Volvió a sentarse en el banco de terciopelo verde manzana, en la antesala forrada de cuadros de académicos ilustres. Por segunda vez se aseguró de que el dobladillo resistiría y de que, efectivamente, no se veía el hilo —de un color indefinido— que lo mantenía en su sitio. Y volvió a preguntarse cómo se había podido olvidar una aguja de coser y un dobladillo sin terminar en un día tan señalado como aquél. Sin duda había sido la llamada del hospital, se justificó de nuevo. Al principio le extrañó que el médico de guardia le notificara que un enfermo de Alzheimer había muerto y que tenían que extraerle el cerebro.
—Hemos creído que debía saberlo. Se trata del doctor Miras.
Se quedó muda con el auricular pegado al oído. Sabía que la enfermedad de Guillem estaba en una fase muy avanzada. Pero aun así, le pareció difícil de creer.
—Gracias por avisarme.
Colgó y se acostó sobre la cama. Tuvo la vaga sensación de que una pesada puerta de hierro se cerraba y se clausuraba así una zona de la memoria. Sin embargo, un montón de recuerdos surgidos de algún lugar pugnaban por salir a través de una rendija. Entonces apareció Francesc en el umbral, con actitud interrogante.
—¿Ocurre algo?
—Guillem Miras ha muerto. Han llamado del banco de cerebros.
Francesc se sentó junto a la cama y le cogió la mano con un gesto que la enfrentó con el primer recuerdo. Era el de aquel día que le enseñó a explorar a un enfermo de la sala. Cuando le guió la mano sobre el paciente y ella se sintió incómoda. En aquel momento Francesc todavía era Frankenstein, un médico mayor que ella, al que sólo interesaban la música y la buena vida.
* * *
Habían pasado tantas cosas a lo largo de aquellos años... Apenas quedaba nada de la becaria que llevaba su mismo nombre. La recordaba como si se tratara de una amiga de la facultad con quien hubiera compartido una etapa de su juventud.
Los aplausos dejaron de sonar, y ya se oía la voz del presidente de la Academia que pedía al doctor Tena, padrino de la ceremonia, que fuese a buscar a la académica electa. Unos minutos más tarde, se abrió la puerta maciza entre los cortinajes y dejó paso a Miquel, que vestía de gala. Con el cabello más blanco y la papada creciente, aún seguía siendo su maestro y amigo. La persona que había guiado sus inicios en el Instituto. El mismo que siempre estaba disponible para solucionar un problema que retrasaba el trabajo. El que maldecía las comisiones por denegarle una ayuda y a continuación soltaba una carcajada. El trabajador infatigable, el animador tenaz.
—Te esperan expectantes —rió al tiempo que le daba un beso en la mejilla.
Marina le agarró del brazo y recorrieron el pasillo circular que rodeaba el primer piso del anfiteatro. Veía las caras alzadas del público, que seguía con curiosidad el paseo ceremonial, y tuvo miedo de tropezar o de torcerse torpemente el tobillo. No estaba acostumbrada a ser el centro de atención. Llevaba una vida discreta entre enfermos y alumnos. Pero las cosas cambiaron cuando apareció aquella periodista. Metió las nances en su vida y, como un perdiguero, empezó a olisquearle el fonendoscopio, el bolígrafo y la bata. La persiguió por la sala hasta que consiguió llevarla al plató de televisión. Y después de aquella entrevista con el doctor Sagunto, se acabó la tranquilidad. Que alguien pensara en ella para honrarla como académica numeraria era un hecho que le causaba perplejidad. Había estado a punto de no aceptar, porque no lo veía claro. Pero sus compañeros, y también Francesc, la convencieron de que había mucha gente a su alrededor que se beneficiaría del reconocimiento, y que tenía que dejarse coronar, tanto si quería como si no.
—El padrino la acompañará hasta el centro de la sala, donde encontrará un atril preparado para la conferencia —la había adoctrinado el presidente de la Academia con una amabilidad extrema. Y añadió—: Para nosotros es un honor tener como académica a la hija del doctor Fontcuberta. Esperamos impacientes los actos conmemorativos del cincuentenario de su tratado. Contamos con usted.
Hacía unos días que había vuelto a tener noticias del doctor Sagunto a través de una carta que le anunciaba la conmemoración de la primera edición del Tratado de medicina interna, los actos oficiales y la publicación de un libro sobre la vida de su padre. Querían relanzar la figura paterna, deseaban el reconocimiento para la posteridad, y solicitaban su colaboración para los actos promocionales. Ella no tenía tiempo para esas pamplinas, y estaba convencida de que únicamente buscaban su propia promoción: que no contaran con ella para esa carnavalada.
Descendió la escalera enmoquetada y comprobó con satisfacción que Francesc se había podido escapar del hospital a tiempo y le sonreía desde un banco de la primera fila. Cuando ocupó el lugar en el atril, justo delante de la antigua mesa de disección de mármol, los ojos se le desviaron dos segundos hacia la tarima de madera, a los pies, al dobladillo hilvanado. De repente se le ocurrió que su trabajo era como aquella costura: contenía la enfermedad, la mantenía en su sitio. Constituía el primer paso, imprescindible, para coser definitivamente las neuronas, una por una, y recuperar la función perdida. Miró el dobladillo. El hilvanado había quedado bien: frágil y consistente, precario y eficaz, efímero y perdurable. Y en el momento de empezar su discurso se sintió orgullosa de aquel olvido. Era lo que correspondía en una ocasión como aquélla.