V

EL MÉDICO

No Encontramos a Dudley donde lo habíamos dejado, en la entrada de la casa de Presbury, sino algo más lejos, en la avenida de carruajes.

—He oído disparos, señor —dijo Dudley—. ¿Se encuentran ustedes bien?

—Sí, Dudley —respondió Sherlock Holmes—. Éramos nosotros los que disparábamos, así que todo está en orden.

—Oh —dijo el cochero—. Me alegro mucho, señor. ¿Adonde nos dirigimos ahora?

—De vuelta al 54 de Pilgrim Road, Dudley.

—A la orden, señor —dijo, e hizo restallar el látigo sobre los caballos. No pude menos que pensar en el grotesco cúmulo de pedazos de carne que habíamos visto en las caballerizas de Presbury. Pero tenía otras cosas en la cabeza.

—Señor Holmes, ¿qué nombre le ha dado antes a esas cosas? —pregunté.

—Zombis, señor Mercer. Zombis. Como los no muertos haitianos.

—Ah. —Obviamente, la respuesta no significaba nada para mí.

—Usted no ha leído a Eckermann, ¿verdad?

—Eeeh… no, señor, no lo he leído nunca.

—Pues debería. Su libro El vuduismo y las religiones negroides es de lo más instructivo. Hace algunos años me resultó útil durante el asunto de Murillo, el dictador de San Pedro. Veo que tampoco conoce el vuduismo, que es una religión de origen más o menos africano, y que se extendió por las islas caribeñas. Los negros que practican el vudú realizan unos desagradables rituales durante los cuales descuartizan animales vivos, como gallos y cabras, ¿se imagina, Mercer? ¡Qué barbaridad!

Supongo que en esos momentos, el señor Holmes no tenía en mente el hecho de que acababa de tirotear y prender fuego a un perro, por muy zombi que fuese.

—Eckermann —continuó— se pronuncia en dicha obra sobre un tema algo espinoso, que es el de los muertos que regresan de las tumbas, esto es, los zombis.

—Comprendo.

—En realidad, y siempre según Eckermann, no se trata de verdadera brujería, sino de una más de tantas añagazas que el fértil ingenio humano ha inventado —me explicó—. Al parecer, los brujos (o houngan, como los llaman esas gentes) utilizan algún tipo de veneno de composición secreta para provocar en las víctimas un estado de coma muy parecido a la muerte. Después, recuperan los cuerpos, vivos y funcionales pero desprovistos de voluntad, a los que utilizan para los más diversos fines, sobre todo como esclavos personales. A estas pobres almas, a las que se suele ver trabajando en campos de caña de azúcar o caminando en la noche con rumbo incierto, se las denomina zombis. Creo que el problema que tenemos aquí es un caso bastante peculiar de lo que podríamos denominar zombificación accidental…

—Fascinante —dije, aunque en verdad me pareció que aquel dislate haitiano poco o nada tenía que ver con las abominables criaturas que estábamos dejando a poca distancia, en una lujosa casita de Camford.

—Veremos qué podemos hacer nosotros al respecto, pues parece un problema contagioso. No obstante, el primer brote ya lo hemos controlado.

—¿Primer brote? —Ahora sí que me estaba asustando.

—Todo este drama, amigo Mercer, se ha desatado por culpa del suero del doctor Lowenstein. En su momento, hace un mes, cuando di por resuelto el asunto Presbury, le envié una nota instándolo a que cesara por completo la producción de ese veneno maligno. Cuando Barker vino a verme esta mañana, me pareció buena idea rastrear al segundo cliente de Lowenstein en Inglaterra, pero al ver la ampolla con el suero, tuve la certeza de que Lowenstein había hecho caso omiso de mi mensaje. De modo que debemos localizar a ese otro imprudente que está administrándose la droga, y después tendré que realizar una pequeña visita a Praga para tener unas palabras muy serias con cierto científico cuya imprudencia ya se ha hecho patentemente criminal. Y, ahora sí, deberá pagar por ello.

¡Otro brote de monstruosidades! Era cierto que no había pensado en ello, pero el razonamiento de Sherlock Holmes era elemental: Si había alguien más que estuviera utilizando esa sustancia, perfectamente podían existir nuevos casos como el que habíamos presenciado. No me pareció un pensamiento tranquilizador.

Nos habíamos internado en la oscuridad de las afueras de Camford, donde había algo de iluminación eléctrica, y ya casi habíamos llegado a nuestro destino cuando caí en la cuenta de un sutil detalle que yo había pasado por alto.

—Señor, ¿no teníamos que ir a buscar un médico para los Presbury?

—Tiene toda la razón, Mercer —me respondió, justo cuando subíamos por el camino que llegaba al puesto de vigilancia de Barker. Al instante, los caballos se detuvieron frente al bloque de piedra donde habíamos dejado el paquete con el suero. Sólo la iluminación de los faroles del carruaje arrojaba un poco de luz sobre el lugar—. Dudley, seguro que tiene usted una linterna sorda en el coche, ¿sería tan amable de prestármela? Perfecto, perfecto. ¡Barker! —llamó—, ¡salga de su escondrijo!

Y dicho esto, Sherlock Holmes descendió del coche con la linterna encendida en la mano, y yo lo imité.

Barker apareció por el otro lado del camino. Y traía cara de pocos amigos.

—¿Alguna novedad, Barker?

—No, y no la habrá si viene usted aquí dando voces —dijo el detective de Surrey—. ¿No le parece que esta es una forma muy poco discreta de llevar a cabo una larga, larga vigilancia? ¡Nuestra presa nos puede haber visto desde una milla de distancia!

—Lo comprendo, Barker, y sepa que el trabajo que está realizando es de suma importancia, créame. Pero esto es una urgencia y no he venido a charlar con usted. ¡Watson! —exclamó, y yo no me pude creer lo que estaba oyendo—. ¡Watson, salga usted también de donde esté, lo necesitamos!

—¿Watson? —dijo Barker—. ¿Su amigo Watson? ¿Pero qué…?

—¡Holmes! ¡Holmes! —vino gritando una corpulenta figura por el descampado. Cojeaba ligeramente, y se ayudaba con un bastón—. ¿Qué sucede, hombre?

Barker estaba a punto de estallar.

—No puedo creer que me haya hecho esto a mí, Holmes —dijo—. ¿Tan poca confianza tiene en un colega acreditado como yo, que manda venir a su…?

—Señor Barker —dijo el recién llegado—, mejor que contenga su lengua, no vaya a decir algo de lo que pueda arrepentirse. Buenas noches, caballeros.

—Mercer —me dijo Sherlock Holmes—, este es mi viejo amigo y colaborador, el doctor John Watson. Aquí tenemos el médico que necesitábamos.

—¡Maldita sea, Holmes, esto es indignante! —tronó Barker, y fue directo al bloque de piedra donde habíamos dejado el paquete.

—El pobre Barker aún no comprende que cuatro ojos ven más que dos —dijo Sherlock Holmes.

—Quizá habría sido conveniente que él supiera que yo estaba aquí —dijo Watson.

—¿Para qué? ¿Para que se pasaran los dos toda la noche cotorreando e intercambiando tabaco? No, Watson. Barker es un profesional, y acabará por comprender que no ha sido una mala idea. Tal y como yo lo había planeado, teníamos cubiertos dos flancos.

—Pero no comprendo nada —intervine yo—. ¿Usted estaba ya aquí, doctor?

—Watson —dijo Sherlock Holmes—, le presento al bueno de Otis Mercer.

Watson extendió su mano, y estrechó la mía con fuerza. Había oído hablar de él en muchas ocasiones, pero nunca antes lo había visto en persona. Era más grande, más joven y más alto de lo que había imaginado. De hecho, era casi tan alto como Holmes, y aún así, el doctor caminaba ligeramente encorvado. Su rostro y su expresión eran todavía los de un militar veterano, curtido en la guerra. No me sorprende que a mi jefe no le costara ningún esfuerzo deducir a qué se dedicaba este imponente hombre cuando se conocieron.

—He oído hablar de usted, Mercer —dijo Watson—. Vine en el mismo tren que ustedes. Viajaba en otro vagón.

—En ese caso, ¿para qué me ha hecho venir a mí, señor Holmes? —pregunté.

—Bueno, Mercer —dijo—, a Watson ya le encomendé la vigilancia de este punto, compartida con Barker. Y como ya le expliqué, no me gusta hacer visitas sociales en solitario.

En ese momento, escuchamos una maldición procedente de la boca de Barker.

—¿Algún problema? —dijo Sherlock Holmes.

—¡Ha desaparecido! ¡El maldito paquete ha desaparecido!

El rostro de Sherlock Holmes se afiló, del mismo modo que el del doctor Watson pareció descomponerse.

—Es imposible —dijo Watson—. Sencillamente imposible. Yo mismo les vi a ustedes depositar el paquete, y nadie ha pasado por el camino, ni a pie ni en coche. ¡Nadie!

—¡Barker! —dijo Sherlock Holmes, que salió corriendo, linterna en mano, hacia el bloque—. ¡Quédese quieto donde está y deje de destruir las huellas, hombre!

—Espero que todo esto sólo sea una broma —me dijo el doctor—. Porque si no es así, menuda he formado.

—No se preocupe —le dije—, Barker también estaba vigilando.

—Ya, y yo estaba vigilando a Barker. Qué desastre…

Me acerqué adonde se encontraban los detectives. Barker no dejaba de graznar maldiciones, y Sherlock Holmes estaba intentando leer las señales del terreno, tras el bloque y en los alrededores.

—¡Estuvo aquí! —decía el señor Holmes—. ¡Está clarísimo! ¡Incluso usted, Barker, podrá ver estas huellas! ¡Quien quiera que fuese, estuvo aquí mismo! ¡Y era el mismo hombre, claro que sí, el individuo de la prótesis en la mano derecha, casi seis pies de alto, corpulento…! ¿Cómo pueden no haberlo visto, por el amor de Dios?

—Le juro, Holmes, que por aquí no ha pasado nadie —dijo Barker.

—¡Pues las huellas dicen otra cosa bien distinta, señor detective de Surrey! ¡Y usted, Watson, venga aquí! ¿Qué le parece esta pisada en el barro? ¿Una ilusión óptica? ¿Ve los bordes húmedos, como si estuviera poco menos que recién hecha?

—No lo entiendo, Holmes —dijo Watson—. Quizás ese individuo se camufló de algún modo…

—Claro que se camufló —respondió el gran detective—. Y no hace ni media hora de eso. Debe estar todavía cerca, pues ha venido a pie… Ah, Watson, márchese con Mercer; él le explicará la situación. ¿Lleva su maletín médico?

—Siempre, Holmes.

—¿Y un arma?

—¿Un arma? Claro. ¿Para qué?

—Sí, tiene razón —dijo Sherlock Holmes—, probablemente no servirá de nada.

—¿Pero a qué se refiere?

—Ea, Watson, suba al coche. Nos veremos más tarde en Chequers o en casa de Presbury… o donde diablos acabemos esta noche. Yo me quedo con Barker, a ver si podemos rastrear a nuestro escurridizo adversario.

El doctor Watson, cabizbajo y con expresión de culpabilidad, se sentó conmigo y miró a los dos detectives, que seguían discutiendo en mitad del campo.

—Espero ser más útil adonde quiera que vayamos, Mercer —me dijo.

—Sí, claro, doctor —le respondí.

No sabía lo que le esperaba.

Durante el trayecto, puse al doctor Watson en antecedentes y le expliqué lo que Sherlock Holmes y yo habíamos averiguado. Lo hice tan bien como pude, pero el doctor no parecía dar crédito a una sola palabra. De vez en cuando repetía algo de lo que yo había dicho, como por ejemplo «¿Resucitados?», o bien «¿Zombis?», o «¿Le prendió fuego al perro de Presbury?».

Pero claro, si bien en contra de lo que cree el vulgo, la fe no mueve montañas, sí que es cierto el dicho de «ver para creer». Y cuando el doctor Watson entró en la casa del profesor Presbury, se convirtió en un fervoroso creyente.

Macphail seguía donde lo habíamos dejado, atado en la cocina, aunque ahora parecía inconsciente. En principio pensé que ya había pasado a mejor vida (o a peor vida, en este caso), de modo que no me atreví a tocarlo hasta que abrió los ojos y dijo «¿No hemos ardido aún, señor?».

El doctor Watson dejó su maletín sobre una mesa, lo abrió y sacó su instrumental para reconocer al cochero de Presbury, que nos miraba con esa expresión que tienen los que acaban de tomar un narcótico, entre risueña y confusa.

—Deberíamos desatar a este hombre —me dijo—. Le cuesta mucho respirar. Tiene los pulmones encharcados.

—El señor Holmes ordenó que lo dejáramos así —le expliqué.

—Holmes es muy considerado con nosotros, pero el estado de Macphail…

—Quizá debería echarle usted un vistazo a los otros para que vea a qué me refiero.

—Un momento —dijo, y le inyectó al cochero algo en el brazo—. Le he puesto un tranquilizante y antibióticos. Quizá no sirva de nada, pero seguro que no le hará daño.

Acompañé a Watson a la habitación del profesor, que una vez más, había urdido el mismo engaño de hacerse pasar por un muerto auténtico. Estaba claro que ese era el modus operandi de estas criaturas.

—¿Y dice usted que ese hombre vive? —preguntó Watson.

—Aguarde —dije, y me acerqué con mucho cuidado al cabecero de la cama. Por un momento, pensé que aquellos ojos vidriosos, que no parecían mirar más allá de un punto en algún lugar del infinito, carecían realmente de vida. Y entonces, como un resorte, la cabeza del viejo se abalanzó hacia mi mano extendida. Faltó muy poco para que los dientes me arrancaran un pedazo.

—¡Por San Jorge! —exclamó el doctor ante aquel espectro—. Vi a este hombre hace un mes, cuando la droga lo hizo comportarse como un simio, pero esto… esto es una aberración.

—Y ahora, mire. —Saqué un cuchillo de carne que había cogido de la cocina y lo clavé en una pierna del cuerpo de Presbury, luego en la otra, y después en el vientre. La criatura gimió, y el sonido me recordó al del perro.

—Déjeme ver eso —me pidió Watson, y arrancó el cuchillo de la panza del anciano. Miró los dos lados de la hoja y se la acercó a la nariz para oler el líquido que goteaba—. Parece sangre, pero esta sustancia es más oscura y espesa —dijo—. Y tiene un aroma más intenso que el de la sangre.

—Huele a corrupción.

—Quizá —dijo, y salió del cuarto para regresar segundos después con su maletín.

El doctor Watson sacó varios tubos de ensayo, que distribuyó sobre el escritorio de Presbury. A continuación tomó una jeringa hipodérmica, le bajó los pantalones a la criatura, echó un vistazo a las piernas y le pinchó en el muslo. El zombi, como lo había denominado Sherlock Holmes, continuaba con sus movimientos espasmódicos, en un vano intento de alcanzar a Watson con los dientes. El doctor tiró hacia atrás del émbolo y la jeringa se llenó de ese líquido oscuro como la salsa de soja. Lo vertió en una de las probetas, sacó un escalpelo con el que cortó una tira de piel de la misma pierna, y la depositó en otro tubito de cristal.

No sé si esa cosa gimiente sentía verdadero dolor, tal y como nosotros lo entendemos, pero en ese caso, aquello debió suponer una verdadera tortura. Aunque yo tampoco había sido demasiado sutil al clavarle un cuchillo en las tripas, claro…

—Esto es necesario, Mercer —dijo el doctor Watson, como si me hubiera leído el pensamiento. Supongo que pasar mucho tiempo con Sherlock Holmes tiene esas cosas—. Hay que tomar muestras de sangre y de tejidos. Si el profesor Presbury estuviera en sus cabales, estaría de acuerdo conmigo.

—No me preocupa tanto que le haga daño al monstruo como que pueda contagiarse usted —dije.

—¿Con esta especie de sangre? No, no creo. Por lo que usted me ha contado, parece que ese «contagio» solo se produce cuando hay un intercambio de fluidos. Y no tengo intención de beber esta sustancia. Ahora bien, hay que manipularla con mucho cuidado. Si entra en contacto con una herida, es muy posible que también se contraiga la enfermedad.

Después, Watson se dedicó a examinar el cuerpo. Miró con interés los pies desnudos y las uñas de los dedos, y se detuvo un rato en presionar y manipular la herida que yo había causado. Por la abertura manó líquido negruzco durante un minuto, y después se coaguló. También sacó el estetoscopio para escuchar la respiración y los latidos de Presbury, pero no pudo hacerlo, pues la cabeza intentaba morder una y otra vez, y no nos sentimos con ánimos para arriesgarnos a inmovilizarla.

—En cualquier caso, no tiene pulso —dijo Watson—. Y eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque este cuerpo tiene circulación sanguínea —me dijo—. Sea o no sangre, hay circulación. Pero el corazón está parado. ¿Qué la bombea?

—Quizá sea pura fuerza de voluntad —se me ocurrió decir—. Para mí, el alma de un hombre es solo eso, su voluntad.

—Señor Mercer —dijo el doctor—, no creo que ahí adentro haya un alma encerrada. Y si una vez la hubo, ya se marchó.

Una vez terminado el examen, repitió la operación con la cosa que había sido Trevor Bennett. Yo no había entrado en la habitación hasta entonces, y nos encontramos con un escenario muy parecido al del cuarto de Presbury: El mismo hedor intenso, y el cuerpo estaba atado a la cama de similar manera, aunque no presentaba el tipo de heridas que Macphail le había infligido al profesor, sino las que le había producido Roy. En efecto, le habían seccionado la yugular, lo que explica perfectamente que muriera al poco del ataque del perro. Y su cara, parcialmente devorada por el animal, era una amorfa costra de ese líquido pardo, jirones de piel y carne. Apenas podía reconocerse el rostro de un ser humano en ese amasijo sin nariz y sin labio superior. Se podría decir que en el momento en que entramos en el cuarto, era todo dientes, y dos ojillos oscuros y hundidos, inmóviles.

El monstruo se comportó de forma idéntica a como lo había hecho Presbury; intentó morder al doctor mientras este tomaba muestras de piel y de sangre, y también mientras lo examinaba.

—¿Algo nuevo? —pregunté.

—Su corazón no late. Pero hay circulación. Lo mismo. ¿La señorita Edith…?

—Está en el segundo piso, y Macphail dijo que no está atada. El señor Holmes subió a verla, pero no hizo ningún comentario al respecto.

—En ese caso, tendremos que tomar precauciones —dijo el doctor Watson.

Yo pensé que la única forma de enfrentarse a una de esas cosas que no estuviera inmovilizada, sería enfundarse una armadura. Pero aunque al profesor Presbury le encantaban las antigüedades, yo no había visto ninguna por la casa.

Dejamos el cuarto de Bennett y regresamos a la cocina. Watson le sacó sangre a Macphail, y también le cortó un pedacito de piel de uno de los brazos. El cochero estaba empezando a perder color. Hasta su nariz coloradota, propia de los borrachines, había tomado el color de la cal. No obstante, Macphail no intentó morder a nadie, así que pensamos que el tranquilizante había surtido efecto, y deseábamos que los antibióticos también estuvieran funcionando.

—La sangre de este hombre sigue siendo sangre —dijo el doctor Watson—, pero se está oscureciendo. Seguro que Presbury tiene un microscopio en alguna parte. Quizá en su despacho…

—Iré a buscarlo.

—No, Mercer, eso puede esperar. Aún tengo que tomar una muestra más.

El doctor etiquetó las probetas, envolvió cada una en un grueso papel y las metió en una cajita de metal.

—Ahora, preparemos nuestra visita a la señorita Presbury —dijo.