Primero hablarían un rato y después sacaría los papeles. Se secó las manos con la colcha. Se notaba inquieto.

* * *

Cuando Ester entró en el comedor del hotel, la sala estaba llena a rebosar. Todo el mundo hablaba animadamente en torno a unas mesas elevadas, donde se servían las bandejas con pinchos y canapés. Pero no habían aparecido aún ni el comité organizador ni el científico. Debían de estar celebrando alguna reunión privada que dejaba a la gente huérfana de sus ídolos. Ester, con una copa en la mano, oía ausente los comentarios de los otros becarios, con la mirada clavada en las puertas de cristal de la entrada. A la media hora de haber empezado el aperitivo, irrumpieron en la sala los peces gordos, y los grupos se recompusieron para seguir de cerca las evoluciones de los célebres investigadores.

Ester se sorprendió de reconocer entre el grupo de los magníficos a Marina, que reía relajada entre la testa pajiza del de Harvard y la calva de Zuckinder, de la Universidad de Dundee. Ambos le buscaron un sitio cerca del bufet. Luego llegó GM, que miró a Schilling con recelo, y con toda probabilidad le comentaba a Zuckinder que Marina, una de sus colaboradoras, moderaría al día siguiente la mesa redonda. Y apretones de manos, y alabanzas mutuas, y un pincho y un canapé. El doctor Li se acercó a saludar a GM, y Guillem le introdujo en el círculo de las estrellas, a buen seguro con la misma historia de Marina colaboradora y moderadora de excepción. Y todos formaban una constelación de astros con Marina en el centro.

—¿Cuándo tienes el póster? —le preguntó Andreu de pronto en medio de la confusión del momento.

Andreu se había dado cuenta de hacia dónde se dirigían los ojos pintados de Ester. Era fácil. También él llevaba rato siguiendo el carnaval de presentaciones. Pero ahora quería volverse de espaldas y dejar de mirar.

—Creo que mañana —respondió Ester de mala gana.

—Yo también, mañana.

—Una comunicación oral, ¿no?

—No sé si es mejor o peor.

—Te lo cambio cuando quieras. —Y se metió una croqueta entera en la boca. Y después otra, y otra.

Schilling había cogido a Marina de la mano en dirección al bufet y se estaban sirviendo un cóctel rojizo. Y Wicklow se presentaba como si la conociera de toda la vida. Y seguro que Marina, con su inglés perfecto, quedaba como una reina.

—No sé por qué me la han seleccionado.

—Pues porque debe de estar bien, ¿no?

—No es mejor que los otros pósters.

—Pues porque debes de tener influencias. Por aquí abundan —respondió señalando con la mirada a los del bufet.

GM apartó a Marina unos pasos del grupo y le dijo algo a lo que la becaria no respondió. Él insistió. Ella miró, dubitativa, al grupo y finalmente asintió sin excesivo convencimiento. GM dio media vuelta para salir del comedor pasando junto al grupo de los becarios. Les saludó eufórico.

—Hola, chicos, ¿qué tal va todo?

—Muy bien —se precipitó Ester, intentando sacar pecho.

—¿Os ha gustado la sesión?

—Me ha encantado tu presentación. Inmejorable, como siempre —le aduló Ester, con una mirada que pretendía ser insinuante.

Pero GM la ignoró por completo y, volviéndose hacia Andreu, le dio una palmada en la espalda.

—¿Preparado para la comunicación?

—Preparado —respondió secamente. De hecho, le sorprendió que supiera lo de la comunicación.

—Nos veremos luego —se despidió GM con prisas.

Ester le cerró el paso rozándole prácticamente el cuerpo con su vestido burdeos.

—Podrías presentarme a Schilling, por favor —le pidió, coqueta. A ver si le ponía celoso de una vez.

—¡Por supuesto! No te preocupes, luego te lo presento. —Y desapareció por las puertas de cristal del comedor.

Ester vio que Marina hacía el gesto de excusarse ante su constelación y se dirigía también a la salida del comedor. Arrugó el ceño. ¿Qué estaba pasando? Abandonó la copa como un autómata y, sin decirle nada a Andreu, que ahogaba sus males en un whisky ya aguachirle, esquivó los grupos compactos y siguió los pasos de los sospechosos. En el vestíbulo del hotel, GM y Marina esperaban el ascensor. Ella, siguiendo un trayecto oculto entre plantas exuberantes y columnas, se dirigió a las escaleras situadas unos metros más allá. Las subió con rapidez, arremangándose la falda con una mano y agarrando con fuerza la barandilla con la otra. Como si fuera una escalada vital. ¿Por qué necesitaba trepar como una posesa por aquellos escalones, sin pensar en quién podía encontrar ni en qué diría si tropezaba con ellos arriba? En el espejo del segundo rellano no se vio tan atractiva como minutos antes. Los pechos se agitaban con fatiga entre los dos cercos húmedos de las axilas, y el maquillaje se le había descompuesto con el sudor del entrecejo. Pero aquella fuerza desconocida la impelía indefectiblemente a seguir subiendo las escaleras, con tiempo suficiente para ver qué ocurría a la altura del tercer piso.

* * *

A Marina le extrañó la propuesta de Guillem. Tenían que comentar la mesa redonda inmediatamente, porque era conveniente y porque después él tenía muchos compromisos. En su habitación estarían tranquilos y en media hora habrían acabado. Ella lo sintió, porque se lo estaba pasando bien con Schilling y toda aquella gente tan interesante. Y apenas había cenado. Pero si era sólo un rato... Luego volvería a bajar. Estaba tan contenta de haberse quitado de encima aquella comunicación... GM la había ensayado con paciencia, muchas veces, hasta que la presentación fluyó con naturalidad. Y finalmente había resultado bastante bien, aunque al principio se había sentido muy nerviosa. Nelly y Francesc la habían felicitado. ¡Cuánto le había gustado que la vieran triunfante allí, rodeada de científicos extranjeros! Que se dieran cuenta de que no era una becaria cualquiera que se dedicaba únicamente a transportar cerebros y a desmayarse por los rincones.

Y todo gracias a GM. Tenía que reconocerlo, y le estaba muy agradecida. Había sido el primero en darle la enhorabuena y parecía orgulloso. Pero ahora le veía intranquilo. No sabía por qué. La mesa redonda era menos comprometida. En realidad, a ella sólo le correspondía hacer las presentaciones, que ya tenía medio escritas, y poca cosa más.

—Sí, sí, pero también hay que prever el debate con el público —le advirtió GM avanzando por la moqueta del pasillo.

—¿Y si no pregunta nadie?

—En ese caso tendremos preparados unos comentarios para animar la participación —la calmó con una sonrisa distraída—; en media hora habremos acabado —insistió él.

La habitación 302 estaba situada en un trecho de pasillo entre dos esquinas. GM sacó la tarjeta, la introdujo en la ranura y abrió la puerta. Marina, unos pasos más atrás, parecía insegura. Él la cogió de las manos y la hizo entrar.

La estancia era muy parecida a la suya. Cubrecama satinado, luz indirecta de apliques y una reproducción de los nenúfares de Monet junto al armario. Ella tenía los girasoles de Van Gogh en aquel trozo de pared. No sin cierto recelo, se sentó a la mesita redonda donde Guillem había colocado la cartera del congreso.

GM no dejó de hablar en todo el rato, que estuviera tranquila, que era muy sencillo, que se trataba simplemente de llevar los apuntes pertinentes. Sacó un dossier de la cartera. Marina observó sorprendida que lo llevaba todo preparado e impreso: un párrafo biográfico dedicado a cada uno de los ponentes, con la línea de investigación resumida, y tres preguntas relacionadas con el tema.

—¡Ostras, genial! —le sonrió Marina.

En unos minutos GM le subrayó los aspectos más conflictivos que podían ser fuente de debate. Todo resultaba muy claro. Con aquello no tendría ningún problema.

—No me lo esperaba, eres muy amable.

—Ya sabes que puedes contar conmigo para ayudarte. Es parte de tu formación.

Marina se levantó y, pausadamente, recogió los papeles y los metió en el bolso. Pensando en los detalles que tenía aquel hombre, le dijo emocionada:

—Has sido como un padre para mí. Nunca podré agradecértelo.

Pero la emoción desapareció súbitamente cuando sintió su aliento en la espalda y un «sí que puedes agradecérmelo» muy cerca de la nuca. Después él le dio la vuelta con brusquedad, le cogió la cara con las manos y le besó los labios con fuerza.

—No quiero ser tu padre, y lo sabes perfectamente.

De repente Marina lo vio todo claro. Lo había visto desde el primer día, pero no había querido creerlo. Aquel hombre la miraba con deseo. Y las caricias en los hombros no eran paternales sino de un hombre atormentado por los instintos que no paraba de repetir que la necesitaba. Y ella pretendía calmarlo con un «tienes a tu mujer que te quiere» y él lo rechazaba diciendo que no, que no tenía a nadie, que hacía ya mucho tiempo que no se querían, que las noches las pasaba solo, soñando con ella, hablando con ella, bailando con ella. Que con su mujer tan sólo salvaban las apariencias, pero que todo era rutina, que no era ese fuego que sentía por ella. Y el contacto con aquel cuerpo sediento la impresionó. El científico célebre que se comía el mundo era un solitario desgraciado que mendigaba su amor. Aquellos ojos, que unos minutos antes atravesaban a sus adversarios, se deshacían ahora llorosos como los de un niño desvalido. Sus labios, que recitaban con firmeza los avances fundamentales para la humanidad, se paseaban ahora por su cuello entre cosquillas que a ella le resultaban agradables.

Las manos del director pasaron de los hombros al escote, y los dedos ansiosos desabrocharon con diligencia los botones de la camisa e hicieron aflorar un pecho que salió agradecido de la presión del sujetador. Y lo acarició y lo besó con reverencia y murmuró palabras ininteligibles con los labios hundidos en la seda abierta. Ahora sabía que Guillem había imaginado sus pechos todos los días, bajo la ropa.

—Eres preciosa, Marina, preciosa de arriba abajo.

Y la cogió teatralmente en brazos para depositarla con suavidad en la cama. Y como si estuviera actuando para un solo espectador, de pie delante de ella se quitó la camisa y después los pantalones con toda la naturalidad del mundo. Y se exhibía orgulloso en ropa interior, de color azul claro, y escandalosamente abultada. La visión de aquel hombre en calzoncillos celestiales, calcetines cortos y camiseta imperio, delante de los nenúfares de Monet, le heló la sangre. ¿Qué estaba haciendo allí, en aquella cama de hotel con un pecho al aire y un desconocido que se abalanzaba sobre ella resoplando congestionado? ¿Qué era aquella intimidad no deseada? Le había permitido ir demasiado lejos. Se incorporó lentamente en la cama.

—Guillem, lo siento, no puedo. —Y colocó el pecho en su sitio.

—¿Qué te ocurre?

—No lo sé, tal vez no estoy preparada.

Él se sentó a su lado y la miró desconcertado.

—Tú me quieres, estás tan loca por mí como yo por ti. ¡Aprovechémoslo!

Presionándola por los hombros, la recostó de nuevo en la cama. Y mientras le cantaba la máxima del santo de Sevilla, que tenían que vivir como si hubieran de morir mañana, le bajó los pantalones de terciopelo con brusquedad y dejó al descubierto sus modestas bragas de algodón gris. ¿Qué diría Gemma si viera sus pantalones completamente abiertos y arrugados hasta las caderas? Ella que le había advertido que se habían de planchar del revés y doblar con cuidado sin marcar la raya. ¿Qué pensaría si la viera con la cabeza de aquel hombre hundida en su vientre, besuqueándole la barriga, chupándole el piercing del ombligo, frotándole los morros por debajo de la frontera de algodón, murmurando confusamente que sí estaba preparada, muy preparada? Era evidente que necesitaba tiempo para poder digerir todo aquello. Apartó con cuidado su cabeza, intentando que no averiguara sus pensamientos.

—No puedo, ahora no.

Se incorporó y se abrochó, diligente, la cremallera del pantalón para ganar tiempo.

—¿Qué significa ahora no? —exclamó sofocado.

—Necesito tiempo. Me ha pillado de sorpresa todo esto.

Él se resistía y la cogió de nuevo por el brazo.

—¿Cuándo podrás?

Marina se deshizo de él con delicadeza.

—Dame unos días...

Se abrochó a medias la camisa, que también le había prestado Gemma. De reojo se vio reflejada en el espejo de la pared. Tenía el cabello despeinado y las mejillas encendidas.

—Gracias por todo —murmuró sin darse la vuelta, y se apresuró a salir de la habitación.

Si la viera su padre... ¿Qué diría de su hija científica?

Caminaba velozmente por el pasillo a pesar de que le flaqueaban las piernas. Huía como un ladrón sin botín. Al llegar al rellano, advirtió que había estado aguantando la respiración desde que cerró la puerta y que se estaba ahogando. Se arregló el cabello mientras esperaba el ascensor. De repente sintió una pizca de miedo. Miró a uno y otro lado. ¿Había alguien detrás de la esquina del pasillo? ¿Era una mirada o una presencia del más allá? Debía de ser su madre, como siempre; de modo que suspiró más calmada y enderezó la cadena, porque la aguamarina le había quedado colgando por la espalda. Seguro que a su santa madre no le gustaba nada todo aquello. Y sintió la misma punzada de arrepentimiento que notaba cuando era una niña y se hurgaba la nariz.