XVIII
EPÍLOGO
Pasé dos días enteros en la cama de Myrtelle, de la mañana a la noche, e incluso conseguí que mi amiga me sirviera las comidas allí. No le había contado dónde había estado ni qué había sucedido. Sherlock Holmes y el coronel MacDare me pidieron que guardara silencio por el momento, pero no tenían por qué haberse molestado, pues yo no pensaba hablar con nadie de ese asunto: Nadie me habría creído.
El tercer día después del apocalipsis en Camp Briton, un soldado entró en el burdel de Myrtelle, subió a la habitación y me entregó un sobre en mano. En el interior había una carta muy breve, donde por una parte se me agradecían los servicios prestados a la patria, y en nombre del Rey y de todo el Gobierno me felicitaban calurosamente, y por otra parte me sugerían no mencionar dichos servicios en modo alguno, lo que era una evidente amenaza.
La carta estaba firmada por Mycroft Holmes, y aunque en el remite figuraba el Club Diógenes y una dirección de Pall Mall, el lacre que cerraba el sobre llevaba el sello de Whitehall.
Rompí el papel en mil pedazos, y habría hecho todo lo posible por olvidarme de esa terrible experiencia si el señor Sherlock Holmes no me hubiera enviado una de sus sucintas notas una semana después:
«Venga a Baker Street. Honorarios pendientes. Quizá un último trabajo. S.H.»
De modo que volví a ponerme la ropa de faena y salí a la calle.
En Camford apenas había intercambiado una palabra con el señor Holmes, pues cuando regresamos a Chequers para tomar un bocado, yo estaba todavía medio dormido, y fueron Barker y Watson los que se pusieron a charlar como cotorras. Por su parte, Sherlock Holmes había permanecido en silencio, creo que, como yo, en estado de sopor. Y al regreso a Londres en tren, el viaje fue igualmente tranquilo, pues solo se escuchaban las maldiciones de Barker contra Seth Pride y su gente, y los comentarios de Watson acerca de lo satisfactoria que había sido la experiencia de dirigir al colosal gorila de hierro, aun a pesar de todos los horrores que habíamos visto.
Ahora, al llamar a la puerta del 221 de Baker Street, me preguntaba si mi patrón solo deseaba liquidar nuestras cuentas pendientes, o si por el contrario quería algo más de mí. Hacía mucho frío en la calle, y justo cuando la puerta se abrió, un carro se detuvo enfrente de la casa.
—Buenos días, Mercer.
Curiosamente, fue el mismo Sherlock Holmes quien me abrió su casa y no el botones, con quien, recordé, aún tenía algún trato entre manos.
—Billy me ha dicho que no quiere abrirle a usted, pues tiene miedo de que vuelva a engañarlo —me dijo el señor Holmes—. Y le creo.
—Son cosas de niños —dije yo.
—Acompáñeme, por favor.
El vestíbulo estaba repleto de bultos, baúles y maletas, y tuve que saltar por encima para seguir a Sherlock Holmes hasta las escaleras.
Subimos al primer piso, donde el detective tenía sus habitaciones, y cuando pasamos al salón me encontré con que todos los libros de consulta, los licores, la mesa con los productos químicos, los índices, la babucha persa, el retrato del general Gordon, todo había desaparecido. Sobre la repisa de la chimenea había un sobre clavado con una navaja, y el señor Holmes lo cogió y me lo entregó.
—Esto es lo que le adeudo por sus servicios, señor Mercer —me dijo.
Abrí, y allí adentro había un buen aguinaldo.
—Pero usted no debe de haber cobrado ni una libra por este último caso —le dije—. Actuaba a petición de Barker, que tampoco ha obtenido beneficios.
—En efecto. Pero el señor Barker ahora tiene todo Londres para él y no le va a faltar trabajo en esta época tan extraña que nos toca vivir. Y usted, amigo Mercer, no trabaja gratis. Tómelo con mi bendición.
Asentí y me guardé el dinero en el bolsillo del abrigo.
—¿Recibió usted la carta de Mycroft? —preguntó como quien no quiere la cosa.
—Sí.
—Ya ha visto que mi hermano puede ser sutil cuando lo desea…
—No tanto como usted, señor Holmes.
Sonrió.
—Ya —dijo—. Pero no creo que la prohibición de mencionar los hechos acaecidos en Camp Briton me incluyan a mí. ¿Hay algo que desee saber al respecto?
Lo pensé durante unos segundos y dije:
—En realidad, no.
—¿Ni siquiera le gustaría conocer el misterioso destino del señor Timothy Jekyll?
—Lo dejé al cuidado de…
—Ya, ya me lo dijo en su momento. Pero la señorita Alice Morphy apareció justo donde usted la había dejado… muerta, por cierto, y en un estado bastante lamentable.
Lo más parecido que he visto en mi vida es el cadáver de Marie Kelly.
—Yo no…
—Lo sé, Mercer. Usted no lo hizo, por supuesto. Y Jekyll ha desaparecido… aunque no del todo. Me han llegado noticias de un caballero que ha realizado alguna proeza especialmente insólita en París, un individuo joven y rubio que lucía una extravagante joya… Además, el señor Pride me escribió desde Escocia para decirme que en el trayecto de vuelta a su hogar llevaba un polizón a bordo. Se trataba de alguien llamado Hyde, Jackson Hyde. Y por desgracia, logró arrebatarle la piedra zolteca a Pride. ¿Es usted capaz de unir los puntos y ver el dibujo completo, señor Mercer? Claro que sí.
—Entonces…
—Prefiero dejar estar el asunto de Jekyll, y sobre todo, olvidar lo que sucediera realmente en el Aula 14 cuando usted dejó solos al joven y a Alice Morphy. Me hago una idea, y no deseo conocer los detalles. Y a fin de cuentas, fui yo quien le pidió a usted que se quedara con ellos, ¿no es así? Así que le ruego que no proteste.
—No lo haré… —Estaba claro: Me había pillado, pero por suerte, al jefe le daba igual… ¿O es que habría previsto lo que iba a suceder, y que yo, como buen cobarde, iba a permitir que ocurriera lo que ocurrió…? En cualquier caso, yo también quería cambiar de tema—. ¿Sabe usted qué sucederá con Camp Briton?
—Tuve una larga reunión con Mycroft y con sir Hilbert West —explicó—. Camp Briton ha sido esterilizado y seguirá adelante. Ya ve que se ha silenciado todo el asunto, incluso se han tomado medidas en Foggerby y Acorn Village para que sus habitantes piensen que ese asunto de un «mono gigante» es tan solo una alucinación colectiva… Por cierto, que el coronel MacGregor ya no estará al frente de la base.
—¿No?
—Vuelve al servicio activo. Sir Hilbert lo envió a un pueblecito llamado Midwich, donde tienen algún tipo de problema con unos niños… muy apropiado para una organización con un nombre tan infantil como el «Escuadrón de las sombras» ¿eh, Mercer? Y el profesor Voight y su amigo el cazador se marchan al centro de África, con la venia de Whitehall, por supuesto. Quieren llevarse a Mightech con ellos para realizar una investigación antropológica con una tribu especialmente conflictiva, los Araki, si no me equivoco.
Más aventuras para esa panda de chiflados, me dije. Que se las quedaran ellos.
Aún quedaba pendiente el tema de ese último trabajo para Sherlock Holmes. Llevaba toda la mañana recordando al misterioso «H. Lowenstein», que era el responsable último de todo este drama. Me temía que el nuevo caso fuera a desembocar en un largo viaje por Europa y más horrores, y así se lo hice saber.
—Ya no tenemos motivos para preocuparnos por Lowenstein, amigo Mercer. Sir Hilbert envió a uno de sus agentes a Praga, y por lo que Mycroft me ha dicho, es un caso resuelto. Así que después de todo, no tendré unas palabras con ese caballero bohemio.
—Pero es un asunto muy delicado y…
—Mandaron a Crandle, Mercer. No creo que Lowenstein haya sobrevivido.
—Comprendo, señor Holmes. En ese caso, ¿en qué puedo ayudarle? ¿Cuál es ese último trabajo? ¿Algún cliente importante y de última hora?
—Vamos —dijo, y descendimos las escaleras—. Watson no está disponible; después de lo de la otra semana, su mujer le ha prohibido verme durante un mes. ¿Qué le parece esa arpía?
Me encogí de hombros.
—Así que, mal que le pese, Mercer, es usted mi último recurso —dijo.
—¿Y bien?
—Eche un vistazo a su alrededor. El vestíbulo. Las maletas. Los bultos.
—No comprendo…
—Señor Mercer, ¿me ayudará usted a realizar la mudanza hasta Fulworth? Está a cinco millas de Eastbourne, en los Sussex Downs, y se lo compensaré debidamente. Tengo billetes para los dos, y el tren sale dentro de dos horas. ¿Cree que nos dará tiempo a cargar todas mis pertenencias en ese carro, amigo mío?
Entonces me dije que el mundo no solo iba a perder a su mejor detective, sino también a uno de sus mejores hombres.
FIN