XI
LA JAULA
Mi estancia en la cárcel me había convertido en un alérgico a las prisiones, o mejor, a la idea de que alguien me encerrara. Cuando esos militares nos atraparon al señor Holmes y a mí, me imaginé de nuevo en una celda y la idea no me gustó en absoluto.
Había pasado diez años de mi vida en la penitenciaría de Newgate, y al contrario que el coronel Sebastian Moran, de quien Watson me había hablado, mi retrato no apareció nunca en ningún calendario de criminales célebres. No había hecho nada para merecer tal honor, pues antes de trabajar con Bernard Barker y con Sherlock Holmes, fui un delincuente de los llamados «comunes».
Entré en Newgate en 1875, cuando tenía veintisiete años. Como ya he dicho, aprendí el oficio de niño, en esa edad en que trampear por las calles, darle el palo a los borrachos y robar a las ancianitas no es más que un juego. Es cierto que la pasma me pilló un par de veces, pero los agentes se permitían cierta manga ancha con los críos: se limitaban a darnos una buena paliza y luego nos dejaban en la calle, doloridos y sin un penique. Algunos de mis compañeros no tuvieron tanta suerte, y acabaron en fosas comunes del cementerio.
Me cazaron —a mí y a Donnie Fell y a Tipsy Gruber— cuando robamos en una casa de empeños en Limehouse. Era propiedad de un avaro chino, del que habíamos oído decir que tenía una fortuna en oro en su establecimiento. No era cierto, pero encontramos un buen pellizco en metálico, más algunas joyas que, sin duda, también eran robadas. Entramos por la noche en la tienda —Donnie era un genio con las cerraduras—, arramblamos con todo lo que pudimos, y en la puerta nos esperaban dos agentes de la poli, entre ellos el famoso Johnny el Honrado. No solo nos detuvieron a los tres y nos apalearon allí mismo, en mitad de Druid Street, sino que el Honrado se quedó con las joyas. Y aun así tuvimos suerte, pues si nos hubieran dejado en manos del viejo chino, seguro que nos habría cocido vivos o algo todavía peor. Los chinos parecen dóciles, pero cuando lo desean pueden ser unos auténticos bastardos.
La cárcel fue uno de esos infiernos que solo puedo comparar con una enfermedad muy dolorosa que no te acaba de matar… algo parecido a que te crezca un corazón con dientes que te va devorando de dentro hacia fuera, y que te convierte en una cosa muy distinta a la que eras al principio. Muchos de los que pasan por allí salen convertidos en crueles asesinos —Tipsy mató a dos irlandeses en Newgate, y al salir a la calle desapareció sin dejar rastro; a Donnie, por el contrario, le cortó el cuello un tipo enorme al que llamaban Tom Boy—. En mi caso, cuando volví a las calles, y después de lo que había visto tras las rejas, decidí que nunca más me volverían a enchironar. Pasé dos años penando en cualquier trabajo de mala muerte: estuve en un matadero de Whitechapel, limpiando en bares, y sí, volví a trampear un poquito, como cuando era niño y le mangaba la cartera a los señoritos que se adentraban en nuestros barrios en busca de mujeres. Y por la época en que Jack el Rojo empezó a sembrar el terror en Londres, yo ya era chivato habitual de algunos polis. Era un buen método para evitar que me metieran entre rejas si me trincaban… pero no tan bueno, pues corría el peligro de que en cualquier momento, mis propios amigos y compañeros del hampa me arrojaran de cabeza al Támesis con unos cuantos ladrillos en los bolsillos del abrigo. Dentro y fuera de la cárcel, los soplones tienen un promedio de vida muy bajo.
Fue en aquella época precisamente, a finales de 1888, cuando conocí a Bernard Barker. Por entonces, tanto la Metropolitana como el Yard estaban metidos hasta las cejas en el asunto del Destripador, y Johnny el Honrado y otros piesplanos de cuidado no me dejaban en paz. Fui yo el que soltó los nombres de Ostrog y de Klossowski —dos rusos locos que andaban por Whitechapel cargados de cuchillos— delante del inspector Abberline, que en ese momento se encontraba en compañía de Barker… No sé qué diablos estaba haciendo el detective en la comisaría, aunque por lo que averigüé más tarde, Barker era amigo de un jefazo de la época, el infame comisionado Warren —otro «hijo de la viuda»—, y quizá el detective también anduviera tras la pista de Jack. La mención de los rusos me valió la simpatía de Barker, que automáticamente los consideró sospechosos importantes, y así se lo hizo saber a Abberline. Poco después, cuando el tema de Jack el Salsitas se enfrió, Barker se puso en contacto conmigo para que le hiciera un par de recados sin importancia. Y así, abandoné el chivateo y me convertí en un sabueso, con un pie en los bajos fondos y otro en el lado cómodo de la ley, esto es, lejos de los calabozos.
(Por cierto, que si alguien en este mundo sabe quién era Jack el Destripador, ese es Sherlock Holmes. Una vez le pregunté por el caso y me dijo que se trataba de «un asunto para el que Gran Bretaña estuvo preparada, pero ya no lo está". A saber qué quería decir con eso. Yo, personalmente, pienso que el asesino era ese judío polaco al que llamaban "Delantal de Cuero». Debieron lincharlo cuando tuvieron ocasión).
Pero me estoy yendo por las ramas.
Mi horror ante la posibilidad de verme en la cárcel de nuevo —o al menos, en una celda militar— me dio alas aquella mañana de octubre de 1903, y salí corriendo por el pasillo como un pollo sin cabeza. Cuando rememoro ahora mis movimientos, no consigo recordar qué hice exactamente para salir de aquel edificio: Creo que me metí en un aula, luego en un cuarto de escobas que tenía una portezuela por la que llegué a los pisos superiores, y luego más escaleras, laboratorios y un despacho en el primer piso. Supongo que ya debía de haberse hecho oficial el anuncio de que se suspendían las clases en señal de duelo por la muerte del profesor Presbury, porque no me crucé con nadie.
Salté por la ventana y caí sobre un seto. Y no, no me rompí ni un hueso. Tuve suerte.
Ahora debía plantearme las cuestiones importantes: ¿Adonde ir? ¿Qué hacer? ¿A quién pedir ayuda?
La primera idea que se me pasó por la cabeza fue correr hacia la estación de Camford y tomar el primer tren que regresara a Londres. Utilizar el recurso de los cobardes nunca me ha amilanado; a la hora de huir, soy todo un valiente. Pero después pensé que quizá podría buscar a Barker y al doctor Watson para explicarles lo que había sucedido, pues quizá ellos le encontraran algún sentido. En esos momentos, no entendía por qué unos soldados del Ejército de Su Majestad Eduardo VII querían nuestras cabezas. Y toda aquella diatriba que había escuchado acerca de operaciones secretas y espionaje se me antojaba un tanto fantástica y lejana. Y además, había visto —valga la contradicción— a un hombre invisible con una mano de hierro… ¿Qué significaba que un coronel de una agencia secreta de nuestro Gobierno anduviera en tratos con científicos chalados que jugaban con venenos capaces de convertir a los muertos en caníbales andantes? ¿Traición a Inglaterra?
Y al detenerme a pensarlo durante un segundo, empezaba a ver el dibujo con bastante claridad. Y no me gustaba nada la idea de que nuestro enemigo en este escabroso asunto fuera una oscura sección de la Inteligencia Militar. En el mejor de los casos, nos iban a fusilar a todos.
Rodeé el edificio no con tanta prudencia como habría debido, y me detuve en una esquina de los jardines, oculto tras un árbol. Desde allí podía ver la entrada, donde había una docena de soldados al pie de las escaleras. Y por desgracia, también vi allí al doctor Watson, que tenían las manos esposadas a la espalda. Sin embargo, Barker no estaba, lo que podía significar que también había logrado zafarse de los militares, o bien que lo habían cosido a balazos. Como no había escuchado disparos, quise pensar (era un deseo más que otra cosa) que había sucedido lo primero.
Por la puerta principal salieron el coronel y sus hombres, que escoltaban a Sherlock Holmes, ahora también esposado. Sangraba por la nariz y cojeaba un poco, de lo que deduje que le habían zurrado la badana.
Sin embargo, el Maestro sonreía.
Me gustaría decir ahora que la visión de ese hombre extraordinario, que se crecía ante la adversidad de forma sistemática y presumía de ello, me infundió nuevas esperanzas y fuerzas para continuar. Pero lo que en realidad sucedió entonces fue que vi cómo MacDare gritaba unas órdenes a los soldados que estaban en la puerta, y estos se dividían en grupos y salían a rodear el edificio por los jardines. Y yo, claro, eché a correr por donde había venido.
Como no conocía Camford, ni estaba familiarizado con la zona universitaria, no me importaba entrar en un lugar u otro, de modo que salté una valla de la parte trasera de los jardines y me metí en el edificio contiguo. Lo cierto es que entonces yo ya tenía una edad respetable, y no estaba preparado para competir en velocidad con los muchachos de los fusiles, de modo que mi mejor opción —al menos a simple vista— era ocultarme en el recoveco más recóndito y esquivo. Estaba seguro de que mis perseguidores se disponían a peinar toda la universidad, pero ¡qué diablos!, yo tenía intención de ponérselo difícil.
Me colé por una puerta de servicio, junto a lo que parecía un taller donde había aparcados un par de esos automóviles que podían verse en Londres cada vez más. Tenían las capotas abiertas, pero nadie estaba fisgando en su interior.
Al fondo había una puerta doble que conducía a un corredor sin luces. Allí encontré otra entrada (o salida) que comunicaba con un vestíbulo amplio, donde pude ver a dos o tres muchachos cargados de libros, cuchicheando entre ellos, y a un par de tipos mayores vestidos con togas. No era mi camino.
Volví atrás, me introduje en el taller —que en otro momento debía haber sido una caballeriza— y encontré otra puerta, otro corredor, y una escalera que descendía hacia algún sótano. Aquello ya parecía más prometedor.
Bajé sigilosamente y me encontré a oscuras en un lugar que hedía a heces de animales. Y además, pude escuchar algunos ruiditos, como vocecillas que se estuvieran riendo de mí. Me quedé quieto y en silencio durante unos segundos, esperando a que mi vista se acostumbrara, y entonces me percaté de que el lugar era una amplísima estancia, dividida en pasillos por jaulas de los más diversos tamaños.
Y había movimiento en ellas.
Mi vello se erizó cuando me acerqué a una de las jaulas y un par de ojos dorados, enormes, me miraron desde las penumbras. Escuché un resoplido y algo que sonó como una ventosidad.
Acerqué el rostro a los barrotes —solo un poquito—, y el tufo que ya había percibido previamente se intensificó. Observé el cerrojo que aseguraba la puerta y comprobé que estaba echado.
Algo se movió en el interior y se acercó para verme más de cerca. Di un paso atrás, y entonces vi al mono. No soy un experto en esa clase de bichos ni en ninguna otra —salvo, quizás, los bichos que se sirven en un plato—, pero aquello no era un chimpancé como los que yo había visto en lugares como la entrada al mercado de Spitalfields o en Hyde Park, sino algo mucho más grande. Años después vi en el Illustrated London News una fotografía de uno como el que tenía delante, y el pie de la imagen decía que era un orangután. Para mí, era solo un mono grande.
Debía de haber no menos de una treintena de jaulas semejantes a aquella, apiladas contra las paredes, unas encima de otras, formando hileras de dos pisos, más otra hilera doble en el centro de la estancia. No conseguí ver bien lo que había al fondo de la estancia, pero me pareció intuir algún bulto grande, del tamaño de una persona, bajo una lona blanca.
Pensé automáticamente en los monos zombis que Seth Pride había carbonizado en algún lugar cerca de Camford, y mi estómago dio un vuelco. ¿Sería aquí donde Morphy realizaba sus experimentos?
Entonces escuché voces y el sonido de una cerradura, y una puerta que se abría. Las luces se encendieron.
Y yo tuve una idea realmente apestosa.
—Aquí no encontrarán a nadie, solo están los animales —escuché que decía la voz de un viejo. Era una voz aguda, como la de un loro, y tenía un deje de falsete—. No toquen nada. ¡No, no toque la lona, maldito cretino!
—¿Qué… qué es esta cosa, señor? —dijo otra voz, esta vez la de un hombre joven, apenas un chaval.
—Nada que sea de su incumbencia —respondió el viejo—. No molesten a los animales.
—Solo echaremos un vistazo.
Oí los pasos desde mi maloliente escondrijo. Hubo golpes de madera contra el hierro (¿las culatas de los fusiles golpeando los barrotes de las jaulas?, me pregunté).
—¡Dejen de hacer eso, mastuerzos!
Los monos empezaron a chillar. Una mano velluda me acarició el rostro y sentí ganas de gritar. Pero no lo hice.
—Pero profesor, tenemos que…
—¡Salgan de aquí inmediatamente! ¡Dirk, haz que estos cabestros se marchen de aquí o lo haré yo mismo!
—Por favor, caballeros, comprendemos que tienen que hacer su trabajo, pero les garantizo que yo mismo me encargaré de registrar esta sala… —Esa era una voz distinta, la voz de un hombre adulto pero no anciano. El tono, aunque amable, era firme.
—Nuestras órdenes son…
Vi a un soldado justo frente a mí. Y miró al interior de la jaula, pero el orangután se aproximó a los barrotes y sacó sus largos brazos e intentó agarrar el fusil. El soldado saltó atrás y apuntó, dispuesto a disparar.
—¡Usted, baje ese arma ahora mismo! —gritó el viejo—. ¡Márchense, márchense todos de aquí!
—Esa bestia ha intentado…
—M'link solo tiene curiosidad —dijo el otro individuo, el compañero del anciano—. Nosotros nos ocuparemos de buscar a su hombre aquí, ¿de acuerdo?
El soldado desapareció de mi vista, al otro lado de la jaula, y el gran mono volvió a sentarse conmigo.
Yo estaba acuclillado sobre el montón de paja mojada por los orines del animal, y mis manos se habían ensuciado con sus heces. Puedo jurar que en mi vida me he encontrado en mejores compañías, pero ese orangután, aunque era una sucia bestia, me había salvado el pellejo. Y no puedo decir eso mismo de la mayoría de los caballeros a los que he conocido, por muy pulcros que fueran.
Escuché de nuevo los pasos de varios hombres que se alejaban. La puerta se cerró, pero las luces siguieron encendidas.
—¿Qué se habrán creído esos patanes? —dijo el viejo—. ¡Venir aquí para molestar a los animales!
—Aseguran que han encontrado espías extranjeros en la universidad —dijo el otro hombre.
—Ya, quizás sea cierto, bien sabe Dios que en Camford se guardan algunos secretos… Pero no me gusta que ese coronel MacGregor y sus hombres entren y salgan por estas instalaciones como si estuvieran en su casa, ¡no, señor! Una cosa es trabajar para ellos, y otra muy distinta que me traten como si fuera un don nadie.
—Comparto su preocupación, amigo mío, pero después del incendio en casa de ese otro profesor, es normal que anden un poco nerviosos…
—Sí, lo de Presbury es una pena… Un buen hombre, sin duda. Aunque no creo que su muerte tenga nada que ver con todo este lío de los espías. Presbury era un buen escaparate para la Universidad, pero no un investigador excepcional. No estaba en la nómina de MacGregor. Si se hubiese tratado de Morphy… entonces estaríamos hablando en otros términos.
—¿Conozco a ese tal Morphy?
—No lo creo, Dirk. No es como con Hampelmann; Artemius Morphy no suele hablar con nadie acerca de su trabajo. Tiene toda un ala de las instalaciones del ejército para él solo, el «Aula 14», la llama… Bueno, ¿qué te parece el prototipo?
—No sabría decirle… aunque a ese soldado le ha impresionado.
—¡Ja! Ese muchacho tendría que ver el que estamos terminando en la base… Este se maneja con un emisor de ondas a distancia. Observa.
Entonces escuché el sonido de un chispazo eléctrico, y dos focos de luz iluminaron el pasillo. Después se oyó algo que me pareció el motor de un automóvil, y unos golpes acompasados, como si algo muy pesado se estuviera moviendo por la sala…
—Es increíble —dijo el individuo al que el viejo había llamado Dirk.
—Incluso tiene un rudimentario cerebro, basado en los diseños del profesor Pritchie para su Arch I. Y claro, Hampelmann también ha sido de gran ayuda… Sus «marionetas», como él las llama, han realizado buena parte del trabajo de montaje en el modelo definitivo.
—¿Y las pieles…?
—Las de este prototipo pertenecían a varios ejemplares que fueron utilizados por otros departamentos de la Universidad. Creo que fue precisamente Morphy quien nos entregó los pellejos que nuestro amigo lleva puestos. Para el grande hemos usado imitaciones sintéticas, claro. En Camford también hay buenos químicos, y yo quería un plástico impermeable.
Yo no tenía ni idea de qué estaban hablando esos dos tipos, pero no me gustaba en absoluto ni lo que decían, ni el sonido mecánico que cada vez se acercaba más a mi jaula. El orangután dejó de abrazarme —ese bicho me estaba cogiendo cariño— y se pegó a los barrotes para ver qué era lo que se estaba aproximando a nosotros. Yo me pegué al fondo de madera, e intenté cubrirme como pude con la maloliente paja.
Entonces, al otro lado de los barrotes, la cosa se detuvo. Entreví una masa de pelo negro, y unas piernas, un torso y unos brazos que se movieron hacia el orangután. Mi compañero de celda (en ese momento me di cuenta de que me había metido yo sólito de nuevo en una cárcel) dio un saltó y empezó a berrear. Una de las enormes manazas de la cosa se posó sobre el cerrojo, y antes de descorrerlo, se agachó.
De repente, el interior de la jaula se había iluminado por completo… pues contra toda lógica, los dos focos de luz que había visto momentos antes, eran sus ojos. Y el rostro donde estaban enmarcados me hizo soltar un aullido. Estaba perdido.
—¡Deja a M'link! —gritó el viejo—. ¡Los mandos no responden, Dirk!
—¿Se mueve sin control?
—Ya lo ha hecho antes. Es cosa del cerebro diseñado por Pritchie; a veces tiene comportamientos autónomos…
Un monstruo caricaturesco, pero igualmente terrorífico, nos observaba con curiosidad. Sus ojos eran dos bombillas, sí, y su hocico era el de un gorila, y lo mismo puedo decir de su horripilante mandíbula, que estaba abierta y repleta de colmillos afilados…
Y yo no podía dejar de gritar ante la visión de semejante criatura, que estaba moviendo el cerrojo, y…
—¡Ayúdenme, por el amor de Dios! —grité.
La puerta se abrió, y el orangután vino conmigo y comenzó a golpear el fondo de la jaula. Vi cómo saltaban astillas de madera, al tiempo que las manazas del otro monstruo se acercaban a mí.
—¡Quieto, Mightech! —dijo el viejo—. ¡No hagas daño a M'link! Pero… ¿qué tenemos aquí?
—Es el espía que buscan los hombres de MacDare —respondió el otro individuo.
El anciano era poco menos que un pajarillo con lentes, un delgadísimo palitroque que movía las ramitas de sus brazos como si estuviera aleteando para echar a volar. El hombre joven tenía la tez oscura y el cabello negro, y llevaba un sombrero de ala ancha con una cinta que parecía un trozo de piel de leopardo. Ambos, junto con el monstruo, me estaban mirando amenazadoramente.
—¡No soy ningún espía! —les dije—. ¡Se trata de un error! ¡Por favor, no dejen que esa cosa me agarre!
El viejo llevaba en las manos un aparato rectangular de madera, repleto de pulsadores, y del que salía una larga varilla plateada. Apretó un par de botones, y el monstruo de dientes afilados dio un paso atrás y bajó los brazos. Los dos focos de luz disminuyeron su intensidad.
—Ya vuelve a responder al control —dijo el anciano—. Y usted, ¿le ha hecho daño a M'link?
—¡No! ¡No, claro que no! —El orangután me había vuelto a abrazar, esta vez con tanta fuerza que casi me estaba asfixiando. No dejaba de mirar a la ahora inmóvil criatura de afuera—. ¿Qué puedo hacer para que me suelte, señor?
—Quizá deberíamos dejar que lo estrangulara, ¿qué te parece, Dirk? Así le ahorraríamos problemas al coronel MacGregor.
—Es una buena idea…
—¡No!
—Vamos, M'link, suelta a este caballero —dijo el viejo, y se sacó del bolsillo un gran cigarro puro y se lo entregó al mono, que de un saltó salió de la jaula y se quedó agarrado a las faldas de la bata blanca del anciano. El tipo del sombrero le dio una caja de cerillas Palmer's Vesubians al orangután, que la cogió, se metió el puro en la boca y lo encendió con un fósforo. Aquello me pareció digno de ver… como tantas otras cosas—. ¡Bravo, M'link; eres el Amo del Fuego! Así lo llamaban en el circo, ¿sabe? —explicó—. Ahora tendrá una vida mejor con el doctor Phillip en Northern Grange. Aunque bien pensado, Escocia es un lugar extraño para que un braquicéfalo como M'link termine sus días…
El mono chupaba el cigarro y expulsaba el humo como si le fuera la vida en ello.
—Y ahora, señor, ¿nos puede decir para qué gobierno trabaja?
—Para ninguno —respondí—. Puedo… ¿puedo salir de la jaula? Por favor.
—Ayúdalo, Dirk —ordenó el viejo.
El tipo curtido me echó una mano, y logré incorporarme al otro lado de los barrotes. Mi amigo el orangután me observaba con curiosidad, y yo no hacía más que mirar al monstruo, que seguía emitiendo un extraño zumbido aunque estaba quieto como una estatua.
—No soy un espía —dije—. Mi nombre es Otis Mercer y trabajo con el señor Sherlock Holmes, el detective de Londres.
—¿Quién? —preguntó el anciano.
—Sherlock Holmes —repetí.
—Max Hawk me habló de él —dijo el otro hombre—. Holmes tiene una gran reputación. Si Hawk dice que es increíblemente bueno en lo suyo, significa que es el mejor… ¿Pero cómo sabemos que dice usted la verdad?
—Al señor Holmes lo han detenido los hombres del coronel —expliqué—. Yo conseguí escapar. Pregúntenle a ese MacDare.
—¿Y qué se supone que está haciendo Sherlock Holmes en Camford?
No sé hasta que punto me jugaba el tipo al hablar con esa gente, pero como me tenían en sus manos, les conté con pelos y señales todo lo que había sucedido desde que habíamos llegado a la ciudad. Mentirles no era una opción razonable. No obstante, me guardé un poquito de información, claro está…
Resultó que el viejo era el profesor Arnold Voight, otro de esos sabios expertos en un montón de disciplinas científicas —dijo que era ingeniero, y también biólogo, geólogo, una autoridad en mineralogía, y no sé qué más—, y su amigo era un cazador de fieras llamado Dirk Manson, quien pasaba gran parte de su tiempo en África, Sudamérica y Asia. El orangután con el que yo había compartido jaula durante un rato procedía de un circo y Dirk, que tenía experiencia en el transporte de animales, iba a llevárselo a un antropólogo escocés, uno de esos tipos que piensan que los seres humanos y los monos tenemos mucho en común. En mi caso es posible que sí, pues a mí me gustan las celdas tanto como a ellos.
—Lo que usted está sugiriendo, señor, es un auténtico disparate —dijo el profesor Voight—. ¿Morphy está experimentando con un suero que resucita a los muertos? Por favor, no me haga reír…
No respondí a ese comentario. Si yo me hubiera encontrado tan solo un día antes con un tipo cubierto de excrementos de mono y me contara semejante historia, le explicaría cómo llegar a Bedlam.
—Pero si fuera cierto —dijo Manson—… Imagínese, profesor… Y además, piense en los proyectos que se desarrollan en el entorno de esta universidad. Mire a su Mightech, y todo lo que significa; mire los juguetes de Hampelmann y piense en todos los proyectos militares que deben estar realizándose aquí y que usted no conoce… Lo que el señor Mercer describe no es un arma, sino una plaga que bien podría destruir a la humanidad.
—Pero Dirk, este hombre puede haber inventado ese dislate.
—¿Por qué inventar algo así? ¿No habría sido más fácil cualquier otra explicación más sencilla? No, profesor, será mejor que hablemos con MacDare y averigüemos quiénes son sus prisioneros.
—¿Le dirán que me han visto? —pregunté, un poco asustado ante la perspectiva de que me fueran a entregar.
—No —respondió Manson—. Le diremos que me presento voluntario para ayudarles en la búsqueda y que necesitamos saber quién es el fugitivo.
—Al coronel no le va a gustar que te presentes así como así, Dirk.
—Tiene razón. Ya me ha amenazado varias veces, pues tiene miedo a que hable con alguien de su trabajo aquí, profesor… Además, ¿qué hacemos con el señor Mercer?
Voight me miró de arriba abajo un par de veces, después miró al monstruo, y dijo:
—Lo dejaremos al cuidado de Mightech. No querrá que nuestro amigo le arranque los brazos y las piernas, ¿verdad, señor?
—¿Mightech es esa cosa?
—Sí, caballero. Aunque puedo dirigirlo con este dispositivo —y me mostró la cajita rectangular—, también tiene funciones automáticas. Por ejemplo, si le ordeno, como pienso hacer, que no le deje a usted salir de aquí de ningún modo y que lo mate si usted lo intenta, lo hará sin pensarlo.
—¿Es… es una especie de autómata? ¿Como los cucos de los relojes?
—Sí, señor Mercer —dijo el profesor—. Un cuco muy especial.
Volvieron a encerrar al orangután, que siguió fumando su puro en la jaula, y ni tan siquiera se molestaron en maniatarme. Voight pulsó unos cuantos botones de su cajita, y me pareció —aunque creo que eso fueron imaginaciones mías— que susurraba unas palabras al oído de ese monstruoso gorila artificial.
Después, los dos hombres se dirigieron a la puerta.
—Quédese aquí y espere a que volvamos —dijo Manson—. Confíe en nosotros. Si es quien dice ser, y las cosas son como usted nos ha explicado, podrá contar con nuestra ayuda.
Apagó las luces, cerró la puerta tras de sí y echó la llave.
En la oscuridad, los animales de las jaulas siguieron realizando sus ruiditos, como risas y gorjeos de una pequeña multitud que encontrase muy divertida mi adversa fortuna.
Los ojos de Mightech, iluminados ahora con un intenso color rojo, me vigilaban en la oscuridad. Era la omnisciente mirada del dios, no de un imperio perdido, sino de un mundo de locura y horror que estaba por llegar, ahí mismo, a la vuelta de la esquina.
Y yo podía ver el brillo de sus colmillos.