III
LOS COCHEROS
Ya había empezado a anochecer cuando cenamos en el mesón. La comida y la bebida de Chequers eran tan buenas como Sherlock Holmes había prometido, y cuando el camarero —que ya conocía al gran detective de su anterior visita— nos sirvió unas copas de oporto, Barker decidió que preparáramos nuestro plan de acción e investigación.
—Supongo, Holmes, que querrá echar un vistazo a la casa de Presbury —dijo.
—Así es —respondió Sherlock Holmes, que estaba dando unas largas caladas a su pipa recién cargada con un tabaco que ni yo en mis peores tiempos habría fumado.
—Y que para eso no necesitará la ayuda de Otis.
—Posiblemente no. Y yo presumo que usted querrá dejar el paquete con la botellita de suero en la dirección que le indicó Dorak y esperar a que salte la liebre, ¿me equivoco?
—En absoluto.
—Y supongo que para esa labor de vigilancia tampoco requerirá la asistencia del amigo Mercer.
—Bueno… No, en realidad no.
—De acuerdo, entonces. Mercer vendrá conmigo. Ya saben ustedes que sin Watson a mano, las visitas sociales se me hacen muy pesadas.
—Muy bien —dijo Barker, que apagó su cigarrillo en el cenicero y apuró el oporto de un trago.
—Estupendo. Si le parece, Mercer y yo le acompañaremos al punto de vigilancia, por si necesitáramos localizarlo a usted más tarde. ¿Vamos?
Esto a Barker lo cogió desprevenido. Y a mí también.
—¿Ahora? Son las nueve de la noche, Holmes.
—Y una vigilancia de veinticuatro horas, que es el plazo razonable para que asome la cabeza quien quiera recoger el paquete, puede empezar en cualquier momento del día, ¿no es así, Barker?
—Está bien —dijo, aunque estaba claro que le parecía mejor idea acostarse un rato.
Para sorpresa de Barker y mía, Sherlock Holmes ya había previsto que a esas horas quizá no sería sencillo encontrar un coche, de modo que le había pagado por adelantado al conductor, e incluso había estado cenando en el mesón, en una mesa cercana a la nuestra. Pero nosotros no nos habíamos percatado de ello.
—El amigo Dudley, que es un caballero paciente y servicial, nos llevará a la dirección que nos indique usted, Barker —explicó Holmes. Dudley era claramente un borrachín y un vago, pero estaba encantado de que un tipo de Londres lo tratara con un mínimo de decoro, y no a patadas. Y además, el tipo de Londres le estaba pagando (estoy seguro) el doble de su tarifa habitual, más los extras.
Dudley nos llevó hasta el 54 de Pilgrim Road, que en efecto era un solar, pues Pilgrim se terminaba en el número 53. Aquello caía, según Holmes, al sur de Camford, y el camino conducía a varias aldeas cercanas, de acuerdo con el mapa que había traído consigo.
—¿Y qué hacemos con el paquete? —preguntó Barker cuando llegamos—. ¿Dónde lo dejo?
Sherlock Holmes bajó del coche y saltó al descampado, por donde estuvo paseando en las penumbras durante un rato. Era tan solo una sombra que se deslizaba por el terreno oscuro, entre las malas hierbas que habían crecido sin control.
—Señor Dudley —dijo Sherlock Holmes—, si usted fuera cartero en lugar de cochero, ¿dónde dejaría el correo dirigido al número 54 de esta calle?
—Es solo Dudley, señor. Pero no sé a qué se refiere usted.
—Si usted tuviera que entregar un paquete en esta dirección, ¿qué haría con él?
—Pues… no lo sé, señor. Supongo que lo llevaría de vuelta a la oficina de Correos.
—Pero, amigo Dudley, pongamos que ha realizado ese trámite, y su superior, días después, le ordena que entregue el mismo paquete en la misma dirección, y que no lo traiga de vuelta. ¿Qué haría usted?
—Yo consideraría la posibilidad de quedármelo —intervine, pero el señor Holmes me hizo callar con un gesto.
—No, no —dijo Dudley—, no me lo quedaría ni aunque fuera una botella del mejor whisky de malta, ¿saben? Supongo que lo dejaría… ¿ahí, quizás? —Y señaló a un bloque de piedra que se alzaba a un lado del solar.
—¿Encima, Dudley? —preguntó Sherlock Holmes.
—¡No, señor; ahí podría verlo alguien que no fuera su propietario y robarlo! Creo que lo dejaría justo detrás de la piedra. Ahí no podría verlo nadie que viniese por el camino. Si, eso es lo que haría.
El señor Holmes parecía satisfecho. Se volvió hacia Barker y dijo:
—¿Qué le parece, amigo mío? ¿Es el lugar adecuado?
Barker no respondió, sino que se limitó a acercarse al bloque y depositó el paquete en el lugar indicado. A continuación, regresó con nosotros.
—Ya pueden marcharse. Buscaré un escondrijo discreto desde el que poder vigilar. Detrás de aquellos matorrales, al otro lado del camino, podré ver en las dos direcciones. Está muy oscuro, pero si alguien pasa por aquí, lo cazaré —dijo, y se palpó el bolsillo del abrigo donde llevaba un arma.
—Perfecto, Barker. ¿Sabrá volver a Chequers si nos necesita?
—Me las arreglaré, Holmes. Espero que ese individuo sea razonable y quiera compartir el suero con mi cliente.
—Si no regresa antes, enviaré a Mercer dentro de doce horas para que le traiga algo de comer, ¿de acuerdo?
Eran las diez de la noche, y cuando el señor Holmes y yo subimos al coche de Dudley, no pude evitar echar un vistazo atrás. La oscuridad sin luna del campo se estaba tragando a Bernard Baker, masón y detective. Qué dura es, a veces, la vida del sabueso.
Dudley nos condujo a través del Camford nocturno hacia la casa de Presbury, y fue mencionando los nombres de los colegios que dejábamos atrás (había toda una hilera de ellos), y a los propietarios de los carruajes que se hallaban aparcados en una avenida, rodeada por una espesa arboleda. A juzgar por los conocimientos locales de Dudley, la ciudad no podía ser muy grande, pues parecía saber quién era todo el mundo y dónde se encontraba todo.
Mientras el cochero seguía con su cháchara, Sherlock Holmes aprovechó para aclararme algunos detalles acerca de los habitantes de la casa del profesor: Allí habitaban la hija de Presbury, Edith, y su prometido y secretario del viejo, el joven Trevor Bennett —era evidente que si había conseguido cazar a la muchacha, el chico no sólo escribía cartas al dictado—. Además estaba el personal de servicio, que contaba con varias mujeres y un solo varón, el cochero Macphail, que al parecer vivía en las caballerizas. Por ese motivo le resultó interesante a mi jefe que fuera él quien atendiera a Barker en la puerta de la casa.
—¿Cree que alguien pasará a recoger el dichoso paquete? —le pregunté a Sherlock Holmes, pues la verdad es que los entresijos familiares de los Presbury me traían bastante al fresco.
—Sí —respondió—. Hoy mismo, un hombre ha estado buscándolo. Y no creo que ahora ande muy lejos del paraje de Pilgrim Road.
Aquello sí que fue una sorpresa.
—Las huellas en los matojos de hierba eran recientes —me explicó—. Algunas hojas y ramitas rotas lo indican. También había huellas de visitas anteriores, de otros envíos a ese mismo punto. Barker podrá apañárselas solo. Se trata de un único individuo, de cabello negro, envergadura media, mide algo menos de seis pies, y su centro de gravedad está ligeramente desviado hacia la derecha. Es más que posible que lleve puesta algún tipo de prótesis, presumo que en la mano derecha.
—¿Por qué una prótesis? ¿Por qué no puede llevar… no sé, una bolsa con algo de peso?
—Porque el leve desequilibrio entre las pisadas de uno y otro pie es idéntico tanto en las más antiguas como en las que ha realizado hace unas horas. Siempre el mismo desequilibrio, un sutil sobrepeso al lado derecho. Es una prótesis inusualmente pesada, sí, probablemente de hierro o de alguna aleación. Y con toda seguridad, le digo que esa prótesis no corresponde a un pie, pues las huellas de un pie prostético son definitivamente características. Así que debe ser en la mano, y acaso una parte del antebrazo.
—¿Entonces…?
—Si Barker está equivocado con respecto al perro de Presbury, volveremos para acompañarlo esta misma noche. En caso contrario… bien, tendremos que averiguar qué sucede en esa casa.
En ese momento, Dudley detuvo a sus caballos con un soberbio «¡sooooooo!» y dijo:
—Señores, ésta es la residencia del profesor Presbury. Pero sin ánimo de faltarles al respeto, les diré que no entiendo qué buscan en este lugar.
—¿A qué se refiere usted, amigo? —pregunté.
—Últimamente se oyen cosas raras acerca de este lugar, ¿saben? Cosas muy raras. Se habla de voces, y de olores extraños… Conozco a Macphail, el cochero de la casa, desde hace años. Y llevamos un tiempo sin verlo, ¿comprenden?
—Aguárdenos aquí, Dudley —ordenó el señor Holmes—. Según lo que hemos convenido, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, señor. Pero no puedo garantizarle nada…
—¿Ha cambiado de opinión, amigo Dudley?
—No es por mí, señor, pero a los caballos no parece gustarles nada esa casa. Están nerviosos, y no sé si podré retenerlos todo el rato…
—Seguro que sí —dijo Sherlock Holmes, y le entregó unas monedas al cochero.
Los caballos no relinchaban ni se estaban encabritando, pero en efecto, no se les veía nada tranquilos. Y a mí tampoco. Dejamos a Dudley acariciando a las bestias mientras nosotros entramos por el caminito, rodeado de un descuidado césped, hacia la entrada de la casa, que estaba cubierta por una tupida maraña de flor de la pluma de hojas púrpuras.
—Desde este arbusto —me indicó el señor Holmes, y señaló unos altos matojos a pocos pies de la puerta principal—, Watson y yo vigilamos los movimientos del profesor Presbury la noche en que Roy le atacó. Debería haberlo visto usted, Mercer, ¡era igualito que un mono trepador! Subía por aquel árbol y por las enredaderas con tal naturalidad que parecía haber nacido para eso… Imagínese, ¡un respetado científico de sesenta y un años!
—Asombroso —dije, y pensé de nuevo en el siniestro perro, que debía encontrarse todavía (o no) en las caballerizas.
—Es preferible que hablemos con alguien de la casa antes de cometer allanamiento de morada. Yo también siento curiosidad por el animal, pero tendrá que esperar.
—¿Cómo ha sabido lo que estaba…?
—Su mirada hacia los establos lo ha delatado, amigo mío.
Aunque era algo tarde, me sorprendió no ver luz alguna en las ventanas. Habría llamado la atención del señor Holmes al respecto, pero estaba seguro de que él ya se había percatado de ese detalle… y de un montón de cosas más que yo ni siquiera había intuido.
Sherlock Holmes llamó a la puerta con los nudillos, y esperamos un minuto. Volvió a llamar, esta vez con más insistencia.
—¿Se habrán marchado? —pregunté.
—No, Mercer —respondió en voz baja—. Alguien nos está observando. Dos personas, diría yo: Una en el piso de arriba, en la habitación de Edith. He visto moverse el visillo de la ventana. Y aquí abajo, al otro lado de la puerta, también nos esperan.
—Pero a usted lo conocen, señor —dije.
—Está muy oscuro, aquí afuera… ¡Señor Bennett! —dijo, y empezó a aporrear la puerta—. ¡Señor Macphail! ¡Soy Sherlock Holmes!
La puerta se entreabrió, y pudimos ver un par de ojos brillar en la oscuridad. Un poco más abajo apareció el doble cañón de una escopeta de caza.
—Váyase, señor Holmes —dijo el hombre, pues eso era. La voz era muy débil.
—¿Es usted, Macphail? ¿Qué le sucede?
—Me ha mordido… Váyase si aprecia en algo su vida…
—Macphail…
La escopeta se alzó y apuntó hacia el detective.
—No dejaré que entre, señor… Ya nadie puede ayudarnos…
—Está bien —dijo Sherlock Holmes, y con una rapidez que yo jamás antes había visto en ningún otro hombre, agarró el cañón, lo apartó a un lado, y le dio un patadón a la puerta. El hombre cayó de espaldas, y el arma quedó en manos del detective—. Adelante, Mercer.
—No quisiera ofenderle, señor Holmes, pero pensaba que no quería allanar la casa.
—Encienda la luz, a la izquierda está la manija. Vaya con cuidado.
Accioné la llave del gas, y el vestíbulo se iluminó. Sherlock Holmes empuñaba el arma en la mano derecha, movió la cabeza hacia los lados, observando el espacio en el que nos encontrábamos y al individuo que yacía en el suelo.
Macphail era un hombre corpulento y aparentemente fuerte, pero parecía agotado y enfermo. Iba vestido con una camisa blanca rota, sudada, y manchada de sangre, y en el brazo izquierdo llevaba una venda empapada en rojo. El cochero de Presbury no olía tan sólo a sudor, sino también a algo distinto, algo mucho más desagradable… En ese momento, tuve la certeza de que era el hedor de la podredumbre, de la tumefacción. Se estaba muriendo.
—Ahora ya estamos dentro, señor Macphail —dijo Sherlock Holmes—. Le aseguro que, ocurra lo que ocurra, el señor Mercer y yo solo hemos venido a ayudar. ¿Se comportará si le ayudamos a levantarse?
—Váyanse ahora que pueden —susurró—. No deberían tocarme.
Y haciendo un esfuerzo, se incorporó y se puso en pie, ayudándose con las manos.
—¿Dónde están los dueños de la casa? —preguntó Holmes.
—Usted no lo entiende, señor —dijo el cochero. Sherlock Holmes hizo ademán de ir hacia las escaleras, junto al pasillo principal, pero Macphail lo retuvo por el brazo—. ¡No, no lo haga! Vayamos al salón. Le explicaré por qué esta casa se ha ido al infierno. Deberían ustedes quemarla con todos nosotros dentro.
—A priori, yo diría que esa es una medida un tanto excesiva —dijo el detective, y fue pasillo adelante hasta la habitación del fondo.
Macphail intentó volver a agarrarlo, pero me interpuse en su camino.
—Tranquilo, muchacho —le dije.
—¡No se acerque a él, señor Holmes! —gritó el cochero.
A mis espaldas, escuché cómo la puerta al final del pasillo se abría bruscamente.
—¡Dios mío! —escuché que decía Sherlock Holmes—. ¡Mercer, venga enseguida!
Mientras caminaba hacia la habitación, oí a Macphail decir a mis espaldas:
—No se acerque, señor, si no quiere acabar como yo.
Cuando me asomé por la puerta, lo primero que me golpeó en la nariz fue el terrible hedor de vísceras y putrefacción. Y después, la visión del cadáver medio desnudo —no llevaba puesto más que unos pantalones— tumbado sobre la cama, con las manos atadas al cabecero con un par de gruesas sogas, y las piernas sujetas del mismo modo. Era un anciano —asumí de inmediato que se trataba del profesor Presbury—, un hombre viejo y alto, tirado sobre un colchón, como un muñeco desmadejado. Sus ojos estaban abiertos, y miraban al infinito. En su pecho se observaba sangre seca, que había manado de varias heridas abiertas junto al corazón y en el costado derecho, justo a la altura del hígado. La piel de su rostro y de sus brazos, oscurecida hasta llegar a un tono casi grisáceo, colgaba como un pellejo.
Sherlock Holmes me entregó la escopeta, volvió la cabeza hacia el final del pasillo, desde donde Macphail nos observaba con la mirada perdida, y me dijo:
—Vigile a ese hombre.
Y entonces se aproximó a la cama para examinar el cuerpo más de cerca. Se agachó con cierta cautela sobre el cadáver, e iba a proceder a tocar la herida del hígado con una pluma que sacó del bolsillo de su gabán cuando la cabeza del profesor se giró levemente, y a continuación soltó una dentellada a tal velocidad que ni siquiera lo vi venir. Sherlock Holmes dio un paso atrás y soltó un grito. Había escapado del bocado por los pelos.
—Por Júpiter… —susurró Holmes—. ¿Profesor Presbury? ¿Me reconoce?
—Oh, Señor Mío —dije yo—, está vivo…
El rostro del profesor, que hasta ahora no había sido más que un fiel retrato de la muerte en agonía, se había transmutado en una horripilante expresión de odio feroz… y quizá de algo más, pues siguió mordiendo el aire, impulsándose hacia delante. Sus dientes restallaban con fuerza, y los míos comenzaron a castañetear.
Sherlock Holmes se había convertido en una estatua que observaba con fascinación los vanos intentos de esa cosa por atacarnos con sus fauces.
—Les dije que no se acercaran —Macphail había entrado por la puerta—. ¿Le ha llegado a morder, señor?
—No —respondí yo, pues Sherlock Holmes seguía embebido, estudiando aquel grotesco espectáculo y escuchando el sonido de las dentelladas. Es de suponer que, al igual que yo, estaba asimilando la existencia de esa siniestra caricatura de persona que estaba atada a la cama.
—Pues yo no he tenido tanta suerte —dijo el cochero, y levantó su brazo vendado para que lo viéramos—. Pronto me convertiré en una de esas cosas. ¿Qué le parece, amigo?
Miré el brazo del cochero, luego al viejo de la cama, y a continuación alcé la escopeta y apunté con ella a Macphail.
—Así se hace, señor —me dijo, casi sonriente—. Así se hace. ¿Les parece que vayamos al salón ahora?
—¿Y los demás? —preguntó Sherlock Holmes.
Macphail negó con la cabeza y salió por la puerta.