XVII

EL PODEROSO

De lo que había sucedido en la otra sala se desprendían muchas cosas: Que los zombis podían estar de camino a las aldeas cercanas para propagar la maldición del suero de Lowenstein, lo cual era terrible; que la invisibilidad de Crandle lo había salvado de ser devorado, pues los monstruos no lo habían visto ni reconocido; que Alice Morphy iba a terminar sus días en un manicomio, porque había dejado bien claro que estaba como una cabra; que Seth Pride sí que se preocupaba por los suyos aunque pareciese un chalado temerario y ególatra; y también, que Sherlock Holmes se había guardado un as en la manga.

Y no se trataba de nada que yo hubiera podido deducir en el Aula 14, ni en ningún otro lugar del universo.

Como Pride había optado (ja, como si hubiera tenido que pedirnos permiso) por salir afuera en busca de Yorick y a Maple, y también para desmembrar unos cuantos zombis, Sherlock Holmes le sugirió al coronel MacDare que se quedara en nuestra improvisada enfermería con Jekyll y como carcelero de la señorita Morphy, que había empezado a aullar desde el momento en que la habíamos atado a una camilla, y ya empezaba a parecer una auténtica morphie. Pero MacDare encontró por ahí un puñado de vendas y se hizo un pequeño apaño en la cabeza. Parecía mareado y tenía que esforzarse para hablar, y aún así, mandó a mi jefe a hacer gárgaras: Él no se iba a perder el gran final. Por su parte, Crandle dijo que no pensaba quedarse en compañía de esa arpía, pues más que cuidarla, estaba considerando seriamente estrangularla o algo peor.

—Mercer —me dijo Sherlock Holmes—, ¿usted cree que es buena idea dejar sola a esta peligrosa damita?

—No, señor Holmes —mentí. O quizá no. Confieso que no sé si lo dije en serio.

—Entonces, le confío a nuestra prisionera y al señor Jekyll. Sé que le gustaría acompañarnos, pero no nos queda otra opción.

Me jugaría hasta el último penique de mi ahorros (esos que Myrtelle dejó escondidos en algún lugar tras su muerte) a que el señor Holmes no estaba siendo del todo sincero conmigo.

—Volveremos a por usted —dijo—. Y si escucha algo que le hace pensar que el mundo se le viene encima, no se asuste, ¿de acuerdo, amigo mío?

—Como usted diga, señor —respondí, aunque no entendí a qué venía ese comentario.

Salieron al pasillo por el que habíamos llegado, y lo último que oí fue la voz de MacDare que decía: «Sí, puedo llevarle hasta allí, pero ¿para qué demonios quiere usted hablar con…?».

Y en ese punto, los perdí.

—¿Usted se llama Mercer? —dijo a mis espaldas la señorita Morphy.

—Sí, jovencita. —Cerré la puerta.

—¿Se han ido ya?

—Así es.

—No podrán acabar con mis chicos —dijo. Pensé que la muchacha tenía un modo bastante curioso de referirse a esos monstruos sedientos de sangre.

—Usted no conoce al señor Holmes.

—A él no le gustan mucho las chicas, ¿verdad?

—Eso no es cosa tuya, señorita.

—Pero a usted sí que le gustan. Y yo le gusto. Le gusto tanto como a mi papá. ¿Sí?

No respondí a esa impertinencia, que por otra parte, no dejaba de ser cierta.

—Si usted quisiera, podría aflojarme las correas, y yo me quitaría la sábana, y entonces…

—Basta ya. Por el amor de Dios, niña, ¿es que no ves que podría ser tu…? —empecé a decir, pero tuve que morderme la lengua, maldita sea.

—Vamos, señor Mercer. Acérquese…

Y yo, tonto de mí, me acerqué.

—¿No le gustaría que le…? —y me propuso una de mis actividades preferidas en compañía femenina—. ¿No? Pero seguro que a usted le encantaría hacerme algunas cositas… ¿A que sí?

—Cállate ya, pequeña…

—¿Zorra? ¿Iba usted a llamarme zorra, como hacía papá?

—No, yo…

—Puede llamarme zorra siempre que quiera, señor Mercer. Vamos, hágalo…

—Señorita Morphy, por favor, deje de…

—Zorra.

Pero esto no lo había dicho yo, ni tampoco Alice Morphy. La voz era masculina y muy bronca, con un deje extraño que me hizo sentir un escalofrío en la espalda.

—¿Jekyll? ¿Se ha despertado usted? Soy el señor Mercer, nos conocimos en el tren…

—No, señor Mercer, nadie nos han presentado —dijo la misma voz, y la camilla de Timothy Jekyll crujió—. Usted conoció al palurdo, ¿verdad que sí? A ese mariquita no le gustaría llamar zorra a ninguna mujer, por muy zorra que sea en verdad. No es como nosotros, ¿eh?

Jekyll se dio la vuelta y se incorporó. Pero el rostro no era el de ese joven guapo y amable, sino el de alguien mucho más siniestro, algo más bajito y quizá más corpulento. Y el cabello… que me maten, pero ya no era el rubio dorado del muchacho que había regresado hacía muy poco de Sudamérica, rico y sediento de aventuras, sino una larga mata de flamante color castaño. Ahora estaba ante una de esas caras que a veces me encontraba en Whitechapel, acechando en las esquinas, en busca de presas fáciles… Un rostro que no podía disimular su maldad…

Y sus ojos, sus malditos ojos, irradiaban una especie de incandescencia color turquesa que casi parecían iluminar allá donde miraran.

—Pero a Jackson Hyde le encanta llamarlas zorras a todas —dijo, y avanzó hacia la camilla de Alice, cuyo rostro se tiñó de ese extraño color azul—. Así que te gusta que te llamen zorra, ¿eh, pequeña zorrita?

—Señor —dije yo—. Deje a la chica tranquila.

—¿O qué? —dijo… bueno, estaba claro que ahora era el señor Hyde, y no Tim Jekyll.

—¿Es usted, señor Jekyll? —dijo Alice Morphy—. ¿Podría soltarme las correas?

—Ahora lo veremos, querida. Pero antes… antes me gustaría tener un poquito de intimidad. Señor Mercer —me dijo—, ¿tendría usted la bondad de esfumarse?

—Vuelva usted a la camilla, señor —le dije.

Hyde dio media vuelta tranquilamente y se dirigió a la mesa donde estaba el instrumental quirúrgico. Yo estaba poco menos que paralizado. Palpé en el bolsillo de mi chaqueta y encontré el arma infernal que me había entregado Seth Pride, esa especie de pistola que disparaba bombas.

Y apunté al señor Jackson Hyde con ella.

—¿Tiene un cigarrillo, señor Mercer? ¿Un puro, quizá?

El señor Hyde había cogido un larguísimo escalpelo, igualito al que había utilizado Watson para practicar las incisiones durante las autopsias de los zombis de la casa Presbury.

—No… O quizás sí… —Empecé a buscar en el bolsillo del pantalón con la mano que me quedaba libre—. ¿Para qué quiere ese cuchillo?

—Oh, para un par de cositas muy, muy pequeñas… Para rajarle a usted la barriga y merendarme sus tripas si no se larga de aquí ahora mismo. Y también, para jugar con la zorrita.

—¿Señor Hyde? —dijo Alice en un susurro. Creo que aquel juego no le terminaba de gustar.

—Calla, zorra. ¿Piensa utilizar ese trasto, señor Mercer? Si ha de ser así, hágalo ya y no me haga perder más tiempo.

—Suelte el cuchillo, Hyde… Señor Jekyll, ¿está usted ahí adentro, en alguna parte?

—Mi amigo Tim está descansando, señor —dijo—. Regresará en otro momento, cuando yo termine aquí…

—¿Señor Mercer? —dijo la joven Morphy—. Por favor, no deje que me haga daño…

—Lárguese —dijo Hyde.

—Yo…

—Es una zorra, ¿no? Déjela, señor Mercer. Yo le daré su merecido.

Esgrimió el escalpelo ante mi rostro y la hoja de metal emitió destellos azules. Jackson Hyde podría haberme cortado los ojos por la mitad como si fueran dos huevos cocidos; habría podido matarme… y no disparé.

No pensaba apretar el gatillo.

—¡Señor Mercer! —gritó Alice Morphy.

Guardé la pistola en el bolsillo y me dirigí a la puerta.

—Antes de que se marche, señor —dijo Hyde—, ¿podría indicarme quién es el pobre desgraciado que tiene mi piedra?

Volví la cabeza y dije:

—Se llama Seth Pride. Tiene las orejas puntiagudas. Y él no tendrá inconveniente en matarlo a usted, señor.

—Muy bien, muy bien… Seth Pride: R.I.P. Y ahora corra, señor Mercer —dijo Hyde, y la luz turquesa de sus ojos me iluminó—. ¡Vamos, vamos!

Cerré tras de mí dando un portazo. Por el pasillo me persiguieron los gritos de Alice Morphy. Pero pronto los dejé atrás.

La primera idea… bien, no voy a excusarme. La primera idea que tuve fue salir de allí a toda velocidad y olvidarme de la existencia de Jackson Hyde. Y solo después, cuando me había alejado del Aula 14, supe que debía buscar ayuda. Necesitaba a Sherlock Holmes, o a MacDare, o a quien fuese.

Había dejado sola a esa chica loca y perversa en manos de… bueno, en manos de alguien que era, como mínimo, tan loco y perverso como ella. Había contemplado el nivel de depravación que Alice Morphy alcanzaba, pero creo que abandonarla con un tarado que llevaba encima un cuchillo diseñado para abrir en canal cadáveres humanos, no era justo ni siquiera para una persona como ella.

Pero lo hice igualmente.

Esta era una de esas cosas que el señor Holmes no podría tolerar, y yo tenía que hacerme a la idea.

Aunque claro, siempre podía mentir…

Aparqué esas consideraciones cuando la locura de ese día (¿o eran ya dos días?; ni siquiera sabía qué hora era) aumentó un poquito más con la aparición de los enanos.

En mi ansia por huir del Aula 14, había atravesado el vestíbulo de los trofeos, y me había metido por el pasillo equivocado… Y de repente, me vi rodeado por una turba de pequeña criaturas de diversos colores que me ignoraron por completo.

Al principio pensé que se trataba de niños, pero aquello no tenía sentido en los pasajes subterráneos de una instalación militar secreta… ¿o sí?

No medían más de tres pies, y los recuerdo muy vagamente, pues pasaron por mi lado y siguieron su camino, correteando y emitiendo unos extraños sonidos que a mí me parecieron propios de algún juguete: chirridos, graznidos… Uno de ellos iba vestido como un arlequín, otro llevaba un uniforme militar, otro llevaba los calzones y la camiseta de tirantes de un boxeador… Conté ocho o diez de ellos.

Y detrás llegó un hombre alto, de unos cuarenta años, vestido con una bata blanca. Sostenía un aparato rectangular, muy semejante al que había visto en manos del profesor Voight, en la sala de los monos, hacía ya una o dos eternidades… Venía corriendo detrás de esos ruidosos (y en verdad muy siniestros) enanitos.

—¿Qué hace usted aquí? —me preguntó. Tenía un ligero acento que sonaba a germano.

—Soy…

—Bah, déjelo. Tengo prisa.

—Pero oiga…

—¡Chicos! —gritó—. ¡Esperadme!

Y siguió corriendo adelante.

Me quedé ahí plantado durante unos segundos, atónito y pensando si lo que había visto era real.

Pues claro que era real. Todo lo que había visto era real y horrible como la vida misma. Tan real como Newgate, como Baker Street, como la cama de Myrtelle, como el navajazo que me asestó el negro Bobby Jameson en 1865 a la puerta del Britannia, como que tuve padre y madre pero nunca conocí a esos bastardos, como la primera vez en un calabozo, como los latigazos que propinaba Johnny el Honrado, como una buena pinta de cerveza y como un mal dolor de tripas, o el pescado con patatas fritas, o la horca… Real como Sherlock Holmes y el doctor Watson. Claro que sí.

—¿Mercer?

Otra figura llegaba hasta mí desde el lugar de donde habían salido el tipo de la bata blanca y sus enanos. Era el coronel MacDare, que caminaba dando tumbos y se ayudaba apoyando una mano en la pared. La venda de su cabeza estaba empapada en sangre.

—Eeeeh… Sí, soy yo. Estaba buscándolos a ustedes, pero creo que me he extraviado.

—¿Ha dejado sola a la señorita Morphy?

—No, de ningún modo —dije—. Ese muchacho, Jekyll, ha vuelto en sí. Se encontraba estupendamente, y me ha dicho que se haría cargo de ella.

Sí, eso dije, y a MacDare le pareció bien. Técnicamente era casi cierto, ¿no?

—¿Qué eran esas cosas que han pasado por aquí? —pregunté—. ¿Y ese hombre? ¿Era otro de los profesores?

—Es Heinrich Hampelmann —me dijo—. No trabaja en la universidad, sino que está a jornada completa en Camp Briton. Aunque usted no lo crea, el mayor Brant lo encontró en una juguetería del Soho, ¿sabe? Y esos diablillos que ha visto usted son títeres.

—¿Títeres?

—Sí, Hampelmann los dirige a distancia con un transmisor de radio… cosas de científicos. Es un tipo muy ingenioso, ese Hampelmann.

Recordé que ese era el nombre que había mencionado el profesor Voight durante mi encuentro en aquel sótano de la universidad: El tal Hampelmann había colaborado en la construcción del terrorífico autómata gorila.

—Venga conmigo entonces —dijo MacDare.

—¿Adonde iban ese tipo y sus títeres con tanta prisa?

—Al exterior. Va a intentar «pastorear» a los morphies para que no vayan muy lejos… Los queremos en las proximidades de la base.

—¿Con muñecos?

—Esos muñecos, Mercer, son capaces de realizar labores militares que a mí me resultarían imposibles. A usted lo partirían por la mitad en un minuto, se lo aseguro.

Proseguimos avanzando por el pasillo hasta desembocar de nuevo en el vestíbulo de las rarezas. Me pareció que los tres ojos saltones de la cosa que MacDare había denominado «palpoide" nos seguían y que la simiesca cabeza de "Gorgan» me hizo un guiño.

—Usted trabaja para Holmes —me dijo el coronel—. ¿Qué hace para él?

—Los recados —respondí.

—Comprendo. Ese hombre es excepcional. Empezamos con mal pie, pero ahora… Cuando hable con mi nuevo superior, le diré que Holmes debería formar parte del Escuadrón de las Sombras.

—El señor Holmes se va a retirar —expliqué—. Incluso se ha comprado una casita en la costa, creo…

—Eso dicen todos los viejos soldados, y luego regresan al servicio activo —dijo MacDare—. Sobre todo los mejores. Holmes es un auténtico brujo, ¿sabe? ¡Creo que lee las mentes!

No respondí a ese ridículo comentario.

—¿Sabe usted —prosiguió— que ya conoce este lugar mejor que yo? Ha tenido en cuenta cosas que yo ni siquiera había pensado…

«No me extraña», estuve a punto de contestar, pero en su lugar le dije:

—Entonces, ¿cuál es el plan del señor Holmes?

—Mírelo usted mismo —dijo.

Llegamos a otro de esos portones acorazados, idéntico al de la entrada al Aula 14. Pero este no llevaba inscripción alguna.

MacDare sacó las consabidas llaves y abrió la cerradura.

El gigante comenzó a levantarse con un ensordecedor rugido de motores que resonó por toda la caverna subterránea. En el techo había una gigantesca placa de metal que se desplazó automáticamente, pues debía de estar encajada en rieles de hierro con rodamientos engrasados. La luz del atardecer iluminó esta especie de astillero ciclópeo al que MacDare me había traído. Los andamios cayeron ruidosamente cuando los peludos brazos se movieron; las palmas de las manos se apoyaron en el suelo y las paredes retumbaron. El estruendo de los chirridos y los crujidos de los mecanismos hidráulicos y neumáticos me obligaron a taparme los oídos cuando sus rodillas se flexionaron, y la gran cabeza miró a ambos lados del hangar, como si buscara inspeccionarnos a nosotros, pequeñas hormigas que mirábamos asombradas sin llegar a comprender la majestuosidad del coloso. Su boca estaba abierta y nos mostraba unos colmillos capaces de masticar a varios hombres juntos. Los ojos se encendieron como dos faros de luz, inmóviles, y nada escaparía a su atenta mirada. Y cuando se alzó, más de medio cuerpo salió al exterior de la base, y nosotros tuvimos que contentarnos con mirar aquellos pies desnudos cubiertos de vello. No sé qué habría hecho cualquier otro hombre, pero yo intenté recordar todas las oraciones que conocía. Y ninguna vino a mi mente, pues en mi fuero interno sabía que el titán se había alzado para salvarnos a todos.

—El juego ha empezado, Holmes.

Y esas fueron las primeras palabras que escuché decir a Mightech, el poderoso.

—¡Bravo, Watson! —dijo Sherlock Holmes, y rompió en aplausos. Y a continuación se dirigió a mí—: Vaya, Mercer, veo que el señor Jekyll ha regresado al mundo de los vivos… Pero ¿era realmente Jekyll?

—¿Qué? ¿Cómo lo… cómo sabe que Jekyll se ha despertado?

—Porque está usted aquí y no en el Aula 14 como habíamos convenido, ¿recuerda? Repito, Mercer, ¿seguía siendo Jekyll? Un chico rubio, alto, simpático, repleto de bondad…

—Sí, claro que sí —respondí.

Sherlock Holmes alzó una ceja y su sonrisa se esfumó. Me examinaba como si estuviera mirando un insecto a través de la lupa de aumento. No hice el más mínimo movimiento, aunque la verdad es que deseaba tirarme al suelo y quedarme dormido.

Pero el espectáculo que teníamos delante merecía la pena. Aquella descomunal criatura era una réplica casi exacta del autómata que me había vigilado durante un buen rato en la universidad. Pero si aquel medía seis pies y medio, este debía de levantar hasta cien pies del suelo cuando estaba erguido. Era un gorila de diez pisos de altura, perfectamente proporcionado, y estaba saliendo de aquel agujero por la gran trampilla metálica que se había abierto sobre su cabeza. No tuvo más que apoyar las manos en el exterior y auparse para quedar al aire libre.

A nuestro alrededor, las paredes de la caverna temblaron.

—Debemos salir de inmediato —dijo MacDare, que sonreía satisfecho—. No hemos podido comprobar los cálculos de nuestra gente, de modo que no hay forma de saber si los túneles aguantarán el peso de esa mole andante. Vengan por aquí —nos indicó.

Cuando el coronel nos había dicho que el proyecto del profesor Voight ocupaba la mayor parte de las instalaciones subterráneas de Camp Briton, no nos había engañado. Como he dicho, nos hallábamos en una caverna subterránea de cuyas dimensiones no puedo estar seguro… Eran tan grande como dos o tres campos de fútbol juntos, quizá más, quizá algo menos, y el techo estaba a una altura de unos treinta pies, calculé… Allí había montones de vigas de hierro, así como barras y láminas del mismo metal, fardos que contendrían vaya usted a saber qué, varias mesas de trabajo que me recordaron a las de los carpinteros, e incluso un pequeño edificio, apenas una caseta, donde supongo que Voight tendría su despacho.

Junto a dicha caseta había una puerta enorme con una rampa, y supongo que era por ahí por donde transportaban el material hasta abajo, pues el suelo estaba manchado de grasa y aceite de vehículos, así como de estiércol de caballo. Por dicha rampa nos llevó MacDare mientras escuchábamos los pisotones de Mightech por encima de nuestras cabezas.

—¿Y este era su plan, señor Holmes? —le pregunté.

—Le pedí a Watson que comprobara la salud del señor Jekyll y que, en cuanto pudiera, buscara este lugar, el laboratorio de Voight. Le expliqué lo que aquí encontraría y le encomendé la misión de explicarle la situación al profesor y de encargarse personalmente de supervisar las «labores de limpieza». Es Watson quien ha hablado por boca del titán, ¿sabe? Está a bordo con Voight y su amigo el cazador.

—Pero usted no podía saber que esa cosa enorme existía… —dije yo.

—Usted mismo me habló del profesor Voight —dijo el detective—. Debo admitir que hizo justicia a lo que el profesor había dicho: El autómata que usted vio en la universidad era un prototipo, ¿verdad? Eso es lo que usted oyó decir a Voight.

—Así es, pero…

—Y que el prototipo, y solo el prototipo, se manejaba con un «emisor de ondas a distancia", ¿verdad? Y también, que el pequeño Mightech estaba recubierto con pieles de auténticos monos, pero que para "el grande» habían utilizado imitaciones plásticas, ¿no es así?

—Sí, eso dijo Voight.

—Si el autómata grande no necesitaba un control a distancia es porque debía ser una máquina tripulada. ¿Cuan grande debía ser el proyecto de Voight para ocupar la mayor parte de las instalaciones del subsuelo? Ya lo ha visto usted: Es un verdadero gigante, un arma formidable.

—Sí, lo hemos visto —dije yo—, ¿pero qué va a hacer ese cacharro contra los zombis? ¿Aplastarlos?

—Algo así debió pensar el señor Holmes —intervino MacDare—. Pero Mightech puede hacer algo incluso mejor que machacarlos para que mis hombres los recojan con palas.

—¿El qué? —pregunté.

MacDare me pasó una mano por el hombro y dijo:

—Se los va a comer.

El exterior de Camp Briton era el escenario de un apocalipsis. Sherlock Holmes, MacDare y servidor nos quedamos en la puerta de acceso (o de salida, desde mi punto de vista) a la cueva de Mightech. Y sí, el coronel tenía razón: Parecía que el suelo fuera a hundirse bajo nuestros pies.

Desde nuestra posición podíamos ver la entrada al cuartel general de la base, que estaba sitiada por los muertos vivientes. Del interior del edificio seguían saliendo inútiles disparos que procedían de las ventanas del primer piso. Pero los zombis tenían problemas más graves:

Seth Pride estaba allí, sobre un montón de cuerpos que seguían moviéndose y aullando, armado ahora con dos sables que había recogido de los caídos en combate, y estaba dedicado en cuerpo y alma a cortar cabezas, brazos y piernas de los monstruos. La piedra zolteca funcionaba a la perfección, pues los zombis no se le acercaban, pero él los empujaba sobre su pila de trofeos vivientes y los ensartaba una y otra vez, con tal furia que producía pavor. Su rostro, su estrambótico traje negro, sus manos, todo él estaba empapado en el líquido parduzco que los gritones morphies tenían por sangre.

Lewis Crandle también estaba haciendo de las suyas, pues no lo había visto con Holmes y MacDare: Al parecer, se había aprovisionado de una buena cantidad de carga eléctrica, y aunque yo no lo podía ver, de vez en cuando me percataba de que algún zombi que la estaba emprendiendo a cabezazos contra la puerta principal del cuartel se detenía en seco y empezaba a soltar humo por las orejas… y acababa envuelto en llamas. Incluso llegué a ver cómo la mano de hierro de Crandle se hundía en la boca dentada del torso de uno de esos zombis más «veteranos», y solo entonces soltaba la fatal descarga.

Luego, claro, estaban los títeres enanos de Hampelmann, armados con revólveres, espadas y fusiles, obligando a las criaturas a permanecer dentro de Camp Briton. Uno de los muñecos parecía construido con algún tipo de caucho muy elástico, y envolvía con sus extremidades a los zombis que intentaban saltar la alambrada y los arrastraba de vuelta al patio, donde una marioneta vestida como un Lucifer enano (con tridente y todo) y un negrito de ojos relucientes armado con una cuchilla de carnicero los mutilaban. Los otros juguetes andantes participaban de la carnicería con esas siniestras e inmóviles sonrisas pintadas en sus rostros de diversos colores. Del hombre que movía los hilos no tuve noticia, pero supuse que debía encontrarse en algún lugar del primer piso del cuartel, a salvo.

Y Mightech, el poderoso Mightech, realizaba su escalofriante labor de forma metódica, y con su imponente tamaño y presencia robaba el poco protagonismo que pudiera tener el resto de los contendientes. A cada paso que daba, el mundo entero parecía temblar. Con una sola de sus manos podía coger cuatro o cinco zombis, y para mi horror, se los echaba a la boca… Me pregunté qué sucedería si tal máquina de destrucción cayera en malas manos y me dije que lo mejor sería no pensar en esa posibilidad. Mightech daba vueltas alrededor del cuartel y atrapaba con sus manos a las criaturas que procuraban huir. De cuando en cuando buscaba la pila de cuerpos de Seth Pride y la limpiaba de un terrible bocado, y en otros momentos, cuando uno de los morphies lograba escapar de las garras de ese improvisado ejército de monstruos —pues monstruos eran nuestros aliados, tal y como había preconizado el señor Holmes—, Mightech salía de Camp Briton, lo aplastaba con la palma de su mano y después ingería los restos triturados.

—Se los está comiendo de verdad —dije yo con la voz algo entrecortada.

—No del todo, señor Mercer —dijo MacDare—. El torso de Mightech está hueco, y hay una gran celda ahí adentro, con capacidad para muchos, muchos prisioneros.

—¿Los han encerrado? —pregunté.

—El fondo de la prisión se ha eliminado —me explicó Sherlock Holmes, que observaba todo aquello con expresión pensativa. Era como un general supervisando la victoria definitiva sobre un oponente claramente inferior—. Los zombis caen directamente a las calderas que mueven los motores. En realidad, Mightech sí se los está comiendo, pues ahora mismo funciona gracias a la combustión de esos cuerpos. Y al verlo así, uno diría que incluso disfruta saciando su apetito, ¿verdad?

A través de los altavoces de Mightech se escuchaba la voz del doctor Watson, que soltaba algún improperio contra las criaturas, o le daba ánimo a los soldados sitiados. Seguro que todo el tiempo estaba dando órdenes al profesor Voight y a Dirk Manson, allá arriba, en la cabeza del poderoso.

Y estoy convencido de que el viejo doctor se lo estaba pasando en grande. Aquello era mucho mejor que Maiwand, vaya si no.

Recuerdo que Lewis Crandle vino al punto estratégicamente seguro donde me encontraba con el jefe de Camp Briton y con Sherlock Holmes, en el momento en que su invisibilidad comenzó a desaparecer. Y recuerdo ver cómo se abría la puerta del cuartel de la base, y cómo salieron de allí los soldados supervivientes, abatidos por la pérdida de la mayor parte de sus compañeros, pero también contentos de haber conservado la vida. Recuerdo que Hampelmann también salió del edificio y se llevó a sus sangrientos títeres de vuelta al cuartel, y recuerdo la inexpresiva mirada de Sherlock Holmes cuando vio cómo Mightech el poderoso se alejaba en dirección a Foggerby, y luego en dirección contraria, hacia Acorn Village, en busca de zombis fugitivos. Recuerdo que Bernard Barker apareció por el otro lado de la alambrada y nos llamó, y nos dijo que había estado subido a un árbol, y que ya se encontraba mejor del estómago, gracias, pero que qué demonios había sucedido allí, y qué era ese mono gigante que había estado a punto de pisarlo. Recuerdo haber visto, como en un sueño, a Seth Pride trepando por la pared hasta el tejado del cuartel, como siempre, como una maldita araña, y recuerdo que allá arriba había dos figuras humanas que me saludaron con las manos, y creo que eran Dion Yorick y el profesor Maple, pero no lo podría jurar. Recuerdo ver el helicoche despegando hacia un cielo que ya estaba empezando a oscurecerse con nubes de tormenta, y una silueta humana que emitía un levísimo halo de color azul turquesa y que se enganchaba a una de las patas del aparato y volaba con Pride y sus hombres, adonde quiera que fueran. Recuerdo que yo me senté en el suelo, que Sherlock Holmes y el coronel MacDare ya no estaban allí conmigo, pues se habían ido a supervisar la recogida de restos.

Y creo que me quedé dormido allí, en medio del caos, rodeado de asustados hombres de uniforme que celebraban no sé qué victoria, y el olor de la carne quemada debió de llenar mis fosas nasales y a mí me importó un pimiento; sí, creo que me dormí, y creo que por eso no lo recuerdo demasiado bien.