IV
UN RELATO DE TERROR
El cochero nos condujo al salón comedor, que estaba en penumbras, y encendió varias lámparas. Sobre la mesa había una botella de buen vino abierta, y otras cuatro o cinco apiladas en un rincón, en el suelo. Los platos sucios se habían acumulado junto con otros desperdicios, como algunas hogazas de pan duro, pedazos de cecina mordisqueada y un montón de raspas de bacalao seco. Estaba claro que el servicio de la casa no estaba haciendo un buen trabajo.
No obstante, los muebles y los adornos de la habitación se encontraban en un estado impecable… Y no pude menos que fijarme en lo valiosas que eran algunas de las posesiones del profesor Presbury: Había un estupendo carillón antiguo al que alguien espabilado habría podido sacarle sus buenas libras, al igual que una maravillosa —y seguro que carísima— vajilla de porcelana, y algunas piezas de orfebrería de oro y plata con engastes de piedras preciosas, colocadas aquí y allá por los estantes de la sala. Incluso los cubiertos desperdigados por la mesa eran buenos, pues llevaban grabadas las iniciales de Presbury. Me dije que si había que quemar esa casa, merecería la pena salvar primero algunos de esos bienes. Comprendo que era un pensamiento un tanto mundano para una situación como aquella, pero creo que es una buena costumbre aferrarse a las rutinas cotidianas y mantener los pies en la tierra cuando uno se enfrenta a la locura. La personalidad se forja a través de los hábitos.
—Tomen asiento, por favor… Y, señor Holmes, le recomiendo que si tiene algún arma, la saque e imite a su compañero —dijo Macphail—. Quizá tenga que usarla en cualquier momento.
—¿Debo asumir que contra usted… o contra alguien más? —dijo Sherlock Holmes mientras se palpaba el bolsillo del gabán, donde con toda seguridad llevaba su revólver—. Explíquese, por favor.
—Sí, contra mí o… contra alguno de los otros.
—Entonces, los demás miembros de la familia también están… ¿contagiados? ¿La joven Edith y el señor Bennett? ¿El resto del servicio?
El cochero asintió, y se echó a reír. Pero no era la risa de un hombre feliz, sino la de alguien desquiciado y atormentado.
—Las criadas se marcharon el día en que el señor Bennett murió…
—Por favor, Macphail, comience por el principio. Y sea ordenado, se lo ruego.
Macphail cogió la media botella de vino, echó un trago y comenzó:
—Quiero que sepan ustedes, ante todo, que yo me he limitado a cumplir las órdenes de mis amos… Sobre todo las del señor Bennett, que no deseaba que nada de esto saliera de la casa. Después de todo ese desagradable incidente de hace un mes con el maldito perro, que casi acabó con la vida del profesor Presbury (y usted lo sabe bien, señor Holmes, pues estaba presente), las cosas no fueron a mejor. El profesor había sufrido una grave herida en la garganta, y el joven señor Bennett se estaba encargando de tratarla. La señorita Edith estaba al lado de su padre todo el tiempo. Pero… el amo no mejoró. Su cuarto olía… bueno, ya lo saben ustedes… a muerte. La señorita le pidió al señor Bennett que llamara a algún especialista, e incluso mencionó su nombre y el del doctor Watson, pero su prometido insistía en que él se bastaba y sobraba para curar al profesor.
—Debieron contactar conmigo —dijo Sherlock Holmes—. Usted mismo pudo haberlo hecho, Macphail.
—Señor, yo solo soy el cochero, no tengo potestad para tomar esa clase de decisiones en contra de la voluntad de mis amos. Además, yo no estaba en la casa, pues como ya sabe usted, mi cuarto se encuentra en las caballerizas; lo que sabía era a través de comentarios y cuchicheos de las mujeres del servicio… Sí, la habitación olía mal, y el profesor no mejoraba. Por mi parte, yo seguía cuidando de los caballos… y de Roy. Después de que atacara al señor, el perro pasó un par de días tumbado en su caseta. Su comportamiento era extraño: no ladraba, no gruñía, dejó de comer… Empezó a convertirse en un animal violento, como las veces en que había atacado al profesor, y lo encerré de nuevo en las caballerizas. Intentó atacarme a mí, señor Holmes, como si se hubiera vuelto rabioso. Por suerte, esta vez la cadena y el collar sí lo retuvieron. Los caballos no soportaban tener a esa bestia cerca de ellos, se estaban poniendo muy nerviosos. Expliqué la situación al señor Trevor y a la señorita Edith, y les pedí permiso para sacrificar al perro. Como el señor Trevor estaba demasiado ocupado cuidando de la salud y de los asuntos pendientes del profesor Presbury, me dijo que hiciera lo que creyese más conveniente. De modo que le disparé en la cabeza con la escopeta… Y el monstruo, señores, sigue ahí fuera, incapaz de morir. Un agujero enorme entre ceja y ceja, y volvió a levantarse.
—¿Y no intentó rematarlo de algún modo? —pregunté.
—Pensé en seguir disparándole a las patas para inmovilizarlo y luego prenderle fuego y reducirlo a cenizas. Comprendo que estas medidas les resulten repulsivas, pues a mí tampoco me agrada maltratar a los animales, pero no creo que esa cosa de las caballerizas siga siendo un perro. Finalmente, y por orden del señor Trevor, no acabé con esa criatura infernal: Cuando le expliqué que había sobrevivido a un disparo, él mismo quiso ver el «milagro», como lo llamó, y me dijo que prefería que lo dejara con vida para poder estudiarlo más tarde… por si tenía alguna relación con los problemas del profesor.
—¿Y cree usted que Bennett tuvo buen juicio en ese punto? —dijo el señor Holmes.
—Usted podrá decírmelo: Roy mordió al señor Bennett cuando intentó examinar la herida del disparo, y ahora el señor está atado a una cama en su cuarto, igual que el profesor.
—En el mismo estado, ¿verdad? Como si hubiera sufrido un contagio —apuntó el detective.
—No, señor Holmes: El perro lo mató. Casi le arrancó el cuello de un bocado, y cuando lo encontré, Roy estaba comiéndose su rostro. Llevamos al señor Bennett a su cuarto, pero murió desangrado en cuestión de media hora.
—¿Y no llamaron entonces a un médico?
—La señorita Edith… Dios mío, pobre señorita Edith… La señorita Edith no estaba muy bien desde que su padre había empezado a… bueno, ya han visto… a lanzar dentelladas a diestro y siniestro. Y cuando ella vio a su prometido en ese estado, no pudo soportarlo más y… yo diría que se volvió loca. No dejó que nadie se acercara al cadáver del señor Trevor, y volvió a hablar del honor y del buen nombre de la familia, y del escándalo que se formaría si alguien llegara a saber alguna vez todo lo que estaba sucediendo…
Macphail echó otro trago, y tuvo un acceso de tos. Tanto el señor Holmes como yo mismo nos percatamos de que el cochero estaba empezando a sudar con mayor intensidad. Su estado era febril.
—Debería verle un doctor —dije yo.
—Sí —dijo el detective—, traeremos uno…
—Yo estoy acabado —dijo Macphail—. Hagan lo que quieran, pero déjenme terminar. Quizá sería buena idea que pensaran en atarme, ¿no creen? Además, ya ni tan siquiera me apetece el vino…
Empezó a toser de nuevo como si fuera un tuberculoso, e incluso escupió en el suelo un pedazo rosáceo y sanguinolento de sí mismo. El señor Holmes y yo intercambiamos una significativa mirada: Tal y como el mismo Macphail afirmaba, se encontraba más allá de cualquier ayuda.
—La señora Hammond, la cocinera, y Christine y la otra criada, Rosie, se marcharon la misma tarde en que murió el señor Trevor. Ni siquiera hablaron con la señorita Edith para decirle que se iban. Me dijeron que no soportaban la peste que se estaba extendiendo por todas las habitaciones, que estábamos todos locos, y que preferían quedarse en la calle a pasar un minuto más en esta casa. Yo les rogué por Dios que no le contaran nada a nadie, tal y como deseaba la señorita, y no sé si habrán cumplido su palabra… Espero que sí.
—Decía que el señor Trevor había muerto —indicó Sherlock Holmes, esperando que el cochero continuara.
—Sí. Sí y no. Yo mismo vi su cuerpo sin un aliento de vida y sin pulso, pero por la noche, mientras yo estaba cenando en esta misma mesa, escuché un grito de la señorita Edith, que se encontraba velando el maltrecho cadáver de su prometido. Corrí al cuarto del señor Bennett, el primero del pasillo, y al abrir la puerta encontré a la señorita de pie en medio de la habitación sujetándose la mano derecha con la izquierda, en su rostro una expresión de horror, y el joven Bennett, su cara devorada por el perro, sentado en la cama y mirando a la dama. Ya no tenía nariz, y el labio superior estaba arrancado y colgando de un lado de la boca. Entre sus dientes tenía un pedazo de carne y hueso.
—¿Está usted diciendo que Bennett resucitó? —dije yo.
—Mire, mordió a su prometida, le arrancó dos dedos de la mano, y cuando yo llegué, los estaba masticando. Lo que murió fue el señor Bennett, pero lo que volvió no era él, sino una cosa inmunda y obscena que quería devorar a la señorita Edith.
—¿Está Bennett aún en el cuarto? —pregunté.
—Le golpeé con saña un buen rato, y logré atarlo de pies y manos sin que me mordiera… Yo diría que aún no estaba despierto del todo —dijo Macphail, y una vez más, se rió sin ganas—. Ahí sigue ese monstruo, a buen recaudo.
—Y la señorita Presbury está en su cuarto, en el segundo piso —dijo Sherlock Holmes.
—Así es —dijo el cochero—. Tardó apenas un día en convertirse en una de esas cosas. Y ella no está atada, señor. Ha sido ella la que me ha propinado este mordisco —y se señaló el brazo vendado.
—¿Cuándo?
—Esta mañana —dijo—, cuando fui a llevarle la comida. Pero es inútil. Maté a los caballos para ofrecerles carne fresca, pero no la ha comido ninguno de los tres. Sólo quieren comerme a mí. Y hoy, la señorita Edith logró quitarme un buen trozo.
—Pero Macphail, ¿cómo no ha salido de esta casa en busca de ayuda? ¿Por qué no ha buscado usted a un médico para que le mire la herida?
El cochero se puso muy lenta y trabajosamente en pie, y con toda la dignidad que pudo reunir, respondió a Holmes:
—Porque es mi deber preservar el honor de esta casa y evitar el escándalo. Son órdenes de mis patrones.
Sinceramente, pienso que los más jóvenes, inexpertos y patrióticos soldados son capaces de llevar el sentido del honor y la lealtad hasta extremos que rozan el absurdo, pero lo de ese hombre, en mi opinión, sobrepasaba cualquier límite y entraba de lleno en el campo de la estupidez y la demencia. Nunca en mi vida había visto, ni después he vuelto a ver, tal ejemplo de testarudez sin sentido. Estoy seguro de que los Presbury nunca llegaron a saber hasta qué punto podían confiar en la fidelidad de su cochero.
—Señor Macphail, me gustaría hacerle una pregunta que quizá suene estúpida —dijo Sherlock Holmes—. ¿Puede decirme por qué apuñaló usted repetidas veces al profesor Presbury?
—Todo heridas mortales, ¿verdad, señor? —dijo Macphail—. Pero al igual que con el perro, no sirvió, ya lo ha visto usted. Quería acabar con su sufrimiento de una vez por todas. Con los otros ni tan siquiera lo intenté. Pensaba hacerlo conmigo mismo, pero ustedes han llegado antes de que reuniera el valor necesario para pegarme un tiro.
Lo que yo decía: fiel hasta la muerte, este Macphail.
Sherlock Holmes echó un vistazo al cuarto de Trevor Bennett, apenas unos segundos, y después subió al piso superior de la casa. Mientras tanto, até con fuerza a Macphail a una alacena de la cocina y me ahorré ver aquellos horrores. El cochero, por supuesto, se mostró de lo más colaborador, pues a fin de cuentas, la idea de amarrarlo había sido suya.
—Créame, señor Mercer, es lo mejor —me dijo Macphail.
El señor Holmes regresó al momento con nosotros. Estaba casi tan pálido como mi escorbútico amigo Porky Johnson, y tengo la sospecha de que en esos instantes mi jefe no habría rechazado un traguito de láudano o una calada de la pipa de opio de algún local de Limehouse. A estas alturas no creo estar revelando ningún secreto si digo que el gran Sherlock Holmes sentía cierta debilidad por los narcóticos, aunque lo cierto es que su afición —no me siento autorizado a llamarla «adicción»— se veía reforzada en sus períodos de inactividad, y no en momentos tan dramáticos como los que entonces estábamos viviendo. Supongo que una cosa es investigar crímenes, robos y estafas, dar caza a asesinos y maleantes, o enfrentarse a napoleones del crimen, pero este asunto de muertos resucitados para convertirse en caníbales no parecía encajar mucho con la trayectoria del Maestro.
—Aguante, señor Macphail —dijo el señor Holmes. Estaba intentando infundir ánimo en sus palabras, sin demasiado éxito, pues mientras hablaba estaba comprobando que la alacena y las ligaduras que yo había hecho podrían soportar las futuras embestidas—. Volveremos lo antes posible con un médico. Si tal y como dice, la señorita Edith le mordió esta mañana, quizá aún le queden unas doce horas antes de que se convierta en uno de esos zombis.
—Yo puedo quedarme con este hombre, señor Holmes —dije.
—No, Mercer; será mejor que me acompañe. Macphail y los demás seguirán aquí cuando regresemos.
No me ofrecí voluntario porque yo sea un valiente, sino por pura vergüenza. Realmente, sentía tanta pena por el cochero como miedo por esos engendros que estaban encerrados en las habitaciones.
—Préndanle fuego a la casa —oímos que decía Macphail cuando salíamos por la puerta principal.
Observé que Sherlock Holmes no tomaba el camino de salida hacia el coche, donde nos esperaba Dudley, sino que se dirigía a las caballerizas. Como además aún llevaba encima la escopeta de Macphail, deduje que antes de marcharnos quería hacer algún experimento con el bueno y viejo Roy, el perro lobo.
—No creo que ese animal sea más útil para la ciencia que Bennett o los Presbury —me explicó el señor Holmes—. Pero a nosotros nos servirá al menos para una cosa.
Nos acercamos a la entrada de las caballerizas, que estaba cerrada a cal y canto, pero Sherlock Holmes sacó un tintineante manojo de llaves que, obviamente, había tomado de la casa. Al primer intento, abrió la puerta con la llave correcta, y nos adentramos en la oscuridad.
—Encienda ese candil, Mercer —dijo, y señaló el objeto en cuestión, que estaba colgado en una percha donde pendían herramientas y aperos para los caballos.
En esta ocasión, el hedor no solo procedía de la bestia, sino también de los restos de los dos jamelgos de los Presbury. Había vísceras de todo tipo y tamaño apiladas a la entrada de una de las cuadras, envueltas en una nube de mosquitos. Se podían ver las ocho pezuñas y una de las cabezas —quizá la otra se la entregara Macphail a uno de los miembros de la casa—, pero no estaban los lomos ni los cuartos traseros. A saber qué había hecho el cochero con la carne que los monstruos no se habían dignado a tocar.
El perro estaba tumbado en la posición que Barker nos había descrito, junto a un cubo de agua en el que flotaban algunas moscas. Nos acercamos en silencio hasta una distancia prudencial, y acerqué el candil para que pudiéramos ver mejor al animal. Su pelaje, al igual que la piel del profesor Presbury, parecía ceniciento, sucio y muy deslustrado a la luz de la llama. Y la semejanza con su amo no se quedaba ahí, pues los pellejos de la panza y el lomo también le colgaban.
—La herida de la cabeza es tal cual la describió Barker —dijo Sherlock Holmes—. Incompatible con la vida, como las puñaladas que recibió el profesor.
En efecto, era la herida producida por un disparo de escopeta. Macphail le había volado parte del cráneo, y no sé si ahí adentro aún quedarían restos de un cerebro canino.
—No se mueve ni respira —dije yo.
—Tampoco lo hacía Presbury —respondió mi jefe. Tomó una larga vara que había junto con los aparejos de la caballería y pinchó el cuerpo en la panza, y después en la cara. Incluso llegó a pinchar al animal en un ojo.
—No reacciona —dije—. Ahora sí que está muerto.
—Espere.
Entonces, Sherlock Holmes me cogió el candil de las manos, arrojó aceite por encima de Roy y después prendió una cerilla.
Hubo una llamarada, y a continuación un gemido agudo que casi me rompió los tímpanos. La criatura se levantó de un salto y se abalanzó sobre nosotros, tirando de la cadena con una fuerza inusitada. Yo caí de espaldas por el susto y el repentino fogonazo, y pude ver cómo la bestia seguía gimiendo mientras ardía. El señor Holmes, que no había perdido la calma, disparó dos veces sobre la criatura, recargó la escopeta y volvió a disparar. El perro siguió estirando de la cadena durante unos segundos, las cuencas de sus ojos ya vacías, envueltas en llamas, como si el mismo fuego nos estuviera diciendo que nos odiaba y que iba a devorarnos. Sus mandíbulas mordían el humo. Pero igual que se había levantado y nos había atacado, se desplomó sobre la tierra y quedó inerte, ardiendo como un horno de leña. El olor a pelo quemado se me metió en la nariz y por mi garganta subieron un par de arcadas, pero no llegué a vomitar el pato asado de Chequers. He visto a los chicos cometer auténticas atrocidades en las calles de Londres con gatos y perros, pero aquello se llevaba la palma.
Cuando me incorporé, Sherlock Holmes seguía observando cómo el cuerpo se quemaba, las llamas reflejadas en la fría mirada del detective. A continuación, se volvió hacia mí y me dijo:
—Bueno, al menos ahora sabemos que se puede matar a esas cosas. Y Macphail tenía razón: el fuego, Mercer, el fuego que todo lo consume, es la respuesta. Si no podemos curarlos, siempre podremos incinerarlos.
El gran Sherlock Holmes estaba sonriendo ante semejante razonamiento, y eso hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.