13
Las aguamarinas de la suerte
Para Marina, las sesiones clínicas fueron muy provechosas. Asistían los médicos, pero también visitantes, como ella, el neuropsicólogo y la supervisora de enfermería. Las historias clínicas eran apasionantes. No solamente contenían una lista de síntomas y posibles diagnósticos, sino que, como un cometa, arrastraban tras de sí retazos de vida colgando. Siempre había aspectos personales, familiares y sociales, que marcaban la patología. Eran historias de trabajadores, de jubilados, de vecinos, de gente de la calle. No hablaban de neurología como de una sección de un libro de texto, ni planteaban hipótesis imaginativas de proyectos de investigación. Eran relatos cercanos y frescos. Tan frescos que muchas veces, al salir, te encontrabas de frente con el protagonista que paseaba por la galería. Al acabar las reuniones, Marina tenía la vaga sensación de que la investigación estaba muy lejos de las necesidades diarias de los pacientes.
Los días de las sesiones tenía la oportunidad de ver a Nelly, porque ella no pisaba la sala de crónicos bajo ninguna circunstancia. Decía que no era compatible con su carácter. En cambio, en las sesiones, la neuróloga se encontraba en su ambiente. Marina había advertido que disfrutaba especialmente de los momentos de enfrentamiento verbal. Al principio adoptaba una actitud de observador ajeno al debate, con el cuerpo separado de la mesa, relajada. Cuando tenía información suficiente del problema, entraba en acción. Nunca tomaba partido por una postura concreta, sino que jugaba con la parte más razonable de cada uno de los bandos. Era como si hubiese sido entrenada en el deporte del debate por el debate. Desdramatizaba, sonreía. Cruzaba las piernas, hacía una broma. Las manos hablaban por ella, la mirada se le encendía. Era más importante el cruce de palabras que las conclusiones a las que se llegaba. A la salida esperaba a los oponentes, y disfrutaba todavía un poco más en el resopón de la discusión. Un observador externo podría suponer una especie de flirteo profesional. Nada más lejos de la realidad, pensaba Marina. Aquello formaba parte de una especie de ejercicio emocional.
Sin embargo, aquella mañana era especial. El viernes anterior habían salido a tomar el café prometido al Eclipse, el local donde actuaba la banda de Francesc. El cartel deslucido de la entrada lo anunciaba: jam session en directo. Al entrar, el olor a oscuridad y humedad se pegaba a la piel, pero enseguida las notas rítmicas invitaban a avanzar entre las luces rojas y azules. Sobre un modesto escenario de un palmo de altura se amontonaban el contrabajo, la batería y el piano vertical de Francesc.
Ellas dos, acompañadas por una decena de clientes que movían los pies o golpeaban las mesas con las manos al compás de la música, se sentaron ante una mesita esmirriada con una vela que goteaba cera.
—Será un café especial, un café desinfectado, casi estéril —le advirtió Nelly mientras pedía dos jamaicanos a un hombre grueso y calvo, con tatuajes en los brazos.
A Francesc se le veía feliz. Era evidente que aquélla era su casa, su alimento, su lecho espiritual. Quedaba claro que aquella música, eludiendo cualquier vínculo con las partituras, era un traje cortado a medida para él. La esencia de la libertad. Y sonaba magníficamente. Las notas del piano, repetidas a rachas sobre la línea de fondo, hacían que el público se sintiera mecido por la melodía.
—¿Te gusta cómo toca? —preguntó de inmediato Nelly, después del primer sorbo del licor de café jamaicano.
—Es fantástico, es el que lo hace mejor.
Era cierto. Era Francesc el que marcaba el ritmo, el que clavaba las síncopas, el que decidía en cada momento el camino que había que seguir.
Cuando hicieron un descanso, Nelly le anunció:
—Tengo un regalo para ti. Pedí una fotografía de tu padre y me la envían mañana por correo.
Marina lanzó una exclamación como si le hubiera tocado la lotería: una pieza de coleccionista para su galería de recuerdos.
Por eso aquella mañana, al acabar la sesión, Marina esperaba ansiosa la fotografía prometida. Bajaban por las escaleras principales del hospital hacia el parque, cuando Nelly sacó un sobre de la carpeta que llevaba en la mano.
—Aquí la tienes —le dijo—, para que veas que cumplo mi palabra.
Marina cogió el sobre, nerviosa, y se sentó en la escalinata. Nelly, situada delante de ella, analizaba su expresión. Era una fotografía en color, de grupo. Le reconoció enseguida. Era de la época en que no llevaba bigote. Debía de ser una cena de congreso porque iban todos muy elegantes. Y mostraba una mirada paciente que ella recuperó enseguida en un rincón de la memoria.
—Esta es mi madre, casi no se ve. —Nelly se sentó a su lado y le señaló una cara pequeña en la segunda fila, que miraba tímidamente a la cámara—. Y el que está a su lado es mi padre.
—Te pareces más a tu madre, ¿no?
—Soy más bien una mezcla genética.
Marina le dio un beso que le salió del alma.
—Muchas gracias, Nelly, no sabes cuánta ilusión me hace.
A pesar de que era una persona poco dada a compartir secretos y emociones, había que reconocer el interés que había mostrado la americana por los recuerdos de su padre. Se lo había prometido y se había preocupado de pedirle a alguien, al otro lado del mundo, que le escaneara y le enviara la fotografía.
—Y mira ésta. —Nelly sacó otra instantánea de la carpeta. Era de Francesc y ella, en la cena de Madrid. A Marina le parecía que habían pasado siglos desde el congreso—. Me la han enviado, me encanta.
Los dos miraban a la cámara, radiantes, felices. La proximidad de la americana le sentaba bien a Francesc.
Nelly la guardó de nuevo. Suspiró y depositó la carpeta sobre la falda.
—Dice Francesc que ya has terminado la revisión de historias.
—Prácticamente. En un mes habremos acabado el reclutamiento.
—¿Estás contenta?
Marina se entusiasmó explicándole que trabajar en la sala había sido más agradable de lo que había supuesto. Le confesó que la vertiente clínica le había atraído enormemente y que el contacto con los enfermos había sido extremadamente gratificante.
—Francesc es muy buen médico, y le estoy muy agradecida. —Y no pudo evitar añadir—: Es una lástima que no se promocione más.
Marina siguió con el tema de Francesc, confiada en que contaba con la complicidad de la neuróloga. Le expresó su preocupación por su estilo de vida, sin compromisos profesionales —evitó mencionar los sentimentales para no herirla—, sin darse cuenta de que con tanta renuncia se estaba quedando fuera de juego. Francesc era, a fin de cuentas, un cerebro desaprovechado.
Nelly se mantenía en silencio con los brazos cruzados sobre la carpeta. Parecía una ejecutiva del hospital escuchando las explicaciones banales de la auxiliar. Sonreía plácidamente, como si no diera importancia a lo que oía, y tan sólo añadió:
—Es cierto.
Marina había llegado a la conclusión de que, con aquella manía de encerrarse en el pabellón de crónicos, el hospital perdía un gran médico, un magnífico especialista y una persona admirable. Hablaba con vehemencia, y la mirada de Nelly se volvió fría y fulgurante, como la de un cazador que vigila a la presa. Dejó la carpeta a un lado y soltó una carcajada.
—¿Siempre te preocupas tanto de tus amigos?
Marina interrumpió el discurso, sorprendida.
—Simplemente lo siento por él —se disculpó.
—No tienes por qué sentirlo. Es su vida y hay que respetársela. La aversión al compromiso a veces tiene raíces insondables —lo dijo como si diera a entender que ella conocía a fondo a Francesc y sabía cómo manejarlo.
Sacó un peine del bolsillo de la bata y se lo pasó por el cabello. Hacía viento e iba un poco despeinada. Se peinó lentamente, con precisión.
Marina tragó saliva en silencio.
—¿Te gusta el cabello corto que llevo? —le preguntó Nelly.
—Sí, me gusta cómo te queda.
—Es mejor.
—Más práctico, ¿no?
Nelly la miró y guardó el peine en el bolsillo.
—Y más seguro —dijo con severidad, como si fuese una sentencia.
Entonces le soltó una pequeña disertación sobre el aspecto externo de la mujer científica. Le explicó que, desde su punto de vista, en aquel mundo era mejor mostrar una apariencia discreta y pasar inadvertido. Aquello funcionaba por arquetipos. Una mujer que se dedica a investigar no debería tener tiempo para minucias.
Al principio no se tomó en serio las palabras de Nelly. Le resultaba difícil pensar que hablaba de cuestiones concretas, que no se trataba de abstracciones ni metáforas.
—Mira, si tienes la mala suerte de ser guapa, tienes que disimularlo. Cabello corto, gafas, zapato plano, ropa ancha. Es lo que siempre dice mi madre. —Inclinó la cabeza como si se hubiera quedado absorta.
—Tal vez en su época... Pero ahora las cosas han cambiado —defendió Marina extrañada—. ¿No me digas que no puedo llevar un vestido corto, ni tacones ni el cabello suelto?
—Por supuesto que puedes hacerlo. Pero entonces no esperes que nadie te tome en serio. Y peor aún, la gente puede pensar... —Calló de golpe.
—¿Qué puede pensar?
—Pues...
Francesc bajaba la escalera, y Nelly dejó la frase en el aire.
—¿He interrumpido algo? —El médico se quedó de pie con las manos en los bolsillos.
—Hablábamos de las fotografías que le he traído —reaccionó Nelly dando por acabado el tema.
Cuando se marchaban, todavía añadió:
—Son consejos de amiga.
Y lo decía muy seria.
* * *
Marina, sentada en la escalinata, jugaba distraída con el sobre de la fotografía. Lo cogía por las puntas y daba vueltas al envoltorio. Nelly estaba enterada de su problema personal con GM, y no sólo eso, sino que creía que era parcialmente culpable de lo que le ocurría. A Marina le gustaban las camisetas ceñidas, los pantalones bajos, las faldas cortas y los colores vivos. Según Nelly, nada de esto daba la imagen de una investigadora seria. Muy al contrario, era del todo compatible con la de una escaladora profesional, dispuesta a todo con tal de ganar posiciones. Gemma le había hecho una crítica parecida. Había puesto pistas falsas allí donde no había nada. Se sintió mal. Las cicatrices eran aún recientes, y los reproches la afectaban más de lo que quisiera. Arrastraba una carga de inseguridades y dudas que hacía difícil avanzar y decidirse sobre el futuro.
Desvió la mirada hacia el otro lado del jardín. La cima de hormigón del Instituto sobresalía entre los eucaliptus. Llevaba ya tres meses en el exilio y, según el acuerdo con Nadia, le quedaban cuatro semanas más. Luego, tendría que regresar, porque el gerente ya la había informado de que no se permitían cambios de centro y encontrar una beca posdoctoral era impensable. Miquel siempre la animaba a tener paciencia. Un día le prometía una plaza, al día siguiente una beca a cargo de un proyecto o, incluso, que podría firmar contratos con la industria. Un futuro incierto y fluctuante que no la tranquilizaba en absoluto.
No había vuelto a ver a GM desde el día que abandonó el Instituto. En ningún momento, durante aquellos meses de deportación, había deseado que se estrellara el avión en que viajaba, ni que se electrocutara en un accidente de laboratorio, ni siquiera que una epidemia de virus mutado arrasase el primer piso del centro. No le deseaba ningún mal, tan sólo que la dejara en paz. Sin embargo, presentía que para eso faltaba aún mucho. Y lo sabía porque él se escondía. No le había visto ni un solo día por el hospital, cuando antes era habitual que se paseara por la sala de neurología. Intuía que debía de existir todavía un nexo de unión y, mientras se mantuviera ese lazo, seguiría existiendo el espíritu de venganza. Y esto la inquietaba.
* * *
Desde la cocina, la mujer oyó el repicar de los dedos sobre el cristal y se sobresaltó. Hacía semanas que no recibía el saludo diario de Marina. Se apresuró a bajar el fuego para salir a saludarla. Pero el ascensor ya subía gimiendo hacia el cuarto piso.
Angelina sacudió la cabeza como negando un pensamiento rebelde. Desde Navidad Marina no era la misma. Pasaba por la portería como un suspiro, silenciosa y delgada como un fideo. Y la evitaba, estaba convencida. Pero el saludo del vidrio era una buena señal. Regresó a la cocina para apagar el caldo. Le subiría la cazuela con un poco de asado. Si no la cuidaba ella, no lo haría nadie.
Marina le abrió la puerta. La hizo entrar, e incluso la dejó pasar hasta la cocina. La niña estaba contenta, ya se veía. Le repetía que aquel caldo sí que era de verdad, y no como el de sobre, que no valía nada. Después de depositar la cazuela sobre un trapo doblado, para no dejar marca sobre el mármol, la niña le tiró del delantal hacia el comedor.
—Ven, que te enseñaré una cosa.
Sobre la mesa estaba abierto el álbum de fotos familiar.
—Me han dado una fotografía de papá. —Y le enseñó la fotografía en color.
Angelina se puso las gafas. Sí, era el señor rodeado de gente. Debía de tener cuarenta y bastantes.
—Debe de ser en un congreso porque sale la madre de la chica que me la ha dado. ¿La ves? La doctora Xifré. Trabajaba con papá.
Era una mujer joven que quedaba medio oculta por el resto de la gente. No se la veía contenta. Todos se reían menos ella.
—Se la ve un poco huraña, ¿no?
—El de al lado es el marido, que no era médico.
—Parece un hombre de negocios.
Y, dejando la fotografía sobre la mesa, hojeó con avidez el álbum.
—Estaba mirando de qué época debe ser. ¿Yo ya había nacido?
El señor ya no llevaba bigote, o sea que debía ser antes de morir la señora. Porque durante el embarazo volvió a dejárselo.
—Aquí aún no.
—¿Y tú ya estabas en casa?
—Desde el primer día, niña, desde que se casaron.
Sí, entró a servir en aquella casa desde el primer día. Ellos eran sus señores. Hacía tantos años.
Marina pasó las hojas hacia atrás, hasta la boda de sus padres.
—Qué jóvenes y qué elegantes...
Se miraban a los ojos a la salida de la iglesia. Ella, tan delgada entre pliegues blancos y guirnaldas de flores, con el ramo desmayado sobre la caída de la falda. Él, orgulloso, con un traje oscuro y corbatín de terciopelo. Angelina recorría con el dedo las fotografías, como si fuesen una hilera de palabras que pudieran leerse.
Aquel día no la ayudó a vestirse. Era la chica nueva y permaneció en segunda fila, observando cómo las criadas de la casa ayudaban a acicalar a las señoras entre secadores y pinzas para alisar el cabello.
—Tu madre, niña, era como un lirio, pero ya lo sabes, delicada de salud.
No le dijo que tenía el corazón débil y los latidos maltrechos, y que por eso le habían recomendado no tener hijos. Los señores lo supieron desde el primer día. Y se notaba en el ambiente, mezclado con todas las palabras que se decían. Él tenía más fuerza, más poder. Él sí que era fértil.
—Mira qué vestido. Aquí no parece enferma.
La señora estaba de pie en el balcón. Al fondo se adivinaban las casas de delante. El sol le blanqueaba media cara, y sujetaba con la mano un cubo. Le gustaba cuidar las plantas y lucirlas. Lo hacía ella sola. Ve, ve adentro, que aquí pasa aire. Como si ella fuese la enferma. Sí, recordaba aquel vestido de algodón con rayas. Se lo había lavado a mano muchas veces. Lo hacía con un jabón líquido especial, porque la señora tenía la piel sensible, casi transparente. Ella la ayudaba en todo para que no se fatigara.
—Y aquí tocando el piano.
Pasaba muchos ratos con la música. Interpretaba las piezas con dulzura, con ternura, como si hablase con el instrumento. Incluso algunas veces la había encontrado en silencio, acariciando tan sólo las teclas con sus dedos delgados. Qué blanca, qué refinada era la señora. Cómo envidiaba aquellas manos tan suaves...
—Ésta es aquí, en el salón.
Sonreían ambos desde el sofá, el señor sentado en el brazo del asiento.
—Esta la hice yo, me acuerdo como si fuese ayer —dijo Angelina.
El salón era su escenario. Los recordaba por las noches escuchando música, tomando un Martini en aquellas copas triangulares, con una aceituna pinchada en un palillo. Ella se quedaba embelesada mirando a la señora, con aquel cabello recogido pero sedoso, moldeado en torno a su cara de niña enferma.
Angelina pasó la página. El señor con la torre Eiffel de decorado, y después otras ciudades extranjeras, porque de no ser así no se habría hecho otras fotos en medio de una calle o de una plaza. Era primavera u otoño, porque vestía el traje de entretiempo que nunca quedaba bien planchado cuando lo llevaba a la tintorería.
—Papá de viaje. ¿Mamá no iba nunca con él?
—Tu madre prácticamente no salía de casa.
El señor no la animaba a salir. Ya le iba bien tenerla encerrada en el piso. La señora no se quejaba nunca. Leía, escuchaba música, hacíamos los álbumes de fotografías. Hablábamos las dos de muchas cosas. De la familia Torras, de los tíos franceses, de su prima y sus hijos. Y de cómo le gustaría que fuesen los suyos. Pobre mujer.
—Aquí papá dando una conferencia. —Marina le miraba orgullosa.
—Tu padre era un médico muy famoso. Siempre le invitaban a todas partes.
Angelina suspiró. Aquí haciendo esto, aquí haciendo lo otro. Cuántas noches la llamaba diciendo que llegaría tarde a causa de un imprevisto. Y la señora se quedaba con el tocadiscos y el Martini, tan colgada como aquella aceituna flotando en la copa.
—Y aquí mamá cuando me esperaba a mí. Se puso guapa aquel día. —Marina había llegado a las dos imágenes de su madre embarazada. Llevaba un vestido escotado y recogido debajo del pecho, y mostraba orgullosa el vientre hinchado bajo los pliegues de la ropa. Y en el cuello lucía la piedra azul—. Las únicas fotos que tenemos juntas.
Sí, aquellos días a la señora le cambió el semblante. Recordaba que aquella noche estaba muy inquieta, mirando el teléfono, asomándose por la ventana, con los ojos brillantes, como enfebrecidos. Finalmente, mandó que le hiciera un recogido en el cabello, y se vistió con la bata de seda, con una gota de perfume en el lóbulo de la oreja. Y puso el tocadiscos y preparó los Martinis, que desde hacía años ya no se servían en aquella casa. Y cuando llegó el señor, la señora le anunció que estaba embarazada. El señor tenía los ojos húmedos y, como la señora decía que no había peligro, quiso creerlo y al día siguiente le regaló el colgante con la piedra azul.
—Es la aguamarina que llevo yo. —Y palpó la superficie brillante del álbum para asegurarse de que era la misma.
Parecía que las aguamarinas iban a arreglarlo todo. Porque la señora se puso tan contenta que también le encargó unos gemelos con piedras azules. Y, cogidos de la mano, volvieron a las noches de música y luz tenue, y se reencontraron como si fuera el principio del matrimonio.
Las aguamarinas de la suerte, símbolo del amor feliz. Las gemas azules, que tenían propiedades curativas, decía la señora, que lo había buscado en los libros. Reforzaban las defensas, el hígado, el bazo y no sé cuántas cosas más. Sin embargo, las piedras no pudieron hacer nada por ella. El embarazo era cada día más gravoso, y la señora se debilitaba y pasaba el día en la cama. Pero abría los ojos desmesuradamente, como si fuera una visionaria enfebrecida. El parto se adelantó y, aunque la niña nació bien, la señora murió casi de inmediato. Y aquel hombre se quedó solo, y la niña sin madre.
Una página en blanco en el álbum daba paso a un recordatorio en blanco y negro pegado a las páginas adhesivas. Angelina miró a Marina bajo la luz de la mesa. A la niña no parecía afectarle en absoluto aquel cartoncito con la despedida de su madre. Descanse en paz.
—Fueron unos días de dolor muy hondo, y tú no parabas de llorar como si reclamases su presencia. —La voz se le quebró mientras le pasaba la mano por la espalda—. Tu padre no sabía qué hacer. Nunca le había visto tan perdido.
El señor le pidió que se quedara para criarla, y Angelina, por encima de todo, le había prometido a la señora que, si pasaba algo, se ocuparía de ella.
—¡Qué pequeña y enclenque!
Era Marina recién nacida, con las piernas encogidas y mirando a la cámara con ojos muy vivos.
—¡Qué dices! —recuperó la voz—. Si eras la niña más guapa del mundo. —Y con un tirón cogió el álbum con ambas manos—. Mira qué cabello más rizado y qué manitas. —Y pasaba las páginas con placer—. Con el jersey azul, y aquí salpicando en la bañera.
Marina lo recuperó y volvió a abrirlo sobre la mesa.
Y hay que ver en qué mujer se ha convertido. Qué carácter. Angelina la miraba negando con la cabeza. Qué genio. Se frotó las manos como si no supiera qué hacer. Las tenía rojas y agrietadas. Habían cambiado pañales, dado papillas, peinado cabellos, acariciado mejillas y consolado penas...
—En la masía del Montseny —exclamó Marina.
Tres imágenes en la masía de los tíos Torras. La señora Magda y el señor Jordi, sentados bajo un porche, con las niñas en la falda y Marina de pie. A Marina siempre se la llevaban unas semanas en julio. Decían que era un pacto de familia o no sé qué. Y a ella la facturaban al pueblo, de vacaciones.
—Parecéis unas muñecas, con estos tejanos de peto.
—La tía nos hizo poner ese pañuelo en la cabeza para darnos un aspecto más campesino.
Marina pasó página. Era una plana de azules intensos. Cielo y mar se mezclaban bajo el plástico de la hoja adhesiva.
—Papá y yo en la barca.
—Aquí tenías siete años. Fue cuando se compró la barca nueva, la Marina II, ¿te acuerdas?
—¡Cómo no! Era su juguete favorito.
—¡Qué bien lo pasabais los dos!
Carne y uña. El señor adoraba a las dos Marinas, la hija y la barca. Los veranos en Cap Roig los pasaban en el mar. Y cuando volvían, ella tenía que ir recogiendo arena por todo el baño y poniendo crema en la espalda de la niña. Aquel hombre no se daba cuenta de que una criatura no puede estar todo el día al sol. Discutían a menudo. El señor cada vez era más intransigente con ella.
—Aquí se le ve ya mayor —suspiró Marina emocionada.
Era el otoño en que se jubiló. Se hizo una fotografía con los primos franceses que vinieron por el puente de Todos los Santos. Se le veía despeinado por el viento, y llevaba el abrigo nuevo que le quedaba ancho.
—Es que ya tenía unos cuantos...
Era un jubilado amargado, ni más ni menos. En casa todo el día estaba insoportable. Si tropezaba con ella por el pasillo, pegaba un bufido. Si entraba en la cocina, era para gritarle. De modo que en cuanto tuvo la oportunidad, se la quitó de encima y la puso de portera. Y ella, encantada. Porque en aquellos momentos lo único que le quedaba era la niña, y quería tenerla cerca.
Miró a Marina, que se había quedado silenciosa delante de la hoja en blanco con el otro recordatorio. Pobre niña, como había sufrido con la muerte de su padre.
El señor murió una noche sin avisar a nadie. Le encontraron en la cama, frío y tieso como un pájaro. Marina tuvo un disgusto mayúsculo, no podía parar de sollozar abrazada al cuerpo de cartón. La muchacha se quedaba sola. Como era natural, una criada no significaba nada, aunque la quisiera como a una hija. La muchacha se empeñó en arreglarlo en casa antes de que vinieran los de la funeraria para el entierro. Se le había metido en la cabeza que a su padre le enterraran con un recuerdo de su madre y otro suyo. Y le metió los gemelos azulados en la camisa y un papel doblado en el bolsillo de la americana sobre aquel corazón más parado que un reloj de cadena. La pobre niña le había escrito una poesía sobre el mar que tanto les gustaba, porque todo el día andaban con versos y canturrias.
Marina cerró el álbum y suspiró.
—Ya está. Todo archivado.
Le dio un beso y la acompañó al recibidor.
Mientras bajaba por las escaleras, Angelina todavía conservaba el recuerdo de las imágenes de todas aquellas vidas, que también eran la suya. Abrió pesadamente la puerta de su habitáculo. Buscó a tientas el interruptor y se dirigió a su dormitorio. En el primer cajón de la cómoda los encontró. Envueltos en un pañuelo de hilo, los dos gemelos abrían los ojos azules, brillantes y frescos, como dos niños recién nacidos.
—Que Dios me perdone. —Y se secó una lágrima. Bien se merecía un recuerdo, después de tantos años.