XIV
EL TELÉFONO
—Watson, ¿No le había dicho yo que el señor Mercer es hombre de muchos recursos?
Mientras en el exterior del cuartel general de la base militar Camp Briton se había desatado el infierno —las explosiones y los tiroteos continuaban, ¡parecía que los chicos del señor Pride no se cansaban nunca!—, Sherlock Holmes estaba tomando té indio en la taza del coronel Daniel MacGregor, fumándose uno de los cigarros turcos del coronel, y sentado en la silla del despacho del coronel.
Ese tipo tan desagradable al que llamaban MacDare estaba atado a un sillón, vigilado muy de cerca por el doctor John Watson, que se encontraba sentado en una silla y empuñaba un revólver Webley con el que apuntaba a la cabeza del prisionero.
El despacho estaba situado un piso por debajo de los calabozos, y allí nos llevó el señor Holmes cuando nos encontró a Seth Pride y a mí boquiabiertos en el interior de la celda que el detective y su amigo Watson habían ocupado durante unas horas. Según nos contó mi jefe, había intentado conseguir que el coronel MacDare entrara en razón, y le explicó una y otra vez que ya se había producido una «fuga» en los experimentos de Morphy, y que por esa causa habían muerto inocentes. El doctor aportó su testimonio para demostrar que el señor Holmes decía la verdad, y le habló de los corazones dentados que encontramos en los cuerpos de Presbury y el joven Bennett… Pero el cabezota de MacDare no quiso dar su brazo a torcer, aun cuando nosotros no habríamos tenido otro modo de conocer la naturaleza del trabajo del profesor Morphy, y los dejó encerrados a la espera de recibir instrucciones de qué hacer con aquel par de civiles entrometidos. En mi opinión, estoy seguro de que no los mandó al paredón directamente porque el señor Holmes es muy persuasivo y había conseguido sembrar alguna duda en la cuadriculada mente del militar.
Pride no había dicho ni una palabra desde que Sherlock Holmes —quien, al igual que Watson, también llevaba un revólver— nos había conducido por las escaleras hasta el despacho.
—Como bien sabe el amigo Mercer, el escamoteo es todo un arte, señor Pride —explicó—. No me resultó difícil robarle la llave al soldado que nos encerró, pues el bueno de Watson opuso algo de resistencia, y aunque recibió un par de golpes en la cabeza (¡posee usted un cráneo envidiable, amigo mío!), la jugada salió bien. Fue sencillo salir de la celda cuando nos quedamos sin vigilancia, y llegar hasta este despacho, que ostenta el nombre de nuestro anfitrión en la puerta… El coronel MacGregor debería hacer algo respecto a la seguridad en su centro de operaciones: Resulta bastante lamentable que un par de viejos como nosotros hayamos podido reducirlo a usted, recuperar nuestras armas y andar por aquí a voluntad, ¿no cree?
—Son ustedes imbéciles; alguien está atacando una base británica y me tienen inmovilizado, sin poder hacer nada —dijo MacDare, y echó un vistazo al hombre alto de las orejas puntiagudas y el oscuro traje ajustado—. ¿Y quién diablos es este personaje tan estrafalario?
—El responsable del asalto a su base, si no me equivoco —dijo Sherlock Holmes—. Señor Pride, le presento al coronel MacGregor, también conocido como «MacDare», pues es un temerario a la altura del general Gordon o Sir Harry Flashman… Coronel, este es el señor Seth Pride, uno de mis… asociados. Al menos de modo provisional, ¿no es así, señor Pride?
—Por ahora —respondió.
—Van a pagar todos por esto —dijo MacDare—. Los juzgará un tribunal militar y los fusilarán. Eso si no los mato yo antes. ¿Acaso esperan salir de aquí con vida?
Seth Pride le dirigió una mirada de desprecio y se acercó al coronel dispuesto a echarle las manos a la garganta.
—No lo haga, señor —dijo el doctor Watson, que dirigió el cañón de la Webley hacia Pride—. Lo necesitamos de una sola pieza.
—Ustedes no comprenden la labor que estamos realizando aquí —continuó MacDare—. Hay peligros acechando a Gran Bretaña, amenazas con las que ustedes no podrían soñar siquiera…
—Tiene usted razón, coronel —dijo Sherlock Holmes—. Y uno de esos peligros se encuentra aquí mismo, varios pisos por debajo de nosotros, si no me equivoco.
—El suero de Morphy es un arma muy valiosa —dijo MacDare—. Debe estar únicamente en manos de Inglaterra…
—¿Para utilizarla contra quién? ¿Contra Alemania? ¿Contra Francia?
MacDare miró al suelo y dijo:
—Tenemos enemigos que vienen de lugares mucho más lejanos, señor Holmes. Jamás utilizaríamos algo así contra nuestros vecinos…
—Es muy interesante eso que dice, coronel. Pero no vamos a permitir que ocurra un accidente.
—Eso es imposible… Y en cualquier caso, ¿qué piensa hacer al respecto, señor detective famoso?
—Por el momento, querido coronel, voy a realizar una llamada de teléfono. ¿Qué hora es, las dos de la tarde…? Así que no habrá llegado al club y seguirá en Whitehall… Bien, bien… A mi hermano no le va a gustar que interrumpa su almuerzo con esta nadería.
Sherlock Holmes descolgó el auricular. Era la primera vez que le veía hacerlo.
—… Por supuesto que sí, Mycroft… Sí, Escuadrón de las Sombras, ¿qué te parece? ¡Es ridículo…! ¿Brant? No, no lo conozco… Los militares no tienen imaginación, hermano… Sí, en Camp Briton… ¿Entrometido yo…? Si sigues gritando así, cuelga el teléfono y asómate por la ventana de tu despacho; te escucharé exactamente igual… Vamos, Mycroft, puedo hacerme cargo yo mismo de… No, tampoco conozco a sir Hilbert, pero seguro que es un buen elemento… ¿Nunca has visto a MacDare en persona…? ¿No…? Sí, otro servidor del Rey, como tú… Lo siento, pero no voy a esperar… ¡Deja de gritarme, por favor…! Bien, de acuerdo… Esperaremos.
Y colgó. Apagó el cigarro turco en el cenicero y se quedó mirando a MacDare.
—¿Y bien? —preguntó el coronel.
—Tengo entendido que es usted un buen soldado —dijo Sherlock Holmes—. De los que obedecen órdenes.
—Claro que sí. He servido en…
—Lo sé, lo sé —lo interrumpió el señor Holmes—. En ocasiones, la capacidad para obedecer es un defecto. Y otras, las menos de las veces, una virtud. En este caso…
El teléfono sonó. Sherlock Holmes tomó el aparato mientras sonaba, arrastró el cable hasta el sillón donde estaba MacDare y le puso el auricular en la oreja.
—Es para usted —dijo el detective.
MacDare no parecía del todo convencido.
—¿Es el mayor Brant? —preguntó a mi jefe.
—Compruébelo.
El coronel estuvo escuchando a ese tal mayor Brant durante un par de minutos y se limitó a contestar con monosílabos. La verdad es que ni lo que dijo, ni sus gestos, permitían especular demasiado acerca de la conversación, que terminó con un sucinto: «Sí, señor».
Dicho esto, le indicó al señor Holmes con una mirada que podía devolver el teléfono a su sitio.
—Bien, coronel, ¿se siente usted ahora más inclinado a reconsiderar mi línea de pensamiento? —dijo Sherlock Holmes.
—Dígame, ¿quién es su hermano? —preguntó MacDare.
—El señor Mycroft Holmes, por supuesto. No es un nombre muy habitual, ya lo sé, pero nuestros padres eran un tanto…
—No me ha comprendido —le interrumpió—. Digo que quién es su hermano.
El señor Holmes sonrió y se apuró el té (seguramente frío) de un escandaloso sorbo.
—Un funcionario del Gobierno, coronel MacGregor. Cobra cuatrocientas cincuenta libras al año… quizá algo más, pues hace tiempo que no fisgo en sus nóminas.
—¿Trabaja para nosotros, para la Inteligencia Militar? ¿Para el Ministerio de Exteriores? ¿Para Interior?
—Eso es algo, mi estimado coronel, de lo que no debería hablar en público —dijo el señor Holmes, y miró a los que estábamos a su alrededor—. No obstante, dado que todas estas personas son de mi entera confianza, o bien tienen buenos motivos para no cometer ninguna indiscreción que me perjudique —ahora posó sus ojos grises sobre la figura de Seth Pride, que no se había molestado en tomar asiento, y se limitaba a contemplar por la ventana la batalla que sus hombres estaban presentando abajo—, le diré que en ciertos círculos de las más altas esferas se le conoce desde hace algún tiempo como «El Archivista». ¿Le resulta familiar, coronel?
MacDare seguía con la mirada las circunvoluciones del señor Holmes, que caminaba alrededor de la sala con las manos cogidas a la espalda.
—En absoluto —dijo el coronel—. Jamás he oído ese nombre.
—Ah, qué decepción —dijo Sherlock Holmes—. Y yo que pensaba que estaría usted bien relacionado después de tantos años de servicio leal y desinteresado a la Corona, y ni siquiera conoce el apodo del caballero que en el pasado lo envió a usted a resolver aquel problemilla con el príncipe de Calbia, o ese trabajito asiático con esos individuos tan simpáticos de la Liga del Si-Fan… ¿No lo acompañaba a usted el joven Nayland-Smith? ¿Y no viajaban ustedes por cuenta de un club para caballeros situado en Pall Mall? ¿El Diógenes?
El coronel intentaba ocultar su sorpresa, pero no lo consiguió.
—No sé si lo comprendo… ¿Su hermano me envió a realizar esas misiones?
—Indirectamente, por supuesto. Mycroft tiene una mente privilegiada, pero es perezoso por naturaleza, y delega las decisiones sin importancia en los hombres de los ministerios y en los militares… Me temo que con los años, se está volviendo descuidado —dijo el señor Holmes—. Y usted es sólo otro peón más, coronel.
—Pero el mayor Brant… El Escuadrón…
—Su «Escuadrón de las Sombras» es, como ya le dije, un nombre pintoresco inventado por un individuo sin demasiado talento creativo, he de decir. Sí, el mayor Brant creó ese grupo hace unos años, supongo que por algún motivo secreto e inconfesable… quizá esas amenazas extranjeras de las que hablaba usted antes.
—Así es —dijo MacDare—. Pero Brant me ha contado que acaban de cesarlo de su puesto y que espere nuevas órdenes. ¿Cómo es posible?
—No dude de lo que voy a decirle, coronel: Camp Briton no existiría si mi hermano no hubiera dado su visto bueno al proyecto y a la financiación… lo que no ha obstado para que algunos detalles de lo que están haciendo aquí, algunos informes cifrados y enviados a Whitehall, no hayan llegado a los despachos correctos. Alguien, amigo mío, ha metido la pata.
—Eso no puede ser… ¿Insinúa que el hombre que ha destituido al mayor Brant no sabe qué estamos haciendo aquí?
—No, coronel MacGregor: Le digo que mi hermano no tenía noticia alguna del proyecto de Morphy… a no ser que usted me diga que lo que está desarrollando el profesor a partir del suero de Lowenstein es una vacuna eficaz contra la gripe asiática para nuestras tropas. Porque no es así.
Ahora sí, MacDare parecía abatido.
—No puedo creer que nuestro gobierno no sepa lo que tenemos en el Aula 14…
—¿El Aula 14? —preguntó Sherlock Holmes.
Eso yo lo había oído antes en alguna parte, y me permití el lujo de intervenir.
—El profesor Voight la mencionó —dije—. Es el lugar donde Morphy realiza sus experimentos.
—Está aquí, en el subsuelo —dijo el coronel—. Todos los laboratorios de investigación son subterráneos. Este complejo es enorme… El Aula 14 ocupa solo una parte de nuestras instalaciones. Actualmente, la mayor parte está ocupada precisamente por el proyecto de Voight.
—¿A qué se dedica ese caballero? —dijo el señor Holmes.
—Es una especie de ingeniero —me apresuré a responder—. Lo conocí esta mañana, cuando me escabullí del coronel.
—¡Así que le ocultaron ellos! —dijo MacDare—. Lo sospeché en cuanto vi al profesor con ese estúpido botarate de Manson…
—Por favor, caballeros —dijo Sherlock Holmes—, necesito que sean ustedes algo más civilizados y ordenados… Mercer, cuéntenos.
Es cierto que, tal y como dice Watson en sus relatos, el Maestro requería siempre que sus clientes le relataran los acontecimientos en orden cronológico. Pero él sabía mejor que nadie lo difícil que es lograr que una secuencia de hechos, una narración —que no necesariamente una ficción— compuesta por diversos testimonios, puntos de vista e incluso opiniones, se pueda ordenar de un modo frío y satisfactorio. A fin de cuentas, el trabajo de un detective es resolver problemas prácticos, pero sobre todo, consiste en reunir las piezas dispersas, a veces perdidas, del puzzle que conforman las vidas humanas. Ahora que he leído al doctor Watson, me doy cuenta de que solía sintetizar y reordenar los hechos a su antojo, para dar una sensación de orden y concierto que jamás existió en ninguno de los casos de Sherlock Holmes. La realidad, por definición, tiende a ser más bien forzada y confusa, y poco susceptible de ser novelada.
Por eso intenté dar coherencia —como lo he hecho en la presente narración— a todos los pasos que había dado, desde que dejé al señor Holmes en manos de los soldados, mi encuentro con Voight y el cazador Manson, las aventuras con M'link y Mightech, la visita a la guarida de Pride, y así hasta que me descolgué del tejado del cuartel general de Camp Briton.
—Muy revelador —fue el único comentario de Sherlock Holmes a mi narración. Se limitó a mirar la espalda de Pride, que seguía embebido en la ventana, con una mano apoyada en el marco y mirando abajo—. Y decía usted, coronel, que después ha visto al profesor Voight y a… ¿cómo ha dicho que se llamaba?
—Dirk Manson —respondió MacDare—. Ese tipo es un don nadie, ¿sabe? Se presentó aquí con el profesor, y dijo que había oído un rumor acerca de espías en la universidad, y que quería colaborar conmigo… Como puede imaginar, lo mandé a freír espárragos, cosa que no le hizo mucha gracia. Y el profesor Voight… bueno, quería hablar con Morphy… y ahora ya sé por qué —dijo, y me miró, pues había sido yo quien le había ido a Voight con la historia del suero—. Se marcharon a las instalaciones de su propio proyecto, pero ahora que el profesor Morphy está aquí, quizá hayan intentado entrar en el Aula 14… Aunque no lo creo, porque Morphy es muy celoso de la seguridad de su laboratorio, y con razón.
—Ya veo —dijo Sherlock Holmes—. Y dice que Morphy está ahora en la base.
—Sí, llegaron momentos antes de que empezaran a atacarnos… ¿No podría Orejas de Duende decirle a sus hombres que ya es suficiente?
Pero Seth Pride no respondió. Ni tan siquiera volvió la cabeza.
—¿«Llegaron», dice usted? —preguntó el señor Holmes—. Luego el profesor no ha venido solo…
—También estaba Crandle —apunté yo—. Y una chica, que si no me equivoco…
—Es Alice, la hija de Morphy —dijo el coronel—. Solo trabaja con ella y con Crandle. El profesor no suele relacionarse con el resto de científicos. En alguna ocasión le pregunté por su compañero en la cátedra, el difunto Presbury, pues era un hombre muy reconocido en los círculos médicos, pero Morphy me aseguró que era un chapucero.
—¿La muchacha trabaja con él? —dijo Sherlock Holmes, que soltó una especie de risotada—. Eso explica muchas cosas, coronel. Creo que ha llegado el momento de que cortemos esas ligaduras, ¿no le parece? Hay trabajo que hacer… ¡Vamos, Watson, deje de apuntar a este hombre! El amigo MacDare se portará bien, ¿verdad que sí?
A regañadientes, el doctor, que se había mantenido en silencio todo el tiempo, guardó la Webley en un bolsillo y sacó una navaja con la que liberó al coronel.
—¿Y qué es lo que quiere que hagamos ahora? —preguntó MacDare—. Yo debo permanecer aquí y esperar a que me envíen nuevas órdenes… y quizás arreglar el desastre de ahí afuera.
—Bueno, a mí también me han pedido que tenga paciencia, que enviarían un destacamento… pero me temo que no podemos perder tiempo. Estamos en peligro.
—¿Ah, sí? —dijo el coronel—. ¿Y qué ha cambiado desde que Morphy comenzó con su proyecto hace un año, para que ahora tenga usted tanta prisa?
—El problema no es el profesor —dijo Sherlock Holmes—. Se trata de Alice Morphy. Es una maníaca asesina, y carece de toda conciencia. Y si se ha percatado de que las cosas van a cambiar en Camp Briton, nos destruirá a todos.
—En eso se equivoca, Holmes —dijo Seth Pride sin girar la cabeza.
—¿De verdad? —le dijo el detective—. Debería creerme, señor Pride. Esa mujer indujo a su amante, el profesor Presbury, a que tomara el suero revitalizador, cuando ella sabía perfectamente que estaba desencadenando una catástrofe. ¿Cree que va a dudar en soltar a los sujetos con los que su padre está experimentando cuando sepa que estamos aquí?
—Aunque no tiene usted pruebas, confío en su palabra y creo lo que dice acerca de Alice Morphy —dijo Pride—. Pero me ha entendido mal. Me refería a que esa chica ya ha empezado a destruirnos. Miren.
Corrimos en tropel a la ventana. Ya sabíamos que allá abajo había fuegos y disparos y explosiones, y esos dos valientes payasos de Yorick y Maple estaban sembrando el caos en un automóvil. Pero ahora, el Benz estaba empotrado contra uno de los barracones, había soldados caídos, y al menos medio centenar de personas vestidas con andrajos correteaban de acá para allá, devorando la carne cruda de los vivos y los muertos.